La violencia, esa impostora, reduce nuestras expectativas, nuestra lógica, los próximos días, las tardes, los suaves atardeceres, toda nuestra historia.
A siete mil metros de altitud, la tierra se extiende al norte y al este hasta fundirse en el purpúreo horizonte. La morrena terminal, que en verano nutre cultivos de alfalfa, campos de golf, granjas de turba, dorados maizales, está ahora cubierta de blanco, helada, mortecina en el crepúsculo. Cerros cubiertos de nieve pasan por debajo, algunos con tenues luces rojas de Navidad brillando en porches diminutos, luego un resplandeciente río plateado y azul y la estela de torres de la gran red eléctrica de la región central del país. Todo me resulta agradable. Minnesota.
Los pasajeros del vuelo 1724 de la Northwest (las líneas aéreas más incomprendidas), treinta en total, vamos todos a la Clínica Mayo. De O’Hare hasta Rochester. La azafata, una rubia huesuda con cola de caballo —una sueca de buena estatura—, sabe quiénes son sus pasajeros. Se comporta con una actitud ligeramente bromista con quienes han cogido el avión para hacerse una colonoscopia —«el trabajillo habitual con lubricante»—, pero se muestra seria, labios apretados y mandíbula firme, si el pasajero se enfrenta a una exploración de carácter más «impactante». Como de costumbre, yo pertenezco a la categoría intermedia de pasajeros-pacientes: los que sometidos a tratamiento satisfactorio se dirigen a Rochester a que les den noticias alentadoras. A siete mil metros, nadie se muestra en lo más mínimo reacio a hablar de problemas personales de salud con quien el destino haya sentado a su lado. Sobre el zumbido de los motores, se oye el rumor de voces de tierra adentro que en tono grave se explayan sobre lo que realmente es un aneurisma, lo que se siente al someterse a una endoscopia o una cateterización cardíaca («La incisión en la pierna del principio es ciertamente lo peor»), o a una fusión vertebral («Lo hacen por delante, pero tú no te das cuenta, como es natural, porque estás dormido»). Otros, menos agobiados por la preocupación, hablan de cómo han cambiado «las Ciudades» —a mejor, a peor— en todos los años que llevan viniendo aquí; dónde se pescan los mejores lucios (lago Glorvigen); quién fue en otro tiempo paciente de Mayo, si el rey Husein o Sadam Husein (hay rumores de sida y sífilis); y el buen periódico en que se ha convertido USA Today, «sobre todo en deportes». Muchos llevan grandes sobres con radiografías cruciales, que revelan el estado de otras zonas. CEREBRO, COLUMNA VERTEBRAL, CUELLO, RODILLA, se lee estampado en rojo. Yo no llevo nada —sólo a Sally Caldwell—, aparte de una próstata llena de agotadas semillas destinadas a acompañarme de por vida. Y de mis pensamientos acerca de un pronóstico optimista y un buen comienzo del segundo año del joven milenio, lo que incluye una nueva dirección en la presidencia —a la que es difícil ver cómo sobreviviremos—, aunque el debilitado nuevo candidato no es mucho mejor que el payaso de su antiguo rival, pues los dos son como sonrientes panes de maíz incapaces de gobernar una exposición floral de señoras, y mucho menos nuestra frágil e indómita república.
Sally, a mi lado en el asiento de pasillo de nuestro Saab 340 turbopropulsor de vuelo regional, va leyendo un libro revestido con uno de esos agradables forros de ganchillo que las mujeres tejían hace años para leer furtivamente Peyton Place o Bonjour tristesse en el salón de belleza (mi madre lo hizo con El amante de Lady Chatterley), libros que requieren intimidad para disfrutarlos en su plenitud. Sally está leyendo un grueso volumen de bolsillo titulado Tantrismo y próstata, de un tal doctor White. Me ha asegurado que entre esas recomendaciones hay estrategias que forman parte de nuestro (mi) proceso de maduración natural y que en cualquier caso son de sentido común, y que despejarán mucha maleza y abrirán muchos caminos en los que ambos pronto estaremos deseando entrar. La cuestión sexual continúa siendo una fuente de preocupación —para mí, aunque al parecer para Sally no— porque aún tenemos que reunimos plenamente de nuevo desde que ella volvió de Blighty y a mí me dieron de alta en el Ocean County Hospital después de salir airoso de mi operación de las heridas de bala, que sorprendentemente apenas me dejó cicatriz y no fue tan horrorosa como me había imaginado (muy parecido a lo que pasa en El hombre del rifle o Bonanza). Me desperté en la mesa de operaciones, pero el cirujano paquistaní, el doctor Iqbal, se echó a reír al ver mis asombrados ojos abiertos de par en par y dijo: «Vaya, hombre, mira quién no quiere perderse nada». En dos segundos me pusieron otra vez a dormir, y no tengo recuerdo alguno de dolor ni miedo, sólo de la carcajada del doctor Iqbal. Las dos balas del treinta y dos están en casa, en mi mesilla de noche, donde las llevo estudiando desde hace dos semanas en busca de señales trascendentes, pero hasta ahora no he encontrado ninguna. Sally cree que no hay motivo de preocupación en el terreno sexual y está convencida de que me pondré en marcha una vez que haya recuperado plenamente las fuerzas y me den buenas noticias en Rochester.
Su mano derecha roza la mía cuando nos topamos con turbulencias y empezamos a zarandearnos mientras los demás pasajeros —veteranos de los vuelos regionales y todos ellos fatalistas— ríen y hacen ¡uuuuuyy! Alguien, una mujer, dice con acento nasal de Michigan: «¡Vaamosyaa! Qué divertido, ¿no?». A ninguno nos importaría mucho que la nave se fuera abajo, que la secuestraran rumbo a Cuba o que simplemente aterrizáramos en un sitio distinto de nuestro destino: en un territorio ignoto donde nuevas e inesperadas aventuras pudieran florecer, dejando en suspenso nuestras inevitables cuitas hasta más adelante.
Desde que ha vuelto de su particular año sabático, Sally parece inexplicablemente feliz y no ha querido sentarse a hablar francamente y con todo detalle de lo que le ha ocurrido, lo cual es comprensible y puede esperar para siempre si es necesario. He pasado bastante tiempo en el hospital, de todos modos, y luego ha habido mucho que hacer: visitas policiales y entrevistas con representantes de la fiscalía, una rueda de presos en el juzgado de Ocean County, donde identifiqué a los culpables, y todo eso con los problemas de Clarissa en Absecon. (Los asesinos enanos eran gemelos y rusos, amigos de la desleal Gretchen. Resulta que ahí hay una historia. Pero no seré yo quien la cuente).
Paul y Jill, debo decir, han resultado de más ayuda de lo que cabía imaginar a lo largo de todas las dificultades, aunque ya están de vuelta en Kansas City para celebrar las navidades «como pareja». Paul y yo no hemos estado precisamente en condiciones de adelantar gran cosa debido a mi estancia en el hospital, pero parece que ahora, y de manera imprecisa, nos hemos cogido un poco la onda, y desde que me dispararon, no está tan furioso como antes, lo que no deja de ser buena señal. Todavía no sé si se ha casado con Jill o tiene intención de hacerlo. Cuando le pregunté, se limitó a pasarse la mano por el «barbigote» sonriendo con la pícara expresión de quien está muy apegado a su mujer, de manera que mi hipótesis de trabajo es que no importa, siempre y cuando sean «felices». Claro que, desde luego, podría equivocarme. Me dijo, después de pensarlo, el apellido de Jill —que es Stockslager y no Bermeister—, y debo reconocer que la noticia me tranquilizó. Pero en lo que, de nuevo, se refiere a la verdadera reconciliación entre Sally y yo (tanto en el sentido histórico como en el marital), vendrá a su debido tiempo, o nunca, si es que hay alguna diferencia. En su carta, me decía que ignoraba si había alguna palabra que describiera el estado humano natural en que existíamos el uno para el otro. En caso de que así fuera, me parecería muy bien. Ideal no sería probablemente esa palabra; simpatía y necesidad podrían constituir importantes elementos. Aunque, sinceramente, amor parece cubrir la mayoría de los aspectos.
Cuando llegó, al día siguiente de Acción de Gracias, Sally llevaba consigo una urna que contenía las cenizas de Wally. (Yo estaba flipado en la UCI de Ocean County, y ella no se presentó allí con la urna). Wally, al parecer, había sido una persona que por mucho que lo intentó nunca se había sentido plenamente satisfecho con la vida, pero que había logrado estar más cerca que nunca de la felicidad viviendo en soledad, o casi, con los honorarios recibidos como distraído y abnegado silvicultor en la finca de un terrateniente (hay palabras para ese tipo de gente, pero no explican ni bien ni mucho sus circunstancias). Su casi feliz existencia se vino directamente patas arriba cuando Sally se reintegró a la fuerza en su vida por motivos exclusivamente particulares y sin ánimo de permanecer con él; aunque el pobre Wally no lo sabía. Al cabo de unas semanas juntos en Mull, Wally adoptó la seriedad de un monje, luego se puso taciturno, temiendo al parecer que su paraíso en la tierra no fuese ya sostenible, pero incapaz (como había sido desde el principio) de explicar a Sally que el matrimonio no era buena idea para un hombre de hábitos tan solitarios. Ella me contó que le habría gustado oír algo así, que había intentado con cariño y buenas palabras que le hablara de eso, pero no lo consiguió, y comprendiendo que le estaba destrozando la vida, tomó entonces la decisión de abandonarlo. Pero Wally, sin sitio adonde escapar, y sin darse cuenta de que podía quedarse perfectamente en Mull, en un acceso de desesperación y horror incomunicable, se dio un chapuzón con un adoquín de granito atado al tobillo y dejó que sus terribles miedos e ineptitud terrenal se fueran a pique con la marea baja. Sally me contó que cuando lo encontraron tenía una gran sonrisa en su cara redonda e inocente.
Sally ha reconocido —sentada a la misma mesa con tablero de vidrio y vistas al mar donde anunció que iba a abandonarme y me entregó su alianza no hace más de seis meses, cargados de acontecimientos— que simplemente nunca hizo feliz a Wally, aunque lo quería, y que era una lástima que no hubieran tenido ocasión de divorciarse como hicimos Ann y yo, liberándonos del pasado común. Con el tiempo, encontraré palabras para explicarle que eso no es tan fácil como ella piensa, y así quizás la ayude a aclararse consigo misma, haciendo que su relación con Wally suelte ciertos lastres —uno de los cuales es el dolor— de los que ellos dos no pudieron desprenderse por sí solos. Ése es mi solemne deber como segundo marido. A base de esas pequeñas cosas, hemos hecho bastantes progresos sólo en los doce días que llevo fuera del Ocean County Hospital. Ambos comprendemos que el tiempo es precioso, por razones obvias, y no queremos perderlo devanándonos mucho los sesos.
En cualquier caso, cambié la fecha de revisión del tratamiento en Mayo, que será mañana a las nueve con el doctor Psimos, de curtidos dedos. Y como, en cierto modo, Chicago pilla de paso, Sally me ha pedido que la acompañe a Lake Forest para anunciar un sólido fait accompli cuando entregue las cenizas de Wally a sus ancianos padres. El que un hijo muera en vida de uno, como ocurrió con mi hijo Ralph, ya es una experiencia inimaginablemente horrorosa. Y si bien he llegado a admitirla oficialmente, nunca lograré superarla de verdad ni aunque viva cien años, que no los cumpliré. Pero que muera dos veces es inconcebiblemente peor y extraño en no menor medida. Y a pesar de que no sabía qué decir a sus padres y en realidad no quería ir, pensé que si veían a alguien que hubiera conocido al Wally adulto, como yo lo había conocido en cierto modo, que estaba al tanto de sus extrañas circunstancias y podía dar fe de ellas, y que al mismo tiempo era un completo desconocido al que nunca volverían a ver, podría servirles de algún consuelo. Bien mirado, no sería muy distinto de una visita de Sponsor.
Los ancianos Caldwell, de corta estatura, mejillas rosadas y cabellos blancos, eran norteamericanos elegantes que nos recibieron a Sally y a mí en su gran mansión de piedra sin labrar que, con la fachada trasera dando al lago, bien podrá valer ocho millones y que un día se legará a un centro de investigación dirigido por la Northwestern para estudiar (e interpretar) el síndrome que Wally sufría a causa de ella y que convirtió en un manicomio la vida de todo el mundo. No pude evitar la idea de que también podía convertirse en una casa de cuatro apartamentos de lujo, ya que poseía unos jardines soberbios, árboles adultos y unas vistas hasta Saugatuck para caerse de espaldas. Ya habían instalado un enorme abeto azulado de forma cónica con un complejo sistema de luces en el amplio salón con chimenea de piedra, donde Sally (supuse) volvió a encontrarse con Wally en mayo pasado. Los Caldwell tenían que marcharse pronto a una fiesta en el club de campo aquella noche y querían que fuéramos con ellos y nos quedáramos a dormir, porque había baile. Habría preferido morirme antes de hacer cualquiera de las dos cosas y, en realidad, me las arreglé para introducir en la conversación el hecho de que lamentablemente hacía poco que me habían disparado en el pecho (cosa que no pareció sorprenderlos mucho) y no podía dormir bien, lo que no es cierto, y Sally añadió que sólo estábamos de paso camino de la Clínica Mayo para la revisión y teníamos que seguir viaje: como si hiciéramos todo el trayecto por carretera. Fueron de lo más simpático, nos prepararon un Old-Fashioned a cada uno, charlamos con desánimo de las elecciones (Warner describió a todos sus vecinos como honrados republicanos al estilo de Chuck Percy)[80] y de su impresión de que la economía iba a entrar en recesión, como atestiguaba el comportamiento del sector tecnológico y los recortes en el gasto. Constance tomó posesión, agradecida pero sin ceremonias, de las cenizas de Wally: una urna pequeña forrada de terciopelo negro. Ambos mencionaron con cautela a los dos hijos de Sally, dando claramente a entender que les enviaban cheques para hamburguesas. Luego hablaron de la vida tan poco corriente que Wally había decidido llevar: «Extraña y en cierto modo apasionante», observó Constance. Estábamos sentados en la enorme pero agradable estancia con olor a madera de abeto y manzano, bebiendo nuestros cócteles y pensando en Wally como si estuviera con nosotros y a la vez como si nunca hubiera existido, pero desde luego no como el individuo que me robó la mujer: por muy sin querer que fuera. En cierto momento, como es lógico, los cuatro empezamos a sentirnos inquietos y probablemente temerosos de que nuestras palabras empezaran a cobrar un sentido que luego podríamos lamentar. Sally y Constance se excusaron, a la manera sureña, para ir juntas al piso de arriba con la urna de las cenizas. Warner me hizo salir por la puerta vidriera y me llevó al patio, circundado por una valla de poca altura y cubierto de nieve dura. Quería que viera el lago, azul y helado, y también dónde había instalado, como un capricho, su campo de prácticas individual, cubierto y con calefacción para utilizarlo durante el invierno. Se preguntaba si yo jugaba al golf: como si me estuviera calibrando como yerno. Le dije que no, pero que mi antigua mujer era profesora de golf y que había jugado con las Lady Wolverines en los sesenta. Con una sonrisita de duendecillo —no se parece en nada a Wally, lo que da lugar a conjeturas—, dijo que él había competido en el torneo «Purple and White» al volver de las Marianas. Después nos quedamos sin nada que decir, y dando la vuelta a la vieja casona me condujo por la reluciente corteza de nieve hasta la entrada, por donde las señoras salían en aquel preciso momento (era su método habitual de poner a la gente en la puerta). Y al cabo de tres minutos como mucho, después de darnos un incómodo abrazo y prometer que algún día, en alguna parte del planeta, nos volveríamos a ver, Sally y yo salimos del camino de entrada y de Lake Forest, para volver a la autopista de Edens y al aeropuerto O’Hare.
Pero como aún quedaba mucha luz y no había perdido mi antiguo sentido de la orientación para encontrar calles y puntos cardinales —todo agente inmobiliario cree tenerlo, aunque puede equivocarse de forma calamitosa—, dije que quería pasar frente a la última dirección de mi madre en Skokie, donde había vivido con Jake Ornstein, su buen marido, cuando yo iba a la universidad, y donde murió en 1965. Salimos de la autopista en Dempster Avenue y seguimos en dirección este hacia donde yo pensaba encontrar Skokie Boulevard al cabo de una compleja serie de maniobras por calles pequeñas. Todo me resultaba familiar, y recordé la sensación que me producía llegar allí treinta y cinco años atrás, cuando venía en tren de Ann Arbor en el antiguo New York Central y mi madre iba a recogerme a la estación de LaSalle Street.
Pero cuando llegamos a donde yo creía que debía estar Skokie Boulevard (puede que el Old-Fashioned me estuviera causando efecto), había un centro comercial que no se encontraba en su mejor momento, con un Office Depot y un Sears como puntos de anclaje y un montón de espacios comerciales vacíos entre los dos. Comprendí que al fondo del aparcamiento de los empleados de Sears era donde había estado la casa de mi madre y Jake: una construcción casi colonial, de techo azul, buhardilla con ventana, porche en medio, donde mi madre había vivido sus últimos días, y donde yo iba a verla hasta que me quedé oficialmente huérfano a los diecinueve años.
—¿Sabes dónde está enterrada tu madre?
Sally iba al volante del Impala alquilado y no tenía prisa, porque sus obligaciones hacia Wally y ella misma estaban ya cumplidas para siempre. Llevaba conduciendo encantada todo el día.
—En uno de esos sitios donde sólo se ven kilómetros de lápidas de granito con autopistas por tres lados. A lo mejor consigo localizarlo desde el aire. Está enterrada junto a Jake.
—Podemos buscarlo —dijo ella, abriendo mucho los ojos como para animarme—. Me parece bien que vayas al menos una vez antes de que te mueras. No es que esté en peligro tu vida. Más te vale. Tengo planes para ti.
Ése era nuestro código sexual en otra época. «Tengo planes para ti, tío». Con una ceja enarcada. Desde luego a mí me gustaría que esos planes pronto se llevaran de nuevo a buen término.
—Eso espero —repuse. Ya nos encaminábamos de vuelta a la autopista de Edens en dirección al aeropuerto—. Basta con que haya intentado encontrarla. Le habría parecido bien. En eso se parece la vida al juego de la herradura.
—Y más de lo que tú crees, ¿sabes?
Me miró con una amplia sonrisa, los ojos chispeantes, como hacía mucho tiempo que no los había visto. Evidentemente, eso contenía un significado pasional, lo que me dio mucha alegría, pero también cierta aprensión de que sólo se esperara de mí un comportamiento aproximado a lo pasional. Llegamos al aeropuerto con dos horas de antelación.
He de decir que en los días transcurridos desde su vuelta, algunos de los cuales pasé en el hospital de Toms River, antes de que me dieran el alta y empezara la convalecencia, salvado de milagro de los agujeros en el pecho como un santo de segunda división, Sally me había tratado —como bien temía que lo hiciera— con un cuidado exquisito, casi como convencida en algún plano kármico de que ella era la causa de todo lo que me había sucedido. Probablemente no opuse la suficiente resistencia, aunque Mike Mahoney dice que el karma no se plasma de ese modo. Sin embargo, Sally da con frecuencia la impresión de estar «atendiéndome», y a veces se dirige a mí en tercera persona con una actitud excesivamente animada, como una enérgica señorita de compañía al irritable objeto de sus cuidados: «Bueno, ¿qué planes tiene Frank para hoy?». «Así que Frank va a intentar levantarse hoy de la cama, ¿eh?». Me han dicho que eso es lo que hace la gente en sesiones de terapia cuando la conversación se pone seria. «Frank cree, o al menos se inclina a considerar, que Sally siente un impulso excesivo de compensación debido a un comportamiento anterior que no requiere resarcimiento alguno, y Frank desearía acabar con esa situación». Llegué a decírselo realmente. Y estuvo todo un día silenciosa y evasiva, incluso algo quisquillosa. Pero al día siguiente estaba contenta otra vez, aunque todavía más solícita de lo que yo hubiera querido.
En verdad me inclino a creer que lo que todo matrimonio podría necesitar es un abandono o una traición de golpe y porrazo para probar su resistencia a la incertidumbre (la mayoría sobrevive a eso y a cosas peores). En cualquier caso, ya he superado con mucho lo de estar enfadado, y tengo una alborozada sensación de inevitabilidad sólo por el hecho de seguir con vida y de tenerla de nuevo a mi lado. Nuestro matrimonio, en realidad, ya no parece realmente un matrimonio, aunque Sally me ha pedido que le devuelva su anillo de casada (pero todavía no se lo ha puesto). Quizás es que en realidad nunca me lo ha parecido, y puede que a pesar de dos intentos no sepa lo que es el matrimonio. A lo mejor no es el estado natural del ser humano, y por eso Paul se limitó a sonreír cuando le pregunté sobre él.
Pero desde que me dispararon en el pecho, cuando concluye el pestilente año uno del milenio y se han regalado las puñeteras elecciones, he empezado a percibir una creciente sensación de iluminación, aunque me siguen doliendo mucho los agujeros de los balazos. La iluminación a veces se pierde en la intimidad de la vida en común: la constructiva certeza, por ejemplo, de que la persona con quien estás se rige exactamente por las mismas preferencias que tú, y que tu vida va realmente como tú quieres que vaya. Esa convicción iluminada puede perderse. Con Sally de vuelta, la vida en Sea-Clift no es, en realidad, tanto una decisión tomada tiempo atrás, como la sensación de encontrarse con alguien que inmediatamente te cae bien en un largo paseo por la Gran Muralla, que te resulta bastante familiar y a quien al acabar el día decides invitar a tu pequeña tienda de campaña.
No es que esté completamente a salvo. Si pretendo estar curado y ser más un participante de pleno derecho en vez de un objeto de cuidados, creo que tendré que ofrecer más interés intrínseco. Aunque el hecho de que un asesino de catorce años te dispare en el pecho con una pistola metralladora y vivir para contarlo me otorga una buena historia, nada convencional, que la mayoría de la gente probablemente no tiene. Y quizás también deba ser más intuitivo, algo que de todos modos creía ser, hasta que el cáncer entró en escena. Y posiblemente no me vendría mal mejorar mi sentido de la espiritualidad, algo que Sally parece poseer desde que ha vuelto a casa y que Mike Mahoney vende como rosquillas. «La fe es la confirmación de lo que no se ve» es un credo que siempre ha parecido razonablemente digno de confianza, y en el que me he reconocido desde un punto de vista laico; aunque también cabría decir que suscita problemas. O bien: «En una era de incredulidad… al poeta le toca suplir, en su medida y estilo, las satisfacciones de la fe»; salvo que, desde luego, yo no soy poeta, aunque he leído a muchos y no me resulta difícil terminar sus libros. Pero en la vena espiritual más puramente personal —ya que me dieron dos tiros diez centímetros por encima de la mía propia—, la pregunta más motivadora del catecismo de la espiritualidad, cuyo proceso de respuesta vale la pena recordar, puede que no sea «¿Soy bueno?» (que es la que mi rica clientela de Sponsor quiere conocer para basar su vida en ella), sino «¿Acaso tengo corazón?». ¿Veo el bien siquiera como posibilidad? En Con el corazón abierto, el Dalai Lama es de la opinión de que sí lo veo. Y estoy en condiciones de afirmar que también lo creo. Pero a más —como dicen en Nueva Jersey—, a más de eso no llega mi capacidad espiritual.
No estoy seguro de si algo de esto cuadra con la aceptación y el Siguiente Nivel. En cuanto concepto, la superación personal ya constituye una bofetada para el Periodo Permanente, para la vida que puede volver a vivirse, que es una idea que he dejado atrás pero cuya razón de ser quizás sea más difícil de ignorar de lo que parece. ¿Es que una vez llegados a determinado punto de la carrera podemos hacer algo por mejorar verdaderamente nuestras posibilidades? ¿No será más bien una cuestión de preparación? ¿De la vida como preludio?
Entonces, si nos diera por hacer un resumen, éstas son las cosas que deberían enumerarse al final.
Siempre me ha gustado el chiste del médico que entra en la consulta con estetoscopio, visera reflectante y tablilla de datos, diciendo: «Tengo buenas y malas noticias. Las malas son que tiene usted cáncer y le queda una semana de vida. La buena es que anoche me follé a mi enfermera».
Mis buenas noticias son que tengo cáncer, pero duermo mejor que nunca desde que me dieron dos tiros y casi me liquidan. Los médicos del Ocean County Hospital me dijeron que no es algo insólito. La muerte puede asumir una importancia más contextualizada en relación con su cercanía. Y a decir verdad, no le tengo tanto miedo como antes, que no era mucho, aunque esas cosas pueden estar ocultas. Por ejemplo, al subirme hoy al avión no he tenido como antes la sensación de que conocía a las azafatas de otros vuelos (ellas nunca me reconocen a mí) y que, por tanto, mis probabilidades de evitar el desastre se habían reducido. Tampoco he sentido hoy el impulso que he tenido durante años —incluso en aquellos alegres viajes que borraban todas las preocupaciones a Moline y Flint— de repetir mi mantra de viaje al ocupar mi asiento: «Un avión consiste en cuarenta toneladas de conductos de aluminio, con catalizadores a presión altamente volátiles e inestables, que surca unos cielos saturados de ingredientes similares, está pilotado por unos tíos con aprobado de nota media en Purdue y lleva sólo Dios sabe cuántos otros materiales ignífugos capaces de producir una carnicería, de modo que es absurdo no pensar que el aparato intente llegar a tierra, donde verdaderamente debe estar, a la primera oportunidad. Por tanto, hoy debe ser un buen día para morir». Esas palabras solían confortarme, pronunciadas en silencio mientras veía mi equipaje avanzando por la cinta y los empleados lanzando furtivas miradas a mi cara asomada a la ventanilla y murmurando palabras que no podía leer en sus labios pero que parecían dirigidas a mí, con muecas burlonas y riendo abiertamente mientras introducían a bordo cualquier cargamento terrorífico que transportaran los demás pasajeros (aunque los dueños de esas maletas rara vez vuelan con ellas).
En cuanto al número dos de la lista, mis extraños síncopes han dejado de producirse desde que resulté herido. Por qué, no lo sé, pero puede que ahora lo esté meditando sin darme verdadera cuenta.
En otro apartado, el misterio de la muerte de Natherial Lewis llegó a una triste pero inapelable conclusión: un crimen que no parece relacionado con el odio. La cuestión subyacente era mucho más sencilla de lo que se pensaba, como suele ocurrir en estos casos. Un hombre de fe musulmana deseaba «enviar un mensaje» a un médico que profesaba su misma religión y que, en opinión del primero, estaba demasiado arraigado en el mundo de los infieles y necesitaba un recordatorio. El médico, por supuesto, se había marchado a pasar el Día de Acción de Gracias a Vieques cuando le enviaron el recordatorio: lo que quizás indicara al de la bomba que tenía razón. Sólo Natherial estaba en la cafetería, a primera hora de la mañana, escuchando su radio, mirando por la ventana, viendo cómo amanecía en los jardines del hospital, esperando la hora de irse a su casa y acostarse: cosa que nunca ocurrió. No estaba previsto que nadie resultara herido, aseguró el culpable. Sólo era un mensaje.
Entretanto, en Nueva Jersey se declaró oficialmente el fin de la larga sequía gracias a Wayne, la depresión tropical, que no llegó a convertirse en huracán pero nos trajo un cambio de tiempo. Algunas personas asocian el fin de la estación seca a que las elecciones se han resuelto y a una esperada mejora de la economía. Pero se trata de republicanos a quienes les irá estupendamente con independencia del presidente electo. Son los que venden agua en el desierto.
En un aspecto menos optimista, Wade Arsenault, lamentablemente, ha muerto. De un ataque. Fallo general del organismo. «Ochenta y cuatro», como diría Paul Harvey,[81] el domingo siguiente al Día de Acción de Gracias. Ninguna sorpresa para él, ni decepción tampoco, supongo, si es que sabía algo del asunto. No asistí al entierro porque me encontraba en el hospital y no me enteré hasta después. Aunque no habría ido. Wade y yo no éramos la clase de amigos que necesitan asistir a los funerales del otro. En cualquier caso, su hija, Ricki, y su hijo, Cade, el policía de grueso cuello, hicieron acto de presencia para despedirlo en su viaje a la gloria. Ricki me llamó al hospital y parecía la misma que cuando la había visto por última vez dieciséis años atrás, aunque el tiempo le había vuelto la voz algo más grave y menos segura. Me la imaginé peinada de peluquería, quince kilos de más sobre sus otrora maravillosas caderas y una expresión de disconformidad camuflada tras una gran sonrisa tejana. «Papi te tenía mucho aprecio, Frank. Como yo, más o menos», indirecta, indirecta. «Era muy importante para él tenerte de amigote. Qué vueltas da la vida, ¿verdad?». «Sí que es verdad», convine, mirando con aprensión por la ventana del hospital hacia Hooper Avenue, inundada de pequeños copos de nieve y de gente que hacía sus compras navideñas. Esperaba que no estuviera llamando desde el vestíbulo o el coche, de camino a ver cómo estaba, con eso de que era enfermera. Pero no vino. Siempre había sido más lista que el hambre. Me dijo que había descubierto la Iglesia de la cienciología y que por eso era mejor persona, aunque a su edad dudaba que nadie la quisiera tal como era: a lo que yo repuse que eso era una completa equivocación (no recordaba exactamente cuántos años tenía). Después de eso nuestra conversación no se prolongó mucho. Creo que le habría gustado verme, y en cierto modo a mí también. Pero no estábamos tan emocionados como para eso, y al cabo de poco nos dijimos adiós y se esfumó para siempre.
En el frente más doméstico, el roce de Clarissa Bascombe con la policía local de Absecon fue serio de verdad, pero no acabó tan mal como cabía esperar. Su madre llevó efectivamente a un abogado de Haddam, un tío rubio, alto y guapo, con aire de nórdico y ojos a ambos lados de la cabeza: un imbécil a quien he visto montones de veces y a quien nunca he prestado atención, y que, según creo, es el nuevo y apuesto galán de Ann, no el profesor de historia con coderas que antes me imaginaba. Me dijo que ese abogado, Otis —no sé si ése era el apellido o el nombre— estaba «bien relacionado», lo que implicaba la mafia o el Capitolio, si es que hay alguna diferencia. Pero a las seis de la tarde del Día de Acción de Gracias, el tal Otis había sacado a Clarissa de la cárcel de Absecon y acusado a la policía de hacer un uso excesivo de la fuerza obligándola a salirse de la carretera y haciendo que chocara contra la flecha de señalización de estrechamiento de carril y atropellara al empleado del Departamento de Transportes de Nueva Jersey, que sólo tenía un esguince y a lo mejor se lo había hecho la semana anterior. Otis afirmó asimismo que Clarissa había sido posiblemente víctima de un intento de violación, o como mínimo de una espantosa experiencia equivalente a un agresivo acoso por parte de la persona con la que había salido, y que la había dejado traumatizada: o sea, que era inocente. En realidad estaba huyendo para ponerse a salvo, aseveró, en el momento en que la policía de Absecon la interceptó. Puede que Thom pague los platos rotos o puede que no, porque resulta que, naturalmente, tiene un pasado del que nadie sabe nada pero, como era de esperar, dispone de buenos picapleitos. Baste decir que Clarissa salió indemne y con el tiempo se le quitará la sensación de idiota que tenía en aquellos momentos. Cuando llegó al hospital el Día de Acción de Gracias a altas horas de la noche, después de que me operaron y cuando ya estaba despertándome, no tan mal como era de esperar pero un poco ido, se quedó al lado de mi cama, observándome con su seria mirada, me puso ambas manos bajo la muñeca sobre la cual me habían enfilado disoluciones, sueros y monitores cardíacos, sonrió luego animosamente y, con lo que recuerdo que fue una voz sumamente suave, escarmentada, cansada y llena de vida, me dijo: «Me parece que me he convertido en el número uno del número dos». Era posiblemente nuestro chiste más viejo, y se refiere a un letrero que vimos una vez en un camión de limpieza de fosas sépticas en una carretera comarcal de Connecticut, cuando ella era una niña y yo un padre insuficiente que intentaba encontrar cierta suficiencia. Había, o parecía haber, otras personas además de ella en la habitación: Ann, posiblemente Paul, tal vez Jill, quizás el inspector Marinara. Aunque puede que lo haya soñado. En lo alto de la pared verde, bajo la cornisa del blanco techo, había un friso con frases importantes que las autoridades del hospital querían que los pacientes viéramos nada más abrir los ojos (si lo conseguíamos). Lo que leí era lo siguiente: «Cuando los pacientes están satisfechos con el grado de atención que reciben, se curan antes y disminuye la duración de su estancia».
Miré a mi dulce hija, sus bellos rasgos marcados por la fatiga, su densa cabellera color miel, su firme mandíbula, la comisura de sus labios marcada por la sonrisa ausente. Entonces pude ver, por primera vez, cómo sería en su madurez: lo contrario de lo que suele ver un padre. Los padres creen ver al niño en la cara del adulto. Pero Clarissa iba a ser, comprendí entonces, igual que su madre. No se parecería a mí, lo que podía aceptar junto con todo lo demás. Allí tumbado pensé que habíamos compartido pocas bromas y que raras veces la había visto reír desde que se había hecho mayor. Y aunque cualquiera diría que eso era tanto culpa de su madre como mía, en realidad el fallo era casi todo mío.
Dije algo entonces, en mi estupor. Creo que fue: «Tenía que haber pasado más tiempo contigo cuando eras pequeña».
Y ella contestó: «No es cierto, Frank. Entonces yo no quería estar más tiempo contigo. Ahora todo va mejor». Eso es todo lo que recuerdo de aquellas primeras horas en el hospital y de mi hija, que ahora ha vuelto a «poner el campamento» en Gotham con Cookie, cosa que me agrada, ya que puede que haya decidido que el «lanzarse a la corriente», el «estar dentro sin participar» no eran sino espejismos que la impedían aceptarse tal como es, y que la apacible y despreocupada vida de los compartimentos interconectados quizás no sea un modo de evitar el dolor sino sólo de aceptar lo que no se puede cambiar. Es posible que haya llegado a sentirse afortunada.
Resulta que los pasajeros del otro lado del pasillo son de Kansas City, una pareja regordeta y jovial que se llamaban Palfreyman. Burt Palfreyman está tan calvo como una bola de billar, de la quimio, y tan ciego como Milton por culpa del cáncer de retina, pero se muestra lleno de energía y vigor ante otra nueva estancia en «La clínica». Ya ha estado muchas veces, y ha dicho a Sally que el pelo se le ha cansado de crecer y por eso ha decidido no volverle a salir. No explican los problemas que aquejan a Burt esta vez, aunque Natalie menciona algo sobre «todo el sistema linfático», cosa que no debe de ser buena. Sally menciona que mi hijo también vive en Kansas City, y que trabaja en Hallmark, noticia que los vuelve reverentes, suscitándoles cabeceos de aprobación, aunque el de Burt va más dirigido al respaldo del asiento delantero. «Una empresa de primera», dice seriamente, y Natalie, de formas agradablemente redondeadas, con pelo rizado de color salmón y mejillas hinchadas y venosas por las preocupaciones y una larga vida, me mira fijamente, más allá de Sally, como si yo no supiera que Hallmark es verdaderamente una empresa de primera, lo que constituye un serio fallo de información que debe enmendarse. Le sonrío, como si estuviera mudo pero pudiera comunicarme con gestos. «Es propiedad de una familia», informa ella. «Y hacen todo lo que pueden por Kansas City». Burt sonríe por nada. Lleva una especie de chándal de terciopelo azul con un ribete morado en la pernera y parece tan cómodo como pueda estarlo un ciego en un aeroplano. «Están a la misma altura que UPS», dice Burt, «o de cualquier otra de esas grandes empresas en lo que se refiere a ventajas para los empleados, permiso por asuntos familiares, esas cosas. Ah, sí. Ya lo creo». Podrían contratarlo para la sección de tarjetas en Braille.
Sally me acaricia la mano izquierda, como diciendo: No dejes que esta buena gente te entristezca. Enseguida aterrizamos.
Natalie continúa diciendo que Burt acaba de jubilarse después de treinta y cinco años trabajando en una empresa que almidona ropa —otra sólida compañía de propiedad familiar de Kansas City—, donde le encontraron un sitio en el departamento de contabilidad cuando empezó a tener problemas con la vista. Tienen hijos «en el oeste», y Sally dice que ella también, lo que permite a Natalie saber que estamos casados de segundas. Natalie dice que están pensando en dar el salto y mudarse a Rochester después de vender su casa en Olathe. «Al menos comprar un apartamento», prosigue, porque ahora no hacen más que ir y venir. Le gusta el oncólogo de Burt, que los invitó a cenar una vez, y les parece que podrían encajar bien en la comunidad de Rochester, que no es muy diferente de Kansas City.
«Mucha menos delincuencia». Sólo necesitan acostumbrarse al invierno, y eso le parece divertido. Tienen cita con un agente «mobiliario» para ver unas viviendas mientras Burt descansa entre prueba y prueba. «La salud es la última frontera, ¿verdad?». Natalie entorna los ojos y me mira con fijeza, como si acabara de comunicarme un hecho del que los hombres necesitan tomar conciencia. Le respondo con una sonrisa de falsa aprobación, aunque por la mente me desfila la imagen de un enema de bario autoadministrado sobre el frío suelo de un cuarto de baño, que es lo que siempre me pasa por la cabeza cuando pienso en mi «salud»: algo no va bien, o algo que iba bien pronto dejará de hacerlo. Una perpetua indefinición. Una frontera perdida, no sólo la última. Salud es una palabra que nunca empleo.
Acercándonos al final, pues.
Como ya he dicho, Paul, en compañía de Jill, ha vuelto a Kansas City y a la agradable y asequible vida de las tarjetas de felicitación y de poner palabras a los sentimientos de otros que no saben expresarlos. El día en que salí del hospital, enterramos la cápsula del tiempo de Paul detrás de la casa en una silenciosa ceremonia muy parecida al entierro de un perro o un pececito. Paul puso dentro algunas de sus cómicas tarjetas rechazadas, Jill guardó un mechón de sus rubios cabellos a efectos de ADN. Paul consiguió que el inspector Marinara (resulta que se llama Lou) pusiera unas esposas rotas, además de su tarjeta de visita oficial. Sally aportó una piedrecita de granito muy lisa de la playa de Mull y otra de la de Sea-Clift. Clarissa, con Cookie presente, puso el pomo de caoba de la palanca de cambios del Healey de Thom. Mike, su foto firmada de Gipper y una bandera de oraciones verde. Ann no asistió, aunque estaba invitada y podía haber dado algún provechoso paseo con su hija. En cuanto a mí, en plan de broma, puse una semilla de titanio ya agotada (dentro de un sobrecito de plástico), que al parecer se me había «salido» en el quirófano de Toms River, sin duda cuando me desperté en plena operación y todo el mundo soltó una buena carcajada a mi costa. Paul estaba encantado, hizo un par de chistes malos a propósito del milenio, y luego cubrimos con arena el pequeño misil. (Seguro que en la próxima gran explosión se desentierra y acaba en África o Escocia, lo que surtirá el mismo efecto). Lo que Paul dijera a su madre, o ella a él, sobre querer dedicarse a la venta de propiedades nunca surgió entre nosotros: un alivio, pues su estilo de vida cotidiana, ya integrada en la corriente convencional, no se amoldaría bien a la necesidad de persuadir, satisfacer, ser confesor, terapeuta, consejero comercial y asesor de riesgos de la diversidad de ciudadanos que cruzan el umbral de mi oficina casi todos los días. Le caerían bien, a su modo haría todo lo posible por ellos, pero en definitiva le parecería gracioso todo lo que dijeran, sin llegar a captar el sentido de sus palabras: exactamente igual que no entiende las mías. Aunque bueno, es un tipo de persona diferente de la mayoría. Y a pesar de que lo quiero y le deseo prosperidad y que viva muchos años, en realidad no lo comprendo muy bien, no puedo hacer mucho por él salvo alegrarme de que esté donde está y en buena compañía, cuyo amor sabrá incrementar con el paso de los años. Quizás con el tiempo, si es que lo tengo, llegaré a entenderlo mejor que ahora.
En cuanto a Mike y a la venta de Realty-Wise, he decidido tener un socio tibetano. En el tiempo que estuve en cama, no sólo vendió la casa sobre ruedas de Timbuktu a un cliente indio distinto —que cuando vienen, al parecer, se presentan a manadas—, sino también el 61 de Shore Road, pilares cuarteados y todo, además de cuatro chalés, a Clare Suddruth, que se presentó con Estelle el viernes, el día siguiente a Acción de Gracias, tras llamar al número de emergencia al que yo no contestaba; tan ansioso estaba por aflojar el bolsillo y soltar el dinero que Mike temió que estuviera «perdiendo una batalla interior» (víctima de un desapego neurótico) y posiblemente no fuera responsable de sus actos. Una llamada al banco lo arregló todo. Asimismo, Mike se negó a ocuparse de la venta de la casa de la playa de los Feenster cuando se lo ofreció la hermana de la pobre Drilla, y discretamente pasó el asunto a Sea-Vu Associates. Resulta que Nick tenía muchos más enemigos que los dos chicos rusos, y de todos modos no había sido tan escrupuloso en sus asuntos personales como habría sido preciso para haber seguido caminando por el mundo.
Al principio, Mike no estaba seguro de si el hecho de asociarse conmigo convendría a sus ambiciones o componendas con la rica viuda de Spring Lake. Pero lo convencí de que a la larga, que a lo mejor no lo es tanto, podrá comprar mi parte y quedarse con todo. Le dije que no estaba preparado para la condición de éminence grise ni para retirarme a una isla, y de que en el próximo estadio del mercado inmobiliario, envuelto ahora en una enorme y reluciente burbuja, se encontraría más a gusto con el cincuenta por ciento que con la totalidad, manteniendo cierta liquidez, una cartera de inversiones diversificada y todas las puertas abiertas para cerrar ese trato que no se ve venir hasta que se presenta de pronto. Tiene que pensar en sus hijos, le recordé, y en una futura ex mujer hacia la que algún día puede experimentar un cambio de sentimientos. No vamos a poner otra placa para incluir su nombre ni abrir otra oficina, pero nos hemos suscrito al Michigan State Newsletter y al «Weneedabreak.com». En su tarjeta de visita pronto dirá: «Mike Mahoney, Agente Inmobiliario Asociado», y está pensando en matricularse en un seminario para directivos en Poconos, cosa que me parece bien. En lo que se refiere a los acontecimientos humanos y a la gran escalera por la que se empeña en trepar, eso lo ha dejado satisfecho. Al menos de momento.
El viento nos zarandea. Los conductos del fuselaje emiten una súbita vibración que suena como iii-ñauu-iii, y el pequeño emblema rojo del cinturón se enciende sobre mi cabeza. La alta y descarada azafata, en cuya etiqueta de identificación se lee Birgit, se pone en pie como una afable matrona de un campo de prisioneros y empieza a hablar por un teléfono vuelto del revés, frunciendo sus varoniles cejas ante la comedia de saber que ninguno de nosotros entiende nada de lo que está diciendo. Pero todos somos veteranos de esta vida. Sabemos hacia dónde bajamos. Nadie se sorprende ni aplaude. «No pasa nada», dice alguien detrás de mí, soltando una carcajada. Sally Caldwell, dulce esposa de mi madurez, me aprieta la mano, sonríe con falsa alegría, gira los ojos con aire soñador y se inclina a un lado para darme un beso de ánimo en la mejilla, que siento extrañamente fría.
Abajo veo el blanco paisaje troquelado en rectángulos pese a la temprana nieve y la escasa luz. Son casi las cuatro. Pasamos, cada vez a menos altura, sobre granjas, casas de labranza y corrales, tiendas aisladas con surtidores de gasolina a lo largo de la cinta que es la Route 14, por donde Clarissa y yo caminábamos y charlábamos y sudábamos en agosto pasado. Pueblos agrupados que se amplían para incluir vacíos campos de béisbol, un arsenal de la Guardia Nacional con tanques y camiones con estrellas pintadas (por si los cabrones logran penetrar hasta este punto del interior, y bien podría ser), la parpadeante torre roja de una vieja emisora de AM convertida ahora en toda una nueva radiografía: teléfono móvil, cable, radar, NORAD, vigilancia gubernamental. Aún no veo la gran ciudadela de Mayo con sus propias antenas y helipuertos, proyectiles balísticos y misiles tierra-aire destinados a abatir microbios invisibles pero que andan merodeando por ahí. Para eso hemos venido. Pongo la mejilla contra el gélido cristal, tratando de ver el aeropuerto frente a nosotros, de establecer el mundo a una escala más humana. Pero sólo veo otro reactor a una distancia incalculable, diminuto, sus luces rojas parpadeando también, rumbo a otro aeropuerto distinto.
Es únicamente, sin duda, a escala humana, con el ancho mundo extendido a tus pies, donde el Siguiente Nivel de la vida ofrece sus ventajas y recompensas. Y sólo si se lo permites. Desde luego, cierta disposición espiritual activa puede servir de ayuda. Pero con la aceptación de lo que son las cosas, con sentido práctico y en tiempo real, puede alcanzarse un nivel de espiritualidad tan alto como el que pueda conseguirse por otros medios. En cierto momento creí que, en mi caso, la aceptación práctica, el «hecho» definitivo y concluyente, había sido mi jadeante «sí, sí» a la muerte de mi hijo, Ralph Bascombe, y que nunca tendría que preguntarme otra vez si más tarde iba a sentir lo mismo que entonces. Estaba seguro de que sí. Era inevitable.
Pero quien sobrevive a dos balazos en el corazón aprende algo sobre la inevitabilidad; y enseguida. Postrado en la cama ultramoderna del hospital de Toms River, con suero y enchufado a una máquina, más la proximidad del invierno y la ropa de abrigo, tomé la determinación de que me inhumaran en forma de polvo en el mar, frente a la costa de Point Pleasant (parecía lo más sencillo), y me dediqué a organizar los detalles que sólo en una fría habitación de un hospital de Nueva Jersey pueden resultar agradables: elaboré la lista de los que llevarían el féretro, tomé nota de algunas ideas fundamentales para la necrológica, establecí que quería legar todo lo legable, a quiénes y en qué condiciones; a quién transferir la empresa (a Mike. ¿A quién, si no?). Afortunadamente, no había mucho. Al cabo de un par de días, seguía allí tumbado y todo me producía regocijo, hasta el punto de pensar que esa alegría me duraría para siempre. Sólo que al tercer día empecé a pensar de otra manera con respecto a todo —comprendí que lo que había decidido era un error, pura vanidad, probablemente—, no sé por qué. Pero en aquel preciso momento y lugar, en aquella cama motorizada con un cura de hospital sacado a la fuerza de sus cotidianas obligaciones con la muerte y nada convencido de que estuviera bien lo que estaba haciendo, despedí a los portadores de mi féretro, me olvidé del sepelio en el mar, rompí mi ficha de donante de órganos y rellené un documento incluido en el «neceser de bienvenida» del hospital, por el que legaba mis restos mortales a la ciencia: la decisión que Ann y yo no tomamos hace años por falta de valor con respecto a nuestro hijo. Los jóvenes médicos, pensaba yo, me tratarían con toda la dignidad y compasión que merezco y desde luego sin pizca de irreverencia ni diversión, lo que me parecía correcto y la mejor manera de convertir un pequeño acontecimiento —mi muerte y mi vida— en otro ligeramente más pequeño todavía, al tiempo que simplificaba las cosas y contribuía además a un buen fin. No es que tal contribución pudiera verse desde un satélite, como el volcán Saint Helens o la Gran Muralla, pero sí iba justo donde hacía falta.
Cuando salí del hospital y me fui a casa, hacía un día tan bueno como un helado, y el bajo sol de mediodía daba al Atlántico un suave tinte morado, arrancándole súbitos destellos cuando se replegaban las olas. Y una vez más me acerqué fascinado, las perneras del pantalón remangadas, con una vieja sudadera verde, descalzo, a donde la empapada y reluciente arena me sorbía suavemente las plantas de los pies y la espuma del agua me cernía los tobillos como una garra. Y pensé para mí, allí de pie: Ahí está la inevitabilidad. Aquí tengo el hecho concluyente: vivir, vivir, sobrevivir.
Ahora bajamos deprisa. Sally me aferra los dedos con fuerza, sonríe animosamente. Zumban los enormes motores. El avión desciende suavemente, estremeciéndose, y me siento como si flotara mientras la tierra se alza para recibirnos: edificios cuadrados, coches en movimiento, figuras apelotonadas de otros humanos que resultan más claras a medida que descendemos. Algunas nos miran, la boca abierta. Otras saludan con el brazo. Y otras nos dan la espalda. Las hay que no se fijan en nosotros cuando tocamos el suelo. Un choque, un rugido, un fuerte impulso hacia delante, hacia la vida otra vez, y entonces reanudamos nuestra escala humana sobre la tierra.