18

Me pregunto lo que la señora McCurdy vio al caer. ¿Cuáles fueron las últimas impresiones visuales que se grabaron en su retina antes de cerrar para siempre los asombrados ojos y despedirse de esta laboriosa vida, quizás no enteramente ingrata? ¿Llegó a ver cómo el chiflado Clevinger se metía un balazo en el melón? ¿Vio a sus perplejos alumnos de enfermería recibir la lección de su vida? ¿Acaso vislumbró, por un último y fugaz momento, la arena de Paloma Playa o atisbo la torre de perforación de una plataforma petrolífera en alta mar? ¿Un bañista? ¿Un hombre sobre una apática tabla de surf, devolviéndole curioso la mirada, diciéndole adiós con la mano? Tengo la esperanza de quien no espera nada.

Nos cuentan sobre el largo y trémulo pasillo con su luz horripilante al final y una música new age que empieza a sonar (¿desde dónde?). O acerca de la revisión que se hace, capítulo a capítulo, de la propia y empantanada vida, que desfila como una microficha en la imaginación cuando uno se detiene frente a la glacial puerta de la muerte para otra ración de necesario sufrimiento. O sobre los brumosos, curvos y dorados escalones que conducen al atareado y barbudo anciano sentado con un libro frente a un escritorio de mármol, que te regaña por las barcas que ya te ha enviado, para luego mandarte abajo.

Quizás sea así para algunos.

Pero lo que procuré conseguir con todas mis fuerzas, allí tumbado, en el jardín de Nick Feenster, fue permanecer con los ojos abiertos, estar despierto, mantener el contacto visual con el mayor número de cosas posible, no interrumpir la línea de puntos. Matar a tiros a tres seres humanos al parecer no causa mucha impresión a un muchacho de catorce años, porque incluso antes de ceder al impulso de arrodillarme en el césped y fijarme en los dos agujeros que se me habían abierto en la cazadora en lo alto de la región pectoral izquierda, alcé la vista hacia el muchacho con una extraña sensación de gratitud, y vi que después de subirse al Corvette de Nick, arrancaba con un ruido trepidante, daba la vuelta en el camino de entrada y salía como un bólido, pasando casi por encima de Nick, lanzando un géiser de grava contra mi ya empalidecido rostro, y girando luego hacia la Route 35, donde probablemente la policía de Sea-Clift lo estaba esperando para atraparlo a su paso por el puente de Toms River.

Mi hijo Paul apareció inmediatamente, como hizo Jill, para prestarme auxilio cuando ya había caído sobre el césped. Por extraño que parezca, Paul no dejaba de preguntarme —yo no había perdido la conciencia durante todo eso— si creía que iba a ponerme bien, si iba a ponerme bien, si iba a ponerme bien. Le contesté que no sabía, que los disparos en el pecho solían ser bastante graves. Y entonces llegó el inspector Marinara —eso puedo haberlo soñado—, que después de todo había decidido celebrar el Día de Acción de Gracias con nosotros. Dijo —eso también pude haberlo soñado— que sabía mucho de heridas de bala en el pecho, y que la mía tenía salvación. Llamó a una ambulancia por la radio que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

Y llegó. Seguía tumbado en el frío suelo, con la respiración poco profunda pero religiosamente regular, mirando con ojos vidriosos al empañado cielo, por donde volví a oír a los gansos que pasaban volando entre la bruma, incluso vi sus espectrales cuerpos, las alas extendidas, apenas agitándose. Apareció un hombre robusto y pelirrojo, con barba roja y un lunar morado bajo el labio inferior, que se inclinó a examinarme. Tenía una jeringa hipodérmica en la boca y un estetoscopio con unos tubos rosados en torno al cuello surcado de arrugas.

—Bueno, Frank, ¿cómo van las cosas por ahí? No te irás a morir, ¿eh? —dijo, con ese acento denso de la costa, sonriéndome como si el hecho de que me fuera a morir fuera el último de sus pensamientos—. No irás a estirar la pata delante de nosotros, ¿verdad? Aquí mismo, en el jardín de tu casa, delante de Dios y de todo el mundo. Y en el Día de Acción de Gracias, además. No, ¿eh? No sería muy elegante, muchachote. Estropearle el día a todo el mundo. Sobre todo a mí.

Me la estaba poniendo en el brazo. El suelo estaba duro y muy frío. Me pregunté si las balas (no sabía cuántas, entonces) me habían entrado por el pecho y salido por la otra parte. Quise preguntárselo y explicarle que no era mi jardín. Pero debí perder el sentido, porque ni siquiera me acuerdo de cuando me sacó la aguja, sólo que hacía mucho que no me llamaban «muchachote». Desde que mi padre me llamaba así en la época en que jugábamos al golf en el campo Keesler, calcinado por el sol, cuando después de lanzar la bola con una fuerza de la leche, bajaba la cabeza y, viéndome a su lado con mis pequeños palos juveniles, decía: «¿La puedes lanzar así, y mandarla tan lejos, muchachote? Vamos a ver si eres capaz de hacerlo, muchachote. Dale fuerte». Vale la pena decir que los disparos en el pecho no duelen mucho. Era algo por lo que siempre había tenido curiosidad, desde mi época en la Infantería de Marina, cuando la gente hablaba de eso a todas horas. Está el impacto, y luego se siente calor y duele un poco, pero después se queda uno entumecido. Primero se oye con toda claridad. ¡Brrrrp! E inmediatamente se percibe una sensación extraña, de sorpresa (si ya tenía frío, entonces me sentí helado), y luego se arrodilla uno —o sea, yo— para descansar un poco, y tienes la impresión de que todo sigue su curso sin que tú intervengas para nada. Y eso es todo, más o menos.

Por supuesto —todo el mundo esperaría oír lo demás—, me despierto en la ambulancia del servicio de emergencias de Sea-Clift, amarrado a una camilla Stryker de color amarillo, sin cazadora ni camisa, tapado con una fina manta rosa, los pies apuntando a la puerta trasera. Es como lo representan todas las películas: la visión de ojo de pez, el trayecto en ambulancia dando tumbos y haciendo bruscos virajes bajo el ferrocarril elevado del Bronx, la sirena ululando, el motor diesel rugiendo, las luces destellando. Dentro, la luz fluorescente es verde limón, apenas suficiente para atender al paciente como es debido. Los giros y estrepitosos acelerones me estrujan contra las correas de nailon que me tienen sujeto. Hay un olor a aluminio, alcohol y otros desinfectantes. Creo que he muerto y que esto es la muerte: no un «acontecimiento sereno», sino un viaje con muchas sacudidas y virajes, luces parpadeantes a tu alrededor que no se apagan nunca, la continua sensación de encontrarse entre el punto de salida y el de llegada, aunque eso podría ser sólo para algunos. Me han vendado y me han puesto un gotero plegable de plástico, y llevo una mascarilla para respirar con más facilidad. Veo al individuo desaliñado y corpulento de barba roja y camisa blanca que llevaba el estetoscopio, va sentado a mi lado, charlando con alguien que no alcanzo a ver, en un tono de lo más tranquilo, como si estuvieran en una pausa del trabajo en la sección de frutas y verduras del supermercado Kroger, haciendo tiempo para volver a fichar. Hablan de la carrera de cinco kilómetros, en la que creían que a un participante le había dado un ataque, pero al final resultó que no. Y de una mujer con una pierna ortopédica a quien admiraban pero con la que sería difícil echar un polvo como Dios manda. Y de que nadie iba a pillarlos corriendo por la calle el Día de Acción de Gracias cuando podían estar en casa viendo a los Sixers, y también de algo que había dicho la policía sobre que los chicos que nos habían disparado a Nick y a mí (y probablemente a Drilla) eran rusos: «Figúrate». Me agarro fuerte con la mano. Toco algo frío, como un tubo, y me gustaría mucho incorporarme y mirar entre las persianas de las ventanillas y ver por dónde vamos. En la pared de la ambulancia el reloj marca las dos y treinta y tres. Pero cuando me muevo con idea de incorporarme, el enfermero de la barba roja con el lunar morado dice:

—Vaya, por lo que parece, nuestro amigo vuelve a la vida.

Me pone una pesada mano llena de pecas en el hombro sano, de modo que observo que lleva un guante de plástico de color azul lechoso. Soy consciente de que digo, tras la mascarilla:

—No pasa nada, no tengo sida.

Y de que él contesta:

—Pues claro, ya lo sabemos. Nadie tiene sida. Estos guantes son mi contribución a la moda.

A lo que quizás respondo:

—Pero tengo cáncer.

Y él puede que diga:

—In-te-re-san-te. Diez centímetros más abajo y habríamos tenido un viaje más tranquilo.

Entonces me relajo y miro al oscurecido techo gris metálico, que da sacudidas de un lado a otro mientras el cuadriculado artefacto prosigue su estrepitosa marcha.

En el techo hay una fotografía en color de una versión más delgada del enfermero pelirrojo con uniforme del Ejército en un desierto, arrodillado, sonriéndome desde tierras lejanas, y sobre su cabeza, dentro de una burbuja, la leyenda dice: «Oxígeno Puro. Ja-ja-ja-ja-ja». Puede que haya soñado que pasamos el largo puente de Toms River, cruzando Barnegat Bay, y que esos dos hombres están hablando, hablando y hablando de las elecciones y de la burla que significa: «cese de la agitación», «perder el tiempo mientras se quema la casa»; de la ausencia total de lealtad hacia nuestras sagradas instituciones, cosa que es una desgracia nacional, puesto que las instituciones y las profesiones liberales siempre nos han sacado adelante. En su opinión, es una cuestión naturaleza-educación, y están de acuerdo en que la educación, aunque no lo es todo, sigue siendo muy importante (cosa de la que no estoy tan seguro). Y entonces me parece que alguien, no sé muy bien quién, se está limpiando los dientes con hilo dental y sonriéndome al mismo tiempo.

Y en este punto me resulta evidente (¿cómo sabe uno esas cosas?) que no me voy a morir sólo porque un bellaco me haya dado un par de tiros en el pecho, un ratonzuelo que necesita pasar un tiempo solo, bien concentrado, pensando en ciertas cosas, sobre todo en lo que hace a los demás. Ahora, hoy, puede que llegue un final —el tiempo lo dirá—, pero no el final de Ernie McAuliffe y Natherial Lewis, en el sentido de que para esas buenas personas fue indiscutiblemente el fin. Y el de Nick, también, que no puede haberse salvado de sus heridas. Saber eso con tal claridad es un verdadero misterio, pero se sabe, lo que da un giro al resto de la vida y a la forma en que uno quiere vivirla, así como a la asistencia sanitaria, la religión, los negocios, la industria farmacéutica y el sector inmobiliario; a casi todo, en última instancia.

Claro que podría morirme en el hospital. Miles de personas mueren en el hospital, víctimas de ingobernables agentes patógenos que allí se sienten como en casa, fulminados por alguna lesión que no es mortal de necesidad; o puede que las semillas de titanio traicionen a mis tejidos y se conviertan en mi peor enemigo. Esas cosas son estadísticamente posibles, y ocurren. Hay que escuchar En directo a las cinco o leer el Asbury Press. A la naturaleza no le gusta que la observen, pero es posible hacerlo.

¡Uuup-uuup, uuup-uuup! ¡Blaaaanty blaaaant! Vruum, vruum.

—Eso es, así. Quédate ahí. ¡Será hijoputa! Tengo un muerto ahí, o pronto lo estará. ¡Cabrón de mierda!

Está bien saber que se preocupan de verdad: que no es lo mismo que conducir un camión de cerveza ni entregar uniformes a Mr. Goodwrench.[78] ¿Cuántas horas se pasarán circulando por término medio?

¡BAM! ¡BAM! Bambam-roooomp-crac. Acabamos de chocar con algo.

—Eso es, capullo. ¡Por eso llevo un quitapiedras en esta máquina, para los gilipollas como tú!

Vruum, vruum, vruum-vruum. En marcha otra vez. Ya no podemos estar muy lejos.

Cuando salga de este trance, me voy a poner a escribir otra carta al presidente, que será una respuesta a su alocución anual del Día de Acción de Gracias: en general llena de chorradas y lugares comunes, y de ningún modo mejor que los poemas escritos para las ceremonias oficiales por el Poeta Laureado.[79] Ésa será la primera carta que le enviaré realmente, y aunque sé que no tendrá mucho tiempo para leerla y que recibe correspondencia de montones de gente que siente necesidad de airear sus ideas, sin embargo, con un poco de suerte, podría leerla y transmitir los elementos básicos a su sucesor, quienquiera que sea (aunque yo sé quién va a ser, desde luego; todos lo sabemos). No será una carta sobre la necesidad de un mayor control sobre las armas de fuego, ni de la necesidad de apoyo a la familia para que los adolescentes no roben coches, adquieran pistolas automáticas y maten a tiros a la gente, ni tampoco acerca de la interrupción del embarazo, ni de la necesidad de reforzar nuestras fronteras y endurecer las leyes en materia de inmigración, ni del establecimiento del inglés como lengua nacional (que yo apoyo), sino que simplemente dirá que soy un ciudadano de Nueva Jersey, de mediana edad, con mujeres e hijos en mi haber, que no tomo drogas, ni hago footing, sin teléfono móvil ni identificador de llamada, que no soy cristiano, que estoy verticalmente integrado y he apadrinado con Sponsor las esperanzas, sueños y circunstancias de otros semejantes sin deseo de adquirir méritos ni beneficios personales ni trascendencia, que soy un ciudadano con una función específica y situación propia, que no teme a la permanencia y no está desesperado, que de hecho es agente inmobiliario y tan peregrino como el que más. (No mencionaré el hecho de haber superado un cáncer, por si al final no es así). Le diré que los estudios de población no me otorgan ni un ápice de sabiduría pero sí una palpable sensación personal de tener menos que perder y, curiosamente, de jugarme más cosas. Diré al presidente que una cosa es que yo, Frank Bascombe, renuncie al Concepto Permanente y asuma las responsabilidades del Siguiente Nivel: pues no hay escape de la vida, hay que afrontarla en su totalidad, y otra muy distinta que lo haga él o su sucesor. En su caso, de hecho, sería algo muy imprudente e incluso peligroso. En efecto, me parece que su cargo mismo, un puesto de confianza pública por el que tanto han luchado, requiere que en la medida en que tengan presentes nuestros intereses, deberán pasar al Siguiente Nivel pero sin renunciar jamás al Concepto Permanente. Últimamente, en realidad, he venido observando ciertos signos inquietantes, así que diré que vale la pena que se considere la importante diferencia que hay entre la duración de la vida de un individuo y la vida de toda una república, y que…

—Absecon —oigo que dice alguien—. Se dice Ab-si-con. —Yo lo pronuncio de otro modo, pero así lo haré en el futuro. Seguro que no vamos a un hospital de allí—. Cuando era niño, en Ab-si-con… —Es el corpulento enfermero pelirrojo del Ejército, que habla con su acento del sur de Jersey—. Mi padre solía ir a Atlantic City. Entonces aún había vagabundos de verdad por allí. No estos cabrones de ahora. Eran los setenta, antes de todas estas sandeces. Cogía a uno de esos vagabundos y se lo traía a casa a pasar el Día de Acción de Gracias. Ya sabes. A que se diera un baño. Darle ropa. Buscaba vagabundos de su propia talla. A mi madre le sentaba como un tiro. Ya te digo. Entonces…

Vamos más despacio. La sirena ha enmudecido. Los dos hombres que van dentro conmigo se están moviendo, las piernas medio flexionadas, agachados. Un aparato emisor y receptor crepita y chisporrotea en el cinturón de alguno de ellos, junto a mi cara. El reloj marca las tres y cuatro minutos. «A lo mejor necesitáis ayuda», dice una voz metálica de mujer desde algún sitio donde parece que sopla el viento. «¡Ay, Dios! ¡Saaaanto cielo! ¡Vaya, hombre!», exclama la lejana voz de la mujer. «Ésta sí que es buena. Os había prometido algo gordo». Chisporroteos y zumbidos. Y estamos, porque lo noto, dando marcha atrás y girando a la vez. Me remuevo bajo la telaraña de ligaduras para ver algo. Tengo las manos heladas. Siento frío en la parte superior del pecho, también, y entumecimiento. Tengo en la boca, desprendido de algún sitio, un regusto cálido. Ahora me duele el pecho de verdad, he de reconocerlo. No respiro bien ni con oxígeno puro, aunque me alegro de tenerlo.

—Entrega del ocupante —oigo que dice una voz de hombre. El enfermero otra vez—. Tiene un corazón enorme. Aunque para lo que le ha servido. —La cara de barba roja atisba mis facciones entre la fluorescencia color menta—. ¿Qué tal vas, muchachote? ¿Aguantas? —inquiere la boca roja con el lunar. Tiene los ojos azules clavados en mí, receloso. Me pregunto qué le dirán mis ojos a él—. ¿Te ha gustado el paseo en ambulancia? Igual que en la tele, ¿verdad?

—La vida es interesante —declaro bajo la mascarilla.

—Ah, sí.

De pronto, hay un montón de luz exterior y una ráfaga de aire frío. La puerta, que alcanzo a ver, está abierta, y se mueve la camilla donde estoy. Los ojos brillantes de una sonriente enfermera, una joven negra con una larga bata blanca, gafas de concha y prietos tirabuzones con cuentas intercaladas, me miran fijamente a la cara.

—¿Señor Bascombe? ¿Señor Bascombe? —me está diciendo—. ¿Puede decirme cómo se encuentra?

—Sí —le contesto—. Para empezar, no me siento como un muchachote.

—Bueno, entonces, ¿por qué no me dice cómo está? —insiste ella—. Me gustaría saberlo.

—Vale.

Y a medida que avanzamos, eso es lo que procuro hacer: concentrándome lo más posible, empiezo a contarle cómo me encuentro.