Cuando llego a Ocean Avenue, una doble sensación —placer y entusiasmo— me recorre inesperadamente el estómago como el sonido de una gaita; y amalgamada en ella hay otra, tonificante, que va de los brazos a los puños, e indica una absoluta disposición a «afirmarme». En realidad llego a visualizar esa palabra —afirmarme— en letras desvaídas como en una bola de la fortuna. Y hay también, simultáneamente, una sensación aparentemente contradictoria de liberación… de algo. A veces somos conscientes de que se están acumulando complejas e irritantes tensiones, y podemos determinar su naturaleza con precisión: una desalentadora visita a la consulta del médico, un asunto ante un tribunal que preside un juez mezquino, una auditoría de Hacienda que ojalá fuera un sueño. Y en otras ocasiones, hemos de sondear las profundidades, como si buscáramos un cálido resquicio en un gélido estanque. Sólo que esta vez es fácil. Plena, agradable liberación y audaz, estimulante potestad emanan de la súbita y simple perspectiva de traspasar a Mike Mahoney las riendas de Realty-Wise.
A primera vista, desde luego, es una herejía. Pero el caso es que la vida en el Siguiente Nivel es sólo lo que uno se inventa.
Y como Mike puso de relieve hace un par de días (con mis consiguientes burlas), la esencia de la actividad inmobiliaria es la inventiva. Firmaría los documentos ahora mismo y me sentiría el rey del mundo. Aunque sea un error garrafal y me deje sin timón, con días interminables llenos de angustia durante los que no podría ni quitarme el pijama, ahora mismo tengo la impresión de que es el mejor invento. Y es lo que estoy viviendo en este preciso momento. (Lo que parece, desde luego, una resurrección del Periodo Permanente. Y si lo es, no me importa).
Aquí, en la esquina, no hay señales de la carrera de los cinco kilómetros, ni mucho tráfico de mediodía, ni siquiera se ve basura dejada por los corredores; sólo la línea de salida, trazada con pintura blanca a lo ancho del carril norte de la avenida. Un negro —el catequista de Nuestra Señora— cruza el césped llevando hacia una puerta lateral abovedada la escalera de aluminio donde el padre Ray ha impartido sus bendiciones. Apoya la escalera contra la fachada de estuco, abre la puerta, entra y cierra.
El instinto me dice que gire a la derecha y vuelva a casa: un segundo acto más agradable con mi hijo, la esperada vuelta de mi hija, la llamada crucial de Sally. Lo mejor del día, por improbable que parezca, espera su realización.
Sólo que otro impulso poderoso me dice que no tuerza a la derecha, sino que cruce la mediana y vaya a la izquierda por la península, en dirección norte, hacia Ortley Beach. Sé lo que hago aquí. Estoy autorizado por la doble sensación de liberación y afirmación, que como no se tiene a menudo y casi nunca de golpe, ha de escucharse como si fuera un precepto divino.
Hay en el mundo —y lo admito asumiendo todos los riesgos, aunque los hombres saben que es cierto y las mujeres son conscientes de que los hombres lo saben— mujeres ideales. Sally lo dice con respecto a mí en su carta; lo que significa que eso también vale para la forma en que las mujeres calibran a los hombres. Bajo mi punto de vista, hay al menos una persona ideal para todos nosotros, y probablemente varias. Para los hombres, son ideales las mujeres que hacen que nos sintamos especialmente inteligentes, que nos creamos excepcionalmente atractivos en el sentido en que siempre hemos pensado ser; son quienes sacan a relucir lo mejor de nosotros mismos y, gracias a cierta generosidad o necesidad de su naturaleza, hacen que nos sintamos exactamente como nos gustaría ser: desinteresados, lúcidos, intuitivos como nadie con respecto a toda clase de cosas y triunfadores en la vida. Lástima de quien se case con una mujer así, porque acabará volviéndose loco con su aprobación inmerecida y un respaldo excesivo y no buscado. No es que lo sepa por experiencia, pues las dos mujeres con las que me he casado son del tipo «exigente», cuyo lema esencial ante amigos y enemigos por igual ha sido: «Bueno, ya veremos. No estoy muy segura», y aun en el caso de que me hayan querido siempre me han considerado como mínimo con ojo crítico. En cualquier caso, las dos me han dejado tirado como una colilla; aunque Sally puede estar volviendo en este mismo momento.
Esas mujeres ideales pueden hacernos más listos de lo que somos, pero en definitiva sólo convienen para fugaces escapadas, profundos y perdurables devaneos que siempre quedan en nada: imprevistos viajes a Boston o unas copas después del trabajo en oscuros restaurantes con reservados rojos como aquel adonde Wade Arsenault trató de llevarme ayer junto a su hija, esa rompecojones criada en Texas, de ningún modo ideal, Vicki/Ricki, de quien cualquiera mínimamente listo se alejaría lo más posible pero con quien de manera incomprensible quise casarme una vez. Esas mujeres también están hechas para pasar una noche (dos como máximo) preparada dulcemente, con cariño, después de lo cual se mantiene la amistad entre ambas partes, que se comportan incluso con mayor compostura que antes, y posiblemente incluso «disfrutan» de la mutua compañía un par de veces cada seis meses o seis años, pero nunca consideran seriamente su relación, dado que todo el mundo sabe que la seriedad acaba con todo lo bueno. Marguerite habría sido una excelente candidata, pero en realidad no era ideal.
Perfectas para una aventura, así son esas mujeres. Casi siempre lo saben (aunque estén casadas). Son conscientes de que, dado el tipo de hombre que encuentran atractivo —normalmente reflexivos solitarios con necesidades mínimas pero bastante específicas—, aspirar a algo más duradero supondría que pronto se sentirían desdichadas y con deseos de acabar cuanto antes, de manera que se contentan con la escapada, las copas, las chuletas asadas y el asunto de una noche: plan donde todo funciona de manera amistosa y en el que ambas partes vuelven enseguida a su propia cama, que es donde ellas (y muchas otras) se encuentran más a gusto.
«Preclaras» ideas de alienistas con su propio y sustancioso caldo de problemas han desvirtuado esos placeres humanos normales convirtiéndolos en mezquinas y vergonzosas perversiones, en transgresiones de los límites que han de erradicarse de la especie, porque esos individuos ven a todo el mundo como perdedor o víctima y no siempre dan por bueno el concepto que un individuo tenga de lo saludable y enriquecedor. Pero todos sabemos que no tienen razón, poseamos o no valor para admitirlo. Las mujeres suelen participar plenamente en todo lo que hacen (incluido el hecho de largarse a Mull), y estoy dispuesto a afirmar que en lo que se refiere a saludable, enriquecedor y perdurable, un candoroso y expansivo revolcón entre la alfalfa, o algo que se le parezca, con una mujer deseosa y entusiasta es tan enriquecedor y saludable como cualquier otra cosa que quepa imaginar. Y aunque no sea para toda la vida, qué es lo que perdura (que me lo digan, por favor), salvo los matrimonios en que ambas partes piden a gritos en su fuero interno un poco de luz porque son incapaces de verla.
La liberación y afirmación ha obrado en mí su mágico efecto conduciéndome en dirección norte hacia el Neptune’s Daily Catch Bistro y (según espero) a Bernice Podmanicsky, que puede ser mi salvadora justo cuando la necesito. La llamada de Sally ofrece ciertas cosas, pero desde luego no todas. Y ella misma me permitía compañía femenina para pasar la fiesta. Sería idiota desperdiciar la oportunidad, si es que la hay.
Bernice Podmanicsky, una de las camareras del Neptune’s, es mi candidata para la mujer ideal que antes mencionábamos. Morena y larguirucha, de labios llenos, amplia sonrisa, pies grandes y ligero indicio de vello facial, pero de manos extrañamente delicadas con relucientes uñas color de rosa, busto proporcionado, sólido trasero y tobillos de modelo de pasarela (mi debilidad una vez tenida en cuenta la parte posterior), Bernice podría ajustarse al adjetivo de bonita según determinados criterios, aunque no todos: boca demasiado grande (para mí está bien); el pelo le nace quince milímetros demasiado abajo de la frente (ídem); cejas gruesas (neutral); libidinoso hoyuelo en el mentón cuando sonríe, que es a menudo; en torno a los cuarenta (prefiero a la mujer adulta, con experiencia). En conjunto, difícil que no caiga bien. Hace tres años que conozco a Bernice, desde que su relación amorosa de mucho tiempo en Burlington, allá en Vermont, perdió fuelle y se vino a vivir a Normandy Beach con su hermana Myrna, que tiene una franquicia de Mary Kay. Siempre ha trabajado de camarera desde que terminó la universidad en Stevens Point, donde se licenció en Bellas Artes (su trabajo actual le deja tiempo para dibujar). Lee novelas serias e incluso abstrusos textos filosóficos, gracias a su padre, que era director del departamento de orientación del Instituto de Fond du Lac, y a su madre, que a sus setenta y tantos años sigue pintando al estilo de Georgia O’Keeffe.
En realidad me gusta Bernice enormemente, aunque a lo largo de estos tres años sólo ha habido entre nosotros un contacto de lo más informal. Cuando solía ir a cenar con Sally, Bernice se mostraba sociable, simpática y descaradamente amistosa con los dos. «Ah, otra vez por aquí. La gente se va a hacer una idea equivocada sobre vosotros dos… Y me imagino que querréis el pescado poco hecho». Pero cuando Sally se marchó, y Bernice me veía muchas veces solo en una mesa junto a la ventana con un cóctel de ginebra, se mostraba indiscreta, curiosa, entrometida y (en ocasiones) con evidentes ganas de ligar, cosa de la que yo no me quejaba. Pero en general su comportamiento era interesado, aprobatorio e incluso espontáneamente halagador. «Me parece raro pero enteramente comprensible que una persona con tus conocimientos, que escribe relatos y artículos de deportes y tiene una buena formación, se encuentre a gusto vendiendo casas en Nueva Jersey. Yo lo encuentro lógico». O bien: «Me gusta, Frank, que siempre pidas pescado y te vistas más o menos igual cada vez que vienes aquí. Significa que estás seguro sobre las cosas pequeñas, y que estás abierto a las grandes».
Y sonreía, para lucir su hoyuelo tan provocativo.
Le hablé de mis actividades con Sponsor y me contestó que, tras haberme observado, me consideraba sumamente amable y sensible a las necesidades de los demás. Una vez llegó incluso a decir: «Apuesto a que las tienes haciendo cola a la puerta de tu casa, guapo, ahora que estás soltero otra vez». (La he oído llamar «guapo» a otros y no podía importarme menos). Decidí no hablarle de la situación creada por las semillas de titanio, por temor a que sintiera lástima de mí —no veía necesidad de patetismo—, pero también porque mencionarlo puede convencerme de que he perdido los medios aunque siga disponiendo de los fines.
En varias ocasiones me he quedado hasta tarde en el Bistro, sintiéndome a gusto con Bernice. A veces acababa el turno y salía de la cocina con un chaquetón de marinero sobre el uniforme rosa, se acercaba a mi mesa y decía: «Bueno, Franklin», que no es mi nombre, «que te vaya bien». Pero entonces se sentaba y nos quedábamos charlando, momentos en los cuales yo me convertía en el más divertido, inteligente, sabio, en el más instructivo, complejo, enigmático y extrañamente atractivo de los hombres, pero también en el mejor y más atento oyente que hubiera habido sobre la faz de la tierra. Citaba a Emerson y Rochefoucauld, a Eliot y Einstein, explicaba incisivos, esclarecedores aunque recónditos hechos históricos que encajaban perfectamente en la conversación pero de los que hasta donde me alcanzaba la memoria nunca había hablado a nadie más, recordando continuamente letras de canciones populares, diálogos cómicos de Bud y Lou y estadísticas de todo tipo, desde el mercado inmobiliario de Bergen County hasta cuántos salmones suben por las cascadas de Bellows en un periodo normal de veinticuatro horas durante la ascensión de primavera. Me convertía, en otras palabras, en el hombre ideal, un personaje que a mí me atraía locamente, como a cualquier otro. Y todo porque —aunque nunca se lo dije en esos términos— Bernice era una mujer ideal. No ideal per se, sino ideal per diem, la única fórmula en que ideal cobra verdadera importancia. Mientras digo todo esto me doy cuenta de que mi «experiencia Bernice» y mi actual empeño en reanimarla representa otra pequeña escaramuza dentro del Periodo Permanente, lejos de los estrictos confines del Siguiente Nivel. A veces, sin embargo, hay que buscar ayuda donde uno sabe que puede encontrarla.
El verano pasado, cuando terminaba el turno, salíamos juntos del Bistro a última hora de la tarde, cuando refrescaba el ambiente y las cosas empezaban a animarse, y también más adelante, después de mi tratamiento, en septiembre, cuando la mayoría de los turistas había vuelto a casa. Echábamos a andar por la acera, sin cogernos de la mano ni nada parecido, o paseábamos por la playa, charlando sobre el calentamiento del planeta, el inexplicable prejuicio de los norteamericanos contra los franceses o las oportunidades tristemente desaprovechadas por el presidente Clinton y lo que habíamos perdido y jamás recuperaríamos. Cuando estaba con Bernice, siempre hacía gala de una insólita clarividencia sobre ciertas cosas, exponiendo puntos de vista acerca de hechos históricos en los que ni siquiera había meditado, fragmentos de discursos y testimonios que había oído en Public Radio y que no sé cómo recordaba en detalle, todo lo cual me daba la sagacidad de un diplomático y la sabiduría de un oráculo, con una memoria infalible y un impecable sentido del contexto, y ello sin perder mínimamente la capacidad de burlarme de mí mismo, sin ser aburrido ni parecer cansado de la vida, sino estando dispuesto a cambiar de tema en cualquier momento y pasar a otra cosa que la interesara o a algo distinto de lo que yo sabía más que nadie en el mundo.
Y mientras pasábamos juntos el tiempo de esa forma tan normal, Bernice decía repetidamente cosas positivas sobre mí: que era joven para mi edad (sin que supiera los años que tenía, aunque yo suponía que me calculaba unos cuarenta y cinco), que llevaba una vida interesante y aún tenía muchas cosas buenas por delante, que resultaba «extrañamente apasionado» e intuitivo y que probablemente era un demonio, pero desde luego no tenía una personalidad de tipo A, cosa que a ella no le gustaba en absoluto.
De ella yo decía todo lo bueno que se me ocurría: que era «una preciosidad de marca mayor», que sus audaces instintos, semejantes a los de Bob La Follette el Batallador,[73] eran precisamente lo que necesitaba este país, que me encantaría ver su «obra» y tenía la corazonada de que me iba a apasionar y a decirme muchas cosas, dando a entender pero sin llegar a decirlo que ella me apasionaba y me decía muchas cosas (cosa que era más o menos cierta).
En una ocasión, me preguntó si me gustaría dar una vuelta en coche y fumar un porro (decliné la invitación). Y otra vez me dijo que acababa de terminar un «gran desnudo» aquel mismo día y le gustaría saber lo que un tío con mi refinada sensibilidad y mi intuición opinaba de él, porque era «bastante abstracto» (supuse que era un autorretrato y ardía en deseos de verlo). Pero también rechacé ese ofrecimiento. De pie en la acera o al borde de la playa, donde terminaba la calle y el apresurado y cálido crepúsculo se abría como un camino de estrellas hacia donde la vieja noria giraba como una pulsera de piedras preciosas en el parque de atracciones de Sea-Clift, tenía la sensación de que estábamos bien juntos, y pensaba que esa impresión se fortalecería si tomábamos un par de copas de Sambuca y nos fumábamos unos porros en su casa mientras contemplábamos su desnudo de gran formato. Pero entonces se imponía rápidamente la conciencia de quiénes éramos, y esa sensación no duraba mucho, con lo que terminábamos recordando, antes de que hubiera pasado nada, nuestro buen momento en la acera con cierta nostalgia, como dicen que sienten los emigrantes al salir de su país, emocionados al zarpar hacia el nuevo continente, donde la vida promete riquezas pero donde les aguardan penalidades, y simplemente acaban trasladando las antiguas inquietudes a un nuevo territorio, donde vuelven (y volvemos) a las mismas preocupaciones de antes. Cuando se es joven, como mi hija Clarissa, y quizás también como mi hijo, no se piensa de ese modo. Uno cree que lo único que hace falta es salir de un compartimento y entrar en otro que esté integrado en la corriente convencional. Si cambian el agua en la pecera uno se convierte en otro pez. Pero no es así. Nanay, Bob, no señor. También es cierto que debido a los abrasadores implantes de mi próstata, y pese a los acontecimientos eréctiles que se producen por la mañana temprano y a veces a última hora de la noche y que dan testimonio positivo, no estaba yo muy seguro de mi nivel de prestaciones en caso de urgencia y desde luego no quería enfrentarme a otro fracaso en un momento en que pocas cosas parecían salirme bien.
Ahora, sin embargo, creo que es el momento —en caso de que hubiera que fijar alguno— de que Bernice y yo juntemos nuestras pequeñas embarcaciones, al menos por un día, y pongamos rumbo al crepúsculo. Nada permanente, nada que requiera ir más allá de la noche, nada específicamente venéreo o protoconyugal (a menos que ocurra por las buenas), pero sí una gran ocasión, la última oportunidad hacia lo inesperado, el acontecimiento de la vida que nos hace saber que somos humanos, y que incluso podría demostrar que era y quizás sigo siendo el demonio por el que Bernice siempre me tomaba. Todo esto, desde luego, si a ella le parece bien.
Neptune’s Daily Catch Bistro, lo sé por la revista semanal de la costa, sirve el pavo con guarnición tradicional por veinte dólares a la gente mayor de Ortley Beach, de once a dos. Bernice —me lo dijo por casualidad— está sola hoy y trabaja únicamente para tener algo que hacer, luego piensa irse a casa con una botella de Chablis «a ver el partido de los Vikes y los Dallas a las cuatro y cinco», con idea de acostarse temprano. Creo que si aparezco por allí a eso de la una, dentro de poco, y le digo que me la llevo a pasar la fiesta en casa, le pedirá permiso al jefe, dejará el delantal colgado en el picaporte, lo considerará como un absoluto desmadre que he estado planeando desde hace semanas, se sentirá secretamente halagada y aliviada y segura de haberme calado bien, de que mi capacidad de sorprenderla supera sus previsiones y de que la valoración que ha hecho de mí a lo largo de estos años no es errónea ni ha sido en vano. En resumen, comprenderá que la considero como la mujer ideal, y aunque esté de vuelta en su casa a la hora del telediario de la noche, nunca se habría esperado algo así; y eso es lo que normalmente cuenta para las personas.
Y con el aliciente además de que, trayendo a comer a Bernice Podmanicsky el Día de Acción de Gracias, mis hijos se pondrán furiosos. Más que si llevara a casa a un enano finlandés del circo, a un maricón de dos metros que trabajara de aprendiz en el Kurl Up’n Dye de Lavallette, o un camión cargado de papagayos que cantaran villancicos a cappella. Los reduciría a todos —y a Paul en particular— a un silencio paralizado, desconcertado, hiriente y derrotado, que quizás sea lo que me haga falta en mi celebración de Acción de Gracias. El odio se disparará a velocidad espacial. Siniestras muecas de «Pero ¿qué le ha pasado?» se cruzarán entre unos hermanos que no se caen bien. Los hijos pueden convertirse en desventuradas víctimas del divorcio que se pasan la vida «resolviendo» sus «problemas» con todo bicho viviente, pero que de ninguna manera consienten que tú tengas alguno, ni que les causes molestias mientras ellos andan a la busca de sus sacrosantas «soluciones». Por el contrario, quieren que se les procure un entorno estable para sus desgracias (lo mismo podrían adoptarlos). Salvo que en mi opinión, si a los hijos les encanta obsequiar a sus envejecidos padres con sus propias incertidumbres, ¿por qué no devolverles el favor? Una mesa diferente, con Paul, Jill, Clarissa, Thom, Bernice y yo parece más o menos perfecta. Como suele ocurrir, «las cosas» se ven mejor a la larga, con perspectiva.
Y sin embargo… ¿Espléndida sorpresa? Podría suscitar de manera imprevisible lo mejor de cada uno y hacer que, en el seno de la familia ampliada, el Día de Acción de Gracias se transforme en esa camaradería del «hay para todos» que los primeros colonos quizás tuvieran (por espacio de un milisegundo) intención de implantar con el hecho de invitar a los desconcertados y, sobre todo, hambrientos indios a su mesa. La cápsula del tiempo de Paul podría resultar el proyectil reunificador que él pretende —o no— que sea. Clarissa podría echar de casa a Thom cuando estuviéramos terminando el plato de trigo hervido, con lo que todos nos reiríamos como locos del pobre pantalonazos. Bernice podría ofrecernos todo su repertorio de imitaciones de Americas Dairyland.[74] Incluso podríamos invitar a los Feenster a que pasaran para ver cómo entraban en combustión. Me alegraría que pasaran todas esas cosas, o alguna, y si no ocurriera ninguna el día tampoco acabaría peor de lo que ha empezado.
Aunque me gustaría disfrutar de la compañía de Bernice Podmanicsky, sólo como amiga que me ayude a superar las dificultades que seguramente acechan. Ella probablemente pensaría que todo aquello —lo que fuera— era muy divertido, una pasada, algo sensacional, y le parecería bien que nos disculpáramos y saliéramos a dar un paseo en el crepúsculo por la playa, donde ambos podríamos sentirnos de nuevo como el hombre y la mujer ideal, después de lo cual la acompañaría a su casa a tiempo de la segunda mitad del partido de los Vikes; y me quedaría a verla con ella. Después se lo contaría todo a Sally, seguro que no le importaría.
Central Boulevard entra en Ortley Beach desde Seaside Heights sin fiorituras —ambas vías forman parte de la Route 35—, con el mismo paisaje urbano, sin construcciones altas, de pequeños restaurantes, puestos azules de helados Slurpee, tiendas de peces tropicales y de alquiler de detectores de metales, todo ello cerrado y deteriorado por el tiempo, y por donde supongo que han pasado ya los participantes en la carrera, porque no se ve a ninguno. Hace tres semanas, en las elecciones —que deben resolverse en el tribunal de Florida para acabar con esa incertidumbre que nos está quitando la vida—, Ortley Beach dio a sus votantes la oportunidad de ratificar un «dictamen» no vinculante del jurista municipal de que la ciudad podría separarse de Nueva Jersey e incorporarse a una nueva entidad llamada «Jersey del Sur». Pero al igual que ocurrió con nuestra iniciativa sobre los derechos comerciales para utilizar el nombre de la ciudad, fue rechazada rotundamente por los republicanos, que la consideraron un suicidio fiscal, sin mencionar que era muy extraña desde el punto de vista cívico y perjudicial para los negocios. Sea-Clift —más cerca del extremo de Barnegat Neck, y bastante más al sur— habría acabado anclada en la «Antigua Jersey» y tendríamos que haber pagado peaje sólo por el privilegio de salir de la ciudad, mientras que Ortley habría tenido un regidor diferente y otro emblema. De no haber prevalecido cabezas más sensatas, podría haberse suscitado un conflicto municipal. Aunque incluso ahora veo pegadas algunas enardecidas pegatinas de SECESIÓN O MUERTE puestas en señales de tráfico y vitrinas de cafeterías. Éste siempre ha sido un sitio extraño, aunque no se note a simple vista.
Lo que veo al acercarme al Neptune’s Daily Catch no resulta muy esperanzador. No hay coches aparcados en la parte delantera. El cartel de neón con el pez azul está apagado. Cuando paro junto a la acera, el local parece vacío. Una luz granulada penetra por los ventanales, dando al interior un matiz grisáceo, de aguachirle. Las sillas están colocadas del revés sobre el tablero de las mesas. La tienda de al lado, Women of Substance, que vende ropa de segunda mano, está cerrada. Tres portales más allá, el salón de juegos Parallel Universe está abierto, pero sólo hay un hombre calvo y delgado leyendo una revista en la puerta. Cuatro hombres con pantalones caqui y gruesos chaquetones de pana esperan en la esquina, bajo la señal del Garden State Parkway, fumando y bebiendo café del Wawa que hay frente a la Central. Mexicanos, son ésos. Ilegales —al contrario que mis hondureños— esperando que los cojan para un trabajo al otro lado del puente, sin darse cuenta de que hoy es fiesta. Me miran y se ríen, como si yo fuera la poli y ellos se hubieran vuelto invisibles.
La idea, sin embargo, de que me equivoque y Bernice se encuentre dentro, en una mesa del fondo, tomando un café irlandés, sola, esperando la hora de abrir, me impulsa a bajar del coche y mirar por la ventana. Arnie Sikma, el dueño, antiguo miembro de la SDS[75] de la Universidad de Reed y más tarde activista social, impulsor de pequeñas empresas, ha pegado diversas etiquetas publicitarias en el escaparate, junto a la puerta. ORTLEY, UN NOMBRE INSÓLITO PARA EL SITIO DE SIEMPRE. ANIMAMOS A LOS PHILLIES. APOYAMOS A NUESTRAS TROPAS (DESDE LA GUERRA DEL GOLFO). PROTEGEMOS LAS RAPACES, NO LA RAPIÑA. ESTO TAMBIÉN PASARÁ: CLÍNICA NEFROLÓGICA JERSEY SHORE. TODOS HEMOS DE MORIR… EN ALGUNA PARTE (una residencia para enfermos terminales de Point Pleasant).
Pero cuando atisbo en el local con las manos ahuecadas, veo que Bernice no está. No hay nadie. Arnie ha dejado música navideña en el exterior: El buen rey Wenceslas cantado por un coro. «A-quel campe-sino, quién es, de dónde viene y dón-de vive…». Nadie lo oye en la fría calle, salvo los mexicanos y yo.
Aunque una nota escrita a mano y pegada a la puerta con papel celo anuncia «Cerramos el Día de Acción de Gracias por defunción familiar. Gracias a todos. La Dirección». Naturalmente, me asusto al leerlo. Porque sin duda se refiere a la familia cercana (Arnie es de extracción holandesa, de Hudson, río arriba, en Nueva York: ¿pariente lejano de los antiguos terratenientes?). ¿O se trata de alguien del clan familiar? De la «familia» de leales empleados del Neptune’s Daily Catch Bistro. ¿Acaso es Bernice, hasta el momento encargada del bufé? Aunque no menciona su nombre: como la hija de Van Tuyll, según me contó Ann anteanoche. «Nuestra querida y leal señorita B…».
Un picor ardiente me recorre la fría nuca, extendiéndose luego hacia abajo. ¿Cómo podría enterarme? Una vez llamé a información para saber si Bernice venía en la guía, por si alguna vez necesitaba tener buena opinión de mí mismo y decidía llamarla para sentirme mejor que de costumbre a cambio de una entrada para los cines Multiplex de Toms River y una cena tardía en Bump’s. Averigüé que tenía teléfono pero no quería aparecer en la guía. A las camareras no les apetece mucho que su número sea del dominio público. Y no podía decir a la telefonista: «Sí, pero ella me considera un tipo fenomenal. No pasa nada. No voy a dar su número a nadie ni a hacer nada raro». Ya hemos dejado atrás esos días de inocencia.
Una racha de viento marino con un fuerte olor a grasa arrastra un envase blanco de plástico por la acera; la clase de recipiente en que se lleva uno a casa los calamari fritos que no ha terminado de comer. Uno de los mexicanos con pantalones caqui le da una patada arrojándolo al bulevar, lo que incita a otro, más bajo, a dar a la caja una compleja serie de puntapiés con el empeine y el tacón hasta lanzarlo por el aire. Sus compañero se ríen y corean «Ronaldito», lo que hace gracia al de las patadas, que vuelve a subir a la acera dándose importancia para que los demás se retuerzan de risa.
Un hombre calvo y delgado, ya mayor, con calzones cortos de color rojo y una camiseta azul sin mangas con una tarjeta de la carrera de cinco kilómetros en el pecho —y el número 174— pasa patinando por Central sobre unos voluminosos patines en línea, con una mano a la espalda y balanceando el otro brazo para impulsarse como en una competición, sus viejas facciones de águila tan serenas como la brisa. Se dirige a su casa. Los mexicanos lo observan divertidos.
Alzo la vista hacia el algodonoso cielo y pienso en la generosa Bernice, su dulce aliento, sus labios carnosos y sonrientes, sus primorosos tobillos, su espesa y masculina cabellera de la que nadie se enamoraría ni yo tampoco, porque si no ya tendría su teléfono. ¿Por dónde anda hoy? ¿No le habrá pasado algo? ¿Estará bien de salud? ¿Regular? ¿Cómo podría enterarme? Llamando a Arnie Sikma en cuanto llegue a casa. Le pediré su número como un favor especial. En lo alto y hacia el norte, se ha abierto una pálida fisura, optimista y azul, entre las cerradas nubes. Dos reactores, uno en dirección sur, otro rumbo al este oceánico, se han cruzado allá arriba, trazando con su estela una gigantesca y, durante un momento, perfecta X a diez mil metros por encima de donde estoy, en Ortley, frente a un buen restaurante de pescado, pensando en la vida de una amiga. La X marca el lugar (y todo lo que alcanzo a ver). «Ahí está. Ahí es donde lo dejé. Aquí es donde está el oro. Aquí está…» ¿el qué?
Sólo el más rígido cartesiano dejaría de interpretar esto como una señal manifiesta, un communiqué de las esferas, un recuadro significativo en un formulario importante con mi nombre arriba, relleno con una X o en blanco, presente o ausente al pasar lista. Sólo hace falta saber qué coño significa, ¿no? Puede que haya más. Dos cisnes en la orilla de la bahía. Un veloz zorro rojo en la habitación. Una carta. Una llamada. Tres barcas. Todo puede ser un aviso. Había creído que el carácter irrevocable de la pérdida de Ralph, mi aceptación y el paso al Siguiente Nivel junto con mi preparación general para reunirme con el Hacedor conformaban mi historia, lo que el auditorio conocería cuando cayera el telón: mi personaje, por decirlo así. «El bueno de Frank acabó haciendo las paces con el mundo». «Era un poco cabroncete, pero se las arregló para poner las cosas en orden justo antes de…». «Cuando se acercaba el final parecía obrar con gran lucidez, como si fuera un santo». Cosas que pasan cuando se tiene cáncer, aunque no sea divertido.
¿Y resulta que ahora hay más cosas? Justo cuando crees que has penetrado en la cámara mortuoria del rey niño y vas a respirar su aire viciado e inmemorial con sombría satisfacción, ¿resulta que no es más que una antesala? ¿Que hay más cosas que observar, más señales que interpretar, que lo que pensabas que era todo, no lo es? ¿Que no es esto? Que ni siquiera hay esto. Difícil saber si se trata de noticias alentadoras o desmoralizadoras para alguien que, como dice mi hijo, cree en el desarrollo.
La fisura entre las nubes se ha cerrado de forma rigurosa, y lo que era una señal —como un arco iris— ya no existe. En cierto modo estoy seguro de que Bernice Podmanicsky no es el miembro de la familia que ha fallecido. Se echaría a reír si supiera que me he preocupado por ella. «Pero, guapo», me diría con una sonrisa de oreja a oreja, «no sabía que te importara. Eres un hombre muy poco corriente, ¿sabes? De armas tomar.
Alguna chica con suerte…». Es curioso cómo nuestros miedos, aquellos que desconocemos, alteran nuestra línea de visión y nos hacen ver cosas que no existen.
Los mexicanos me están mirando como si mantuviera una bulliciosa conversación conmigo mismo. Puede que se deba a la sudadera con la M. Debería quitármela y regalársela. Tienen una expresión grave en el rostro, sus pequeñas y codiciosas manos bien metidas en los andrajosos bolsillos del chaquetón. Sus expectativas de trabajo se han eclipsado por mis recelosas miradas al Bistro y al firmamento. Son hombres de creencias religiosas y andan a la busca de sus propias señales, en una de las cuales puedo haberme convertido. Probablemente esté «tocado» y a punto de ser arrastrado a los cielos por un resplandeciente rayo de luz, con lo que ellos (en la versión buena) encontrarán al fin su verdadera vocación: contar lo que han visto y explicar sus portentos. ¿No es ése el deseo último de todos nosotros en la tierra? ¿Dar testimonio de los prodigios que hemos presenciado?
Pero por seguridad, porque hoy no puedo ascender a los cielos delante de ellos, me gustaría decirles algo típico del Primer Mundo para darles la bienvenida, para que bajen la guardia. Estamos juntos, al fin y al cabo. Sin dobleces. Simples como yo.
Sólo que cuando vuelvo la cabeza en su dirección, con una sonrisa de bienvenida alegrando mis mejillas, los ojos entornados con arrugas de alegría, el pensamiento elaborando una formulación en su lengua materna —«Hola. ¿Cómo están? ¿Pasando un buen día?»—, se ponen tensos, enarcan los estrechos hombros y enderezan las rodillas dentro de los pantalones caqui, sus facciones organizadas para comunicarme que no quieren nada de mí, no buscan seguridad, no me brindan ninguna. De modo que lo único que puedo hacer es dejar que la sonrisa se me paralice en los labios, como un loco sorprendido en su incoherencia. Vuelven la vista hacia el bulevar desierto en busca del camión que no viene. Para nosotros cinco, juntos y aparte, el momento de las señales ha pasado.
Camino de casa ya, plenamente contextualizado, vacío de útiles deseos. Bernice podría haberme conferido una desenvuelta insularidad, descargándome un poco de mi propio peso. Eso pueden lograrlo hasta las mujeres que no son ideales. Pero no dispongo de ayuda, lo que equivale a una forma legítima de aceptación. Sólo que no es muy placentera.
Vuelven a funcionar los semáforos, con adornos en forma de barras de caramelo tenuemente encendidos. El comercio vuelve intermitentemente a la vida mientras salgo de Seaside y vuelvo a entrar en Sea-Clift. BEBIDAS ALCOHÓLICAS ha iluminado sus grandes letras amarillas a mediodía, y hay manadas de coches. En el cajero automático del South Shore Savings, adonde se entra con el coche, hay mucha actividad, igual que en Guppies to Puppies, la librería pornográfica, y en el centro de reciclado de botellas: el antiguo concesionario Ford. El Wiggle Room ha abierto sus puertas, y un voluminoso camión de basura de Nueva Jersey entra bamboleándose en su callejón trasero. Incluso hay turistas frente al punto de salida del minigolf, sus despreocupados gestos revelando incertidumbre estacional, sus ojos mirando al cielo. La ambulancia verde del servicio de urgencias está en su aparcamiento del parque de bomberos, el mismo personal de antes a la entrada, bajo la ondeante bandera americana, fumando y contando chistes con los dos polis de la moto, vestidos con pantalones de montar, que vigilaban la carrera. La Tru-Value exhibe máscaras de gas y una «Ultima Oportunidad: Solución para el Efecto 2000» en estuches de plástico. EL FUTURO ERA UNA BOMBA, reza su anuncio escrito a mano.
Muchos de los participantes en la carrera de los cinco kilómetros vuelven tranquilamente a casa por la acera, torciendo hacia su barrio por las calles laterales, la carrera hecha, las facciones distendidas, los miembros relajados después de una competición justa, nada implacable, las botellas de agua vacías, la mirada vuelta hacia el siguiente episodio de un saludable y provechoso Día de Acción de Gracias celebrado en compañía. (Ni rastro de los africanos). Sigo sin querer cambiarme por ellos. Aunque un escuálido corredor con zapatillas rojas me saluda con el brazo cuando paso en el coche —no tengo ni idea de quién es—, alguien a quien he vendido una casa o por quien me he dejado la piel en el intento, pero a quien he dado una buena impresión de la clase de persona que soy. Le devuelvo el saludo con el claxon, pero sigo adelante.
Al pasar frente a mi oficina de Realty-Wise, veo el Infiniti de Mike aparcado a la puerta. Hay luz en la pizzería de al lado, que está abierta, aunque parece que a nadie le apetece una pizza en el Día de Acción de Gracias. Sin duda, Mike estará en su escritorio perfeccionando su plan de actuación, conversando con su nueva amiga, la ricachona. Puede que esté llamando a Bagosh al móvil antes de que enfile Parkway después de comer con su familia. No me apetece entrar a ver lo que está tramando, con lo que mi agencia me da una sensación de lejanía y la idea de traspasarla parece aconsejable. Pero ¿cómo me voy a sentir pensando que «he vendido» casas y ya no voy a hacerlo más? El encanto se desvanece en cuanto el pretérito perfecto entra en escena. Es diferente de: «Bueno, sí, ascendimos a buena altura en ese Bacca Valley. Mucho viento allá arriba». O bien: «El laboratorio entero compartió el mérito por la cura del paludismo». La única forma de mantener los mágicos focos encendidos sobre la actividad inmobiliaria es continuar ejerciéndola. Hacerlo hasta caerse muerto, para no tener que mirar atrás y ver las sombras. Eso lo sabe la mayoría de los veteranos, y por eso tantos la diñan con las botas puestas. Esto no le va a gustar a Mike, pero que se joda. Es mi empresa, no la suya.
Enfrente, más allá del viejo Dad’n Lad, cerrado con tablas —de donde tuvo que trasladarse el ayuntamiento porque la capa superficial del suelo cedió, dejando al descubierto la original arena blanca de la playa—, el antiguo cementerio de Ocean Vista, donde se enterraba a los ciudadanos de Sea-Clift en los años veinte, surge miserablemente ignorado y lleno de malas hierbas. El municipio se ocupa oficialmente de su mantenimiento, por lo que aún sigue con su verja de hierro forjado al estilo de Nueva Orleans, un portillo en arco rematado en una filigrana que se abre a un agradable y angosto sendero con la longitud de una manzana de casas en dirección al mar, cuya vista quedó bloqueada hace mucho por un conjunto de viviendas de madera, ya abandonadas pero que no pueden derribar para edificar otras. Nadie descansa ahora en Ocean Vista, ni siquiera permanecen las lápidas. El terreno —a lo largo del Dad’n Lad— no parece sino un pequeño vestigio de paisaje urbano a la espera de destino por parte de los promotores, que tirarán las viejas construcciones y pondrán un Red Roof Inn o un almacén de UPS: lo mismo que ha pasado a gran escala en Atlantic City.
El motivo concreto de que el único cementerio de la ciudad ya no tenga residentes es que los tataranietos del primer explorador negro de Sea-Clift, un esclavo liberto sólo conocido con el nombre de «Jonah», descubrieron que estaba enterrado justo en medio de un cementerio de blancos, y empezaron a alborotar por todo el estado reclamando un monumento que enalteciera su vida y sus arduos trabajos como «explorador negro» en unos tiempos en que ser explorador no era muy guay. La progenie de Jonah resultó ser un puñado de ruidosos y acomodados plutócratas de Filadelfia y el distrito de Columbia, abogados y médicos que querían un monumento a la memoria de su antepasado para convertirlo en otra parada de la «Ruta del patrimonio cultural de Nueva Jersey», con una exposición interactiva sobre su vida y la de personas como él que con su valentía abrieron nuevas vías hacia la costa: una historia que no iba a presentar una imagen muy halagüeña para sus contemporáneos blancos.
Con lo cual se armó un cisco de mil demonios. La corporación municipal, que siempre había sabido lo de la última morada de Jonah y no le parecía mal que la compartiera con sus antepasados blancos, no quería, sin embargo, que «robara» el cementerio y militara póstumamente en pro de una importancia que a todas luces no había reclamado en vida. Jonah se había ganado, en opinión de todos, un lugar entre los ciudadanos de Sea-Clift, y con eso bastaba. Los tataranietos, sin embargo, barruntando prejuicios, entablaron acciones judiciales y procedimientos ante la Comisión de igualdad de oportunidades encaminados a que un tribunal federal encausara al ayuntamiento. De pronto todo se exageró desmesuradamente, y entonces una empresa oportunista dedicada a la construcción de panteones y relacionada con la European Alliance de Brick Township se ofreció a exhumar y volver a enterrar de forma gratuita a los miembros de aquellas familias que quisieran disfrutar de mejores instalaciones para sus seres queridos en una necrópolis nueva y desprovista de árboles que construirían en un terreno de su propiedad al pie de la autovía 88. Todo el mundo —sólo eran quince familias— aceptó en el acto. El municipio concedió los permisos. Todas las sepulturas —menos la de Jonah— se abrieron amorosamente, los sagrados restos trasladados en coches fúnebres, hasta que al cabo de un mes el viejo y pobre Jonah tenía el cementerio para él solo. A raíz de lo cual, los litigiosos filadelfianos decidieron que Jonah y todo lo que su antepasado significaba había sido objeto de una falta de respeto municipal, por lo que solicitaron autorización a su vez y lo trasladaron a Cherry Hill, donde al parecer la gente sabe cómo tratar a los héroes.
La ciudad conserva la propiedad del cementerio y está a la espera del feliz día en que la cadena hotelera Red Roof envíe a sus técnicos para evaluar el emplazamiento con vistas a solicitar una excepción a las normas urbanísticas y la secularización del terreno. Durante un tiempo —hace dos inviernos— propuse que se me permitiera comprar el solar y convertirlo en jardín botánico como gesto de contribución cívica, pero manteniendo los derechos a urbanizar en caso de que llegara el momento. Incluso pensé en no secularizarlo para que me enterraran allí: reino de uno solo. Eso era, claro está, antes de la cuestión de la próstata. Siempre había meditado —sin asomo de inquietud— sobre dónde «acabaría», pues en cuanto uno se marcha de la tierra que lo vio nacer, nunca se sabe cuál va a ser su última morada. Por eso mucha gente no se aparta del porche de su casa ni se aleja del panorama y los sonidos familiares. Porque si uno es de Hog Dooky, en Alabama, no quiere acabar muerto en Metuchen, para que lo entierren en Nueva Jersey en una sepultura anónima. En mi caso, pensaba evitar a mis hijos la molestia de saber qué coño hacer conmigo, y decidí que sería mejor confiar mis restos a algún viejo y arruinado capitán Mouzakis, que me «devolvería» al mar de donde había salido en forma de batracio. Cabría decir, sin embargo, que se trata de un problema general: la incertidumbre sobre dónde y cómo quieres que te depositen para toda la eternidad. Y eso representa, o bien el último intento de aferrarse a la vida, o la definitiva y confusa equivocación sobre la vida que se ha vivido.
Como es lógico, ciertos intereses urbanísticos en el seno del Consejo de fomento vieron velados sueños de imperio tras mi solicitud y rechazaron mi oferta de comprar el cementerio. Lo de la «contribución cívica» los puso en guardia. Lo que para mí no fue, ni es, problema alguno. Dinero que no se gasta, dinero que se ahorra: mi idea de la economía. Aunque con eso quedó sin resolver la peliaguda cuestión de las formalidades de mi final. En el testamento dejo a Sally la casa y Realty-Wise, y a los chicos los bienes restantes: no mucho, aunque se llevarán bastante de su madre, incluida la afiliación al Huron Mountain Club. Pero el panorama ha cambiado desde que Sally se marchó a Mull, y podría alterarse de nuevo, teniendo en cuenta que es posible que vuelva y que Mike quiere ahora quedarse con la agencia. Incluso he pensado que los tres miembros de la familia nos sentemos a desayunar agradablemente uno de estos días para charlar de estos delicados asuntos y tomar una razonable determinación. Pero eso era antes de volver a encontrarme con Paul (y Jill), y enterarme de sus secretos sueños de convertirse en mi socio. Y antes de que Clarissa se largara a Atlantic City, dejándome con la incómoda sensación de que al volver no será la misma. Resumiendo, los acontecimientos me han jodido la vida y la visión del futuro más de lo que había podido imaginar. La vida cambia cuando uno cae enfermo, pese a lo que le haya dicho a Ann. No permitan que un Sunny Jim[76] cualquiera les diga otra cosa.
Lo que no espero encontrar en el camino de entrada a mi casa es actividad. Pero es lo que veo. Y en el de al lado, el de los Feenster, también. Que yo sepa, el Día de Acción de Gracias es una ocasión que se celebra puertas adentro entre la cocina y la mesa, la mesa y la tele, la tele y el sofá (y la cama después). La actividad al aire libre, en concreto a la entrada de casa, prefigura problemas y acontecimientos no deseados: genios saliendo de la botella, diques que revientan, desequilibrio en las alturas: duendecillos contrarios al Día de Acción de Gracias que dispersan a los celebrantes mandándolos de vuelta al coche. El desenlace que yo no quería.
Al parecer los Feenster no tienen nada que ver con esto. Plantado frente a la fachada de su casa, Nick da cera a sus dos Vette del cincuenta y seis con todo el cuidado que merecen y a menudo reciben (cuestión afectiva en tiempo frío, qué coño). Con falda y suéter como si estuviéramos en julio, Drilla está sentada en el escalón de la entrada, abrazándose las rodillas y con Bimbo en el regazo. Nick, como de costumbre, va chabacanamente embutido en uno de sus chándals de lycra de aspecto metálico: azul eléctrico, que le resalta los músculos y un voluminoso paquete; el mismo atuendo que el vecindario está acostumbrado a ver durante los paseos que Drilla y él, con severa expresión, suelen dar por la playa cada uno con su Walkman. Aunque como es invierno, Nick ha añadido algo semejante a un plateado anorak de la era espacial, de los que se compran por catálogo y que sólo los ganadores de la lotería reciben gratis en Bridgeport. Visto a través de los abandonados setos del jardín, ofrece un extraño espectáculo para el Día de Acción de Gracias. Aunque si él no fuera tan gilipollas, habría algo conmovedor en la pareja, ya que es evidente que no saben qué hacer en un día como hoy, y bien podrían terminar tristes y solitarios en el Ruby Tuesdays de Belmar. Asimismo, si no fuera un capullo de marca mayor, me acercaría a invitarlos a que se reunieran con nosotros y disfrutaran de la compañía familiar, ya que de todos modos hay comida de sobra. Quizás al año que viene. Le dirijo un ambiguo saludo al pasar y giro por la entrada de mi casa. Nick me contesta con una negra mirada de lo que interpreto como repugnancia, aunque Drilla, con el perro encima, agita levemente el brazo y sonríe bajo el sol invisible: indicando con la sonrisa que para quien esté casada con Nick, nada en la vida es fácil.
No obstante, es en mi propio camino de acceso donde hay motivos de preocupación. De haberlo observado a tiempo, habría vuelto a la oficina, escuchado la oferta de Mike, vendido todo el tinglado, para aparecer por aquí media hora después con un estado de ánimo completamente distinto.
Paul y su excelsa Jill están en el camino de grava con ropa de fiesta, de brazos cruzados, asintiendo con la cabeza y absortos en las palabras de un hombre que no conozco pero cuyo Crown Vic de color chocolate está aparcado en la calle, junto a los cipreses y al desvencijado Saab gris de Paul. Quizás sea un posible cliente que me ha localizado, fiesta o no, con la esperanza de que tenga en mi poder la llave de esa casa de la playa que ha visto en la Guía inmobiliaria y adonde quiere ir enseguida. Paul quizás esté ensayando su nuevo personaje de agente inmobiliario, parloteando sobre las cápsulas del tiempo, los pros y los contras de las tarjetas de felicitación, las posibilidades de los Chiefs en la Super Bowl y el especial carácter que se tiene al ser nativo de Nueva Jersey.
Sólo que este tío no ha venido para ver una casa, ni su coche es un vehículo normal. Su lenguaje corporal no expresa la tensa pero informal postura de manos en los bolsillos y piernas separadas propia de la indecisión que distingue al cliente. Este individuo, con las dos manos libres y pegadas a los costados como un poli, es menudo y atildado, tiene una espesa cabellera napolitana, severamente cortada, chaquetón de cuero rojizo sobre polo de lana marrón y gruesos zapatos con reveladoras suelas de crepé. Parece poli porque lo es. Muchos norteamericanos corrientes visten exactamente igual, pero sólo los polis tienen este aspecto vestidos así. No es raro que la delincuencia esté en alza. Pierden el elemento sorpresa frente a los reventadores de pisos, los que ponen bombas en hospitales y los que roban letreros.
Pero ¿por qué hay un poli a la entrada de mi casa? ¿Por qué tiene su coche marrón con matrícula oficial llamativamente aparcado frente a mi puerta el Día de Acción de Gracias, y ha sacado de casa a mi familia cuando los ciudadanos respetables deben estar dentro, discutiendo y poniéndose morados a comer?
Clarissa. Se me acelera el corazón, me arde otra vez la nuca. Es emisario de tristes noticias. Como en Eran cinco hermanos, cuando el pelotón de duelo asciende los escalones. Su vuelta al convencionalismo ha resultado un desastre. No quiero ni pensarlo.
Los tres se vuelven cuando, dejando en el asiento el plan de Mike, me bajo del coche y echo a andar hacia ellos con paso lento y vacilante. Sonrío; pero sólo por costumbre. Los Feenster —no lo oía en el coche— tienen, como es habitual, el equipo de sonido a todo volumen, por lo visto los ayuda a dar cera a los coches. Otra vez Lisboa antigua, una forma de enviar su mensaje de Día de Acción de Gracias: Que os den por saco.
—Hola. ¿Qué problema tenemos por aquí, agente? —digo, pretendiendo ser gracioso, pero sin conseguirlo. No pueden ser malas noticias.
—Éste es el inspector Marinara, Frank —anuncia Paul en el tono más normal que pueda concebirse, afinando la voz con exquisito placer al decir «inspector Marinara».
Huelo a la poli. Aunque, gracias a las señales emitidas, no se trata de Clarissa, sino de mí.
Paul y Jill —que me mira con pena, como si el padre de su novio estuviera lisiado— se han transustanciado desde nuestro encuentro en el sótano. Jill se ha echado severamente hacia «atrás» su densa cabellera rubia, aunque se ha dejado un flequillo mínimo, además de una gruesa y concupiscente coleta que oscila a su espalda como una soga. De su guardarropa de viaje, ha escogido un traje pantalón acampanado de color verde con tonos dorados y unos anticuados zapatos negros que realzan la longitud de sus pies y que, en conjunto, la hacen sexualmente neutra. Además, se ha puesto para la fiesta una prótesis de color carne que parece una mano de verdad, aunque no es tan flexible como cabría desear. Paul ha sacado de algún sitio un extraño atuendo: un traje de verano demasiado largo, a cuadros grises y rosas con solapas muy anchas, bocamangas acanaladas y aberturas a la inglesa; un estilo que se llevaba mucho diez años antes de su nacimiento y que incluso entonces era objeto de bromas por parte de todo el mundo. Con su pelo, corto por delante y largo por detrás, su achulado «barbigote» y la tachuela en la oreja, el traje le da aspecto de comediante. Parece como si fuera a sacar un ukelele y ponerse a cantar melodiosamente con una voz a lo Al Jolson. Sólo con verlo me hace suspirar por la dulce Bernice y la seguridad que irradia. Su presencia lo arreglaría todo en un santiamén, aunque en realidad no la conozco bien.
—Estoy impresionado con la casa que tiene usted aquí, señor Bascombe —dice el inspector Marinara mirando a su alrededor y sonriendo ante la forma en que viven algunos, pero no él: una casa moderna, frente al mar, muchas ventanas y muy luminosa, techos altos, el no va más. Es un hombre de corta estatura, bien parecido y de aspecto felino, con dedos largos como telarañas, ojos negros e inquietos y nariz menuda y bien proporcionada. Podía haber sido un defensa en Tercera División, quizás en el Muhlenberg, que siguió la vocación policial debido a su título en ciencias sociales aplicadas y a su deseo de estar cerca de su familia en Dutch Neck. Estos tíos ascienden enseguida a inspectores y no van por ahí partiéndole la cara a la gente.
—Se la vendería con mucho gusto —le contesto, aparentando alegría—. Y me mudaría hoy mismo.
No me encuentro cómodo a la puerta de mi casa delante de un poli, como si fueran a sacarme de aquí esposado. Aunque eso podría pasarle a cualquiera.
—He ido a casa de mi hermana. Ya le dije que vivía en Barnegat Acres —explica el inspector Marinara. Su atenta mirada lo escruta todo con aire profesional. Observa la ventanilla rota de mi coche, reparada con cinta aislante, el LeBaron de Sally, a los Feenster, a mi hijo, a Jill. Y añade—: Preparan todo un festín a la italiana. Pero hay que tomarse un respiro. Así que me he dado una vuelta por aquí. Daba la casualidad de que su hijo estaba fuera.
—Hemos invitado al inspector Marinara a pasar con nosotros el Día de Acción de Gracias —tercia Paul con alegría apenas contenida ante la inquietud que eso me causará (y me causa). Está moviendo los dedos, según veo. De pequeño «contaba» con los dedos: coches en la autopista, pájaros en los cables, cada segundo de nuestras largas discusiones disciplinarias, las veces que respiraba durante las sesiones de terapia en Yale y Hopkins. Al final lo dejó. Pero ahora está contando otra vez, vestido con ese traje estrafalario, sus dedos llenos de verrugas moviéndose nerviosos, temblequeantes. Algo ha venido a azuzarlo otra vez: el poli, desde luego. Jill se da cuenta y le da su apoyo con una sonrisa. Ahora forman una pareja aún más rara, con su ropa de domingo.
—Sería estupendo —digo—. Tenemos pavo ecológico de sobra.
—Ah, no. Tengo que ir para allá. Gracias.
Marinara sigue escrutando el entorno. No se trata de una visita social. Hace una pausa para lanzar una larga mirada reprobatoria a Nick Feenster, que sigue encerando los Vette con su atuendo espacial de lycra, Pérez Prado atronando el aire hasta perderse en las alturas, por donde una bandada de mirlos atraviesa una ondulante nube.
—Deben de estar hasta las narices, supongo.
—Así es —admito, aunque vuelve a surgir la antigua simpatía por los pobres y errados Feenster, que, estoy seguro, sufren una gran e innecesaria desdicha y soledad aquí, en Nueva Jersey, con su bagaje social de Bridgeport. Me dan mucha lástima, lo que es mejor que desearles la muerte.
Nick ha visto que el inspector Marinara y yo lo observamos más allá de la divisoria de las casas. Deja de dar cera y se incorpora, la lycra resaltando la blanda masa de sus genitales, y, enmarcado entre los setos con forma de animales, nos lanza una mirada desafiante, como diciendo: ¿Sí? ¿Qué pasa? No sabe que Marinara es de la bofia. Mueve los labios, pero Lisboa antigua sofoca su voz. Tuerce bruscamente la cabeza para decir unas rápidas palabras a Drilla: que suba el volumen, probablemente. Ella le contesta algo, posiblemente: «No hagas el gilipollas», y agita hacia nosotros la gamuza de encerar con aire de fastidio antes de seguir frotando. Drilla mira con añoranza hacia la curva donde Poincinet desemboca en la 35. Casada con otro sería mejor vecina.
—Podría enseñarle la placa a ese payaso, bajarle un poco los humos.
Marinara se tira de los puños del suéter para que le sobresalgan de las mangas del chaquetón. Una confrontación le vendría muy bien ahora. Las situaciones de conflicto, sin duda, lo tranquilizan. Es divorciado, aún no llega a los cuarenta. Está lleno de pasión.
—Lo dejará —le digo—. A él también le molesta.
Marinara sacude la cabeza ante la forma en que se comporta la gente.
—Da igual —dice el policía, expresando su visión del mundo.
Justo entonces, en este preciso instante, la música deja de sonar y se abre un silencio espacioso. Drilla se pone en pie —Bimbo bajo el brazo— y entra en la casa, llevándose el radiocasete. Nick, bajando la voz hasta hacerla indescifrable, le dice algo para apaciguarla. Pero ella se mete dentro y cierra la puerta, dejándolo solo con sus instrumentos de encerar. Eso es lo que me imaginaba que iba a pasar.
En este mismo momento pienso, anhelante, en Sally, cuya llamada me he perdido. Y en Clarissa. Ya es la una y media. Debería estar en casa. Pronto se presentarán los repartidores de Eat No Evil. Todo esto conlleva una sensación de naufragio. No me siento agradecido por nada. Lo que me gustaría es estar en la cama con mi libro de grandes discursos, leer en voz alta, para mí solo, el discurso de Gettysburg, e invitar a Jill y Paul a que vayan a comer al Holiday Inn.
El olor de la brisa salada, mezclado con el del chaquetón de cuero profesional del inspector Marinara y, sin duda, con el de la pistola bien engrasada que lleva en la cadera, me entra por las fosas nasales recordándome que no se trata de una visita social. Nada echa a perder el día tanto como una presencia policial.
Paul y Jill, uno junto a otro, guardan silencio con su atuendo dominguero. No dicen nada, no pretenden nada. Están igual que yo: sujetos a la fiesta y a la voluntad del poli.
—Me parece que ésta no es una visita social.
—No del todo —confirma el inspector Marinara, acomodando sus zapatos de poli en la grava del camino.
Sus rasgos precisos y resueltos le dan el aire atractivo y levemente pesaroso de un joven Bobby Kennedy, sin esos dientes tan grandes. Tengo la clara impresión, sin motivo alguno, de que podría detenerme. Ha notado «algo» en mi actitud, en los detalles demasiado lujosos de mi casa (la madera de secuoya, la veleta de cobre), en mi coche, mis extraños hijos, mis Nike blancas, algo que le hace preguntarse si no seré al menos cómplice de algo. Desde luego no de la colocación de una bomba en el Haddam Doctors ni de quitar despreocupadamente la vida a Natherial Lewis, pero sí de algo que merece la pena investigar.
Y quizás no le falte razón. ¿Quién puede afirmar con total seguridad que alguien ha hecho o dejado de hacer algo? ¿Por qué tendría yo que ser diferente? Bien sabe Dios que soy culpable (de algo). Tendría que andarme con cuidado. No lo digo, pero lo pienso. Quizás sea eso lo que le pasaba a Marguerite Purcell, aunque nunca lo averiguaré.
—Entonces, ¿qué pasa? —digo en cambio, con aprensión.
Las comisuras de la boca de Paul, así como su ojo malo, se tuercen hacia mí. «Entonces, ¿qué pasa?» es una expresión achulada que le produce gran deleite.
—Sólo es rutina policial, señor Bascombe.
Marinara saca un paquete de chicles de DEJE DE FUMAR YA del bolsillo del chaquetón, desenvuelve uno, se lo mete en la boca y sin pensarlo se guarda el envoltorio. Puede que lleve un «parche» de nicotina bajo su tatuaje de NACIDO PARA CORRER.
—Estamos bastante seguros de tener resuelto este asunto. Sabemos quién es el culpable. Pero nos gustaría despejar algunas incógnitas para dejarlo todo bien aclarado. Usted aparece en la lista. Estuvo allí, conocía a la víctima. No es que sospechemos de usted —asegura, mientras masca suavemente—. ¿Sabe?
—Yo digo lo mismo a los clientes cuando compran una casa —replico, sin sentirme menos culpable.
—No me cabe duda.
El inspector Marinara, mascando, alza la cabeza y vuelve a dirigir una apreciativa mirada a mi casa, captando sus modernas líneas verticales, sus tapajuntas, sus remates, rejillas de ventilación, su revestimiento de anchos tablones, la modestia de la fachada a la calle y su afinidad con el mar. Mi casa puede ser un atractivo misterio del que él se siente excluido, lo que le obliga a guardar silencio y le da la impresión de sentirse fuera de lugar, ahora que ha decidido que aquí no vive ningún asesino. Sentirse en su sitio no es su métier, como tampoco lo es mío.
—Debe de ser una gozada despertarse aquí todas las mañanas —observa.
Paul y Jill no tienen idea de lo que estamos hablando: la ventanilla de mi coche, un mandamiento judicial pendiente, un asesinato a hachazos. Los hijos siempre oyen cosas que no esperan.
—Es agradable el simple hecho de despertarse —afirmo, pasando por alto la cuestión de vivir bien.
—Qué razón tiene —conviene Marinara—. Yo me despierto horrorizado pensando en las cosas que tengo que hacer, cuando todas y cada una de ellas son enteramente factibles. ¿Y a qué viene eso? Más bien tendría que estar agradecido.
Mira a lo largo de Poincinet Road, siguiendo la amplia fachada de las casas vecinas hacia donde la playa solitaria se extiende a lo lejos hasta perderse de vista. Unos cuantos paseantes animan el panorama a la orilla del mar pero sin quitarle verdaderamente su aspecto de exclusividad. El aire está veteado de humedad, lo que da un tono neutro al ambiente. El panorama está despejado. En el horizonte, donde el continente se junta con el océano, unos bultitos en la orilla identifican a la noria que Bernice y yo admirábamos en aquellas tardes que pasábamos juntos hace unos meses. Vuelvo a preguntarme dónde estará mi hija, si me he perdido la llamada de Sally. Parece que se me escapa todo lo importante.
—El inspector Marinara ha tenido la amabilidad de darme su tarjeta de visita para que la incluya en la cápsula del tiempo —dice bruscamente Paul, alzando mucho la voz, como siempre, igual que el presentador de un concurso anunciando a los participantes. Jill se acerca a él unos centímetros más, como si fuera a salir disparado como un cohete. En un gesto tranquilizador, le toca la mano con la prótesis—. Yo le he dado una de mis tarjetas de felicitación.
Mi hijo Paul, con su perilla y su pelo corto por delante y largo por detrás, su blandura y su extraño traje, podría tener cualquier edad en este preciso momento: once, dieciséis, veintiséis, treinta y cinco, sesenta y un años.
—Bueno, sí. Vale.
Marinara hunde la mano (la cadena de su reloj es de oro) en el bolsillo del chaquetón de cuero, donde se ha guardado el paquete de los chicles para dejar de fumar, saca una tarjeta rectangular, que mira sin sonreír, y luego me la entrega. Yo ya conozco, claro está, el trabajo de Paul. Mi poco política reacción al verlo constituyó el punto conflictivo de mi fulminante visita de la primavera pasada. Ahora tengo que andarme con tiento. La tarjeta que me tiende Marinara parece una fotografía en blanco y negro, que muestra una marea de asiáticos —coreanos, chinos, no sé qué serán—, mujeres y hombres con atuendos blancos de boda al estilo occidental, ahuecados vestidos y esmóquines reglamentarios, todos juntos y sonriendo de oreja a oreja al elevado ojo de la cámara. No habrá menos de veinte mil personas, porque llenan la imagen de tal modo que no se ve el borde ni se aprecia dónde se ha tomado la foto: en el desierto de Gobi, un estadio de fútbol, la plaza de Tiananmen. Pero sin duda es el día más feliz de su vida, porque parecen a punto de casarse o ya lo han hecho en un grupo innumerable. Abajo, la cómica observación de Paul, en letras rojas de imprenta dice: «¿¿¿SABES QUÉ???», y cuando se abre la tarjeta, en letras más grandes imitando los caracteres chinos, se lee: «¡¡¡ESTAMOS EMBARAZADAS!!!».
Paul me atraviesa con miradas que parecen ráfagas de ametralladora. Las noto. En la tarjeta a la que estúpidamente no respondí la primavera pasada salía una rubia cincuentona de pecho cromado y cara de caballo, sólo con la parte de abajo del bañador y tacones de aguja, sonriendo lascivamente mientras ponía en fila a un grupo de ratones blancos vestidos con diminutos blusones de jockeys a lo largo de una pequeña marca de salida. Era, manifiestamente, una foto fija de una antigua película porno dedicada a todas las cosas interesantes que pueden hacerse con los roedores. De entre los pechos de la alta rubia surgía un montón de dólares, y en su sonrisa había una expresión de lascivia y complicidad que incuestionablemente implicaba a los ratones. El pie de Paul (lamentable y desgarrador para su padre) era: «Pon el dinero donde tengas el ratón». No le vi la gracia por ningún lado, pero en vista de la furia que se desató, bien podría haber fingido.
Sin embargo, esta vez estoy preparado; aunque el frío camino de entrada no sea el sitio ideal. He contraído lentamente los labios para formar dos gruesas arrugas de ironía confidencial en las comisuras de la boca. Entorno los ojos, me vuelvo a mirar a Paul con una expresión de bocazas a lo Chill Wills[77] que él interpretará como un triple entendre con el que establezco asociaciones, matices y resonancias especialmente hilarantes que sólo los verdaderamente chiflados, ingeniosos y ocurrentes lunáticos podrían apreciar y cuyo sentido nadie sería capaz de adivinar, y mucho menos explicar, sin haber ido a Harvard ni dirigido su periódico satírico. Pero él sí, aunque esté enamorado de una chica alta y lisiada, pese diez kilos de más y se haya vuelto convencional hasta casi morir en el empeño allá en Kansas City. Se puede atribuir mucha importancia a la sonrisa de aprobación de un padre. Pero no voy a correr el riesgo.
—Vale, de acuerdo, muy bien —digo en un tono de rechazo que significa aprobación.
Una simple palabra elogiosa sería mucho más comprometida. Frunzo los labios una vez más en la mueca de Chill Wills con objeto de que Paul rehaga su valoración y podamos seguir funcionando unos momentos más como padre e hijo. La condición paterna, una vez asumida, se agarra como puede a cualquier ocasión.
—Muy bien —repito—. Tiene gracia.
—Debo reconocer —dice Paul, rebosando oficiosamente de satisfacción, mientras se alisa el «barbigote» en torno a la boca como un sórdido bibliotecario— que ésa me la rechazaron porque era demasiado delicada, desde el punto de vista étnico. Pero es una de mis favoritas.
Tentado estoy de decirle que eso rompe moldes, pero no quiero animarlo. A lo mejor tiene la chaqueta de cómico llena de otros comiquísimos objetos desechados. «Las parras piensan igual». «El elefante de la sorpresa». «La Margarina del error». «Preston de Servicio»: todas nuestras gracias y chascarrillos masculinos desde su perdida infancia destinados ahora a la cápsula del tiempo, dado que a Hallmark no le sirven de nada. Demasiada delicadeza.
Y entonces, por segunda vez en diez minutos, guardamos silencio los cuatro —Marinara, Paul, Jill y yo—, al darnos cuenta de que hay algo intrascendente e indescifrable en el aire: un sonido nuevo que, según pensamos, resulta inaudible para los demás.
Luugaa-luugaa-luugaa, blat-blat-blat-a-blat: un ruido que viene de Poincinet Road. Terry Farlow, mi vecino, el ingeniero de Kazajstán, ha arrancado su enorme Harley Fat Boy en el interior de su garaje, que resuena como una cámara de eco. Nos volvemos los cuatro, como temerosos, mientras el corpulento agente de la CIA, nacido en Oklahoma, sale con aire triunfal a su camino de entrada, que más bien parece una rampa de lanzamiento, vestido de negro hasta el casco, como un maligno caballero, y con una chavala idénticamente vestida en el asiento de atrás, majestuosa y coronada como una reina negra. Luugaa, luugaa, luugaa. Se detiene, tuerce la cabeza, activa la puerta automática del garaje, que se cierra, da a su chica una palmadita en la rodilla, se acomoda, acelera el motor —blat-a-blat-BLAT-blat-blat-blat—, mete la marcha, sale luego despacio, botas en alto, y se aleja por Poincinet, pasando perezosamente frente a los vecinos, y por delante de mi casa, sin siquiera un movimiento de cabeza (y eso que los cuatro lo estamos mirando con muda admiración). Despacio, pasa frente a los Feenster —Nick no le hace ni caso—, dobla la esquina para dirigirse a la 35 y, con un sonido gutural, empieza a acelerar, cambia a una marcha más potente y con gran estruendo sale a la autovía a realizar sus planes para el Día de Acción de Gracias, sean los que sean.
Con gran conmoción, a duras penas suprimo la dolorosa sospecha de que la dulce pasajera del casco, bien instalada con sus muslos de acero en el asiento de atrás, las enguantadas manos agarrándose al torso de Terry, las rodillas pellizcándole las piernas, el cálido espacio del interior de los muslos pegado a su rabadilla con vibrante emoción, era Bernice Podmanicsky, mi casi salvadora de los vagos infortunios de la jornada, y a la que hasta hace un momento creía localizable. ¿Es que no sabía que antes o después acabarían llamándola? La Harley, ya un recuerdo en la Route 35, sigue oyéndose bastante tiempo, mientras va cambiando de marchas hasta llegar a la última.
He devuelto al inspector Marinara la tarjeta de «Estamos embarazadas». La examina durante un momento, como si no la hubiera visto antes, luego esboza una sonrisa triste, comprensiva, mirando al cúmulo de alegres novios. No es eso lo que Paul pretende: vago pasatiempo. Estoy bastante cerca de Marinara y puedo oler su chicle para dejar de fumar: su aliento, cálido del tabaco y dulzón del medicamento. El reluciente tono de su pelo, excesivamente negro, es fruto del tinte, y entre el erizado vello de su torso, que se le escapa del polo marrón, lleva una cadena de oro —más fina que la del reloj— con un corazón y una diminuta cruz de oro engarzadas. En un principio pensé que era de Dutch Neck, pero ahora creo que viene de esas calles de Haddam con nombre de presidentes americanos —Jefferson, Madison, Monroe, Cleveland, etcétera—, un barrio habitado exclusivamente por italianos donde yo residí una vez, donde Ann vive hoy y donde Paul y Clarissa fueron tiernas criaturas en otro tiempo.
—A lo mejor le apetece entrar y probar el pavo ecológico —le digo—. Con relleno ecológico, y el falso pastel de calabaza con yogur en vez de nata montada.
Paul y Jill sonríen, mostrándose fervientes partidarios de la idea, como si el inspector Marinara fuera un vagabundo que, según acabamos de descubrir, en otra época hubiese sido primer violinista de la London Symphony y al que podemos devolver la salud adoptándolo y pagando su rehabilitación social.
—Sí. No —contesta Marinara con una sintaxis de Jersey característica de una negativa. Estira el cuello, mueve de un lado a otro la bien proporcionada cabeza, hace una mueca de dolor, como si tuviera tortícolis y añade—: Tengo que volver a casa de mi hermana para tomar parte en la pelea. Esto sólo sirve para, ya sabe…
Esboza una sonrisa profesional, sin abrir los labios, y hunde las manos en los bolsillos del chaquetón, haciendo crujir sonoramente la tarjeta de Paul de «Estamos embarazadas».
—Pero vendrá de todos modos a darnos alguna explicación de sus movimientos, ¿verdad?
Ahora me recuerda a un joven Bob Cousy en sus mejores años de los Celtics, menudo y versátil, aprovechando al máximo sus dotes naturales pero extrañamente melancólico tras sus facciones de individuo corriente y moliente.
—Desde luego. No tiene más que decirme cuándo. A Haddam siempre voy con mucho gusto.
(Lo que no es cierto en absoluto).
—Como ya le he dicho, creemos haberlo descubierto. Pero nunca se sabe.
—No, nunca se sabe.
No le pregunto quién es el culpable, por si acaso le he vendido una casa o estuvo alguna vez conmigo en el Club de Divorciados.
—¿Fue usted a Michigan? —inquiere Marinara, examinando de soslayo, como si fuera digna de admiración, mi sudadera azul y beis con la M estampada.
—Sí.
Sorbe por la nariz y desvía la mirada justo cuando Nick Feenster entra en su casa, llevando los instrumentos para dar cera sujetos contra el azul eléctrico de su pecho. En la puerta, se vuelve y nos lanza una mirada de advertencia, como si estuviéramos cotilleando sobre él, luego observa del mismo modo sus Corvettes idénticos. Hace un frío de la leche aquí fuera. Hay que meterse dentro.
—Me hubiera gustado ir —dice Marinara, enarcando un poco los hombros ante la idea de Michigan.
—¿Qué se lo impidió?
—Yo era un chaval de Freehold, ¿sabe usted? —Otra equivocación—. Me volvían loco los fantásticos cascos de fútbol americano, la banda de música, el himno. La tarde de los sábados, las hojas cambiando de color. Todo eso. Y pensaba: Joder, si pudiera ir a Michigan, sería, ya sabe… Tendría la vida arreglada para siempre.
—Pero ¿no fue?
—Nooo. —Marinara junta el labio inferior con el superior y lo empuja hacia arriba. Es una expresión resignada que sin duda refuerza su aptitud para las labores policiales—. No era del color adecuado. Y disculpe mi lenguaje.
—Entiendo —le aseguro. Por supuesto, yo tampoco soy del color adecuado.
—Hice la carrera en Rutgers-Camden. Probablemente fue mejor, ya sabe, dadas las circunstancias. En todo. La cosa va bien.
—Me parece estupendo.
Un repeluzno me recorre los muslos y las rodillas por el frío que estoy cogiendo. Menos mal, pienso, que Marinara tiene familia y ha de volver con ella. La policía, por definición, como invitada está fuera de lugar, y el inspector podría volverse incómodo después de una copa de merlot, una vez que le diera por hablar. Pero no parece muy dispuesto a marcharse, y no quiero dejarlo aquí plantado.
—Bueno. Me voy. Encantado de conocerlo. Mañana le llamaré.
Sonríe, me tiende la mano: tan delicada y suave como piel de ternera, no lo bastante grande para manejar un balón de baloncesto. Todavía no me ha dicho su nombre de pila. Puede que sea Vincent. Ofrece una sonrisa a Paul y Jill, pero no la mano.
—Gracias por la postal —dice con aire complacido.
El inspector Marinara es, en realidad, un individuo corriente y moliente, podría haber sido mi hermano pequeño en la fraternidad Sigma Chi, y luego licenciarse en gestión de empresas o mercadotecnia, instalarse en Owosso, convertirse en todo un ciudadano de Michigan. Puede que ni siquiera se le hubiera pasado por la cabeza la idea de llevar una placa o una pistola. Me suele ocurrir que no sé si me gusta el destino o lo odio.
—Encantado de conocerlo —le aseguro—. Que pase un feliz Día de Acción de Gracias.
—Sí. Para variar.
Se encoge de hombros, sonríe levemente pero con regocijo.
Y entonces se marcha, vuelve a su coche patrulla, a su radio (que lleva consigo, oculta en algún sitio), chisporroteante de pronto con voces de polis. No vuelve la cabeza hacia nosotros.