Cuando las luces traseras de los Bagosh giran en el cruce de Ocean Avenue y desaparecen ceremoniosamente entre las calles desiertas poco después del mediodía de la fiesta, Mike y yo echamos a andar juntos hacia la orilla de la bahía, maloliente y burbujeante por la tormenta de anoche.
Sally ya habrá llamado. Seguro que ha contestado Paul, y es posible que haya soltado cosas que no quiero que ella sepa (mi enfermedad, para empezar). Aunque Clarissa estará en casa, y puede que los dos mantengan una pormenorizada charla fraternal sobre mi «afección», mi próximo viaje a Mayo, etcétera, etcétera. También es posible que Clarissa haya hablado con Sally, colmando algunas lagunas, alegrándose en mi nombre de su vuelta, sin reproches de por medio. La mayoría de las veces, la gente piensa que esta puta vida es así y que hay que resignarse, pero yo, sin necesidad de adoptar el budismo, mantengo otro punto de vista: el de que con algún pequeño cambio (Sally viniéndose a casa conmigo, por ejemplo), la vida podría ser estupenda otra vez. No hace falta una cura milagrosa para el cáncer. No es preciso que Ann Dykstra se volatilice y desaparezca del planeta. No hay necesidad de que Clarissa se case con un futuro gran oncólogo y pediatra que antes formó parte de la Liga Nacional de Fútbol Americano. No es necesario que Paul se dedique a escalar los más altos puestos de Hallmark (nuevos conceptos de guardarropa, una prótesis informatizada para su cariñín). No sé si ese punto de vista es el alma de la aceptación. Pero, en lo que más importa, ése es para mí el Siguiente Nivel, en el que ya me encuentro y continúo respirando normalmente.
Mike y yo caminamos impávidos hacia la orilla desigual de la bahía. Parece que va a hacerme una proposición. El resultado negativo de la operación con Bagosh viene a subrayar, según él, la importancia y sensatez de su plan, así como el hecho de que «ha llegado el momento» para mí. Hay una inmejorable oportunidad propicia para «todo el mundo», si es que me tomo en serio sus palabras, cosa que sí hago. Siempre me encuentro más a gusto entre la oportunidad y la transición que con el curso recto de las cosas, porque esto último lleva rápidamente, según he comprobado, al fin del mundo.
Los Bagosh, como es lógico, no han perdido tiempo en poner pies en polvorosa. Él ha salido indemne del incidente: un pequeño desgarrón en los pantalones, una rozadura en la muñeca (nada de mordeduras), completamente despeinado. Pero la visión del zorro fugitivo incitó al enorme poodle, Crackers, a una furia carnívora primordial y, como estaba dentro del coche, los chicos sufrieron profundos arañazos y un estropicio en sus juegos de ordenador, y al final tuvieron que bajarse atropelladamente para dejar que el perro saliera en persecución del animal y se perdiera de vista. (Volvió él solo). La señora Bagosh, si tal era la mujer con cara de madona, no se movió del asiento del copiloto, ni bajó la ventanilla, ni hizo otra cosa que no decir nada a nadie, su marido incluido: un silencio que duró hasta Ocean Avenue, calculo yo, pero no más.
Bagosh no pudo haberse mostrado más amable conmigo y con Mike. Ni Mike más simpático. Ni yo tampoco, teniendo en cuenta que había sido el causante de todo. Bagosh dijo que «con toda seguridad» compraría la casa el lunes. Su familia y él, sin embargo, habían reservado hotel para la noche del Día de Acción de Gracias en Cape May, porque pensaban hacer una excursión en coche a Bivalve para ver el territorio donde invernan los gansos, y luego a Greenwich, Hancocks Bridge y a Camden, a la casa de Walt Whitman, antes de volver el domingo, cansados pero contentos, a Buffalo, donde ya hay tres metros de nieve. Llamará por teléfono. Se puso de buen humor contándolo.
Y aun cuando Mike sabía que en aquel preciso momento Bagosh tenía un apretado montón de billetes en el bolsillo de los pantalones cortos y podía haberlos contado tranquilamente mientras yo firmaba las escrituras de traspaso de la propiedad sobre el capó de mi Suburban, no parecía descontento por el dinero que nunca vería. Hasta se quitó la gorra de automovilista deportivo, dejando al descubierto la rala pelambre de su cráneo, se pasó la mano por el cuero cabelludo y bromeó con Bagosh sobre el desastre de temporada que estaban teniendo los Bills, pero que con un poco de suerte aparecería de pronto un nuevo O. J.: posibilidad que les hizo reírse como locos. Los dos son americanos y se comportan como tales.
Cuando los Bagosh se subieron todos al enorme Lincoln e iniciaron la maniobra en Timbuktu, Mike se puso a mi lado, las manos metidas en los bolsillos del suéter.
—Quien parte de un planteamiento equivocado se queda sin protección, sin sitio para refugiarse —sentenció solemnemente.
Mi interpretación de la frase fue que yo la había cagado, pero que no importaba, porque él tenía cosas más importantes en la cabeza.
—La he jodido —repuse—. Lo siento.
—Haber estado a punto de vender una casa no está mal —contestó, ya en tono optimista.
Los hijos de Bagosh nos decían adiós con la mano desde el interior de su cálido y lujoso coche (indiscutiblemente al mando de su padre). La chica —delgaducha, de ojos negros, con un decorativo punto rojo en la frente— mantenía en alto la pata de Crackers, para que él también pudiera saludarnos. Mike y yo, agitando el brazo y sonriendo, nos despedimos del perro, del dinero y de todo lo demás mientras el retumbante Lincoln, con el intermitente trasero izquierdo destellando en la intersección, desaparecía para siempre de la vista.
—Preferiría quedarme con su dinero antes que con su amistad —dije, dándome cuenta de que me había roto los 501 en la casa. La segunda caída del día, la tercera en dos días. Un patinazo general—. ¿Te ha dicho para qué quería la casa?
—No lo sabía. Simplemente le atraía la idea. Por eso no quería que entrara a verla —contestó Mike, como diciéndome que debía haberme dado cuenta, antes de dirigirme una tenue sonrisa acusatoria que no pretendía ser condescendiente.
—Yo soy más bien esencialista —le dije—. Creo que los seres humanos compran casas para vivir en ellas, o eso hace la mayoría.
Mike no quiso contestarme, sólo se quedó mirando a las gélidas nubes que se estaban formando rápidamente. Lancé una especulativa mirada a la casa verde sin vender, alzada en el aire y dejando ver los jardines cercados de Bimini Street. Puede que Acción de Gracias no fuera realmente el día más indicado para vender una casa. En el día señalado para repasar la suerte que se tiene y tratar de creer en ella, sería de sentido común no poner en riesgo lo que ya se posee.
La tormenta de anoche ha ampliado el perímetro de la bahía, encharcando Bay Drive, que rezuma un olor dulzón a agua estancada. Hay un rastro de pelusa amarillenta por donde los cisnes de pico negro han merodeado en busca de comida. Esta parte de la bahía no se ha urbanizado gracias a las ordenanzas sobre espacios abiertos de los setenta, que imponía la instalación de parques de juegos infantiles, con estructuras de barras, toboganes y tiovivos, para que las parejas jóvenes del barrio se animaran a traer niños al mundo. Esos aparatos están ahora abandonados y desvencijados en la angosta playa. Han levantado una valla publicitaria con el anuncio de SI LO INTENTAMOS PODREMOS CONSEGUIRLO en la embarrada orilla de la bahía. No sé muy bien a qué se refiere ese mensaje. A salvar la bahía, posiblemente. O a que donde ahora hay una agradable vista hacia el mar, pronto habrá edificios de pisos, apartamentos y tiendas, y a que las familias con hijos tendrán que arreglárselas como puedan o si no que las folie un pez que la tiene fría.
Los dos cisnes han avanzado y están entre las boyas del club náutico. Hay trocitos de poliestireno blanco, envoltorios amarillos de hamburguesas y un balón de playa de un rojo desvaído, traídos por la tormenta de anoche: se ven entre las hierbas de la orilla. Un caballero solitario está trabajando en el casco negro de su barco de diez metros, preparándolo para guardarlo durante el invierno. Su hijo, tocado con una chichonera blanca, juega con un gato en el entablado del muelle. En este momento y lugar, el Día de Acción de Gracias es incierto, a duras penas parece festivo. Hace frío y el ambiente es húmedo. Por la noche se ha quitado la habitual franja de aire contaminado en el horizonte lejano y cargado de Toms River. Mientras bajábamos dando un paseo me he dado cuenta de que no me gusta tanto andar como a Mike, ni camino tan deprisa como él, que da enérgicos pasos con sus pequeños mocasines verdes mientras habla con un tono lleno de formalidad. Espero que no se me olvide cómo se llama cuando me esté explicando sus planes de convertirse en promotor. Quiero que esté de buen humor y con un espíritu de camaradería, aunque yo no me sienta de esa manera. Somos capaces, al fin y al cabo, de dejar a un lado nuestros verdaderos sentimientos —que de todas maneras no valen mucho la pena, y puede que ni siquiera sean auténticos—, y permitir que fluya generosa y vigorosamente de nosotros la espontaneidad, igual que cuando nos da un pequeño ataque y estamos para que nos encierren. Ésa es la parte de la aceptación que acojo con agrado, puesto que conlleva un perfecto consuelo.
Mientras paseábamos hasta aquí abajo, Mike me ha dicho en tono impersonal que las últimas dos noches han sido una «gran prueba» para él, que no le gustan los dilemas (la vía de en medio debería ahuyentarlos), odia crearme «incertidumbre», la ambición le resulta incómoda (aunque viene practicándola desde tiempos inmemoriales), pero ha tenido que reconocer que esas «tensiones» forman parte de la vida moderna (aquí, en América; en el Tíbet no, por lo visto) y no hay escapatoria posible (a menos, desde luego, que uno esté podrido de dinero, en cuyo caso no hay problema alguno). Me pregunté si iba toqueteando el paquete de Marlboro que lleva en el bolsillo del suéter, si le apetecía ir dando bocanadas al estilo de Richard Widmark mientras me soltaba todo el rollo.
Me ha empezado a gustar esta bahía semejante a un lago, el ruido metálico de las drizas de los barcos que quedan en el club náutico, el panorama despejado por la lluvia del populoso interior, incluso la lejana vista de las casas nuevas a lo largo de la orilla, construidas en los dinámicos noventa. La urbanización del terreno no tiene nada de malo si la lleva a cabo gente como es debido. En la arenosa orilla, donde el viento es más fuerte, veo que la valla publicitaria de PODEMOS CONSEGUIRLO tiene un diminuto logotipo de Domus Isle Realty en la esquina inferior, la plasmación artística de un lejano atolón desértico con la silueta de una roja palmera solitaria. Lamentablemente, aunque quizás sólo me pase a mí, el motivo de la isla desierta trae a la cabeza Eniwetok, no el escondite de los mares del Sur donde a uno le gustaría construir o comprar la casa de sus sueños, y en cualquier caso no tiene nada que ver con Sea-Clift, con Nueva Jersey. Conozco a los dueños, dos antiguos directivos de una cadena televisiva de deportes de Gotham, marido y mujer que, al decir de todo el mundo, son muy amables y probablemente honrados.
Más allá de Bay Drive, cerca de las primeras casas nuevas de los noventa, un equipo compuesto por dos personas está realizando mediciones topográficas: un hombre provisto de una larga tabla con franjas negras y blancas y una muchacha inclinada sobre un esbelto aparato digital montado en un trípode. Algo se está cociendo, al margen de la aprobación y la opinión pública. Están trabajando donde hay una señal que indica un cruce. Distingo los diminutos números digitalizados en la caja del aparato, que destellan hacia mí cada vez que la joven topógrafa se incorpora para establecer una trayectoria visual.
No hay razón en absoluto para prolongar la épica exposición de Mike sobre el nuevo panorama y pasarse aquí el día entero a merced del frío y el viento. Estoy dispuesto a aceptar su propuesta, sea cual sea. Lamento que nuestra última colaboración no haya sido un negocio redondo. La media de visitas que acaban en venta asciende al doce por ciento, y lo de hoy no es muy prometedor. Quiero volver a casa por si Sally no ha llamado aún. Pero como Mike es budista, procederá según su voluntad, sin preocuparse de lo que quieran hacer los demás, lo que significa que a menudo hay que seguirle la corriente.
Animándome un poco, me siento en el frío tiovivo infantil y empujo en el suelo con la punta del pie para ponerlo en movimiento, de modo que Mike tenga que acercarse si quiere soltarme el rollo.
—¿Así que nos vamos a meter en la cadena McMansion con nuestro nuevo pecorino cumpari? —le digo, dando otro envite para seguir girando. El desvencijado artilugio emite un agudo chirrido metálico que lamentablemente estropea mi jovial iniciativa. Logro sentirme generoso, pero no sé cuánto durará.
—Tom es muy legal —declara Mike con gravedad.
No lo oigo bien cuando el tiovivo conduce mi mirada más allá de los topógrafos, al otro lado de la bahía, por las viviendas de los noventa, y luego otra vez a Mike, que está inmóvil con las piernas separadas, los brazos cruzados como un árbitro. Tiene el ceño fruncido, y parece molesto porque no me quedo quieto.
—Sí, sí, sí —le digo—. Parecía bastante serio, para ser un promotor italiano.
Benivalle, sin embargo, también conocía a mi precioso hijo Ralph —cuya muerte acabo de aceptar— y por tanto ocupa un sitio especial en el álbum de mi corazón. Pero no quiero cabrear a Mike después de joder la operación con Bagosh como un aficionado, de modo que detengo el tiovivo frente a él y le dedico una amplia sonrisa de perdón profesional por el hecho de abandonarme cuando no me encuentro precisamente en las mejores condiciones.
—Creo que es el momento ideal para un cambio —declara Mike, que pone los ojos en blanco para transmitir resolución, las pupilas dilatadas tras las gafas—. Me parece que ha llegado la hora de dedicarnos en serio al negocio inmobiliario, Frank. Bush va a ganar en Florida, estoy seguro. Veremos un cambio de tendencia en el ejercicio fiscal de 2001.
No sé por qué Mike tiene que grabarme a fuego su engreída mirada en el cerebro sólo para explicarme lo que piensa hacer.
—Quizás tengas razón.
Trato de devolverle la mirada con la misma seriedad. Me gustaría dar otra vuelta al viejo tiovivo, pero se me ha quedado el culo helado de estar sentado sobre las frías tablas y lo que tengo que hacer es ponerme en pie. Sólo que entonces seré mucho más alto que Mike y le estropearé el pequeño discurso de despedida. Pero yo quiero que siga. Tengo que marcharme, hacer llamadas, volverme loco con mis hijos.
—La gente necesita mantener el rumbo, Frank —continúa—. Si no está roto, no lo arregles, ya sabes. Sigue ejerciendo los conocimientos de siempre. El Día de Acción de Gracias es buen momento para esto.
Mike me dirige una gran sonrisa asiática, llena de felicidad, como si yo acabara de decir algo que no he dicho. Está secuestrando, desde luego, el Día de Acción de Gracias para sus egoístas intereses comerciales, lo mismo que Filene’s.[72]
—Hay una nueva persona en mi vida —anuncia Mike.
—¿Una nueva qué?
Lo sospechaba.
—Una amiga —confirma, irguiéndose levemente sobre las suelas de los zapatos—. Te gustará.
—¿Y tu mujer?
¿Y tus dos hijos con sus portátiles? ¿No tendrán que hacer la transición, ellos también? ¿Qué ha pasado con aquella vida de inmigrante, tan conmovedora y perspicaz, que te trajo a mi lado? ¿Se trata de los conocimientos de siempre, que desaconsejan arreglar lo que no está roto?
—Creía que os estabais reconciliando.
—No.
Mike intenta adoptar una expresión trágica, pero no demasiado. No quiere llegar al punto en que se confunda lo que ha dicho con lo que verdaderamente siente. Republicano de pies a cabeza.
Pero a mí me vale. Yo tampoco quiero llegar a eso.
—Un vínculo basado en el amor —explica Mike, de manera tan imperceptible que no oigo sus siguientes palabras (perdidas entre la brisa), algo sobre Sheela y los chicos en los Amboy, la parte descartada de su historia que sus biógrafos comerciales embellecerán en los reportajes propagandísticos una vez que Benivalle y él logren entrar en el paraíso de la promoción inmobiliaria: «Pequeño Gran Hombre. Tibetano sin Tapujos Tienta a Todopoderosos de Trenton y Tenafly». Pero ¿qué tipo de relación podría convenir a alguien de cuarenta y tantos años nacido en el Himalaya que ejerce de simple agente inmobiliario? ¿Y en Nueva Jersey, además? ¿Una unión de conveniencia, como la de Bagosh, con una filipina que ya no está en edad de merecer? ¿La adinerada viuda de un militar paraguayo en busca de un joven protégé? ¿Una adolescente tibetana enviada por avión como una pizza, tras la promesa de cuidar de ella para siempre? Me pregunto lo que el Dalai Lama dice sobre la monogamia en Con el corazón abierto. No mucho, probablemente, habida cuenta de su curriculum vitae.
—Bueno, ¿y ésas son las únicas noticias que hay que comunicar?
Desde mi frío tiovivo, puedo mirar a Mike a la altura de los ojos. Se le ha ladeado un poco la gorra a cuadros, de manera que una vez más tiene aspecto de gángster enano.
—No. Quiero comprar tu parte en el negocio.
Sus ojos ahora invisibles se ponen mortalmente sombríos. Pero sus labios esbozan de nuevo una gran sonrisa, como si lo que acaba de decir fuera absolutamente hilarante. Y no lo es.
Abro la boca para hablar, pero no me salen las palabras.
—Me he dado por vencido —declara Mike, jubiloso.
Un pato grazna al pasar por las alturas del brumoso cielo, como si todo bicho viviente estuviera de acuerdo, sí, se ha dado por vencido.
—¿De qué? —logro decir—. No sabía que pensaras en eso. Creía que estabas armándote de valor.
—Es lo mismo. Hay cierta insatisfacción en no llegar a ser nunca tan rico como J. Paul Getty. —Otra de las deidades terrenales de Mike. Y, como de costumbre, siente vértigo al hablar así: con adivinanzas. Y añade animadamente—: Pero yo también puedo ganar dinero. Ayudar de esta manera a la gente reporta buenos ingresos.
Se refiere a ayudarla a desprenderse de su dinero. El hecho de que en los países de esta gente no haya cáncer obedece a una razón. Y también hay una razón por la que existe en los nuestros. Complicamos demasiado las cosas.
—Creo que te conviene pensar en esta proposición —asegura.
Tiene las menudas y fuertes manos juntas, como un sacerdote. Le encanta presentar propuestas. Creo, conviene, pensar: términos utilizados de una manera nueva.
—No quiero venderte mi negocio —le digo—. Me gusta mi trabajo. Tú vas a hacer mansiones igualitas para proctólogos.
—Sí —contesta él, queriendo decir no—. Pero si te hago una buena oferta comercial y te pago un montón de dinero, me podrás traspasar la propiedad, y luego todo seguirá igual.
—Pero si ya todo sigue igual. No está en quiebra. Gracias a los conocimientos de siempre. Los míos.
—Sabía que dirías eso —dice Mike en tono satisfecho. Por primera vez desde que lo conozco se ha puesto a hablar como el olvidado Bagosh, con quien, al fin y al cabo, comparte un vínculo regional más sólido que el que tiene conmigo—. Pero creo que deberíamos llegar a un acuerdo. Lo he pensado mucho. Así tendrías tiempo para viajar.
Viajar es una palabra en clave para referirse a mi comprometido estado de salud, al que Mike es oficialmente sensible, y en la iluminada visión de Mike —sus chorradas budistas— «necesito» prepararme para la inflexión final haciendo una travesía en el Queen Mary o en el buque de Vacaciones en el mar. Me «ayuda», en otras palabras, a desprenderme del negocio.
—Tengo tiempo para viajar —le contesto—. ¿Qué te parece si no volvemos a mencionar el asunto? ¿De acuerdo?
Intento esbozar una débil sonrisa que mis heladas mejillas no reciben con agrado. La generosidad ha desaparecido. No me gusta que me fuercen la mano ni que me compadezcan.
—¡Sí! ¡De acuerdo! —exclama Mike, exultante—. Es justo lo que pensaba. Me doy por satisfecho.
Es muy propio de él, esa seguridad en sí mismo, esa satisfacción. Es como si ya estuviera sin trabajo, soy un gato al que hay que recoger.
—Yo también. Vale. Pero no voy a venderte Realty-Wise.
Hago un esfuerzo con mis doloridas rodillas para levantarme de estas tablas que me han dejado el culo helado. Me agarro a la barra circular que sirve de asidero y que quiere escaparse y tirarme a un lado. Con un movimiento casi despreocupado, Mike me sujeta ligeramente por la manga de la sudadera. Pero ya estoy en pie y me encuentro estupendamente. La brisa de la bahía me refresca la nuca. Me siento como si acabara de abrir los ojos. En Bay Drive, los topógrafos caminan juntos, él y ella, hacia una furgoneta amarilla aparcada un poco más allá de la curva, donde hay casas. La chica lleva el trípode plegado, el otro la pértiga de rayas.
—Así que ¿no vas a entrar en el negocio ése, como se llame? —le pregunto en tono brusco.
Mike se frota las manos como si se las hubiera manchado de polvo. Hace como si no hubiera existido la conversación que acabamos de mantener, y finge sentirse estupendamente por otra cosa. Es posible que nunca vuelva a sacar el tema. Para estos tíos con la intención basta.
—No —responde, con falsa tristeza.
—Puede que sea lo más acertado. No quería decírtelo antes.
—Eso creo —contesta, colocándose bien la gorrita Black Watch mientras empezamos a andar hacia los coches.
Mike está satisfecho con mi negativa a su poco amistoso intento de absorción. Sabe que soy consciente de que no es distinto de lo que yo hice con el viejo Barber Featherstone y de que así es como funciona el mundo. Además, es listo. Sabe que ha sucumbido al pequeño salto que nos hace entrar en el normal limbo de la vida. Que se está enfrentando al gran miedo del «¿Será esto?» respondiendo «Sí, esto es». También sabe que en el fondo es posible que le venda Realty-Wise, incluso muy pronto, posiblemente, y que entonces podrá hacer filmaciones en vídeo y ofrecer visitas virtuales, crear enlaces para alquileres por Internet, incluir un nuevo socio, una mujer, que hable árabe, poner otro nombre a la empresa (¡Propietario HOY!.com), suscribirse a arcanos estudios comerciales del estado de Michigan y dedicarse más a la venta de casas en ambientes de moda que a la clientela que busca una vivienda tradicional. En un espacio de entre dos y doce años, cuando llegue a la edad que yo tengo ahora, sus pedos olerán a rosas. No se sabe cómo, ni cuándo ni por qué sutiles mecanismos los antiguos valores dan paso a los nuevos. Pero es un hecho.
—Tommy Benivalle me ha enseñado algo inestimable… —dice Mike sin mucho sentido mientras volvemos a Timbuktu caminando a mi paso, más lento que el suyo. Arriba, su Infiniti plateado (nuevos valores) y mi tradicional Suburban con la ventanilla rota (antiguos valores) están aparcados frente a la casa del 118, sólidamente encaramada sobre su plataforma de vigas. Y Mike sigue parloteando—: Sólo un imbécil…
No me interesa. Una vez fui su mentor y ahora soy su rival; aunque eso probablemente quiera decir lo mismo. Lo admiro como persona, pero hoy no me cae especialmente bien, ni tampoco las nuevas fuerzas con las que se lanza al ataque. ¿Cuánta vida tengo que aceptar? ¿Ha de venir todo en un día?
—De modo que estás llenando la despensa para tu nuevo amorcito, ¿eh? —le digo, sólo para soltarle una grosería.
Estamos parados en medio de la calle, con aspecto de ser exactamente lo que somos: dos agentes de la propiedad inmobiliaria. Los ojos de Mike se mueven hacia mi Suburban. La ventanilla trasera tapada con cinta aislante puede ser una inquietante señal de que ha de apresurarse con su oferta de negocios, cerrar la operación antes de que aparezcan los empleados del manicomio. Ahí estaba la desconcertante escena del August el martes. Podrían sorprenderme mañana sentado sin decir palabra en la oficina, «sólo pensando». Tal vez se viera obligado a negociar con Paul.
—Mi amiga tiene una casa grande en Spring Lake. Sus hijos suelen ir por allí. Son judíos. El gran mundo —dice Mike moviendo la cabeza con sensata expresión: «No es lo mío». De nuevo habla con acento de Jersey.
¡Me lo imaginaba! Una viuda, una divorciada último modelo como Marguerite. Ha adoptado al «pequeño Mike-a-la», que es su «asesor de inversiones» además de prestarle servicios no especificados de carácter consensual. Los hijos: Jake, profesor en Columbia; Ben, artista textil en Vinalhaven; y una hija, Rachel, que vive sola en Montecito y parece indecisa sobre lo que hacer en la vida. Todos ellos procuran que su estrafalaria madre no se salga de un presupuesto frugal para evitar que les estropee la pensión con sus extraños entusiasmos. Mike es «interesante», miembro de una minoría, se parece al Dalai Lama; además, da igual, si hace feliz a la abuela y le quita la manía de los bailes de salón. Por lo menos no es mexicano.
—¿Te dejan trinchar el pavo y servirlo?
No intento suprimir una sonrisa burlona, cosa que él odia aunque no lo exteriorice. Sabe lo que anda buscando, y no le importa que yo lo sepa. Es un negocio, no una relación basada en el amor.
—Me pasaré a última hora —dice frunciendo el ceño, no por mí, sino por cómo va a pasar la noche. Se consuela, como todos, con lo que tiene a mano—. Ya he puesto la oferta por escrito.
Del bolsillo del suéter saca un sobre blanco con el membrete de Realty-Wise, enrollado con el folleto descriptivo de la 118. Me lo entrega como una citación, con una respetuosa reverencia. No estoy seguro de que sea algo habitual entre los tibetanos. Puede que lo haya aprendido en algún sitio. Aunque yo, el acusado, la acepto y le devuelvo la inclinación (cosa que al parecer no puedo evitar) antes de doblarla y metérmela en el bolsillo de los Levi’s como si fuera propaganda.
—Otro día la leeré. Hoy no.
—Estupendo.
Ya está eufórico otra vez. Le encanta hacer negocios en la calle, bajo los elementos, lejos de su ancestral cuna. Para Mike, eso es señal de progreso: las viejas experiencias de otra época de la vida siguen siendo válidas aquí, en Nueva Jersey.
—¿Nos volveremos a ver? —le pregunto, poniendo la mano sobre el frío picaporte del coche—. No sé lo que pretendes. Creía que ibas a instalar tu base de operaciones en Mullica Road. Eres un misterio envuelto en un pequeño enigma.
—Ah, no. —Su sonrisa, hecha de ángulos cruzados, resplandece tras las gafas. Ha vuelto a ponerse de puntillas, creciendo en estatura al estilo de Horatio Alger—. Trabajo para ti. Hasta que tú trabajes para mí. Todo sigue igual. Te aprecio. Te tengo presente en mis oraciones.
Temo que me dé un abrazo, me bese, me estreche la mano chocándola en alto o estrujándomela entre las suyas. Dos abrazos masculinos en una mañana es demasiado. Los hombres no tienen por qué hacer eso todo el tiempo, y eso no significa que sean insensibles. Abro la puerta del coche y subo rígidamente antes de que ocurra lo inevitable. Cierro la puerta y echo el seguro. Dejo a Mike de pie en Timbuktu, con su suéter negro de cuello de piel sintética y su gorrita Black Watch. Está diciendo algo. Por la ventanilla oigo el runrún de su voz, pero no lo que dice. Me importa un pito lo que diga. No me incumbe. Enciendo el motor y empiezo a articular palabras que él «entenderá» a través del cristal. «Aba-daba, daba-aba, dabadaba-daba, abadaba», digo, sonriendo seguidamente, saludándolo con la mano, haciéndole una reverencia en el asiento del coche. Me contesta algo con expresión triunfante. Me hace un signo de aprobación y asiente orgullosamente con la cabeza. «Aba daba, daba, daba-daba», le digo, sonriendo a mi vez. Vuelve a mover afirmativamente la cabeza, da un paso atrás, me dirige un leve saludo con la mano, ríe cordialmente. Y eso es todo. Me marcho.