Aunque han pasado varios años desde los acontecimientos registrados en esta fábula, al referirla adoptaré la técnica moderna de la narración, dejando que la conciencia narrativa pase como un haz de luz a lo largo de los momentos presentes, consciente del pasado, inconsciente de lo que ha de venir. Esto es, habitaré mi pasado y, para los propósitos narrativos habituales, hablaré sólo con la perspectiva de aquella época, una época en muchos aspectos tan distinta de la actual. Así, por ejemplo, diré: «Tengo cincuenta y ocho años», como tenía entonces, y juzgaré a las personas, indebidamente, quizá incluso injustamente, como las juzgué entonces, y no a la luz de un discernimiento posterior. Tal discernimiento, sin embargo, como en verdad estimo que es, no estará ausente de la historia. Hasta cierto punto, así debe ser, la narración lo «irradiará». Una obra de arte es tan buena como lo sea su creador. No puede serlo más. Tampoco puede serlo menos. Las virtudes tienen nombres secretos y es muy difícil acceder a las cosas secretas. Todo cuanto tiene valor es secreto. No trataré de describir o nombrar lo que he aprendido en la disciplinada sencillez de mi vida tal como últimamente la he vivido. Espero ser ahora un hombre más sabio y más caritativo que entonces —desde luego, soy un hombre más feliz—, y que la luz de la sabiduría que se proyecta sobre un necio revele, junto con el desatino, la austera silueta de la verdad. He descrito ya este «reportaje», por deducción, como una obra de arte. Naturalmente, con eso no quiero decir que sea una obra de fantasía. Todo arte trata de lo absurdo y aspira a lo simple. El arte digno dice la verdad, es en efecto la verdad, tal vez la única verdad. En lo que sigue he procurado mostrarme prudentemente astuto y astutamente prudente, y referir la verdad tal como yo la entiendo, no sólo en los aspectos superficiales y «emocionantes» de este drama, sino también en lo que yace en el fondo.
Soy consciente de que la gente suele tener unas ideas generales totalmente distorsionadas de sí misma. Los hombres se manifiestan realmente a través de pautas de conducta que perduran, no de una autoteoría abreviada. Y esto es especialmente cierto en lo tocante al artista, que aparece, por mucho que se imagine escondido, en la extensión revelada de su obra. De igual modo estoy yo aquí expuesto, pues el patético instinto de ocultación está, por desgracia, reñido con mi profesión. Bajo esta rúbrica preventiva trataré, sin embargo, de ofrecer una descripción general de mí mismo. Y ahora hablo, como ya he dicho, en la persona del ser de hace varios años, el muchas veces ignominioso «héroe» de este relato. Tengo cincuenta y ocho años. Soy escritor. «Escritor» es efectivamente la descripción general más simple y a la vez más justa de mi persona. En la medida en que soy también psicólogo, filósofo aficionado, estudioso de las cuestiones humanas, soy todo esto porque es parte de la clase de escritor que soy. Siempre he sido un buscador. Y mi búsqueda ha adoptado la forma de ese intento de contar la verdad al que acabo de referirme. He conservado, así lo creo y espero, puro mi don. Esto significa, entre otras cosas, que nunca he sido un escritor de éxito. Nunca he tratado de ser complaciente a expensas de la verdad. He conocido, durante largas épocas, el tormento de una vida carente de autoexpresión. El más eficaz y sagrado precepto que puede imponérsele a un artista es el mandato: espera. El arte tiene sus mártires, y no son los menores quienes han preservado su silencio. Hay, me arriesgo a decir, santos del arte que han preferido esperar mudos toda su vida antes que profanar la pureza de un solo pasaje con algo que no fuera perfectamente apropiado y bello, es decir, con algo que no fuera verdad.
Como es bien sabido, he publicado muy pocas cosas. Digo «como es bien sabido», contando aquí con que mi fama procede de la publicidad derivada de mis aventuras ajenas a los aledaños del arte. Mi nombre no es desconocido, mas ¡ay!, ello no obedece a que sea escritor. Como escritor he alcanzado, y sin duda alcanzaré en lo sucesivo, tan sólo a un puñado de personas receptivas. Quizá la paradoja de mi vida entera, y es un absurdo en el que no ceso de pensar, sea que la dramática historia que viene a continuación, tan diferente del resto de mi obra, acaso resulte mi único best seller. Hay en ella indudables elementos de drama puro, esos «fabulosos» sucesos que a la gente sencilla le fascina conocer. Y en ese sentido he tenido, por cierto, mi buena parte en el hecho de ser «noticia de primera plana».
No intentaré describir mis publicaciones. Eran, en el contexto al que antes aludí, obras de las que mucho se habló, aunque temo que no fueron leídas. Publiqué una novela precoz a los veinticinco años. Otra novela, o casi novela, a los cuarenta. He escrito también un librito de «textos» o «estudios»; yo no lo llamaría precisamente una obra de filosofía. (Pensées, quizá). No se me ha concedido tiempo para ser filósofo, lo que lamento únicamente en parte. Sólo las historias y lo mágico perduran. Por reducida que sea nuestra capacidad de comprensión, tal vez del arte podamos aprender más que de la filosofía. En la creación hay implícito una suerte de desespero que estoy seguro todo artista conoce. En el arte, como en la moralidad, grandes cosas se malogran porque pestañeamos en el momento crítico. ¿Cuándo se produce este momento crítico? La grandeza está en reconocerlo y asirlo y ampliarlo. Mas para la mayoría de nosotros el espacio entre «soñar con cosas venideras» y pensar «es demasiado tarde, todo ha terminado» resulta demasiado estrecho para entrar en él. Y así dejamos que las cosas pasen, pensando vagamente que siempre se nos dará la oportunidad de intentarlo de nuevo. Así, obras de arte y, así, vidas enteras de hombres se malogran por haber pestañeado y pasado de largo. Con frecuencia creí tener ideas para plasmar en una historia, pero cuando las hube analizado detenidamente, apenas me parecían dignas de escribirse, como si ya las hubiera «realizado», no porque fueran malas, sino porque pertenecían al pasado y habían dejado de interesarme. Mis pensamientos se me volvían rancios. Estropeaba algunas cosas iniciándolas demasiado pronto. Otras, pensándolas tanto que concluían antes de empezar. En cuestión de segundos, los proyectos pasaban de ser sueños confusos, informes, a una vieja e insalvable historia. Novelas enteras existían únicamente en un título. Puede que los tres magros volúmenes que han emergido de esa ruina parezcan una flaca base en la que asentar la sagrada pretensión de ser «escritor». Pero, con respecto a esto, mi fe en mí mismo (estoy por decir, «naturalmente»), mi sentido del fatalismo de este destino, de esta predestinación incluso, jamás vaciló ni se vio mermado. He «esperado», no siempre con paciencia, pero, al menos en los últimos años, con creciente confianza. Siempre he presentido que tras el velo del futuro seguía ocultándose un gran logro. ¡Que sonrían los que hayan perseverado tanto! Y si al fin resulta que esta breve historia de mí mismo es para lo único que sirve mi destino, la corona de todas mis esperanzas, ¿me sentiré burlado? Burlado, ciertamente no, ya que frente a esa oscuridad estamos privados de derechos. Ningún hombre tiene el derecho de ejercer el poder divino. Sólo nos cabe esperar, intentarlo, esperar nuevamente. La elemental necesidad de ofrecer una descripción verídica de lo que tan universalmente ha sido falseado y mal representado, es el motivo básico de esta empresa, así como relatar un prodigio que hasta el presente ha permanecido secreto. Puesto que soy artista, esta historia toma la forma de una obra de arte. Esperemos que sea digna de esas motivaciones más profundas que también posee.
Me describiré con más detalle. Mis padres regentaban una tienda. Esto es importante, si bien no tanto como supone Francis Marloe y, por supuesto, no en el sentido que él le atribuye. A Francis le menciono antes que al resto de los «actores» no porque él sea más importante: Francis no es nada importante y no tiene una relación profunda con el curso de los acontecimientos. En esta historia él es un elemento subsidiario, un auxiliar, como temo que sea en general en la vida. El pobre Francis nunca será el héroe de nada. Sería una excelente quinta rueda para cualquier carruaje. Pero yo le convierto, por así decirlo, en la mascota del relato, en parte porque en un sentido puramente mecánico él lo inicia, y si un día determinado él no hubiera…, quizá yo nunca… Hay otra paradoja. Hemos de reflexionar a menudo sobre los absurdos del azar, un tema más edificante aún que el de la muerte. Por otra parte, a Francis le otorgo un lugar destacado porque, de entre los personajes principales de este drama, seguramente él es el único que no me cree un embustero. Mi gratitud a ti, Francis Marloe, si es que todavía te encuentras entre los vivos y llegas a leer estas letras. Que otra persona, más tarde, creyera en mí ha resultado ser de un valor infinitamente superior. Pero tú fuiste entonces el único que vio y comprendió. A través de los eones de tiempo que ha discurrido desde aquella tragedia, te saludo, Francis.
Mis padres regentaban una tienda, una especie de papelería, en Croydon. La tienda vendía periódicos y revistas, papel de escribir y otras cosas por el estilo, y también horribles «obsequios». Mi hermana Priscilla y yo vivíamos en la tienda. No me refiero a que comíamos y dormíamos en la tienda. Lo cierto es que a menudo tomábamos allí el té, y yo guardo el «recuerdo» de haber dormido bajo el mostrador. Pero la tienda era el hogar y los míticos dominios de nuestra infancia. Algunos niños afortunados disponen de un jardín, de un paisaje, como «morada local» de sus primeros años. Nosotros teníamos la tienda: los cajones, las estanterías, los olores, las infinitas cajas de cartón vacías, su particular suciedad. Era una tienda deslucida, sin éxito. Mis padres eran personas deslucidas, sin éxito. Ambos fallecieron cuando yo tenía veintitantos años, primero mi padre, mi madre poco después. Mi madre vivió lo bastante para ver publicado mi primer libro. Se sentía orgullosa de mí. Me llenaba de exasperación y de vergüenza, pero yo la quería. (Calla, Francis Marloe). Mi padre me desagradaba, sencillamente. O quizá haya olvidado el afecto que sentía por él. Se puede olvidar el amor, como observarás que no tardé en descubrir.
No seguiré hablando de la tienda. Aún sueño con ella, una vez por semana como mínimo. A Francis Marloe eso le pareció muy significativo cuando se lo conté. Pero Francis pertenece a esa triste pandilla de teóricos semiocultos que prefieren cualquier explicación general, simbólica, al horror de enfrentarse a una historia humana singular. Francis pretendía «explicarme». En mi momento de fama, otras personas, mucho más inteligentes, quisieron hacer lo mismo. Pero el ser humano es infinitamente más complejo que esa clase de explicaciones. Al decir «infinitamente» (¿o debo decir «casi infinitamente»?, por desgracia, no soy filósofo) me refiero a que no sólo hay más detalles, sino más clases de detalles con más clases de correspondencias de lo que esas personas, dadas a reducirlo todo, puedan imaginar. Sería como tratar de «explicar» un cuadro de Miguel Angel en un diagrama. Sólo el arte explica, y en sí no puede ser explicado. Nosotros y el arte estamos hechos el uno para el otro, y cuando falla ese vínculo, falla la vida. Sólo esta analogía es válida, sólo este espejo refleja una imagen cabal. Claro está que nosotros tenemos una «mente inconsciente», y de eso trata en parte mi libro. Pero no existe un mapa general de ese continente perdido. No un mapa «científico», en todo caso.
Mi existencia, hasta que se produjo el drama que la llevó tan significativamente a su clímax, no había sido nada memorable. Hasta podría decirse que era insípida. En efecto, si es que se puede emplear esta palabra hermosa y mordaz en un sentido poco emotivo, mi existencia había sido sublimemente insípida, una gran existencia insípida. Estuve casado, luego dejé de estarlo. No he tenido hijos. Sufro de intermitentes trastornos estomacales y de insomnio. He vivido solo, por lo general. Después de mi esposa, y antes también, hubo mujeres de las que no voy a hablar porque no hace al caso y no tienen importancia. A veces me veía como un maduro donjuán, pero la mayor parte de mis conquistas pertenecían al mundo de la fantasía. Al cabo de los años, cuando parecía ser demasiado tarde para hacerlo, deseé haber llevado un diario. La capacidad que tenemos de olvidar por completo es inmensa. Y habría sido una suerte de monumento de un valor casi garantizado. Quizá una especie de Diario de un seductor con reflexiones metafísicas he pensado a menudo, habría representado para mí una forma literaria ideal. Pero los años que pudieron llenarlo han pasado y se han sumido en el olvido. En conjunto, he sido alegre, solitario aunque no insociable, en ocasiones feliz, y con frecuencia melancólico. (La alegría y la melancolía no son incompatibles). He tenido pocos amigos íntimos. (Creo que no podría ser «amigo» de una mujer). Este libro es de hecho la historia de una «amistad íntima». Encontré buenos amigos, aunque no íntimos («camaradas», podríamos decir), a través de mi trabajo en la oficina. No me referiré a esos años pasados «en la oficina»; tampoco a esos amigos, no por falta de gratitud sino, en parte, por razones estéticas, ya que ellos no figuran en este relato, y también por delicadeza, puesto que posiblemente ya no quieran relacionarse conmigo. De esos «camaradas» citaré tan sólo a Hartbourne, porque él se me antoja un habitante típico de mis grandes años de insipidez y puede, por tanto, representar debidamente a los otros; también porque al menos él se involucró, equivocadamente, pero con intención sincera y amistosa, en mi destino. Debo aclarar que «la oficina» era la oficina de Hacienda, y que la mayor parte de mi vida la he pasado trabajando como inspector de Hacienda.
No me propongo, pues, describir mi vida como «recaudador de impuestos». Por motivos que no alcanzo a comprender, la profesión de «recaudador de impuestos», como la de «dentista», parece provocar risa. Pero esa risa, sospecho, es una risa incómoda. Tanto el recaudador de impuestos como el dentista evocan al punto la imagen de los más profundos horrores de la vida humana: que hemos de pagar, acaso hasta la ruina, por nuestros placeres, que nuestros recursos nos son prestados, no dados, y nuestras más irreemplazables facultades se deterioran al mismo tiempo que se desarrollan. Y, en un sentido inmediato, ¿qué vuelve a un hombre más obsesivamente angustiado que el pago de impuestos o un dolor de muelas? Sin duda ello explica la defensiva y solapada burla hostil con que cualquiera es acogido al confesarse miembro de una de esas profesiones. Yo solía pensar, sin embargo, que nadie, salvo los tontos como Francis Marloe, creían de verdad que los inspectores de Hacienda elegían su profesión movidos por un sadismo oculto. No puedo imaginarme a nadie menos sádico que yo. Soy de una naturaleza afable hasta la timidez. Sin embargo, últimamente, hasta mi pacífica y respetable vocación ha sido esgrimida como prueba en contra de mí.
Cuando empieza esta historia —cuyo relato no seguiré aplazando mucho más— me había retirado, a una edad más temprana de lo habitual, de la oficina de impuestos. Trabajé como inspector de Hacienda porque tenía que ganarme la vida, a sabiendas de que nunca iba a ganármela como escritor. Me retiré cuando por fin hube ahorrado lo bastante para asegurarme una modesta renta anual. He vivido, como digo, hasta estos últimos tiempos, sin dramatismo, pero con un firme propósito. Ansiaba y me esforzaba por alcanzar la libertad que me permitiría dedicar todo mi tiempo a escribir. Durante mis años de esclavitud conseguí, no obstante, escribir algunas cosas —sin más que alguna queja ocasional—, y no es mi intención imputar mi falta de productividad a la falta de tiempo, como hacen algunos escritores insatisfechos. He sido, en términos generales, un hombre afortunado. Incluso ahora lo pienso así. Quizá ahora lo piense de un modo especial.
No había yo anticipado el trastorno que iba a suponer para mí dejar la oficina. Hartbourne me lo había advertido. No le creí. Tal vez sea, más de lo que yo mismo imaginaba, un animal de costumbres. Quizá también, con una estupidez imperdonable, di por sentado que la inspiración vendría con la libertad. No esperaba una total retirada de mi don. En los años anteriores había trabajado de manera continua. Esto es, escribía y destruía continuamente. Había en ello orgullo y pesar. A veces tenía la sensación de estar en un callejón sin salida (qué terrible frase). Pero nunca perdí la esperanza de alcanzar la excelencia. La fe, la esperanza y una absoluta dedicación me mantuvieron en mi afán, envejeciendo, viviendo solo con mis emociones. Y cuando menos comprobé que siempre podría escribir algo.
Pero cuando hube dejado la oficina de impuestos y podía sentarme cada mañana a mi escritorio para pensar lo que me apeteciera, descubrí que no tenía pensamientos. También eso lo soporté con mi más amarga paciencia. Esperé. Traté de desarrollar un nuevo hábito, la monotonía, de la que brota el valor. Esperé, escuché. Vivo, como pronto explicaré con más detalle, en un sector ruidoso de Londres, una zona antes elegante y ahora venida a menos. Supongo que también yo, al igual que mi vecindario, he realizado el peregrinaje que me apartaba de la elegancia. El ruido, que con anterioridad jamás me había turbado, empezaba a hacerlo. Por primera vez en mi vida anhelaba urgentemente el silencio.
Claro que, como podría apuntarse irónicamente, en cierto sentido siempre he sido un gran amante del silencio. En una ocasión Arnold Baffin me había dicho algo así, riendo, y me sentí herido. Tres libros breves en cuarenta años de sostenido esfuerzo literario no puede decirse que sea locuacidad. Y si hay algo que considero valioso es la importancia de mantener cerrada la boca hasta que llegue el momento oportuno, aun cuando ello signifique llevar una existencia completamente muda. Escribir es como casarse. Nadie debería comprometerse hasta que su buena fortuna le asombre. Odio, en cualquier situación, un torrente desmedido de palabras. Aunque está de moda creer lo contrario, lo negativo es más fuerte que lo positivo, y predomina. De cualquier modo, lo que necesitaba entonces era un silencio literal.
Decidí, pues, dejar Londres por un tiempo, y al punto empecé a sentirme más próximo a mi tesoro oculto. Una vez tomada la decisión, con la confianza recuperada, experimenté esa fuerza latente, constante, que es el auténtico privilegio de todo artista. Resolví alquilar una casita de veraneo junto al mar. Jamás me he sentido saturado de mar. Nunca había vivido cerca de él, en un paraje solitario donde sólo se percibiera el rumor de las olas, que no es otro que el murmullo del mismo silencio. En ese sentido debo mencionar también una idea, no del todo racional, que había estado alimentando más o menos vagamente desde hacía tiempo, que antes de alcanzar grandeza como escritor habría de sufrir una especie de prueba. Esa prueba la había estado aguardando en vano. Ni siquiera la guerra total (nunca vestí uniforme) logró trastornar mi vida. Parecía condenado a la placidez. Y puede que dé una medida de esa placidez, así como de la afable timidez a la que antes me he referido, que un verano fuera de Londres pudiera antojárseme una prueba. Claro está que para un hombre como yo, convencional, nervioso, puritano, esclavo de la costumbre, tal partida muy bien podía ser considerada una aventura, un gesto audaz e imprevisible. ¿O sabía por intuición que cosas maravillosas y terribles eran, al fin, inminentes, que temblaban ansiosas por realizarse tras el telón del futuro? Un anuncio atrajo la atención de mi escrutadora mirada: una casita junto al mar por un módico alquiler. Su nombre era Patara. Había hecho ya las gestiones oportunas y me disponía a partir cuando Francis Marloe, en calidad de emisario del destino, llamó a mi puerta. Pude por fin ir a Patara, pero lo que allí sucedió no incluyó nada de lo previsto.
Al leer ahora este prólogo veo lo poco que expresa de mi persona. Lo poco que las palabras pueden expresar, salvo en manos de un genio. Aunque soy una persona creativa, me tengo más por puritano que por esteta. Sé que la vida humana es horrible. Sé que en nada se parece al arte. No tengo religión, excepto mi propia tarea de existir. Las religiones convencionales son cosa de sueños. A escasos milímetros hay siempre un mundo de temor y de espanto. Todo hombre, hasta el más grande, puede ser destruido en un momento y no tener dónde refugiarse. Toda teoría que niegue esto es una mentira. Yo, por mi parte, no tengo teorías. La verdadera política es sencillamente enjugarse las lágrimas y la lucha incesante por la libertad. Sin libertad no hay arte ni hay verdad. Reverencio a los grandes artistas y a los hombres que dicen no a los tiranos.
Queda escribir una dedicatoria. Existe, desde luego, una persona para quien este libro ha sido escrito y que no puedo citar aquí. Lleno de emoción, a fin de testimoniar mi deber, no para hacer alarde de mi ingenio, te dedico la obra que tú inspiraste y que hiciste posible, mi querido amigo, mi camarada y maestro, con una gratitud que sólo tú puedes medir. Sé que perdonarás sus muchas faltas, como siempre has perdonado, con comprensiva clemencia, las igualmente numerosas faltas de su autor.
BRADLEY PEARSON