13

¡Brrrp-brrrrp! ¡Brrrp-brrrrp! ¡Brrrp-brrrrp! ¡Brrrp-brrrrp!

Mi teléfono suizo, elegante, metálico, minúsculo (regalo de Clarissa a mi regreso al mundo de los vivos), canta su angustiosa melodía alpina del despertar: «Malas noticias, nada bueno para ti (y tampoco estamos en Suiza)».

Trato de coger el receptor, tan fino y plano que no lo encuentro. La habitación está inundada de luz matinal y de aire cálido, húmedo, algodonoso. ¿Qué hora es? Tiro el montón de libros, causando un resonante estrépito.

—Bascombe —digo jadeante en la diminuta ranura para la voz.

Nunca contesto así al teléfono. Pero el corazón me late con expectación y una pizca de miedo. Es la mañana del Día de Acción de Gracias. ¿Sé dónde está mi hija?

—Vale, soy Mike.

Así tampoco es como habla él. La voz con la que le he contestado lo ha sobresaltado. Se queda sin decir nada, como si lo estuvieran apuntando con una pistola.

—¿Qué hora es? —le pregunto.

Me encuentro confuso, estaba durmiendo muy profundamente y creo que tenía un agradable sueño en el que había comida.

—Las ocho cuarenta y cinco. ¿Has oído el mensaje que te dejé anoche?

—No.

Verdad a medias. No escuché más allá de los aspavientos y fiorituras budistas.

—Bueno…

Está a punto de decirme que ha tomado una decisión de lo más difícil, pero que el mundo es un lugar cambiante, incluso para los budistas, que está enteramente creado por nuestras acciones y aspiraciones, que el sufrimiento no sucede sin causa y que el esfuerzo es la condición previa de los actos positivos: razón por la cual no lo escuché anoche, precisamente. Estoy en la cama, completamente vestido, con los zapatos puestos, envuelto en la colcha como una tortilla.

—¿Podrías ir al 118 de Timbuktu y esperarme a las once y media?

—¿Para qué?

—La he vendido. —La voz sin acento de Mike rebosa de euforia—. Dinero en mano.

—El 118 de Timbuktu ya está vendido. —Me estoy empezando a enfurecer. Ya está otra vez la aceptación planteando un desafío. Aunque siento alivio, desde luego, de que no sea Clarissa diciéndome que se ha casado con el lagarto de Thom: de lo cual no capté ayer ninguna señal, a pesar de que no escaseaban—. Está preparada para subirla al remolque. Me la llevo al 629 de Whitman.

Ésa es nuestra Pequeña Manila, que ha empezado a convertirse en un barrio de clase media a un ritmo alentador. Él sabe todo esto.

—Pero mis clientes quieren la casa ahora mismo. —Es como si la operación le hiciera mucha ilusión, ha alzado la voz media octava—. Quieren hacerse cargo del traslado ellos mismos para instalarla en Terpsichore, en un solar que voy a venderles.

—¿Por qué no podemos esperar al lunes?

Estoy a punto de dormirme otra vez, pero tengo que mear (la tercera vez desde las dos de la mañana). Al otro lado de la ventana abierta, en lo alto del firmamento azul, blancas golondrinas de mar se ladean y giran sin ruido. El aire que me envuelve es suave y agradable, como en primavera, y eso que estamos a últimos de noviembre. Oigo carcajadas en la playa; una risa que me resulta familiar.

—Las escrituras están a tu nombre, Frank. —Mike sólo emplea mi nombre en los momentos en que falla todo lo demás. Normalmente, no me llama nada, como si mi nombre fuera un pronombre impersonal—. Tienen que comprártela a ti directamente. Y quieren hacerlo ahora mismo. Creí que no te importaría ir para allá.

Tiene razón, desde luego. En septiembre vendí el 118 de Timbuktu a una pareja de Líbano (Morris County), los Stevick, que tenían intención de echarla abajo en primavera y poner en su lugar otra prefabricada de Indiana con garantía de por vida y todas las comodidades. Me eché atrás y les propuse que me dieran la casa en vez de pagarme la comisión, pues la vivienda estaba en perfectas condiciones. Aceptaron y he estado organizando las cosas para trasladarla a un solar de mi propiedad en Whitman, donde encajará muy bien y se le podrá sacar un buen precio porque no hay mucho en venta por ese barrio. Con ciento diecisiete metros cuadrados, será más grande que la mayor parte de las viviendas colindantes de Whitman Street: el tipo de pequeña casa americana que cualquier filipino que haya sido juez en Luzón, pero que aquí se encuentre al frente de una empresa dedicada al mantenimiento de jardines, consideraría un sueño convertido en realidad. La empresa Arriba House Recyclers (bolivianos), de Keansburg, me está haciendo un gran favor, y se está ocupando de todo a ratos perdidos. Espero sacar una buena tajada cuando se remate la operación. Pero si la descargo de la plataforma, la vendo como si fuera un cargamento de Sonys robados, consigo un buen dinero (menos el dos por ciento de Mike), y me quito del follón de transportar una casa por la Route 35, de hacer las excavaciones y los cimientos, de instalar los servicios y pagar todos los permisos y la conexión de la luz, necesitaría que me examinaran la cabeza si no aceptara en el acto la propuesta de Mike. Es cierto que, como titular de las escrituras, sólo yo puedo traspasarlas, si el trato se cierra esta mañana. (A estas operaciones las llamamos ECHE, abreviatura de «extienda un cheque»). Sólo que no estoy de humor para transacciones inmobiliarias en la mañana del Día de Acción de Gracias, aunque sólo tenga que decir que sí, firmar una escritura de venta y estrechar la mano a un desconocido. Puede que el Siguiente Nivel y la aceptación universal me estén cerrando el negocio.

Llevo un rato sin decir nada, como si me hubiera quedado dormido al teléfono. Oigo carcajadas otra vez, risas que sin duda conozco pero que soy incapaz de atribuir a alguien en particular. Luego una voz que habla alto, más carcajadas después.

—¿Podemos hacerlo?

La voz de Mike tiene un timbre enérgico, inquieto, ferviente: raro en un tibetano que preferiría tirarse un pedo en público antes que parecer nervioso. Posiblemente lo he desanimado. ¿Qué ha pasado con lo de Tommy Benivalle?

—¿Adónde quieres que vaya?

—A Timbuktu. —Pausa—. El número 118. A las once.

—Ah.

Hundo la cabeza, todavía dolorida de cuando Bob Butts me retorció el cuello, en la blanda almohada, expulsando despacio el aire de los pulmones, aspirando luego el olor de mi cuerpo bajo la revuelta sábana, encantado de estar donde estoy, pero consciente de que no podré quedarme mucho tiempo más.

—Sí —le digo—. Claro, desde luego.

—¡Estupendo! —exclama Mike—. Es fantástico.

Dice «fantástico» con su viejo estilo de Calcuta de vendedor telefónico, como cuando un ama de casa de Pennsauken le compraba un par de butacas de jardín de plástico y se establecía un lazo secreto entre ellos porque la mujer pensaba que él era blanco: «Estupendo. Es fantástico. Estoy seguro de que van a gustarle mucho, señora. La entrega será dentro de entre seis y diez semanas».

La risa de hombre, a quien veo al asomarme a la ventana para lanzar la primera mirada del día a la playa, el cielo, las olas, es de mi hijo Paul, que se afana con una pala, cavando un agujero del tamaño de una pequeña fosa en la arena embarrada por la lluvia entre la playa y el muro de carga de mi casa, donde nunca han florecido unos rododendros que plantó Sally. El hoyo debe de ser para esa cápsula del tiempo de que me habló Clarissa, pero que no veo ahora. ¿Qué aspecto tendrá una cápsula del tiempo? ¿A qué profundidad habrá que enterrarla para que «funcione»? ¿Qué retorcido impulso llevaría a alguien a creer que es una idea estupenda para el Día de Acción de Gracias? ¿Y por qué no sé responder a ninguna de esas preguntas?

Paul no está solo. Está cavando enérgicamente con la pala mientras mantiene una animada conversación con el diminuto banquero japonés, el señor Oshi, quien a un metro de distancia de la fosa parece haber vuelto muy pronto del trabajo, pero ahí está, inmóvil junto al nicho, vestido con un formal traje oscuro mientras las paletadas de arena vuelan frente a él formando un montón cada vez mayor. Parece que Paul tiene menos pelo que la última vez que lo vi en primavera, y ha engordado; lleva pantalones cortos y una camiseta que le deja el vientre al aire. Sigue llevando la perilla con bigote que le circunda la boca como la hierba el hoyo del green. Pero lleva otro corte de pelo, de nuevo estilo, corto por arriba y largo por detrás, que, según creo, han adoptado muchos jóvenes de Nueva Jersey y algunos jugadores profesionales de hockey, aunque el de Paul se parece al del príncipe Galahad. El señor Oshi escucha mientras Paul habla sin parar desde la fosa, carcajeándose y haciendo de cuando en cuando gestos hacia el mar con la pala (sacada de mi trastero, sin duda), asintiendo histriónicamente con la cabeza, para luego seguir cavando. El señor Oshi quizás esté intentando hablar a su vez, pero Paul lo tiene atrapado, cosa que constituye su estrategia habitual en una conversación. Dos dachshunds sin correa cruzan como una bala la hierba de la duna (territorio prohibido para ellos) y llegan a la playa, donde dan la vuelta y regresan a la casa para perderse de vista más allá del nicho. Deben de ser los perros salchicha del señor Oshi, porque en cada mano lleva lo que parece una bolsa de sándwiches con mierda perruna de la que seguramente querrá deshacerse. Tal es el carácter de la vida vecinal en Poincinet Road, que nunca había visto a esos perros.

Para ser lo primero que veo por la mañana del Día de Acción de Gracias, resulta algo inesperado: mi hijo y el señor Oshi en plena conversación. Aunque puede que sea eso lo que quieren los mandamases de Sumitomo cuando envían a la costa a alguien como el señor Oshi: encuentros casuales con los lugareños, establecimiento de la convivencia cultural, intercambio de datos demográficos y financieros sobre el terreno, asimilación gradual de las diferencias, todo ello con vistas a la invisibilidad social. ¡Y entonces, ya está! Los cabrones se hacen dueños de la playa, el mar, tu casa, tus recuerdos, y tienes que mandar en un barco a tus hijos a Kioto para que hagan un curso de inmersión en japonés.

Sin embargo, es un alivio haber visto a Paul antes de que él me haya visto a mí, porque desde nuestra mala comunicación de la primavera pasada —es tremendo tener que admitir esto— temo el momento en que tengamos que vernos de nuevo. Me he imaginado de pie en medio de una habitación sin determinar (la sala de estar de mi casa): sonriendo, esperando —como el prisionero que oye resonar en el piso de cemento las pisadas del carcelero, el cura y la cuadrilla que lo acompañará el último kilómetro—, aguardando ansiosamente a que mi hijo baje las escaleras, abra la puerta cerrada, salga del cuarto de baño, la bragueta sin abrochar, y yo allí, sonriente in loco parentis, incapaz de articular una palabra inteligible, todos los bienes posibles embargados, nada prometedor en el horizonte. No es de extrañar que padres e hijos constituyan la materia de literaturas enigmáticas y prolijas. ¿De qué coño va todo esto? ¿Por qué tenemos que acercarnos siquiera el uno al otro cuando vamos a sentir aversión? Sólo la imaginación tiene baza en este asunto, porque la lógica falla enteramente.

Lo que deseo, por supuesto, es que el refrescante espíritu de la aceptación nos libere hoy de significativos pretextos, contextos, subtextos y textos de cualquier clase; que ya que he puesto en marcha, con actitud optimista, el mecanismo de la fiesta, hoy resulte simplemente un día en el cual yo no sea, como siempre, ése de quien nunca se espera que arregle las cosas. (De todos modos soy por naturaleza mejor invitado que anfitrión). Pero ¿no es así como todos queremos que sea el Día de Acción de Gracias? Perfectamente genérico: el estado de ánimo que más nos gusta. ¿En contraste con Navidad, Año Nuevo, Pascua, el Día de la Independencia, incluso Halloween: fiestas bien cargadas, con peso? Todos nos proyectamos, igual que yo, como normales seres humanos capaces de vivir una fiesta con ciertos congéneres escogidos. Y así debe ser. Eso era lo que yo pretendía: Aceptación. Un espíritu que hay que agradecer.

Aunque sea muy fácil decirlo.

Al otro lado de la duna cubierta de aulaga —donde mi hijo está cavando y dando una conferencia al cautivo señor Oshi—, la playa es un buen sitio para pasar la mañana de un día de fiesta. Después de la lluvia de anoche, que puso fin a la sequía, el aire se ha suavizado adquiriendo lozanía y fragancia salina, después de que la depresión tropical Wayne haya perdido la ocasión de azotarnos. La luz, tornasolada, es húmeda. Está cambiando la marea, de modo que los pescadores, tras haber dejado los cubos de cebo en la arena, han avanzado entre las mansas olas para lanzar sus trozos de caballa casi hasta donde una canoa, con sus dos remeros en traje de neopreno, navegan en sentido paralelo a la orilla. La playa está surcada de marcas por donde ha pasado la policía costera. Unos cuantos turistas rezagados han venido a disfrutar del buen tiempo y dan un paseo, lanzan frisbees, gritan alegremente, dejan que sus hijos recojan conchas fuera del alcance de las olas. Los dachshunds del señor Oshi retozan como duendecillos en el agua. Seguramente aquí, en este cuadro de finales de otoño, podemos sentir la dulzura de la fiesta, la posibilidad de que ocurran cosas normales a personas normales, de que el sol haga su recorrido por el cielo y todos hallen la paz al final del día, llenos de gratitud en el sagrado día del agradecimiento.

Aunque el hecho de oír la voz de mi hijo y verlo cavar me hace saber que para que ocurran cosas normales a gente normal —a determinadas personas escogidas y con un estado de ánimo abierto a la aceptación—, hay que poner en marcha la prudencia y la gratitud más que a paso y sin reparos. Porque el día promete plenitud, y está aquí.

He tomado conciencia de varias certezas nuevas, que se dan a conocer, como suele ocurrir, cuando estoy en la ducha: la primera, relativa a las exigencias vestimentarias del día. Como ya he dicho, prefiero «ropa» normal y corriente. Chinos de grosor medio que compro en una empresa de venta por correo de New Hampshire donde tienen mi talla, mis preferencias sobre el dobladillo, la medida de entrepierna —incluso el lado para el que «cargo»— archivados en el ordenador. Suelo llevar cinturones de lona o cuero crudo, según la estación; camisa blanca o azul claro, o jerséis de punto en una variedad de tonos —tanto de manga larga como chalecos— junto con náuticos, mocasines o zapatos con cordones, todo del mismo catálogo, exhibido por maniquíes humanos atractivos y poco memorables, fotografiados junto a ardientes chimeneas, al aire libre, adiestrando a sus perros labrador o pescando truchas a la orilla del río. Huelga decir que esa vestimenta me identifica como el chico de fraternidad criado en el sur que soy (o era), puesto que es un estilo ideal para los templados días de primavera en que, asomado al balcón de la Sigma Chi, se bromea con las compañeras que pasan, libros al pecho, en dirección a clase. Tales preferencias funcionan muy bien vendiendo casas, cuando lo que llevo (igual que lo que conduzco) pretende causar la menor impresión posible, permitiéndome aparecer ante los clientes como un hombre corriente que no suele correr riesgos, habla con la voz de la razón y sólo quiere lo mejor para todos, lo mismo que ellos quieren para sí mismos. Y da la casualidad de que es verdad.

No obstante, hoy he decidido ponerme otro tipo de ropa, basándome en la primera certeza percibida: que es necesario algo distinto. Mi nuevo atuendo no consiste en vestirme como los primeros colonos, para soltar un discurso como los chicos del Centro Interpretativo de Haddam. Sólo tengo intención de ponerme unos holgados Levi’s 501 —ya los tengo, sólo que nunca se me ha ocurrido ponérmelos—, zapatillas blancas Nike de una breve incursión en el tenis hace dos años, un polo amarillo y una sudadera azul de Michigan con una M en color maíz, que la asociación de antiguos alumnos me regaló por hacerme miembro vitalicio (me enviaron otras cosas —un balón de fútbol americano no reglamentario, un juguetito de Wolverine, un libro encuadernado en piel de saludables canciones humorísticas— que arrojé a la basura en su totalidad). Me visto así exclusivamente en atención a Paul, pues es posible que me dé un aspecto algo diferente: menos de «padre», con una historia menos común y problemática, incluso menos de «agente inmobiliario», que considera como una broma de mal gusto (porque ser redactor de tarjetas de felicitación es un gigantesco paso adelante). Vestido como un dentista especializado en ortodoncia de Bay City que ha ido a ver el partido de Wisconsin tendré un aire servicial, divertido, algo estúpido y un tanto avergonzado de mí mismo, personaje que a Paul suele gustarle, lo que nos permitiría a los dos (espero) hacer chistes irónicos sobre mi persona para animar la conversación.

Mi padre siempre se ponía el mismo traje de gabardina azul, lleno de significado, con una amapola en el ojal de la ancha solapa, en el Día de Acción de Gracias, mientras que mi madre siempre llevaba un bonito vestido de rayón con flores estampadas —azaleas rosas o zinnias moradas—, con zapatos altos de talón descubierto y resplandecientes medias que me daba grima tocar. Su atuendo pervive en mi memoria como la piedra de toque de lo que el Día de Acción de Gracias simbolizaba con respecto a la vida material y espiritual: formalidad. Yo tenía un traje azul de Fauntleroy que me habían regalado mis abuelos de Iowa, aunque me fastidiaba mucho ponérmelo y estaba deseando guardarlo en un rincón de mi armario en nuestra casa de Biloxi. Pero mis padres no tenían conmigo las mismas dificultades que yo tengo con Paul —resentimiento, estrafalaria actitud de oposición, desbordante y excesivo uso del lenguaje, excéntrica apariencia cotidiana—, no corrían riesgo alguno, en otras palabras. Además, en el Siguiente Nivel, todo cuenta más y las cosas pueden estropearse. Así que cabría decir que estoy levantando un muro a mi alrededor, procurando convertirme en un ciudadano del nuevo siglo, partidario de la aceptación, tratando de que no me consideren gilipollas pero vistiéndome exactamente como si lo fuera, esperando que todo el mundo capte mi bienintencionado mensaje.

La segunda serie de certezas que he descubierto con toda lucidez y tengo intención de poner en práctica incluso antes de salir para Timbuktu son las siguientes: 1) llamar a Ann para asegurarme de que no va a presentarse hoy (en eso hay aceptación, pero también rechazo); 2) llamar a la policía de Haddam para que el tal inspector Marinara comprenda que no soy un terrorista que pone bombas en hospitales, sino un ciudadano dispuesto a ayudar en lo que haga falta; 3) enviar los treinta dólares más una propina al taller de reparaciones, aunque no tengo la dirección, por lo que tendré que ir personalmente; 4) llamar a Clarissa al móvil para saber a qué hora viene para hacer las veces de anfitriona en este Día de Acción de Gracias…, y comprobar que no se ha casado; 5) llamar a Wade a Bamber Lake; 6) llamar a Sally al extranjero para informarle de que, tras pensarlo detenidamente, acepto oficialmente la lógica de que es peor dejar sola para siempre a la persona que uno quiere cuando no hay por qué hacerlo…, y que yo soy esa persona.

En realidad, he meditado un poco sobre este último asunto y llegado a la conclusión de que «Sally-Wally» —pienso en ellos de la misma manera que «precio para vender», «sólo necesita cariño», «múdese hoy»— tiene tanto sentido como desear que tu hijo muerto vuelva a la vida o querer casarse con la ex mujer de la que se lleva largo tiempo divorciado, y goza de las mismas posibilidades de éxito: cero. Y sin embargo algo diferente y mejor tiene que ocurrir ahora —y sucederá—, igual que cuando Wally se presentó en mi puerta con la cabeza tan vacía como un nabo amarillo, y era inevitable que algo ocurriera. Y así fue.

Lo que indudablemente, sin embargo, no voy a decir a Sally es que tengo, tuve o sigo teniendo restos de cáncer, no sea que lo considere como una burda táctica de última hora para ganar el partido y resulte —podría ser— contraproducente. Uno de los inconvenientes ocultos de ser víctima o superviviente del cáncer es que el hecho de contárselo a la gente rara vez tiene el resultado que uno espera, y a menudo suele sentirse pena por la persona a quien se le dice —sólo porque está obligada a escucharlo— y tanto a ella como a ti le estropea un día que de otro modo podría haber sido perfectamente agradable. Por eso la mayoría de la gente cierra el pico, no porque esté cagada de miedo. Eso sólo pasa en el instante en que el médico te lo dice, y en realidad no dura mucho, o así fue en mi caso. Pero uno no va contando por ahí que tiene cáncer porque no quiere agravar aún más la situación: la misma razón por la que no se hacen otras cosas.

Desde mi despacho del piso de arriba, donde voy a hacer las llamadas, percibo ruidos extraños en la planta baja. Es una lástima que los anteriores dueños no llevaran a cabo su proyecto de hacer una habitación para la doncella con escalera por la parte de atrás, porque ahora podría ver lo que pasa ahí abajo. Paul, al parecer, sigue fuera cavando y soltando una perorata al señor Oshi, porque se oye su voz, parloteando y riendo como un vendedor de coches usados. El ruido de abajo, entonces —sonido de tele matinal, platos entrechocando, pasos extrañamente pesados, una tos femenina—, sólo puede hacerlo Jill, la chica manca (cosa que creeré cuando lo vea).

La primera llamada que decido hacer es al inspector Marinara, de la policía de Haddam. Como no estará, sólo tendré que dejar mi mensaje de colaboración ciudadana. Pero sí está, lo coge a la primera tonalidad con la misma indiferencia agresiva de un poli de televisión, lleno de desprecio y agotamiento espiritual.

Mar-i-nara. Delitos de odio.

—Hola, señor Marinara. Soy Frank Bascombe, de Sea-Clift. Lo siento, pero no recibí su recado hasta altas horas de la noche.

Como puedo estar mintiendo, me pongo nervioso inmediatamente.

—Vale. ¿Señor Bascombe? Déjeme ver. —Empieza a pasar páginas. Clic-clac, clic-clic. Mi nombre está en una lista, mi número se rastrea automáticamente—. Bien, bien. —Clac-clic-clac. Me imagino el rostro joven y desabrido del secretario del claustro de una pequeña universidad—. Parece que… —Hondo suspiro. Las palabras le salen despacio—. Tenemos una correspondencia. Su número de matrícula, ayer, en el lugar del delito. Se trata de la explosión que se produjo aquí, en Haddam, en el Doctors Hospital. Quizás se haya enterado por la prensa.

—¡Estuve allí! —exclamo, produciendo al instante un silencio galáctico en la línea.

Puede que el inspector Marinara se haya puesto a hacer señas a los polis de las otras mesas, articulando en silencio: «Tengo a ese tío. Lo mantendré en línea. Llamad a la policía de Sea-Clift para que lo trinquen. El muy cabrón».

—Vale —contesta.

Más silencio. Lo han acostumbrado a expresar la misma emoción que el guarda de un museo. Esos tipos siempre terminan descubriéndose. No pueden estar sin llamar la atención. En realidad quieren que los cojan, no soportan la libertad; simplemente hay que dejarlos tranquilos. Ellos mismos se ponen la soga al cuello. Estoy seguro de que tiene razón.

Más clic-clac.

—Quiero decir que estuve allí porque fui a almorzar al hospital.

Estoy inquieto, resentido conmigo mismo, jadeante. La voz de Paul sigue entrando por la ventana del dormitorio, se cuela por la puerta del despacho. Detrás de la suya se oyen lejanas voces de niños. Entre el azul del vacío empíreo, oigo el organillo de una furgoneta de helados que patrulla la playa, llamando la atención de los festivos visitantes, gente que no habla con la policía el Día de Acción de Gracias sobre delitos de odio.

—Entiendo.

Clic, clac, clic.

—Antes vivía en Haddam —prosigo. Clic-clac—. Estuve siete años vendiendo casas por allí. Trabajaba en Lauren-Schwindell. Conozco a Natherial. Al señor Lewis. Quiero decir que lo conocí hace quince años. Llevaba siglos sin verlo. Siento que haya muerto.

¿Es que no tengo que saber que era Natherial, y que ha muerto? Lo he leído en el periódico.

Silencio. Luego:

—Vale.

Oigo más ruidos en la cocina. Han tirado al suelo algo de cristal o porcelana, cosa que cabe esperar de una chica con una sola mano. El volumen de la tele sube de pronto, una voz de hombre grita: «¡Fan-tás-ti-co! ¿Y de qué parte del sur de California eres, Belinda?». Luego el sonido baja y la voz es casi un murmullo.

—¿Dice usted que conocía al señor Lewis? —inquiere el inspector Marinara con voz monótona, muy policial. Escribe a máquina lo que le voy diciendo. Mis preocupaciones son de sumo interés para él.

—Lo conocí. Hace quince años.

—Y, ah, ¿en qué circunstancias?

—Lo contraté para buscar carteles de Se Vende robados de casas que teníamos en nuestro catálogo. Se le daba muy bien, además.

—¿Se le daba bien?

Sigue tecleando.

—Sí. Pero desde entonces no lo he vuelto a ver.

Lo que no es motivo para matarlo, es lo que me gustaría sugerir. Mi inocencia parece simple e inevitable, una carga para los dos. Al parecer, la policía de Haddam no me ha vinculado con la pelea en el August Inn con Bob Butts. Debo de parecer exactamente el inofensivo y cívico canceroso que soy. Claro que se trata del lento y laborioso trabajo policial —los parámetros de la investigación, la montaña de papeles, el laberinto de intuiciones vacías, deprimentes puntos muertos y agobiantes conversaciones telefónicas— que implacablemente conducirá al asesino o asesinos, como la famosa clave a la tumba del faraón. Pero de momento, en la mañana del Día de Acción de Gracias, ha llevado a Sea-Clift: hasta mí.

—¿Y dónde vive usted? —pregunta el inspector Marinara. Puede que se le escape un bostezo.

—En el número 7 de Poincinet Road. Sea-Clift. En la costa.

Sonrío, sin que nadie me vea.

—Mi hermana vive un poco más allá, en Barnegat Acres —me informa—. En la bahía.

—A un tiro de piedra. Bonita zona.

Aunque no tanto. El agua tiene un gusto a azufre y huele a queso. Inesperadas brisas procedentes de la bahía retienen frías nieblas demasiado cerca de la orilla. Y no está lejos de las instalaciones nucleares ya cerradas de Silverton, que han puesto por los suelos el precio de las casas.

—Bueno. —Sigue tecleando, un chirrido de su silla metálica, luego una amistosa aspiración de la policial nariz—. ¿Estaría dispuesto, señor Bascombe, a acercarse mañana por aquí y participar en un protocolo de identificación?

—¿Cuál? ¿La mía o la de otra persona?

—Sólo es una rueda de reconocimiento, señor Bascombe. Ni siquiera es probable que la llevemos a cabo. Pero intentamos conseguir cierta colaboración ciudadana, para eliminar algunos elementos de la investigación. Tenemos que comprobar las declaraciones de algunos testigos. Su participación nos serviría de ayuda. El señor Lewis tenía un hijo aquí, en el departamento.

(Un primo del joven Lawrence, el conductor del coche fúnebre).

—De acuerdo. Cuente con ello.

Si no accedo, mi nombre irá a parar a otra bandeja, y la siguiente persona que me entreviste no se pondrá a charlar sobre su hermana Babs de Barnegat Acres, sino que será uno de esos tíos bien arreglados, con una cazadora del FBI, glaciales ojos azules y cinturón negro de karate. Eso me hace pensar en que todavía no he llamado a Clare Suddruth y mañana tengo que enseñarle el 61 de Surf Road. Luego recuerdo que tengo la intención de no estar disponible.

—Vale, entonces, todo arreglado —concluye el inspector Marinara, haciendo más clic-clic—. Sí. Participará. PI. Y… muy amable.

—A su disposición. Bueno. Yo…

—Sí —dice Marinara—. ¿Sigue trabajando en una inmobiliaria por ahí?

—Desde luego. En Realty-Wise. ¿Quiere comprar una casa junto al mar? Le vendo una.

—Ah, sí, primero tengo que conseguir que los ciudadanos dejen de matarse unos a otros, entonces me pondré en contacto con usted.

—Noble empeño, aunque es mucho pedir, inspector.

—Las cosas han cambiado, señor Bascombe. Son muy distintas de cuando usted vivía aquí.

Justo lo que pensaba! Conoce toda mi historia. Mi vida visualizada en su pantalla verde. El nombre de soltera de mi madre, la nota media de primero de universidad, mi tensión arterial, la presión de mis neumáticos, el saldo de mi Visa y mis preferencias sexuales. Probablemente está en condiciones de saber cuándo me voy a morir.

—Cuando se enriquece, la gente se enfada con mayor facilidad. Estoy que echo chispas, créame. El índice de homicidios va subiendo poco a poco en Delaware County. Usted no se entera de eso. Pero yo sí.

—¿Se reúne con la familia en el Día de Acción de Gracias?

—Ah, bueno. Estoy trabajando, ¿no? No entremos en ese terreno. Usted sí que lo tiene bien.

—Nunca es fácil.

—Vaya que sí. Qué razón tiene. Gracias por su colaboración, señor Bascombe. Mañana nos pondremos en contacto con usted.

Y clic, Marinara desaparece, tragado por su ordenador justo cuando oigo gritar a mi hijo en la calle:

—Quien lo huele, debajo lo tiene. Eso es lo único que sé.

Difícil saber a lo que se refiere, pero apostaría a que es algo de las elecciones.

—Te llamé anoche —dice Ann Dykstra-Bascombe-Dykstra-O’Dell-Dykstra antes de que yo diga quién soy.

He llamado a su móvil. ¿Dónde está? ¿En una tienda de ropa interior del centro comercial de Quaker Bridge? ¿En el hoyo dieciocho del club de campo de Haddam? ¿En el retrete? Nunca sabes dónde se oye tu propia voz íntima y personal, qué auditorio tiene acceso a ella, quién miente acerca de dónde está quién. Es una intrusión pero no del todo. La semana pasada estaba en el Garden Emporium de Toms River encargando dos metros cúbicos de grava, y a mi lado había otro cliente que no hacía más que cotorrear: «Escucha, cariño, nunca he estado tan enamorado de nadie en toda mi puta vida. Así que di que sí, ¿vale? Dile a ese imbécil que se vaya a tomar por culo. Esta noche podemos estar en el vuelo de las diez de Air Mexico con destino a Puerto Vallarta…».

—Tenemos que hablar de ciertas cosas, Frank —dice Ann con voz disciplinada—. ¿Es que no quisiste llamarme anoche?

—Te estoy llamando ahora. Anoche no estaba en casa. Tuve cosas que hacer.

Dormir en el coche. Ya me he duchado y afeitado y, con mi albornoz a cuadros y mis botines de lana, me he sentado frente al escritorio en la postura más erguida posible, el coxis pegado al respaldo de la butaca, los pies bien plantados en el suelo, las rodillas separadas pero nerviosas, la respiración acompasada. Es la que adopto para escuchar decepcionantes informes sobre biopsias, recibir negativas y llamadas de que alguien «ha resultado gravemente herido». También es la postura para comunicar malas noticias.

Pero ya estoy a la defensiva. Se me curvan los dedos de los pies dentro de los botines; se me contrae el esfínter. Sólo que soy yo quien da las malas noticias: No vengas hoy. Ni nunca. Me late el corazón como si acabara de llegar allí trepando a toda prisa por una escalera de incendios. Ann ha perfeccionado su habilidad para hacer que me sienta así. Es su íntimo mérito de golfista. Yo soy para siempre el chepudo y sonriente agente del censo que llama a la puerta; ella, la única que lleva una vida auténtica. Tengo el cuestionario y el gastado lapicero pero nunca sabré lo que la realidad —la que se encierra a su espalda, en sus complejas habitaciones— es de verdad. Suya es la voz de la experiencia razonada, de los valores inquebrantables, de los buenos instintos y la apariencia correcta (por convencional que sea); yo estoy al otro lado del umbral, el lamentable, el que necesita serias lecciones. Por eso fue capaz de volverme la espalda hace diecisiete años sin siquiera (hasta ahora) mirar atrás. Porque Ann tenía razón, sí, sí. Es asombroso que no la odie a muerte.

—Creo que Gore debería ceder, ¿no te parece?

—No.

—Bueno, pues debería. Es un infeliz. El mercado se volverá loco si gana él.

Infeliz. El polivalente término de menosprecio que utilizan en Michigan. Su padre me calificó de infeliz cuando salíamos ella y yo. «¿Dónde has encontrado a ese infeliz?». Sólo con oírlo se me hace un nudo aún más prieto en el estómago. Nadie oye cómo le llaman infeliz sin pensar que probablemente lo es.

—Puede que sea un infeliz, pero ese otro innombrable es un verdadero estúpido.

Y es verdad que no puedo mencionar el nombre del otro tío.

—¿Qué dijo John Stuart Mill?

—No sé. Desde luego no dijo que era preferible tener un presidente estúpido.

—Más vale lo malo conocido, aunque sea innombrable, que lo bueno, lo bueno…

—Eso no es lo que dijo.

Pero no es algo de lo que me apetezca hablar. Mili habría apoyado a Gore y a toda su candidatura y se habría sentido traicionado, igual que yo.

—¿Has hablado con Paul?

Va siguiendo una lista.

—No. Ahora mismo está en la playa, cavando un hoyo para su cápsula del tiempo. Tampoco he hablado con Jill.

—Bueno, Jill es interesante. Diferente.

De nuevo oigo la risa de Paul, que luego grita: «Que lo pases bien, colega». Puede que el señor Oshi haya conseguido liberarse.

—Oye —digo a Ann—. Sobre lo de hoy. Sobre esta tarde, quiero decir.

Denso silencio. Diferente del espacio galáctico al que se retiró el inspector Marinara. El de Ann es el silencio únicamente conocido por los divorciados: el silencio de realizar ajustes cotidianos pero desagradables para poner de manifiesto la persistencia del mal carácter, de traiciones secundarias, exigencias poco razonables, excusas tardías, puñaladas en el corazón que deben superarse pero que es preferible frustrar de antemano. A eso se reduce la comunicación entre los insuficientemente amados.

—No voy a ir —anuncia Ann, sin emoción aparente. Lo dice con la misma voz con que anularía una cita en el salón de belleza—. Creo que somos lo que somos, Frank.

—Desde luego. Yo sí.

—Desde la muerte de Charley, he tenido la sensación de que algo estaba a punto de ocurrir. Estaba esperando algo. Dejar Connecticut y venir aquí era como acercarme a ello. Pero no creo que ese algo fueras tú. —Me he sumido en el silencio en que ella se ha sepultado antes. Ahora viene el testimonio revisado (incluido el de Charley) de mi repugnante carácter, corrompido e inaceptable. Me pregunto si está deambulando por su sala de estar como una ejecutiva o sentada en un banco con sus palos, esperando su turno en el campo de golf, mientras me despacha una vez más—. Pero entonces caíste enfermo.

—No caí enfermo. No estaba enfermo enfermo. Tenía cáncer de próstata. Tengo. Eso no es estar enfermo.

Sencillamente desastroso. Una flatulencia silenciosa y pestilente. Sigo siendo el agente del censo, debilitado por la enfermedad pero aún necesitado de reprensión y de algunas lecciones.

—Lo sé —dice Ann en tono oficioso. Oigo sus pasos en un suelo duro—. De todos modos, en realidad no creía que ese algo fueras tú.

—Lo comprendo.

Tengo un montón de cartas en el escritorio, bajo el pisapapeles de Agente Inmobiliario del Año. Están sin abrir desde el martes: una medida de mi distracción, ya que suelo estar ansioso de leer el correo, aunque se trate de catálogos de cuchillos de trinchar o invitaciones para hacerme socio de algún club platino. Me parece que no voy a tener oportunidad de decir lo que quiero, pero me da igual.

—¿Qué crees que era? ¿O quién?

Estoy mirando la portada de la revista AARP: una fotografía a todo color (retocada) que muestra a un caballero de pelo blanco tumbado en la calle que parece muerto pero al que atienden bomberos de riguroso uniforme y con casco, provistos de cilindros de oxígeno, desfibrilador, y aparatos de intubación preparados. Una anciana de cabellos plateados con un traje pantalón azul eléctrico contempla horrorizada la escena. El titular dice RIESGO. ¿HABRÁ TIEMPO?

—Pues, no sé —contesta Ann—. Es extraño.

—A lo mejor echabas de menos a Charley. ¿No lo conociste en el club de campo de Haddam? A lo mejor pensabas encontrarlo otra vez.

Inútil mencionar sus planes sobre el seminario.

—Charley no te caía bien. Lo comprendo. A mí sí. Tenías celos de él. Pero era un hombre estupendo. —Cuando se estaba muriendo y creía que yo me llamaba Mert—. Él ha sido el amor de mi vida. Aunque no te guste oírlo. No se te da bien juzgar a las personas.

¡Toma! ¡Zas! Me fustiga. Pero estoy preparado. El estilo retórico de Ann, meticuloso y de ritmo lento, siempre es señal de que pronto me va a dar donde más me duele. Todos los malos caminos llevan a Frank. Por supuesto, nunca hemos hablado de Sally —mi mujer— en los ocho años que he estado casado con ella. Ahora podría ser el momento óptimo para echarme en cara ese mal paso, en vista de que me ha llevado a donde me ha llevado: a esta conversación. No me sorprende que no haya ganado la medalla de oro al «amor de mi vida». Sólo que en ciertos grupos apartados de la manada, los primates inferiores no abandonan al amor de su vida. Hasta que sobreviene la muerte.

Por la ventana, más allá del seto de cipreses, observo al señor Oshi que avanza con pasos rápidos y mecánicos de banquero japonés por Poincinet Road, apresurándose a volver a su casa para cerrar su puerta a cal y canto. Su traje de calle sigue teniendo un aspecto inmaculado, aunque lleva las dos bolsas de mierda de perro en la mano y a un dachshund bajo el brazo como si fuera un periódico. Su otro salchicha va brincando en torno a sus pies. El señor Oshi lanza una rápida y angustiada mirada hacia mi puerta, como si algo pudiera salir de pronto y abalanzarse sobre él, y luego apresura el paso hasta entrar en su casa.

No he abierto la boca desde que Ann me ha acusado de no saber juzgar a las personas, sólo para informarme de que mi matrimonio con Sally fue una enorme insensatez que no ha conducido a nada bueno, mientras el suyo con Charley, el arquitecto, fue de la materia con que se forja el mito y la leyenda.

—Hay algo que quisiera decirte —previene Ann, resoplando seguidamente por la nariz. Creo que ha dejado de pasear de un lado para otro—. Se trata de lo que te dije cuando viniste a De Tocqueville el martes.

—¿Sobre qué?

—Sobre lo de querer vivir contigo otra vez. Y del mensaje que te dejé aquella noche.

—Vale.

—Lo siento. No creo que dijera en serio todo aquello.

—Vale.

Una inesperada punzada en el corazón, que no conlleva dolor.

—Me parece que lo que quería era tener ocasión, después de todos estos años, de poder decirte algo así.

—Vale.

Tres vales seguidos. El patrón oro de la genuina aceptación.

—Pero creo que quería decirlo por interés personal. No porque realmente tuviera necesidad de decirlo. O me sintiera obligada.

—Lo entiendo. De todas maneras, estoy casado.

—Lo sé —asegura Ann.

Una vez más, está bien que haya teléfonos para mantener conversaciones así. Ninguno de los dos podría soportar ésta cara a cara. Hay que quitarse el sombrero ante Alexander Graham Bell —gran americano—, que comprendió lo humanos que somos y cuánto necesitamos protegernos de los demás.

—Lamento que esto sea tan confuso.

—No lo es. Supongo que si no fui una buena elección en su momento, tampoco podría serlo ahora.

Para cada persona, el amor significa algo distinto.

—Bueno, pues no sé —responde ella con desaprobación, aunque sin tristeza. Un último reproche mientras yo me censuro afablemente a mí mismo.

Resulta tentador preguntarse si tiene otro buen mozo en perspectiva, con una invitación más atrayente. Eso es lo que suelen significar estos discursos, aunque nunca se llegue a admitirlo. Teddy Fuchs, quizás. O Patch Pockets, el simpático viudo de melena gris que es profesor de historia colonial en De Tocqueville, un personaje «juvenil» (no le hace falta Viagra) que es entrenador de lacrosse y se muestra simpático[69] con sus intereses de golfista. Licenciatura en Amherst, doctorado en Tufts, una residencia veraniega en Watch Hill e hijos mayores menos enigmáticos que los nuestros. Sería una buena conclusión para todo. Podrían ser «compañeros de por vida» sin tener que casarse salvo si a alguno le descubren un tumor cerebral, y en ese caso únicamente para darle ánimos en la última vuelta del camino. Lo apruebo.

—¿Está todo bien? —pregunta Ann, con afectada pesadumbre.

—Todo está bien.

Podría decirle que ya me había figurado que el hecho de divorciarnos tras la muerte de Ralph sencillamente nos ha privado de la oportunidad de divorciarnos más tarde como es debido, y por razones más sencillas: que no estábamos hechos el uno para el otro, que no nos queríamos tanto, que lo único duradero que amábamos el uno del otro era que habíamos tenido un hijo que falleció (olvidando a los otros dos que no habían muerto), lo que es un extraño amor, reconozcámoslo, y en cualquier caso no era suficiente. Pero es mejor, desde luego, permitir que siga considerándose la única conocedora de místicas verdades, aunque en el fondo no las conozca, sólo las presienta muchos años después. Ann tiene muchas cosas buenas y admirables, pero la mística no es una de ellas.

En el montón de conreo sin abrir, bajo el boletín de la Clínica Mayo, una nota de agradecimiento del Comité Demócrata Nacional, publicidad de una carrera de cinco kilómetros y la promoción para Acción de Gracias del Pow-R-Brush de Toms River, veo un sobre azul, cuadrado, de papel cebolla —no de ésos en los que se escribe directamente y que siempre abro mal porque es imposible hacerlo de otra manera, y se acaban rompiendo y leyendo en tres partes deterioradas, sino un sobre completo, más resistente—, en cuya superficie de aspecto textil reconozco la firme y fluida caligrafía del remitente que, con pequeñas y picudas mayúsculas y aún más pequeñas y picudas minúsculas inclinadas y perfectamente formadas, ha escrito: Frank Bascombe, Poincinet Road 7, Sea-Clift, Nueva Jersey 08753. Estados Unidos.

—Simplemente tenemos que ser quienes somos, Frank —repite Ann por segunda vez.

—Y que lo digas.

Separo la carta del montón y me la quedo mirando.

—Te has puesto un poco raro, cariño. ¿Te disgusta esto? ¿No estarás llorando?

—No. —Casi me pierdo lo de «cariño». Pero ¿cómo he podido perderme esta carta…, precisamente ésta?—. No estoy llorando, que yo sepa.

—Bien. No te he dicho que la pobre Irma se está muriendo. Pobrecilla. Se ha pasado la vida creyendo que mi padre tenía que haberse ido con ella hace treinta años de Detroit a Mission Viejo, lo que por supuesto nunca habría hecho, porque estaba harto de ella. Tiene Alzheimer. Está convencida de que mi padre llega la semana que viene, y eso la anima mucho. Ojalá los chicos y ella estuvieran más unidos. En las relaciones personales son como tú.

—¿En serio?

El sello color salmón lleva un severo perfil de la Reina de Inglaterra en majestuoso alabastro, enmarcado en una moldura ondulada. Es el sello más emocionante que he visto jamás.

—En general prefieren no tenerlas, por supuesto. Por lo menos en lo que se refiere a relaciones estables.

Cookie nunca contó para ella.

—Entiendo.

—Lamento disgustarte con esto. He cometido un error y lo lamento.

—Bueno…

Sopesando la carta entre los dedos, me la llevo a las aletas de la nariz y aspiro fuerte, esperando percibir un olor que descubra al lejano remitente. Aunque sólo desprende un aroma a papel almidonado de carta y el seco olor al pegamento del sello. La pongo contra la luz de la ventana —no hay remite— y la vuelvo del otro lado, llevándomela instintivamente de nuevo a la nariz, tocando la solapa sellada con la punta de la lengua, poniéndome su suave material azul en la barbilla, luego en la mejilla, y manteniéndola allí mientras Ann sigue hablando.

—Paul dijo anoche que Clary tiene un nuevo pretendiente.

—Pues…

Thom. La nulidad multicultural.

—¿Te ha dicho Paul que quiere marcharse de Kansas City y venir a trabajar contigo en la inmobiliaria? Está…

¡Toma! ¡Zas! Me fustiga. Otra vez. No estoy preparado. Mi dilatado corazón casi zozobra. No oigo lo que dice a continuación, aunque mi intuición sugiere: «Ya sabes que al corazón no se le juzga por lo mucho que quiera, sino por lo mucho que lo quieran los demás». No sé por qué.

Pero ¿con ese corte de pelo? ¿Mi hijo? ¿Una prometedora segunda carrera después de las tarjetas de felicitación? ¿Llevando a los clientes en coche por Sea-Clift? ¿Recibiendo en la oficina? ¿Consiguiendo casas para el catálogo? ¿Contestando al teléfono? ¿Deambulando por preciosas casas ajenas, calculando la distancia a la playa, la edad del tejado, las dimensiones del solar, la variada amalgama de por aquí, del Secreto Mejor Guardado de Nueva Jersey? Podría traerse a Otto y cantar un coro de Brilla, luna de otoño como hacía cuando vivía en mi casa. «Realty-Wise. Soy Paul. Nuestro lema es: Quien lo huele, debajo lo tiene».

—No me he enterado de eso —le digo. Fustigado.

—Pues ya te enterarás. Supuse que se lo habrías pedido tú, después de tu operación de este verano y todo lo demás. Hablamos un poco de eso. Me sorprende que no hayáis…

—A mí no me han operado. Me han sometido a un tratamiento. Que es distinto.

Iba a explicarle mi situación. Y no le he pedido que se «incorpore a la empresa», porque no estoy loco. Me doy cuenta de lo ideal que debe parecerle a mi hijo el trabajo de las tarjetas de felicitación.

—Las mujeres sabemos lo que son tratamientos, Frank.

—Me alegro por las mujeres. Yo todavía no soy una mujer.

—Sé que estás enfadado. Lo siento otra vez. Antes me preguntaba si te enfadarías alguna vez. Parecía que no. Siempre he entendido por qué no te fue bien en la Infantería de Marina.

—Me puse enfermo en la Marina. Tuve pancreatitis. Ni siquiera me conocías entonces. Casi me muero.

—No tenemos por qué enfadarnos, ¿verdad? Quizás no te das cuenta, pero tú tampoco quieres que esto vaya más lejos.

—Me doy cuenta.

Tengo la carta azul de Sally cogida entre el pulgar y el índice como si se me fuera a escapar volando y conservarla fuera cuestión de vida o muerte.

—Por eso te he llamado, para decírtelo. Sólo que te me has adelantado.

—Ah —dice Ann. Mi mujer, Ann. Mi ex mujer, Ann. Mi ex futura mujer, Ann.

Las cosas que nunca se harán no se deciden al final de la vida, sino en el largo espacio gris que hay entre medias, donde no se alcanza a ver la tenue luz de los extremos. El Periodo Permanente trata de protegernos de momentos peligrosos como ése, haciendo de la pseudoaceptación una simple cuestión transitoria. Un capricho. Nada que dure mucho. Por eso el Periodo Permanente no da resultado. La aceptación significa que todas las cosas, las buenas y las malas, han de tenerse en cuenta. Todas las relaciones, como dijo el gran hombre, acaban en nada.

—He animado a Paul para que vaya a trabajar contigo. Creo que estaría bien.

Esa ridícula perspectiva me sume en un pasmado silencio. ¿Cólera? Si hablo, probablemente me pondré a blasfemar en una lengua extranjera. Ésta es la tensión que el doctor Psimos me recomendó evitar. La que consumiría mis marciales isótopos como si fueran lucecitas navideñas y me pondría por las nubes los índices del PSA. Me gustaría decir algo aparentemente cortés y trivial pero a la vez astutamente cáustico. De momento, sin embargo, soy incapaz de articular palabra. Es absolutamente posible odiar a muerte a Ann. Qué extraño darse cuenta a estas alturas. La vida es un viaje muy largo cuando uno piensa en lo que tarda en enterarse de que odia a su ex mujer.

—A lo mejor no necesitamos decir nada más, Frank.

Bum-bum, bum. Bum. Silencio.

Oigo el chirrido de su silla, sus pasos que resuenan en el entarimado del suelo. Me la imagino caminando hacia la ventana del 116 de Cleveland, una casa habitada por mí en otro tiempo y aún antes por ella, a raíz de nuestro divorcio, cuando nuestros hijos eran niños. Es otra vez dueña de la casa, plena propiedad absoluta. El gran magnolio de la entrada, con sus ochenta años, es ahora una presencia espectral pero arrogante, aun sin hojas, su arrugada corteza suavizada por el aire húmedo y templado de la falsa primavera. He estado frente a esa ventana, la respiración entrecortada, los pies pesados, las manos frías y endurecidas. He contemplado mi destino mirando las tejas de los vecinos, el espejeante cristal de sus ventanas, los remates del tejado y los vistosos y breves caminos de entrada. Lo que puede ser tanto un consuelo (Estás aquí, no has muerto) como una decepción (Estás aquí, no has muerto. ¿Por qué no?). Puede que el pasado no sea el mejor sitio adonde lanzar la mirada cuando fallan las palabras.

Bum-bum.

Mi silencio lo dice todo. Lo oigo. Mi voz está atrapada en su interior.

Bum-bum, bum. Bum. Bum.

—Bueno —oigo decir a Ann. Más pasos por el entarimado. El cansancio le ensombrece la voz al añadir—: No sé.

Luego oigo un pin-pin. Un camión que pasa por la calle, bajo su ventana —en Haddam (eso lo veo en mi imaginación)—, dando marcha atrás. A kilómetros de donde yo estoy. ¡Pin! ¡Pin! ¡Pin! Si tú no me puedes ver, yo a ti tampoco. Espero, respiro, no digo nada.

—Bueno —repite Ann.

Entonces creo que cuelga el teléfono, porque ya no hay línea y así acaba nuestra comunicación.

Mi querido Frank:

Me gustaría escribirte algo que me saliera verdaderamente del corazón y revelara mi interior, lo bueno y lo malo, para que te sirviera de consuelo por todo esto. Pero no sé si seré capaz. No estoy segura de conocer mis verdaderos sentimientos, pero sé que los tengo. No me hago una idea de lo que puedas estar pensando. Supongo que añoro el Día de Acción de Gracias, porque he estado pensando en ti y en ese precioso lago Laconic al que fuimos una vez. Apuesto a que se te ha ocurrido algo realmente interesante para celebrar la fiesta. Espero que no estés solo. Supongo que no lo estarás, bandido. A lo mejor has conocido a alguna elegante agente inmobiliaria y te vas con ella (espero que no a Moline). Lo que ahora siento, dejando aparte las emociones verdaderas, es que en mi vida todo gira ahora alrededor de mí, y no encuentro manera de cambiar los pronombres. Me doy cuenta de lo que me pasa, pero no tengo plena conciencia de mí misma. Mis hijos estarían de acuerdo; en caso de que me hablaran, que no lo hacen. Pero ¿tiene esto algún sentido? (Posiblemente no te enviaré esta carta). Creo que debería disculparme por todo lo que ha pasado en junio, y en mayo. Lamento los problemas que te he causado. Probablemente es difícil entender que te quisiera y estuviera satisfecha con la vida que llevábamos juntos y que luego me marchase con mi ex marido. Siempre había pensado que, para abandonar a alguien, la gente debía comprender que era desdichada. Pero en la vida las cosas pueden ir bien y a pesar de ello cometerse una tontería, y luego uno piensa en si lo era o no. Desdichado, quiero decir. ¿Qué es lo que prueba eso? Pero como en realidad no puedo lamentar haberlo hecho, ¿por qué disculparme sólo a medias? Es como lo que tú dirías si vendieras una casa que no te pareciera bien, pero supieras que el cliente la necesita de verdad. Si tengo razón (sobre ti), pensarás que esto es muy raro y no muy interesante: típico de alguien del sur de Ohio. Tú eres así.

Cuando me marché con Wally en junio, era incapaz de abrir mi corazón. No podía tener en cuenta los sentimientos de los demás. Los tuyos, por ejemplo…, era imposible. Fue tan horroroso encontrarme con Wally. A propósito, lo obligué a venir. Él no quería y estaba muy avergonzado, quizás te dieras cuenta. Creo que me marché impulsada por una idea: volver atrás y experimentar algo que no había experimentado antes. (Repito mucho esa palabra). Nunca he sido lo bastante estúpida para pensar que alguien fuera capaz de hacer eso. En realidad hay cosas que deberían dejarse como están, tanto si se quiere arreglarlas como si no. Eso lo pienso ahora. Me parece que no estoy muy animada, ¿verdad? No lo pretendo. No me siento nada animada. Ahora me pregunto si me habrá afectado el milenio. Si todo este trastorno y alboroto tiene que ver con el efecto dos mil. ¿A ti no te ha afectado todavía? La primavera pasada creo que no. Los dos somos «hijos únicos». Quizás sólo sea miedo a la muerte. A lo mejor temía que tú y yo no íbamos a llegar a nada y no me había dado cuenta hasta entonces. No soy muy reflexiva. Eso ya lo sabes. O al menos no lo era antes. Hago preguntas pero no siempre las contesto ni pienso en las respuestas.

No quiero entrar en muchos detalles. Sé que me fui con Wally por motivos particulares, probablemente egoístas. Y en agosto ya sabía que no me quedaría mucho tiempo con él. Era un hombre extraño. Lo quise una vez, pero creo que he podido volverlo loco al menos dos veces. Porque lo que ocurrió hace treinta años es que no era nada feliz viviendo conmigo, y no se atrevía a decírmelo. De modo que se marchó. Así de sencillo. No sé si entonces estábamos seguros de algo. De muy poco, probablemente. Esta vez intentamos conseguir el apoyo de los chicos. Pero los dos están locos de atar y nos trataron como si fuéramos unos chiflados, no nos dirigieron la palabra y se sumieron en sus absurdas creencias, aunque les recordamos: «Somos vuestros padres». «¿Quién lo dice?», contestaron. Creo que los he perdido.

Me habría marchado entonces (finales de agosto), pero Wally me preocupaba. Apenas comía y había perdido bastante peso. No salía de la bañera hasta que el agua se quedaba helada (vivíamos en su casa de campo, que no estaba mal, aunque era pequeña). Lo veía en medio de un pequeño huerto de manzanos que adoraba, y se ponía a hablar solo, aunque supongo que era conmigo. Lo sorprendía mirándome de manera extraña. Y luego empezó a bañarse en el mar. Era una figura blanca y voluminosa, incluso habiendo adelgazado bastante. Como ya he dicho, creo que lo volví loco. Pobrecillo.

No voy a contar el resto. Ya te enterarás antes o después. La mejor manera de salir de un sitio quizás sea dando un rodeo. ¿Quién dijo eso?

Pero ya no estoy en Mull. (¿No te parece un nombre curioso? Mull). Estoy en un sitio llamado Maidenhead, o Cabeza de Doncella, que también es un nombre divertido, y está en la PERA (Pérfida Albión). ¡Hablando de retroceder en el tiempo! No es que haya adelantado mucho saliendo de Mull. Salgo de Mull para acabar en Maidenhead. Es para desternillarse de risa. Esto no es más que un barrio residencial, no muy bonito ni muy distinto de cualquier otro. Tengo un trabajo temporal en un simpático centro artístico (así lo llaman), donde necesitan mi experiencia profesional para organizar la felicidad de las personas mayores. Es como lo de Sponsor, aunque los ancianos ingleses son más fáciles que los nuestros, con diferencia. Inglaterra no es mal sitio para estar sola (ya había venido aquí dos veces). La gente es amable. Es evidente que todo el mundo se encuentra bastante solo, pero resulta algo natural, de manera que no se lo toman muy a la tremenda. A diferencia de América, donde la gente se ve enloquecidamente atraída por una cosa y por otra, y tampoco les parece mal; o eso creo yo. No he votado, a propósito, y ahora las cosas han cobrado ese horroroso giro con Bush. ¿No te parece increíble? ¿Puede ganar verdaderamente ese cabeza de chorlito? ¿O hacer trampa? Supongo que sí. Seguro que tú sí has votado, y ya sé a quién.

¿Cómo están tus hijos? ¿Seguís peleándoos Paul y tú? ¿Sigue Clarissa tan lesbiana? (Apuesto a que no). ¿Sales con alguien? ¿Vendes muchas casas? Supongo que sí. (Se ve que estoy tanteando el terreno). Este año cumplo cincuenta y cuatro, pero eso ya lo sabes, naturalmente. Y no soy abuela, lo que me extraña mucho, aun cuando mis hijos me odien tanto; no sé exactamente por qué. Estoy pensando en irme a un retiro en Gales —una cosa druídica—, porque tengo que ir a alguna parte pero no sé muy bien adónde. Aunque me siento muy cómoda conmigo misma. Tener cincuenta y cuatro años (casi) también me resulta raro. No parece una época espiritual, aunque tú crees que todas las edades tienen la suya. Esta mía, no lo sé. Me parece que todo el mundo necesita una definición de la espiritualidad, Frank (tú tienes una, creo). No se podría ir a un concurso de la tele, verdad, donde te pidieran una definición de espiritualidad y no conocer ninguna. (Ese retiro viene al caso). Junio no me parece tan lejos. ¿Y a ti? No puedo decir que pensara que las cosas acabarían así, tal como están ahora. Aunque puede que sí.

Pero deseo decirte algo (buena señal, quizás). Quiero decirte una razón de por qué estoy segura de que te quiero. Hay gente a cuyo alrededor podemos estar, cosa que a veces damos por hecho, y que hace que nos sintamos generosos y amables e incluso más inteligentes de lo que probablemente somos; además de creer que tenemos éxito a nuestros propios ojos y a los del mundo. Ésa es la gente ideal, cariño. Y eso es lo que tú eres para mí. Estoy segura de que yo no significo lo mismo para ti, porque tengo la sensación de que para ti soy ahora como una especie de control de carretera. No hay nadie más que sea eso para mí, y no sé por qué, pero eso es lo que eres para mí. Si es que te lo estás preguntando.

(El motivo por el que estoy escribiendo esto es para ver cómo me sale. Si me parece que está bien, entonces lo estarás leyendo «ahora»). Por último (gracias a Dios, ¿eh?), no sé si quiero seguir estando casada contigo. Pero tampoco sé si quiero el divorcio, ni si puedo vivir sin ti. ¿Hay una palabra precisa para ese estado humano? A lo mejor se te ocurre algo a ti. Quizás sea Nueva Jersey. Aunque aquí, en Maidenhead (¡vaya nombrecito!), donde por el motivo que sea acuden turistas, me encuentro con norteamericanos de todas partes. Dicen que son de Iowa, de Oregon, de Florida. Y pienso… que eso ya no importa. A lo mejor no estaría mal marcharse de Nueva Jersey. Puede que sólo necesitemos un cambio. Como decían los hippies cuando eran tantos, y pedían unas monedas en el Loop de Chicago: «El cambio es bueno». Eso me parecía un desmadre. Por lo menos no tenemos cáncer, Frank. Así que tal vez estemos todavía en condiciones de hacer algunas cosas juntos. También quiero que sepas —y esto es importante— que nunca has sido aburrido en la cama, por si te has hecho preguntas sobre eso. Te llamaré el Día de Acción de Gracias, que no es fiesta en Maidenhead y quizás pueda utilizar la línea interurbana del centro artístico. Con todo cariño y un beso.

Sally (tu mujer perdida).

Estoy horrorizado. Avergonzado. Vacío. Provocado. Estoy pasmado. Encantado. Me entusiasma tener todos estos estados de ánimo. Si el hombre es una sublime imposibilidad, la línea de su vida más fina que un cabello, ¿qué es una mujer? ¿Una posibilidad dorada? La línea de su vida es un salvavidas que me salva de morir ahogado.

No me importaría mandar dólares por giro telegráfico, si no fuera el Día de Acción de Gracias. El señor Oshi podría servirme de ayuda, aunque probablemente estará bien metidito en su casa. Enviaré abogados a Maidenhead en un gran coche negro para que en un santiamén lleven a Sally a Heathrow, le den ropa para cambiarse, la conduzcan al salón VIP de la British Airways, y la instalen en un asiento de primera clase en el Concorde…, si no se hubiera estrellado. La estaré esperando en la terminal 3 de Newark con una sonrisa de oreja a oreja, todo borrón y cuenta nueva, los programas cambiados para el futuro, lo pasado bien pasado está. El cáncer es una cuestión en la que coincidiremos a su debido tiempo. Como ella no sabe que lo he tenido o lo tengo, casi es como si no lo hubiera tenido o lo tuviera: tan fuerte es su convicción, tan irreal es en principio el cáncer.

Pero aquí no hay número para que la llame. Ningún 44 + bip, bip, bip-bip, bip, bip. Cuando vuelva de Timbuktu, llamaré a información estatal y les sacaré el número del Centro Artístico de Maidenhead, allí siempre han sido serviciales (nuestra información local no dice ni la hora). Y si no, declararé una emergencia.

Vuelvo a la ventana sin quitarme el albornoz, el corazón latiéndome deprisa, un hormiguillo en brazos y piernas como si me hubiera picado una abeja, los pies descalzos fríos sobre el entarimado.

—¿Es cierto todo esto? —pregunto a la ventana y a la playa más allá, en voz lo bastante alta para que lo oyera alguien que estuviera conmigo en la habitación.

¿Es de verdad todo esto? ¿Existe una fuerza celestial que equilibra las cosas? ¿El yin y el yang? ¿Acaso vuelven los que se marchan a Mull? La vida está llena de sorpresas, dijo un sabio, y si no fuera así no valdría la pena. Lo que decido, entonces, porque puedo elegir, es creer que sí vuelven.

En el parduzco Atlántico, balanceándose sobre las olas, se ha detenido una embarcación de los guardacostas, su fajín anaranjado promoviendo una brillante y remota esperanza: la misma que ofrece a los marinos en peligro y a la deriva. Con mis potentes prismáticos de campaña, regalo de Sally, observo su cubierta, su alto y cónico puente de mando, su única torreta de artillería, su antena giratoria de radar, la pesada boya roja ya izada a bordo. Se percibe un rápido movimiento de marineros. Hacen maniobras con una grúa, bajan una lancha por el costado que da a tierra. También hay marineros en ella. Sin duda se trata de unas prácticas, un ejercicio para el Día de Acción de Gracias, cuando todo el mundo debería estar en otra parte si nuestras costas fueran seguras. Hago una panorámica sobre el oleaje (¿cómo pueden encontrar algo?), pero no se ve nada flotando. Acerco los prismáticos a la ventana y los apoyo en los cristales, como si encontrar un objeto extraño fuera esencial para satisfacer una imperiosa necesidad personal. Sólo que no hay nada raro. Otra boya roja, cuya campana oigo a veces entre la niebla o cuando el viento sopla hacia tierra, oscila en el suave oleaje, su rojo contorno medio hundido, su chapoteo inaudible. Desde aquí, por supuesto, no puedo averiguar lo que andan buscando.

Y a lo mejor no es nada, unas coordenadas en una carta de navegación, una señal que deben rastrear en las profundidades para convertirse en marinos consumados. Nada más.

Hago un barrido por la playa y encuentro a los surfistas —en primer plano—, con sus trajes de neopreno y sus gorros de lana, de espaldas a la playa, metidos hasta los cojones en el mar, helado y lánguido, los hombros resueltos y encogidos, los largos mástiles en movimiento. Un frisbee azul cruza volando mi campo de visión circular. Un retriever blanco salta en el aire para atraparlo. Veo el Isuzu blanco de la policía costera de Sea-Clift que vuelve sobre sus propias huellas, el uniformado conductor, igual que yo, atisbando el mar con prismáticos. Buscando la aleta de un tiburón. Un cadáver (esas cosas pasan cuando se vive frente al mar). Un periscopio. Ícaro cayendo al mar, alas fundidas, ojos de asombro, piernas abiertas.

Y entonces veo de nuevo a mi hijo Paul, saliendo del agua con los pantalones cortos chorreando, el pálido vientre fláccido para sus veintisiete años. Va descalzo, sin camisa; el cráneo —visible a través del pelo, corto por arriba y largo por detrás— más orondo de lo que yo recordaba, la barbita invadiendo unos labios contraídos en una sonrisa, las manos colgando, palmas hacia atrás como un afeminado, los andares torpes con los pies hacia fuera como cuando era pequeño. No ofrece el aspecto que alguien quisiera para su hijo. Además, debe de estar helado.

Busco el hoyo que ha excavado detrás de las hortensias, y allí lo veo, «acabado», en forma de ataúd, no muy ancho, preparado para depositar el féretro. Mi pala está al lado, sobre el montón de arena.

Cuando vuelvo a verlo, Paul se ha dado cuenta de que lo estoy enfocando como si fuera el capitán de un barco y me mira fijamente, con la sonrisa distorsionada en sus labios rojos, arena pegada a sus pies, pálidas piernas bien abiertas como un pirata. Agita el brazo desnudo como los que se están ahogando donde nadie puede ayudarlos: moviendo los labios, palabras llenas de sentimiento, algo que posiblemente le gustaría oír a cualquier padre pero que a esta distancia yo no percibo. Paul cierra el puño girándolo un poco al estilo de Charlie Atlas, da un salto y se inclina estúpidamente a un lado en una pose que pone de relieve sus blandos abdominales y dorsales. Los jóvenes del frisbee, los caminantes de avanzada edad con sudaderas de colores vivos, los ingenuos del detector de metales, un pescador recién llegado que está metiéndose en el mar: todos miran a mi hijo con una sonrisa indulgente en los labios. Le devuelvo el saludo con la mano. No está mal ese gesto, que nos exime del primer contacto. En un impulso, dejo los prismáticos y flexiono a mi vez los bíceps ofreciéndole mi versión de Charlie Adas, sin quitarme el albornoz de cuadros. Y entonces Paul lo hace otra vez. Y los dos nos quedamos inmóviles. ¿Por qué no podemos estar siempre así, sin pasar a lo que venga después: ser dos tipos duros que han librado un duelo sin que ninguno haya perdido, saliendo ambos victoriosos del enfrentamiento? Ni por casualidad.

Frente al espejo del armario, me pongo los 501, las Nike, la sudadera con la M mayúscula y el polo amarillo debajo. Soy don Informal, de vuelta en la universidad, un tío muy elegante y personaje de lo más ridículo. He llamado a Clarissa y le he dejado un recado: «Ven a casa». He llamado a Wade y le he puesto un mensaje: «¿Por dónde andas?». Desde luego, está escrito que tendré que esperar a que llame Sally, por lo menos hasta que vuelva de Timbuktu y pueda llamar yo. Siento un deseo incontenible de tener un teléfono móvil, para así estar (en todo momento) al alcance de su voz, contestar a un llamamiento y marcharme directamente a Maidenhead si fuera necesario; aunque para eso Sally necesitaría saber mi número. Podría olvidarme gustosamente del Día de Acción de Gracias (como cualquier otro norteamericano). De todos modos, la mayoría de mis invitados ha anunciado su incomparecencia. Me llevaría el pavo ecológico, el relleno de tofu, el trigo cultivado a la antigua, y todo lo demás a la iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia, para que lo repartiera entre los más necesitados y agradecidos de Sea-Clift. O si no, lo metería en la cápsula del tiempo de Paul y lo enterraría para que las generaciones venideras intentaran desentrañar el enigma.

Pero me siento lleno de júbilo, y echo una última mirada a ver qué tal estoy. Tengo el aspecto que pretendo tener —estúpido pero seguro—, el agradable ortodoncista de Tri-cities. Aunque, como de costumbre, el júbilo no es desbordante —como antes— porque todas las sensaciones, buenas o malas, pasan ahora por el circuito amortiguador del paciente de cáncer, víctima o superviviente. El tiramisú no sabe tan dulce. La nueva mano de pintura no tiene el mismo brillo. En el papel satinado, sobre Miss América planea una sombra de desesperación, su sonrisa lucha por abrirse paso en un bosque oscuro. Eso es lo que la buena suerte nos depara a los supervivientes. Aunque hay que pensar en los otros pobres cabrones, los que de verdad tienen la negra —no simplemente la gris, como yo—, los que esta mañana vuelven a Omaha en avión y han de poner urgentemente sus asuntos en orden.

He aprendido, sin embargo, a dejar que el júbilo sea embriagador, aunque sólo dure un momento, y pelear luego con la sombra como un boxeador. Mirando al espejo, me doy una bofetada, luego otra en el otro lado, después otra, y otra más, hasta que las mejillas me escuecen y cobran un tono rosado, y una sonrisa aparece en el rostro de mi reflejo. Parpadeo. Me sorbo la nariz. Lanzo dos rápidos golpes con la izquierda a la M mayúscula pero me contengo ante el súbito avance de la derecha. Estoy listo para saltar al ring y afrontar la jornada. Una vez más, es el Día de Acción de Gracias.

—Voy a sacar fuera este bicho, a ver si cabe —dice Paul con energía.

Bajo comiendo un trozo de panceta ahumada, siguiendo las voces que conducen al sótano, gélido mausoleo de viejos muebles de Haddam: mi resquebrajada mesa de la cocina, mi cama abatible, de color rojo y llena de protuberancias, mi casi inservible alfombra persa de color violeta, varias lámparas de latón que no funcionan amontonadas en un rincón y un mapa enmarcado de Block Island, por donde Ann y yo navegamos una vez cuando éramos unos críos y nos queríamos. He pensado en empezar la función aquí abajo, como si fuera un cuarto de juegos.

Ya estoy sonriendo al llegar al final de la escalera, muy consciente de mi atuendo de estúpido, aunque Paul está saliendo por la puerta corredera de cristal hacia la playa, cargado con su cápsula del tiempo, que es un cilindro cromado semejante a una bomba y del tamaño de dos tostadoras de pan. Está hablando con una muchacha alta y rubia, que se me queda mirando desde el centro de la habitación. Se encuentra junto al viejo y difunto conejito australiano de mi madre que conservo como recuerdo, e inesperadamente me devuelve con creces la sonrisa para manifestar su sorpresa y entusiasmo: por mí, por Paul, por la buena dirección que en general están tomando las cosas aquí abajo. Es Jill, vestida —no sé por qué esperaba otra cosa— con un mono rojo, una camiseta de felpa blanca debajo y una especie de zuecos verdes de madera que le dan una estatura de dos metros, cuando puede que sólo mida uno noventa. Su larga melena ambarina le cae por debajo de los hombros y lleva raya en medio, estilo doncella del Rin, dejando al descubierto una ancha frente teutónica. Sus carnosos labios son indiscutiblemente libidinosos, aunque los chispeantes ojos negros son acogedores: hacia mí, en el sótano de mi casa. Gran alivio. Y tal como me habían advertido, al final de la manga izquierda está la inquietante ausencia de la mano, aunque hay un buen vestigio de la muñeca. Ésta, comprendo ahora, es la chica que será la madre de mis nietos, que llevará luto por mí cuando se celebren mis exequias, que contará intrincadas y gráficas historias sobre mis hazañas cuando yo ya no esté en este mundo. Sería conveniente empezar con buen pie. De todos modos, en el espacio de veinticuatro horas he conocido a las parejas de mis hijos. ¿Qué es lo que ha pasado?

—Hola, soy Frank —le digo—. Tú debes ser Jill.

—Oye, Frank —dice Paul, que sale por la puerta en ese momento—. ¿Quieres venir a ver la prueba de internamiento?

Puede que quiera decir enterramiento, aunque puede que no; de todos modos alza demasiado la voz para hablar dentro de casa. Se calla, sonriendo detrás de las sucias gafas (todos sonreímos aquí abajo), la cápsula pegada a su húmeda camiseta, estampada con el perfil de un guerrero indio con su tocado de plumas de águila: el jefe Kansas City. Paul sigue descalzo, no se ha quitado la tachuela dorada de la oreja izquierda. Se parece al tío que antes de amanecer reparte el Asbury Press con su Cutlass del setenta y uno sin asiento trasero y que, según sospecho, vive en el coche.

—Claro que quiero. —Doy un paso al frente—. Vamos.

Pero él ya ha salido por la puerta corredera, en dirección al sitio que ha elegido. Mi positiva respuesta ha pasado inadvertida. Miro a Jill y sacudo la cabeza.

—No siempre nos comunicamos a la perfección.

—Le encantaría que te gustara lo que hace —dice Jill con el acento ligeramente nasal de la región central del país.

Aunque sorprendentemente y con una sonrisa aún mayor, más entusiasta todavía, viene hacia mí dando unas zancadas por el linóleo y, extendiendo el brazo derecho, me da un doloroso apretón de manos, como los que suelen darse las lanzadoras de peso fuera de la palestra. Su sonrisa me obliga a mirarla directamente a la nariz, que es noble y hace que, cuando se concentra, sus grandes ojos tiendan a juntarse hacia el centro de la cara. Un incisivo se le monta medio milímetro sobre el otro en medio de la boca, pero no hace mal efecto. En alguien menos impresionante, eso podría ser una señal para andarse con cuidado (turbulentas cavilaciones sobre las inevitables injusticias de la vida, etc.), pero en Jill, que tiene algo de la diosa Juno, es una insignificancia, incluso resulta gracioso comparado con su mutilación y su monstruosa hermosura. Me cae estupendamente y desearía que no llevara ese ridículo atuendo. A través de la puerta de cristal mira con admiración a Paul, que ya está dentro del hoyo, inclinado, probando al parecer las dimensiones del aparato.

—En realidad es un gran admirador tuyo —me informa.

—Yo soy un gran admirador suyo —contesto.

Jill emana un tenue y agradable olor a lilas, aunque el ambiente apesta a moho como la bodega de un barco. Pasea sus amables ojos negros por el sótano de techo bajo y olisquea. Ella también lo percibe. Trago el último trozo de panceta que alguien (¿quién?) ha dejado a plena vista sobre una servilleta de papel en la cocina. Quisiera decir algo de amplias miras sobre mi hijo, pero frente a este pulcro apretón de manos, que desprende tan dulce olor, me encuentro muy lejos de lo que pensaba que iba a suceder, y no estoy muy seguro de lo que conviene decir. Sin embargo, la cercanía física de un insignificante (y bajito) desconocido no parece perturbarla en absoluto. Clarissa es igual —fronteras relajadas, defendibles—, algo que los de mi edad no comprenden. Podría preguntar a Jill por la impresión que hasta el momento tiene de Nueva Jersey o cómo fueron las cosas anoche con Ann (aunque no quiero mencionar ese nombre), o qué hace una pródiga belleza como ella con un bicho raro como mi hijo. Pero, por lo que sea, acabo preguntándole:

—¿Qué te pasó en la mano?

Lo que no la altera en absoluto. Baja la vista hacia el vacío final de la manga, que se lleva luego a la altura de los ojos. Sigue muy cerca de mí. Aparece un muñón rosado, que empieza (o termina) donde debía estar el carpo, la carne finamente suturada para formar un suave pliegue. La jubilosa actitud de Jill no parece mermada por la llamativa ausencia de su mano.

—Si todo el mundo me lo preguntara de esa manera, mi vida sería más sencilla —me dice alegremente. Observamos con interés el muñón, como dos cirujanos—. Estaba en el Ejército, en Texas, entrenándome en la manipulación de minas terrestres. Y supongo que saqué la peor calificación posible. No debí hacerlo, siendo tan alta. Eso es para bajitos.

Mueve el apéndice en una pequeña y estrecha órbita para mostrar su buen funcionamiento general y, supongo, para permitir que lo toque, pero no creo que me atreva. Conscientemente, nunca he estado tan cerca de una persona mutilada, ni he hablado con ninguna. Los médicos están acostumbrados a estas cosas. Pero a nadie le amputan nada en el ejercicio normal de la intermediación inmobiliaria. Sin querer, retrocedo un poco y le dirijo lo que pretendo que sea una señal afirmativa con la cabeza.

—Así que cuando fui a Hallmark —prosigue en tono informal—, pensaron: Vaya, es lógico que la contratemos para la sección de tarjetas de condolencia. Y lo era, pero no por la mano sino porque soy comprensiva con la gente.

Pone los ojos en blanco y sacude la cabeza, como si quedarse sin aquella mano hubiera sido una verdadera suerte.

—Así que allí fue donde os conocisteis, ¿no?

Con el rabillo del ojo, veo con inquietud que Paul sale a gatas de la fosa, limpiándose las rodillas de arena, y tan complacido como si acabara de inventar la mecánica de fluidos. Su plateada cápsula está sobre la hierba de la playa. Dice algo hacia el hoyo, como si alguien, un miembro de su cuadrilla, siguiera allí abajo ahondando la fosa o dando unos retoques de última hora.

—En realidad nos conocimos por Internet —dice Jill—, aunque yo ya lo había visto en un serial y sabía que podía ser interesante. Y lo es.

Hunde el muñón en el bolsillo del mono rojo y lanza una tierna mirada a mi hijo, que continúa fuera hablando solo. Tendría que salir. Si bien el instinto me dice que me quede donde estoy, charlando con esta chica, aunque la alta rubita sea novia de mi hijo y sólo tenga una mano.

—Nos quedamos pasmados cuando por fin nos vimos cara a cara en una librería —posiblemente la misma donde me metí en aquel lío la primavera pasada— y nos enteramos de que los dos éramos redactores en Hallmark.

En biquini, puede que Jill se parezca a Anita Ekberg de joven (sin una mano). Es difícil imaginarse a Paul, un tanto rechoncho y con sólo uno setenta de estatura, retozando con ella en su pequeño alojamiento de Charlotte Street. Aunque sin duda lo hace.

—Cuando se es pareja, no hay nada anormal, eso pensamos nosotros —dice Jill.

Me he acordado de lo que Paul, cuando se puso hecho una furia esta primavera, me dijo sobre su trabajo, que era lo mismo que hacían Dostoievski, Hemingway, Proust y Edna St. Vincent Millay: facilitar palabras útiles a gente corriente que anda escasa de términos. Naturalmente, pensé que le faltaba un tornillo.

Pero de pronto veo que aquí hay algo decisivo. Podría pasarme las siguientes seis semanas encerrado en una habitación con estos dos, enterándome de lo que piensa Jill sobre el campamento militar, del nombre de la mascota de su equipo femenino de baloncesto, donde ella era el pívot, de por qué extraños vericuetos fue a parar a Kansas City, de cómo se le ocurrió escribir el nombre de Ross Perot en su papeleta de voto para las presidenciales; y posiblemente enterarme al mismo tiempo de las bien guardadas ideas de Paul sobre el matrimonio (procediendo como procede de un hogar roto), de su impresión sobre la paridad en la liga nacional de fútbol americano, de sus futuros planes sobre dejar Hallmark para incorporarse a Realty-Wise: cosas que la mayoría de los padres suele escuchar. Pero al cabo de ese tiempo no sabría mucho más de lo que para ellos es importante como pareja de lo que sé al cabo de estos cinco perfectos minutos. Es electrizante pensar en Jill como en una joven y lozana Anita Ekberg, y agradable saber que Paul es interesante. Pero son lo que parecen, lo que ya es bastante. No quiero que cambien. Estoy dispuesto a ir directamente al final, a manifestar mi aprobación paterna sobre su unión (si se trata de eso) antes de que Paul vuelva a entrar. Si se hacen felices el uno al otro durante dos segundos, probablemente podrían durar décadas: mucho más de lo que yo he durado. Os doy mi bendición: digo esas palabras en silencio, preparándome para marcharme. Os bendigo. Os bendigo. Sum quod eris, fui quod sis.

—¿Fuiste de verdad a Michigan? —pregunta Jill, dando un paso atrás y mirando mi sudadera con la M mayúscula, con una reflexiva grieta formándose entre sus negras cejas. Se inclina hacia delante y da la impresión de planear sobre mí. Evidentemente, no considera cómica mi indumentaria.

—¿Que si fui adónde?

—Mi padre fue a la Universidad de Michigan —anuncia ella.

—Ah, ¿sí? Estupendo.

—Yo fui a Cheboygan.

Alza la mano derecha para mostrarme cuánto se parece el estado de Michigan —únicamente la península inferior— a una mano. Con el atrofiado brazo izquierdo, se da unos golpecitos en la mano por el sitio donde está la ciudad de Cheboygan, cerca de la parte de arriba.

—Ahí mismo, al borde del lago Hurón —dice, haciendo que Hurón suene como Hyurn.

Conocí a un chico de Cheboygan allá en la gélida noche de los tiempos. Harold «Doodlebug» Bermeister, defensa de nuestro equipo de hockey de los novatos, que ansiaba volver a Cheboygan con su título de ciencias y contratar una franquicia de Chevrolet. Un bombazo redujo a Doodlebug a cenizas en Vietnam el año en que se licenció y nunca más volvió a ver Cheboygan. Imposible que Jill sea hija de Doodlebug. Es el doble de alta que él. Pero si Jill es una Bermeister errante y la vida un largo viaje que conduce a mi hijo, entonces no hacen falta explicaciones. Acepto. Aunque podría crearse una buena tarjeta de felicitación para esa improbabilidad absoluta, algo así como: «Feliz cumpleaños, hijo de mi tercer matrimonio con mi hermana adoptiva, de ascendencia nativo americana».

—Nunca he ido por allí —digo, refiriéndome a Cheboygan.

—Es donde está el pabellón de la fama de las motos de nieve —informa ella con toda seriedad.

Paul está entrando por la puerta corredera de cristal, la cápsula sujeta bajo el brazo como un balón de fútbol americano, limpiándose los pies descalzos en la alfombra y todavía hablando solo como si hubiéramos estado trabajando fuera los tres juntos. Con las gafas sucias, el pelo corto por delante y largo por detrás, su «barbigote» y su abultado vientre tan mal oculto bajo la camiseta de los Chiefs, Paul tiene un extraño aspecto de mayor, de individuo sin edad; ya no se parece tanto al tío del Asbury Press sino más bien a esos chiflados de la playa que alguna que otra vez se presentan en tu casa, se sientan a tu mesa y empiezan a farfullar un discurso sobre que Cristo se presenta a la presidencia, de modo que tienes que llamar a la policía para que se los lleven. Esa gente no hace daño a nadie, pero resulta difícil imaginarlos (a ellos o a Paul) siguiendo la corriente social dominante.

—Bueno, ¿qué? ¿Ya lo tienes todo preparado? —le digo, lanzándole una de nuestras rápidas, taimadas y sagaces miradas, destinada a llamarle la atención sobre mi atuendo de ortodoncista de Bay City. Ese saludo es nuestro código viable más antiguo: expresiones corrientes llenas de dobles y a veces cuádruples «sentidos», secretos que por definición suscitan la hilaridad: pero sólo a nosotros. En los tiernos años de su problemática infancia, Paul siempre se anticipaba a las cosas, yendo siempre por delante, como si el hermano superviviente de un niño muerto tuviera que ser dos niños, doble, incluso triplemente consciente de todo, y no pudiera simplemente ser un solo y anhelante corazón. Otras prioridades tendían a ser pasadas por alto, y nuestro código se convirtió en nuestra única manera de conversar, de mantener esporádicamente el cariño a la vista y el mundo a nuestros pies. En la edad adulta, por supuesto, eso desaparece, dejando sólo unos efluvios de ocasiones perdidas.

—Sherwood Sé Bueno —contesta Paul, lo que no es una respuesta, aunque alza la barbilla en gesto de victoria; algo que ver con Jill, probablemente.

En el rabillo de su ojo izquierdo, una pequeña marca conserva el matiz rojo manzana del tremendo golpe que se dio a los quince años, que él asegura no recordar. Nunca he sabido hasta qué punto ve bien, aunque los médicos dijeron entonces que tenía escasa percepción de la profundidad, y que con el paso de los años podrían presentarse problemas. El gesto de alzar la barbilla y mirar hacia abajo es para compensar las deficiencias. Naturalmente, de eso no se ha hablado nunca.

—Así que, tooodo a la vez —dice seguidamente Paul, llevando la cápsula del tiempo a la mesa de la cocina. Es su voz patentada de Tricky Dick.[70] Entorna los ojos y adelanta la nariz como Nixon. Sacude solemnemente la cabeza en su imitación de Nixon mientras añade—: De buenas a primeras, cuando menos se espera. Lo entendí. Lo que yo necesitaba verdaderamente, ya sabéis, era ayudar a los demás. Así de sencillo. Espero que comprendáis lo que pretendo hacer con esto.

Ésa puede ser su reacción a mi indumentaria. Estoy satisfecho, aunque como siempre hay una insalvable incertidumbre con respecto a mí. Ni siquiera me siento su padre: más como su tío o un funcionario antaño encargado de su libertad condicional. Me alegro de que Jill, reina de Cheboygan, sea capaz de admirarlo, entenderlo y complacerlo, y él a ella. Os bendigo. No sé lo que tenemos que hacer ahora.

—¿Cómo está tu madre?

—Hoy no va a venir —dice Paul.

Está toqueteando su cápsula del tiempo. Tiene una puertecita que se abre corriéndola hacia un lado y permite instalar en su interior artefactos sagrados. ¿De dónde se saca un cacharro de ésos? ¿Hay un sitio web? ¿Por qué estamos aquí abajo, en una estancia a la que nunca vengo?

—Me dijo que tenías cáncer. ¿Cómo va eso? —pregunta, mirándome con el ceño fruncido, bajando luego la vista de nuevo, como si se tratara de uno de nuestros chistes en clave.

—Ah, muy bien —le contesto—. Ahora tengo la próstata llena de semillas radiactivas, cosa que no tenía la última vez que nos vimos.

—Mooola. ¿Duelen?

—Pues…

—Mi padrastro tuvo lo mismo —interviene Jill, con la grieta reapareciendo entre sus ojos bien separados. Una muestra de simpatía.

—¿Y cómo está?

—Murió. Pero no de eso.

—Entiendo. Bueno, esto es bastante nuevo para mí —observo, como si estuviéramos hablando de cambiar de taller mecánico.

Sonrío y paseo la mirada por el sótano en penumbra. Además del mapa de Block Island, hay colgada una reproducción de gran tamaño, dejada por los anteriores dueños, de un cuadro que representa a la goleta Lord Barnegat, famoso ballenero que surcó el océano en el decenio de 1870 y en la actualidad se encuentra en el museo de Navesink. Debería tirar toda esta mierda, convertir la estancia en una sala de proyección y vendérsela a alguna emisora de televisión.

—No veo la vida como un molde perfecto que se haya roto —digo incómodamente cuando ninguno dice nada más sobre el hecho de que tenga cáncer. Puede que Jill comparta este punto de vista. ¿Qué más les habrá cotorreado Ann?

La cuestión del cáncer los ha dejado mudos a los dos, como le pasa a la mayoría de la gente, y de pronto me siento ridículo allí de pie vestido como un idiota, como si no existiera otro tema de conversación aparte de mi «enfermedad». ¿Acaso no se dedican a las tarjetas de felicitación? Aunque probablemente estamos esperando a que alguno de los tres haga algo imperdonable para enredarnos en una enardecida discusión y Paul pueda coger a Jill y volverse inmediatamente a Kansas City. De nuevo me lo imagino retozando con esta muchacha generosa, con esta espléndida manca de Michigan, y reconozco que me alegro por él.

—A las dos menos cuarto traerán la comida y la bebida —anuncio, para tener algo que decir antes de marcharme—. ¿Ha dicho tu hermana a qué hora vendría?

La mención de Clarissa inscribe al momento una sonrisa de satisfacción y desagrado a la vez en los labios de Paul, circundados por la barbita. Su hermana sigue siendo, naturalmente, su eterno tema, aunque ella siempre lo ha tratado como a un mutante peligroso, cosa que a él le encanta. Apoderándose del trofeo a la trayectoria vital más inquietante, Clarissa lo ha puesto fuera de juego. Jill podría ser el instrumento para reconquistar el galardón.

—¿Así que has conocido al nieto de Gandhi? —dice Paul con una sonrisa de complicidad mientras sigue toqueteando su cápsula del tiempo, aunque está nervioso, lanzando rápidas miradas a Jill, que se las devuelve con animosa expresión. Sus labios ostentan ahora una mueca desdeñosa. Se pasa la mano por el pelo, frunce el ceño en lo que interpreto como abatida convicción, y añade—: Se dedica a la terapia de equitación. Vete a saber lo que es eso. Y puede que esté escribiendo una novela semiautobiográfica, además. Le pregunté algo como: «¿Cuáles son las líneas aéreas más incomprendidas?». Y va y me dice: «No sé. ¿Royal Air Maroc?». Y yo le digo: «Y una mierda. La Northwest. Vuela a las ciudades gemelas de Minneapolis y Saint Paul. Estaba cantado».

Los labios de Paul se curvan hacia la comisura derecha. Está a punto de estallar por algo.

—A lo mejor no entendió adónde querías ir a parar —le sugiero como un buen padre—. En todo caso, me parece que no se toma muy en serio a sí mismo.

—Ah, eso es un gran alivio —replica Paul, su extraño rostro esférico asumiendo una expresión del más profundo desdén.

—A mí me ha parecido muy interesante —interviene Jill, en su primera declaración cuasifamiliar y pronunciando las primeras palabras sin codificar desde que Paul ha vuelto a entrar en la habitación. Aunque, desde luego, está equivocada.

—Es tonto del culo. Y se acabó —dice Paul con un gruñido—. «¿Estás bien? ¿Cómo te encuentras?». Parece una puta enfermera. Es de esos gilipollas que siempre andan preguntando a la gente si está bien. «¿Estás bien?». Y tú, ¿qué? ¿También estás bien? ¿Quieres que te dé un puto masaje con los pies? ¿Y si te froto la espalda? ¿O te hago una mamada? ¿Te gusta bien metida por el culo?

Con esa mentalidad, en tercero en el Instituto de Haddam, Paul solía enfrentarse a los profesores, dándose palmadas en las sienes: el universal SOS para los problemas de la adolescencia. Resulta difícil imaginarle vendiendo casas.

—Me parece que deberías dejar eso, ¿vale, cariño? —le sugiere Jill, sonriendo.

Paul la fulmina con la mirada, se vuelve luego hacia mí, como saliendo de un trance, parpadeando, sonriendo.

—¿Ya está? —dice—. ¿Has acabado? ¿Quieres que te dé un quesito?

No sería raro que se pusiera a ladrar, cosa que también hacía de adolescente.

Por alguna parte, de alguna fuente de sonido que no puedo localizar, como si saliera de la pared, oigo música. De orquesta. El Bolero de Ravel: los tambores marciales y los hermanados oboes, a todo volumen. Los Feenster, sin duda. ¿Hay ambiente más perfecto para el Día de Acción de Gracias? Es posible que estén en el jacuzzi, montando un musical para los visitantes de la playa y, por supuesto, para darme aún más el coñazo. En Pascua estuvieron poniendo el día entero La marcha de los niños siameses. El último Cuatro de Julio fue Lisboa Antigua, de Pérez Prado, hasta que la policía de Sea-Clift (llamada por mí) les hizo una visita de cortesía, a raíz de lo cual se armó una buena. Puede ser que en su empresa de tubos de rayos catódicos, Nick se haya contaminado con algún maligno producto químico que ahora esté afectando a su conducta. Pedirles que bajen el volumen sería una invitación a la pelea, y no tengo ganas. Aunque me gustaría llamar otra vez a la poli. Pero entonces, con la misma brusquedad, el Bolero deja de sonar y oigo voces y un portazo en la casa de al lado.

—Escuchad, vosotros dos. —Tentado estoy de añadir tortolitos, pero no lo digo—. Tengo unos asuntos que atender antes de que traigan la comida. Quiero que os portéis en esta casa como si fuera vuestra.

—Vale. Fenomenal —dice Jill, poniéndose los brazos a la espada y asintiendo con entusiasmo.

—¡No, espera un momento! —exclama Paul, que de pronto deja su cápsula del tiempo y echa a correr hacia mí por el sótano.

Retrocedo un paso y a duras penas logro ponerme a un lado, porque parece que quiere subir la escalera justo por donde yo estoy, aunque no tengo la menor idea de adónde pretende ir. Pero en cambio, choca directamente contra mí, dándome en pleno pecho, apretándome con fuerza y dejándome sin aliento.

—Todavía no te he dado un abrazo, papá —aúlla, restregándome la barbita por la mejilla recién afeitada, su vientre pegado al mío. Me tiene cogido por los hombros como con unos garfios, su rodilla desnuda, por lo que sea, metida a presión entre las mías del modo en que un gorila de instituto se apretaría contra su novia y compañera de curso. Tengo los conmocionados ojos casi fuera de las órbitas, de manera que puedo verle hasta el fondo de la masculina oreja y el rojizo y desigual paisaje del cráneo con su horroroso corte a la moda—. Ay, qué mal me he portado —gime con el más profundo y grosero sarcasmo, agarrándome con fuerza, triturándome el pecho con la cabeza. Quisiera echar a volar, gritar, o empezar a darle puñetazos—. Ay, Dios, qué malo he sido.

Me ha cogido prisionero; aunque tengo intención de escapar. Pese a estar atrapado contra el angosto hueco de la escalera, logro enganchar una Nike en la parte de arriba del escalón. Sólo que con Paul agarrándome y apretándome la nariz contra el pecho, pierdo el equilibrio y empiezo a escorarme hacia atrás, con él aún pegado a mí, la montura de sus gafas arañándome la mejilla. «Aaaay, aaay», lloriquea en fingido arrepentimiento. Ahora nos caemos los dos, pero logro agarrarme, a costa de hacerme un doloroso rasguño en la mano, en el barrote del pasamanos, que nos contiene, evitándome un batacazo de la leche: romperme una vértebra, partirme la pierna, terminar el trabajo que empezó Bob Butts. Pero ¿qué es lo que pasa?

—¡Qué coño estás haciendo, idiota! —exclamo agarrado a la resbaladiza barandilla como si hubiera recibido un balazo—. ¿Es que te has vuelto loco, joder?

—Conectando —dice Paul, expeliendo un alientazo nada saludable en la M de mi sudadera—. Estableciendo un vínculo emocional.

—¿Cariño? —dice la suplicante voz de Jill.

Entre el ángulo por el que cuelgo, y por detrás de la coronilla de Paul, surge a la vista el ancho y desconcertado rostro de Jill, con expresión atribulada, mientras con su única mano la muchacha trata de coger a Paul por la espalda para apartarlo de mí antes de que pierda mi punto de apoyo y me rompa la crisma en el arranque de la escalera.

—Cariño, suelta ya a tu padre. Se va a hacer daño.

—Esto es muy importante —farfulla Paul.

—Lo sé. Pero… —Jill empieza a apartarlo de mí, como a un niño.

—Quita de una vez. —Estoy forcejeando, intentando gritar, pero me falta el aliento—. Por Dios Santo.

Lo que me gustaría hacer es darle un buen puñetazo en plena oreja, dejarlo aturdido, sólo para soltarme de la balaustrada sin caerme. Y lo haría, si pudiera.

—Vamos, cariño.

Jill tiene los dos lechosos brazos —el completo y el sin mano— en torno a los costados de Paul. Yo tengo la nariz hundida en el hombro de ella: el dulce olor a lilas posiblemente asociado a sus pechos de Anita Ekberg. No por eso deja de ser un momento horroroso.

Y entonces me libero y puedo incorporarme. Paul está a quince centímetros, la empañada órbita de su ojo derecho brillando detrás de sus gafas, la boca abierta, intentando coger aire, las grises pupilas fijas en mí.

—Pero ¿qué te pasa?

Me dejo caer sobre el tercer escalón de la escalera que lleva a la cocina. Sigo sin aliento. Jill todavía tiene a Paul cogido con una llave de lucha libre por la cintura de su camiseta roja de los Chiefs. Parece aturdido, perplejo pero contento. Quizás piense que las cosas no podrían haber salido mejor.

—¿Eres de ésos que eluden el contacto físico con los seres queridos? —dice ahora con una voz grave de pinchadiscos radiofónico.

—Lo que a mí me gustaría saber es por qué eres tan gilipollas.

—Es más fácil —replica.

—¿Que qué, joder? ¿Que comportarse como un ser humano normal?

La redonda cara de Paul se me acerca despacio. Jill aún lo tiene cogido. Su cuerpo desprende un olor metálico —de su cápsula del tiempo—, su respiración es estertórea, como la de un fumador (confío en que no lo sea).

—Que ser como tú —me grita.

Está furioso. Conmigo. Sólo que yo no he hecho nada. Nunca he pretendido hacerle daño ni herirlo; sólo quererlo, que debería ser suficiente. Una verdadera pena.

—¿Qué es lo que tengo de horrible? Sólo soy tu padre. Es el Día de Acción de Gracias. Tengo cáncer. Te quiero. ¿Por qué es tan horroroso?

—¡Porque te lo controlas todo, joder! —grita Paul, que accidentalmente me escupe en la cara, alcanzándome en el párpado—. Lo reprimes.

—¡Hay que joderse! —Yo también estoy chillando ahora—. No controlo todo lo que debería controlar. ¿Qué coño sabes tú? ¿Qué has controlado tú alguna vez?

Casi se me escapa que alguien debería controlarlo a él, aunque eso no arreglaría las cosas. Empiezo a enderezar mi dolorido cuerpo y a bajar del escalón, apoyándome en la barandilla.

—Tengo cosas que hacer. ¿Vale?

Me arden las manos, me tiemblan las rodillas, el corazón se me quiere salir de su cavidad. Al otro lado de la puerta corredera de cristal, donde la luz es diáfana, la playa —lo que alcanzo a ver—, salpicada de endeble hierba arenosa y tallos secos, se extiende prístina a última hora de la mañana. Me limpio del párpado la fría saliva de mi hijo y me dirijo a Jill, que me está mirando como si fuera a expirar igual que su padrastro en Cheboygan. Me pregunto si me acostumbraré a verla con una sola mano. Sí.

Intento sonreírle por encima del hombro de mi hijo, como si Paul hubiera desaparecido.

—A lo mejor vosotros dos tendríais que dar un largo paseo por la playa.

—Bien —dice Jill: una buena, incondicional belleza de Michigan que sabe cuál es su tarea.

—Necesitas hacer la prueba de hostilidad —dice Paul, los ojos bailando tras las gafas—. Estaba en una servilleta de un restaurante de Valley Forge.

—A lo mejor la hago después.

Me siento derrotado.

—«¿Cuántas veces a la semana hace usted un corte de mangas? ¿Se despierta alguna vez con los puños apretados?». Vamos a ver… —Ya se ha olvidado de que todo lo reprimo, de que le hago imposible su complicada vida. Seguro que lo ha dicho plenamente convencido. Su mente está retozando ahora, su método para hacer que se extinga el pasado—. «¿Cree que la gente está hablando todo el tiempo de usted? ¿Piensa a menudo en la venganza?». Se me ha olvidado lo demás.

Me mira expectante, parpadeando, como si necesitara readaptarse: a mí, a estar aquí, a su espacio en el mundo. A mi hijo no le pasa nada. Somos nosotros. No somos normales. No es de extrañar que la vida tenga mejores perspectivas en Kansas City.

No estoy en condiciones de decirle nada. Se ha situado fuera de mi base lingüística, al margen de mi dicción represiva y mi sintaxis paternal, de mis fórmulas corteses, de mis cláusulas restrictivas, humorísticas, de mis conjunciones subordinadas. Tenemos nuestro puñetero código secreto: guiños, enarcamientos de cejas, pícaros dobles, triples, cuádruples sentidos; pero no hay más. Y ahora eso tampoco, todo sumido en el silencio y la ira, en el agujero que son nuestras «relaciones». Que Dios te bendiga. Que Dios te bendiga. Que Dios te bendiga. A pesar de todo.