Primera parte

Tal vez resultaría más efectivo desde el punto de vista dramático, empezar el relato en el momento en que Arnold Baffin me telefoneó y dijo: «Bradley, ¿podrías venir, por favor? Creo que acabo de matar a mi mujer».

Una trama más profunda, sin embargo, sugiere que el primero en hablar fue Francis Marloe, el paje o doncella (tales imágenes le complacerían), quien, una media hora antes de la trascendental llamada telefónica de Arnold, inicia la acción; pues las nuevas que Francis me traía configuran el marco, o contrapunto, o envoltorio de lo que entonces y posteriormente sucedió en el drama de Arnold Baffin. Hay, en efecto, varios puntos desde los que podría arrancar. Podría comenzar con las lágrimas de Rachel, o las de Priscilla. En esta historia hay abundante derramamiento de lágrimas. En una explicación compleja todo orden puede parecer arbitrario. Al fin y al cabo, ¿dónde empiezan las cosas? Que los tres o cuatro puntos de partida señalados fueran causalmente independientes entre sí sugiere una especulación, sin duda de las más irracionales, sobre el misterio de la vida.

Como he dicho, me disponía a dejar Londres. Era una fría, húmeda y desapacible tarde de mayo. El viento no transportaba aromas florales, sino que más bien arrimaba un humor viscoso y malsano a la carne que luego trataba de desollar. Tenía listas las maletas y me disponía a pedir un taxi por teléfono —de hecho, ya había descolgado el auricular— cuando experimenté esa nerviosa urgencia de aplazar mi partida, de sentarme a reflexionar, lo cual, según he oído decir, los rusos han elevado a la categoría de rito. Colgué el teléfono, entré nuevamente en mi salita victoriana, atestada de objetos, y me senté. El resultado de tal maniobra fue una inmediata inquietud respecto a varios detalles que ya había verificado diez veces. ¿Tenía suficientes píldoras para dormir? ¿Había incluido en mi equipaje la mezcla de belladona? ¿Mis cuadernos? Sólo puedo escribir en un determinado tipo de cuadernos, con las líneas separadas a cierta distancia. Salí corriendo al vestíbulo. Como es de suponer, encontré los cuadernos, las píldoras y la belladona, pero las maletas estaban de nuevo por hacer y el corazón me latía con fuerza.

Ocupaba entonces, desde hacía algún tiempo, un piso en la planta baja de una de las casas adosadas que se elevaban en torno a una especie de plazuela, bonita y desvencijada, al norte del Soho, no lejos de la torre de correos, una zona de perpetuo bullicio. Yo prefería este ambiente metropolitano, modesto pero digno, a la opulencia de los barrios residenciales, desprovista de estilo, elegida por los Baffin. Todas mis «habitaciones» quedaban en la parte trasera. El dormitorio daba a unos cubos de basura y a una escalera de incendios. El salón, a un sencillo muro de piedra incrustado de suciedad. El salón, en realidad medio aposento (la otra mitad, desnuda y deteriorada, era el dormitorio), tenía unos paneles de madera de ese tono verde, polvoriento y dignificado que sólo se consigue tras haberse descolorido durante cincuenta años. Había llenado el lugar con demasiados muebles, mi bric-á-brac Victoriano y oriental, con minúsculos objets d’art, pequeños cojines, bandejas con incrustaciones, paños de terciopelo, hasta decorativas fundas para los respaldos de las sillas, encajes… Más que coleccionar, acumulo. También soy meticulosamente ordenado, aunque me he resignado al polvo. Mi piso era un seno acogedor y umbrío, con un interior muy transformado y nada en el exterior. Sólo desde la puerta de la casa, que no era la que daba acceso a mi piso, se podía divisar el cielo sobre los altos edificios y contemplar, irguiéndose por encima de ellos, la grave y austera silueta de la torre de correos.

Así que aplacé adrede mi partida. ¿Qué habría ocurrido de no haberlo hecho así? Mi propósito era desaparecer durante todo el verano, irme a un lugar que, por cierto, nunca había visto pero que había adoptado a ciegas. A Arnold no le había comunicado adonde me iba. Le había dejado intrigado. ¿Por qué?, me pregunto. ¿Por una especie de oscuro despecho? El misterio siempre adquiere grandes proporciones. Le había dicho, con firme vaguedad, que pensaba viajar al extranjero, sin más señas. ¿Por qué esas mentiras? Supongo que en parte lo hice para sorprenderle. Yo era de esos que nunca iban a ninguna parte. Quizá creyese que iba siendo hora de darle a Arnold una sorpresa. Tampoco le había dicho a mi hermana Priscilla que pensaba ausentarme de Londres. Nada raro había en ello. Ella vivía en Bristol con un marido que a mí me resultaba profundamente desagradable. ¿Qué habría pasado de salir yo de casa antes de que Francis Marloe llamara a la puerta? ¿Y si el tranvía hubiese llegado a la parada y se hubiese llevado a Princip antes de que el coche del archiduque doblara la esquina?

Rehíce las maletas y puse en mi bolsillo, para volver a leerla en el tren, la tercera versión de mi reseña sobre la última novela de Arnold. Como hombre que escribía un libro al año, Arnold Baffin, el prolífico y popular novelista, nunca permanecía mucho tiempo alejado de la atención del público. Con Arnold he tenido diferencias de opinión en cuanto a su forma de escribir. A veces, en una estrecha amistad, en lo referente a cuestiones importantes, las personas están de acuerdo en disentir y, en ese terreno, callan. Durante un tiempo, eso nos había ocurrido a nosotros. Los artistas son gente muy susceptible. Yo, sin embargo, tras hojear por encima su último libro, había hallado en él cosas que me gustaban, y había accedido a escribir una reseña para un semanario. Rara vez escribía yo críticas literarias, de hecho porque rara vez me pedían que lo hiciera. Pensé que este tributo sería como una compensación por las anteriores críticas que había escrito de las novelas de Arnold y que tal vez le habían disgustado. Más tarde, al leerla con más detenimiento, decidí con pesar que la detestaba tanto como detestaba a sus numerosas hermanas, y me encontré escribiendo una crítica que venía a ser una diatriba general contra toda la obra de Arnold. ¿Qué hacer? No quería ofender al editor; a cualquiera le gusta verse publicado alguna que otra vez. Ahora bien, ¿no debe un crítico expresar sin temor lo que siente? Y, por otra parte, Arnold era un viejo amigo.

En aquel momento (demasiado aplazado ya por mis divagaciones narrativas) sonó el timbre de la puerta.

La persona que estaba fuera (dentro de mi casa pero fuera de mi piso) era extraña para mí. El hombre parecía estar temblando, quizá por las recientes caricias del viento, quizá por los nervios o el alcohol. Llevaba una gabardina azul, muy vieja, y una raída bufanda beige, que parecía ahogarle. Era corpulento (no podía abrocharse la gabardina), no alto, con una copiosa cabellera, más bien larga, rizada y gris, cara redonda, nariz levemente aguileña, labios gruesos y rojos y ojos muy juntos. Parecía, pensé más tarde, la caricatura de un oso. Los osos de verdad, según tengo entendido, tienen los ojos bastante separados, pero en las caricaturas tienen los ojos juntos, posiblemente para indicar mal talante o astucia. Su aspecto no me gustaba nada. Su persona emanaba un algo de mal augurio que yo no acertaba a definir. Y su olor me llegaba desde la entrada.

Quizá deba hacer aquí otra pausa para describirme. Soy alto y delgado, mido algo más de un metro ochenta, tipo rubio y no calvo todavía, con cabello fino y sedoso, un tanto descolorido y lacio. Mi rostro es suave, tímido, nervioso y sensible, tengo los labios delgados y los ojos azules. No llevo gafas. Parezco bastante más joven de lo que soy en realidad.

La maloliente persona que aparecía en el umbral empezó a hablar atropelladamente, diciendo cosas que yo no alcanzaba a oír. Soy algo sordo.

—Lo siento, no oigo lo que dice, ¿qué quiere? Hable más alto, haga el favor, no le oigo.

—Ella ha vuelto —le oí decir.

—¿Qué? ¿Quién? No le comprendo.

—Christian ha vuelto. Él murió. Ella ha vuelto.

—¡Christian!

Tal era el nombre, que nadie había pronunciado en mi presencia desde hacía muchos años, de mi exesposa.

Abrí más la puerta y aquel hombre, a quien ahora reconocía, se metió o, mejor dicho, se coló en mi piso. Retrocedí hasta el salón, con él tras mis talones.

—No te acuerdas de mí.

—Sí, me acuerdo.

—Soy Francis Marloe, tu cuñado, ya sabes…

—Sí, sí…

—Es decir, lo era. Pensé que debía ponerte al comente. Se ha quedado viuda, él se lo dejó todo, ella ha vuelto a Londres, vive en vuestro antiguo domicilio…

—¿Te ha mandado ella?

—¿Aquí? En fin, no exactamente…

—¿Te ha mandado o no?

—Bueno, no, lo he sabido por su abogado. Se ha instalado en vuestra antigua casa. ¡Dios mío!

—No veo por qué has tenido…

—¿Conque te ha escrito? Me estaba preguntando si te habría escrito.

—¡Naturalmente que no me ha escrito!

—Pensé, claro, que querrías verla…

—¡No quiero verla! ¡No hay nadie a quien quiera ver o de quien quiera saber menos que de ella!

No trataré de describir aquí mi matrimonio. Sin duda se dejará traslucir cierta impresión de él. Para la presente historia, lo importante, más que sus detalles, es su carácter general. No fue un éxito. Al principio yo la veía a ella como una persona portadora de vida. Más tarde la vi como portadora de muerte. Algunas mujeres son así. Hay una especie de energía que parece revelar el mundo; de pronto, un buen día, uno descubre que está siendo devorado. Otras víctimas similares comprenderán a qué me refiero. Es posible que yo sea un soltero por naturaleza; Christian era, desde luego, una coqueta por naturaleza. La simple tontería puede resultar atractiva en una mujer. Yo, claro, me sentí atraído. Supongo que ella era una mujer bastante «sexy». Algunas personas me consideraban afortunado. Ella trajo a mi vida, lo que no soporto, el desorden. Era una gran aficionada a montar escenas. Acabé por detestarla. Cinco años de matrimonio parecieron convencernos a ambos de la absoluta imposibilidad de ese estado. No obstante, después de nuestro divorcio, Christian se casó con un estadounidense inculto y rico llamado Evandale, se fue a vivir a Illinois y, en lo que a mí respecta, desapareció del mapa.

Nada hay parecido a la sensación inerte, pesada, de un matrimonio fracasado. Como nada se parece al odio que uno experimenta hacia su excónyuge. (¿Cómo se atreverá semejante persona a ser feliz?). No puedo dar crédito a los que hablan de la amistad en tal contexto. Yo viví durante años con la idea de que las cosas estaban irrevocablemente empañadas y estropeadas, lo que a veces hacía que el mundo me pareciera terriblemente lúgubre. No conseguía quitarme a mi mujer de la cabeza. Nada tenía que ver con el amor. Los que hayan padecido esa esclavitud sabrán comprenderme. Algunos seres sólo pueden menoscabar y despojar a los demás. Imagino que casi todo el mundo menoscaba a alguien. Un santo no despojaría a nadie. Es una bendición que la mayoría de nuestros conocidos puedan olvidarse cuando no están presentes. Eso de ojos que no ven, corazón que no siente, es un privilegio de supervivencia humana. No sucedía así con Christian, que era omnipresente; mi conciencia de ella era rapaz, el hecho de pensar en ella me dañaba, atravesando el tiempo y el espacio como rayos nocivos. Sus observaciones eran memorables. Sólo la buena de América me curó de ella al fin. La arrinconé con un hombre tedioso en una población tediosa y distante y, por fin, pude creer que había muerto. Qué alivio.

Francis Marloe era otra cuestión. Ni él ni sus pensamientos habían sido nunca importantes para mí ni, por lo visto, para nadie. Era el hermano menor de Christian, a quien ella trataba con indulgente desprecio. No se había casado. Tras muchos años de esfuerzos obtuvo el título de doctor en medicina, pero fue suspendido del ejercicio por cierta irregularidad en la receta de unas drogas. Más adelante me enteré con desagrado que se había establecido como supuesto «psicoanalista». Posteriormente supe que se había dado a la bebida. De enterarme que se había suicidado, habría acogido la noticia sin pesar ni asombro. No me complacía volver a verle. Estaba cambiado hasta el extremo de ser irreconocible. Había sido un joven esbelto, ágil, con una aureola rubia; su aspecto ahora era basto, gordo, rubicundo, se veía en él algo desatinado, levemente siniestro, tal vez un poco loco. Siempre había sido un estúpido. En aquellos momentos, sin embargo, no era Francis Marloe quien me preocupaba, sino las noticias, absolutamente aterradoras, que me traía.

—Me admira que creyeras tu deber presentarte aquí. Ha sido una impertinencia. No quiero saber nada de mi exmujer. Ese asunto lo liquidé hace años.

—No te enfades —dijo Francis, frunciendo los labios con un ademán adulador, como a punto de besar, que yo recordaba con repugnancia—. No te enfades conmigo, Brad, por favor.

—Y no me llames Brad. He de tomar un tren.

—Sólo te entretendré un instante, me explicaré, he pensado… Sí, seré breve, pero escúchame, por favor, por favor, te lo ruego… Mira, se trata de lo siguiente: tú eres la primera persona a quien Chris vendrá a ver en Londres…

—¿Cómo?

—Vendrá directa a ti, me apuesto lo que quieras, lo intuyo…

—¿Te has vuelto loco? ¿Es que no sabes lo…? No voy a discutir eso… No puede haber ninguna comunicación, eso se acabó hace años.

—No, Brad, es que…

—¡No me llames Brad!

—De acuerdo, de acuerdo, Bradley, lo siento, no te enfades, por favor, ya conoces a Chris, ella te quería mucho, de verdad, mucho más que al viejo Evans; vendrá a verte, aunque no sea más que por curiosidad…

—No estaré aquí —dije.

Lo que me decía sonaba espantosamente plausible. Quizá tengamos todos una profunda vena maligna. Christian tenía, desde luego, su buena dosis de pura maldad. Era probable que acudiera instintivamente a mí, por curiosidad, por malicia, como se dice que los gatos suelen saltar sobre los regazos de quienes los odian. Es cierto que se siente cierta curiosidad hacia el excónyuge, sin duda un deseo de que haya sufrido remordimientos y desengaño. Se va en busca de malas noticias. Uno quiere recrearse en el mal ajeno. Christian estaría deseando saciarse con mi desgracia.

Francis proseguía diciendo:

—Querrá pavonearse, es muy rica, ¿sabes?, una especie de viuda alegre, querrá mostrarse ante sus amistades, cualquiera haría lo mismo, y te irá detrás, ya lo verás, y…

—¡No me interesa! —grité—. ¡No me interesa!

—Claro que te interesa. Si alguna vez he visto a un tipo con aire de interesarse…

—¿Ha tenido hijos?

—¿Ves cómo estás interesado? No, no tiene. Tú siempre me has caído bien, Brad, y quería volver a verte, siempre te he admirado, he leído tu libro…

—¿Cuál?

—No recuerdo el título. Era estupendo. Quizá te estés preguntando por qué no vine a…

—¡No!

—Bueno, es que me sentía avergonzado, me sentía tan poca cosa, pero ahora que Christian ha vuelto… Verás, es que estoy hasta el cuello de deudas, he de estar trasladándome continuamente y todo eso… El caso es que Christian me despachó hace un tiempo, y yo pensé que si ella y tú volvíais a estar juntos…

—¿Pretendes que yo interceda por ti?

—Pues algo por el estilo, algo por el estilo…

—¡Dios mío! —dije—. Vete, ¿quieres?

La idea de sacarle dinero a Christian para el delincuente de su hermano me parecía increíblemente lunática, aun tratándose de Francis.

—Me quedé de piedra cuando supe que ella había vuelto, ha sido inesperado, eso cambia mucho las cosas, yo quería venir y comentarlo con alguien, por la cosa del interés humano y tú, naturalmente… Oye, ¿tienes algo de beber en casa?

—Será mejor que te vayas, por favor.

—Presiento que ella querrá que tú… que querrá impresionarte y todo eso… Rompimos por carta, ¿sabes? Yo andaba siempre mal de dinero y ella, a través de su abogado, hizo que dejara de escribirle… Pero ahora es como volver a empezar, si tú pudieras congraciarme con ella, llevarme contigo…

—¿Quieres que finja ser amigo tuyo?

—Pero es que podríamos serlo, Brad… Oye, ¿no hay nada para beber en la casa?

—No.

El teléfono empezó a sonar.

—Márchate, haz el favor —le dije—, y no vuelvas.

—Bradley, ten compasión…

—¡Fuera!

Se quedó ante mí con ese aire de repelente humildad. Abrí bruscamente la puerta del salón y luego la del apartamento.

Descolgué el auricular del vestíbulo.

Oí la voz de Arnold Baffin al otro lado de la línea. Hablaba en voz baja, pausada:

—Bradley, ¿puedes venir, por favor…? Creo que acabo de matar a Rachel.

Contesté inmediatamente, también en voz baja, aunque alterada:

—No seas tonto, Arnold. ¡No seas tonto!

—Te lo ruego, ¿podrías venir enseguida?

Su voz sonaba como la grabación de un anuncio.

Le pregunté:

—¿Has avisado a un médico?

Se hizo un silencio, y luego dijo:

—No.

—Bueno, ¡pues hazlo!

—Yo… te explicaré… ¿Podrías venir inmediatamente?

—Arnold —dije—, no puedes haberla matado… Desvarías… Tú no has podido…

Otro silencio.

—Puede que no. —Su voz era inexpresiva, como sosegada. Sin duda se hallaba bajo los efectos de un fuerte shock.

—¿Qué ha pasado…?

—Bradley, ¿podrías…?

—Sí —repuse—, iré enseguida. Tomaré un taxi.

Colgué el auricular.

Acaso sea pertinente indicar que mi primera sensación general al escuchar la noticia de Arnold fue de curiosa alegría. Antes de que el lector me acuse de ser un monstruo de crueldad, que examine su propio corazón. Tales reacciones no son, al fin y al cabo, tan anormales, y en ese mínimo sentido puede decirse que son, al menos, disculpables. Acogemos las catástrofes de nuestros amigos con un placer que realmente no excluye la amistad. Ello obedece en parte, aunque no del todo, a que nos complace sentirnos calificados de auxiliadores. La catástrofe inesperada e incongruente resulta especialmente estimulante. Yo sentía gran afecto tanto por Arnold como por Rachel. Pero existe una hostilidad natural, tribal, entre las personas casadas y las solteras. No soporto las exhibiciones, a menudo instintivas, que hacen las personas casadas a fin de insinuar no sólo que son más afortunadas, sino en cierto aspecto más morales que tú. Por otra parte, y esto apoya su causa, el soltero suele suponer ingenuamente que todos los matrimonios son felices a menos que demuestren lo contrario. El matrimonio de los Baffin siempre había parecido bastante sólido. Esta repentina estampa de su vida conyugal alteraba los conceptos.

Con el rostro encendido todavía por la emoción que me habían producido las palabras de Arnold, y también, debo aclarar (no hay ninguna contradicción), muy alarmado y disgustado, me volví y vi a Francis, cuya existencia había olvidado.

—¿Pasa algo? —preguntó Francis.

—No.

—Te he oído decir algo sobre un médico.

—La esposa de un amigo mío acaba de sufrir un accidente; se ha caído. Voy a ir a verles.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Francis—. Quizá pueda ser de alguna utilidad. Al fin y al cabo, todavía soy médico a los ojos de Dios.

Lo pensé un instante y dije:

—Está bien.

Tomamos un taxi.

Me detengo aquí para añadir otras dos palabras acerca de mi protegido Arnold Baffin. Me siento ansioso (no es una frase, me siento, en verdad, ansioso) con respecto a la claridad y la justicia de mi presentación de Arnold, puesto que esta historia, desde un importante punto de vista, es la historia de mis relaciones con Arnold y el asombroso desenlace al que condujeron. Yo «descubrí» a Arnold, un hombre bastante más joven que yo, cuando ya estaba modestamente establecido como escritor y él, recién salido de la universidad, daba los últimos toques a su primera novela. En aquella época ya «me había liberado» de mi mujer y experimentaba uno de esos «nuevos comienzos» que tantas veces he confiado en que llevarían a algún logro. Él era profesor recién licenciado en literatura inglesa por la Universidad de Reading. Nos conocimos en una reunión. Él confesó tímidamente su novela. Yo manifesté un correcto interés. Él me envió el texto mecanografiado, casi completo. (Se trataba, por supuesto, de Tobías y el ángel caído. Su mejor libro, sigo pensando). Me pareció que la obra tenía ciertos méritos y le ayudé a encontrar un editor que quisiera publicarla. Cuando ésta apareció, también escribí una reseña bastante favorable. Así se inició una de las carreras literarias más afortunadas, hablando en términos comerciales, de los últimos años. Arnold, inmediatamente, y en contra de mi consejo, cesó en su empleo como profesor y se dedicó a «escribir». Escribía con facilidad, producía cada año una novela que complacía el gusto del público. A esto siguieron el dinero y la fama.

Se ha insinuado, sobre todo a la luz de los recientes acontecimientos, que yo envidiaba el éxito de Arnold como escritor. Quisiera, una vez más, negarlo categóricamente. A veces envidiaba su libertad para escribir en unos momentos en que yo me encontraba atado a mi mesa de despacho. Pero, en general, no envidiaba a Arnold Baffin, por una razón bien sencilla: me parecía que había alcanzado la fama a expensas del mérito. Como descubridor y protector suyo, me sentí desde el principio identificado con sus actividades, y me apenaba que un joven escritor que prometía hubiera dejado de lado la verdadera ambición para ajustarse tan pronto al molde popular. Yo respetaba su laboriosidad y admiraba su «carrera». Aparte de los dones puramente literarios, tenía muchos otros. Con todo, sus libros no me gustaban demasiado. No obstante, pronto intervino el tacto, y, como he dicho, aprendimos a evitar ciertos temas de conversación.

Estuve presente en el enlace de Arnold y Rachel. (Me estoy refiriendo a una época de la que pronto hará veinticinco años). Después de esto, durante muchos años, solía almorzar con los Baffin los domingos y, además, visitaba a Arnold como mínimo una vez por semana. Era como una relación familiar. Arnold incluso llegó a referirse a mí como su «padre espiritual». La estrecha regularidad de esas costumbres cesó cuando Arnold hizo un comentario, que no detallaré aquí, acerca de mi trabajo. Sin embargo, la amistad sobrevivió; hasta se volvió, puesta a prueba y en tiempos de tribulación, más intensa y, desde luego, más complicada. No diré que Arnold y yo estuviésemos obsesionados el uno con el otro. Pero sentíamos un constante y mutuo interés. A mí me parecía que los Baffin me necesitaban. Me sentía con respecto a ellos como una deidad tutelar. Arnold siempre se mostraba agradecido, incluso afectuoso, aunque sin duda temía mis críticas. Tal vez por el hecho de abrazar cada vez más la mediocridad literaria, llevara un crítico muy similar dentro del pecho. A menudo nos identificamos con lo que, de no hacerlo así, resultaría una amenaza. El desagrado que nos inspira el trabajo de otro es una profunda fuente de enemistad entre los artistas. Somos una pandilla de vanidosos, y la crítica puede alejarnos irrevocablemente. Es mérito de ambos que Arnold y yo, dos tipos endiablados, tuviéramos la habilidad de preservar, por los motivos que fuesen, nuestro mutuo afecto.

Debo aclarar que Arnold no estaba en ningún sentido burdo «estropeado» por el éxito. No era un evasor de impuestos con un yate y una casa en Malta. (A veces, riendo, hablábamos de cómo evitar impuestos, pero nunca de evadir impuestos). Vivía en un chalet bastante amplio, aunque no inmodesto, en una «distinguida» zona residencial en Ealing. Su vida doméstica, hasta un extremo irritante, carecía de estilo. No es que hiciera gala de ser «un tipo corriente». En cierto aspecto él era en efecto «un tipo corriente», y rehuía un modo de ver que, para bien o para mal, habría podido hacer un uso muy distinto de su dinero. Nunca supe que Arnold adquiriese un objeto de belleza. De hecho, su gusto en el aspecto visual era bastante deficiente, si bien vehementemente aficionado a la música. En lo tocante a su persona, seguía pareciendo un maestro de escuela, vestía sin gracia y conservaba un aspecto sencillo, tímido y juvenil. Jamás se le ocurrió jugar al «escritor famoso». O puede que la inteligencia, de la que estaba bastante bien dotado, le sugiriera actuar así. Llevaba gafas con montura metálica, tras las cuales aparecían sus ojos de un verde azulado muy pálido, bastante impresionantes. Tenía la nariz afilada, la cara siempre algo grasienta, aunque de aspecto saludable. Había en él como una falta de color. ¿Quizá un poco como un albino? Tenía fama de apuesto, y tal vez lo fuese. Siempre se estaba peinando.

Arnold me miró fijamente y señaló, mudo, a Francis. Estábamos en el vestíbulo. Arnold no parecía el mismo, con el rostro como la cera, el pelo de punta, sus ojos sin las gafas, de mirada vaga y aturdida. En la mejilla tenía una marca colorada, como un carácter chino.

—El doctor Marloe. Doctor Marloe… Arnold Baffin. El doctor Marloe se encontraba casualmente conmigo cuando me has llamado para comunicarme el accidente de tu mujer —dije, recalcando la palabra «accidente».

—Doctor —dijo Arnold—. Sí, verá… ella…

—¿Se ha caído? —sugerí.

—Sí. ¿Él es… este señor es… doctor en medicina?

—Sí —repuse—. Un amigo mío.

Esa mentira al menos indicaba una información importante.

—¿Es usted el famoso Arnold Baffin? —preguntó Francis.

—Sí —respondí yo.

—Vaya, admiro mucho sus libros… He leído…

—¿Cuál es la situación? —pregunté a Arnold. Me pareció que estaba ebrio, y al punto me pareció oler a alcohol.

Arnold, realizando un esfuerzo, dijo pausadamente:

—Se ha encerrado en nuestra habitación. Después de que… sucediera… Estaba sangrando mucho… yo pensé… no sé realmente lo que pensé… la herida era… En todo caso… En todo caso…

Se detuvo.

—Sigue, Arnold. Mira, será mejor que te sientes. ¿No es mejor que se siente?

—Arnold Baffin… —dijo Francis para sí.

Arnold se apoyó en el perchero del vestíbulo. Apoyó la cabeza en un abrigo que estaba colgado, cerró los ojos un instante y continuó:

—Lo siento. Verás. Ella estuvo un rato gimiendo y llorando ahí dentro. Me refiero a la habitación. Ahora todo es silencio y ella no responde. Temo que esté inconsciente o…

—¿No puedes forzar la puerta?

—Intenté hacerlo, lo intenté, pero el cincel… la madera de fuera se partió y yo no podía…

—Siéntate, Arnold, por amor de Dios. —Le obligué a sentarse en una silla.

—Y a través de la cerradura no se ve nada porque la llave…

—Seguramente estará disgustada y no te contesta por… ya sabes…

—Sí —dijo él—. Yo no quería… Si sólo se trata de… No sé lo que… Ve e inténtalo tú, Bradley…

—¿Dónde está el cincel?

—Arriba. Pero es demasiado pequeño. No pude encontrar…

—Bien, vosotros quedaos aquí —dije—. Subiré a ver qué sucede. Te apuesto lo que quieras a que… Arnold, ¡quédate aquí y siéntate!

Me detuve ante la puerta de la habitación, que aparecía ligeramente deformada a causa de los esfuerzos de Arnold. Gran parte de la pintura había saltado y yacía como pétalos blancos en la alfombra beige. También el cincel estaba en el suelo. Traté de girar el pomo y dije:

—Rachel. Soy Bradley, ¡Rachel!

Silencio.

—Iré por un martillo —oí decir a Arnold, invisible, en la planta baja.

—Rachel, Rachel, contesta, por favor. —El auténtico pánico había hecho ahora presa en mí. Apoyé todo mi peso contra la puerta. Era sólida y estaba bien hecha—. ¡Rachel!

Silencio.

Me abalancé contra la puerta, gritando:

—¡Rachel!

Luego callé y me puse a escuchar atentamente.

Percibí un débil rumor que provenía de la habitación, como ratones deslizándose por el suelo. Dije en voz alta:

—¡Dios quiera que estés bien, Dios quiera que estés bien!

Más rumor de alguien deslizándose por el suelo. Luego, muy quedo, en un murmullo apenas audible:

—Bradley.

—Rachel, Rachel, ¿estás bien?

Silencio. Pasos sigilosos. Luego, un suspiro breve y sibilante.

—Sí.

Les grité a los otros:

—¡No pasa nada! ¡Rachel está bien!

Les oí decir algo a mis espaldas, en las escaleras.

—Rachel, déjame entrar, ¿puedes? Déjame entrar.

Hubo un sonido de pisadas presurosas, luego la voz de Rachel, temblorosa y baja, junto a la puerta:

—Entra tú. Nadie más.

Oí girar la llave en la cerradura y entré rápidamente en la habitación, vislumbrando a Arnold, de pie en las escaleras con Francis tras él, un poco más abajo. Vi ambos rostros con toda claridad, como rostros en una escena de crucifixión representando al pintor y a su amigo entre la multitud. El rostro de Arnold estaba contraído en una especie de mueca de angustia. El de Francis relucía con perversa curiosidad. Expresiones muy adecuadas para una crucifixión. Una vez dentro, casi me caigo al tropezar con Rachel, que estaba sentada en el suelo. Se quejaba suavemente, tratando con desesperación de volver a girar la llave en la cerradura. Di la vuelta a la llave y me senté en el suelo, a su lado.

Puesto que Rachel es uno de los actores principales, en un sentido crucial quizá el principal actor, en mi drama, quisiera detenerme brevemente para describirla. Hacía más de veinte años que la conocía, casi tantos como a Arnold, sin embargo, en ese tiempo al que aludo, yo no la conocía realmente a fondo, como más tarde comprendí. Había una especie de vaguedad. Algunas mujeres, muchas, según mi experiencia, tienen una cualidad «abstracta». ¿Es realmente una diferencia sexual? Quizá esa cualidad no sea más que generosidad. (A este respecto, al menos con los hombres uno sabe dónde está). En el caso de Rachel no se trataba de falta de inteligencia, desde luego. Había una vaguedad que la ternura femenina y la costumbre de mi amistad, casi familiar, con los Baffin no disipaban, sino que incluso la aumentaban. Claro que los hombres representan papeles, pero también las mujeres lo hacen, unos papeles más en blanco. Ellas, en la comedia de la vida, tienen menos buenos versos que recitar. Puede que ello sirva para hacer un misterio de algo que tiene unas causas más sencillas. Rachel era una mujer inteligente casada con un hombre famoso; y tal mujer, instintivamente, se conduce en función de su marido, proyectando, por decirlo así, toda la luz sobre él. El «espacio en blanco» de Rachel repelía incluso la curiosidad. No se suele imaginar que semejante mujer tenga ambiciones, mientras que tanto Arnold como yo estábamos, en aspectos muy diferentes, atormentados quizá hasta definidos por la ambición. Rachel era (en un sentido que a nadie se le ocurriría aplicar a un hombre) una «buena persona», una «buena chica». Inspiraba confianza. Allí estaba ella. Su aspecto (entonces) era el de una mujer grande, bien parecida, dulce y satisfecha, la eficaz esposa de un hombre conocido y simpático. Era una persona de rostro amplio y terso, algo pecosa, rubia rojiza, de cabello más bien liso, recio, y de tez pálida, un poco alta para ser mujer y, en general, de constitución más grande que su marido. Había engordado y algunos la habrían considerado gorda. Siempre andaba atareada, a menudo con asuntos de caridad y de política de izquierda moderada. (A Arnold la política no le interesaba en absoluto). Era una excelente ama de casa, y solía referirse a sí misma con ese título.

—Rachel, ¿estás bien?

Debajo de un ojo aparecía un morado, rojizo y cada vez más oscuro, y el mismo ojo se iba reduciendo, aunque era difícil de advertir dado lo enrojecidos e hinchados que tenía los párpados de tanto llorar. Su labio superior estaba también inflamado por un lado. En el cuello y en el vestido había vestigios de sangre. Tenía los cabellos en desorden y parecían más oscuros, como si estuvieran mojados; quizá lo estuvieran literalmente, a causa del torrente de lágrimas derramado. Jadeaba, casi como si le faltara el aire. Se había desabrochado el vestido y yo divisaba parte del encaje blanco de su sujetador y una rolliza palidez de carne asomando por encima de él. Había llorado tanto que tenía la cara hinchada hasta dejarla casi irreconocible, húmeda, brillante y acalorada. Se echó a llorar nuevamente, apartándose de mi ademán convulsivo y afectuoso, tirando del cuello de su vestido de manera frenética.

—¿Estás herida, Rachel? He venido con un médico…

Empezó a levantarse con dificultad, apartando otra vez la mano que yo le tendía con ánimo de ayudarla. De su aliento entrecortado llegó hasta mí una bocanada de alcohol. Se arrodilló sobre su vestido y oí cómo se rasgaba. Después atravesó la habitación medio corriendo hasta la cama revuelta y se tumbó boca arriba, tirando de las ropas en vano ya que estaba semitendida sobre ellas, se cubrió luego la cara con las manos, sollozando de manera atroz y yaciendo con los pies separados, desmadejada, ensimismada en su dolor.

—Rachel, cálmate, por favor. Bebe un poco de agua.

El sonido de ese desenfrenado lloriqueo me era casi insoportable, y algo demasiado intenso para calificarlo de turbación, aunque de carácter parecido, me hacían sentir reacio y al mismo tiempo ansioso de mirarla. El llanto de una mujer puede enloquecernos de temor y remordimiento, y aquel llanto era terrible.

Arnold, fuera, gritó:

—¡Déjame entrar, por favor, por favor…!

—Basta, Rachel —dije—. No lo soporto. Basta. Voy a abrir la puerta.

—No, no —murmuró ella, en una especie de apagado lamento—. Que no entre Arnold, que no…

¿Estaría aún atemorizada de él?

—Voy a decirle al médico que pase —dije.

—No, no.

Abrí la puerta y coloqué la mano sobre el pecho de Arnold.

—Entra a examinarla —le dije a Francis—. Hay sangre.

Arnold se puso a gritar:

—¡Cariño, déjame verte, te lo suplico, no te enfades, te lo suplico…!

Le empujé hacia las escaleras. Francis entró en la habitación y volvió a cerrar la puerta con llave, bien por delicadeza o por cautela profesional.

Arnold se sentó en las escaleras y se puso a gemir:

—Dios mío, Dios mío, Dios mío…

Mi incómoda y enojosa turbación se mezclaba ahora con un horrible y fascinado interés. Arnold, sin importarle la impresión que pudiera causar, se mesaba los cabellos y no cesaba de repetir:

—Soy un condenado imbécil, soy un condenado imbécil…

—Cálmate —dije—. ¿Qué ha pasado exactamente?

—¿Dónde están las tijeras? —gritó Francis desde dentro.

—En el primer cajón del tocador —repuso Arnold—. ¡Jesús! ¿Para qué querrá las tijeras? ¿Es que va a operarla o algo así?

—¿Qué ha ocurrido? Mira, será mejor que bajemos.

Empujé a Arnold y él bajó cojeando, encorvado, asido a la barandilla, y fue a sentarse en el último escalón, sosteniéndose la cabeza entre las manos y contemplando fijamente el dibujo en zigzag de la alfombra de la entrada. El vestíbulo siempre estaba un poco oscuro a causa de los vidrios de colores de la puerta. Descendí a mi vez, pasé junto a Arnold y me senté en una silla, sintiéndome muy raro, disgustado, agitado.

—¡Dios mío, Dios mío! ¿Crees que ella me perdonará?

—Pues claro. ¿Qué…?

—Todo empezó con una absurda discusión sobre uno de mis libros. ¡Dios!, ¿por qué seremos tan idiotas…? Y seguimos discutiendo, sin que cediera ninguno de los dos… No solemos discutir mi trabajo, quiero decir que a Rachel le parece perfecto, no hay nada que discutir. Pero ella a veces no se encuentra bien o algo por el estilo y le da por decir que uno de los pasajes del libro se refiere a ella, o que es la descripción de algo que nosotros hemos hecho o descubierto o lo que sea juntos. Bueno, ya sabes que no me baso en la vida real, todo lo mío es imaginado, pero de repente Rachel se fija en un detalle que dice que es hiriente u ofensivo o algo así, como si de golpe le sobreviniera una manía persecutoria, y se disgusta mucho. Casi todos los amigos se mueren por aparecer en la obra de un autor, pero Rachel no soporta siquiera que yo cite un lugar donde hayamos estado juntos, dice que lo estropeo todo y demás. En fin, ¡Jesús, Bradley, qué imbécil soy…! Sea como fuere, la cosa empezó con esa discusión y entonces ella dijo algo muy desagradable sobre mi forma de escribir, dijo, en fin, no importa… Bueno, el caso es que tuvimos una pequeña pelea y yo le dije cosas muy delicadas, para defenderme, y habíamos estado bebiendo coñac después de comer… No solemos beber mucho, pero al ponernos a discutir seguimos bebiendo sin parar, fue una locura… Entonces ella se enfadó mucho y perdió el dominio de sí y empezó a gritarme, y eso no lo soporto. Le di como un empujón para que dejara de gritar y ella me arañó la cara, ¿ves?, me ha dejado señalado, Dios, todavía me duele. Yo estaba muy asustado y la golpeé para que dejara de arañarme. No aguanto gritos ni ruidos ni peleas, todo eso me saca de mis casillas. Ella gritaba como una fiera y decía cosas espantosas sobre mi trabajo y le di un bofetón para que se serenara, pero siguió atacándome, y entonces cogí el atizador de la chimenea para utilizarlo como barrera entre los dos, y ella agachó la cabeza en aquel preciso momento, estaba danzando a mi alrededor como un animal furioso, de modo que agachó la cabeza y se dio con el atizador con un ruido impresionante… ¡Dios mío…! Naturalmente que yo no quería golpearla, quiero decir que no la golpeé… Y ella se cayó al suelo y se quedó allí tan ensangrentada e inmóvil, con los ojos cerrados, que yo no sabía con seguridad si había dejado de respirar o no… En fin, me entró pánico y fui por un jarro de agua y se lo eché encima; ella seguía sin moverse y yo estaba desesperado… Y entonces, cuando fui por más agua, ella se puso en pie de un salto, corrió escaleras arriba y se encerró en el dormitorio… Y luego no quiso abrirme, no contestaba… No sé si fingía y lo hacía por despecho o si se encontraba mal de verdad, así que, como comprenderás, yo no sabía qué hacer… Jesús, yo no quería golpearla…

Se oyó ruido arriba, una puerta al abrirse, y los dos nos levantamos de un brinco. Francis, inclinándose sobre la barandilla, dijo:

—No le pasa nada.

Su raído traje azul estaba cubierto de unas hebras húmedas, rojizas, que reconocí inmediatamente como cabellos de Rachel y que él debió de cortar para examinarle la cabeza. Vi su mano, tremendamente sucia, asirse a la balaustrada.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Arnold—. ¿Sabes lo que creo? Que ha estado fingiendo todo el rato. Sea como fuere, le doy gracias a Dios. ¿Qué debo…?

—No es nada grave. Tiene un bulto muy feo en la cabeza y un ligero shock. Haga que se acueste y que descanse a oscuras. Aspirinas, sedantes de los que suela tomar, bolsas de agua caliente, bebidas calientes, me refiero a té y esas cosas. Será mejor que la vea su médico. Pronto se tranquilizará.

—Muchas gracias, doctor —dijo Arnold—. Así que ella está bien, gracias a Dios…

—Quiere verte —me dijo Francis.

Todos habíamos vuelto a subir hasta el rellano de la escalera.

Arnold empezó a insistir de nuevo:

—Cariño, te lo suplico…

—Yo me ocuparé —dije.

Abrí a medias la puerta de la habitación, que no estaba cerrada con llave.

—Sólo quiero ver a Bradley. Sólo a Bradley.

La voz, apenas audible todavía, sonaba más firme.

—¡Jesús! Esto es espantoso. Estoy harto… —dijo Arnold—. Cariño…

—Baja y sírvete otra copa —le ordené.

—A mí no me vendría mal una copa —dijo Francis.

—No te enfades conmigo, cariño…

—¿Quieres pasarme la gabardina? —me pidió Francis—. Me la he dejado ahí dentro, en el suelo.

Entré, le di la gabardina y volví a cerrar la puerta. Oí cómo se alejaban los pasos de Arnold y Francis bajando la escalera.

—Cierra con llave, por favor.

Hice girar la llave.

Francis había corrido las cortinas y la habitación estaba sumida en una especie de denso y rosado crepúsculo. El sol del atardecer, que ahora brillaba débilmente, hacía que las grandes y lacias flores de las cortinas de cretona resplandecieran de modo melancólico.

En la habitación reinaba ese tedio siniestro que suelen tener algunas habitaciones, una especie de abrumada trivialidad que es un recordatorio de la muerte. Un tocador puede ser una cosa terrible. Los Baffin habían colocado el suyo ante la ventana, donde obstruía la luz y ofrecía su feo dorso a la calle. La superficie de cristal de la mesita estaba polvorienta y llena de tubos de cosméticos, frascos y pequeños ovillos de cabellos. La cómoda tenía entreabiertos todos los cajones y escupía prendas interiores y tirantes de color rosa. El lecho era caótico, violento, con la colcha de seda artificial verde colgando por un lado y las sábanas y mantas arrugadas en un revoltijo, como una faz envejecida. Se percibía un olor cálido, íntimo, embarazoso, a sudor y polvos faciales. Toda la habitación respiraba el puro horror de genuina mortalidad, torpe, abatida y definitiva.

Ignoro por qué pensé entonces tan pronta y proféticamente en la muerte. Quizá fuera porque Rachel, casi bajo la ropa de cama, se había cubierto el rostro con la sábana.

Sus pies, calzados con relucientes zapatos de tacón alto, asomaban bajo la colcha verde. Yo dije con timidez, casi en plan de charla y a fin de establecer una comunicación:

—Deja que te quite los zapatos.

Ella permaneció rígida mientras yo, no sin cierta dificultad, le quitaba los zapatos. Sentí la suave tibieza del pie húmedo, embutido en una media marrón. Un hedor acre se unió al insípido olor de la alcoba. Me limpié las manos en los pantalones.

—Será mejor que te metas del todo en la cama. La arreglaré un poco.

Ella se movió levemente, apartando la sábana que le cubría el rostro, alzando incluso las piernas de forma que yo pudiera estirar la manta debajo de ellas. La acomodé un poco, alisando la manta y volviendo el embozo de la sábana. Había dejado de llorar y se acariciaba la magulladura que tenía en la cara. El morado parecía más azul, se extendía en torno a la cuenca del ojo, que había quedado reducido a una lacrimosa rendija. Estaba inmóvil, con la húmeda y desfigurada boca entreabierta, mirando fijamente el techo.

—Te traeré una bolsa de agua caliente.

Encontré la bolsa y la llené en el grifo de agua caliente del lavabo. Su sucia cubierta de lana olía a sudor y a sueño. La mojé un poco por fuera, pero su tacto era cálido. Alcé la ropa de cama y la coloqué junto a su muslo.

—¿Quieres una aspirina, Rachel? Eso son aspirinas, ¿verdad?

—No, gracias.

—Te hará bien.

—No.

—El médico ha dicho que pronto te recuperarás.

Ella suspiró profundamente y dejó caer de nuevo la mano sobre el lecho, yaciendo ahora con ambas manos extendidas simétricamente a sus costados, las palmas hacia arriba, como la figura inerte de un Cristo insepulto, exhibiendo todavía huellas de malos tratos. Unos mechones de pelo cortado se adherían a la sangre reseca en el delantero de su vestido azul. Con voz hueca, más sonora, dijo:

—Esto es espantoso, espantoso, espantoso…

—Te pondrás bien, Rachel, el médico dice que…

—Me siento terriblemente… derrotada. Yo… me moriré de vergüenza.

—Tonterías, Rachel. Son cosas que pasan.

—Y mira que pedirte él que vinieras… para presenciarlo todo.

—Rachel, él estaba temblando como una hoja, creyó que estabas aquí dentro inconsciente, estaba aterrado.

—Jamás le perdonaré. Te pongo por testigo. Jamás le perdonaré. Jamás, jamás, jamás. Ni aunque pasara veinte años arrodillado a mis pies. Esto una mujer no lo perdona nunca. No le salvaría aunque estuviera a las puertas de la muerte. Si se estuviera ahogando, me quedaría contemplándolo.

—Rachel, no lo dices en serio. Y no hables de ese modo tan teatral, por favor. Claro que le perdonarás. Estoy convencido de que la culpa la habéis tenido ambos. A fin de cuentas, tú también le dejaste tu monograma en la mejilla.

—¡Aj…! —Su exclamación expresaba una repugnancia áspera, casi grosera—. Jamás —agregó—, jamás, jamás. Qué desgraciada me siento…

Otra vez los gemidos y el derramamiento de lágrimas. Tenía la cara encendida.

—Basta, te lo suplico. Tómate unas aspirinas. Trata de dormir un rato. Te traeré un poco de té, ¿te apetece?

—¡Dormir! ¡En el estado de ánimo en que estoy! Él me ha arrojado a los infiernos. Me ha arrebatado toda mi vida. Ha desbaratado el mundo. Yo soy tan inteligente como él. Me ha apartado de todo. No puedo trabajar, no puedo pensar, no puedo ser, y él tiene la culpa. Lo suyo lo invade todo, me quita mis cosas y las hace suyas. Nunca he podido ser yo misma y vivir mi propia vida. Siempre le he tenido miedo, eso es lo que pasa. Todos los hombres aborrecen a las mujeres, ésa es la realidad. Todas las mujeres temen a los hombres, ésa es la realidad. Los hombres son físicamente más fuertes, eso es lo que pasa, ése es el meollo del asunto. Claro que son unos bravucones, pueden poner término a cualquier discusión. Pregúntale a una de esas mujeres que viven en los barrios pobres, ella te lo dirá. Me ha puesto un ojo morado, como un camorrista cualquiera, como uno de esos maridos borrachos que luego han de presentarse ante el juez. Ya me había pegado antes, no creas, ésta no es la primera vez, ni mucho menos. Él no lo sabe, no se lo he dicho nunca, pero nuestro matrimonio terminó la primera vez que me puso la mano encima. Y habla con otras mujeres sobre mí, lo sé, se confía a otras mujeres y les habla de mí. Todas le admiran tanto y le halagan tanto… Me ha arrebatado mi vida y la ha destruido, pedazo a pedazo, como si a uno le rompieran todos los huesos del cuerpo, cada pequeño fragmento roto y destruido y arrebatado.

—Basta, basta, basta, Rachel, no seguiré escuchándote. No estás hablando en serio. No me digas esas cosas. Más tarde te arrepentirás.

—Soy tan inteligente como él. No me dejó aceptar un empleo. Yo le obedecí, siempre le he obedecido. No tengo nada mío. Él es el dueño del mundo. Todo le pertenece a él, a él. No le salvaré ni cuando esté a las puertas de la muerte. Le contemplaré mientras se ahoga. Le contemplaré abrasarse vivo.

—No lo dices en serio, Rachel. Es mejor que no lo digas.

—Ni tampoco te perdonaré a ti por haberme visto así, con la cara llena de moretones, ni por oírme decir estas cosas horribles. Te volveré a sonreír, pero en el fondo de mi corazón no te perdonaré.

—Rachel, Rachel. ¡No me des ese disgusto!

—Y ahora bajarás a hablarle mal de mí. Ya sé cómo soléis hablar los hombres.

—No, no…

—Te repugno. Una mujer madura destrozada, gimoteando.

—No…

—¡Aj! —De nuevo aquel horroroso sonido de agresiva y violenta repugnancia—. Ahora vete. Déjame sola con mis pensamientos, mi tormento y mi castigo. Me pasaré toda la noche llorando, toda la noche. Lo siento, Bradley. Dile a Arnold que voy a descansar un rato. Dile que hoy no vuelva a acercárseme. Mañana me mostraré como de costumbre. No habrán recriminaciones, ni reproches, ni nada. ¿Cómo iba a hacerle reproches? Él volvería a enfurecerse, volvería a acobardarme. Es mejor ser una esclava. Dile que mañana todo volverá a ser como de costumbre. Aunque esto él ya lo sabe, claro, no le preocupa, ya se siente mejor. Pero hoy no quiero verle.

—De acuerdo, se lo diré. No te enfades conmigo, Rachel, yo no tengo la culpa.

—Vete.

—¿Quieres que te traiga una taza de té? El médico ha dicho que debes tomar té.

—Vete.

Salí de la habitación y cerré la puerta suavemente. La oí saltar de la cama y luego girar la llave en la cerradura. Bajé las escaleras sintiéndome profundamente consternado y, sí, ella tenía razón, también me había repugnado.

Había oscurecido, el sol no brillaba ya y el interior de la casa estaba frío y en penumbra. Me dirigí al salón, situado en la parte trasera, donde Arnold y Francis estaban conversando. Habían encendido una estufa y una lámpara. Sobre la alfombra observé pedazos rotos de vidrio y de porcelana, y una mancha. El salón era una pieza espaciosa, excesivamente recargada con pseudotapices y malas litografías modernas. Los dos altavoces del equipo estereofónico de Arnold, cubiertos con una especie de gasa beige, ocupaban mucho sitio. Más allá de la puerta vidriera y de una veranda se extendía el jardín, asimismo recargado, horriblemente verde bajo aquella opresiva y sombría luz, donde una multitud de pájaros, acomodados en los pequeños y decorativos árboles de las zonas residenciales, rivalizaban en disparatados cantos.

Arnold se puso en pie de un salto y se encaminó hacia la puerta, pero le detuve.

—Dice que no quiere más visitas hoy. Dice que mañana se mostrará como de costumbre. Dice que quiere dormir un rato.

Arnold volvió a sentarse y dijo:

—Sí, es preferible que duerma un rato. Dios mío, qué alivio. Que descanse un rato. Supongo que en una o dos horas bajará a cenar. Le prepararé algo apetitoso, le daré una sorpresa. Dios, qué aliviado me siento.

Yo, estimando que debía restringir un poco su alivio, dije:

—En todo caso, ha sido un accidente muy aparatoso.

Confiaba en que a Arnold no se le hubiera ocurrido confesarse a Francis.

—Sí. Pero bajará, estoy seguro. Es muy animosa. Ahora dejaré que descanse, por supuesto. El médico dice que no es… Toma una copa, Bradley.

—Gracias, jerez.

No tiene idea, pensé, de lo que ha hecho, del aspecto que ella tiene ahora, de lo que siente en estos instantes. Es evidente que nunca ha tratado de leer sus pensamientos. Tal vez ése fuera el secreto de la supervivencia, ignorar siempre los detalles de las fechorías que se cometen. ¿O estaría yo equivocado? Tal vez ella, tras manifestar su protesta se había serenado ya. Tal vez bajara a cenar y disfrutara del exquisito manjar preparado por su marido. Un matrimonio es un lugar muy secreto.

—Bien está lo que bien acaba —dijo Arnold—. Lamento haberos implicado en esto.

Sin duda lo lamentaba. De no haber perdido la cabeza, todo esto habría permanecido en secreto, se estaría diciendo ahora. Sin embargo, tal como presumía Rachel, Arnold parecía haber recobrado en gran parte la compostura. Estaba sentado muy tieso, sosteniendo el vaso cuidadosamente entre ambas manos, una pierna cruzada sobre la otra, moviendo rítmicamente un menudo pie enfundado en un zapato de calidad. En Arnold todo era pulcro y menudo, pese a ser de una estatura media. Tenía la cabeza menuda, bien formada, las orejas pequeñas, una boquita como a una mujer le habría gustado tener, y unos pies ridículamente menudos. Se había calado las gafas con montura metálica y su rostro había vuelto a adquirir su acostumbrado aire saludable y grasiento. Su afilada nariz parecía captar el ambiente, sus ojos, dirigidos hacia mí, brillaban tímidamente. Se había peinado su pálido y lacio cabello.

Estaba claro que el paso siguiente era librarse de Francis. Se había vuelto a poner la gabardina, seguramente más movido por un instinto de autodefensa que por la intención de marcharse. Se estaba sirviendo más whisky. Se había alisado los encrespados cabellos, recogiéndoselos detrás de las orejas, y sus ojos oscuros y juntos, de oso, miraban inquisitivamente hacia mí, y luego hacia Arnold. Parecía satisfecho de sí mismo. Puede que la inesperada renovación de su función sacerdotal, por momentánea y poco impresionante que fuese, le hubiera levantado el ánimo, procurándole una ligera bocanada de poder. Su aire de afanoso interés y el inopinado y desagradable recuerdo de sus noticias me hicieron experimentar una intensa cólera. Estaba arrepentido de haber dejado que me acompañara. El hecho de que hubiera conocido a Arnold podía traer consecuencias no deseables. Yo, por principio, solía evitar presentar a mis amistades y amigos entre sí. No es porque le tema a la traición, aunque, por supuesto, la temo. ¿Qué temor humano es más profundo? Pero de tales presentaciones suelen surgir conflictos interminables e innecesarios. Y Francis, aunque era una ruina que no debía considerarse un serio peligro, con el talento natural que tiene para ello la persona fracasada, siempre había sido un intrigante. Su gratuita misión ese mismo día era un ejemplo típico. Yo quería sacarle de la casa. Además, deseaba hablar con Arnold, que, era evidente estaba de un talante locuaz, excitado, casi eufórico. Tal vez estuviera yo equivocado al hablar de compostura. Era más bien la suma del shock y el whisky.

Sin sentarme, le dije a Francis:

—No te retenemos más. Gracias por haber venido.

Francis no quería irse.

—Me alegro de haber sido de ayuda. ¿Quieres que suba a echarle un vistazo?

—No querrá verte. Gracias por haber venido. —Abrí la puerta del salón.

—Doctor, no se vaya —dijo Arnold.

Es posible que sintiera necesidad de apoyo masculino, de rodearse de hombres. Acaso habían estado manteniendo una conversación interesante. Arnold poseía algo de la tosquedad y camaradería del homme moyen sensuel. También esto podía ser de ayuda en un matrimonio. El vaso de Arnold chocó con sus dientes inferiores, produciendo un leve clac. Seguramente había estado bebiendo desde que bajó.

—Adiós —le dije a Francis intencionadamente.

—Le estoy muy agradecido, doctor —dijo Arnold—. ¿Le debo algo?

—No le debes nada —repuse yo.

Francis parecía absorto. Se había levantado, reconociendo que era inútil resistirse, acatando mis órdenes.

—Sobre lo que hablábamos antes —me dijo al alcanzar la puerta, en tono conspirador—, cuando veas a Christian…

—No pienso verla.

—En todo caso, aquí tienes mi dirección.

—No voy a necesitarla. —Le conduje por el vestíbulo—. Adiós. Gracias.

Cerré la puerta principal tras él y regresé junto a Arnold. Ambos tomamos asiento, inclinándonos levemente hacia la estufa. Me sentía sin fuerzas y, en cierto modo, confuso, asustado.

—Eres muy tajante con tus amigos —observó Arnold.

—Él no es amigo mío.

—Creí oírte decir…

—Bah, no te preocupes por él. ¿Crees en serio que Rachel bajará a cenar?

—Sí. Es una cuestión de experiencia. El mal humor no suele durarle mucho, después de una cosa así, no si yo pierdo la paciencia. Entonces está muy amable conmigo. Sólo cuando yo callo ella insiste. No es que nos peleemos mucho. Pero a veces los dos explotamos y luego se nos pasa enseguida, eso despeja el ambiente. Estamos muy unidos. En realidad, esto no son trifulcas, es como otro aspecto del amor. Quizá a un extraño le sea difícil comprender…

—Supongo que no será corriente que haya extraños de testigo.

—Desde luego. Tú me crees, ¿no, Bradley? Es muy importante que me creas. No es que me esté justificando. Es la verdad. Los dos nos ponemos a vociferar pero no hay peligro de nada. ¿Lo comprendes?

—Sí —dije, reservándome mi opinión.

—¿Ha dicho algo de mí?

—Sólo que no quería verte. Y que mañana todo seguiría como de costumbre y que todo quedaría perdonado y olvidado.

No merecía la pena hablarle de la elocuencia de Rachel. Por otra parte, ¿qué sentido tenía?

—Ella es una persona excelente, muy dada a perdonar, muy compasiva. La dejaré tranquila por el momento. No tardará en compadecerse de mí y bajar. Nunca permitimos que el sol se ponga sobre nuestro enfado. En cualquier caso, es un enfado fingido. Tú lo entiendes, ¿verdad, Bradley?

—Sí.

—Mira —dijo Arnold—, la mano me tiembla. Fíjate cómo se mueve la copa. Es totalmente involuntario. Qué raro, ¿no?

—Sería conveniente que mañana avisaras a vuestro médico.

—Creo que mañana ya estaré mejor.

—Para que la visite a ella, majadero.

—Bueno, sí, puede que sí. Pero ella es muy fuerte. De todos modos, no está malherida, me consta. Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios… Es que aquella escena con el atizador no la comprendí bien. Ella fingía estar herida, estaba furiosa. No se lo reprocho. Somos un par de imbéciles. Ella no está malherida, de veras, Bradley. El médico me lo ha dicho. Por Dios, ¿es que me crees una especie de monstruo?

—No. Pondré un poco de orden, si no te importa.

Enderecé una silla. Me puse a deambular por la habitación, inclinado sobre una papelera, recogiendo fragmentos de cristal y de porcelana, recuerdos de esa batalla que ahora parecía tan irreal, imposible. Una de las víctimas era un conejo de porcelana de ojos colorados que yo sabía que Rachel apreciaba mucho. ¿Quién lo había roto? Probablemente ella.

—Rachel y yo somos muy felices en nuestro matrimonio —dijo Arnold.

—Sí, estoy seguro.

Era probable que tuviera razón. Tal vez lo eran. Volví a sentarme, sintiéndome muy cansado.

—Por supuesto que discutimos a veces. El matrimonio es un largo peregrinaje en estrecha convivencia. Claro que los nervios se resienten. Toda persona casada es un Jekyll y un Hyde, por fuerza ha de serlo. Quizá no lo creas, pero Rachel es un poco machacona. A veces se le desata la lengua y no para. Al menos últimamente, me figuro que será cosa de la edad. Aunque te parezca mentira, puede pasarse horas repitiendo lo mismo una y otra vez.

—A las mujeres les gusta hablar.

—Eso no es hablar. Quiero decir que repite la misma frase una y otra vez.

—¿Literalmente, quieres decir? Pues debería consultar a un psiquiatra.

—No, no, no. Eso demuestra que no tienes ni idea… Suena a locura, pero está completamente cuerda. A la media hora ya está tarareando y preparando la cena. Es así, y lo sé y ella sabe que yo lo sé. Los casados vivimos de inducciones.

—¿Qué tipo de frase repite, qué dice? Dame un ejemplo.

—No. No lo entenderías. Te sonaría pésimo cuando en realidad no tienen nada de malo. Se le ocurre una idea y entonces la explota durante un rato. Por ejemplo, que yo hablo de ella con otras mujeres.

—No será que eres una especie de… ¿eh?

—¿Que si me voy por ahí de juerga, quieres decir? No, claro que no. Jesús, soy un marido modelo, Rachel lo sabe perfectamente. Siempre le cuento la verdad, ella sabe que no tengo aventuras. Bueno, las he tenido, pero se lo dije, y de eso hace años. ¿Por qué no voy a hablar con otras mujeres? La época victoriana ya pasó. Necesito tener amistades y hablar con ellas libremente; en semejante punto no puedo ceder. Y en esos casos en que se acabaría enloqueciendo de rabia no hay por qué ceder, no se debe hacer. De todas formas, ella no supone que yo vaya a ceder, sería absurdo. ¿Por qué no iba yo a hablar de ella? Resultaría bastante raro que mi mujer fuera tema prohibido. Siempre que hablo de ella lo hago en plan abierto y amable, nunca se me ocurriría decir nada que no quisiera que ella oyese. A mí me tiene sin cuidado que hable de mí con sus amigos. Por Dios, nadie es sagrado, y por supuesto que habla de mí, tiene muchos amigos, no está enclaustrada. Ella dice que está desperdiciando su talento, pero eso no es verdad, hay cientos de maneras de autoexpresarse, no hay que ser un condenado artista para hacerlo. Ella es inteligente, de haberlo querido podría haber trabajado de secretaria o algo así, pero ¿es eso lo que quiere? Pues claro que no. Se queja por quejarse, y ella lo sabe bien, es una rabieta temporal. Hace muchas cosas interesantes, forma parte de no sé cuántos comités, está metida en campañas para esto y aquello, conoce a todo tipo de gente, miembros del Parlamento, personas mucho más importantes que yo. No se trata de una persona frustrada…

—Es un estado de ánimo pasajero —dije—. A las mujeres les sucede con frecuencia.

La angustiada voz que había oído arriba parecía ya remota. De pronto comprendí que lo que yo estaba haciendo era precisamente lo que ella había predicho.

—Lo sé —dijo Arnold—. Lo siento, Bradley, me estoy exaltando y diciendo tonterías. Es como una mezcla de shock y de alivio, ya sabes… Seguramente estoy siendo injusto con Rachel, y no hay para tanto, la cosa no está tan mal, en realidad no pasa nada. Hay que hacer concesiones. A su edad, las mujeres siempre se vuelven un poco raras. Luego se les pasa, me imagino. Supongo que dan como un repaso a su vida. Debe de haber un sentimiento de pérdida, la sensación de despedirse para siempre de su juventud. Supongo que esa tendencia a la histeria no tiene nada de extraño. —Luego añadió—: Es una mujer muy femenina. Esas mujeres poseen cierta rudeza. En realidad, es una mujer maravillosa.

Se oyó cómo se vaciaba la cisterna en el baño de arriba. Arnold hizo ademán de levantarse, luego volvió a dejarse caer. Dijo:

—Ya lo estás viendo. Bajará. La dejaré tranquila por ahora. Siento haberte molestado, Bradley, no había razón para ello, es que perdí la cabeza estúpidamente.

Pensé que no tardaría en sentirse resentido conmigo por eso. Dije:

—Como es lógico, no lo comentaré con nadie.

Arnold contestó con cierto tono de fastidio:

—Haz lo que quieras. No te pido que seas discreto. ¿Más jerez? ¿Por qué echaste a ese médico de forma tan, si me permites decirlo, grosera?

—Yo quería hablar contigo.

—¿Qué fue lo que te dijo al despedirse?

—Nada.

—Dijo algo sobre «Christian». ¿Se refería a tu exmujer? ¿No se llamaba así? Lástima que no llegara a conocerla, pero como tú te la quitaste de encima tan…

—Debo irme. Rachel estará a punto de bajar para la escena de la reconciliación.

—Aún tardará una hora, creo yo.

—Supongo que ésa será una de las hábiles corrientes inductivas de las que vivís los casados. De todos modos…

—No me vengas con evasivas, Bradley. ¿Hablaba o no de tu exmujer?

—Sí. Es su hermano.

—¿En serio? El hermano de tu exmujer… Qué interesante.

Ojalá lo hubiera sabido. Le habría estudiado más detenidamente. ¿Os estáis reconciliando o algo así…?

—No.

—Vamos, vamos, algo pasa.

—A ti los sucesos te fascinan, ¿no? Ella piensa volver a Londres. Se ha quedado viuda. Es un asunto que no me incumbe.

—¿Por qué no? ¿Es que no piensas ir a verla?

—¿Por qué cuernos iba a hacerlo? Me desagrada.

—Qué pintoresco eres, Bradley. ¡Y tan digno! Al cabo de tantos años… Yo estaría muerto de curiosidad. Confieso que me encantaría conocer a tu exesposa. No te imagino como hombre casado.

—Yo tampoco.

—Conque ese médico era su hermano… Vaya, vaya…

—No es médico.

—¿Cómo que no? Dijiste que lo era.

—Fue suspendido del ejercicio de la profesión.

—Ex esposa, exmédico… Qué interesante. ¿Y por qué le suspendieron?

—No lo sé. Algo relacionado con drogas.

—Pero ¿qué? ¿Qué hizo exactamente?

—¡No lo sé! —dije, comenzando a irritarme de una manera que me resultaba familiar—. No me interesa. Nunca me gustó. Es una especie de granuja. A propósito, espero que no le contaras la verdad de lo ocurrido aquí esta tarde. Le dije que se trataba de un accidente.

—Bueno, lo ocurrido no es que fuera muy… Me figuro que lo adivinaría…

—¡Esperemos que no! Es capaz de hacerte chantaje.

—¿Ese hombre? ¡Venga ya!

—Sea como fuere, hace ya tiempo que desapareció de mi vida, gracias a Dios.

—Pero ha vuelto. ¿Sabes que eres un criticón, Bradley?

—Lo que ocurre es que hay ciertas cosas que censuro.

—Lo de censurar ciertas cosas está muy bien. Pero no debes censurar a las personas. Eso te aísla.

—Precisamente lo que pretendo es aislarme de personas como Marloe. El que uno sea una persona en el amplio sentido de la palabra es cuestión de establecer límites y trazar una raya y decir que no. No quiero ser un pedacito nebuloso de ectoplasma flotando por las vidas de los demás. Ese género de vaga compasión hacia todo el mundo excluye toda verdadera compasión hacia nadie.

—La compasión no tiene por qué ser vaga…

—Y excluye toda verdadera lealtad.

—Uno debe conocer los detalles. A fin de cuentas, la justicia…

—Detesto el parloteo y el chismorreo. Uno debe morderse la lengua. Incluso a veces no pensar en los demás. Los auténticos pensamientos brotan del silencio.

—Bradley, eso no, por favor. ¡Escucha! Lo que yo estaba diciendo es que la justicia exige detalles. Dices que no te interesa la causa por la que fue suspendido del ejercicio de su profesión. ¡Pues debería interesarte! Dices que es una especie de granuja. A mí me gustaría saber de qué especie. Está claro que no lo sabes.

Haciendo grandes esfuerzos por dominar mi irritación, dije:

—Me alegré mucho de poder liberarme de mi mujer, y él también se esfumó. ¿Es que no lo entiendes? A mí me parece bastante sencillo.

—A mí me ha caído bien. Le he dicho que viniera a visitarnos.

—¡Dios mío!

—Pero, Bradley, no debes rechazar a las personas, no debes descartarlas. Deben inspirarte curiosidad. La curiosidad es una forma de caridad.

—No creo que la curiosidad sea una forma de caridad. Creo que es una forma de malicia.

—Eso es lo que hace de alguien un escritor, el conocer los detalles.

—Puede que haga de alguien lo que tú entiendes por ser escritor. Yo no opino igual.

—Ya estamos otra vez… —dijo Arnold.

—¿Por qué acumular un amasijo de «detalles»? De todos modos, cuando uno empieza realmente a imaginar algo, debe olvidarse de los detalles, te estorban. El arte no es la reproducción de cosas sueltas sacadas de la vida.

—¡No he dicho que lo fuera! —protestó Arnold—. No me baso en la vida real.

—Tu mujer así lo cree.

—Ah, eso. ¡Dios!

—La cháchara inquisitiva y el catalogar las cosas que uno observa no es arte.

—Claro que no lo es…

—El vago y romántico mito tampoco es arte. El arte es imaginación. La imaginación cambia, se funde. Sin imaginación sólo te quedan absurdos detalles por un lado y sueños vacuos por otro.

—Bradley, sé que tú…

—El arte no es cháchara más fantasía. El arte brota de una infinita contención y silencio.

—¡Si el silencio es infinito no hay arte! Son las personas sin dotes creativas las que afirman que más significa peor.

—Sólo debe completarse algo cuando nos sintamos condenadamente afortunados de poseerlo. Los que sólo hacen lo que resulta fácil nunca se verán recompensados por…

—Zarandajas. Yo escribo tanto si me apetece como si no. Completo cosas, tanto si me parecen perfectas como si no. Todo lo demás es hipocresía. Y no tengo musa. Esto es ser un escritor profesional.

—En tal caso, doy gracias a Dios de no serlo.

—Tú eres un quejica impenitente, Bradley. Tú romantizas el arte. Lo enfocas de una manera masoquista, quieres sufrir, quieres sentir que tu incapacidad es continuamente significativa.

—Es que es continuamente significativa.

—Vamos, hombre, sé más humilde, deja que penetre el optimismo. No sé por qué te preocupas tanto. El creerte un «escritor» es parte de tu problema. ¿Por qué no creerte alguien que de vez en cuando escribe algo, que quizá en el futuro escriba algo? ¿Por qué hacer de ello un drama?

—No me creo un escritor, no en ese sentido. Sé que tú sí. Eres un «escritor» de los pies a la cabeza. No me veo de esa forma. Me creo un artista, es decir, una persona dedicada. Y por supuesto que es un drama. ¿O es que insinúas que soy una especie de aficionado?

—No, no…

—Porque si es así…

—Bradley, te lo ruego, no volvamos con esa absurda discusión, no me siento lo bastante fuerte.

—Está bien. Lo siento. Lo siento.

—Te exaltas tanto y te pones tan retórico… Es como si estuvieras citando a alguien todo el rato.

Sentí un calor abrasador en el bolsillo de mi chaqueta, donde había guardado el manuscrito de mi crítica sobre la novela de Arnold. La obra de Arnold Baffin era un cúmulo de divertidas anécdotas libremente seleccionadas en «historias picantes» con ayuda de un simbolismo mal perfilado y sin reflexión. Las oscuras fuerzas de la imaginación brillaban por su ausencia. Arnold Baffin escribía demasiado, demasiado deprisa. Arnold Baffin no era más que un periodista con talento.

—Tenemos que reanudar nuestros encuentros del domingo —dijo Arnold—. Disfrutaba mucho con nuestras charlas. Pero debemos evitar las viejas trampas. Cuando salen a relucir ciertos temas somos como juguetes mecánicos, nos disparamos a la primera. Ven a almorzar el próximo domingo, ¿te parece?

—Dudo que Rachel quiera verme el próximo domingo.

—¿Por qué no iba a querer?

—De todos modos, me marcho al extranjero.

—Ah, sí, lo había olvidado. ¿Adónde piensas ir?

—A Italia. Aún no he hecho planes concretos.

—En fin, no te irás enseguida, ¿verdad? Ven el domingo que viene. Y dinos dónde estarás en Italia. Nosotros también pensamos ir, quizá podamos vernos.

—Ya os llamaré. Ahora es mejor que me vaya, Arnold.

—Está bien. Gracias. Y no te inquietes por nosotros. Ya sabes.

Arnold parecía dispuesto a dejarme partir. Lo cierto es que ambos estábamos agotados.

Me dijo adiós con la mano y cerró la puerta enseguida. Al llegar a la verja percibí el sonido de su gramófono. Debió volver directamente al salón para poner un disco, como un hombre precipitándose a tomar su dosis de droga. Sonaba a Stravinski o algo semejante. Tanto la acción como el sonido me dieron dentera. Me temo que soy uno de esos seres que, según Shakespeare, «están hechos para traiciones, estratagemas y saqueos».

Me asombró comprobar en mi reloj que ya eran casi las ocho de la tarde. El sol había vuelto a salir, a través de una porción de cielo cubierto por oscuras nubes plomizas que él mismo había corrido como una cortina. Había una luz lívida, como la que suelen dar los atardeceres de principios de verano, cuando un sol diáfano pero sin fuerzas brilla ante la proximidad de la noche. Me fijé en las hojas verdes de los jardines de la zona residencial perfiladas con terrible claridad. Los emplumados cantores seguían emitiendo sus sonidos carentes de sentido.

Me sentía aún muy cansado, un poco mareado, las rodillas todavía me flaqueaban a causa del susto y la conmoción. En mi interior se agitaba una mezcla de emociones. En parte, persistía aún algo de aquel puro y perverso júbilo que había experimentado al tener noticia de que un amigo (especialmente ése) tenía problemas. Asimismo me parecía que, en lo referente al asunto, yo había salido bastante airoso. Sin embargo, cabía la posibilidad de que tuviera que pagar un precio por ello. Tanto a Arnold como a Rachel podía molestarles mi papel y acaso quisieran castigarme. Era particularmente enojoso que esa angustia se produjera en el momento en que me proponía ausentarme y olvidarme de Arnold durante un tiempo. Resultaba alarmante verme de pronto tan ligado por la exasperación, el enojo y el afecto. Esas ligaduras me fastidiaban y las temía. Pensé en aplazar mi partida hasta después del domingo. El domingo podría palpar el ambiente, sopesar los daños, tranquilizarme de algún modo. Entonces podría marcharme en un conveniente estado de indiferencia. Claro que, en la medida en que ambos eran personas decentes y razonables, era lógico esperar de ellas un esfuerzo consciente encaminado a inhibir su resquemor. Eso parecía motivo suficiente para volver a verlos pronto, hasta que la cuestión quedara históricamente fijada. Por otra parte, experimentaba, en aquella lívida luz del anochecer, el presentimiento de que si no conseguía escapar antes del domingo algo me apresaría. Incluso llegué a preguntarme si no debía tomar un taxi (en aquel momento pasó uno), regresar a mi piso, recoger mi equipaje y dirigirme directamente a la estación para subir al primer tren, aunque ello representara aguardar allí hasta la mañana siguiente. Pero esta idea, evidentemente, era absurda.

Había una relación entre mi obsesiva angustia acerca de lo que los Baffin pensarían de mí y el enorme problema de Christian. Pero ¿era un problema? De no haberse presentado Francis de modo tan intolerable, ¿habría pensado que el retorno de mi exesposa a Londres tenía algo que ver conmigo? No había razón para que nos encontráramos por azar. Y si ella iba a visitarme, le pediría cortésmente que se fuera. ¿Habría en ello algo más que un mero fastidio? No estaba seguro. Francis, desde luego, había evocado fantasmas y él mismo era un espectro de una especie particularmente desagradable. ¿Y cómo había sido yo tan lunático para introducirlo en casa de los Baffin? No podría haber hecho nada peor. Y presentía que esa necia acción podía hacerme enloquecer de arrepentimiento. Por supuesto que Arnold se había aferrado enseguida a Francis. Arnold era de los que suelen aferrarse a los demás. Y ahora, enterado de la fascinante nueva de que Francis era mi excuñado y un médico proscrito, seguramente perseguiría esa amistad. Eso no debía suceder. Me pregunté si podría pedirle con educación que no lo hiciera. Decidí que, pese a no ser digno, era lo mejor y lo más sencillo. La pronta y absoluta eliminación de Francis de mi vida era una necesidad. Arnold lo comprendería; demasiado bien, pero yo, después de todo, estaba acostumbrado a aguantar los abusos de comprensión de Arnold.

Me puse a pensar en lo que sucedería en casa de los Baffin en aquellos momentos. ¿Seguiría Rachel tendida como un cadáver desfigurado, contemplando el techo, mientras Arnold estaba en el salón, bebiendo whisky y escuchando El pájaro de fuego? Quizá Rachel había vuelto a cubrirse el rostro con la sábana de aquella manera tan espeluznante. ¿O sería todo completamente distinto? Arnold estaba arrodillado ante la puerta del dormitorio suplicando que le dejase entrar, llorando y acusándose. O bien Rachel, atenta a oírme partir, había bajado en silencio la escalera para arrojarse en brazos de su marido. Acaso estuvieran ahora juntos en la cocina, preparando la cena y descorchando una botella de vino especial para celebrarlo. ¡Qué misterio era el matrimonio! Qué extraño mundo el del matrimonio. Me alegraba de estar fuera de él. Esta idea hizo que me invadiera una incómoda sensación de lástima. En aquellos instantes me sentía tan «curioso», en el sentido que Arnold daba a la palabra, que estuve por volverme para husmear por la casa y averiguar lo sucedido. Pero semejante acción no habría sido, naturalmente, propia en mí.

En aquel momento me encontraba no lejos de la estación del metro, y había resuelto no cometer ninguna insensatez. La idea de abandonar Londres precipitadamente aquella noche quedaba descartada. Me dirigiría con tranquilidad a mi casa, tomaría un bocadillo en el pub que solía frecuentar y me acostaría temprano. Había sido una fatigosa jornada y ya no me sentía joven. Al día siguiente decidiría lo que parecía estar por resolver, y asimismo si debía o no aplazar mi partida hasta después del domingo. Sentía cierto consuelo de pensar que, en todo caso, los pequeños dramas de ese día habían concluido. No obstante, aún había de producirse uno.

Crucé la calzada y tomé la pequeña calle comercial que conducía a la estación. La tarde se había oscurecido, aunque el pálido y lívido sol seguía brillando. Algunas tiendas ya habían encendido el alumbrado. Había una luz sombría, no exactamente el crepúsculo, sino una iluminación incierta y vivida, aunque nebulosa; en ella las personas caminaban como espíritus que bañaba la luz, pero sin ponerlas de manifiesto. El ambiente, como de ensueño, se veía intensificado, supongo, por mi propio cansancio, por haber bebido alcohol, y no haber comido nada. Con ese ánimo de lasitud espiritual, con cierta sensación de catástrofe, observé al otro extremo de la calle, con ligero asombro e interés, la figura de un joven que se conducía de un modo raro. Estaba de pie en la acera sembrando flores por la calzada, como si las arrojara al río. Al principio se me ocurrió que debía de ser miembro de alguna secta hindú, algo nada insólito por aquellos días en Londres, y que estaba ejecutando un rito religioso. Algunas personas se detenían para mirarle, pero los londinenses estaban tan acostumbrados a los «excéntricos» de todo tipo, que su rito apenas suscitaba curiosidad.

El joven parecía entonar una especie de repetida letanía. Entonces vi que lo que sembraba no eran flores, sino pétalos blancos. ¿Dónde había visto yo últimamente pétalos semejantes? Los fragmentos de pintura blanca que la violencia del cincel de Arnold había hecho saltar de la puerta del dormitorio. Y estos pétalos no eran arrojados al azar, sino con arreglo al regular y constante tránsito de los vehículos. Al aproximarse un coche, el joven tomaba de una bolsa un puñado de pétalos y los lanzaba a su paso, al tiempo que murmuraba su rítmico canto. La frágil blancura volaba entonces de acá para allá, atrapada en el movimiento del vehículo, se precipitaba disparatadamente bajo las ruedas, seguía el remolino de su estela y se disipaba a lo lejos, de forma que la diseminación de los pétalos parecía un sacrificio o un acto de destrucción, puesto que lo que constituía la ofrenda quedaba al punto consumido y estaba hecho para desvanecerse.

El joven era esbelto, vestía unos pantalones oscuros y ceñidos, una especie de chaqueta oscura de pana o terciopelo y una camisa blanca. Tenía una espesa mata de pelo castaño, algo ondulado, que le colgaba hasta los hombros. Tras detenerme unos instantes para observarlo, me disponía a proseguir mi camino hacia la estación cuando, con uno de esos cambios de Gestalt que pueden ser tan inquietantes, comprendí que la luz me había engañado y que no era un joven, sino una muchacha. Luego advertí que se trataba de una muchacha a quien yo conocía. Era Julian Baffin, la hija única adolescente de Arnold y Rachel. (Le habían dado ese nombre, casi huelga decirlo, por Julian de Norwich).

Describo aquí a Julian como una adolescente porque así era como yo seguía considerándola, aunque por aquel tiempo ella tendría poco más de veinte años. Arnold había sido un padre joven. Yo había sentido un modesto interés, como el que puede sentir un tío, por aquella niñita que parecía un hada. (Nunca deseé tener hijos. Muchos artistas no quieren tenerlos). Al acercarse a la pubertad, sin embargo, la niña perdió belleza y adoptó una torpe y hosca agresividad hacia el mundo en general, lo que disminuía sensiblemente su encanto. Andaba siempre preocupada, lamentándose, y su carita, que se endureció al ir adquiriendo rasgos adultos, se volvió insatisfecha y reservada. Así la recordaba yo. De hecho hacía bastante tiempo que no la veía. Sus padres la adoraban, aunque al mismo tiempo se sentían algo defraudados. Habían deseado tener un hijo varón. Ambos habían supuesto, como suele ocurrir con todos los padres, que Julian sería inteligente, pero al parecer no era ése el caso. Julian tardó en desarrollarse, apenas tomaba parte en el azarado tribalismo del mundo de los adolescentes, y a una edad en que la mayoría de las chicas empiezan a manifestar un interés, disculpable, por otra parte, por las pinturas de guerra, ella prefería vestir a sus muñecas que a sí misma.

No había tenido demasiado éxito con los exámenes y al no ser nada estudiosa, Julian había dejado la escuela a los dieciséis años. Había pasado un año en Francia, más por la insistencia de Arnold que por su sentido de la aventura, o así me lo había parecido en aquella época. Regresó de Francia nada impresionada por el país y hablando un pésimo francés, que pronto olvidó, y se embarcó en un curso de mecanografía. Cuando terminó la formación, encontró un puesto en la sección de mecanógrafas en una oficina del gobierno. Alrededor de los diecinueve años decidió que quería ser pintora, y Arnold se apresuró a matricularla en una escuela de bellas artes, pero Julian la dejó al cabo de un año. Más tarde ingresó en una escuela de magisterio en el interior del país, donde llevaba ya, creo, uno o dos años cuando la vi aquella noche sembrando pétalos blancos al paso de los automóviles que por allí circulaban.

Y sólo entonces comprendí, con otro cambio de Gestalt, que aquellos círculos blancos que revoloteaban por el aire no eran pétalos, sino fragmentos de papel. El remolino que se levantó al paso de un coche llevó hasta mis pies uno de esos fragmentos, y lo recogí. Formaba parte de un documento escrito a mano en el que pude descifrar, entre otros garabatos, la palabra «amor». ¿Era posible que esa excéntrica ceremonia tuviera en efecto un propósito religioso? Crucé la calzada y me puse a caminar por la acera, detrás de Julian. Quería oír lo que estaba cantando, y no me habría asombrado comprobar que lo entonaba en lengua foránea. Al acercarme a ella, las palabras masculladas sonaban como una frase constantemente repetida. «¿No hay historia que se cuente?, ¿ni farsante?, ¿ni doliente?, ¿fascinante?, ¿decadente?».

—Hola, Bradley.

Debido a sus estudios en la escuela de magisterio y a la interrupción de nuestros domingos, hacía casi un año que no veía a Julian, y antes sólo la había visto en raras ocasiones. La encontré mayor, el rostro todavía ceñudo pero con una expresión más melancólica que sugería lo que estaba ocurriendo en su pensamiento. Tenía el cutis más bien feo, o quizá fuera que el aspecto «graso» de Arnold en una mujer parecía menos saludable. No usaba maquillaje. Tenía unos ojos húmedos y azules, no los ojos castaños moteados de su madre, ni tampoco su faz reservada y canina evocaba los rasgos amplios, suaves y pecosos de Rachel. Su espesa y ondulada mata de cabello, en la que no se apreciaba ni rastro de rojo, tenía ese color rubio oscuro casi verdoso, con mechones más claros. De cerca seguía pareciendo un chico alto, hosco, que acababa de cortarse en un prematuro intento de afeitarse sus primeros bigotes. Esa hosquedad no me molestaba. Las muchachas asustadizas me fastidian.

—Hola, Julian, ¿qué estás haciendo?

—¿Has ido a ver a papá?

—Sí. —Pensé que era mejor para ella no haber estado en casa aquella tarde.

—Me alegro. Creí que os habíais peleado.

—¡Nada de eso!

—Ya no vienes por casa.

—Sí que voy. Pero tú estás fuera.

—Ya no. Estoy haciendo prácticas de enseñanza en Londres. ¿Qué sucedía cuando te fuiste?

—¿Dónde? ¿En tu casa? Ah, pues… nada especial…

—Cuando yo me fui estaban discutiendo. ¿Ya se han calmado?

—Pues sí, claro…

—¿No te parece que discuten más que antes?

—No, yo… Qué elegante estás, Julian. Pareces un maniquí.

—Estoy muy contenta de que hayas venido, justamente pensaba en ti. Quería pedirte algo. Iba a escribirte…

—¿Qué haces desparramando todos esos papeles?

—Es un exorcismo. Son cartas de amor.

—¿Cartas de amor?

—De mi exnovio.

Recordé que Arnold había mencionado, sin demasiado entusiasmo, a un «melenudo admirador», un estudiante de arte o algo parecido.

—¿Habéis terminado?

—Sí. Las he roto en pedacitos. Cuando me haya desprendido de todas seré libre. Ahí va la última, creo.

Tomando de su cuello el receptáculo, parecido a un morral, que había contenido las desmembradas misivas, lo volvió del revés. Unos cuantos pétalos blancos más volaron con el viento y desaparecieron de mi vista.

—Pero ¿qué repetías? Entonabas algo, un conjuro o algo así.

—«Oscar Belling».

—¿Qué?

—Ése era su nombre. ¡Fíjate, estoy hablando en pretérito! ¡Se ha acabado!

—¿Le dejaste tú a él o él…?

—Preferiría no hablar de eso. Bradley, quería pedirte una cosa.

Había oscurecido por completo, una noche azul tamizada por la luz amarillenta de los faroles y que me recordaba, sin que viniera al caso, el cabello rojizo dorado de Rachel adherido a las solapas del raído traje azul de Francis. Caminamos despacio por la acera.

—Mira, Bradley, se trata de lo siguiente. He decidido ser escritora.

Sentí que el corazón se me encogía. Dije:

—Eso está muy bien.

—Y quiero que me ayudes.

—No es fácil ayudar a alguien a ser escritor, quizá ni siquiera sea posible.

—El caso es que no quiero ser una escritora como papá, quiero ser una escritora como tú.

Sentí un arrebato de simpatía hacia la chica. Pero mi respuesta debía ser irónica:

—Querida Julian, ¡no me emules a mí! Me esfuerzo continuamente y rara vez consigo lo que me propongo.

—De eso se trata. Papá escribe demasiado, ¿no crees? Casi nunca lo revisa. Escribe algo, «se desprende de ello publicándolo», se lo he oído decir, y se pone a escribir otro libro. Siempre anda apresurado, es como algo neurótico. No le veo la gracia de ser artista si uno no intenta siempre ser perfecto.

Me preguntaba si esas opiniones no serían las del difunto Oscar Belling.

—Es un camino largo y difícil, si es así como piensas.

—Bueno, así es como piensas tú, y te admiro por ello, siempre te he admirado, Bradley. Pero la cuestión es ésta: ¿vas a enseñarme?

El corazón volvió a encogérseme. Respondí:

—¿Qué quieres decir, Julian?

—Dos cosas, en realidad. Lo he estado pensando. Sé que no soy culta y no tengo formación. Y esa escuela de magisterio es un desastre. Quiero que me des una lista de libros para leer. Todas las grandes obras que deba leer, pero sólo las grandes y las difíciles. No quiero perder el tiempo con insignificancias. Es que ya no me queda mucho tiempo. Yo leería los libros y así podríamos comentarlos juntos. Tú podrías ser algo así como mi tutor en las lecturas.

Y luego, esto es lo segundo, me gustaría escribir cosas para ti, tal vez relatos breves o lo que tú creas que debo escribir, y así podrías criticar lo que yo hubiera escrito. ¿Comprendes? Necesito que alguien me guíe. Creo que se debe prestar mucha atención a la técnica, ¿no te parece? Algo así como aprender a dibujar antes de ponerse a pintar. Por favor, dime que te ocuparás de mí. No te entretendré demasiado, sólo un par de horas o así a la semana, y eso cambiaría mi vida por completo.

Yo sabía, claro está, que era cuestión de encontrar el medio de librarme de aquello elegantemente. Julian se quejaba ya de los años perdidos y se lamentaba de que no le quedara mucho tiempo. Mis quejas y mis lamentos eran de otro tipo. Yo no podía dedicarle un par de horas a la semana. ¿Cómo se atrevía a solicitar parte de mi valioso tiempo? En cualquier caso, la sugerencia de la muchacha me chocó y me turbó. No sólo por ese despliegue de insensibilidad, propio de los jóvenes. Era por el carácter tristemente erróneo, de su ambición. No cabía duda de que el sino de Julian era ser mecanógrafa, maestra, ama de casa, nunca estar en un papel estelar.

—Me parece una idea excelente —dije—, y por supuesto que me gustaría ayudarte, y estoy absolutamente conforme con lo de la técnica… Pero es que estoy a punto de irme al extranjero una temporada.

—¿Adonde? Yo podría visitarte. Estoy completamente libre, ya que en mi escuela hay sarampión.

—Estaré viajando.

—Pero, Bradley, por favor, ¿no podrías iniciarme antes de irte? Así tendríamos algo que comentar a tu regreso. Por favor, envíame al menos una lista de libros, los leeré y tendré escrita una historia cuando vuelvas. Te lo suplico. Quiero que seas mi mentor. Sólo tú puedes ser un verdadero maestro para mí.

—En fin, de acuerdo. Quizá se me ocurran algunos libros que recomendarte. Pero no soy ningún escritor creador «gurú», no puedo dedicar tiempo a… ¿A qué clase de libros te refieres? ¿Cosas como la Ilíada, la Divina Comedia, o más bien como Hijos y amantes, La señora Dalloway…?

—¡No, no, la Ilíada y la Divina Comedia! ¡Eso es estupendo! ¡A eso me refería! ¡Eso sí que son obras!

—¿Y no importa que sea poesía, prosa…?

—No, no, poesía no. La poesía no me entra. Lo de la poesía lo dejaré para más adelante.

—La Ilíada y la Divina Comedia son poemas…

—Bueno, sí, claro que lo son, pero yo leeré una traducción en prosa.

—Bueno, eso parece resolver el problema.

—¿Me escribirás, Bradley? Te estoy muy agradecida. Y ahora me despido porque quiero ir a echar un vistazo a esa tienda.

Nos habíamos detenido casi en seco poco antes de la estación ante el escaparte iluminado de una zapatería. Las primeras hileras de la vitrina estaban ocupadas por botas veraniegas de diversos colores, confeccionadas en una especie de encaje. Un tanto desconcertado por la brusquedad con que había sido despachado, no se me ocurría nada oportuno que decir. Hice un ademán incierto con la mano y dije «abur», una expresión que no recordaba haber empleado jamás.

—¡Abur! —dijo Julian, como si fuera una especie de clave. Luego se volvió hacia el iluminado escaparate y se puso a examinar las botas.

Crucé la calle y al llegar a la entrada de la estación miré atrás. Ella estaba inclinada hacia delante, las manos apoyadas en las rodillas, con el espeso cabello, la frente y la nariz dorados por la brillante iluminación. Se me ocurrió lo acertadamente que un pintor, no el señor Belling, podría haberla usado como modelo para una alegoría de la vanidad. Me quedé observándola, como alguien que observa a un zorro, por espacio de unos minutos, pero ella siguió allí, sin moverse siquiera.

«Querido Arnold», escribí.

Era la mañana siguiente, y yo me encontraba sentado ante la mesita de marquetería en mi salón. Todavía no he descrito convenientemente esta importante estancia. Tiene un carácter polvoriento, desteñido, reflexivo hacia dentro, con un penetrante olor, quizá literal, al pasado. (No tanto a carcoma seca sino a algo parecido a polvos faciales). También resultaba algo comprimida, al estar truncada por el tabique de mi dormitorio, que reducía su espacio inicial, de modo que el artesonado verde antes citado revestía sólo tres lados de la habitación. Esta falsa proporción la hacía parecer a veces, especialmente de noche, como parte de un barco o quizá un vagón de primera clase que se encontrara en el ferrocarril transiberiano alrededor de 1910. La mesa redonda de marquetería estaba situada en el centro. (Encima solía haber una planta, pero yo había regalado el último ejemplar a la señora de la lavandería). Adosado a las paredes había, todo en distintos colores, un silloncito de terciopelo con lo que Hartbourne, que era demasiado corpulento para sentarse en él, denominaba «calzones de volantes»; dos sillas con respaldo en forma de lira, de patas endebles (imitación victoriana), con asientos bordados en petit-point, con motivos distintos (uno con un cisne nadando, otro con tigridias); un escritorio-librería de caoba, alto, aunque un poco estrecho (la mayor parte de mis libros viven en sencillos estantes en el dormitorio); una vitrina lacada roja, negra y dorada, de estilo chino, victoriana; una mesilla de noche de caoba con la parte superior en forma de bandeja, muy manchada, posiblemente del siglo XVIII; una mesa de madera satinada de las Indias, también manchada; un aparador de nogal, en forma de rinconera, con puertas curvadas. Y también, arrimada a la mesa, conmigo ocupándola, una ampulosa «silla para conversar», con brazos tapizados y un grasiento y pelado asiento de terciopelo rojo. En el suelo, una alfombra con grandes rosas de color ámbar sobre fondo negro. Ante la chimenea, una estera de lana negra simulando un oso. Encima, un tosco sillón tapizado en cretona (tamaño Hartbourne, conocido generalmente como «su» sillón), muy necesitado de una nueva cubierta. La amplia repisa de la chimenea era de mármol oscuro, pizarroso, azul grisácea, y el hueco de la parrilla, más abajo, estaba enmarcado por un diseño de guirnaldas de rosas en hierro forjado negro, rematado con hojas veteadas y espinas. Unos cuadros, todos minúsculos, colgaban casi todos de la pared «falsa», ya que no me decidía a horadar la madera y los ganchos existentes sobre el artesonado estaban demasiado altos para mi gusto. Se trataba de unos pequeños óleos, en gruesos marcos dorados, de niñas con gatos, niños con perros, gatos sobre cojines, flores, las ingenuas y entrañables nimiedades de nuestros recios y sentimentales antepasados. Había dos pequeñas y elegantes escenas de playa norteñas, y, en un marco ovalado, un dibujo del siglo XVIII de una joven con el cabello suelto, aguardando. Sobre la repisa del hogar y en la vitrina lacada en rojo, negro y oro estaban las piezas pequeñas: tazas y figuras de porcelana, cajitas de rapé, marfiles, diminutos bronces orientales, cosas modestas, algunas de las cuales describiré más adelante, puesto que al menos dos de estos objetos tienen su papel en esta historia.

Hartbourne me había telefoneado temprano aquella mañana.

Ignorando que me disponía a partir, había sugerido que almorzásemos juntos. Solíamos hacerlo cuando yo trabajaba en la oficina, y esa costumbre la habíamos continuado durante mi retiro. En aquellos momentos yo seguía indeciso respecto a si debía o no aplazar mi marcha a fin de consolidar la armonía de mi relación con los Baffin el domingo. A Hartbourne le di una respuesta evasiva, diciendo que ya le llamaría, pero el caso es que su llamada hizo que me decidiera. Resolví partir. De quedarme hasta el domingo volvería a verme atrapado en el ocioso y despreocupado patrón de mi vida en Londres, cuya vulgaridad simbolizaba el pobre de Hartbourne. De todo eso quería liberarme, la cómoda trivialidad de una existencia sin metas. Y me disgustó advertir lo reacio que me sentía a abandonar mi pequeño piso. Era casi como si estuviera asustado. Espasmos de profética nostalgia del hogar hicieron presa en mí mientras ordenaba y limpiaba con mi pañuelo los objetos de porcelana, unas obsesivas imágenes de robos y profanaciones. Tras el sueño de la noche anterior, había escondido algunas de las piezas más valiosas; de ahí la necesidad de volver a poner en orden las demás. La necia idea de que éstas montarían una silenciosa guardia en mi ausencia casi hizo que se me humedecieran los ojos. Exasperado conmigo mismo, decidí marchar aquella mañana en un tren anterior al que pensaba tomar el día anterior.

Sí, era hora de partir. Durante las últimas semanas había experimentado a veces aburrimiento, a veces desesperación, mientras me debatía con una nebulosa obra que parecía ora una nouvelle, ora una vasta novela, en la que un héroe no muy distinto de mí perseguía, en medio de espectrales incidentes, una serie de reflexiones sobre la vida y el arte. Lo malo era que ese oscuro ardor, cuya ausencia deploraba yo en la obra de Arnold, también en el sueño estaba ausente. No lograba poner al fuego y fundir esos pensamientos, esas gentes, en una unidad total. Ansiaba crear una especie de declaración que pudiera llamarse mi filosofía. Pero, asimismo, quería encarnar esto en una historia, acaso una alegoría, algo con una forma tan suave y vigorosa como mi guirnalda de rosas en hierro forjado. No obstante, no lo conseguía. Mi gente eran sombras; mis pensamientos, epigramas. Con todo, sentía, como los artistas podemos sentir, la proximidad de la iluminación. Y estaba persuadido de que si partía entonces a la soledad, lejos de las asociaciones del tedio y el fracaso pronto me vería recompensado. Con ese talante decidí, pues, ponerme en marcha, dejando mi amada madriguera por una campiña que nunca había visitado y una casita que no había visto nunca.

Pero antes había que poner en orden algunas cosas por carta. Soy, lo confieso, un escritor de cartas obsesivo y supersticioso. Cuando me siento preocupado prefiero escribir una larga misiva que hacer una llamada telefónica. Tal vez ello se deba a que atribuyo un poder mágico a las cartas. Expresar el deseo de algo por carta, pienso a menudo de modo irracional, equivale a hacerlo realidad. Una carta es una barrera, una remisión, un sortilegio contra el mundo, un método casi infalible de actuar a distancia. (Y también, hay que admitir, de sacudirse de encima la responsabilidad). Es una manera de pedir al tiempo que se detenga. Decidí que era totalmente innecesario visitar a los Baffin el domingo. Lo que pretendía podía conseguirlo por medio de una carta. De modo que escribí:

Querido Arnold:

Espero que Rachel y tú me habréis perdonado por lo de ayer.

Aunque mi presencia fue requerida, no dejaba de ser un intruso.

Tú me comprenderás y no me alargaré al respecto. Nadie quiere testigos de sus cuitas, por efímeras que sean. El extraño no puede comprender, y sus mismos pensamientos son una impertinencia. Te escribo para decirte que no tengo pensamientos, salvo los de mi afecto por Rachel y por ti y mi certeza de que todo va bien entre vosotros. Nunca he sido partidario de tu forma de curiosidad.

Y confío en que al menos en este caso apreciarás la simpatía de este bajar la mirada. Esto te lo digo con la máxima delicadeza, y no como recordatorio de nuestra perenne discusión.

También te escribo para pedirte, lo más brevemente posible, un favor. Es natural que te sintieras interesado al conocer a Francis Marloe, quien por una extraña casualidad se encontraba conmigo en el momento de tu llamada. Hablaste de volver a verlo. Te ruego que no lo hagas. Si recapacitas comprenderás lo penosa que sería para mí una relación así. Me propongo no tener nada que ver con mi exesposa y no quiero que exista ningún vínculo entre su mundo, sea el que fuere, y las cosas que pertenecen al mío, que son caras para mí. Sería, desde luego, muy propio de ti sentirte «interesado» en tantear este terreno, pero te pido que seas amable con un viejo amigo y te abstengas de hacerlo.

Quiero aprovechar la ocasión para decirte que, pese a todas nuestras diferencias, tu amistad me es muy valiosa. Como recordarás, te he nombrado mi albacea literario. ¿Podría existir mayor prueba de confianza? Sin embargo, esperemos que sea prematuro hablar de testamentos. Me encuentro en vísperas de partir de Londres y estaré ausente un tiempo. Confío en poder escribir. Presiento que me aguarda un período crucial en mi vida. Dale a Rachel afectuosos saludos de mi parte. Os agradezco a ambos vuestra constante cordialidad para con un hombre solitario, y confío plenamente en ti respecto a la cuestión de F. M.

Con todo afecto y amistosos deseos,

BRADLEY.

Cuando hube terminado la carta, comprobé que estaba sudando. Escribir a Arnold, por algún oscuro motivo, siempre provocaba en mí una emoción; y en este caso se añadía el recuerdo de una escena de violencia que, pese a mis palabras suaves, yo sabía que la química de la amistad tardaría en asimilar. Lo feo y lo indigno es lo que resulta más difícil, más aún que la maldad, que se vea atenuado por un pasado mutuamente aceptable. Perdonamos antes a quienes nos han visto ruines que a quienes nos han visto humillados. Sobre todo ello seguía experimentando una profunda conmoción sin resolver; y pese a haber sido sincero al decirle a Arnold que no me sentía «curioso», tenía la certeza de que éste no era, tampoco para mí, el fin de la cuestión.

Tras rellenar mi pluma, comencé a escribir otra carta, que rezaba así:

Querida Julian:

Fue muy amable por tu parte pedirme consejo sobre los libros y la escritura. Temo no poder ofrecerme para enseñarte a escribir. No dispongo de tiempo y, en todo caso, sospecho que tal enseñanza es imposible. Sin embargo, diré dos palabras acerca de las lecturas. Creo que deberías leer la Ilíada y la Odisea en cualquier traducción sin adornos. (Si estás falta de tiempo, omite la Odisea). Éstas son las más grandes obras literarias del mundo, donde conceptos de inmensa magnitud se han refinado hasta la sencillez. Opino que sería conveniente que dejaras a Dante para el futuro. La Commedia presenta muchos puntos difíciles y requiere, a diferencia de Homero, una glosa. De hecho, si no se lee en italiano, esta gran obra no sólo parece incomprensible, sino repulsiva. Estimo que deberías levantar tu prohibición por la poesía lo suficiente para incluir las obras más conocidas de Shakespeare.

¡Cuán afortunados somos de tener el inglés como lengua vernácula! La familiaridad y la emoción te facilitarán la lectura de tales obras. Olvídate de que son «poesía» y goza de ellas. El resto de mi lista de lecturas la componen simplemente las más grandes novelas inglesas y rusas del siglo XIX. (En caso de no saber a ciencia cierta cuáles son, pregúntale a tu padre; creo que podemos confiar en que él te lo diga). Entrégate a esas grandes obras de arte. Bastan para una vida entera. No te preocupes demasiado por la escritura. El arte es una actividad gratuita y a menudo ingrata, y a tu edad es más importante disfrutar de ella que practicarla. Si decides escribir algo, recuerda lo que tú misma observaste acerca de la perfección. Lo más importante que debe aprender un escritor es a romper lo que escribe. El arte concierne a la verdad no sólo de manera esencial, sino de manera absoluta. Es otro nombre para designar la verdad. El artista aprende un lenguaje especial con el que revelar la verdad. Si te pones a escribir, escribe con el corazón, aunque con tiento, con objetividad. No adoptes nunca una pose. Escribe pequeñas cosas que tú creas verdad. Así descubrirás a veces que también son bellas.

Con mis mejores deseos y mi agradecimiento por desear conocer mi opinión.

Afectuosamente,

BRADLEY.

Tras concluir esta carta y algunas reflexiones, vacilaciones y excursiones hasta la repisa del hogar y la vitrina, empecé otra carta que decía así:

Apreciado Marloe:

Como espero haber dejado claro, tu visita no sólo fue inoportuna sino en vano, ya que en ninguna circunstancia me propongo comunicarme con mi exesposa. Todo sucesivo intento de un acercamiento, bien por carta o en persona, será acogido con una rotunda negativa. No obstante, ahora que comprendes mi postura, imagino que tendrás la amabilidad y la prudencia de dejarme tranquilo. Agradezco tu ayuda en casa de los señores Baffin. Debo advertirte, en caso de que pensaras trabar amistad con ellos, que les he rogado que no te reciban, y no te recibirán.

Cordialmente,

BRADLEY PEARSON.

Francis, al despedirse la tarde anterior, se las había arreglado para introducir en mi bolsillo sus señas y número de teléfono anotados en un papel. Copié las señas en el sobre y arrojé el papel a la papelera.

Luego me senté y estuve un rato sin hacer nada, contemplando la línea del sol que trepaba por la rugosa superficie del muro de enfrente, cambiándolo de tostado a dorado. Acto seguido me puse a escribir de nuevo.

Estimada señora Evandale:

Me han comunicado que te encuentras en Londres. Esta carta es para decirte que en ningún caso deseo verte o tener noticias tuyas. Acaso parezca contradictorio que te envíe una carta para comunicártelo. Pero he creído posible que la curiosidad o un morboso interés te llevara a «visitarme». Ten la bondad de no hacerlo. No siento el menor deseo de verte ni de saber de ti. No veo motivos para que nuestros caminos se crucen, y te agradecería que mantuvieras nuestra total incomunicación. No deduzcas por esta carta que me he pasado todos estos años pensando en ti. Te he olvidado por completo. Ni me ocuparía ahora de ti de no ser por la impertinente visita de tu hermano. Le he pedido que no me haga más visitas y espero que te encargues de que no vuelva a aparecer ante mi puerta en calidad de emisario tuyo. Te agradecería que interpretaras esta carta exactamente al pie de la letra. No hay ningún significado amistoso o deseo de verte que «leer entre líneas». Mi acto de escribirte no denota emoción o interés. Como esposa fuiste conmigo desagradable, cruel y destructiva. No creo expresarme con demasiada aspereza. Sentí un profundo alivio al liberarme de ti, y no me agradas. O, mejor dicho, no me agrada el recuerdo que guardo de ti. Ni puedo ahora concebir que existas salvo como algo desagradable evocado por tu hermano. Este miasma pasará pronto y lo reemplazará de nuevo el olvido. Confío en que no interrumpas este proceso por medio de manifestación alguna. Para ser, finalmente, sincero, debo decirte que todo intento de un «acercamiento» por tu parte me irritaría sobremanera, y me consta que desearás evitar una escena desagradable. Me consuela pensar que puesto que tus recuerdos de mí serán sin duda tan ingratos como los que yo guardo de tu persona, no es probable que desees verme.

Atentamente,

BRADLEY PEARSON.

P. D. Debo añadir que hoy me marcho de Londres y mañana dejo Inglaterra. Estaré ausente una temporada y quizá decida establecerme en el extranjero.

Una vez terminada esta carta, no sólo estaba sudando, sino que temblaba, jadeaba y mi corazón latía con fuerza. ¿Qué emoción me había invadido de tal modo? ¿Miedo? Resulta singularmente difícil nombrar la emoción que nos hace sufrir. Darle nombre a veces no tiene importancia, otras es crucial.

¿Odio?

Miré mi reloj y comprobé que me había llevado mucho tiempo escribir la carta. Ya no podría tomar el tren de la mañana. De cualquier modo, el de la tarde sería sin duda más conveniente. Cuánta ansiedad producen los trenes. Reflejan la posibilidad de un fracaso total e irrevocable. Además, están tan sucios, son tan ruidosos, están tan atestados de extraños, una lección de cosas sobre la detestable contingencia de la vida; el compañero de viaje parlanchín, la posibilidad de criaturas.

Volví a leer la carta que había escrito a Christian y reflexioné sobre ella. La había creado por una especie de inmediata necesidad de autoexpresión o autodefensa, un mágico gesto de prevención; ya he explicado que suelo recrearme como escritor de cartas. Sin embargo, una carta, como a veces he olvidado en perjuicio mío, no es únicamente una forma de autoexpresión; es también manifestación, sugerencia, persuasión, mandato, y su pura eficacia en estos aspectos debe ser calculada de manera objetiva. ¿Qué impresión le produciría a Christian esta carta? Ahora se me antojaba posible que el efecto fuera precisamente el contrario de lo que yo pretendía. Esta carta, con su referencia a una «escena desagradable», la estimularía. Tras la misma vería un mensaje muy distinto. Se presentaría en un taxi. Por otra parte, la carta estaba llena de auténticas contradicciones. Si yo pensaba establecerme en el extranjero, ¿a qué venía enviarla? ¿No habría sido más efectivo enviar una nota diciendo simplemente «no te comuniques conmigo»? ¿O bien nada en absoluto? Lo malo era que me sentía tan inquieto con respecto a Christian y tan contaminado por una sensación de conexión con ella que era una necesidad psicológica enviar, como exorcismo, algún tipo de misiva. Para pasar el rato redacté el sobre: nuestras antiguas señas. Por supuesto, el contrato de arrendamiento se había hecho a su nombre. Qué inversión.

Resolví enviar a Francis su carta y aplazar la decisión sobre el tipo de comunicación, en caso de escribirla, que debía enviar a Christian. Decidí también que, con la mayor urgencia, debía abandonar mi casa y dirigirme a la estación, donde podría almorzar y aguardar tranquilamente el tren de la tarde. Me alegraba haber perdido el anterior. En ocasiones he tenido la ingrata experiencia, tras llegar antes de la hora para tomar un tren, de subir al anterior por los pelos. Al meter la carta de Christian en el bolsillo mis dedos palparon la crítica de la novela de Arnold. He aquí otro problema que debía resolver. Aunque me consideraba perfectamente capaz de abstenerme de hacerlo, me sentía muy ansioso por publicar algo. ¿Por qué? Sí, debía marcharme y meditar todas estas cuestiones.

Mis maletas estaban en el vestíbulo, donde las había dejado la víspera. Me puse el impermeable. Entré en el baño. El baño era de esos que ni todos los cuidados del mundo pueden impedir que parezca sórdido. Variopintas virutas de jabón, que normalmente no soporto tirar, estaban esparcidas por el lavabo y la bañera. Con un repentino acto de voluntad, las recogí y arrojé al inodoro. Mientras estaba allí de pie, aturdido por el éxito, el timbre de la puerta principal empezó a sonar y a sonar.

Al llegar a este punto es necesario que haga una descripción de mi hermana Priscilla, que está a punto de entrar en escena.

Priscilla tiene seis años menos que yo. Dejó la escuela muy joven. De hecho, yo también. Soy una persona educada y cultivada por su propio celo, esfuerzos y facultades. Priscilla no tenía ni celo ni facultades, ni hacía esfuerzo alguno. Mi madre, a quien se parecía, la había echado a perder. Creo que las mujeres, tal vez inconscientemente, transmiten a las criaturas de su sexo un hondo sentido de su propia insatisfacción. Mi madre, aunque no era desgraciada en su matrimonio, alimentaba una persistente animosidad hacia el mundo en general. Ello pudo originarse, o agravarse, por un sentimiento de haberse casado «por debajo» de su condición, si bien no exactamente en un sentido social. Mi madre había sido una «belleza» y había tenido numerosos admiradores. Sospecho que más adelante en su vida, al envejecer detrás del mostrador, pensó que de haber jugado sus cartas de otro modo quizá le habría sacado más partido a la vida. Priscilla, aunque en términos económicos y sociales hizo un negocio mucho más ventajoso, en cierta medida siguió un patrón idéntico. Si bien no tan bonita como mi madre, había sido una chica atractiva y admirada en el círculo de jóvenes petulantes, imbéciles y sin preparación que constituían su «vida social». Pero, azuzada por mi madre, tenía ambiciones, y no tenía prisa alguna por casarse con uno de esos candidatos tan poco atrayentes.

Yo había dejado la escuela a los quince años y me había empleado como joven oficinista en un departamento gubernamental. Vivía fuera de casa y todo mi tiempo libre lo dedicaba a mi educación y mis escritos. De niño había sentido cariño por Priscilla, pero por aquel entonces me había desvinculado, y deliberadamente, de ella y de mis padres. Estaba claro que mi familia no podía comprender ni compartir mis intereses, y decidí alejarme. Priscilla, sin ninguna formación, no podía siquiera escribir a máquina y trabajaba en lo que ella denominaba una «casa de modas», un establecimiento de ventas al por mayor del «comercio de trapos» en Croydon. Ella debía de ser, me figuro, una especie de empleada subalterna. La idea de la «moda» parecía habérsele subido un poco a la cabeza; quizá mi madre tuviera también algo que ver. Priscilla empezó a embadurnarse con maquillaje y a frecuentar la peluquería, y siempre se estaba comprando ropas que la hacían parecer un mamarracho. Sus pretensiones y extravagancias eran causa, creo, de disputas entre mis padres. Entretanto, yo tenía otros intereses y sufría la angustia de quienes de jóvenes saben que no han recibido la educación que se merecen.

Para resumir, Priscilla consiguió «superarse», vistiendo y comportándose de manera «elegante», y por fin satisfizo su ambición de penetrar en círculos sociales ligeramente «mejores» que los que al principio había frecuentado. Sospecho que tanto ella como mi madre urdieron una «campaña» para mejorar la suerte de Priscilla. Participaba en partidos de tenis, se dedicaba al teatro de aficionados, asistía a bailes de caridad. Ambas idearon para ella toda una saison. Sólo que la saison de Priscilla no terminaba nunca. No se decidía a contraer matrimonio. O quizá fuera que sus pretendientes, pese al desparpajo que mi madre y Priscilla mostraban al mundo, creyeran que la pobre Priscilla no era al fin y al cabo tan buen partido. Acaso hubiera, a pesar de todo, cierto tufillo a tienda. Entonces, sin duda a consecuencia del afán que había puesto en su saison, perdió el empleo, y no hizo el menor intento por obtener otro. Se quedó en casa, cayó levemente enferma y tuvo lo que supongo que ahora se llamaría un colapso nervioso.

Cuando se recuperó tenía veintitantos años y había perdido parte de su atractivo. Por aquella época habló de convertirse en «modelo» (o «maniquí»), pero que yo sepa no se esforzó lo más mínimo por llegar a serlo. En lo que sí acabó por convertirse, prácticamente, y por decirlo sin demasiados rodeos, es en una golfa. No me refiero a que anduviera por las calles, pero se movía en un mundo de hombres de negocios y miembros de clubes de golf, asiduos a los bares y a las salas de fiestas, que desde luego la contemplaban a esa luz. Yo nada quise saber de esto; tal vez debí mostrar más interés. Una vez en que mi padre sacó a relucir el tema, me disgusté y me enfadé, y aunque comprendí lo desgraciado que se sentía, me negué en redondo a discutir el asunto. A mi madre, que siempre estaba defendiendo a Priscilla y fingía, o se había engañado hasta convencerse de ello, que todo iba bien, no le dije una palabra. Yo ya tenía relación con Christian y tenía otras cosas en que pensar.

Priscilla conoció a Roger Saxe, que finalmente llegó a ser su marido, en aquel fandango de clubes de golf y de empinar el codo. La primera noticia que tuve de la existencia de Roger fue al enterarme de que Priscilla estaba embarazada. Parecía que el matrimonio quedaba descartado. Y Roger, según parece, estaba dispuesto a pagar la mitad de la factura del aborto, pero exigía que la familia pagara la otra mitad. Esa muestra de pura bellaquería fue la primera presentación que tuve de mi futuro cuñado. El caso es que él disfrutaba de una posición bastante acomodada. Mi padre y yo reunimos entre ambos el dinero y Priscilla tuvo su operación. Ese drama ilegal y sórdido fue un enorme disgusto para mi pobre padre. Él era un puritano muy parecido a mí, un hombre tímido y respetuoso de la ley. Se sentía avergonzado y asustado. Estaba ya enfermo, enfermó más y no se recuperó. Mi madre, una mujer sumamente desgraciada, se dedicó entonces a casar cuanto antes a Priscilla con alguien, con quien fuera. Luego, nunca supimos muy bien cómo ni por qué, cerca de un año después de la operación, Priscilla se casó con Roger.

A Roger no trataré de describirle con detalle. También él aparece en la historia a su debido tiempo. Roger no me caía bien. Yo no le caía bien a Roger. Siempre se refería a sí mismo como un «alumno de colegio privado», lo cual supongo que era verdad. Tenía algo de preparación y muchos «aires», la voz engolada y un aspecto de falsa distinción. A medida que su copiosa mata de pelo fue salpicándose de canas y tornándose gris, empezó a adquirir un aire de soldado. (Había pasado algún tiempo en el ejército, creo que en el cuerpo de pagadores). Siempre andaba erguido como un militar y afirmaba que sus amigos le apodaban el Brigadier. Cultivaba los toscos modales guasones propios de la cantina de oficiales subalternos. De hecho, trabajaba en un banco, actividad que rodeaba de todo el misterio que podía. Bebía y reía demasiado.

Casada con semejante sujeto, no era probable que mi hermana fuese feliz, y no lo era. Con patética y conmovedora lealtad, e incluso valor, mantenía las apariencias. Su casa era para ella motivo de orgullo, y al fin hubo en efecto una casa, o casita, bastante hermosa, en la «zona elegante» de Bristol, con fina cubertería y vajilla y esas cosas que tanto valoran las mujeres. Hubo «cenas» y un lujoso automóvil. Croydon quedaba lejos. Sospecho que vivían a un ritmo superior a sus medios y que Roger se veía con frecuencia en apuros económicos, aunque Priscilla nunca lo dijera. Los dos estaban deseosos de tener hijos, pero no pudieron tenerlos. Roger, en una ocasión en que estaba borracho, insinuó que la «operación» practicada a Priscilla había tenido fatales consecuencias. Yo no quería saberlo. Veía que Priscilla era desdichada, su vida aburrida y vacía, y que Roger no era un compañero grato. Sin embargo, yo tampoco quería saber nada de eso. Apenas les visitaba. A veces invitaba a Priscilla a almorzar en Londres. Hablábamos de trivialidades.

Abrí la puerta y allí estaba Priscilla. Al punto comprendí que algo malo sucedía. Ella sabía que detesto las improvisaciones. Nuestras «citas» para almorzar solían fijarse por carta con varias semanas de antelación.

Iba elegantemente vestida con un traje de chaqueta de punto azul marino, pero su cara estaba pálida, tensa y seria. Pese a ser una mujer madura, conservaba cierto atractivo, aunque había engordado, y su aspecto era bastante menos «lustroso», y ahora parecía una «mujer de carrera», tal vez el equivalente femenino del artificioso «aire militar» de Roger. Sus ropas, sobrias y bien cortadas, deliberadamente clásicas y nada semejantes al vistoso plumaje de su juventud, tenían cierto aire de uniforme; aunque el efecto se veía compensado por la vulgar bisutería con la que siempre se cargaba. Llevaba el pelo teñido de un discreto dorado, bien peinado y ondulado. Su rostro no era un rostro débil, en cierto modo se parecía al mío, si bien no poseía mi aire reservado y sensible. Tenía los ojos contraídos por la miopía, y los labios finos pintados y brillantes.

Sin responder a mi asombrado saludo, se encaminó hacia el salón, eligió una de las sillas con el respaldo en forma de lira, la apartó de la pared, se sentó en ella y estalló en desesperados sollozos.

—Priscilla, Priscilla, pero ¿qué ocurre, qué ha pasado? ¡Cómo me disgusta verte así!

Tras unos instantes, los sollozos se fueron calmando hasta reducirse a una serie de entrecortados gemidos. Permaneció sentada, examinando las franjas de maquillaje miel castaño que manchaban su pañuelo de papel.

—Priscilla, ¿qué ocurre?

—He dejado a Roger.

Mi sentimiento era de pura consternación y un miedo súbito por mí mismo. No quería verme envuelto en ningún lío de Priscilla. Ni siquiera quería sentirme apenado por ella. Luego pensé que debía de tratarse de una exageración, un error.

—No seas tonta, Priscilla. Cálmate, por favor. No es posible que hayas dejado a Roger. Habréis tenido una pelea…

—¿Podría tomar un poco de whisky?

—No tengo whisky. Creo que queda un poco de jerez semi-dulce.

—Está bien, ¿puedo tomar una copa?

Me dirigí al aparador de nogal y le serví una copa de jerez oscuro.

—Toma.

—Bradley, ha sido terrible, terrible, terrible. He vivido atrapada en una pesadilla, mi vida se ha convertido en una pesadilla, de esas que hacen que a uno le entren incontenibles ganas de gritar.

—Escúchame, Priscilla. Estoy a punto de marcharme de Londres. No puedo alterar mis planes. Si quieres, te invito a almorzar y luego te acompañaré a la estación para que tomes el tren a Bristol.

—Te repito que he dejado a Roger.

—Tonterías.

—Creo que iré a acostarme, si no te importa.

—¿Acostarte?

Se levantó de pronto, salió precipitadamente de la habitación, chocando con el dintel de la puerta, y se dirigió al cuarto de huéspedes. Cuando vio que la cama estaba por hacer, volvió a salir, y tropezó conmigo. Entró en mi dormitorio, se sentó en la cama, arrojó el bolso a un rincón, se quitó los zapatos y se despojó de la chaqueta. Murmurando un débil gemido, empezó a desabrocharse la falda.

—¡Priscilla!

—Voy a echarme. He pasado toda la noche en vela. ¿Podrías traerme mi copa de jerez, por favor?

Se la llevé.

Priscilla se quitó la falda, que se rasgó. Con un revuelo de enaguas rosa se metió entre las sábanas y se quedó inmóvil, tiritando, mirando al frente con ojos desorbitados y de sufrimiento.

Acerqué una silla y me senté a su lado.

—Bradley, mi matrimonio ha terminado. Creo que también mi vida ha terminado. ¡Qué desastre!

—Priscilla, no hables tan…

—Roger se ha convertido en un demonio. Es una especie de demonio. O está loco.

—Ya sabes que a mí Roger manca me ha caído bien…

—Hace años que soy tan desgraciada, tan desgraciada…

—Lo sé…

—No comprendo cómo un ser humano puede ser tan desgraciado y seguir viviendo.

—Lo siento mucho…

—Pero últimamente se ha convertido en un puro infierno, él deseaba mi muerte, no puedo explicártelo, y trató de envenenarme y me desperté por la noche y le vi junto a mi cama mirándome con aire amenazador, como si estuviera pensando en estrangularme.

—Priscilla, eso es pura fantasía; no debes…

—Y claro que va detrás de otras mujeres, seguro, aunque eso no me importaría si no me odiara. Vivir con alguien que te odia… es como para enloquecer… Siempre alega unos motivos rarísimos para llegar tarde a casa, dice que se quedará trabajando en la oficina, y cuando le llamo resulta que no está. Me paso todo el tiempo preguntándome dónde puede estar… Y va a conferencias; supongo que hay conferencias. Una vez llamé y… Él hace lo que le da la gana y me siento sola, tan sola… Y lo aguantaba porque ¿qué otra cosa iba a hacer…?

—Priscilla, es que tampoco ahora tienes alternativa.

—¿Cómo puedes decirme eso? Ese frío odio y querer matarme y envenenarme…

—Priscilla, cálmate. No puedes dejar a Roger. No tiene sentido. Claro que eres desgraciada, todas las personas casadas son desgraciadas, pero no puedes lanzarte al mundo a tus cincuenta y pico años.

—Cincuenta y dos. Dios mío, Dios mío…

—Basta. Deja de hacer ese ruido, te lo ruego. Sécate las lágrimas y te llevaré a Paddington en un taxi. Me voy al campo. No puedes quedarte aquí.

—Me he dejado todas las joyas y algunas son de mucho valor, y ahora, para fastidiarme, no dejará que las recoja. ¿Por qué habré sido tan necia? Salí huyendo de casa anoche, nos habíamos estado peleando durante horas y ya no podía soportarlo más. Salí corriendo, ni siquiera cogí el abrigo, y me fui a la estación y pensé que él me seguiría, pero no fue así. Está claro que lo que él pretendía era obligarme a huir para luego decir que la culpa la tenía yo. Y estuve horas esperando en la estación y hacía tanto frío que creí enloquecer de puro desespero. Se ha portado fatal conmigo, su maldad me asustaba… A veces no paraba de decirme «Te odio, te odio, te odio…».

—Todos los casados se pasan la vida murmurándose eso. Es la letanía fundamental del matrimonio.

—Te odio, te odio…

—Creo que eso deberías decirlo tú, Priscilla, no él. Me parece…

—Y me he dejado todas las joyas y mi estola de visón, y Roger sacó todo el dinero de nuestra cuenta corriente…

—Priscilla, debes calmarte. Mira, te daré diez minutos. Descansa tranquilamente, luego te vistes y saldremos juntos.

—Bradley… Dios mío, qué desgraciada soy, siento como si me ahogara… Yo le di un hogar… No tengo otra cosa… Me preocupaba tanto de la casa… Hasta hice todas las cortinas… Disfrutaba con los pequeños detalles… no tenía otra cosa que querer… y ahora todo se ha acabado… Me ha arrebatado la vida… Me mataré… me haré pedazos…

—Basta, te lo suplico. No te hago ningún bien escuchando tus quejas. Estás en un estado de nervios que te hace decir tonterías. A las mujeres de tu edad les pasa eso con frecuencia. No eres razonable, Priscilla. Ya me imagino que Roger era un pelmazo, es un hombre muy egoísta, pero tendrás que perdonarle. Las mujeres no tenéis más remedio que aguantar a los hombres egoístas, es vuestro destino. No puedes dejarle, no tienes otro sitio adonde ir.

—Me mataré.

—Haz un esfuerzo. Contrólate. No es que esté siendo cruel contigo. Lo hago por tu bien. Te dejo ahora y voy a terminar de hacer mis maletas.

Ella se había echado a llorar, sin tocarse la cara, dejando que las lágrimas fluyeran libremente. Estaba tan fea y era tan digna de compasión, que alargué la mano y corrí un poco las cortinas. Su rostro hinchado, esa escena en la penumbra, me recordaron a Rachel.

—Me dejé todas las joyas, mi juego de bisutería fina y mi broche de jade, mis pendientes de ámbar y los anillitos, y mi collar de cristal de roca y lapislázuli, mi estola de visón…

Cerré la puerta, regresé a la sala y cerré la puerta. No soporto las exhibiciones desenfrenadas de emoción y las estúpidas lágrimas de las mujeres. Y de pronto me sentía profundamente asustado ante la posibilidad de tener que cargar con mi hermana. No la quería lo bastante para serle útil, y me parecía lo más prudente dejar eso bien claro.

Esperé unos diez minutos, procurando calmarme y aclararme la mente, y volví a acercarme a la puerta del dormitorio. No es que esperara que Priscilla se hubiera vestido y estuviera lista para irse.

No sabía qué hacer. Temía y me disgustaba la idea de un «colapso nervioso», esa negativa semideliberada a seguir organizando la propia vida que hoy se mira con tanta tolerancia. Eché una ojeada al interior de la habitación. Priscilla yacía de costado, en una postura como de abandono, había retirado de una patada la ropa de cama que la cubría a medias. Tenía la boca húmeda y abierta de par en par. De la cama sobresalía desgarbadamente una gruesa pierna enfundada en una media, coronada por unas ligas amarillentas y un pedazo de muslo moteado. La postura descuidada sugería un muñeco que se había desplomado. Con voz pastosa, ligeramente plañidera, dijo:

—Acabo de tomar todas mis pastillas para dormir.

—¡Cómo! ¡Priscilla! ¡No!

—Ya me las he tragado. —En la mano sostenía un frasco vacío.

—¡No lo dirás en serio! ¿Cuántas?

—Te dije que mi vida estaba destrozada. Te fuiste y cerraste la puerta. Pues vete ahora y cierra la puerta. Tú no tienes la culpa. Déjame en paz. Vete a tomar ese tren. Déjame dormir al fin. Ya he tenido bastantes desgracias en mi vida. Has dicho que no tengo adonde ir. Pero se puede ir a la muerte. Ya he tenido bastantes desgracias en mi vida.

El frasco cayó al suelo.

Lo recogí. La etiqueta no me decía nada. Me precipité hacia Priscilla, en un estúpido intento por taparla con la ropa de cama, pero tenía una pierna encima de ella. Salí apresuradamente de la habitación.

En el vestíbulo empecé a correr de arriba abajo, dirigiéndome de nuevo hacia la habitación, luego corriendo hacia la puerta de entrada, luego otra vez hacia el teléfono. Cuando llegué, sonó y descolgué el auricular.

Escuché los rápidos pip de la señal para introducir las monedas y luego un clic… La voz de Arnold dijo:

—Bradley, Rachel y yo hemos venido a almorzar al centro, estamos a la vuelta de la esquina, y nos gustaría que te reunieras con nosotros. Cariño, ¿quieres hablar con Bradley?

La voz de Rachel dijo:

—Bradley, querido, ambos hemos pensado…

Dije:

—Priscilla acaba de tomarse un frasco de píldoras para dormir.

—¿Qué? ¿Quién?

—Priscilla. Mi hermana, acaba de tomarse somníferos… yo… comunicarme con el hospital…

—¿Qué has dicho, Bradley? No te oigo. Bradley, no cuelgues, nosotros…

—Priscilla se ha tomado somníferos… Lo siento, debo llamar… avisar al médico… perdona, perdona…

Colgué el auricular, volví a descolgarlo y seguí escuchando la voz de Rachel que decía:

—¿Podemos hacer algo?

Volví a colgarlo bruscamente, corrí hacia la puerta de la habitación, regresé corriendo al teléfono, lo descolgué, lo dejé otra vez en su sitio, me puse a sacar las guías telefónicas de sus estantes, en una cómoda de caoba transformada en estantería. Las guías telefónicas se desparramaron por el suelo. Sonó el timbre de la puerta.

Corrí a la puerta y la abrí. Era Francis Marloe.

—Gracias a Dios que has venido —dije—, mi hermana acaba de tomarse todo un frasco de píldoras para dormir.

—¿Dónde está el frasco? —preguntó Francis—. ¿Cuántas había?

—Dios, ¿cómo voy a saberlo…? El frasco… Dios, pero silo tenía en la mano hace un segundo… Señor, ¿dónde estará?

—¿Cuándo se las tomó?

—Ahora mismo.

—¿Has llamado al hospital?

—No, yo…

—¿Dónde está ella?

—Ahí dentro.

—Busca el frasco y llama al hospital de Middlesex. Pide que te pongan con el servicio de urgencias.

—Dios mío, ¿dónde estará el condenado frasco…? Pero si hace un momento lo tenía en la mano…

El timbre de la puerta volvió a sonar. En el umbral aparecieron Arnold, Rachel y Julian. Iban muy arreglados y elegantes, Julian con una especie de camisa floreada que le daba un aspecto de tener doce años. Parecían una familia de anuncio de copos de maíz o de seguros, sólo que Rachel tenía un morado debajo de un ojo.

—Bradley, ¿podemos…?

—Ayudadme a encontrar el frasco. Hace un instante tenía en la mano el frasco que se ha tomado, debo de haberlo dejado en alguna parte.

De la habitación salió un alarido. Francis me dijo:

—Brad, ¿podrías…?

Rachel contestó:

—Déjame a mí. —Y entró en el dormitorio.

—Tengo que llamar al hospital —dije.

—¿Qué decías de un frasco? —preguntó Arnold.

—No consigo ver el dichoso número de teléfono. ¿Puedes leerlo tú?

—Siempre dije que necesitabas gafas.

Rachel salió corriendo de la habitación y se fue a la cocina. Oí la voz de Priscilla diciendo:

—Dejadme en paz, dejadme en paz.

—Arnold, ¿quieres llamar al hospital mientras yo busco el…? Debo de haberlo dejado en la…

Corrí al salón y me asombró ver allí a una joven. Tuve la vaga impresión de un vestido recién lavado y planchado, de una joven recién lavada y planchada, de una joven de visita. Estaba examinando los pequeños bronces en la vitrina. Dejó de hacerlo y se quedó contemplándome con cortés curiosidad mientras yo me ponía a lanzar cojines por los aires.

—Bradley, ¿qué andas buscando?

—Frasco. Píldoras para dormir. Para ver de qué clase.

Arnold estaba telefoneando.

Francis gritó algo. Corrí hacia el dormitorio. Rachel estaba secando el suelo. El olor era asqueroso. Priscilla estaba sentada en el borde de la cama, llorando. Tenía las enaguas con margaritas rosa arremangadas por la cintura, las bragas de seda, demasiado apretadas, se le clavaban en los muslos, haciendo resaltar la carne moteada.

Francis, hablando atropelladamente, excitado, dijo:

—Ha vomitado… realmente, yo no… eso le hará bien… aunque un lavado de estómago…

Julian, asomando una mano por la puerta pero sin entrar, preguntó:

—¿Es esto?

Francis tomó el frasco y dijo:

—Ah, se trata de esto… Esto no es…

—¡La ambulancia está en camino! —gritó Arnold.

—Esto no puede hacerle mucho daño. Tendría que tomar mucha cantidad. Lo que pasa es que hace vomitar, por eso…

—Priscilla, deja de llorar. Te pondrás bien.

—¡Dejadme en paz!

—Mantenedla bien abrigada —dijo Francis.

—Dejadme en paz. Os odio a todos.

—No es ella misma —dije.

—Que se acueste, bien arropada —dijo Francis.

—Haré un poco de té —dijo Rachel.

Salieron y cerraron la puerta. Intenté de nuevo estirar la ropa de cama, pero Priscilla estaba sentada encima.

Se levantó de un salto, retiró las mantas con violencia y se dejó caer en la cama. Luego, furiosa, se tapó y escondió la cabeza. La oí murmurar:

—Oh, qué vergüenza, qué vergüenza… Exhibiéndome ante toda esta gente… Quiero morir, quiero morir… —Se puso a sollozar.

Me senté junto a ella y miré mi reloj. Eran más de las doce. A nadie se le había ocurrido descorrer las cortinas y la habitación seguía en penumbra. Había un olor espantoso. Di unas palmaditas sobre las mantas que se agitaban. Sólo parte de su cabello era visible, con una sucia línea gris en las raíces de color dorado. Tenía el pelo seco y áspero, más bien parecía fibra sintética que cabello humano. Experimenté repugnancia, una sensación de lástima impotente y unos acuciantes deseos de vomitar. Me quedé un largo rato sentado junto a ella, dándole palmaditas con el gesto torpe e ineficaz de una criatura tratando de acariciar a un animal. No sabía qué formas tocaba. Pensé en retirar las mantas y tomarle la mano, pero cuando traté de tirar de ellas, Priscilla se acurrucó más y hasta su cabello desapareció de la vista.

—¡Ha llegado la ambulancia! —gritó Rachel.

—¿Podrías hacerte cargo tú? —le pregunté a Francis.

Salí al vestíbulo, pasé ante Francis, que estaba hablando con los hombres de la ambulancia, y entré en la salita.

Julian, parecida a una de mis piezas de porcelana, había regresado a su lugar junto a la vitrina, y Rachel yacía repantigada en un sillón, sonriendo curiosamente. Preguntó:

—¿Se ha calmado?

—Sí.

—Bradley, quisiera comprarte esto —dijo Julian.

—¿El qué?

—Esta cosita. ¿Puedo comprártela? ¿Me la vendes?

—Julian, no seas pesada —dijo Rachel.

Julian sostenía en la mano uno de los pequeños bronces chinos, una pieza que yo conservaba desde hacía muchos años; un búfalo acuático con la cabeza inclinada y un pescuezo exquisitamente arrugado, portando sobre su lomo a una aristocrática dama de delicada belleza, con un vestido de múltiples pliegues y un complicado peinado.

—Me preguntaba si…

Rachel dijo:

—Julian, no puedes andar por ahí pidiendo a la gente que te venda sus cosas.

—Quédatelo, quédatelo —dije.

—Bradley, no debes permitirle…

—No, yo te lo compraré…

—¡Cómo voy a vendértelo! ¡Quédate con él! —Me senté—. ¿Dónde está Arnold?

—¡Muchas gracias! ¡Pero si aquí hay una carta dirigida a papá y otra a mí! ¿Puedo cogerlas?

—Sí, sí, ¿dónde está Arnold?

—Se ha ido al pub —dijo Rachel, con una sonrisa más amplia.

—A ella le pareció que no era el momento más oportuno —dijo Julian.

—¿A quién se lo pareció?

—Arnold se ha ido al pub con Christian.

—¿Con Christian?

—Ha llegado tu exmujer —dijo Rachel, sonriendo—. Arnold le explicó que tu hermana acababa de intentar suicidarse. Tu exmujer creyó que no era momento para un encuentro. Se retiró de la escena y Arnold la acompañó. No sé exactamente adonde. «Al pub», fueron sus palabras.

Salí corriendo de la habitación. Unos hombres entraban portando una camilla.

Salí corriendo de la casa.

Tal vez al llegar a este punto de la historia, querido amigo, se me permita hacer una pausa para hablarte directamente. Desde luego que todo lo que aquí escribo, y quizá, un poco inconscientemente, toda mi obra, ha sido una comunicación dirigida a ti. Pero este hablarte directamente es como un alivio, mitiga cierta tensión del corazón y de la mente. Hay en ello un elemento de confesión. Es un consuelo hacerme atrás, aunque sea para admitir el fracaso, y admitirlo en un contexto en que tal admisión no tiene elemento alguno de falsedad. Cuando el creyente, hombre afortunado, le ruega a Dios que perdone no sólo los pecados que recuerda, sino asimismo los pecados que no puede recordar y, lo que es más conmovedor, los pecados que ni siquiera puede reconocer como tales, tan ofuscado está, la sensación de liberación y el consiguiente sosiego debe de ser inmenso. Así, al escribir para ti, y al ofrecerte ahora este escrito, mi penetrante crítico, siento un sosiego, una sensación de haber hecho todo cuanto estaba en mi mano, y la aceptación de tu percepción de la fragilidad de mi logro. Hay momentos, lo sé, en que debo de parecerte una especie de monomaniaco, un hombre pletórico de ilusiones de grandeza. Quizá todo artista deba ser un monomaniaco, alguien que se cree Dios. Cualquier artista debe experimentar a veces un placer intenso en su obra, un sentido de su radiante mérito, la visión de que ésta se distinguirá. No se trata aquí de comparaciones en un sentido corriente. La mayoría de los artistas apenas prestan atención a sus contemporáneos. Quienes los alientan pertenecen al pasado. Sólo los vulgares se sienten angustiados cuando escuchan alabanzas dirigidas a otros. El sentimiento que se tiene de la propia excelencia carece de envidia, es impreciso, posiblemente saludable, tal vez esencial. Igualmente importante es el de la humildad, esa sensación de inevitable limitación que también el artista debe sentir cuando ve, gigantesca tras su propio y mezquino esfuerzo, la esplendorosa sombra de la anhelada perfección.

No es mi propósito acompañar este libro de un comentario sobre él de idéntica extensión. La «historia» no se mantendrá nunca en suspenso mucho tiempo. El privilegio de dirigirme a ti directamente constituye la satisfacción de un deseo que, en sí, es uno de los temas del libro. En nuestras dilatadas discusiones acerca de la forma que esta obra debía asumir, tú confirmaste la legitimidad de esta astucia, aunque lo que así brota del corazón acaso merezca un apelativo más cálido, esta licencia, digámoslo así, de un irreprimible lirismo, una expresión involuntaria de amor. Mi libro versa sobre el arte. También es, a su modesta manera, una obra de arte, un «objeto de arte», como dice la jerga; y quizá le esté permitido, de vez en cuando, echarse a sí mismo una ojeada. El arte (como indiqué a la joven Julian) es decir la verdad, y el único método disponible para decir ciertas verdades. Con todo, cuán difícil es, casi imposible, impedir que las maravillas del mismo instrumento entorpezcan la labor a la que está dedicado. Los hay que sólo elogiarán una absoluta sencillez, y para quienes el murmullo del pájaro cantor de lo presuntamente primitivo es la medida de todo, como si la verdad cesara de serlo cuando no es balbuceada. Y existe, por supuesto, una simplicidad divinamente astuta en las obras de aquellos que apenas me atrevo a nombrar, dado que se hallan tan cerca de los dioses. (A los dioses no se les nombra). Pero aunque se puede aspirar a la simplificación, no siempre es posible evitar cuando menos una elegante complejidad. Y entonces nos preguntamos: ¿cómo puede esto ser también «verdad»? ¿Es lo real parecido a esto, es esto? Naturalmente, como tantas veces has apuntado, siempre podemos procurar alcanzar la verdad a través de la ironía. (Un ángel podría hacer de esto una precisa definición de los límites de la comprensión humana). Prácticamente toda descripción de nuestros actos resulta cómica. Somos infinitamente cómicos para los demás. Hasta la persona más adorada y amada le resulta cómica a su amante. La novela es una forma cómica. El lenguaje es una forma cómica, y elabora bromas durante su sueño. Dios, si existiera, se reiría de su creación. Sin embargo, también sucede que la vida es horrible, sin sentido metafísico, destrozada por el azar, el dolor y la cercana perspectiva de la muerte. De ello nace la ironía, nuestro necesario y peligroso instrumento.

La ironía es una forma de «tacto» (qué palabra tan ingeniosa). Es nuestro ponderado sentido de la proporción en la elección de formas para la encarnación de la belleza. La belleza está presente cuando la verdad ha descubierto una forma idónea. Es imposible, finalmente, separar estas ideas. Hay puntos, sin embargo, en los que, mediante una especie de momentánea artificialidad, podemos ofrecer un diagnóstico. Una vez más, lo cual divierte a los dialécticos, se trata de lo mismo. ¿Cómo se puede describir a otro ser humano «con justicia»? ¿Cómo se puede describir a sí mismo? ¡Con qué aire de falsa y tímida humildad, con qué supuesta y confiada simplicidad nos lanzamos a ello! «Yo soy un puritano», etcétera. ¡Bah! ¿Cómo pueden estas afirmaciones no ser falsas? Incluso lo de «soy alto» tiene un contexto. Cómo deben de reír y suspirar los ángeles. Con todo, ¿qué se puede hacer sino tratar de alojar la visión que se tiene de sí mismo dentro de esa sustancia de múltiples capas que es la sensibilidad irónica, la cual, de ser yo un personaje de ficción, sería mucho más profunda y densa? ¡Qué parcial esta imagen de Arnold, qué superficial esta descripción de Priscilla! Las emociones nublan la vista, y, lejos de aislar el pormenor, arrastran consigo la generalidad e incluso la teoría. Cuando escribo sobre Arnold, mi pluma tiembla de resentimiento, amor, arrepentimiento y miedo. Es como si erigiera contra él una barrera compuesta de palabras, como si me ocultara tras una montaña de palabras. Nosotros nos defendemos por medio de descripciones y domamos al mundo a través de generalizaciones. ¿A qué le tiene miedo? Ésta suele ser la clave de la mente del artista. El arte a menudo es una barrera. (¿Será también cierto para el arte más grande?, me pregunto). Así, el arte se convierte no en una comunicación, sino en una mistificación. Cuando pienso en mi hermana siento compasión, enojo, remordimientos, disgusto, y es a la «luz» de tales sentimientos como la presento, mutilada y disminuida por mi propia percepción. ¿Cómo puedo corregir estos defectos, querido amigo y camarada? Priscilla era una mujer valerosa. Soportó su desdicha con estoicismo, con dignidad. Se pasaba las mañanas a solas, haciéndose la manicura mientras las lágrimas brotaban de sus ojos por su vida malgastada.

Mi madre fue muy importante para mí. Yo la quería, aunque siempre con una especie de angustia. A la desgracia y a la muerte las temía hasta un extremo que me parece insólito en un niño. Más tarde advertí con profundo pesar la inevitable falta de comprensión que existía entre nuestros padres. No podían «verse» en absoluto. Mi padre, con el que cada vez me identificaba más, era nervioso, tímido, recto, convencional y totalmente desprovisto de las formas más burdas de la vanidad. Evitaba irritar a mi madre, pero censuraba abiertamente su «mundanidad» y aborrecía la «escena social» en la que tanto ella como Priscilla trataban continuamente de introducirse. Su desagrado de esta «escena» se mezclaba también con un simple sentimiento de insuficiencia. Temía cometer un error poco digno, revelador de su falta de formación, tal como la mala pronunciación del nombre de algún personaje conocido. Yo compartía, a medida que iba creciendo, el reproche y la angustia de mi padre. Quizá uno de los motivos por el que yo anhelara tan apasionadamente procurarme una educación fuera lo infeliz que hacía sentir a mi padre el carecer de ella. Por mi madre experimentaba dolor y vergüenza; esto no disminuía mi amor sino que lo definía. Sentía un temor mortal de que alguien la considerara ridícula o patética, una esnob derrotada. Y más tarde, después de su muerte, transferí a Priscilla muchos de estos sentimientos.

Claro está que a Priscilla nunca la quise como había querido a mi madre. Pero me sentía identificado con ella y vulnerable a través de ella. Con frecuencia me sentía avergonzado de ella. Priscilia pudo, en efecto, hacer un matrimonio peor que el que hizo. Como he dicho, Roger no me caía bien. Jamás pude, entre otras cosas, perdonarle por humillar a mi padre durante la época de la «operación» practicada a Priscilla. Sin embargo, con el paso de los años, se dio una especie de normalidad bastante sólida respecto a la casita de Bristol, con su costoso material de cocina, su horrible cubertería moderna y el «bar» de imitación en un rincón de la sala de estar. Hasta las más necias vanidades del mundo moderno pueden entrañar cierta inocencia, una especie de anclaje, de estabilidad. Son pobres sustitutos del arte, del pensamiento y la santidad, pero sustitutos al fin, y quizá pueda recaer sobre ellos una luz. El sentirse orgullosa de su casa pudo haber contribuido, a veces, a la salvación de mi hermana, así como a la salvación de muchas mujeres.

Sin embargo, el orgullo y el «valor estoico» no estaban ya a la orden del día. Priscilla, con quien estaba conversando, me había convencido más o menos de que estaba resuelta a dejar a su marido y que, de hecho, lo había dejado. Su disgusto ante esta catástrofe adoptó una forma obsesiva. «¿Por qué habré sido tan estúpida de dejarme las joyas?», repetía sin cesar.

Era al día siguiente de su hazaña con los somníferos. La ambulancia la había trasladado al hospital, y fue dada de alta aquella misma tarde. La llevaron de nuevo a mi piso y se metió en la cama. Eran cerca de las diez de la mañana y todavía se encontraba en cama, en mi cama. El sol brillaba. La torre de correos resplandecía como una moneda recién acuñada en toda su minuciosidad.

Yo, claro está, no había conseguido dar con Arnold y Christian. Buscar a alguien es, según han observado los psicólogos, algo peculiar desde el punto de vista de la percepción, por cuanto el mundo se organiza de pronto como una base en la que la ausencia de lo que se anda buscando toma cuerpo de una manera espectral. Las conocidas calles en torno a mi casa, que nunca se recuperarían plenamente de este rondar, estaban repletas de no apariciones de la pareja, huyendo, riendo, mofándose, abrumadoramente reales y sin embargo invisibles. Otras parejas las simulaban y las hacían desvanecerse, el ambiente estaba impregnado de ellas. Pero era una chanza demasiado buena, un golpe demasiado bueno, para que Arnold corriera el riesgo de que yo estropeara su perfección. Para entonces se encontraban en otro sitio, no en el Fitzroy, ni en el Marquis, ni en el Wheatsheaf, ni en el Black Horse, sino en otro sitio; y los blancos fantasmas de la pareja flotaban ante mis ojos como pétalos blancos, como blancas partículas de pintura, como los fragmentos de papel que la hierática joven había sembrado por el río de la calzada, imágenes de belleza, crueldad y temor.

Cuando regresé a casa comprobé que estaba vacía y la puerta de mi piso abierta de par en par. Me senté en la salita, en la «silla para conversar», y durante un rato experimenté puro miedo, el pánico en su forma más clásica y terrible. La «broma» de Arnold era demasiado obscenamente buena para no ser tomada como un portento: era la parte visible de un inmenso e invisible horror. Me quedé un rato sentado, jadeando demasiado turbado para tratar siquiera de analizar mi consternación. Entonces empecé a advertir que había algo que no encajaba en la habitación, algo faltaba. Al fin descubrí la ausencia de la dama del búfalo de bronce, una de mis piezas favoritas, y recordé con fastidio que se la había regalado a Julian. ¿Cómo había sucedido? También esto era un portento, el objeto que desaparece y que preludia la evaporación del palacio de Aladino. Poco después, cuando al fin empezaba a preguntarme dónde estaría mi hermana y qué estaría haciendo, Rachel llamó para decir que Priscilla había sido dada de alta y que estaba de camino.

Aquella noche, mientras yacía horriblemente desvelado, decidí que la cuestión de Christian y Arnold era sencilla. Tenía que ser sencilla: o era sencillez o era demencia. Si Arnold «trababa amistad» con Christian, yo dejaría de verle. Pero pese a haber resuelto este problema, no lograba conciliar el sueño. Perseguía incesantemente imágenes en color que, al igual que los compartimentos de una puerta giratoria, me obligaban a dar vueltas para depositarme otra vez en el penoso mundo de la vigilia. Cuando por fin me quedé dormido, era humillado en mis sueños.

—Bueno, ¿por qué te fuiste tan apresuradamente? Si, como tú dices, hacía tiempo que habías decidido dejar a Roger, ¿por qué no te fuiste como es debido, haciendo una maleta y tomando un taxi una mañana que él estuviera en la oficina?

—No creo que nadie deje a su marido de esa forma —dijo Priscilla.

—Así es como las muchachas sensatas dejan a sus maridos.

Sonó el teléfono.

—Hola, Pearson. Habla Hartbourne.

—Ah, hola…

—Me preguntaba si podríamos almorzar juntos el martes.

—Lo siento, no estoy seguro, está aquí mi hermana… Ya te llamaré…

¿El martes? Todo lo que pensaba sobre el futuro se había desmoronado.

A través de la puerta abierta del dormitorio, mientras colgaba el auricular, vi a Priscilla vestida con mi pijama de rayas rojas y blancas, tumbada en una postura deliberadamente incómoda, con los brazos extendidos como un títere, en un llanto sostenido. El horror del mundo visto sin encanto. El rostro desconsolado, lacrimoso de Priscilla aparecía arrugado y envejecido. ¿Había tenido alguna vez parecido con mi madre? Dos líneas severas y profundas descendían desde las comisuras de su boca mientras lloriqueaba. Más allá de los surcos de las lágrimas, el maquillaje, reseco y amarillo, revelaba los dilatados poros de su cutis. No se había lavado desde su llegada.

—Priscilla, basta ya. Trata al menos de ser un poco valiente.

—Ya sé que no estoy atractiva…

—¡Como si eso importara mucho!

—Conque te parece que tengo un aspecto horrible, tú crees…

—¡No! Por favor, Priscilla…

—Roger no podía verme ni en pintura, me lo dijo. Y yo solía llorar delante de él, me sentaba y lloraba durante horas de tan desgraciada como me sentía, allí, delante de él, y él seguía leyendo el periódico tan tranquilo.

—¡Haces que le tenga compasión!

—Y una vez trató de envenenarme, tenía un sabor horrible y él se me quedó mirando, sin probarlo siquiera.

—Eso son tonterías, Priscilla.

—¡Ay!, Bradley, ojalá no hubiésemos matado a aquella criatura…

Ese tema ya lo había tratado a fondo.

—¡Ay!, Bradley, ojalá hubiésemos tenido esa criatura… Pero ¿cómo iba yo a saber que no podríamos tener más…? Esa criatura, esa criatura única, pensar que existió, que clamaba por vivir, y que nosotros la matamos adrede. Todo fue culpa de Roger, él insistió en que nos deshiciéramos de ella, no quería casarse conmigo, nosotros la matamos, a esa criatura tan especial, la única, mi criatura…

—Basta, Priscilla. Ahora tendría veinte años y se estaría drogando, sería la maldición de tu vida. —Yo nunca he deseado tener hijos y me cuesta comprender que los demás puedan sentir ese anhelo.

—Veinte años… un hijo crecido… alguien a quien amar… cuidar… ¡Ay!, Bradley, no sabes lo que he anhelado día y noche ese hijo. Todo habría sido completamente distinto para Roger y para mí. Creo que Roger empezó a odiarme cuando supo que yo no podía tener hijos. En cualquier caso, él tuvo la culpa. Él fue quien se encargó de buscar a ese odioso médico. Qué injusto es todo, qué injusto…

—Claro que es injusto. La vida es injusta. Deja de machacar el tema y procura ser práctica. No puedes quedarte aquí. No puedo mantenerte. De todos modos, me marcho.

—Buscaré un empleo.

—Priscilla, sé realista, ¿quién iba a emplearte?

—No tendré más remedio que hacerlo.

—Eres una mujer de más de cincuenta años, sin preparación y sin oficio. No vas a encontrar trabajo.

—Qué cruel eres…

El teléfono volvió a sonar.

El empalagoso tono halagador del señor Francis Marloe:

—Brad, te ruego que me perdones, pero se me ocurrió hacerte una llamada para preguntar cómo está Priscilla.

—Está bien.

—Me alegro. A propósito, Brad, creo oportuno decirte que el psiquiatra del hospital opina que es mejor no dejarla sola, ya sabes.

—Rachel me lo dijo ayer.

—Y, Brad, escucha, no te enfades, sobre lo de Christian…

Colgué violentamente el auricular.

—¿Sabes? —decía Priscilla cuando volví a entrar en el dormitorio—, mamá habría dejado a papá de haber tenido suficientes medios económicos; me lo dijo cuando agonizaba…

—No quiero saber esas cosas.

—Papá y tú me hicisteis sentir tan avergonzada e inferior; los dos erais muy crueles con mamá y conmigo, mamá era tan desgraciada…

—O vuelves con Roger o llegas con él a un acuerdo financiero. No tengo nada que ver en todo este lío. Debes enfrentarte a la realidad.

—Bradley, por favor, ¿irás a ver a Roger…?

—¡Ni hablar!

—Dios mío, ojalá me hubiera llevado las joyas, significan tanto para mí, estuve ahorrando para comprarlas, y la estola de visón. Y sobre mi tocador hay dos copas de plata y un estuche pequeño de malaquita…

—Priscilla, no seas boba. Esas cosas las puedes recoger más adelante.

—No, no podré. Roger las habrá vendido por despecho. El único consuelo que tenía era comprar esas cosas. Cuando compraba cosas bonitas, eso me infundía ánimos durante un tiempo; ahorraba del dinero para la casa y eso me animaba un poco. Me compré el juego de bisutería fina y un collar de cristal de roca y lapislázuli, bastante caro, y…

—¿Por qué no habrá telefoneado Roger? Debe de saber que estás aquí.

—Es demasiado orgulloso y se siente herido. ¿Sabes?, en cierto modo, Roger me da tanta pena, ha sido tan desgraciado, cuando no me estaba gritando se quedaba mudo, debe de sentirse tan desdichado, realmente destrozado y en cierto modo interiormente roto. A veces he pensado que estaba volviéndose loco. ¿Cómo puede alguien seguir viviendo así, siendo tan cruel y sin que nada le importe un comino? No me dejó que siguiera cocinando para él, ni me dejaba entrar en su habitación, y no hacía nunca la cama y su ropa estaba asquerosa, y apestaba, y a veces ni se afeitaba; pensé que acabaría perdiendo el empleo. Puede que se hubiera quedado sin empleo y no se atreviera a decírmelo. Y ahora todavía debe de ser peor. Yo mantenía la casa un poco arreglada, aunque era difícil, ya que a él eso le tenía sin cuidado. Ahora se ha quedado solo en aquella asquerosa pocilga, sin comer, sin preocuparse de nada…

—Creí que estaba rodeado de mujeres.

—Ah, claro que habrá habido mujeres, pero unas mujeres espantosas, sórdidas, que lo único que querían era sacarle el dinero y emborracharse, como hacía Roger antes de que me casara con él, un mundo tan vacío y materialista… Lo siento mucho por él, se ha creado un infierno a su alrededor y ahora, ahí lo tienes, en medio de todo eso y sufriendo una especie de colapso nervioso y con la casa llena de platos por fregar…

—Bueno, pues ¿por qué no te vas a casa a fregarlos?

—Bradley, te lo suplico, ¿irás a Bristol…?

—A mí me suena como si te murieras por volver con ese hombre…

—Por favor, ¿irás a recoger mis joyas? Te daré la llave.

—Basta ya con tus joyas. Están a salvo. De todos modos, legalmente son tuyas. Una esposa es dueña de sus alhajas.

—La ley no significa nada. No sabes lo que ansío tenerlas, es lo único que me queda, no tengo otra cosa, no tengo nada más en el mundo, siento como si me llamaran… Y los pequeños objetos de adorno, aquel jarrón listado…

—Priscilla, querida, deja ya de desvariar.

—Bradley, te lo ruego, te lo ruego, hazme el favor de ir a Bristol. El no habrá tenido tiempo de venderlas, no se le habrá ocurrido. Además, seguramente piensa que volveré. Todo estará aún en su lugar. Te daré la llave de la casa y podrás entrar cuando él esté en la oficina y recoger esas pocas cosas, te será muy fácil y para mí será un consuelo, entonces haré lo que me digas, me sentiré tan diferente…

En aquel momento sonó el timbre de la entrada. Me puse en pie. Me sentía estúpidamente disgustado. Hice como un gesto de acariciar a Priscilla y salí de la habitación, cerrando a mis espaldas. Me encaminé hacia la puerta principal y la abrí.

En el umbral estaba Arnold Baffin. Nos dirigimos al salón, con ligereza, como bailarines.

El semblante de Arnold, con cualquier tipo de emoción, tendía a hacerse uniformemente sonrosado, como si una luz rosa se proyectara sobre él. Así aparecía en esos momentos, con el rostro encendido, sus pálidos ojos tras las gafas expresando una especie de nerviosa solicitud. Me dio unas palmadas en el hombro, o más bien lo rozó, con el rápido ademán de alguien jugando a «correr y parar».

—¿Cómo está Priscilla?

—Mucho mejor. Rachel y tú habéis sido muy amables.

—Ha sido Rachel. Bradley, no estarás enfadado conmigo, ¿verdad…?

—¿Por qué iba a estar enfadado?

—Ya sabes… ¿Te dijeron… que me marché con Christian?

—No quiero saber nada de la señora Evandale —repuse.

—Ya veo que estás enojado. ¡Señor!

—¡No estoy enfadado! Es que no… quiero… saber…

—No fue una cosa deliberada, sucedió, simplemente.

—¡De acuerdo! ¡Asunto zanjado!

—Pero es que no puedo fingir que no sucedió. Bradley, debo hablarte de ello… para que dejes de culparme… No soy un idiota… al fin y al cabo, soy novelista, ¡maldita sea…! Sé lo complicado…

—No veo que el ser novelista tenga nada que ver en ello ni por qué has de sacar eso a colación…

—Sólo quiero decir que comprendo cómo te sientes…

—No lo creo. Ya veo que estás entusiasmado. Debió de resultarte muy divertido ser el comité de recepción de mi exesposa. Es natural que quieras hablar de ello. Te pido que no lo hagas.

—Pero, Bradley, es que ella es un fenómeno.

—Los fenómenos no me interesan.

—Pero, Bradley, tienes que sentir curiosidad, por fuerza. Yo en tu lugar estaría muerto de curiosidad. Eso es amor propio, me imagino, y…

—No se trata de amor propio. Yo la dejé a ella.

—En fin, resentimiento o algo parecido. Ya sé que el tiempo no lo cura todo. Qué idea tan absurda. Pero, Dios mío, yo estaría muerto de curiosidad. Querría saber en qué se ha convertido, cómo es. Claro que ahora parece una típica estadounidense…

—¡No quiero saberlo!

—Nunca, nunca me diste la menor idea referente a ella. Oírte hablar…

—Arnold, puesto que eres un novelista tan inteligente y sabes tanto de psicología humana, te ruego que comprendas que este terreno es peligroso. Si quieres poner en peligro nuestra amistad, adelante. No puedo prohibirte que te trates con la señora Evandale. Pero a mí no me la menciones. Eso podría ser el fin de nuestra amistad, y lo digo en serio.

—Nuestra amistad es una planta muy resistente, Bradley. Mira, me niego a fingir que esto no ha pasado, y no creo que debas hacerlo. Ya sé que unas personas pueden ser un castigo para otras…

—Precisamente.

—Pero a veces, si te enfrentas a algo, se hace soportable. Deberías enfrentarte a esto; de todos modos no tendrás más remedio que hacerlo, ella está aquí, resuelta a verte. Está sumamente interesada, no podrás evitarla. Además, es una persona muy agradable…

—Creo que eso es lo más estúpido que te he oído decir nunca.

—Está bien, te comprendo. Pero ya que todavía te muestras tan susceptible respecto a ella…

—¡No es cierto!

—Bradley, sé sincero.

—¿Quieres dejar de atormentarme…? Debí suponer que te presentarías aquí con ese aire de triunfo…

—No siento que haya triunfado. ¿Dónde está el triunfo?

—La has conocido, habéis hablado de mí, te parece «una persona muy agradable…».

—Bradley, no grites. Yo…

El teléfono volvió a sonar.

Fui y descolgué el auricular.

—¡Brad! Pero ¿eres tú? ¡Adivina quién soy!

Colgué de nuevo, depositando el auricular cuidadosamente en su sitio.

Regresé a la sala y me senté.

—Era ella.

—Te has quedado completamente blanco. No irás a desmayarte, ¿eh? ¿Te traigo algo? Te ruego que me perdones por hablar como un estúpido. ¿Está todavía al aparato?

—No. Yo… he colgado…

El teléfono sonó otra vez. No me moví.

—Bradley, deja que hable con ella.

—No.

Llegué al teléfono justo cuando Arnold había descolgado el auricular. Se lo arrebaté y volví a dejarlo en su sitio.

—Bradley, ¿no lo entiendes? Tienes que afrontarlo, no puedes eludirlo, es imposible. Se presentará en un taxi.

El teléfono volvió a sonar. Descolgué el auricular y lo mantuve a cierta distancia. La voz de Christian, pese al acento estadounidense, era reconocible. Los años se evaporaron.

—Brad, escucha, por favor. Estoy en el piso, ya sabes, donde vivíamos antes. ¿No quieres venir? Tengo un poco de whisky. Brad, por favor, no cuelgues, no seas malo. Ven a verme. Tengo unas ganas inmensas de verte. Estaré aquí todo el día, hasta las cinco.

Colgué el auricular.

—Quiere que vaya a verla.

—Debes hacerlo, debes hacerlo, ¡es tu destino!

—No pienso ir.

El teléfono sonó otra vez. Descolgué el auricular y lo dejé sobre la mesa. Su murmullo era remoto. Priscilla me llamaba con voz aguda:

—¡Bradley!

—No toques eso —le dije a Arnold, señalando el teléfono.

Entré a ver a Priscilla.

—¿Es Arnold Baffin el que está ahí fuera? —Estaba sentada en el borde de la cama. Vi con asombro que se había puesto su blusa y su falda y que se estaba untando una porquería entre amarillenta y rosada en la nariz.

—Sí.

—Saldré a verle. Quiero darle las gracias.

—Como quieras. Mira, Priscilla, voy a ausentarme durante una o dos horas. ¿Estarás bien? Volveré a la hora de comer, quizá un poco tarde. Le pediré a Arnold que se quede contigo.

—¿Volverás pronto?

—Sí, sí.

Regresé apresuradamente y le pedí a Arnold:

—¿Podrías quedarte con Priscilla? El médico dice que no debe quedarse sola.

Arnold parecía disgustado.

—Supongo que sí. ¿Hay algo de beber? En realidad he venido para hablarte de Rachel y de esa extraña carta que me has escrito. ¿Adónde vas?

—A ver a Christian.

El matrimonio es una curiosa institución, como ya he observado. No alcanzo a comprender cómo puede ser así. A mi entender, las personas que alardean de un matrimonio feliz son por lo general personas que se engañan a sí mismas, cuando no unas auténticas embusteras. El alma humana no está estructurada para una proximidad continua, y la consecuencia de esta forzada vecindad suele ser una espantosa soledad que las reglas del juego prohíben mitigar. Nada hay que iguale la inútil soledad de quienes están juntos en la jaula. Los que se encuentran fuera pueden, según les plazca, satisfacer su necesidad de compañía mediante incursiones más o menos organizadas en busca de otros seres humanos. Pero la unidad de dos personas apenas puede comunicarse con otros, y será afortunada si, con el paso de los años, puede comunicarse dentro de sí misma. ¿O es ésta una amargada y envidiosa opinión de marido fracasado? Me refiero, claro está, a matrimonios corrientes que son «afortunados». Cuando la unidad de dos es una máquina de odio recíproco, se convierte en un infierno en su forma más pura. Dejé a Christian antes de que nuestro infierno estuviera totalmente perfeccionado. Vi con toda claridad lo que iba a ser.

Por supuesto que estaba «enamorado» de Christian al casarme con ella, y me creía afortunado de poseerla. Era una mujer vistosa y bonita. Sus padres eran comerciantes. Tenía incluso un poco de dinero propio. Mi madre se sintió impresionada, algo intimidada; Priscilla también. Más adelante, cuando creí conocer mejor el «amor», llegué a la conclusión de que mi sentimiento hacia Christian era «sólo» una abrumadora atracción sexual, con un curioso elemento de obsesión añadido. Era como si yo hubiera conocido a Christian como mujer real en una encarnación anterior, y ahora estuviera viviendo, quizá como castigo, un predestinado y pervertido patrón espiritual. (Sospecho que habrá muchas parejas así). O como si ella hubiera muerto tiempo atrás y hubiese vuelto a mí como amante demoníaca. Los amantes demoníacos son siempre implacables, por amables que hayan sido en vida. Y a veces me parecía «recordar» la amabilidad de Christian, aunque ahora todo fuese malevolencia e influencia demoníaca. No es que habitualmente fuera cruel, aunque en ocasiones lo era. Era devastadora, siempre clavando el aguijón, siempre minando, humillando y desvalorizando, sencillamente por instinto. Y yo estaba unido a su mente cual un hermano siamés. Ibamos dando tumbos juntos, unidos por la cabeza.

Tras jurar que no la vería, el motivo por el que cambié de parecer y corrí a verla, era sencillamente que de pronto comprendí que viviría atormentado hasta no haberla visto y haberme asegurado de que ella ya no tenía poder alguno sobre mí. Bruja puede que lo fuera, pero ciertamente ya no para mí. Y esto, claro está, se había vuelto mucho más necesario desde que Arnold, por un malhadado azar, había hecho «buenas migas» con ella. Creo que su descripción que la calificaba de «una persona muy agradable» me produjo una especie de efecto cósmico. ¿De modo que se había evadido de mi mente y andaba por ahí? Arnold la había visto con ojos inocentes. ¿Por qué me amenazaría eso de modo tan terrible? Al ir a verla por mí mismo, yo podría «diluir» el poder de que ella y Arnold se hubieran conocido. Pero todo esto no lo pensé enseguida. Actuaba por instinto.

La callecita de Notting Hill donde habíamos vivido en nuestro último tiempo de vida en común se había vuelto mucho más lujosa desde aquel entonces. Yo, naturalmente, siempre la había evitado. Mientras me apresuraba por la acera, vi que las casas estaban pintadas y resplandecientes, azules, amarillas, rosa palo; que las puertas lucían elegantes aldabas, las ventanas decoraciones en hierro forjado, falsos postigos, alféizares. Había despedido al taxi en la esquina, puesto que no quería que Christian me viera antes que yo a ella.

El súbito recrudecimiento del pasado remoto marea aunque no implique cosas desagradables. Parecía no haber oxígeno en la calle. Corrí, corrí. Ella me abrió la puerta.

Creo que no la habría reconocido enseguida. Parecía más esbelta y más alta. Había sido una mujer llenita, sensual, dada a los perifollos. Ahora aparecía más austera, desde luego mayor, también más elegante, llevaba un sencillo vestido de mezclilla castaño claro con una cadena a guisa de cinturón. Su cabello, que solía llevar rizado, era liso, espeso, más bien largo, ligeramente ondulado, y teñido, supongo, de un castaño rojizo. Su rostro estaba más huesudo, un poco arrugado, un levísimo efecto de manzana marchita, no desagradable. Los rasgados y húmedos ojos pardos no habían envejecido ni habían perdido fulgor. Daba una impresión de competente y distinguida, como una directora de firma de cosméticos internacional.

Es difícil describir la expresión de su cara al abrirme la puerta. Estaba sobre todo nerviosa, casi hasta la risa tonta, aunque trataba de aparentar serenidad. Creo que debió de verme por la ventana. Al pasar el umbral se rió, en un sofocado eructo de alegría, y exclamó algo, quizá «¡Jesús!». Yo sentía mi rostro torcido y aplastado, como cubierto por una media de nailon. Pasamos al salón que, por fortuna, estaba oscuro. Parecía tener el mismo aire de siempre. Las grandes emociones, igual que cortinas de gasa, hacían que el lugar pareciera falto de aliento, quizá incluso lo hacía más oscuro. En momentos así no pueden calificarse (¿odio?, ¿temor?); sólo más tarde se puede tomar distancia y darles nombre. Por un instante todo quedó en suspenso. Luego ella se me acercó. Yo creí, con razón o sin ella, que iba a tocarme, y retrocedí hasta la ventana, colocándome detrás de un sillón. Ella rió, emitiendo un loco lamento, como un pájaro. Vi su cara de risa desenfrenada como una grotesca máscara antigua. Ahora parecía vieja.

Se había vuelto de espaldas y hurgaba en un armario.

—¡Jesús!, qué risa tan tonta. Toma una copa, Bradley. ¿Escocés? Creo que ambos necesitamos tomar algo. Espero que seas amable conmigo. Me escribiste una carta horrible.

—¿Una carta?

—En tu salón había una carta dirigida a mí. Arnold me la dio. Aquí tienes, tómatelo y deja de temblar.

—No, gracias.

—¡Dios!, yo también estoy temblando. Menos mal que llamó Arnold para decir que estabas en camino. De otro modo, quizá me hubiera desmayado. Qué, ¿nos alegramos de vernos?

La voz era ligera y persistentemente estadounidense. Ahora que podía verla con más claridad entre los oscuros y confusos marrones y azules de la estancia, me di cuenta de lo guapa que se había puesto. La antigua e irritante vitalidad había quedado configurada por una madura elegancia en un aire de autoridad. ¿Cómo era posible que una mujer sin cultura hubiera conseguido esto en una pequeña población en el Medio Oeste de Estados Unidos?

La estancia era prácticamente la misma. Representaba y evocaba un yo muy anterior, un gusto más joven y por formarse: piezas de mimbre, cojines de lana bordados, borrosas litografías, alfarería hecha a mano con vidriados púrpuras, cortinas de lino tejido a mano con motas malva, estera de paja en el suelo. Un lugar apacible, bastante insípido. Esta habitación la había creado yo hacía muchos, muchísimos años. En ella había llorado, había gritado.

—Cálmate, Brad. Estás visitando a una vieja amiga, ¿no? Estabas muy alterado en tu carta. No hay por qué alterarse. ¿Cómo está Priscilla?

—Bien.

—¿Vive aún tu madre?

—No.

—Descansa, hombre. Había olvidado lo larguirucho que eres. Puede que estés un poco más delgado. Tienes el pelo algo más escaso, pero no está gris, ¿verdad?, no lo veo bien. Siempre te pareciste un poco a don Quijote. No tienes mal aspecto. Creí que iba a verte envejecido, calvo y chocheando. ¿Cómo me encuentras? Jesús, cuánto tiempo, ¿no?

—Sí.

—Bebe, haz el favor, eso te soltará la lengua. ¿Sabes una cosa?, me alegro de verte. En el barco sentí deseos de que nos encontráramos. Pero supongo que ahora me alegra todo lo que veo, es como si disfrutara con el mundo entero, todo es brillante y hermoso. ¿Sabes que he seguido un curso de budismo zen? Supongo que debo de estar como iluminada. ¡Todo me parece tan glorioso…! Creí que el pobre Evans no iba a llegar nunca a la escena final, rezaba a diario para que el pobre hombre muriera, era un hombre enfermo. Ahora me despierto cada mañana recordando que es de verdad, y vuelvo a cerrar los ojos y me parece estar en el paraíso. No es que sea una postura muy piadosa, pero así es la naturaleza, y a mi edad puedo al menos ser sincera. ¿Te escandalizo, te parezco horrible? Sí, creo que me alegro de verte, me parece divertido. ¡Dios!, sólo me apetece reír y reír… ¿Verdad que es raro?

Ese estilo tosco era nuevo, de origen transatlántico, supuse, aunque había imaginado que su vida allí habría sido muy elegante. La manera en que se servía de su cuerpo y de sus ojos no era nueva, aunque sí más consciente, como asumida por la divertida e irónica persona de una mujer mucho mayor y más distinguida. La mujer de cierta edad coquetea con una conciencia autocontrolada que puede hacer que sus ataques sean mortales, mucho más que los ciegos arrebatos de las jóvenes. Y he aquí a una mujer para quien ser consciente significaba coquetear. Su «ataque» ahora era difícil de describir, tan generalizado estaba a través de todo su ser, pero había una constante emanación de tensión generada por un movimiento levemente oscilante, el ángulo de la cabeza, el nervioso ir y venir de la mirada, el temblor de la boca. La expresión de «comérseme con los ojos» resultaría demasiado cruda para indicar esas insinuaciones. El efecto era como el de contemplar a un atleta o a un bailarín cuya calidad es evidente aun en un aparente reposo total. Había una invitación que también era burla, incluso una brillante burla de sí misma, reflejada en sus actitudes. De joven su coquetería había sido pueril, bobalicona, involuntaria. Eso había desaparecido.

Ella había aprendido a dominar su instrumento. Quizá se debiera a todo ese budismo zen.

Al observarla experimenté aquel viejo temor de un malentendido que equivalía a una invasión, a un apoderarse de mis pensamientos. Traté de mirarla fijamente y mostrarme frío, hallar un controlado tono de voz que resultara duro y sosegado. Dije:

—He venido a verte sencillamente porque supuse que me atosigarías hasta que lo hiciera. Lo que dije en mi carta iba en serio. No era fruto de un estado «alterado», era una afirmación. No deseo y no toleraré una reanudación de nuestras relaciones. Y ahora que has satisfecho tu curiosidad mirándome y te has divertido, comprende, por favor, que no quiero saber más de ti. Lo digo por si te pareciera «gracioso» fastidiarme. Te agradeceré que te mantengas alejada de mí, y también alejada de mis amigos.

—Vamos, vamos, Brad, no eres dueño de tus amigos. ¿Ya estás celoso?

La pulla hizo retornar el pasado, su hábil determinación de retener todas las ventajas, de tener siempre la última palabra. Sentí que me sonrojaba de ira y de disgusto. No debía ponerme a discutir con esa mujer. Resolví repetir tranquilamente mi afirmación y luego irme.

—Haz el favor de dejarme en paz. Ni me agradas ni quiero verte. ¿Por qué iba a querer verte? Me disgusta que hayas vuelto a Londres. Ten la bondad de dejarme completamente en paz de ahora en adelante.

—Yo también estoy angustiada, ¿sabes? Me encuentro conmovida y emocionada. Allí en Estados Unidos pensé mucho en ti, Brad. Cómo enredamos las cosas, ¿verdad? Estábamos tan en contacto el uno con el otro que, en cierto aspecto, eso parecía estropear el mundo. Hablé con mi «gurú» sobre ti. Pensé en escribirte…

—Adiós.

—No te vayas, Brad, por favor. Hay tantas cosas de las que quiero hablar contigo, no solamente de los viejos tiempos, sino de la vida en general, ya sabes. Eres mi único amigo en Londres, estoy totalmente desconectada. ¿Sabes?, he comprado el piso superior, ahora soy dueña de todo este inmueble. A Evans le pareció una buena inversión. Pobre Evans, que Dios lo tenga en su gloria, era el típico pelmazo estadounidense, aunque sabía mucho de negocios. Me entretuve cultivándome, si no lo hago me muero de aburrimiento. ¿Recuerdas cómo soñábamos con comprar el piso de arriba? La semana próxima vendrán los constructores. Se me ha ocurrido que podrías ayudarme a decidir algunos detalles. No te vayas, Bradley, háblame de tu vida. ¿Cuántos libros has publicado?

—Tres.

—¿Sólo tres? Caramba, pensé que ya serías todo un autor.

—Es que soy todo un autor.

—Una vez vino a nuestra Sociedad de Escritoras un tipo de Inglaterra, le pregunté por ti, pero no le sonaba tu nombre. He escrito algunas cosas, unos relatos breves. No estarás todavía en aquel rollo de Hacienda, ¿verdad?

—Acabo de retirarme.

—Aún no has cumplido los sesenta y cinco, ¿no es así, Brad? He perdido la memoria. ¿Cuántos años tienes?

—Cincuenta y ocho. Me retiré para poder escribir.

—Detesto pensar en mi edad. Debiste dejarlo hace años. Has dedicado toda tu vida a esa oficina de Hacienda, ¿no? Debiste haber sido un caballero andante, un auténtico don Quijote, eso te habría proporcionado tus temas. Los pájaros no pueden cantar en una jaula. Gracias a Dios que yo ya he escapado de la mía. Me siento tan feliz que estoy como enloquecida. No he dejado de reírme desde que murió el viejo Evans, pobre hombre. ¿Sabes que pertenecía a la Iglesia de la ciencia cristiana? De todos modos, pidió a gritos un médico cuando enfermó; estaba aterrado. Ellos organizaban plegarias para él y él escondía las medicinas cuando iban a visitarle. Aunque en eso de la ciencia cristiana hay mucho de verdad, creo que hasta yo tengo algo de la ciencia cristiana. ¿Tienes idea de ello?

—No.

—Pobre Evans. Había en él como una especie de bondad, una especie de ternura, pero era tan mortalmente aburrido que casi me mata. Tú, al menos, nunca fuiste aburrido. ¿Sabes que soy una mujer rica, en realidad muy rica, riquísima? Ah, Bradley, ¡qué estupendo es poderte decir eso, qué estupendo! Voy a emprender una nueva vida, Bradley. Voy a escuchar las trompetas sonando en mi vida.

—Adiós.

—Voy a ser feliz y a hacer felices a otros. ¡Vete!

Esta última orden no iba, lo comprendí casi al instante, dirigida a mí, sino a alguien que estaba en la calle, a mis espaldas, junto a la ventana. Me volví a medias y vi a Francis Marloe. Estaba inclinado hacia delante, mirando por los cristales, con las cejas arqueadas y una blanda y sumisa sonrisa pintada en la cara. Cuando al fin nos distinguió, unió las manos como en actitud de oración.

Christian levantó bruscamente la mano en ademán de despido y luego contrajo el rostro, como simulando gruñir. Francis separó las manos airosamente, con las palmas hacia arriba, se inclinó todavía más hacia delante y aplastó la nariz y las mejillas contra el cristal.

—Sube. Rápido.

Subí tras ella la angosta escalera y entramos en el dormitorio delantero. Esta habitación había cambiado. Sobre una alfombra de color rosa fuerte todo era negro y lustroso y moderno. Christian abrió la ventana de par en par. Algo salió volando por ella y aterrizó estrepitosamente en la calle. Me acerqué y vi que se trataba de una bolsa de felpa rayada. De ella salieron una máquina eléctrica de afeitar y un cepillo de dientes. Francis se agachó presuroso para recogerlo, luego se enderezó, conscientemente patético, con sus ojitos muy juntos pestañeando hacia arriba, su boquita fruncida aún en una humilde sonrisa.

—Y tu chocolate con leche. Cuidado. No, se lo daré a Brad. Brad, ¿todavía te gusta el chocolate con leche? ¿Lo ves?, voy a dar a Bradley tu chocolate con leche. —Me arrojó la pastilla. Y la dejé sobre la cama—. No es que sea cruel, pero es que me ha estado atosigando desde que he vuelto, piensa que voy a hacerle de madre y a mantenerle. ¡Dios! Es el típico vago que se acoge a la beneficencia, tal como piensan los norteamericanos que son todos los ingleses. Mírale, ¡qué payaso! Le di dinero, pero lo que él quiere es instalarse aquí a la sopa boba. Aprovechó una ocasión en que yo estaba fuera para colarse por la ventana de la cocina, y al volver me lo encontré en la cama. ¡Vaya! ¡Fíjate quién está aquí!

Abajo apareció otra figura, Arnold Baffin. Estaba hablando con Francis.

—¡Eh, Arnold!

Arnold miró hacia arriba, saludó con la mano y se aproximó a la puerta. Ella corrió escaleras abajo con mucho ruido de tacones y oí abrirse la puerta. Hasta mí llegaron las risotadas.

Francis seguía en pie en el desagüe, sosteniendo su máquina de afeitar eléctrica y su cepillo de dientes. Miró la puerta abierta, luego levantó la vista hacia mí. Extendió los brazos y después los dejó caer en un gesto de fingida desesperación. Arrojé por la ventana la pastilla de chocolate con leche. No esperé a ver cómo la recogía. Bajé las escaleras lentamente. Arnold y Christian estaban en el salón, junto a la puerta, hablando a la vez.

—Has dejado a Priscilla sola —le dije a Arnold.

—Bradley, lo siento —contestó Arnold—. Pero es que Priscilla me atacó.

—¿Que te atacó?

—Le estaba hablando de ti, Christian. Bradley, no le habías dicho que Christian había vuelto, estaba muy disgustada. En fin, el caso es que le hablaba de ti, no pongas esa cara, todo era muy halagador, cuando de repente le dio una especie de ataque y se arrojó sobre mí y me agarró por el cuello…

Christian se echó a reír como una loca.

—Quizá debí tratar de capear el temporal, pero fue tan… en fin, no entraré en detalles poco caballerosos… Me estaba diciendo que lo mejor para ambos sería que yo me largara, cuando apareció Rachel. Ella no sabía que yo estaba allí, iba a verte a ti, Bradley. Así que me largué y la dejé para que se las entendiera con Priscilla. Es que me agarró por el cuello y yo no podía hablarle siquiera… Puede que no fuera muy galante… Lo siento muchísimo, Bradley… ¿Tú qué habrías hecho, me refiero a mutatis mutandis…?

—¡Qué gracioso eres! —dijo Christian—. ¡Pero si estás emocionado! No creo que sucediera como lo explicas. ¿Y qué le decías sobre mí, si apenas me conoces? ¿Verdad, Brad? ¿Sabes una cosa, Brad?, este hombre me hace reír.

—¡Tú también me haces reír! —dijo Arnold.

Ambos se echaron a reír. La histérica excitación que Christian había estado reprimiendo durante toda nuestra entrevista estalló alocadamente. Reía, gemía, parecía que le faltara el aire, apoyada de espaldas en la puerta mientras de sus ojos caían gruesas lágrimas. Arnold reía también, sin freno, las manos colgando a sus costados, la cabeza inclinada hacia atrás, la boca abierta, los ojos cerrados. Oscilaban de un lado a otro. Bramaban.

Pasé ante ellos, crucé el umbral y empecé a caminar apresuradamente calle abajo. Francis Marloe corrió tras de mí.

—¡Eh, Brad! ¿Podría hablar contigo un momento?

No le hice caso y él quedó atrás. Al alcanzar la esquina de la calle, le oí gritar a mi espalda:

—¡Brad! ¡Gracias por el chocolate!

Lo siguiente fue que me encontré en Bristol.

Los infinitos lamentos de Priscilla sobre sus joyas habían por fin vencido mi resistencia. Con gran recelo y cierto disgusto con respecto a mi misión, había accedido a ir a Bristol, entrar en la casa cuando Roger estuviera en el banco y recoger esas anheladas fruslerías. Priscilla había redactado una larga lista de los objetos, incluyendo algunos adornos bastante voluminosos y muchas prendas de ropa, que quería que le rescatara. Yo había reducido la lista sensiblemente. No las tenía todas conmigo en cuanto a la situación legal. Suponía que una esposa que había abandonado el domicilio conyugal podía decirse que era dueña de su ropa. Le había dicho a Priscilla que las joyas eran «suyas», pero ni de esto estaba seguro. Desde luego, no tenía la menor intención de llevarme ningún artículo doméstico de gran tamaño. Sin embargo, me había comprometido a llevarme, aparte de las joyas y la estola de visón, varias cosas más, a saber, un traje de chaqueta, un vestido de noche, tres jerséis de cachemira, dos blusas, dos pares de zapatos, un montón de ropa interior, una urna de porcelana con listas blancas y azules, una estatuilla de mármol de cierta diosa griega, dos copas de plata, un pequeño estuche de malaquita, un costurero florentino decorado, un retrato esmaltado de una dama cogiendo manzanas y una tetera de Wedgwood.

Priscilla se había sentido muy aliviada cuando estuve de acuerdo en ir a recoger esos objetos, a los que ella parecía atribuir un significado casi mágico. Quedó acordado que, después de aquella sustracción, se le pediría formalmente a Roger que empaquetara y enviara el resto de la ropa de Priscilla. Ella imaginaba que él no querría incautarla, una vez que las joyas estuvieran a salvo. No cesaba de repetir que Roger, por despecho, acaso vendiera esas «cosas tan queridas para ella» y, pensándolo bien, yo también lo creía posible. Me había figurado que mi ofrecimiento, verdaderamente amable, teniendo en cuenta las circunstancias, de una operación de rescate, animaría a Priscilla. Pero una vez mitigada esta fuente de ansiedad, ella volvió otra vez a la persistente algarabía de remordimientos y desesperación por la criatura perdida, por su edad, por su aspecto, por la maldad de su marido, por su inútil y destrozada vida. Los remordimientos incontrolados, privados de conciencia o juicio, resultan muy poco atractivos. Me sentí entonces tan avergonzado de mi hermana, que de buena gana la habría mantenido oculta. Sin embargo, alguien debía permanecer con ella, y Rachel, que el día anterior había estado escuchando gran parte de esas quejas, accedió, sumisa aunque sin demasiado entusiasmo, a quedarse con Priscilla durante mi viaje a Bristol, a condición de que yo regresara cuanto antes aquel mismo día.

Sonó el teléfono en la casa solitaria. Eran horas de oficina, por la tarde. Yo me estaba contemplando mi bien rasurado labio superior en el espejo de la cabina telefónica, y pensando en Christian. El contenido de esos pensamientos lo contaré más adelante. Todavía escuchaba aquella risa demoníaca. Unos minutos más tarde, nervioso y molesto y sintiéndome como un ladrón, me encontraba introduciendo la llave en la cerradura y empujando con sigilo la puerta. Llevaba conmigo dos grandes maletas que dejé en el vestíbulo. Había algo inesperado que advertí en cuanto traspasé el umbral, aunque no se me ocurrió de inmediato lo que podía ser. Luego comprendí que era el penetrante y fresco olor a abrillantador para los muebles.

Priscilla había descrito con todo lujo de detalles la desolación de la casa. Hacía semanas que las camas estaban por hacer. Ella había dejado de fregar los platos. La asistenta, naturalmente, se había despedido. Roger experimentaba una salvaje satisfacción en aumentar el desorden y culpar a Priscilla por ello. Roger rompió cosas adrede. Priscilla se negó a recoger los restos. Roger se había encontrado un plato con comida putrefacta. Había cogido el plato y lo había estrellado contra el suelo ante las narices de Priscilla, en el vestíbulo. Allí se habían quedado los pedazos del plato roto y la porquería desparramada por la alfombra. Priscilla había pasado de largo con la mirada ausente. Pero la escena, al entrar yo, era tan distinta, que por un instante creí haberme equivocado de casa. Había un patente aire de limpieza y orden. El blanco artesonado brillaba, la alfombra de Wilton relucía. Había incluso flores, grandes peonías rojas y blancas, en un enorme jarrón de bronce sobre el arca de roble. Habían sacado brillo al arca. También al jarrón.

En la planta superior predominaba la misma extraña limpieza y orden. Las camas estaban hechas con pulcritud de hospital. En ninguna parte se veía una mota de polvo. Un reloj sonaba suavemente. Era un poco sobrecogedor, como el Marie Celeste. Contemplé el césped cuidado y los lirios que florecían en el jardín. El sol resplandecía brillante pero con cierta frialdad, Roger debía de haber recortado la hierba desde la partida de Priscilla. Me dirigí al alargado cajón inferior de la cómoda donde Priscilla me había dicho que guardaba su joyero. Abrí el cajón, pero sólo vi ropas en él. Tras hacer un lío con ellas, me puse a registrar los demás cajones y el baño. Miré en el armario. Ni rastro del joyero ni de la estola de visón. Tampoco veía sobre el tocador las copas de plata o el estuche de malaquita que se suponía estaban allí. Muy disgustado, registré las demás habitaciones. Una de ellas estaba atestada de ropas de Priscilla, diseminadas por la cama, las sillas, el suelo; ofrecía un aspecto brillante, alegre y extraño. Durante mi ronda por la casa vi la urna con listas azules y blancas, que era bastante más grande de lo que insinuara Priscilla, y la cogí. Mientras me hallaba en el rellano, indeciso, sosteniendo la urna, percibí un ruido procedente de la planta baja y una voz dijo:

—Hola, soy yo.

Bajé despacio la escalera. En el vestíbulo estaba Roger. Al verme se le abrió la boca y enarcó las cejas. Tenía un aspecto saludable y distinguido, y vestía una chaqueta de sport muy bien cortada. Llevaba el cabello castaño grisáceo peinado hacia atrás, formando una esmerada cúpula. Dejé la urna sobre el arca, cuidadosamente, junto al jarrón de bronce ocupado por las peonías.

—He venido a recoger las joyas y las pertenencias de mi hermana.

—¿Ha venido Priscilla contigo?

—No.

—No pensará volver, ¿verdad?

—No.

—Gracias a Dios. Sígueme. Tomemos una copa.

La voz de Roger era remilgada y dulzona, bastante potente, una voz pseudouniversitaria, una voz de relaciones públicas, una voz de sinvergüenza acostumbrado a hablar en público. Pasamos al salón. (Una voz de alguien a quien le gusta codearse con gente distinguida). También aquí aparecía todo bien ordenado. Con sus correspondientes flores. El sol resplandecía.

—Quiero las joyas de mi hermana.

—¿No te apetece beber algo? ¿Te importa que lo haga yo?

—Quiero las joyas de mi hermana.

—Lo siento muchísimo, pero creo que no voy a poder dártelas. Resulta que no sé lo que valen, y hasta que no…

—Y su estola de visón.

—Ídem.

—¿Dónde están?

—En otro sitio. Mira, Bradley, no hay necesidad de que nos peleemos, ¿verdad?

—Quiero las joyas, el visón, esa urna que he encontrado arriba y un retrato esmaltado de…

—Dios mío. Pero ¿es que no sabes que Priscilla está desquiciada?

—Si lo está, tú tienes la culpa.

—Por favor. No puedo seguir ayudando a Priscilla. Lo haría si pudiera. Te lo aseguro, ha sido un infierno. A fin de cuentas, ha sido ella quien se ha largado.

—Tú la obligaste.

Sobre la repisa de la chimenea vi la estatuilla de mármol que Priscilla me había pedido que le llevara. Parecía Afrodita. Una angustiosa compasión por mi hermana hizo presa en mí. Ella deseaba rodearse de sus chucherías, puede que la consolaran. No le quedaba gran cosa.

—No es nada divertido vivir con una mujer histérica que va haciéndose mayor. Yo me esforcé. Ella se puso violenta. Y dejó de limpiar, la casa estaba hecha un desastre.

—No quiero hablar contigo. Quiero esas cosas.

—Todo lo de valor está depositado en un banco. Me imaginé que Priscilla pretendería saquear la casa. Puede quedarse con su ropa, pero, por amor de Dios te lo pido, no la incites a que venga ella misma a buscarla. Lo cierto es que me alegraré mucho de que te lleves su ropa. Pero el resto lo considero sub judice.

—Sus joyas le pertenecen.

—No, nada de eso. Las obtuvo escamoteando el dinero para la casa. Yo me maté de hambre para obtenerlas. A mí no me consultó nada, como es de suponer. Pero las considero una inversión, una inversión mía. Y también el condenado visón. Está bien, no te pongas a vociferar, seré justo con Priscilla, le pasaré una renta, pero no estoy de humor para hacerle costosos regalos. Tengo que saber en qué situación me encuentro económicamente. No puede quedarse con todo lo de valor. Ella se fue de manera voluntaria. Tiene que apechugar con las consecuencias.

Sentí una incoherente sensación de humillación e ira.

—Tú la obligaste a marcharse. Dice que trataste de envenenarla…

—Sólo le eché una sobredosis de sal y de mostaza a su guiso. Debió de saberle a rayos. La estuve observando mientras intentaba comérselo. Pequeñas estampas sacadas del infierno. No tienes ni idea. Veo que has traído un par de maletas. Te traeré algunas prendas suyas.

—Sacaste todo el dinero de vuestra cuenta…

—Bueno, el dinero era mío, ¿no? No había otra fuente de ingresos. Ella no cesaba de sacar dinero a mis espaldas para comprarse ropa. Estaba loca por comprarse ropa. Arriba hay un cuarto lleno de prendas suyas por estrenar. Malgastaba mi dinero. Por favor, no vayamos a pelearnos. A fin de cuentas, tú eres hombre, debes hacerte cargo, no vas a ponerte a gritar por esto. Es una mujer loca y frustrada, cruel como un demonio. Ambos queríamos tener un hijo. Me tendió una trampa para que me casara con ella. Sólo me casé con ella porque deseaba tener un hijo.

—¿De qué me estás hablando? Tú insististe en lo del aborto.

—Fue ella quien quiso abortar. Yo no sabía lo que quería. Luego, cuando perdimos el niño, sentí unos remordimientos terribles. Al cabo de un tiempo Priscilla me comunicó que volvía a estar embarazada. Eso fue idea de tu madre. No era verdad. Me casé con ella porque no soportaba la idea de perder un segundo hijo. Y no hubo tal hijo.

—¡Dios mío! —Me acerqué a la repisa de la chimenea y cogí la estatuilla de mármol.

—Haz el favor de dejar eso —dijo Roger—. Esto no es una tienda de antigüedades.

Al volver a colocarlo en su lugar sonaron unos pasos en el vestíbulo y una hermosa joven entró en la habitación. Iba vestida con una chaqueta de loneta malva y unos pantalones blancos, informal y despeinada como una chica a bordo de un yate; su pelo castaño oscuro brillaba. Su rostro resplandecía con algo más sublime e interior que simple sol y buena salud. Parecía tener unos veinte años. Llevaba una bolsa de la compra, que dejó en el umbral.

Mi desconcierto era absoluto. ¿Habría habido, después de todo, una criatura? ¿Sería ella?

Roger se levantó de un salto y corrió hacia ella, su faz relajada y radiante, sus ojos parecían más grandes, más luminosos, más separados. La besó en los labios y la retuvo unos instantes, contemplándola, sonriente y maravillado. Pronunció un breve «¡oh!» de pasmada satisfacción y se volvió hacia mí.

—Esta es Marigold. Es mi amante.

—No te ha llevado mucho tiempo instalar una.

—Cariño, éste es el hermano de Priscilla. Será mejor que se lo digamos, ¿no te parece, amor mío?

—Desde luego, cariño —respondió la muchacha gravemente, echándose hacia atrás el desordenado cabello y apoyándose en Roger—. Debemos contárselo todo. —Tenía un leve acento norteño y ahora veía que tenía más de veinte años.

—Hace años que Marigold y yo estamos juntos. Marigold era mi secretaria. Hemos estado medio viviendo juntos durante muchísimos años. No quisimos que Priscilla se enterara.

—No queríamos herirla —dijo Marigold—. Nosotros llevamos solos esa carga. Era difícil saber qué era lo más conveniente. Fueron unos días terribles.

—Ya ha pasado todo —dijo Roger—. Gracias a Dios que ha pasado.

Estaban cogidos de la mano.

Experimenté odio y horror ante ese inesperado camafeo de felicidad. Sin hacer caso de la muchacha, le dije a Roger:

—Comprendo que vivir con una muchacha que podría ser tu hija debe de ser más divertido que observar los votos del matrimonio con una mujer madura.

—Tengo treinta años —dijo Marigold—. Y Roger y yo nos amamos.

—«En la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad». Tú obligaste a mi hermana a abandonar su hogar justamente cuando más necesitaba de tu ayuda.

—¡No es cierto!

—¡Sí es cierto!

—Marigold está embarazada —dijo Roger.

—¿Cómo puedes decirme eso a mí —repliqué—, con ese aire de perversa satisfacción? ¿Es que debo manifestar alegría de que hayas engendrado a otro bastardo? ¿Tan orgulloso te sientes de ser un adúltero? Os considero a los dos unos malvados, un viejo y una joven, y si supierais qué feo y patético efecto causáis, manoseándoos y haciendo un grosero alarde de lo satisfechos que os sentís por haberos librado de mi hermana… Sois como un par de asesinos…

Se separaron. Marigold tomó asiento, contemplando a su amante con la mirada brillante y perpleja.

—Esto no ha sido deliberado —dijo Roger—. Sucedió, sencillamente. No tenemos la culpa de ser felices. Al menos ahora nos estamos comportando correctamente, hemos dejado de mentir. Queremos que se lo digas a Priscilla, que se lo expliques todo. Dios, qué alivio será. ¿Verdad, cariño?

—Qué penoso ha sido para nosotros mentir, ¿no es verdad, amor mío? —repuso Marigold—. Hemos estado viviendo una mentira durante años.

—Marigold tenía un pisito… yo iba a visitarla a menudo… era una situación lamentable.

—Ahora ya ha pasado todo y… poder decir la verdad, es… lo hemos sentido tanto por la pobre Priscilla…

—Si pudierais veros —dije yo—, si pudierais veros… Y ahora, si tienes la bondad de entregarme las joyas de Priscilla…

—Lo siento —dijo Roger—. Ya me he explicado.

—Ella quería las joyas, el visón, esa estatuilla, esa urna con listas, un retrato esmaltado…

—La estatuilla la compré yo. Se queda aquí. Y da la casualidad de que ese retrato esmaltado me gusta mucho. Esas cosas no son suyas. ¿No comprendes que ahora no podemos ponernos a dividir las cosas? Hay dinero de por medio. Ella se fue y las dejó, ¡pues que espere! Pero puedes llevarte su ropa. En esas maletas que te has traído puedes meter muchas cosas.

—Yo prepararé las maletas, ¿os parece? —dijo Marigold. Salió corriendo de la estancia.

—Se lo dirás a Priscilla, ¿verdad? —dijo Roger—. Esto será un gran alivio para mí. Soy un cobarde. He estado retrasando el momento de decírselo.

—Cuando tu amiga se quedó embarazada obligaste a tu mujer a que se fuera.

—¡No lo planeamos! Nosotros seguíamos tirando, éramos unos desgraciados. Habíamos esperado y esperado…

—Confiando en que ella moriría, me figuro. Me asombra que no la asesinaras.

—Teníamos que tener este niño —dijo Roger—. Este niño es importante y voy a actuar con justicia. Tiene sus derechos, ¡creo yo! Al fin teníamos que gozar de nuestra felicidad y disfrutarla plena y auténticamente. Quiero que Marigold sea mi mujer. Priscilla nunca ha sido feliz conmigo.

—¿Has pensado en lo que va a ocurrirle a Priscilla y qué será de su vida? Tú has tomado su vida y ahora la descartas.

—Bueno, también ella ha tomado mi vida. Me ha quitado muchos años en los que pude haber sido feliz y vivir abiertamente.

—¡Vete al infierno! —dije.

Fui al vestíbulo, donde Marigold estaba arrodillada, rodeada de un mar de sedas y lanas y prendas interiores de color rosa. La mayor parte de todo aquello parecía por estrenar.

—¿Dónde está el visón?

—Ya te lo he explicado, Bradley.

—Deberíais sentiros avergonzados —dije—. Miraos. Sois personas malvadas. Debería daros vergüenza.

Me miraron apenados, preocupados por mí, luego se miraron con tristeza. Nada de lo que yo dijera podía afectarles. Era como si su dicha les hubiera convertido en santos. Sentí deseos de arañarles y hacerles pedazos. Pero eran invulnerables, estaban en la gloria.

—No voy a quedarme esperando mientras metes esas cosas en las maletas —dije. No soportaba ver a esa chica sacudiendo las prendas de Priscilla y doblándolas con esmero—. Puedes enviarlas a mi casa.

—Sí, sí, eso haremos, ¿verdad, cariño? —contestó Marigold—. Arriba hay un baúl.

—Se lo dirás, ¿verdad? —insistió Roger—. Díselo con la máxima delicadeza. Pero expénselo con claridad. Puedes decirle que Marigold está embarazada. No es posible dar marcha atrás.

—Ya te has encargado tú de ello.

—Debes llevarle algo —dijo Marigold, arrodillada, su suave rostro iluminado con la tierna benevolencia de la verdadera felicidad—. Cariño, ¿no deberíamos enviarle esa estatuilla o…?

—No. Ese objeto me gusta.

—Bueno, pues esa urna con listas, ¿no quería ella eso?

—Esta casa también es mía —dijo Roger—. Yo la construí. Esas cosas tienen su lugar correspondiente.

—¡Querido, te lo ruego, deja que le lleve a Priscilla esa urna, hazlo para complacerme!

—Conforme, amor mío… ¡Qué sentimental y qué boba eres!

—Lo empaquetaré con cuidado.

—No vayas a creer que soy la encarnación del diablo, Bradley. Claro que no soy un santo, no soy más que un tipo corriente, dudo que encontraras a otro más corriente. Debes comprender que he atravesado una mala época. Ha sido un infierno tener que llevar esa doble vida, y Priscilla ha estado mucho tiempo portándose pésimamente conmigo. Me odiaba, hace años que no me dedicaba una palabra amable o tierna…

Marigold regresó con un voluminoso paquete. Lo tomé de sus manos y abrí la puerta principal. El mundo exterior parecía deslumbrante, como si yo hubiera permanecido sumido en la oscuridad. Salí y me volví para mirarlos. Se mecían juntos, hombro contra hombro, cogidos de la mano. No podían reprimir sus dos radiantes sonrisas. Quise escupir en el umbral, pero tenía la boca seca.

Me encontraba en un bar bebiendo un jerez suave y dorado contemplando la chimenea roja, blanca y negra de un barco que se recortaba en un cielo brumoso de un azul intenso. La chimenea aparecía muy clara, muy en su sitio, desbordante de color y de ser. El cielo era absurdamente infinito e inmenso, cortina tras cortina de diáfanos gránulos de nítido azul.

Más tarde estaban cazando pichones y la chimenea era azul y blanca, el azul se confundía con el cielo, el blanco suspendido en el espacio como un gigantesco cilindro de papel rizado o como una cometa en un cuadro. Las cometas siempre han tenido un gran significado para mí. Qué imagen de nuestra condición, ese objeto distante y elevado, el delicado tirón, el tacto de la cuerda, su invisibilidad, su longitud, el temor a la pérdida… No suelo emborracharme. Bristol es la ciudad del jerez. Un excelente jerez nada caro, ligero y puro, es extraído de enormes y oscuros toneles de madera. Durante un momento me sentí casi enloquecer por la derrota.

Cazaban pichones. Qué imagen de nuestra condición, la potente detonación, la desdichada masa aleteando en tierra, tratando en vano, desesperadamente, de remontar el vuelo. A través de las lágrimas vi a las aves heridas desplomándose sobre los oblicuos tejados de las bodegas. Vi y oí su repentino peso, su penosa rendición a la gravedad. Cómo debe de endurecer el corazón hacer algo así: transformar a un ser volador e inocente en un guiñapo que lucha por sobrevivir y en dolor. Miraba la chimenea de un barco y era amarilla y negra sobre un cielo de vibrante y luminoso verde. La vida es horrible, horrible, horrible, dijo el filósofo. Cuando comprendí que había perdido el tren, telefoneé a mi piso en Londres y no obtuve respuesta.

«Todas las cosas obran conjuntamente para bien de aquellos que aman a Dios», dijo san Pablo. Posiblemente, pero ¿qué es amar a Dios? Yo nunca he visto que eso sucediera. Existe, mi querido amigo y mentor, una calma difícilmente ganada cuando contemplamos el mundo muy en detalle y muy de cerca, tan cerca y tan vivido como las chimeneas recién pintadas de los barcos en un soleado atardecer. Pero lo oscuro y lo feo no queda borrado, también eso puede verse, y el horror del mundo forma parte del mundo. No hay un triunfo del bien y, de haberlo, no sería un triunfo del bien. No hay un secarse las lágrimas o una obliteración de los sufrimientos de los inocentes y de quienes han sufrido terribles injusticias a lo largo de su vida. Te estoy hablando, mi querido amigo, de lo que tú sabes mejor y más profundamente de lo que yo lo sabré jamás. Incluso al tiempo que escribo estas palabras, que deberían ser lúcidas y pletóricas de brillante colorido, siento la oscuridad de mi personalidad invadiendo mi pluma. ¿Acaso sólo en la tinta de esa oscuridad puede ser debidamente escrito esto que escribo? No es posible en realidad escribir como un ángel, aunque algunos de nuestros semidioses, por medio de estratagemas inspiradas por los cielos, parecen hacerlo a veces.

Después de dejar a Roger y a su Marigold, experimenté una humillada desazón que casi me puso histérico de ira. Vi entonces, con perfecta claridad, cuán injusta e ingrata había sido la vida para con mi hermana. Sentí atroces remordimientos por no haber logrado imponerle a Roger mi voluntad y haberle hecho sufrir. Me sentía triste y avergonzado por no llevarle siquiera aquellos pequeños objetos de consuelo que ella, verdaderamente con tanta humildad, había anhelado: el «juego de bisutería fina», el collar de cristal de roca y lapislázuli, los pendientes de ámbar. No me había hecho con la estola de visón, ni siquiera con la estatuilla de mármol de Afrodita o el retrato esmaltado de la dama cogiendo manzanas. Pobre Priscilla, pensé, pobre Priscilla, con una lástima que no me honraba ya que sólo sentía lástima de mí mismo. Cierto que yo «me había molestado» por Priscilla, y lo había hecho sin vacilar, porque uno debe hacer lo que debe hacer. Que los seres humanos puedan adquirir una reducida área de obligaciones incontestables acaso sea una de las pocas cosas que les salva: les salva de la bestialidad y de la desconsiderada negrura que yace a unos milímetros del más civilizado de nuestros especímenes. Con todo, si se examina detenidamente un caso así de «deber», el logro mezquino de un individuo corriente, resulta que no tiene nada de glorioso, no es el volver la espalda, por medio de la razón o la influencia divina, al torrente de maldad natural, sino una sencilla operación especial de amor a uno mismo, urdida tal vez por la naturaleza, que tiene, o no habría podido sobrevivir en su policefálica creación, numerosos e incluso incompatibles estados de ánimo. Nosotros nos ocupamos sin duda alguna de aquello con lo que podemos identificarnos. Un santo se identificaría con todo. Sólo que, según me dice mi sabio amigo, no hay santos.

Yo me identificaba con Priscilla por razones simples y mecánicas. De haber sido Priscilla una conocida por la que sintiera tan poco afecto como me inspiraba mi hermana, no sólo no habría levantado un dedo por ella, sino que ni siquiera habría retenido unos instantes en la mente la historia de su sufrimiento. Me sentía, en efecto, humillado y derrotado en su humillación y en su derrota. Sentí el sabor de la injusticia y aquel horror especial de ver medrar a sus perpetradores. Cuán frecuente y cuán amargo es este aspecto de la desdicha humana. Los malvados prosperan ante nuestros ojos y siguen y siguen prosperando. Qué bendición debió de ser creer una vez en el infierno. Qué grande y profundo consuelo perdimos al disiparse de nuestra mente esta antigua y respetable creencia. Con todo, había aún más ofensa, algo profundamente feo y que me resultaba repulsivo: esa imagen de Roger, con su pelo gris y su afable aire pseudodistinguido de hombre de mundo maduro, abrazando a una muchacha que podía ser su hija, una muchacha sin usar, sin mácula, lozana. Esa singular yuxtaposición de la juventud y la vejez ofende, y ofende, me parece a mí, justamente.

Más tarde, la calle vacía y sin iluminar parecía un decorado de teatro. El muro negro al final era el casco de un barco. Las piedras del muelle y el acero del casco se rozaban, y me senté en las piedras y apoyé la cabeza en el acero hueco. Me encontraba en una tienda tendido junto a una mujer debajo del mostrador, y todos los estantes eran jaulas que contenían pájaros muertos que yo había olvidado alimentar. Los barcos están divididos en compartimientos y son huecos, los barcos son como las mujeres de rapiña, Christian, Marigold, mi madre: las destructoras. Vi los mástiles y las velas de gigantescos clípers recortándose en un cielo ensombrecido. Más tarde me senté en la estación de Temple Meads y aullé en mi interior, padeciendo los tormentos de los malvados bajo aquellas despiadadas bóvedas. ¿Por qué nadie había contestado al teléfono? Pasada la medianoche un tren me llevó a Londres. Sin saber cómo, había roto la urna azul y blanca. Dejé los pedazos en el vagón al apearme en Paddington.

Estaba en casa de Christian, adonde habían llevado a Priscilla. Más tarde me encontré en un jardín con Rachel. Esto no era un sueño.

Y alguien hacía volar una cometa.

Había una nota de Rachel aguardándome, y ella misma llegó temprano, muy temprano, poco después de mí, para comunicarme lo sucedido: Priscilla se había disgustado, Christian había telefoneado, se había presentado Arnold, se había presentado Francis. Al no aparecer yo, Priscilla se había angustiado, llorando y llena de miedo, como una niña en espera de su madre que se retrasa. Avanzada la tarde, Christian se había llevado a Priscilla en un taxi. Arnold y Christian se habían reído mucho. Rachel pensaba que yo estaría enfadado con ella. No lo estaba.

—Es evidente que nada pudiste hacer si ellos habían decidido otra cosa.

Priscilla lucía el negligé negro de Christian y estaba sentada muy tiesa, apoyada en un montón de almohadas blancas. Su cabello muerto y teñido aparecía despeinado y ralo, su rostro, sin maquillar, blando, como arcilla o masa de pan, con las arrugas levemente impresas en su hinchada superficie. Su boca pendía exageradamente. Christian vestía de verde oscuro, iba adornada con perlas auténticas y tenía el radiante aspecto de alguien que ha organizado y dirige una feliz reunión. Sus ojos brillaban y estaban húmedos como por lágrimas de risa o las que derrama la gente cuando se siente contenta y emocionada. Sus bellos y finos dedos peinaban sin cesar los ondulados cabellos castaño rojizos. Arnold, juvenil y entusiasmado, se disculpó conmigo, pero cambiaba constantes miradas con Christian y reía. Exhibía su aire de «escritor interesado»: yo soy un mero espectador, un observador, pero que comprende. Tenía la cara cetrina y sudorosa, y no cesaba de estirarse los pelos lacios y descoloridos sobre sus pálidos y astutos ojos de una manera deliberadamente pueril. Francis estaba sentado aparte, frotándose las manos, en una ocasión batió palmas en silencio, paseando sus ojos pequeños y juntos, de oso, entre la concurrencia. No hacía más que asentir en mi dirección, como si saludara, y murmurar «Todo va bien, todo va bien, todo se arreglará, todo se arreglará». Luego se metió la mano dentro de los pantalones y se rascó con aire preocupado. Rachel estaba en pie, con la quietud de alguien que simula reposo pero que en verdad está turbada. Sonreía vagamente, con los labios pintados de rosa caramelo entreabiertos, en una sonrisa que se hacía más amplia, luego se desvanecía para ensancharse otra vez, como movida por pensamientos íntimos, aunque no de un modo muy convincente.

—Esto no es un complot, Bradley, no me mires así.

—Está furioso con nosotros.

—¡Cree que retenéis a Priscilla como rehén!

—¡Y es cierto que retengo a Priscilla como rehén!

—¿Qué te pasó? Priscilla estaba muy disgustada.

—Perdí el tren.

—¿Por qué perdiste el tren?

—¿Por qué no llamaste?

—¡Qué aire tan culpable tiene! ¡Fíjate, Priscilla, qué aire de culpa!

—La pobre Priscilla creyó que te habían atropellado o algo así. —¿Lo ves, Priscilla? ¡Ya te dijimos que aparecería como el ave Fénix!

—Callaos todos, Priscilla está intentando decir algo.

—Bradley, no te enfades.

—¡Silencio para Priscilla!

—¿Recogiste mis cosas?

—Siéntate, Brad, tienes muy mal aspecto.

—Lamento haber perdido el tren.

—Todo se arreglará.

—Llamé.

—¿Recogiste mis cosas?

—Priscilla, querida, no te pongas pesada.

—Me temo que no te he traído tus cosas.

—¡Ya lo sabía, sabía que todo saldría mal, lo sabía, lo sabía, os lo dije!

—¿Qué pasó, Bradley?

—Roger estaba allí. Tuvimos una charla.

—¡Una charla!

—Ahora está de su parte.

—Los hombres siempre se apoyan mutuamente, querida.

—No estoy de su parte. ¿Es que queríais que me peleara con él?

—¡Brad el Matón!

—Le hablaste de mí.

—¡Pues claro que le hablé de ti!

—Acordaron que las mujeres son un infierno.

—Bueno, las mujeres son un infierno.

—¿Se siente desgraciado?

—Sí.

—¿Estaba la casa toda sucia y hecha una calamidad?

—Sí.

—Pero ¿y mis cosas?

—Dijo que las mandaría.

—Pero ¿no te has traído nada, nada en absoluto?

—Dijo que las empaquetaría.

—¿Le preguntaste específicamente por las joyas y el visón?

—Te lo mandará todo.

—Pero ¿se lo preguntaste específicamente?

—Todo está bien, todo se arreglará.

—¡Sí, lo hice!

—No las mandará, sé que no…

—Priscilla, ¿quieres hacer el favor de vestirte?

—No mandará mis cosas, no lo hará, no lo hará, sé que no, ¡las he perdido para siempre!

—Te espero abajo. Luego nos iremos a casa.

—Esas joyas son todo lo que tengo.

—Priscilla se queda conmigo.

—¿Las buscaste? ¿Las has visto?

—Priscilla, levántate y vístete.

—¿Verdad que vas a quedarte aquí conmigo, querida?

—Bradley, no le hables así.

—Brad, sé razonable. Necesita cuidados médicos, necesita tratamiento psiquiátrico, voy a contratar a una enfermera…

—Por el amor de Dios, ¡no necesita a ninguna enfermera!

—Sabes que eso de cuidar a la gente no se te da bien, Bradley…

—Priscilla…

—Y si no, fíjate en lo que ocurrió ayer.

—Creo que debo irme —dijo Rachel, que hasta el momento no había despegado los labios, sonriendo vagamente, como pensando en cosas íntimas.

—Por favor, no te vayas.

—¿Es demasiado temprano para una copa?

—No vas a encargarte de mi hermana. No toleraré que se la compadezca y se la trate con condescendencia.

—¡Pero si nadie se compadece de ella!

—Yo sí, yo sí me compadezco —dijo Francis.

—Tú te callas, te doy tres minutos para largarte, va a venir el médico de verdad y no quiero que andes por aquí…

—Vámonos, Priscilla.

—Calma, Bradley, puede que Chris tenga razón.

—No la llames Chris.

—¿En qué quedamos, Bradley? O me repudias o…

—Priscilla está perfectamente bien, sólo necesita calmarse.

—Bradley no cree en las enfermedades mentales.

—En fin, yo tampoco, pero…

—Estáis convenciéndola entre todos de que está enferma, cuando lo que necesita…

—Bradley, necesita reposo y tranquilidad.

—¿A esto llamas tú reposo y tranquilidad?

—Brad, es una mujer enferma.

—Priscilla, levántate.

—Brad, deja de gritar.

—En serio, creo que debo irme.

—Tú quieres quedarte aquí conmigo, ¿no es así, querida? Tú misma lo dijiste, que querías quedarte con Christian.

—No mandará mis cosas, sé que no lo hará, no volveré a verlas nunca, nunca.

—Todo se arreglará.

Por fin, Rachel, Arnold, Francis y yo salimos de la casa. Al menos, yo di media vuelta y los otros, curiosamente, me siguieron.

La escena se había desarrollado en una de las nuevas habitaciones que en otros tiempos había pertenecido al piso de arriba. Era una habitación pretenciosa, aunque ahora destartalada, con un lecho ovalado de «estrella de cine» y las paredes revestidas de bambú de imitación. Me sentía allí atrapado, como si un truco visual o una falsa perspectiva inclinaran el techo de tal modo que si daba un paso más chocaría con él. Hay días en que uno se siente más alto. Me elevaba por encima de los demás como si éstos fueran muñecos, y mis pies se hallaban a varios centímetros del suelo. Quizá siguiera aún bajo los efectos del alcohol.

Fuera, en la calle, cierta oscuridad me nubló los ojos. El sol, filtrándose por vaporosas nubes, me deslumbró. La gente aparecía ante mí como enormes y oscuras formas y pasaban por mi lado como fantasmas, como árboles andantes. Oí a los otros apresurarse detrás de mí. Les había oído descender ruidosamente la escalera, pero no me había vuelto. Me sentía mareado.

—Bradley, pareces ciego, ¡eh!, no cruces así la calle, idiota.

Arnold me había aferrado de la manga. Siguió aferrándome. Los otros dos se me acercaron, mirándome fijamente.

—Deja que se quede ahí un par de días —dijo Rachel—. Así se recuperará y podrás llevártela.

—No lo entendéis —dije. Me dolía la cabeza y mis ojos no soportaban la luz.

—Da la casualidad de que lo entiendo perfectamente —dijo Arnold—. Has perdido este asalto y es mejor que te lo tomes con filosofía. Si yo estuviera en tu lugar, me metería en la cama.

—Iré a cuidarte —dijo Francis.

—Ni pensarlo.

—¿Por qué te proteges los ojos y los entornas así? —preguntó Rachel.

—¿Qué te hizo perder el tren? —preguntó Arnold.

—Creo que iré a acostarme, sí.

—Bradley —dijo Arnold—, no te enojes conmigo.

—No estoy enojado contigo.

—Fue una coincidencia, quiero decir el que yo estuviera allí. Fui porque supuse que habrías regresado, luego llamó Christian y se presentó, y Rachel estaba harta de Priscilla y de ti no había ni rastro. Sé que debe disgustarte, lo comprendo, pero era de sentido común, y a Christian le divertía tanto, y tú ya sabes lo que a mí me gustan los embrollos y un poco de alboroto. Perdónanos. No estábamos conspirando contra ti.

—Ya lo sé.

—Sólo fui porque…

—Déjalo. Me voy a casa.

—Déjame que te acompañe —dijo Francis.

—Será mejor que vengas conmigo —dijo Rachel—. Te prepararé algo de comer.

—Buena idea. Vete con Rachel. Yo tengo que ir a la biblioteca y seguir con mi novela. Ya he perdido bastante tiempo con este pequeño drama. Soy un fisgón impenitente. ¿De veras que no estás enojado conmigo, Bradley?

Rachel y yo tomamos un taxi. Francis nos acompañó un trecho corriendo y tratando de decir algo, pero yo subí la ventanilla. Al fin había paz. El rostro de mujer grande y apacible de Rachel me sonreía, la benéfica luna llena, no la luna negra armada de una daga y rebosante de oscuridad. El morado parecía haberse desvanecido, o quizá se lo había tapado con maquillaje. O puede que sólo hubiera sido una sombra, después de todo.

Para curarme la resaca, había consumido un almuerzo compuesto de tres aspirinas, seguidas de un vaso de cremosa leche, seguido de un batido de chocolate, seguido de pastel de carne con puré de patatas, seguido de delicias turcas, seguido de café con leche. Me sentía físicamente mejor y con la cabeza más despejada.

Estábamos sentados en la veranda. El jardín de los Baffin no era amplio, pero en aquella exuberancia de principios de verano parecía infinito. Unos cuantos árboles frutales y helechos esparcidos entre largas briznas de hierba con las puntas rojizas oscurecían las casas cercanas, oscurecían incluso la verja creosotada. Sólo un leve indicio de pálidas rosas trepadoras sugería la presencia de un seto. El jardín era un espacio curvado, una concha cálida y verde que olía a tierra y hojas. Al pie de los escalones de la veranda arrancaba un empedrado cubierto por las flores malva del tomillo; más lejos, un sendero de césped sembrado de margaritas blancas. Todo ello evocaba en mí el recuerdo de unas vacaciones de mi infancia. Una vez, en una pradera sin fin, atisbando por entre la cobriza maraña de las puntas de las hierbas, el niño que era había divisado a un joven zorro cazando ratones, un elegante zorro recién acuñado, salido directamente de las manos de Dios, con medias negras y un rabo coronado de blanco. El zorro me había oído y se había vuelto. Vi su intensa y vivida máscara, sus húmedos ojos ambarinos. Luego desapareció. Una imagen de tanta belleza y tan misterioso sentido… El niño lloró y supo que era un artista.

—¿Conque Roger se siente divinamente feliz? —observó Rachel, a quien le había contado todo.

—No puedo decírselo a Priscilla, ¿verdad?

—Todavía no.

—Roger y esa joven… ¡Dios, qué asco!

—Lo sé. Pero el problema es Priscilla.

—¿Qué voy a hacer, Rachel, qué voy a hacer?

Rachel, cómoda, descalza, no respondió. Se acariciaba suavemente el rostro donde yo había imaginado el morado. Descansábamos en tumbonas. Ella parecía relajada pero animada, en una actitud típica en ella, lo que Arnold llamaba su «aire exaltado». Una luminosa expectativa brillaba en su rostro pecoso y en sus ojos castaño claro. Estaba alerta y guapa. Su cabello dorado rojizo había sido deliberadamente desrizado y despeinado.

—Qué mecánicos parecen —dije.

—¿Quiénes? ¿Qué?

—Los mirlos.

Unos mirlos se paseaban contoneándose, como pequeños juguetes a los que hubieran dado cuerda, por el sendero de césped.

—Igual que nosotros.

—¿De qué estás hablando, Bradley?

—Mecánicos. Igual que nosotros.

—Toma un poco más de batido de chocolate.

—A Francis le gusta el chocolate con leche.

—Francis me da pena, pero comprendo a Christian.

—Toda esta palabrería íntima y amistosa sobre «Christian» me pone enfermo.

—No debes preocuparte tanto. Son imaginaciones tuyas.

—En fin, vivo en mi imaginación. Ojalá estuviera muerta. Ojalá que hubiera muerto en Estados Unidos. Seguro que mató a su marido.

—Bradley, ya comprenderás que no hablaba en serio cuando dije todas aquellas cosas tan violentas sobre Arnold el otro día.

—Sí, lo sé.

—En el matrimonio uno dice cosas que son, sí, mecánicas, pero no afectan al corazón.

—¿Al qué?

—Bradley, no seas tan…

—Qué pesado está el mío, como una enorme roca dentro de mi pecho. A veces uno se siente de pronto condenado por el destino.

—¡Vamos, no te desanimes, por el amor de Dios!

—¿No me odiarás por haber sido testigo de… ya sabes, tú y Arnold, el otro día…?

—No. Eso hace que te sienta más cercano a nosotros.

—¡Ojalá, ojalá que ella no hubiese conocido a Arnold!

—Le tienes mucho afecto a Arnold, ¿verdad?

—Sí.

—¿No será sólo que te importa lo que él piense?

—No.

—Es raro. Él se muestra incómodo contigo. Sé que a menudo te hiere. Pero te aprecia muchísimo.

—¿Te importa que cambiemos de tema?

—Eres un tipo muy curioso, Bradley. Tan poco «físico». Y tímido como un escolar.

—Ha sido para mí un trastorno que esa mujer irrumpiera de nuevo en medio de todo. Y ya ha clavado sus zarpas en Arnold. Y también en Priscilla.

—Es muy guapa.

—Y en ti también.

—No, pero la admiro. Nunca la describiste con justicia.

—Ha cambiado.

—Arnold cree que sigues enamorado de ella.

—Si lo cree será porque es él quien está enamorado de ella.

—¿Estás enamorado de ella?

—Rachel, ¿es que quieres que me ponga a gritar, a gritar y a gritar?

—¿Ves cómo eres un crío?

—Sólo gracias a ella comprendo el odio.

—Eres un masoquista, Bradley.

—No seas tonta.

—A menudo he pensado que disfrutabas cuando Arnold se metía contigo.

—¿Está Arnold enamorado de ella?

—¿Adónde crees que ha ido cuando nos ha dejado hoy?

—A la… ¿Quieres decir que volvió junto a ella?

—Pues claro.

—Maldita sea. Sólo la ha visto dos veces, tres…

—¿No crees en el amor a primera vista?

—¿Conque tú piensas que él…?

—Tuvo con ella una sesión bastante larga en ese pub. Y anoche otra, cuando…

—No me lo cuentes. ¿Está enamorado?

—No es de los que pierden la cabeza. Es «físico» pero frío. Tú no eres «físico» pero tampoco eres frío. A él le encanta todo tipo de zafarranchos, como te ha dicho, el drama le fascina. Es terriblemente curioso, quiere meter las narices en todo, apoderarse de ello conociéndolo. Le gustaría ser el padre confesor de todo el mundo. Y no habría sido un mal padre confesor, ya que cuando se lo propone sabe ayudar a la gente. Consiguió que Christian le hablara de vuestro matrimonio.

—¡Por Dios!

—Eso fue en el pub. Anoche, me figuro que ellos… De acuerdo, ¡de acuerdo! Sólo quería decirte que estoy de tu parte. Si te parece podemos traer a Priscilla aquí.

—Es demasiado tarde. ¡Dios mío!, Rachel, no me siento muy bien.

—¡Diablos, Bradley! Aquí tienes. Toma mi mano. Tómala.

Bajo el cristal opaco de la veranda el ambiente se había vuelto muy caluroso y asfixiante. Los aromas de la tierra y la hierba eran exóticos, como el incienso, no lluviosos y frescos. Rachel había arrimado su tumbona a la mía. Sentía el cercano peso de su cuerpo inclinado como un influjo de gravitación sobre el mío. Había deslizado su brazo por debajo del mío y me había tomado de la mano con cierta torpeza. Así podrían saludarse absurdamente dos cadáveres el día de la resurrección. Empezó entonces a volverse hacia mí, con la cabeza hundiéndose en mi hombro. Percibí su olor a sudor y el aroma fresco y limpio de su pelo.

Uno es muy vulnerable en una tumbona. Me había estado preguntando a qué venía eso de cogernos de las manos. Ignoraba qué grado de presión debía darle a la suya o cuánto tiempo retenerla. Al hundirse su cabeza en mi hombro con aquel torpe gesto agresivo y mimoso, experimenté una repentina sensación, no desagradable, de impotencia.

Al mismo tiempo dije:

—Rachel, levántate, por favor, entremos.

Ella salió disparada de la silla. Me puse en pie con más lentitud. La lona aflojada daba poca estabilidad, y la velocidad de ella había sido asombrosa. La seguí hasta el salón, que estaba en penumbra.

—Te pido que me disculpes, Bradley.

Rachel había abierto la puerta que comunicaba con el vestíbulo. Su voz aguda y su talante expresaban con toda claridad lo que pensaba. Comprendí que si no la tomaba enseguida entre mis brazos se produciría un «incidente» irreparable. Cerré la puerta que daba al vestíbulo y la tomé entre mis brazos. No me desagradó hacerlo. Sentí la cálida redondez de sus hombros y nuevamente la pesada y mimosa cabeza.

—Sentémonos, Rachel.

Nos sentamos en el sofá y al acto sus labios se oprimieron contra los míos.

Esta no era, por cierto, la primera vez que tocaba a Rachel. Pero un picoteo y un manoseo desenfadado y social puede ser, en algunos casos, casi una vacuna contra otros sentimientos más fuertes. Es un hecho extraño que las barreras que preservan los grados de intimidad son inmensamente resistentes y, sin embargo, pueden ser vencidas por el más leve roce. El mundo puede cambiar para siempre con sólo tomarle a alguien la mano de una determinada manera, con sólo mirarle a los ojos de una determinada manera.

Al mismo tiempo, como el admirable Arnold, yo no perdía la cabeza, o, al menos, trataba de no perderla. Mantuve mis labios sobre los de Rachel y permanecimos inmóviles durante un tiempo que empezó a parecer absurdamente prolongado. Yo la sostenía entretanto con cierta rigidez, aunque con firmeza, con un brazo aún rodeándole los hombros y el otro sosteniéndole la mano. Era como si, en dos sentidos, la estuviera arrestando. Luego nos separamos y nos miramos a los ojos, posiblemente tratando de averiguar qué había sucedido.

La primera visión que se tiene del rostro de alguien tras realizar juntos un irrevocable gesto de afecto siempre resulta instructivo y conmovedor. El rostro de Rachel estaba radiante, tierno, melancólico, inquisitivo. Me sentía animado. Deseaba expresar placer, gratitud.

—Querida Rachel, gracias.

—No lo he hecho únicamente para darte ánimos.

—Lo sé.

—En esto hay algo muy real.

—Lo sé. Me alegro mucho.

—He sentido deseos de… abrazarte… antes. Me daba apuro. Todavía me da apuro.

—A mí también. Pero… gracias.

Guardamos silencio un instante, tensos, casi abochornados.

—Rachel, creo que debo irme —dije.

—Qué ridículo eres —respondió ella—. Está bien, está bien. Eres tan niño. Huyendo de mí. Pues vete corriendo. Te agradezco que me hayas besado.

—No es eso. Es que todo es tan perfecto… Temo estropear algo.

—Sí, vete. Ya he causado suficiente… daño o lo que sea.

—Nada de daño. ¡Qué boba eres, Rachel! Ahora nos sentimos más unidos, ¿no es así?

Nos levantamos y nos quedamos en pie, cogidos de la mano. De pronto me sentía enormemente feliz, y me puse a reír.

—¿Te parezco absurda?

—No, Rachel. Me has dado un pedazo de felicidad.

—Pues no dejes que se te escape. También es mío.

Tomé con ambas manos su rostro pálido y pecoso, confuso, conmovido, aparté su recia mata de pelo y la besé en la frente. Salimos al vestíbulo. Nos sentíamos torpes, emocionados, satisfechos, ansiosos por llevar a cabo una despedida que no estropeara aquel clima. Ansiosos por quedarnos a solas con nuestros pensamientos.

En la mesa, junto a la puerta de entrada, yacía un ejemplar de la última novela de Arnold, El bosque funesto. Lo vi con sobresalto, y mi mano se dirigió inmediatamente al bolsillo de mi chaqueta. Mi crítica de la novela de Arnold seguía allí, doblada. La saqué y se la di a Rachel, diciendo:

—Hazme un favor. Lee esto y dime si debo publicarlo. Haré lo que me digas.

—¿Qué es?

—Mi crítica sobre el libro de Arnold.

—Por supuesto que debes publicarla.

—Léela. Ahora no. Haré lo que me digas.

—Conforme. Te acompañaré hasta la verja.

Al salir al jardín todo era diferente. Había caído la tarde. Había una luz cárdena, indistinta, que hacía que las cosas parecieran borrosas y difíciles de situar. Las cosas cercanas estaban iluminadas por una luz solar rica y tamizada, mientras que a lo lejos el cielo aparecía ensombrecido por nubes y la promesa de la noche, aunque todavía no era muy tarde. Me sentía desazonado, perplejo, jubiloso, ardiendo en deseos de quedarme a solas conmigo mismo.

El jardín delantero de la casa era alargado, un césped plantado con pequeñas matas, rosales arbustivos y demás, con un desvencijado sendero de adoquines en el centro. El sendero blanco resplandecía, en algunos pedazos oscuros crecían copetudas plantas rupícolas entre las piedras. Rachel me tocó la mano. Le oprimí los dedos pero no se la retuve. Bajamos por el sendero, ella delante. A medio camino de la verja me volví, movido por la sensación de que a mi espalda había algo.

En una ventana de la planta superior estaba sentada una figura, semirreclinada, acomodada en el asiento de la ventana o quizá en la misma repisa. Sin verle la cara, como algo borroso, reconocí a Julian, y al punto experimenté remordimientos por haber besado a la madre estando la hija en casa. No obstante, otra cosa atraía poderosamente mi atención. La ventana, que era del tipo de puertaventana engoznada, estaba abierta de par en par para dejar un espacio rectangular en el que la muchacha, vestida con una túnica blanca, tal vez una bata, se hallaba semitendida, con las rodillas encogidas y la espalda apoyada en el marco de madera de la ventana. Tenía extendida la mano izquierda. Y vi que estaba haciendo volar una cometa.

Pero no se trataba de una cometa común, sino de una especie de cometa mágica. La cuerda era invisible. Suspendido sobre la casa, a unos nueve metros de altura, inmóvil, había un globo enorme y pálido con una cola de más de tres metros de largo. Aquella luz singular lo hacía relucir con un resplandor lechoso, como de alabastro. La cola, que evidentemente colgaba libre de la cuerda suspendida, ya que un leve soplo de aire había arrastrado al globo fuera de la vertical, consistía en cierto número de lazos blancos o eso parecían, que pendían invisibles sostenidos por un hilo inmóvil por debajo. Detrás del globo, cuyo tamaño era difícil de precisar —su diámetro, si es que tal término puede aplicarse a un globo, quizá fuera de algo más de un metro—, el cielo, en la parte soleada, tenía una tonalidad púrpura que podía indicar nubes leves o tan sólo un cielo despejado cuando se acerca el crepúsculo.

Rachel también se había vuelto, y ambos mirábamos hacia arriba en silencio. La figura en la ventana parecía tan extraña y distante, como una imagen sobre una tumba, que no se me ocurrió que podía hablarle. Entonces, mientras contemplaba aquel rostro sin rasgos, la joven acercó lentamente su otra mano a la cuerda tensa e invisible. Se produjo un ligero fulgor y un ligero clic. El pálido globo hizo en lo alto una breve reverencia y seguidamente, con aire de súbita dignidad y resolución, se elevó y empezó a alejarse despacio. Julian había cortado la cuerda.

Lo deliberado de aquella acción, y la evidente e histriónica forma en que había sido dedicada a su improvisado público, provocó en mí una conmoción física, como una especie de asalto. Me estremecí de dolor y de congoja. Rachel pronunció una breve exclamación, como «¡aj!», y avanzó rápidamente hacia la verja. La seguí. En lugar de detenerse ante la entrada, salió a la calle y echó a andar deprisa por la acera. Apreté el paso y la alcancé en el punto donde se había detenido, lejos de la casa, bajo el haya cobriza que había en la esquina de la calle. Estaba oscureciendo.

—¿Qué ha sido eso?

—¿Lo del globo? Se lo dio un chico.

—Pero ¿se queda flotando en el espacio?

—Está lleno de hidrógeno o algo así.

—¿Por qué ha cortado la cuerda?

—No tengo la menor idea. Una especie de acto de agresión. Está pasando una época llena de extraños caprichos.

—¿Se siente desgraciada?

—Las muchachas de esa edad siempre se sienten desgraciadas.

—Cosas del amor, me figuro.

—No creo que se haya enamorado todavía. Cree que es alguien muy especial y empieza a comprender que no tiene mucho talento.

—Eso suena a condición humana.

—Está malcriada, como todas, se lo han dado todo hecho, no es como en mis tiempos. También les asusta la vulgaridad. A ella le gustaría irse por ahí con los gitanos o algo parecido. Su vida es aburrida. Arnold está desengañado con ella y ella lo ha notado.

—Pobre criatura.

—No, si no le pasa nada, tiene suerte. Como tú dices, es la condición humana. En fin, buenas noches, Bradley. Sé que quieres alejarte de mí.

—No, no…

—No lo he dicho en un sentido desagradable. Eres tan tímido. Me encanta. Bésame.

La besé brevemente, pero con intensidad, en la penumbra bajo el árbol.

—Quizá te escriba —dijo ella.

—Hazlo.

—Descuida. No tienes motivos para inquietarte.

—Lo sé. Buenas noches. Y gracias.

Rachel soltó una curiosa risita y se desvaneció en la oscuridad. Empecé a caminar con cierta rapidez por la siguiente calle, en dirección a la estación del metro.

Mi corazón latía con mucha fuerza. No acertaba a comprender si algo muy importante había ocurrido o no. Mañana lo sabré, pensé. Nada podía hacer ahora salvo apoyarme en un inmediato sentido de la experiencia. Rachel seguía planeando a mi alrededor como un perfume. Pero en mi mente vi con toda claridad a Arnold, como si me observara desde el extremo de un corredor iluminado. Lo que fuere que había ocurrido, también le había ocurrido a Arnold.

Entonces vi de nuevo el globo. Se movía despacio, a poca distancia de mí, sobre los tejados de las casas. Estaba más bajo que antes y parecía ir descendiendo gradualmente. Habían encendido las farolas de la calle, con una luz poco potente y que iluminaba un espacio reducido, ineficaz bajo un firmamento que aún brillaba pero estaba casi oscuro, y el pálido objeto era apenas visible. Por la calle transitaban algunas personas, pero nadie excepto yo parecía haber reparado en el extraño objeto errante. Empecé a andar más deprisa, tratando de calcular su dirección. En las habitaciones inferiores de las casitas del barrio residencial iban apareciendo rectángulos de luz. En algunas, las cortinas descorridas revelaban interiores insípidos en tonalidades pastel y a veces el destello azulado de la televisión. En lo alto, las nítidas siluetas de los tejados y los arracimados perfiles de los árboles destacaban en un cielo oscuro y azulado por el que el pálido globo, con la cola ya del todo invisible, avanzaba flotando. Me eché a correr.

Giré por una calle lateral, poco frecuentada, de casas más modestas. Había adelantado al globo que, aunque seguía moviéndose muy despacio, perdía altura con mayor rapidez. Lo vi acercárseme como una luna errante, misteriosa, invisible para todos salvo para mí, portadora de un poderoso, aunque aún desconocido, destino. Quería atraparlo. Qué haría con él una vez capturado, era una cuestión que no me había planteado. Más bien se trataba de lo que haría él conmigo. Avancé por la calle, sintiendo en mi interior su rumbo y su promedio de descenso.

Por unos instantes permaneció invisible tras un árbol. Y, de pronto, impulsado con mayor velocidad por una ráfaga momentánea, se precipitó sobre la calle, penetrando en el arco de luz de las farolas. Durante uno o dos segundos se quedó suspendido ante mí, inmenso y amarillo, con la cola de lazos colgantes agitándose con furia. Hasta podía ver la cuerda. Corrí hacia él. Algo me rozó la cara levemente. Las farolas me cegaban mientras daba manotazos por encima de mi cabeza. El globo había desaparecido por completo. Se había disipado y descendía a lo lejos en un oscuro laberinto de jardines de la zona. Seguí un rato corriendo de un lado para otro por las callejuelas que se cruzaban, pero no vi al portento viajero.

En la estación del metro divisé a Arnold cruzando la barrera de los billetes, sonriendo para sí secretamente. Pasé al otro lado y él no me vio. Cuando llegué a mi piso, encontré a Francis Marloe aguardándome frente a la puerta. Le sorprendí invitándole a pasar, De lo que sucedió entonces entre nosotros hablaré más adelante.