14

Deprisa ya, o no me dará tiempo a nada. Son las diez y media pasadas. Circulo por Ocean Avenue, con la ventanilla cubierta de cinta aislante resistiendo a la perfección. Pongo la emisora de Long Branch, sólo de noticias, por si dicen algo de la explosión en el hospital de Haddam que pudiera evitarme la rueda de reconocimiento de mañana. Pero sólo dan breves noticias del tráfico festivo, y comentarios sobre la creciente polémica en torno a los nuevos sellos de treinta y cuatro centavos, el tanteo de los Flyers en el partido de anoche y la buena recuperación de Cheney en el Hospital de Georgetown.

Seguro que he echado a perder las perspectivas de Mike sobre la casa, aunque no estoy en la mejor forma —después del «conflicto» con mi hijo— para la cuestión inmobiliaria y ahora quizás sólo sirva para espantar a los clientes. Además, me voy a perder la llamada de Sally y, como mínimo, me estoy privando de una relajante mañana en la cama después de los apuros de anoche. Tengo que nivelar la tensión arterial y taponar la gotera por donde cala la angustia hacia mi torrente sanguíneo si no quiero acabar el miércoles en el ala de flebotomía de la Clínica Mayo. Incluso en la impasible y luterana Rochester, donde jeques, pachás y genocidas sudamericanos acuden a darse un repasito, y en donde han visto de todo, quiero causar la mejor impresión biomédica posible, como si tuvieran que elegir al paciente perfecto. Si Paul tiene razón en que me lo controlo todo, desearía controlarme aún más.

Sea-Clift, visto desde la ventanilla del Suburban a última hora de la mañana del Día de Acción de Gracias, está tan desierto y primaveral —pese a la decoración navideña— y sus calles tan despejadas como en la Pascua de Resurrección. No hay coches aparcados frente a las tiendas del bulevar. Los engalanados semáforos destellan en ámbar. La habitual vigilancia policial contra los infractores del límite de velocidad —un Plymouth Fury blanco y negro «oculto» tras el remolque de los bomberos— está cubierta como siempre (los de aquí lo sabemos) por un poli vigilante y estirado que llaman «agente Meadows» en referencia a un jefe, ya fallecido, al que despidieron por dormirse estando de servicio. Cuando paso frente al 1606, mi oficina de Realty-Wise ofrece un aspecto poco prometedor. Sólo hay luces en el Hello Deli and Tackle Shop, que tras sus ventanas con barrotes tiene algunos clientes: tres coches aparcados en batería, más unos miembros del Ejército de Salvación que en torno a otro caldero rojo charlan frente a la puerta con un par de deportistas con atuendo de corredor. Es como si la mayoría de la gente hubiera seguido las señales de evacuación que conducen al puente de la bahía y señalan al interior, abandonándonos a los demás a nuestra suerte.

En la calma de fuera de temporada, las ciudades costeras parecen haber vuelto felizmente a su verdadero ser, exhalando el suspiro invernal tan largamente esperado. Pero en Sea-Clift, cierta desazón por lo que pueda pasar produce un hormigueo en la nuca de las autoridades municipales debido a la disminución de los negocios registrada el verano pasado. El crecimiento, tanto el sensato como el desenfrenado, es el problema de aquí; cómo crear una cultura empresarial en la que nuestra dedicación a los servicios, de tipo práctico y familiar, pueda sobrevivir hasta el día del juicio (debido a la playa), pero eso no marchará como es debido sin un sector tecnológico, sin una industria puntera que atraiga mano de obra, una mentalidad volcada hacia el futuro y un centro de gravedad para conseguir que nos hagamos asquerosamente ricos a partir de beaucoup de dólares del sector privado. En otras palabras, no somos un sitio muy diferente de cualquier otro.

Yo me mudé aquí, desde luego, por esas mismas razones: porque admiraba la fisonomía que Sea-Clift ofrecía al forastero interesado: de temporada, insular, estable, sin necesidad de trenes de cercanías, ambiciosa dentro de ciertos límites. No había espacio para expandirse, de manera que mi modelo de empresa tendía a comprimirse y consolidarse, no muy diferente del de Haddam, pero a una escala más humana. Mi plan para la casa portátil de Timbuktu es el ejemplo perfecto. Podrían enseñarlo en Wharton. Para mí, el comercio sin posibilidades de crecimiento importante o de revalorización desmedida es como un preciado tesoro, todo lo contrario de mi experiencia en Haddam, donde todo por el incremento constituía el sagrado artículo de fe que nadie se atrevía a mencionar por miedo a que la verdad engendrara dudas como un gas inodoro capaz de asfixiar a todo el mundo.

Mi punto de vista, desde luego, no es el del Consejo de programas de fomento, que en sus reuniones de los lunes en el recinto del parque de bomberos ha hecho números para ocuparse de la «transición» de Sea-Clift hacia la «siguiente fase», de pasar de la infrautilización de recursos a una bolsa de vitalidad y un estilo de vida marcado por la prestación de servicios plenos con ayuda del apoyo de las bases. Y eso a pesar de que todos nos encontramos muy a gusto aquí. Una vez más se ha confundido la permanencia con la muerte. Este otoño, tras el descenso del volumen de negocios del verano —menos visitantes, menos batidos de frutas y empanadillas de tomate, menos tablas de surf y chalés alquilados (por culpa de las elecciones y el desplome de los valores tecnológicos)—, se han presentado nuevos planes con vistas a reactivar la economía. El Consejo lanzó una iniciativa para recaudar fondos mediante la cual el donante podría dar su nombre a la ciudad («BFI,[71] Nueva Jersey» se sugirió seriamente, pero chocó con la frialdad ciudadana). Se presentó una propuesta para abandonar el «concepto estacional» y hacer oficialmente de Sea-Clift un lugar donde residir «todo el año», sólo que nadie parecía saber cómo lograrlo, aunque todos estaban de acuerdo, hasta que pensaron que debían trabajar más. Había respaldo para desmantelar un faro en Maine y ponerlo en la playa, pero la normativa urbanística prohíbe toda nueva construcción. Los Hijos de Italia propusieron ampliar el concurso Frank Sinatra con una exposición permanente llamada «Tradiciones populares de Nueva Jersey» que se incluyera en el circuito histórico de la costa (nadie se lo tomó en serio). La idea más ambiciosa —que se llevará a cabo, aunque no en vida mía— consiste en ganar terreno al mar para generar ingresos públicos: un laboratorio para producir tejido humano o puede que simplemente un campo de golf. Pero nadie sabe cómo captar capitales ni hacer que alguien adquiera intereses en tierras pantanosas. Pero estoy seguro de que llegará el día en que se pueda ir patinando desde donde estaba el club náutico hasta la fábrica de condones de Toms River sin pensar en que una vez hubo una gran bahía en ese lugar. La única idea nueva que parece estar calando de verdad es un programa informático para gestionar alquileres por Internet (Weneedabreak.com) que funciona bien en ciudades más al norte y del que Mike es muy partidario. Ante todas esas visiones, sin embargo, mi postura es la misma: tranquilidad, mantener en buen estado de funcionamiento el programa actual, confiar en el estilo de vida playera de los cincuenta y dejar que el crecimiento demográfico ponga las cosas en su sitio como siempre ha hecho. ¿Qué prisa hay? Aquí ya estamos consolidados, de manera que tenemos la seguridad de que todo vendrá a su debido tiempo. Por eso ya no estoy en el Consejo de fomento.

Justo delante, al girar a la izquierda y entrar en Timbuktu Street, me encuentro con que la carrera de cinco kilómetros de ida y vuelta programada para el Día del Pavo entre Sea-Clift y Ortley se dispone a salir frente a la iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia. Una multitud —unos cien individuos en camiseta— se concentra en la mediana cubierta de hierba por donde tengo que torcer. Los corredores —hombres delgados como palillos y mujeres idénticas en ingrávido pantalón corto, carísimas zapatillas deportivas, dorsales numerados y botellas de agua— están mentalizándose para la carrera, haciendo giros y estiramientos, dando saltitos, sin mirarse unos a otros, las manos en las caderas, la cabeza gacha, arrancándose de vez en cuando en violentas carreritas sin moverse del sitio, calentando los músculos y preparándolos para el esfuerzo. Forman, tengo que decir, un grupo bello, saludable, vigoroso, de finos miembros: galgos sociópatas. En su mayor parte son de mediana edad, con evidente terror a la serenidad y la muerte, una fijación que los consume, castigándoles los huesos y el cerebro (muchas mujeres dejan de menstruar o de sentir el menor interés por las relaciones sexuales), aislándolos de amigos, enemigos y familia —de todo el mundo salvo de sus «amigos corredores»— sólo para deambular por las oscuras calles de Norteamérica antes del amanecer, en prueba de íntima afirmación. La temporada que pasé hace treinta años en el Cuerpo de Infantería de Marina de Estados Unidos, y a pesar de todo lo que Ann diga sobre mi idoneidad, me hizo prometerme a mí mismo que si salía vivo de aquel empeño, nunca en la vida volvería a apresurar el paso, a menos que realmente me fuera en ello la vida o la muerte. Y en general no lo he hecho.

Al margen de la multitud se ven los habituales atletas en silla de ruedas: de torso henchido, aire vagamente enfermizo, hombres y mujeres con guantes de piel amarrados a sillas aerodinámicas con grandes ruedas peraltadas y carrocería abreviada como el cuerpo de sus ocupantes. Hay también dinámicos ancianos: rígidos, inclinados y calvos octogenarios de ambos sexos, preparados para correr hasta la extinción. Y aparte de todos ellos están los verdaderos corredores, un cuadro de majestuosos y auténticos africanos, negros como el alquitrán, con aspecto de muertos de hambre: hombres y mujeres, algunos efectivamente descalzos, charlando y sonriendo con calma (dos hablando por el móvil), esperando machacar a todos esos neuróticos y gilipollas corredores blancos en el recién estrenado Día del Pavo. Para todos los corredores, el ambiente es alentador, lo sé; pero para mí es un espectáculo deprimente en una mañana en que cualquier esfuerzo debería estar de más bajo este cielo despejado con alguna pálida nube y tintes ligeramente rosados. Tengo la misma sensación cuando entro en una ferretería para hacer copia de una llave destinada a un nuevo inquilino y me encuentro con el olor a cartón y metal ondulado de una tienda donde se encuentra material para todos los endemoniados menesteres a los que pueda entregarse un ser humano digno de ese nombre: impermeabilizar las junturas de la ducha con resina epoxídica de la era espacial, aislar el grifo del patio que siempre se hiela, montar de nuevo la puerta del baño que se abre al revés y obstaculiza la bonita vista que ofrece el pasillo de una porción de mar entre los árboles sin hojas. Me resulta penoso pensar en lo que los humanos hacemos sin que vaya en ello la vida de nadie, y siempre salgo a la calle con la nueva llave llena de muescas y la cabeza dándome vueltas. Eso no se diferencia mucho de la idea de Mike de poner «casas» de gran tamaño en parcelas de ocho mil metros cuadrados con la esperanza de atraer a jóvenes radiólogos y abogados expertos en sucesiones a quienes lo mismo les da seguir viviendo donde viven y que necesitan esa cantidad de terreno lo mismo que un hueso atravesándoles la nariz. Tampoco estoy seguro de que el mercado de la vivienda de segunda mano, donde ejerzo mis actividades, esté libre del mismo reproche.

La policía de Sea-Clift está presente, desde luego, dos tipos de ancho cuello con casco y pantalones de montar sobre gigantescas Kawasakis pintadas de blanco y negro, esperando hacer de escolta. Junto al bordillo de la acera, distanciado de la multitud, hay un camión verde de las industrias cárnicas EMS, los encargados fumando e intercambiando una sonrisita de suficiencia. El párroco de Nuestra Señora de la Misericordia, el padre Ray, con su sobrepelliz blanca de todos los días, ha puesto en la acera una escalera de mano, desde donde imparte su bendición a los corredores con un megáfono y un hisopo: Que no os caigáis y os rompáis la crisma; que no os desgarréis el talón de Aquiles ni los ligamentos de la rodilla; que no sufráis un aneurisma de aorta sin nadie que os suministre los últimos sacramentos; que hayáis hecho testamento a favor de la iglesia de Nuestra Señora; corred ahora como si os fuera la vida en ello, en el nombre del Padre, del Hijo, etcétera, etcétera, etcétera.

Tengo que dar la vuelta aquí, cruzando la mediana y las marcas blancas que han pintado en el asfalto los organizadores de la carrera. Arremolinados, los que pronto echarán a correr miran con malos ojos a mi Suburban y a mí, como si fuera a embestirlos, abriendo un sangriento pasaje a través de sus filas. ¿Para qué sirve un Suburban así? ¿Es necesario un bicho tan grande? Tendrían que pagar un impuesto especial. ¿Qué es esa mierda de ventanilla tapada con cinta aislante? ¿Es de aquí ese tío?

Sonrío involuntariamente mientras doy la vuelta, agachando la cabeza, asintiendo como un bobo para mostrar mi aprobación por la carrera de los cinco kilómetros y admitiendo vergonzosamente no ser como ellos, no tener valor suficiente, no intentarlo más en serio. No debo tocar el claxon por accidente, ni el acelerador, ni desviarme un centímetro del camino trazado, ni correr el riesgo de que se pongan a gritar, protestar y repasar sus derechos civiles. Pero al verlos tan concentrados y resueltos, tan anticipadamente preocupados, con atuendo tan vulnerable, tan desprotegidos, tan esto y lo otro, me pongo a pensar en lo mucho que tengo de agente inmobiliario (en el mal sentido); aún más ahora que en los últimos tiempos de Haddam, cuando me sentía del todo superfluo y al mismo tiempo, irremediablemente, lo que ya era; es decir, un traficante de casas que circulaba por la periferia de todos los sucesos reales: los recados al zapatero, las visitas al médico y al dentista, las carreras de cinco kilómetros, las incursiones al altar para arrodillarse y aceptar el sagrado cuerpo y la sangre de Cristo en un cáliz. Tuve algo parecido a esa sombría sensación cuando fui incapaz de dar un buen repaso a Bud Sloat en Haddam el martes.

Pero lamento tener ahora esa impresión aquí. Aunque en lo que va de día, sólo es una más del desfile de aceptaciones del Siguiente Nivel, que agradeceré porque son buenas para el alma: eso es lo que soy, vendedor de casas usadas y abandonadas, y nada más. Es horroroso observar lo cerca que estamos de comprender algo desagradable, y cómo esa continua ignorancia nuestra hace posible sin embargo la vida. No obstante, se esfuman de pronto todos los papeles que aún podría asumir pero que no asumiré, todos los nuevos procesos de aprendizaje que emprendería, todas las mujeres que quizás me adorarían, las llamadas de teléfono comunicándome buenas noticias y prometiéndome inimaginable felicidad, la oportunidad de convertirme en agente del FBI, embajador en Francia, asistente social en Mozambique: el que todos admirarían. El Periodo Permanente permitía todo eso, y el precio no era muy alto: inhabilitarse a sí mismo, convertirse en instrumento, bla, bla, bla. Pero ahora es distinto. El Siguiente Nivel supone que debo aceptarme a mí mismo justo cuando parece más inverosímil. ¿Es esto lo que significa seguir la corriente social dominante, como en el caso de mi hijo?

«Soy de los vuestros», quiero decir por la ventanilla a esos corredores: una multitud en una república de corredores víctima de un golpe de Estado. «A mí también me espera una carrera. No soy sólo esto. Soy aquello. Y lo otro. Y lo de más allá. Soy más complicado de lo que parezco ante vuestra taladrante mirada». Pero no es eso.

En medio de la arremolinada multitud me hace señas un brazo desnudo de color café, pegado a un cuerpo achaparrado y un rostro conocido sobre las tres barras y estrellas azules de la bandera de Honduras llevada en forma de camiseta. Es Esteban, de la cuadrilla de obreros que arreglan el tejado de Cormorant Court, que me saluda alegremente, el jefe, sus empastes de oro destellando al furtivo resplandor del sol. Está comprimido entre la multitud de corredores, a diferencia de mí forma parte de todo esto. Levanto el pulgar para tocar el claxon, pero me contengo a tiempo y lo saludo con la mano. Y es entonces cuando he de cruzar al otro carril de Ocean Avenue para salir a Timbuktu. El carillón eléctrico de Nuestra Señora empieza su clamor previo a la carrera, dándome un susto de muerte. El compacto grupo de corredores se desplaza hacia la línea de salida y suena el disparo (el padre Ray es el pistolero). Llevo a cabo el giro, con sumo cuidado, pues los polis de las motos no me quitan ojo. Cruzo en un momento y vuelvo a ser anónimo mientras la masa arranca con un bestial jadeo, y todo queda entonces detrás de mí.

Mike Mahoney —huesudo, formal, ambicioso y resuelto agente inmobiliario— es el primer ser humano que veo al llegar a Timbuktu. Está en la calle, junto a su Infiniti, con la pegatina de LOS AGENTES INMOBILIARIOS TAMBIÉN SON PERSONAS y su matrícula de Barnegat Lighthouse, saludando con la mano, una sonrisa satisfecha en su redonda cara plana, como si me hubiera perdido por el camino y de pronto hubiera dado con la calle por pura casualidad. Lleva sus gafas de sol de aviador de color ambarino y unos folletos con la descripción de varias propiedades. Veinte metros más allá hay un Lincoln Town Car de color beis, exactamente el mismo modelo que suelen llevar los conductores de limusinas del aeropuerto de Newark. Frente al Lincoln espera un personaje con bigote, de figura ovoide y corta estatura que, a través del parabrisas, parece un mantel con cinturón a juego con el Town Car, con el que se funde casi de manera perfecta. Es el cliente, al que Mike ha logrado convencer para que espere. Llego media hora tarde —por culpa de mi difícil hijo—, pero francamente no me importa mucho.

Timbuktu es una calle residencial de tres manzanas, que enlaza Ocean Avenue con Barnegat Bay, un poco más allá. El club náutico, cerrado durante el invierno, está al fondo, a la izquierda, y al otro lado de las aguas grisáceas, a unos tres kilómetros y medio, se extiende la llanura de Toms River. Desde aquí se ve el puente sobre la bahía, aunque a las once y media de la mañana del Día de Acción de Gracias no registra mucha actividad.

En Timbuktu las casas (Marrakesh Street es la paralela por abajo, Bimini queda una calle arriba) son todas de una gama de precios moderada. Las que están del lado de la bahía salen lógicamente más baratas que las que dan al océano, pero los precios suben con la cercanía del agua, con independencia de la clase que sea. La mayoría son construcciones sencillas de una planta en tonos pastel, unas con alguna habitación añadida sobre el tejado, otras con revestimiento metálico y planchas de madera, armazón de madera, tejado a dos aguas, tres ventanas, puerta en medio y jardín pequeño. En su mayoría fueron erigidas en masse, diez calles a la vez, después de que el huracán Cindy se llevara por delante los viejos bungalows de pino y ciprés que los primeros habitantes de Sea-Clift construyeron en los años veinte armando kits de Sears. Aún andan por aquí unos cuantos propietarios de la época del cincuenta y nueve, aunque en su mayor parte las casas han cambiado diez veces de manos y sus dueños, que están jubilados o van diariamente a trabajar al interior, las habitan todo el año, las alquilan o las utilizan como albergue de verano para toda la familia. Algunas de ellas, mantenidas en perfectas condiciones, son de policías y bomberos de Gotham y Filadelfia que, en los «jardines» con piso de mármol triturado de color verde y rosado, guardan sus enormes caravanas Lund y sus reacondicionadas Lyman, bien protegidas con cubiertas de plástico azul. Esas pequeñas calles, con sus viviendas de limpias fachadas, bien conservadas y de precio razonable (entre 250 y 300 billetes), constituyen, en realidad, la base social de Sea-Clift, y aun cuando la mayoría de recién llegados sea de filiación republicana, son ellos quienes se oponen a los proyectos del Consejo de fomento de impulsar un vertiginoso incremento de la economía.

Y esos mismos propietarios se quedan muy compungidos cuando arrancan alguna casa de sus cimientos y la transportan a otro sitio, dejando un solar desfigurado donde antes había un panorama uniforme, y en el que habrá una horrorosa construcción nueva. Siempre se supone lo peor. Y aunque las idénticas casas que bordean esas idénticas calles sin árboles constituyan la esencia misma de la sencillez y la modestia, y en definitiva no sean nada del otro jueves, así es precisamente como las quieren sus dueños, que tienen la seguridad de que una nueva casa de imprevisible concepción privará a la calle de su carácter mandando a la mierda la oportunidad de sacar tajada de su valor. Ya me ha llamado varias veces la comunidad de vecinos de Timbuktu para manifestarme su preocupación y sugerirme que «done» (!) el solar de la 118 para hacer un parque. Y aunque quisiera (que no quiero), en la comunidad nadie se ocuparía del mantenimiento ni pagaría el seguro, porque en buena parte está constituida por propietarios absentistas y muchos de sus miembros son ancianos que viven de ingresos fijos y limitados. Con el tiempo, el «parque» se convertiría en un adefesio lleno de hierbajos y todo el mundo me echaría a mí la culpa. Los precios empezarían entonces a caer, y a nadie se le ocurriría pensar que, en cambio, podían haber edificado una bonita casa y todo sería de color de rosa. Sería preferible —como le dije a la señora de la comunidad— vender el solar a algún ciudadano que pudiera permitírselo, y luego hacer lo que a las comunidades se les da mejor: suprimir la diversidad, desanimar la individualidad, castigar la exuberancia y encontrar un lenguaje conveniente que parezca la solución perfecta para todo el mundo, porque ésa es la esencia de América. Aún se ven pancartas (semejantes a carteles electorales) en algunos jardines que gritan ¡¡¡SALVEMOS TIMBUKTU DE PROMOTORES APROVECHADOS!!! Pero la casa del 118 ya está sobre unas vigas de acero y en unas semanas será historia.

Mike viene hacia mi ventanilla mientras paro junto a la acera. Sonríe y mira hacia atrás, asintiendo con la cabeza para tranquilizar a su cliente y rebosando confianza como un buen agente inmobiliario.

—He estado ocupado —le digo por la ventanilla, en tono molesto.

—Mejor, mejor —responde Mike en un susurro, lanzando luego otra mirada hacia los clientes del Town Car.

Tiene aspecto de muñequito de salpicadero, porque lleva un extraño suéter negro de punto con un cuello que parece de visón y que le llega a la rodilla, una gorra Black Watch a cuadros de automovilista deportivo, pantalones verdes de pana y mocasines verdes de ante con calcetines de rombos. Cabría decir que es su conjunto escocés.

—No viene mal que esperen.

Se me acerca mucho al hablar, tanto que casi le meto la nariz en el cuello de piel del suéter. Por el lado de Barnegat Neck, la brisa es más fuerte de lo que me esperaba. En el interior está cambiando el tiempo. Como es de rigor, no acabaremos el Día de Acción de Gracias sin que venga el frío. Me inclino sobre el volante y contemplo por el parabrisas la agradable casa verde del 118, montada sobre una plataforma de vigas de color rojizo, debajo de la cual hay unos impresionantes gatos hidráulicos, de modo que la casa entera, suelo y todo, se ha levantado metro y medio sobre sus cimientos de ladrillo, dando paso a la luz y al aire y dejando ver el patio. Dos series de grandes neumáticos y ejes esperan en lo que una vez fue el jardín, como parte de los preparativos para trasladar la casa que, al igual que sus vecinas, carece de adornos, tiene aluminio a los lados, y tejas nuevas de un verde más vivo mezcladas con las viejas. La empresa Arriba, los transportistas de la casa, han puesto su enigmático letrero en el jardín: EL GATO DUERME MIENTRAS QUE TRABAJAMOS.

Es la primera vez que veo levantada la 118, y francamente no puedo culpar a los vecinos por sentirse «violados», expresión que utilizó la señora de la comunidad antes de romper a llorar y llamarme gángster. El sentido de la integridad de una calle —con independencia de los precios— no saldrá muy favorecido si se empiezan a cambiar casas de sitio como piezas del Monopoly. Ahora me arrepiento de haberlo hecho. Habría sido mejor que los nuevos dueños hubieran derribado la 118 y construido su nueva casa sobre el polvo, tal como estaba previsto. Se habría cumplido el orden de la sucesión residencial, aunque posiblemente esa solución tampoco habría contentado mucho a nadie. Razón de más para dejar que Mike la venda tal cual a sus clientes, separada de sus cimientos, y que hagan lo que quieran con ella, porque al fin y al cabo son ellos los que van a habitarla, aunque sea en otra parte.

—Les he dicho que el número de casas en venta se ha reducido a un tercio y que la demanda está creciendo.

El aliento de Mike al susurrar esas palabras es cálido y de nuevo exhala restos de tabaco. Practica toda clase de técnicas para purificar la respiración, como si eso fuera lo primero en que se fijan los compradores. Su Infiniti está perfumado con un incienso —aprobado por el Dalai Lama— que refresca el ambiente y que va colgado del retrovisor, y lleva los asientos del coche salpicados de envoltorios de Clorets and Dentyne. Pero sus esfuerzos de hoy son, hasta el momento, infructuosos.

Miro con curiosidad las lustrosas y redondas facciones de Mike: un rostro de escarpados riscos lejanos, de cumbres envueltas en nubes donde el aire es muy tenue, todo ello abandonado por la posibilidad de vender casas en el Garden State. Y justo en ese preciso instante, soy absolutamente incapaz de recordar cómo se llama, aunque acabo de pensar en él. Me gustaría decir su nombre, formular una pregunta de manera confidencial, para darle a entender que apoyo su operación hasta el final, que le doy mi aprobación aquí mismo, sin bajarme del coche. Dirigiré un saludo risueño y optimista al rechoncho hindú (mahometano, budista, jainista o lo que sea), y estaré de vuelta en casa para cuando llame Sally y Clarissa vuelva con sus historias. Puede que Jill haya dado un calmante a Paul y todos podamos ver a los Patriots en la Fox antes de la alegre llegada de la comida.

Sólo que mi memoria se ha tragado problemáticamente el nombre de este menudo individuo de ojos brillantes, pese a que soy capaz de contar todos los demás detalles que le conciernen. Se me ha ido, como una hoja en el viento.

—Hummm —le digo.

Claro que no necesito acordarme de su nombre para mantener una conversación con él. Aunque no saberlo tiene además el efecto de dejar completamente limpio el camino conversacional que tengo por delante, como la policía despejando la calle de peatones en el trayecto de ida y vuelta a Ortley frente a los participantes en la carrera de cinco kilómetros. ¡De eso me acuerdo perfectamente! Pero ¿qué coño me pasa? ¿Me estará dando un ataque? ¿O es que el hecho de vender otra casa me aburre hasta la anulación? Puede que sea ésta la manera de saber que he llegado a la línea de meta en la actividad inmobiliaria. Incluso de eso me acuerdo.

Sonrío a este individuo menudo, parloteante, extrañamente vestido, esperando suprimir la alarma de mis facciones. Pero ¿por qué debería estar inquieto? Cualquier cosa que estemos a punto de hacer —supongo que vender una casa— no parece reclamar mi intervención. Vuelvo la cabeza y miro detenidamente al hombre con forma de pera vestido con un atuendo impropio para la estación, que está junto a su Lincoln, con una matrícula azul y blanca que parece del Empire State y, según veo ahora, una pegatina azul de BUSH en el parachoques. Tiene cruzados sus cortos brazos de gordo y contempla con aire pensativo el número 118 levantado sobre unas vigas, como si fuera un proyecto maravilloso que ahora estuviera a su cargo y requiriera cierto estudio. El Town Car parece llevar un impreciso cargamento humano: tres cabezas en la parte de atrás, más un perro que mira por la ventanilla, la lengua fuera en una satisfecha carcajada perruna.

Miro de nuevo al minúsculo individuo sin nombre asomado a mi ventanilla. Es posible que mi aspecto no sea normal.

—Bueno —le digo—, así que todo está resuelto, ¿no?

Le dirijo una sonrisa exuberante, fortalecido de pronto con el sentido de mi presencia en este lugar y dispuesto a actuar: decir hola, estrechar manos, cerrar el trato y hacer que el desconocido se sienta necesario. Cosas que se me dan bien.

—Estoy preparado para conocer al pichón —añado sin saber por qué, lo que parece alterar e inquietar las redondas facciones de… Bill, Bert, Baxter, Boris, Bendy… Ya me acordaré.

—Es el señor Bagosh, Frank —dice… sotto voce por mi ventanilla. Frank. Yo.

… me sonríe débilmente. Con el pulgar, observo, da vueltas al anillo que lleva en el meñique. Gracias a Dios que no sabe que se me ha olvidado su puñetero nombre. Pensaría que me he vuelto majara. Y no es así. Estas cosas pasan. Puede que sea el vértigo otra vez.

—¿Cómo se llama?

—Bagosh —repite Carl, Carey, Chris, Court, Curt, Coop, metiéndose los folletos en el absurdo bolsillo lateral del suéter, y ajustándose luego la gorra de automovilista deportivo para adquirir un aire más oficial. No quiere que participe en esto ahora. Ve que algo no va bien. Que se le escapa la operación. Pero lo voy a hacer, aunque sólo sea porque no sé cómo marcharme. Me lanza una cautelosa mirada a la sudadera con la M mayúscula. Luego, tras sus gafas de piloto, baja los ojos hacia mis vaqueros, como si temiera que no llevara pantalones.

—Bagosh, ¿eh?

Empiezo a bajarme del coche, sintiéndome sorprendentemente bien por el hecho de vender una casa en el Día de Acción de Gracias. Una operación con dinero en mano por si fuera poco: si mis recuerdos son exactos. La verdad es que me encantan estas transacciones informales de extender un cheque y entregar la propiedad. Antes se hacía mucho en el ámbito inmobiliario. Hoy en día, las partes están bien protegidas contra cualquier eventualidad, necesitan estrategias de retirada, escotillas por donde escapar en caso de que un gorrión se estrelle en pleno vuelo contra una ventana el tercer martes del mes, lo que podría considerarse un mal augurio. Estados Unidos es un país perdido en su propio documento de garantía.

No sé por qué no puedo decir el nombre de Ed, Ewell, Ernie, Egbert, Escalante, Emerson, Everett, pero no puedo. Es tibetano. Es mi socio. Lo conozco desde hace año y medio. Está separado de su mujer, tiene hijos muy inteligentes. Cree en la libertad, pero es moderado en el aspecto social. Budista. Una fiera del oficio, afectado en el vestir, alegre y combativo agente comercial. Sólo que no logro acordarme de su nombre, ni siquiera con el frío que hace en la calle, entre el silbido del viento que sopla de la bahía y despeja la cabeza. A lo mejor tendría que pedirle una tarjeta y tomar nota.

El señor Bagosh viene hacia nosotros con una enorme y satisfecha sonrisa en los gordezuelos labios. Anda con paso inseguro, de lado, como hacen a veces los camareros experimentados. Lo que no he observado desde el coche es que lleva pantalones cortos bajo la chaqueta india de la época imperial británica, además de mocasines de ratán y calcetines blancos de finísima seda hasta la rodilla. Estamos en Rangún (cuando todavía era Birmania). Yo acabo de salir de la cabina de mi Fortaleza Volante, dispuesto para una ginebra con limón, un buen baño, un traje nuevo de lino y una reunión social. Ese hombre —Bagosh— que veo venir por el vestíbulo es justo el individuo que necesitábamos (además de ser un espía de los nuestros).

—Bagosh —dice este buen hombre bajo la brisa de Barnegat, lejos ahora de Rangún, en Timbuktu. Quizás pensara que aquí hacía calor.

—Bascombe —le contesto, con el mismo espíritu saludable.

—Sí. Estupendo. —Nos estrechamos la mano. Él emplea las dos, lo que por esta vez no importa—. El señor Mahoney me ha contado maravillas de usted.

¡Ya está! Pero ¿Mahoney? No lo habría adivinado. Dirijo al señor Mahoney, mi socio comercial, una sonrisa de aprobación. Mike. Todo vuelve a la normalidad. Al menos sabemos quiénes somos.

—¡Me encanta su casa! —exclama el señor Bagosh, casi gritando de satisfacción. Con su paso vacilante, da media vuelta y observa la casa del 118, montada sobre su impresionante soporte, como si fuera un entendido contemplando una escultura poco común—. Quiero comprarla ahora mismo. Tal como la vemos ahora. Montada sobre esas grandes barcas. O lo que sean.

Se inclina hacia atrás y sonríe de oreja a oreja, como si decir «esas grandes barcas» le proporcionara un placer inenarrable.

—Bueno, pues para eso estamos aquí —le contesto, señalando con la cabeza al señor Mahoney, justo a mi lado.

Mike presenta ahora un aire más confiado, y está repasando su listado de propiedades en venta. Tengo en las aletas de la nariz el pegajoso olor de su colonia English Leather y, según creo, también en la mano. No hay duda de que es el personalísimo olor del señor Bagosh desde sus tiempos de colegial en Rajpur o en cualquier otro reducto parecido.

—Somos de la zona de Buffalo, señor Bascombe —informa con orgullo el señor Bagosh—. Me han dado un premio y varios galardones comerciales, y este año me han ido bien los negocios.

Tiene unos centelleantes ojos negros, y sus finos cabellos blancos están dispuestos en una coreografía que desciende en una onda desde lo alto de la cabeza a una pequeña perilla, que le sirve de complemento y no es muy distinta del «barbigote» de mi hijo Paul, sólo que presentable. A cualquiera que no fuese indio —si eso es lo que es—, tal arreglo capilar le habría dado aspecto de masajista. Los tres que estamos aquí, yo con mi sudadera de la M y las Nike, Mike con su atuendo escocés y Bagosh con su vestimenta tropical, somos probablemente lo más raro que se ha visto en Timbuktu —una calle de polis, bomberos, fontaneros y empleados de Kinko—, y puede que después de vernos la vecindad se sienta menos triste cuando se lleven la casa calle abajo.

—No sé lo que es eso —le digo, refiriéndome a los «galardones comerciales», aunque tengo cierta idea.

—Ah, bueno —se explaya el señor Bagosh con voz de pijo—. Es como si a usted le nombran vendedor del año en Nueva Jersey. Y le dan un premio maravilloso por ese honor. En la zona de Buffalo otorgamos ese tipo de premio. También en Erie. Somos una cadena de seis establecimientos. Así que… Decimos que en nuestro negocio se premia el esfuerzo. Pero además ha resultado muy lucrativo.

Ésa debe de ser su broma habitual y le hace bajar la vista para suprimir un aire de satisfacción. Sus facciones, de un moreno desvaído, están radiantes. Medirá alrededor de uno sesenta y cinco, y es evidente que le gusta ver el complejo mundo en términos de conceder premios a sus habitantes al tiempo que gana dinero a espuertas.

—Eso es estupendo.

Paseo la mirada por el Town Car, con todos sus accesorios dorados —los tiradores de las puertas, los retrovisores, los marcos de las ventanillas— menos los tapacubos, que son dorados y plateados. Incluso el famoso adorno del capó del Lincoln está chapado en oro. Es el coche que vi ayer en la oficina. En el asiento del copiloto, una mujer morena con facciones de madona, densa cabellera negra y un pañuelo color pastel cubriéndole parcialmente la cabeza habla sin parar por un móvil sin prestar atención a lo que estamos haciendo. En el asiento trasero llego a contar tres rostros preadolescentes (podrían ser más). Una chica de ojos grandes me mira a través de los cristales tintados. Los otros —dos chicos delgados de expresión taimada— manipulan unos juegos de vídeo como si no supieran que están en Nueva Jersey, dentro de un coche. No se ve al perro.

Pero ecce homo: Bagosh. Me viene a la cabeza que se trata de la familia número dos. La madona del teléfono móvil no parece tener más años que Clarissa y probablemente la han encargado por correo a su país de origen, donde seguro que nadie querría casarse con ella por motivos que a los habitantes de Buffalo no podrían importarles menos. Una joven viuda.

—Supongo que en este momento habrá mucha más gente recibiendo premios —observo.

—Ah, sí. Ahora marchan muy bien las cosas. Son muy positivas. Cuando mi padre empezó con el negocio en 1961, todo el mundo decía: «Ay, Sura, por Dios. Esto no tiene sentido. No hay forma de que lo consigas. Estás como una cabra». Pero era muy listo, ¿sabe? Cuando terminé en Eastman y entré en la empresa, teníamos dos tiendas. Y ahora tengo seis. Otras dos más el año que viene, quizás.

El señor Bagosh pasa sus cuidados dedos por dentro del cinturón que le ciñe la chaqueta india y los deja sobre su próspero y pequeño vientre: en el meñique lleva un escandaloso diamante del que Mike probablemente siente envidia. Es mejor candidato para una de las mansiones que Mike proyecta en Montmorency County que para la 118. Aunque puede que ya tenga una como ésa en Buffalo, o incluso en Cozumel. En cualquier caso, el primer mandamiento del agente inmobiliario es no cuestionar jamás los motivos del comprador. Eso queda para los abogados y los inspectores de quiebras, que para eso les pagan.

—¿Desea que le explique algo sobre la casa?

Tengo que decir algo que justifique mi presencia. Bajo la vista hacia la puntera de mis Nike y hasta hago un pequeño guiño hacia el asfalto al estilo de Gary Cooper.

—Oh, no, por favor —protesta exultante el señor Bagosh. Tiene unos dientes rectos, blancos y uniformes, un trabajo de lo mejorcito, que diría un dentista—. Su Mike ha hecho una labor espléndida. Ojalá tuviera yo veinte como él.

Habiéndose apartado a un lado para que podamos hablar con tranquilidad, Mike, según observo, no sonríe. Le resulta desagradable que lo ensalcen delante de mí, y de ese modo le parecerá menos penoso sacarle la pasta a este caballero. Seguro que está recitando su ahimsa, porque se ha puesto a mirar al cielo como si el pelícano que pasa fuera su alma dispersándose de gozo. Cuando la razón acaba, empieza la ira. En las menudas y chatas facciones de Mike, observo ahora, hay un rastro de cansancio.

—¿Ha pasado a ver la casa? —digo sin motivo aparente.

—No, no. Y, en realidad, no…

—Vamos a echar un vistazo. No querrá encontrarse con alguna sorpresa cuando la haya comprado.

—Pues…

Bagosh lanza una mirada de duda a Mike y luego al Lincoln, donde su novia, mujer, hija o nieta, que sigue de cháchara por el móvil, tiene las facciones contraídas en una expresión de impaciencia, como si quisiera irse a comer y librarse de los chicos. Ahora veo al perro, un poodle negro sentado junto a ella en el asiento del conductor, mirando hacia Barnegat Bay, a manzana y media de distancia, donde una pareja de cisnes que aún no ha emigrado picotea la hierba de la orilla. En su cerebro perruno, esos cisnes son el futuro.

—Puede ser peligroso, me parece —observa Bagosh, ahora con una sonrisa lastimosa. En realidad, tanto en la casa como en las vigas rojizas hay letreros de ¡PELIGRO! ¡NO PASAR! Pintados con grandes, sencillas y prácticas letras. Pero yo sé que los bolivianos gatean por estas casas como lémures y que todo el tinglado es tan sólido como un banco.

—Yo voy a echar una mirada —le digo—. Creo que usted debería hacer lo mismo. Sólo es una buena práctica comercial.

Lo hago únicamente para que la segunda familia Bagosh, con su cadena de tiendas, tenga una desagradable experiencia directa; y eso por haberse regodeado con la posición de subalterno de Mike (y votar a Bush). Aunque la culpa es de Mike por creerse capaz de vender una casa a un indio sin sentirse traicionado. El año pasado, vendió un piso a una familia china que lo invitó a cenar cuando se mudó. Le pregunté cómo había ido, y me contestó que el pequeño hombre-dios ya no se opone a la soberanía china y que los budistas llevan bien el exilio.

Mike frunce el ceño y adopta una expresión claramente contraria a realizar una incursión en la casa, oponiéndose a que arrastre conmigo a su cliente. Le preocupa el aspecto de la vivienda —enormes grietas en el techo, las vigas del suelo amenazadas por la humedad—, la fría inmensidad de lo que se desconoce, que no es bueno y por tanto significa peligro. Sólo un imbécil expondría a un cliente a lo imprevisto a la vista de dinero contante y sonante. Pese a ser budista —siente compasión humana por todas las criaturas vivientes, y considera la actividad inmobiliaria un medio para ayudar al prójimo—, a la hora de cerrar una transacción, Mike ve a los clientes como fajos de billetes capaces de hablar. El hecho de que Bagosh subestime su condición le preocupa lo mismo que si el indio se pone a cuatro patas y empieza a ladrar como un perro. Para Mike —parpadeando, las manos en los bolsillos de su absurdo suéter—, es «don Capital Disponible». «Don Dinero Contante y Sonante». Le daría igual que fuera un indio navajo. Yo nunca he tenido exactamente esa sensación en quince años de vender casas. Pero tampoco soy un inmigrante.

Bagosh, en contra de su voluntad y de su buen juicio, pero avergonzado, está subiendo trabajosamente las vigas detrás de mí, dándome con la cocorota en los talones de las Nike y obligándome a respirar grandes y violentas vaharadas de su colonia English Leather. Respira honda y ruidosamente al subir, y como es un renacuajo tiene que ayudarse con las rodillas para alcanzar la rojiza superficie de las vigas.

Una vez en la plataforma, sin embargo, es fácil dar un paso hasta la ventana y, agarrándose al revestimiento exterior, avanzar hacia la puerta de entrada de la casa. Bagosh sigue pegándose a mí, jadeante, repitiendo un par de veces: «Sí, sí, vale, ya voy bien», y sonriendo desconsoladamente cuando me vuelvo a mirarlo. Sólo estamos a dos metros del suelo y si nos cayéramos no nos haríamos mucho daño.

Pero desde aquí hay una buena vista, que me alegra y hace que haya valido la pena subir, con independencia de lo que descubramos en el interior. Contemplar un panorama nuevo —aunque sea en Timbuktu Street— nunca es una pérdida de tiempo. Desde aquí se ve la calle con otros ojos: Mike Mahoney allá abajo, mirándonos con aire escéptico; nuestros tres coches; la pequeña prole encerrada de Bagosh, todos observándonos ahora, la mujer asomada a la ventanilla con una sonrisa de desaprobación. La vista realza la ordenada uniformidad de las casas, con sus jardincitos de triturado mármol en diferentes tonos (verde hierba, rosa, varios de azul ultramar). En pocos hay árboles de verdad, sólo pinitos escoceses y robles jóvenes y endebles. En ninguno se ven pancartas políticas (lo que significa que han ganado los republicanos), aunque algunos siguen protestando con su ¡¡¡SALVEMOS TIMBUKTU DE PROMOTORES APROVECHADOS!!! En varios jardines hay barcas guardadas y en alguno se ve al viejo Neptuno apoyado en su tridente: una estatua que puede comprarse en la parte de atrás de algunos camiones en la Route 35. Todas las casas tienen algo, y sin embargo se resalta el efecto de uniformidad: tres ventanas (algunas con decorativas rejas), puerta en el centro, sin garaje, parcelas de unos treinta metros por quince, tal como el promotor original (antes de ser un aprovechado) lo había concebido. Un concepto de vivienda que no permite pensar a nadie que ésa sea la casa que el destino le tenía reservada, por lo que todo el mundo está contento de estar aquí, y más contento aún de hacer las maletas y largarse cuando le venga en gana; a diferencia de Haddam, que obedece al Concepto Permanente pero que en realidad no es muy distinto.

Calle arriba, hacia Ocean Avenue, donde los corredores de los cinco kilómetros han desaparecido y la torre de la iglesia apenas se ve, algunos propietarios están fuera, haciendo cosas. Un hombre y su hijo están poniendo un árbol de Navidad en el jardín, donde una bandera de Desaparecido en Combate ondea en un mástil bajo la bandera tricolor italiana. Un matrimonio está pintando de rojo y verde la puerta de su casa con vistas a las navidades. En la acera de enfrente, en el breve jardín del 117, han instalado un cuadrilátero de lucha libre y dos adolescentes sin camisa se lanzan uno contra otro, rebotando contra las cuerdas, dejándose caer tontamente, dándose fingidos puñetazos y golpes con la rodilla, haciendo llaves en el brazo del contrario para arrojarlo al suelo por encima del hombro, riendo, gruñendo, gimiendo y pasándolo bien. La casa del número 117, según veo ahora, la tiene a la venta un competidor, Domus Isle Realty, y parece dispuesta y arreglada para el traspaso. Hacia el oeste, la bahía se extiende hasta la neblina de Toms River, mucho más allá de las filas de blancas boyas indicadoras del club náutico. Por el agua se ven algunos marinos de fin de temporada, aprovechando por última vez las vacaciones y la brisa continental.

—Ahhhh, sí, ya lo creo. Esto es estupendo, ¿verdad? —dice Bagosh, apreciando la vista pegado a mi hombro y cogido de mi brazo.

Puede que esto sea lo más alto del suelo que se ha encontrado nunca sin estar rodeado de cuatro paredes. Afortunadamente, su English Leather empieza a evaporarse en la brisa. Se ha manchado las femeninas rodillas al encaramarse a la plataforma.

Estamos frente a la puerta vacía, en un nivel donde el umbral me llega a la cintura. Mike, en la calle, mira a la bahía con el ceño fruncido. Está contemplando mejores perspectivas que éstas.

—Hay que pasar dentro —le digo—. Tendrá que echar un vistazo a su casa.

Esto no es más que un simple castigo, desde luego. Yo ya he estado en la casa cuando se encontraba en el suelo y trataba de vendérsela a los Stevick, de Morris County, una vez que se marcharon los dueños anteriores, los Hausmann. Pero subir y entrar constituye una pequeña aventura con la que no esperaba toparme, y es mucho más gratificante que pelearme con mi hijo.

—Ya le echaré una mirada cuando estos chicos de la mudanza terminen el trabajo —dice Bagosh, abriendo sus ojos de ónice en un gesto de objeción que parece resuelto.

—Para entonces será suya —respondo, empezando a izarme sobre la chapa metálica del umbral, que tiene los tornillos medio desencajados y promete brindar la ocasión de hacerse un mal corte.

—Sí. Bueno…

Con el ceño fruncido, Bagosh inclina la cabeza y lanza una mirada febril a su lujoso vehículo, con el evidente deseo de ponerse al volante y largarse de allí. Tose, suelta luego una pequeña y chillona carcajada mientras extiendo el brazo desde el umbral para ayudarlo a subir a la casa que pronto será suya.

Pero si es estupendo contemplar el mundo conocido desde una súbita y nueva elevación, puede que no lo sea tanto ver el interior de una casa montada sobre una plataforma de vigas, separada del sacrosanto terreno que la hace ser lo que debe ser: un lugar tranquilo y seguro. Esto es lo que Mike trataba de hacerme entender sin decirme nada.

En la calle, la temperatura debe rondar los cinco grados, pero aquí dentro puede llegar a los diez bajo cero, y el ambiente es húmedo y silencioso como una carbonera, y hay eco y una luz fantasmagórica. Es diferente de lo que había pensado: sin que sepa decir exactamente lo que he pensado. El conjunto comedor-cuarto de estar (se entra directamente; no hay vestíbulo ni nada), con el suelo empapado de humedad, es diminuto pero cavernoso. Las mohosas paredes de color rosa, la vieja alfombra de apelmazada lana verde y los fantasmas de los retratos enmarcados hacen que no parezca una habitación sino una endeble armazón que el primer tornado puede llevarse por delante, arrumbándola al pasado. Escapes de gas y retretes atascados hacen aún más viciado el frío ambiente. Si yo fuera Bagosh, me metería en el Town Car y no pararía hasta ver las luces de la nevada Buffalo. El sentido común lleva consigo su propia recompensa. Puede que esté perdiendo facultades.

—¡Va-le! Bueno. Sí, sí, sí. Está muy bien —dice airosamente Bagosh. Somos demasiado corpulentos para el pequeño y vacío cuarto de estar, nuestros pasos resuenan como un trueno.

Por una puerta paso a la minúscula cocina, con suelo de combadas baldosas sintéticas amarillas y marrones, donde no hay fogón, ni frigorífico ni lavaplatos. Se lo han llevado todo, dejando únicamente sus incoloras huellas, el oxidado fregadero verde y los armarios metálicos abiertos y sucios por dentro. Hay un fuerte olor a frío Pine-Sol, pero da la impresión de que hace doscientos años que no ha fregado nadie. La policía entra todos los días en casas como ésta y encuentra cadáveres licuefactándose en el linóleo. No tenía este aspecto cuando se la enseñé a los Stevick.

Bagosh se dirige al sombrío pasillo que separa los dos pequeños dormitorios y acaba en el baño: la típica distribución de la casa construida para la pareja que compra su primera vivienda.

—Vale, está muy bien —le oigo decir.

Con sus pantalones cortos, seguro que está helado. Los Hausmann vivieron veinte años en estas habitaciones, criando a dos hijos; Chet Hausmann trabajaba en los parques de Ocean County y Lou-Lou era ATS en Forked River. La vida les iba bien. Eran personas de talla normal, con necesidades normales.

Compraron, ahorraron, atesoraron algunas cosas, envidiaron otras, prosperaron y disfrutaron de la vida a lo largo de toda la administración Clinton. Los chicos se marcharon de casa a vivir su vida (aunque el pequeño Chet, «el Jet», está en un centro de rehabilitación). No se encontraban a gusto en Dade County, donde viven los padres de Lou-Lou. Aquí las cosas parecían estar cambiando; pero ellos no. Así que se marcharon. Nada del otro mundo, sólo que es difícil imaginar que pudieran haberse producido cambios entre estas cuatro paredes y, en caso de que así fuera, cómo podían estar así las cosas cuatro meses después. Las casas vacías se deterioran rápidamente. Debía haber puesto más cuidado.

Echo una mirada por la ventana de la cocina al patio vacío, rodeado por una zanja, y a los jardines rectangulares, vallados, de Bimini Street. Por ahí hay varias casas cerradas con tablas hasta el verano, aunque en algunas, además de ropa tendida, se ven perros sujetos con una cadena. En Ocean Avenue, el carillón de Nuestra Señora ha empezado a tocar el himno de mediodía «Venid todos, los fieles, alegres y triunfantes…». Luego, el ululato de una sirena lejana señala la hora. Fuera de temporada son raras las sirenas en Sea-Clift, aunque habituales en verano.

—¡Vaa-le! —exclama Bagosh de manera concluyente.

Es hora de marcharse. No he dicho una palabra desde que he forzado esta visita.

Y entonces se produce un violento y prolongado estrépito en la oscuridad del pasillo, donde Bagosh está realizando a regañadientes su inspección de la casa en venta.

—¡Santo Dios! —le oigo gritar con voz horrorizada.

Y seguidamente, cataplum, plam-plam. El ruido que hace un hombre al caerse. Estoy cruzando, sin que medie voluntad de hacerlo, la habitación trasera de la casa familiar, con el suelo lleno de barro seco y el ventanal empañado que da al destrozado patio. Hay menos de siete metros hasta el arranque del pasillo y luego otros cuatro hasta la entrada. A lo mejor se ha encontrado de pronto con el pequeño Chet, que sufre una sobredosis, es todo lo que se me ocurre.

—¡Ahhhhh! —oigo gritar de nuevo a Bagosh—. ¡Ay, Dios mío! ¡Por Dios Santo!

Sigo sin verlo, aunque de pronto me encuentro conmigo mismo, reflejado en el espejo del botiquín del oscuro cuarto de baño al fondo del pasillo. Tengo una expresión aterrorizada.

—¿Qué ha pasado? ¿Se encuentra bien? —pregunto. Aunque no sé por qué tendría que estar bien y gritando a la vez.

Entonces, de la habitación de la derecha, donde supongo que Bagosh se ha caído al suelo, sale disparado un zorro de considerable tamaño y tupido rabo.

—¡Ahhh! —gime Bagosh—. ¡Ay, Dios! ¡Santo cielo!

El zorro se detiene, las patas separadas, y me mira fijamente, bloqueando por completo la vía de escape. Sus ojos son negros proyectiles que me apuntan a la frente. Aunque no se queda mucho tiempo parado, sino que da media vuelta y vuelve a entrar en la habitación donde está Bagosh, provocando otro aullido de muerte (puede que ahora le esté mordiendo y tenga que ponerse dolorosas inyecciones contra la rabia). Inmediatamente, el zorro vuelve a aparecer como un cohete por la puerta del dormitorio, clavando las garras al suelo para ganar empuje. Por un instante, sus ojos, espectrales y frenéticos, contemplan el otro pequeño dormitorio: la habitación de los chicos. Pero, sin más indecisión, arranca derecho hacia mí, de manera que me echo atrás, a la izquierda, y cruzo tambaleante el umbral del cuarto de estar, donde pierdo el equilibrio y aterrizo sobre la sucia alfombra verde, justo cuando el zorro embiste por la puerta tras de mí y me clava las garras en el pecho retorciéndolas sobre la M de la sudadera, de modo que me trago una bocanada de su fétido y salvaje ojo del culo cuando salta para salvar el metálico umbral y salir al aire limpio y frío de Timbuktu, donde, me imagino, Mike podrá pensar que el zorro soy yo, transmutado por esta casa de los espíritus en mi próxima encarnación en la tierra. Frank el Zorro.