17

Dentro, tras la puerta herméticamente cerrada del baño de vapor en que se ha convertido mi residencia, veo que en el reducido espacio del comedor, demasiado pequeño y sin ventanas (un defecto de diseño fatal para la reventa), la mesa danesa iluminada con velas y puesta con porcelana fina, cubertería inglesa, cristalería belga, servilletas irlandesas tan amplias como Rhode Island, dos botellas abiertas de merlot Old Vine Healdsburg, cortesía todo ello de Eat No Evil, cuyos repartidores han venido pronto y han pavimentado hasta el último centímetro libre de la mesa con comida exageradamente cara y ética, incluido un enorme y reluciente pavo de verdad, ya es Día de Acción de Gracias: mensaje que se difunde por toda la casa con brillante suntuosidad y que inmediatamente me constriñe la garganta, me espesa los carrillos, me revuelve la saliva y me convierte el vientre en una sentina. Es exactamente lo que he encargado. Pero sólo por un instante soy incapaz de poner los pies en la habitación donde está todo. Sin duda la enfermedad se impone a través del vientre y me sube a la garganta.

—¿No es fabuloso? —dice Jill con una sonrisa de oreja a oreja, atisbando el interior de la festiva estancia, no queriendo entrar antes que yo, los ojos como platos, basculando entre Paul y yo como una auténtica nuera, la prótesis a la espalda.

—Sí —contesto, aunque todo ese despliegue parece un festín de cera en el escaparate de una tienda de muebles.

Si se intenta meter el cuchillo en el pavo, la cuchara en el confitado de frutas o el tenedor en las patatas inmaculadamente blancas, se hallará la misma resistencia que ofrecería una radio de transistores. Y en el último segundo antes de poner el pie en la estancia, tuerzo a la derecha y voy a la cocina, donde hay ventanas, bien grandes, y una puerta que da a la terraza y deja entrar el aire, que es lo que me hace falta si no quiero echar aquí mismo la papilla.

—Sí que lo es —digo mientras abro la puerta corredera y con gran esfuerzo salgo a sentir el frío del mar, que evitará el desastre (además me muero de ganas de echar una meada).

Puede decirse que estás pasando un Día de Acción de Gracias «nada tradicional» si tienes cáncer, te pones enfermo a la vista de la comida, corres el riesgo de mearte en los pantalones, la policía viene de inspección y tu mujer se ha largado a Inglaterra; y eso sin contar a tus hijos. Desde aquí, de terraza a terraza, alcanzo a ver a Drilla Feenster, sola en la bañera de burbujas —desnuda, según parece—, escuchando La marcha de los niños siameses (su favorita, evidentemente) en el retumbante radiocasete, bebiendo una especie de líquido lechoso en un vaso alto y mirando al mar por encima del señuelo de búhos. Bimbo está sentado al borde de la bañera, junto a su ama, mirando en la misma dirección. Para ella, es como si yo no estuviera aquí.

—¿Quién ha puesto al máximo la puta calefacción? —pregunto a través del umbral de la puerta, volviéndome hacia el horno en que se ha convertido la cocina, donde Jill y Paul se han parado con cara de susto al ver (lo noto) lo pálido que estoy—. ¿Dónde está Clarissa?

Del océano viene un olor grasiento, y la arena de la playa, apelmazada por la marea, está salpicada de manchas parduzcas. Las turbulencias marinas han esparcido por la orilla grandes guirnaldas de algas (eso es lo que apesta). A doscientos metros, un surfista con traje de neopreno guarda el equilibrio sobre la tabla, proa hacia arriba, en el brillo apenas ondulado del océano. No ocurre nada. En los alrededores, el montón de arena y el hoyo de la cápsula del tiempo de Paul son las únicas cosas dignas de mención.

—Ésa es toda una historia —dice Paul desde la cocina, sin pasar a la terraza.

Una mujer menuda como un pájaro, irreal a través del espejeante cristal, aparece con un paño en la mano tras el fogón, situado en medio de la cocina. Lleva un flexible gorro blanco de cocinero y un holgado blusón que envuelve su figura.

—¿Quién es ésa? —pregunto.

A la vista de esa diminuta mujer me pongo inesperadamente nervioso; y angustiado, también. Seguro que así es como se siente el moribundo cuando su aliento es cada vez más tenue y por la casa se transmite la consigna: «Venga, ya le llega la hora, será mejor que vayamos». La habitación se llena de caras que no reconoce, todo el puto aire que esperaba recuperar lo aspiran los recién llegados. Es el sentido de la responsabilidad en connivencia con la inutilidad, y no resulta muy recomendable.

—Es Gretchen —explica Paul.

Me siento como si en vez de en la mía hubiera entrado en la casa de unos artistas de circo: la manca de la montaña, la chef enana, el cómico buhonero con su traje de manta de caballo. Todo es muy raro. Esto no estaba previsto.

—¿Y qué está haciendo aquí?

Me muero de ganas de mear. Si no fuera de día y Drilla no estuviera a plena vista en su bañera de burbujas, aquí mismo lo haría, igual que hago siempre detrás del Kmart.

—Ha venido con la comida —dice Paul, mirando incómodo a Jill, que está a su lado—. Es simpática. De Cassville. Jill y ella hacen yoga.

—¿Dónde está tu hermana? —pregunto de mala manera—. ¿Me ha llamado Sally?

—Sí —contesta Paul—. Le he dicho que estabas muy bien, que lo de tu próstata iba mucho mejor, que estaba remitiendo, probablemente, y que tú y yo…

—¿Le has dicho eso?

La línea de mis labios se endurece hasta formar una mueca. Esa noticia tenía que darla yo. Una historia que era mía, que yo debía contar para que me vieran como algo más que un nombre del pasado con órgano viril. Culpa, vergüenza, pesar nublarán ahora todas las intenciones de Sally hacia mí. El amor no tendrá ya otra oportunidad. Antes de que anochezca estará volando hacia Bhutan. Me convertiré en algo digno de lástima en su horóscopo («Será mejor que te andes con cuidado, cariño»). Podría estrangular a mi hijo y no volver a acordarme de él.

—Pensé que seguramente lo sabría —se justifica Paul, alzando el mentón casi en actitud desafiante, los pulgares metidos en el cinturón estilo vaquero.

Es su nueva postura para decir que se hace cargo de la situación; algo que su traje ridiculiza. La diminuta Gretchen me mira con aprensión, como si trataran de convencerme para que me apartara de un saliente muy alto. No sabe quién soy. Las presentaciones se han descuidado.

—Ha dicho que mañana estará aquí. Estaba un poco preocupada, me ha parecido.

Desde luego, he estado muy atareado procurando no vender una caja de galletas sobre ruedas a Bagosh, el tendero premiado, y buscando —sin encontrar— a Bernice Podmanicsky. En el Siguiente Nivel, los viejos criterios desaparecen. No se sabe dónde están los intereses propios ni cómo ponerse en contacto con ellos.

—¿Dónde está tu hermana? ¿Ha llamado?

—Vale.

Paul lanza una mirada fugaz por la cocina. Jill no está por ninguna parte. Probablemente ha ido a apagar las velas del comedor para que el humo no dispare la alarma contra incendios.

—¿Vale? ¿Qué es lo que vale?

Paul se mantiene firme, al otro lado del umbral de la corredera abierta, el ceño fruncido, el ojo averiado moviéndose nerviosamente pero atento. ¿Qué ocurre aquí? ¿Qué historia es ésa? ¿Le ha pasado algo, después de todo? ¿Está lisiada? ¿Muerta? ¿Y a todo el mundo le da demasiado apuro decírmelo? A mí, a mí, a mí, a mí. ¿Por qué tienen que girar tantas cosas en torno a mí? Esas cosas de la vida son las que te dan ganas de poner punto final.

—Clarissa, bueno, llamó después de que tú te marchaste y habló con Jill y le dijo que vendría tarde porque había tenido problemas con ese tonto de los cojones, como se llame. Thom.

—Dime qué clase de problemas.

Atlantic City está a ciento treinta kilómetros al sur. Puedo presentarme allí en un abrir y cerrar de ojos (y lo haría con mucho gusto).

—No lo dijo. Pero media hora después volvió a llamar y dijo que quería hablar contigo, pero tú no estabas.

—Sí. ¿Y qué? ¿Qué dijo? ¿De qué va esto?

—Entonces no me enteré. Me pidió el móvil de mamá y se lo di.

Paul no está acostumbrado a ser portador de noticias importantes que no tengan su origen en su perpetua rareza. Por ese motivo, ha vuelto a hablar como un balbuceante chico de diecisiete años.

—¿Eso es todo?

Todo. Todo. Todo. ¿Y por qué me lo cuenta ahora, en la terraza, y no hace veinte minutos en vez de lo de «Estamos embarazadas»? Tengo los puños cerrados con tal fuerza que parecen bolas de billar. Afortunadamente se me han ido las ganas de mear, aunque puede que me lo haya hecho sin darme cuenta. Ya me ha pasado. La pequeña Gretchen continúa mirándome fijamente, el paño de cocina en la mano, como si yo fuera un intruso que me hubiera colado en la casa desde la playa.

—¿Ya está? ¿Hay algo más en esa puñetera historia? ¿Sobre tu hermana?

—Vale.

Paul parpadea con fuerza, como pensando que puedo estar a punto de hacer algo desagradable. Quizás ofrezca un aspecto aterrador. Pero estoy asustado. De que mi hijo esté a punto de decir tranquilamente: «Bueno, pues, hmm, es que Clarissa ha muerto decapitada. Ha sido bastante siniestro». O bien: «Hmm…, parece que la han secuestrado unos encapuchados. Hay alguien, según dicen, que vio cómo le disparaban. No sabemos bien…». O incluso: «Creo que intentó volar desde un trigésimo primer piso. Pero en realidad no adelantó mucho. Salvo hacia abajo». Así es como ahora se comunican las noticias importantes. Igual que si leyeran los ingredientes de una caja de copos de avena.

—¿Y ese «vale» sería el mismo «vale» de antes, que no significaba «vale»? —le digo, atravesándolo con la mirada—. ¿Qué cojones te pasa, Paul? ¿Qué le ha ocurrido a tu hermana?

—Está en Absecon.

Sus ojos grises se abren desmesuradamente tras las gafas hasta casi desaparecer entre sus cuencas, como si en unas circunstancias un tanto diferentes esa información pudiera resultar divertidísima. Paul se balancea sobre los talones y deja caer los brazos a los costados.

—¿Por qué?

El corazón me va a estallar, bum, bum.

—Thom y ella se pelearon o algo así. No sé. Clary cogió las llaves, se subió al coche, al Healey, y empezó a volver para acá. Pero entonces el capullo ese llamó a la poli y dijo que se lo había robado. Y la policía de Absecon, según creo, intentó pararla. Y a ella le entró el pánico y en la salida 40 se estrelló contra uno de esos remolques que tienen una flecha luminosa para indicar un estrechamiento de la calzada, atropellando a un poli de la autopista y rompiéndole una pierna.

Paul se pasa la mano izquierda por el pelo corto y largo, y cierra un instante los ojos, los abre enseguida como si yo hubiera desaparecido, de pronto, dichosamente.

—¿Cómo sabes todo eso? —pregunto, sintiendo un revoloteo en el pecho.

—Me lo ha dicho mamá —me contesta, las manos nerviosamente metidas en los bolsillos de los amplios pantalones a cuadros de su traje.

—¿Es que ella está en Absecon, también?

¿Dónde coño está Absecon?

—Supongo. Sí.

—¿Se encuentra bien tu hermana?

Bum, bumba-bum-bum, bum.

—Sí, pero está en el calabozo.

—¿Que está en el calabozo?

—Sí. Bueno. Atropelló a un tío.

Paul tiene los ojos grises clavados en mí como si quisiera inmovilizarme. Parpadea. Emite una involuntaria tosecita y parece que va a añadir algo, las manos en los bolsillos.

Pero yo ya me estoy moviendo.

—Hay que joderse…

Lo aparto con el hombro y entro en la cocina, paso frente a Gretchen y me dirijo a las escaleras, quitándome la sudadera con la M, pensando ya en cómo dar la apariencia de un buen padre, íntegro, afligido pero en perfectas condiciones mentales, ante la jerarquía policial de Absecon, enfadada, y con razón, porque mi hija ha dejado lisiado a uno de los suyos. Ann, con toda seguridad, llevará un abogado. Eso lo lleva en el ADN. Mi tarea consistirá únicamente en estar allí: allá, allende, acullá.

De pie en el armario, sin camisa, comprendo inmediatamente la ropa que debe llevar un agente inmobiliario homologado: el atuendo que confiere a la persona que lo viste un aspecto positivo pero no demasiado seguro de sí mismo, verosímil, capaz pero anodino a primera vista; apropiado para recibir a un cliente de Clifton, o al FBI. En la intermediación inmobiliaria, la primera impresión que da un agente es la de un estilo, no la de un ser humano. Y para eso estoy bien provisto. Pantalones de algodón (otra vez), camisa azul claro con botones en el cuello, mocasines marrones, calcetines corrientes de color gris, cinturón marrón, jersey azul marino con cuello de pico. Mi uniforme.

Desde el interior del armario, oigo el estrépito agudo, entrecortado creciente, enloquecedor, como de mosquito, de una moto de playa. Gamberros de la localidad con gorras de béisbol, los hermanos pequeños de los chicos de secundaria de ayer, dispuestos —debido al reducido número de efectivos policiales durante las fiestas— a hacer estragos en nuestra frágil fauna costera y en las prístinas dunas que protegen las casas. Si no tuviera que cumplir una calamitosa misión, llamaría a la poli o saldría a arreglar el asunto personalmente. A lo mejor se estrellan contra el búnker de la cápsula del tiempo de Paul.

Mientras me ato los zapatos, pienso sombríamente (otra vez) en el modelo mismo de hombría que una vez deseé para mi hija; no necesariamente para casarse, ni para fugarse con él, sino como un buen novio para empezar. Y ese individuo digno de confianza existía cuando ella iba a Miss Trustworthy. Un chico menudo, alto y delgado, con gafas, ojos azul oscuro, parpadeante, Edgar, que del Instituto Choate pasó a Williams y Oxford, donde estudió historia de la diplomacia pero se decidió por ingresar en el gabinete de derecho marítimo familiar de Cape Ann, que era un deportista capaz de timonear botes de ocho remeros y hacer miles de flexiones con los nudillos, y tenía una voz profunda, chirriante, ansiosa, más o menos el mismo estilo de vestir que yo, y a mí me caía bien y le daba ánimos (y a Clarissa, que le seguía la corriente, le gustaba), aun cuando todos sabíamos que estaba destinada a un hombre sabio y mayor (que además se parecía notablemente a mí), un hecho cuyo irremediable carácter no parecía importar al joven Edgar, ya que una belleza como Clarissa Bascombe se encontraba más alejada de sus expectativas vitales que el planeta Plutón. El camino estaba despejado, todo parecía ideal. Clarissa iniciaría su vida adulta creyendo que los hombres eran seres extraños, inofensivos, a quienes no debía creerse por entero y había que tratar con seriedad (de vez en cuando), pero que en definitiva eran suyos: fruto maduro, al alcance de una chica que había visto algo de mundo. Edgar es ahora un fiscal de armas tomar en Essex County, en Massachusetts; y republicano, claro está. Huelga decir que el untuoso personaje, peligrosamente falso, del jinete Van Ronk no es la meta de la carrera en cuya línea de salida figuraba el afable e íntegro Edgar. Cuidado cuando se tienen hijos, no se acabe con el corazón destrozado.

Fuera, el espantoso zumbido de las motos de playa no se ha interrumpido, al contrario, parece haberse desplazado al espacio que hay entre mi casa y la de los Feenster (donde vi a Nick anteanoche en plena conferencia secreta con el móvil). El estrépito pasa frente a la fachada, por donde esos bárbaros seguro que han enfilado hacia la 35 antes de que la policía pueda atraparlos. La marcha de los niños siameses sigue sonando a todo volumen en la terraza de los Feenster. Cuando por fin echo la meada que me tenía con las mandíbulas apretadas, soy capaz de pensar que Absecon y lo que allí ocurra puede ser un desahogo y el único alivio que esta fiesta va a procurarme. ¿Aunque no ha dicho mi hijo que va a venir Sally? ¿Mañana? Buena señal.

Jill, alta y vestida de verde, y Paul, inquieto y con su traje chillón, merodean por el vestíbulo, esperándome como criados reconvenidos. Jill tiene las manos cogidas a la espalda, como una maestra de escuela: un hábito. Ambos ostentan una expresión seria, pero parecen convencidos de que no pueden hacer nada. Nuestro desmantelado y paralíticamente caro festín de Acción de Gracias está ya frío, incomible y muerto de risa en la mesa del comedor. Que vengan los curas de Nuestra Señora a llevárselo con una furgoneta; y que lo tiren al mar si les da por ahí. La minúscula Gretchen, toda vestida de blanco, ha desaparecido. A lo mejor ha sido lo bastante lista para marcharse.

Los muebles, cuando me detengo a ponerme la cazadora, me resultan insulsos y demasiado familiares, pero también extraños y no poseídos —los sofás, las mesas, las sillas, las estanterías, las alfombras, los cuadros, las lámparas—, no míos. Como si formaran parte de la decoración del Hampton Inn de Paducah. ¿Cómo es esto? ¿Significa que mi tiempo en este planeta está tocando a su fin?

—Me voy a Absecon, ¿vale?

He visto una salida a Absecon en el Garden State, pero nunca la he tomado.

—Te acompaño —anuncia Paul con voz de mando.

—De ninguna manera. Has estado a punto de joderlo todo.

Aquí dentro sigue pareciendo un horno. Me brota el sudor en el nacimiento del pelo. La cazadora —algo sucia de mi pelea a un asalto con Bob Butts— es el toque final de un padre persuasivo pero angustiado.

—Eso no es justo, de verdad.

Paul parpadea tras las gafas. No me había dado cuenta, pero Otto, el muñeco de Paul —los estúpidos ojos azules desencajados, el chabacano pelo anaranjado, la chaqueta de montar, los guantes sin dedos, los zapatos negros de charol con calcetines blancos, más su sombrero hongo de color verde hacen que no desentone en absoluto en mi casa—, está sentado a la mesa rebosante de comida como un invitado perplejo. Tiene el Día de Acción de Gracias para él solo.

—Ahora mismo no te lo puedo explicar, Paul. Pero lo haré. Te quiero.

Salgo por la puerta principal. Fuera, el ruido de la moto de playa es intenso, como si estuvieran haciendo una gincana por mi jardín o el de los Feenster. Nick saldrá a la calle, si no lo ha hecho ya, dispuesto a intervenir de forma implacable, etcétera, etcétera.

Podría ser una ocasión para que actuáramos de común acuerdo, sólo que tengo que marcharme. Mi hija está en la ¡cárcel.

—Me parece que te voy a hacer falta. Creo que… —insiste Paul.

—Luego hablaremos de eso.

Entonces se hace un brusco silencio: una ausencia de ruido tan palmaria como un estruendo.

Y de pronto tengo una sensación de existencia pasada que desde luego he experimentado en múltiples ocasiones desde que me detectaron el cáncer, la sensación de cuando no tenía cáncer, y vaya, qué espléndida era —antes—, qué extraordinario don, sólo que por negligencia ni me daba cuenta y desde entonces he venido dándome de patadas yo mismo por habérmela perdido.

Pero ahora siento esa misma preexistencia. Aunque no ha pasado nada para que quepa esperar un estado anterior. A menos que me haya perdido algo; algo más que de costumbre. El Siguiente Nivel no parecería muy dispuesto a permitir que nos perdiéramos momentos importantes. Sin embargo, ¿por qué siento el ahora —este preciso instante, en mi casa— como si fuera un tiempo pasado?

—¿Qué ocurre ahí fuera? —inquiere Paul en tono de suficiencia. Sus ojos grises me miran parpadeantes. Esas palabras son de una película que ha visto, y yo también. Sólo que en este momento las dice de verdad, con expresión severa y recelosa, moviéndose hacia el pomo de la puerta, intentando girarlo: ir al fondo de la cuestión, arrojar luz sobre ella, acabar con…

—¡No! No hagas eso, Paul —le digo.

Nos miramos los tres: miradas de asombro, diferentes miradas, porque todos somos distintos, pero estamos unidos por la sensación de preexistencia. Afuera todo está tranquilo ahora: los tres lo afirmamos con nuestro silencio. Pero es lo habitual. La tranquilidad de la fiesta. La paz de la siega. La cálida y dulce brisa por la extensión de esta bella playa, el último suspiro con que sucumbe la estación y que le confiere su fama.

—Déjame echar un vistazo —le digo, avanzando—. De todos modos, me voy.

Paul frunce el ceño. Incluso con su traje de manta caballuna, se pone a implorar. Se ha enterado de lo que acabo de decir.

—Te acompaño —insiste.

Es difícil decir que no. Pero lo consigo.

—No.

Cojo el cálido picaporte, lo giro y abro la puerta de mi casa.

Y, tal como cabe esperar, todo cambia. Antes de que todo se pierda para siempre. Antes de ese después que dura para siempre.

Al principio, no veo nada anormal desde la entrada, por la que un soplo de frío me recorre el sudoroso nacimiento del pelo. Sólo el hemisférico camino de entrada a mi casa. El alto cielo del litoral. Mi Suburban, con la ventanilla tapada con cinta aislante. El descacharrado Saab de Paul detrás del seto de coníferas. El LeBaron de Sally. La arenosa Poincinet Road, desierta y nebulosamente serena hacia la playa. Y a la izquierda, el jardín de los Feenster con sus setos tristemente recortados en forma de animales (el mono, la jirafa, el hipopótamo: todos descuidados). Los azulados Corvettes de Nick, envidiablemente pulidos, los recriminatorios carteles: NI SE LE OCURRA GIRAR. CUIDADO CON EL PIT BULL. RESACA PELIGROSA. Nada fuera de lo normal. William Graymont, que ha cogido algo —un pájaro, probablemente—, está a los pies del mono, contemplando tranquilamente su presa.

Echo a andar hacia mi vehículo. Paul y Jill se quedan en la entrada, a mi espalda.

¿Dónde se ha metido, me pregunto, la clamorosa moto de playa, destructora de la paz? ¿Puede haber desaparecido por las buenas? Abro la puerta del conductor, con imágenes de Absecon rebasando los límites de la desdicha: Clarissa en una habitación con un atuendo carcelario sin cinturón; un espejo de dos direcciones, tras el cual hay agentes bien trajeados que sonríen desdeñosamente; una inspectora oriental, de pequeñas y limpias manos, con moño; el odioso Thom, sentado a una mesa, rellenando formularios. Y Clarissa, lejos de todo y de todos, para siempre. Aprieto con el dedo la cinta aislante de color gris que tapa la ventanilla, comprobando su resistencia: cede pero aguanta. Entonces vuelve a aparecer Sally: desembarcando de un avión de la Virgin procedente de Maidenhead. ¿Cómo voy a reafirmarme como un vigoroso, saludable, inquieto y campechano residente de la costa, que además está dispuesto a perdonar y olvidar, habiendo asumido ya que lo pasado pasado está? Dirijo a Paul y Jill, que siguen en la puerta, una tensa mirada con el ceño fruncido, seguida de un falso signo de aprobación con los pulgares como hace Mike, al estilo de Teddy Roosevelt. Una bandada de gansos, audible pero invisible, pasa sobre nuestras cabezas —jonk-jonk-jonk-jonk-jonk— entre la neblina. Alzo la vista.

—¿Qué coño te ha pasado en la ventanilla? —pregunta Paul, echando a andar pesadamente con su estúpido traje y alejándose de la puerta.

—Nada —le contesto—. Está bien. La arreglarán.

—Tendría que ir contigo.

Viene por el camino con las manos en las caderas —quién sabe por qué— como una majorette.

Y entonces es cuando se arma la de dios es Cristo en casa de los Feenster.

En el interior del gran edificio modernista blanco que es su domicilio —la puerta de teca de la entrada, según veo, está abierta—, resuena el estrepitoso, demoledor y temerario arranque de una moto de playa. Probablemente se trata de un efecto sonoro, algún aparato que Nick ha encargado a un número 800 tras haberlo visto a última hora de la noche en un programa de la tele y que se lo han entregado a tiempo para la fiesta. Los Sonidos de Super-X. Ofrezca a sus vecinos algo que le tengan que agradecer cuando lo apague.

Paul y yo miramos maravillados: yo, por encima del capó de mi Suburban; él, en medio del camino de entrada. En casa de los Feenster, el estrépito de la moto asciende hasta casi el punto de ebullición, muy auténtico si es una grabación: raaa-raaa-raaa-raaaraaaaaaaaaaa-er-raaaaaaa. Oigo, aunque no estoy muy seguro de oír, a Drilla Feenster que con un estridente tono operístico exclama: «No, no, no, no, no. No lo hagas…». Se le enronquece la voz, insistiendo en que «no» es la única solución aceptable para lo que sea. Y entonces, por la puerta abierta de los Feenster, en marcha y levantada sobre su gruesa y negra rueda trasera, con bandas antideslizantes y un alto guardabarros, una monstruosa Yamaha Z-71 «Turf Torturer», de un llamativo y eléctrico color morado, surge de pronto en el camino de acceso, donde están los Corvettes y donde antes estaba el gato. A horcajadas sobre la moto, capitaneándola, va un chaval blanco muy menudo, de pequeñas facciones, que lleva un sucio chaquetón militar verde y negro, botas de paracaidista, boina negra de combate y una canana a la cintura llena de lo que parecen balas de verdad con fundas de cobre. (Esto no es normal en absoluto). En el momento en que la rueda delantera de la moto cae sobre el camino de los Feenster, el chico la hunde en la grava empujando con el manillar, acelera y gira ciento ochenta grados hasta enfrentarse a la casa, al tiempo que hace brotar más raaaa-raaaa-raaaarer-raaaas de la Yamaha: embragando y desembragando, lanzando una lluvia de piedrecillas contra los Corvettes sin mirar a izquierda (a Paul y a mí, perplejos al otro lado de los jardines) ni a derecha, sino al interior de la casa, con una expresión concentrada, luminosa.

No es posible saber lo que está ocurriendo aquí, sólo que está pasando algo y que no puede ser nada bueno. Miro a Paul, que me devuelve la mirada. Estupefacto. Está de visita. Jill sale al camino para verlo mejor. Gretchen aparece en la puerta, aún con el gorro de cocinero y llevando en la mano un cucharón metálico de cocina.

—Vuelve dentro —digo gritando a Jill, por encima del quejido de la moto. El crío motorista se fija entonces en mí, me clava los ojos (podría tener catorce años), y mira luego con atención por la puerta abierta de los Feenster, donde hay alguien comunicándose con él. Veo que lleva un auricular en la oreja y que está moviendo los labios. El pequeño motorista me señala y agita el dedo para dar énfasis a lo que dice.

—Métete dentro, tú también —digo a Paul, dando media vuelta para entrar a mi vez en casa; sólo un momento, cerrar la puerta, esperar a que pase todo esto. Estas cosas terminan pronto si no se les hace caso.

Entonces oigo a Drilla, que repite dentro de la casa: «No-no-no-no-nono». Y a continuación, posiblemente desde el Gran Salón —donde hay mostradores de mármol de Jerusalén, apliques de cobre, suelos de bambú, y no se han escatimado gastos del techo al suelo—, se oyen dos breves ruidos metálicos: ¡brrrrp-brrrrp! Y Drilla deja de decir «No-nono-no».

—¡Joder! —exclama Paul en medio del camino.

Casi en el mismo instante en que se oye el brrrrp-brrrrp, aparece Nick Feenster, saliendo muy decidido por la puerta, corpulento y musculoso con su atuendo de lycra azul eléctrico, sin anorak. Va descalzo, conducido como un prisionero por otro chico blanco con pinta de sietemesino, muy semejante al primero, chaquetón de camuflaje, botas, boina y canana, pero que lleva apretado contra la mandíbula de Nick un extraño artilugio negro y rectangular con un cañón grueso que parece una pistola de juguete y es —a menos que haya alguien más en casa de los Feenster— lo que ha producido el brrrrp-brrrrp que acabo de oír. Nick desvía la mirada hacia mí a través del jardín, entre los setos con forma de animal, mientras lo empujan hacia delante. Camina con paso desigual, la forma de andar de un hombre corpulento. Sus carrilludas facciones están endurecidas, llenas de odio, como si deseara poner las manos encima de los culpables, quedarse cinco minutos a solas con alguno de ellos o con todos a la vez.

No tengo ni idea de lo que está pasando en ese jardín. Miro a Paul, que sigue inmóvil, las manos en las caderas sobre el traje a cuadros, con la vista fija al otro lado del jardín, como yo. Está paralizado. Jill, inmóvil unos pasos más allá, tiene los generosos labios abiertos pero guarda silencio, las manos (la de verdad y la postiza) juntas sobre la cintura. La menuda Gretchen ha desaparecido del umbral.

—Entrad en casa. Llamad a alguien —digo: a Paul, a Jill, a los dos—. Llamad al 911. Pasa algo. Nada bueno.

Y como si la hubieran accionado con un interruptor, Jill da media vuelta y entra directamente por la puerta sin decir palabra.

—Entra tú —digo a Paul. He de tenerlos dentro para saber lo que puedo hacer. Pero Paul no se mueve.

Nick Feenster, cuando miro de nuevo, sigue exactamente en el mismo sitio, frente a la entrada de su casa. Pero el chico de la fogosa Yamaha morada está acomodándose en el asiento del conductor de uno de los Corvette: volviéndose inmediatamente invisible tras el volante. Ha dejado la enorme moto caída de lado sobre la grava, aunque sigue con el motor en marcha. El otro mantiene la metralleta negra bajo la barbilla de Nick. Le están robando los coches. De eso se trata. Robo de coches. Cogen las llaves y luego le dan un tiro. Él lo sabe.

El Corvette vuelve a la vida con un ruido sordo. Sus faros se encienden, luego se apagan, su carrocería de fibra de vidrio se estremece. Entonces el chico baja rápidamente, da la vuelta a toda prisa, se sube en el otro Corvette. Tiene los dos juegos de llaves. El segundo Corvette aguamarina y blanco ruge, trepida y vibra. Sale humo de su doble tubo de escape. El chico da unos acelerones sin moverse del sitio, como hacía con la Yamaha, pero entonces introduce una marcha y da un salto hacia atrás, salpicando grava, y seguidamente (veo cómo baja la cabeza mirando la palanca de cambios) mete la primera, gira bruscamente a la izquierda, derrapa en la grava con fuerza suficiente para reventar una rueda y, entre la barahúnda del motor, el gorgoteo del silenciador, el estruendo y el humo del tubo de escape se precipita por el camino de entrada de los Feenster, sale rebotando a Poincinet Road y se dirige como una flecha hacia la Route 35.

—Van a matar a Nick —digo, supongo, a Paul, que no ha entrado en casa como le he dicho.

El chico de la metralleta dice algo a Nick, que, apuntado con el corto y ancho cañón, contesta al muchacho moviendo los labios rígidamente, como si estuvieran discutiendo una difícil cuestión. Oigo una sirena no muy lejos. Se ha disparado alguna alarma silenciosa. La policía ya habrá parado al primer chico, y las cosas no irán mucho más lejos. Echo a andar hacia Nick y el chico, que siguen hablando. No tengo plan alguno. Simplemente me siento impulsado a cruzar el camino de entrada de mi casa y el pequeño espacio de áspero césped que separa nuestras casas para hacer algo productivo. En esos momentos no se debe pensar, sólo ver las cosas con claridad para contarlas después: el Corvette restante, aguamarina y blanco; el mono y el hipopótamo recortados en el seto; el cielo algodonoso; la casa de Nick; el crío con la pistola metralladora; Nick, musculoso y de rígidas mandíbulas, con su chándal azul de lycra y sus enormes pies descalzos. Aunque sí pienso en el chico, ese mortífero muchacho con el arma, amenazándolo. Pero es como si fuera un ratón. Un ratón de campo. Un animalito al que puedo arrinconar y atrapar y coger con las manos y sentir su peso insustancial y mantener inmovilizado hasta que se tranquilice. Siguen hablando, ese chico y Nick.

—Frank —oigo que dice Paul a mi espalda.

—¿Es que no puedo…? —digo yo entonces—. ¿Es que no puedo… intervenir un poco en esto?

Y entonces el chico aprieta el gatillo, dispara a Nick justo debajo de la mandíbula. Un solo ¡brrrrp!

—¡Santo Dios! —exclamo, junto al seto de la raquítica jirafa.

Y casi como pensándolo mejor, como decidiendo hacer una cosa que no sabía que tendría que llevar a cabo, el muchacho me dispara a mí también. En el pecho. Y eso, desde luego, es el verdadero comienzo del Siguiente Nivel.