Con los ojos bien abiertos, conduzco despacio por la 35 en dirección sur: Bradley Beach, Neptune, Belmar. Espero que haya algún taller abierto a las tres y media la víspera del Día de Acción de Gracias, con CRISTAL en el menú. Esos sitios florecen en las esquinas de todas las calles de Norteamérica, aunque cuando se necesitan no aparece ninguno. La competencia cultural nunca es perfecta.
El hálito invernal me ha convertido el coche en una nevera, y he puesto a tope la calefacción para que me dé en los pies, sintiendo ya en el vientre una señal confusa del perrito caliente. La parábola de las tres barcas es, en realidad, una útil directriz moral, y aunque Wade me haya tratado con desdén, en mi opinión la he seguido al evitar el Grove y a Vicki/Ricki, o como se llame ahora. Claro que mi tendencia natural es la de considerar todas las cosas como mudables, y resistirme a la obstinación de los asuntos humanos, enfoque que me ha ayudado a pensar con actitud más positiva en la vuelta de Sally en vez de quedarme hecho cisco como si me hubiera atropellado un coche sólo porque me haya abandonado (me considero un variabilista). La intermediación inmobiliaria se ejerce con la continua esperanza de que las cosas cambien para mejor, y es reacia al concepto de que lo malo siempre puede empeorar. Ann, sin embargo, me explicó una vez la afinidad de un variabilista con una rana que, puesta en una cacerola con agua, mira a su alrededor y se siente muy a gusto en el mundo, mientras el calor se va intensificando poco a poco, hasta que la cómoda y calentita charca se convierte en sopa de rana.
En la historia de las tres barcas, aparece un náufrago solitario flotando sin salvavidas en el mar cuando pasa una embarcación. «Sube. Te salvaré», le dice el barquero. «Ah, no, estoy perfectamente», dice el náufrago. «Tengo fe en el Señor». Más tarde, pasan otras dos barcas, y a cada intento de rescate, el náufrago —normalmente yo, en la versión de Wade— dice: «No, no, confío en Dios». Al final, y sin tardar mucho, el náufrago acaba ahogándose. Pero cuando comparece ante su Hacedor en el sitio predestinado donde algunos se regocijan pero muchos más se acobardan, el Creador lo mira con severidad y le dice: «Eres tonto. Estás destinado al infierno para siempre. Vete ya». A lo cual responde el ahogado: «Pero Señor, he tenido fe en Ti. Prometiste salvarme». «¿¡Salvarte!?», grita el Dios aterrador desde sus marmóreas alturas envueltas en bruma (y éste es el momento que más le gusta al viejo de labios morados, alcahuete de su propia hija, mientras sus escamosos párpados se cierran con fuerza y saca la lengua como un sonriente Belcebú). «¿Salvarte? ¿Salvarte?», inquiere Dios, tonitronante. «¡Te mandé tres barcas!». Y al infierno con Frank para siempre.
La última vez que Wade me contó esa historia —refiriéndose a quién debía elegir el pueblo norteamericano pero probablemente no elegiría en estas condenadas elecciones que ahora aguardan la ira divina—, Dios, al parecer, dijo lo siguiente: «¡Tres barcas, joder! Os he mandado tres putas barcas, imbéciles. Ahora iros al infierno». Dios, cree Wade, ve las cosas tal como son, y no tiene reparo en decirlo.
Pero la moraleja es clara. Los que se están ahogando se salvan a sí mismos, con independencia de lo que pueda parecer desde la costa y aun cuando no siempre resulte fácil evaluar la propia situación. Vicki/Ricki es mi última barca, según cree Wade. Aunque desde mi punto de vista (y teniendo en cuenta el cambio de aspecto que habrá sufrido a lo largo de dieciséis años), sólo es un barco fantasma que emerge entre la niebla. Ir al Grove y volver a conectar con esa vida pasada sería peligroso hasta para un variabilista: una necedad comparable a la de Sally marchándose a Mull o a la de Ann queriendo forjar una nueva unión conmigo. Hablando en plata, esa barca no flotará. Y estoy decidido a seguir en este mundo aunque sea en alta mar, esperando la siguiente barca, aunque sea la que me lleve a ya se sabe dónde.
La primera cristalería que veo —Cristal, Cristal Y Más Que Cristal— está cerrada, cerrada y más que cerrada. La segunda, ¿Necesita un Cristal?, en el centro comercial Lo Necesario de la 35, tiene el cierre metálico echado y encadenado a la acera, y en su interior todo está oscuro. La tercera, en Manasquan —simplemente llamada ¿Cristal?—, parece abierta, pero cuando entro en la sombría tienda, llena de ecos y pobremente iluminada, con sus grandes láminas de vidrio apoyadas contra la pared, no hay nadie a la vista. Paso por una puerta a una amplia estancia, oscura y fría, con anchas mesas vacías donde cortan el cristal. Pero no hay ni un alma: ni ruido de que estén realizando trabajos cualificados, ni el alegre rumor del término de la jornada que se suele organizar en la trastienda ante la proximidad de las fiestas.
Y por eso siento un poco de miedo, como si un depósito de cadáveres frescos me esperara al otro lado de la siguiente puerta, un vengativo número montado por elementos procedentes del norte de esta región.
—Hola —llamo tímidamente, pero sólo una vez; luego, rápido como una centella, vuelvo a mi gélido coche.
No sé cómo, ya son las cuatro. La luz del día se ha hundido por el invisible este. A las cuatro y treinta y seis adviene el crepúsculo: es desalentador. Un viento impetuoso acompañado de lluvia racheada ha empezado a golpear el parabrisas y a salpicar de agua el asiento trasero. Los coches llevan los faros encendidos. Es hora de conducir deprisa, de vuelta a casa, el momento en que sólo los condenados quieren estar en las carreteras de la nación: yo incluido, sin nadie que me espere en la puerta, sin planes que infundan a la velada algo semejante a la verdadera alegría de vivir.
Una copa es lo que me hace falta. Por regla general mantengo el tipo hasta las seis, disciplina bien conocida para los cansados contables empresariales, marinos que tripulan embarcaciones en solitario y novelistas sin suerte y con falta de aliento. Pero lo de las seis es un estado de ánimo, que incluso frente al espeluznante ¿Cristal? confiere una animosa certidumbre, la confirmación de que aún puedo tomar decisiones positivas: no sólo negarme a llevar a Wade al Grove o cortejar a la inconcreta Ricki. Puedo tomarme una copa. Hay cosas buenas, ciertas sensaciones cálidas, que están ahí.
Vuelvo a encontrarme a sólo un tiro de piedra del viejo Manasquan Bar, bajo el puente del río, donde antes he tomado el atajo de la 34. Allí seguro que puedo tomar una copa (y hacer un pis) en un entorno agradable y familiar. Salva Una Hora, y Salvarás La Noche: el lema del día, aunque algo tardío.
El Manasquan, al que ahora voy derecho, es normalmente terreno vedado —como ya he dicho— debido a su anclaje en el pasado y a su propensión a vaporosas nostalgias. A mediados de los ochenta, tenía un propósito amable con horario fijo. Tras una excursión de pesca nocturna en el Mantoloking Belle, el Manasquan era el lugar de reunión especial de los divorciados para demostrar unas rudimentarias capacidades sociales, comunicativas y afectivas (ninguna de esas cosas se nos daba muy bien, incluida la pesca), y nos dirigíamos a él en cuanto poníamos los pies fuera del barco alquilado: las piernas temblonas, los brazos sin fuerza de sujetar las cañas, con mucha sed. El bigotudo dueño del local era cuñado del capitán del barco, formaban parte de una gran familia de astutos griegos. Y estaba en el sitio justo —junto al muelle— para que la familia Mouzaki se quedara con todo nuestro dinero antes de mandarnos de vuelta a casa más contentos y conformes. Y eso era, como por arte de magia, lo que solía ocurrir; hasta que no sucedió más, momento en el cual, y obedeciendo a una señal no convenida, todos dejamos de ir y lo consignamos al pasado y al olvido, donde deseábamos que fueran nuestros antiguos matrimonios.
Pero veo que ahora no tengo nada que temer del Manasquan, por razones de su carácter prosaico, de agradable local portuario: la enseña roja sobre el tejado, las amortiguadas luces rosas y azules, los alquitranados olores marinos, las boyas de corcho y las lacadas carcasas de pez espada en las paredes junto a decenios de polvorientas fotografías de pescadores. Estará como estaba hace años: desintoxicado y vacunado contra la falta de autenticidad, sin encantamientos maléficos que me impulsaran a pensar que estaba desperdiciando la vida por no hacerme segundo oficial de un pesquero de bacalao en el Gran Banco de Terranova y dejar de ser agente inmobiliario; o agente de seguros agrícolas en Hightstown, dueño de una empresa de suministros de jardinería en Haddam, o pedicuro en Rocky Hill: todas las profesiones que ejercíamos allá por el año ochenta y tres. Claro que buscaba lo mismo anoche en el Johnny Appleseed, con lamentables resultados.
Cojo la desviación para el Manasquan y avanzo serpenteando por el pequeño embarcadero frente al River Marina, donde todavía ondean banderines del torneo de pesca anual de septiembre, así como de la feria de antigüedades y el Día del Mar del pasado verano. Todo me resulta familiar: el Muelle Paramount de los Mouzakis y el modesto Manasquan en sí, el BAR rojo lanzando cálidos destellos bajo la lluvia del anochecer.
Aunque los nombres han cambiado. El Muelle Paramount se llama ahora Excursiones Tío Ben. El viejo Belle, recién pintado de rosa, apenas visible al final del puerto, se llama Pink Lady. El Manasquan, con su techo de tejas y estructura de granero, que antes tenía su enseña de neón encima del ojo de buey de la entrada, se ha convertido en el Old Squatters, según reza un letrero de sencillas letras negras colgado en la puerta.
Y por suerte, al otro lado del encharcado aparcamiento del muelle y el bar, veo ahora, frente al viejo cobertizo de Quonset donde antes guardaban aparejos de pesca para las embarcaciones de alquiler, una teja con el siguiente anuncio: SE REPARAN BARCAS, COCHES, CARAVANAS. NADA ES IMPOSIBLE. Hay luces encendidas en el garaje y la diminuta oficina. Giro en redondo, paro enfrente y bajo a preguntar si me pueden arreglar la ventanilla de atrás.
Dentro, hay un hombre menudo de pelo negro y sin afeitar sentado detrás del mostrador, cerca de una estufa de gas, escuchando una emisora griega con sinuosa música de buzuki mientras come un enorme sándwich. Un chico con acné, de largas piernas, teñido de rubio y con tatuajes en los brazos, quizás su hijo, está sentado en un taburete al otro lado de la pequeña y sobrecalentada oficina, inclinado sobre un manchado ejemplar de El gran Gatsby: la antigua edición verde, gris y blanca de Scribner Library que yo leí en la asignatura de «Existencialismo Americano» en Ann Arbor en 1964. Durante décadas, la fui releyendo todos los años, tal como debíamos hacerlo todos, hasta que me harté de sus lapidarias certidumbres disfrazadas de inocencia echada a perder —algo en lo que yo no creo—, y di mi último ejemplar a la organización benéfica Shriners de Toms River en su colecta de Navidad. Los mecánicos, desde luego, desempeñan un papel fundamental en el desenlace de Fitzgerald, ocurrido a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí en línea recta. Este muchacho es, seguramente, el autor del letrero de fuera, y a él le pregunto sobre la ventanilla.
Alza los ojos por encima del libro y me dirige una sonrisa perfectamente receptiva, aunque el empleado mayor no se digna mirarme. A lo mejor sólo atiende a griegos.
—Vale —dice el muchacho antes de que le explique la totalidad de la situación y lo poco que me satisface—. Lo haré. ¿Le parece bien cinta aislante?
Vuelve la vista a la página del libro, con interés. Va por el final, cuando Meyer Wolfsheim dice: «Cuando matan a alguien, a mí no me gusta mezclarme en nada. Me mantengo al margen». Buen consejo.
—Estupendo —le contesto—. Me acercaré al Manasquan, a probar los cócteles.
Le hago una seña de confianza con la cabeza que promete una buena propina.
—Déjeme las llaves.
Lleva una camisa azul de mecánico con un parche blanco que dice Chris en cursivas rojas. Probablemente estudia en Monmouth y ha venido para el Día de Acción de Gracias, el primero de su familia de inmigrantes que bla, bla, bla. Tentado estoy de pedirle su opinión sobre Jay Gatsby. ¿Víctima? ¿Inocente con mala estrella? ¿Antihéroe con matices grises? O las tres cosas a la vez, condensando gráficamente la sombría valoración de Fitzgerald sobre la difícil situación de nuestro siglo, que afortunadamente toca a su fin. La imagen de «embarcaciones contra la corriente, incesantemente arrastradas hacia el pasado» está en contradicción con la historia de las tres barcas del Doppelganger del viejo Nick Carraway, Wade. Es posible, desde luego, que como estudiante moderno Chris no suscriba la concepción del autor. En cambio, yo sigo estando de acuerdo con ella.
Una vez entregadas las llaves, me encamino por la húmeda grava del aparcamiento al Old Squatters, né Manasquan, animado al comprobar que la cómoda fórmula, de larga tradición, de hacer las cosas «En el acto» sigue viva en esta parte del estado —entre inmigrantes en cualquier caso— y no ha cedido a la mentalidad de la franquicia, donde prima el volumen de ventas y los conocimientos técnicos se limitan a «eso no lo tenemos en existencias, pero lo hemos pedido», o «han dejado de fabricarlo»: el canon de la libre empresa del nuevo milenio, en la que el cliente desempeña un papel mínimo en el amplio drama de la burda acumulación (lo que los republicanos pretenden para nosotros, aunque los muy embusteros dicen que no).
Un denso y apetecible olor a bar me recibe al entrar, y me sorprendo, porque es exactamente el mismo que recuerdo —cerveza rancia, humo de tabaco, alquitrán de barco, jabón de urinario, palomitas de maíz, friegasuelos y cera para los bancos tapizados de cuero—, un aroma positivo, que augura buenas perspectivas, aunque eso probablemente sólo lo aprecien los hombres de mi edad.
La vieja estancia de sombríos rincones, semejante a un granero, tiene el mismo aspecto que cuando Ernie McAuliffe aporreaba la mesa con los puños y armaba jaleo sobre los rusos: el techo de grandes vigas, la larga barra a la derecha, iluminada con luz posterior y apliques rojos y azules, y bien ordenadas filas de todas las bebidas alcohólicas baratas que cabría imaginar, las botellas reflejadas en un espejo ahumado donde el dueño ha pegado con cinta adhesiva el dibujo de un pavo sonriente con un colono apuntándole con un mosquete. Dos parroquianas ocupan una mesa en la pared del fondo, bordeada de reservados. Hay una pequeña pista de baile, un rectángulo de linóleo, donde nadie bailaba en mis tiempos, por encima de la cual cuelga una esfera revestida de espejos diminutos que puede resultar útil cuando el ambiente se pone muy movido, cosa que hasta donde me alcanza la memoria no ha sucedido nunca. Antiguamente el Manasquan servía un plato compuesto de una cesta de pollo asado y un plato de gambas rebozadas que estaba bastante bien. Pero no veo que coma nadie, y no huele a comida. Las puertas batientes que dan a la cocina están cerradas con una barra y un candado.
Me alegro, sin embargo, de haber venido, y me siento en un taburete frente al extremo de la barra más próximo a la puerta, mirando hacia los demás parroquianos: dos mujeres que están bebiendo y charlando con la camarera.
Cuando salía de Asbury Park, mientras Wade se precipitaba hacia un destino ignoto y yo me dirigía a un hogar desierto con el frío entrando a chorros en el coche, intenté imaginar —igual que había hecho al volver de la Clínica Mayo en agosto, irradiando contaminación contra el cáncer como si emitiera mensajes en Morse— cómo podía pasarse un buen día de verdad. Y en ambas ocasiones llegué a la misma conclusión (esa estrategia, por infantil que parezca, no debería desdeñarse).
Hace dos años, Sally y yo emprendimos una de nuestras aventuras de vuelos baratos de ida y vuelta en un solo día —esta vez a Moline— con la intención de hacer una excursión en un barco de época por el Mississippi, visitar algunas interesantes obras de ingeniería de los indios algonquinos, ver un acorazado de la guerra de Secesión que habían sacado del lodo para exhibirlo en su propio museo, y tal vez parar en el casino Golden Nugget, que los mismos algonquinos construyeron para recuperar su dignidad. Pensábamos rematar la jornada cenando pronto en el River Room, en el décimo piso rotatorio del Holiday Inn de Moline, para volver luego al aeropuerto y coger el avión que nos devolvería a casa hacia las tres de la madrugada.
Pero cuando llegamos al embarcadero del viejo y romántico vapor de paletas, el Chief Illini, una tormenta empezó a descargar sobre nosotros todas las formas posibles de precipitación —nieve, lluvia, aguanieve, granizo—, que fueron turnándose una tras otra espoleadas por un viento helador. Habíamos comprado previamente los billetes por Internet, pero ni a Sally ni a mí nos apetecía ya hacer el crucero por el río, sólo queríamos volver a las adoquinadas calles del casco viejo de la ciudad en busca de un sitio agradable donde comer y establecer otro plan para pasar las horas que nos quedaban: posiblemente una visita sin prisas al Museo John Deere, ya que teníamos tiempo de sobra. Subí a bordo y comuniqué al capitán del barco, que también era el concesionario de la compañía de cruceros y dueño del Chief Illini, que renunciábamos a nuestros billetes a causa del veleidoso tiempo, pero que deseábamos poner en su conocimiento (ya que parecía amable y comprensivo) que volveríamos en otra ocasión provistos de nuevos billetes. A lo que el capitán, un individuo corpulento de rasgos satisfechos y tosca apariencia vestido con uniforme de sarga azul, charreteras doradas y gorra marinera, contestó:
—Miren, amigos, nosotros no queremos que nadie se aburra en Moline. Sé que hace un tiempo infernal y todo eso. De manera que no se preocupen, les devolveré el dinero. En River City no nos dedicamos a quedarnos con la pasta de la gente sin darles un servicio de primera. En realidad, ya que han venido hasta aquí —él no sabía que habíamos venido en avión desde Newark pero notaba que no éramos de por allí—, quizás aceptarían que los invitara al restaurante de mi hermana, el Miss Moline, donde sirven auténticos gofres belgas hechos con huevos frescos de granja y masa casera. ¿Qué les parece si la llamo y le digo que van ustedes para allá? Y aquí tienen entradas para el Museo John Deere, el mejor que hay de aquí a Dakota del Sur.
Al final no comimos en el Miss Moline. Pero sí fuimos al museo, que estaba bien conservado, con interesantes exposiciones sobre glaciación, erosión eólica y composición del suelo que explicaban por qué en esa parte de América se podía sembrar lo que se quisiera casi en cualquier época, sin tener en cuenta el periodo vegetativo.
Al acordarme de aquello ahora, aquí, en el Manasquan —o el Old Squatters—, mientras me arreglan la ventanilla y me siento a mis anchas en este desintoxicado y familiar ambiente, casi llego a creer que me lo he inventado, tan perfecto resultó aquel día para Sally y para mí, y tan perdurable ha sido como ilustración de que las cosas pueden salir mejor de lo que uno piensa —como ahora mismo— incluso cuando todos los puntos cardinales de la veleta espiritual pronostican cielos cubiertos.
—Vale, te lo pregunto otra vez, aunque no está bien despertar a los muertos.
Una mujer menuda con cara de ratón, pelo cano cortado a cepillo y orejas de considerables dimensiones plagadas de minúsculos aros de oro ordenadamente incrustados desde el lóbulo a la parte de arriba, me mira desde el otro lado de la barra. En sus labios hay una expresión de ironía, amable y divertida, aunque también se observa una arruga permanente en las comisuras, como si en un tiempo hubieran proferido palabras duras pero ahora marcharan mejor las cosas.
No sé de qué me está hablando, pero supongo que se trata de la copa que le he pedido. Me he decidido por una bebida de larga tradición que consumen todos los bebedores, para honrar la memoria de aquellos divorciados, ya fallecidos muchos de ellos. Es perfecta para el estado en que me encuentro.
—Póngame un bourbon con soda y hielo en un vaso alto, por favor.
—Eso no es lo que he dicho. Pero no importa.
—¿Disculpe? —digo sonriendo.
—Le he preguntado si está seguro de que éste es buen sitio para reunirse con sus amigos.
La camarera vuelve la cabeza y lanza una mirada a sus clientes del otro lado de la barra, dos mujeres maduras, corpulentas, acodadas sobre sendos cócteles del tamaño de un bebedero de pájaros que me observan de forma subrepticia pero claramente divertidas.
—Creo que sí.
Tiene acento de los pantanos, de Luisiana, seguramente de St. Boudreau Parish, mucho más allá del delta del Atchafalaya.
Intenta ser amable, haciéndome saber con el mayor tacto posible que el evocador Manasquan se ha convertido en un local de tortilleras mayorcitas y que probablemente me lo pasaría mejor en otra parte, pero que no tengo que marcharme si no quiero.
Sólo que dónde estaría mejor que aquí, entre estas refugiadas como yo. La decoración náutica está intacta. Las fotos de hazañas pesqueras enmarcadas en cristal grasiento siguen cubriendo las paredes con recóndita significación. La luz es turbia, los olores agradables, el mundo queda fuera, como en la pasada época del Manasquan. Probablemente la bebida es tan buena como antes. No podría importarme menos la orientación sexual de quien empina el codo a mi lado. En realidad, desde el punto de vista darwiniano me parece muy lógico que lo que antaño fue refugio de hombres duros haya evolucionado hasta convertirse en piso franco para diosas tolerantes, irónicas, rellenitas, de gruesos brazos y vestidas de riguroso uniforme (una lleva una gorra de los Yankees, otra un holgado mono de pintor sobre una sudadera del Vassar College). Podría decirles que antes mi hija era de su cofradía; pero probablemente no se lo diré.
—Solía venir cuando esto era de Evangelis —le explico agradecido, refiriéndome al marido de la hermana de Ben Mouzakis.
—Eso era antes de que yo viniera, cariño —canturrea la camarera, mientras me prepara la bebida.
Veo que tiene un vistoso tatuaje verde en el escuálido cuello, unos centímetros por debajo de la oreja. En letras góticas se lee TERMITE, y aunque supongo que será su nombre, no estoy dispuesto a llamarla así.
—¿Qué tal va el bueno de Ben?
—Está muy bien. Ya ha dejado lo de avistar ballenas. —Una vez que me pone la copa, Termite (sólo voy a llamarla así en privado) empieza a someter un montón de vasos sucios al triple tratamiento de jabón, aclarado y aclarado en una pila de tres senos, con unas manos pequeñas, ágiles como las de un tahúr-.
Cuando se le acabó el negocio de alquilar el barco, se dedicó a los funerales marítimos durante un tiempo. Luego le salió eso de las ballenas.
—Qué bien.
Tomo un primer sorbo, reconstituyente. Termite me ha servido un doble de Old Woodweevil, lo que significa que es la hora del dos por una. Pronto se llenará esto de mujeres corpulentas, recién salidas de su trabajo de estibador, peón de albañil y mecánico de diésel, activistas satisfechas de tener un sitio propio adonde acudir. Me pregunto si Clarissa tiene un tatuaje que yo desconozca en alguna parte, y si es así, ¿qué dirá? «Papá», no; eso seguro.
Las dos imprecisas mujeres del reservado del fondo, una con un vestido estampado de flores que no le sienta demasiado bien a causa del vientre, la otra con un grueso jersey de cuello alto, se ponen en pie y se dirigen cogidas de la cintura hacia el antiguo tocadiscos. Una de ellas echa una moneda y se empieza a oír a Ole Perry cantando 77/ Be Home for Christmas, y luego empiezan a bailar lentamente la agridulce melodía bajo el inmóvil globo discotequero.
—Se follaría hasta una herida de bala, esa zorra asquerosa —oigo que una de las tías regordetas de la barra, la de la gorra de los Yankees, dice a Termite, que se ha acercado a ellas, para cotillear de la amiga común.
—Bueno, pues ¿sabéis una cosa? —Termite sonríe con suficiencia, alzándose descaradamente en el piso de tablones sobre la punta de los pies para ver mejor la cara de las dos parroquianas—. Que yo no soy ninguna herida de bala, joder. Ya me parecía a mí. ¿Entendéis lo que quiero decir? —Y bajando la voz lanza una súbita mirada en mi dirección y concluye—: Yo sería una pesadilla para esa zorra.
Termite, según veo, tiene un enorme cuchillo de caza en el ancho cinto negro de matón con incrustaciones plateadas que lleva tan apretado a la cintura que debe de cortarle la respiración. Va de negro de arriba abajo —vaqueros, botas, camiseta, sombra de ojos—, menos por el canoso pelo a cepillo, la ornamentación de la oreja y el tatuaje de TERMITE. Me imagino que ya habrá sido una pesadilla para mucha gente, aunque a mí me ha recibido muy bien y no me importaría que me sirviera otra copa. Aún no habrán arreglado la ventanilla del coche, cuyo techo estará resonando con la implacable lluvia de la que felizmente estoy a cubierto.
Termite ve que busco su mirada, deja la controversia y se acerca despreocupadamente, sin desprenderse enteramente de su desdeñosa actitud. Bajo los vaqueros se le notan unas piernas flacas y arqueadas, con excesivo espacio entre los escuálidos y envarados muslos, de modo que se balancea al andar con el aire arrogante de Charlie Starkweather, otro que en su tiempo también fue una verdadera pesadilla.
—¿Cómo vas? ¿Sigues teniendo sed? —Apoya las menudas manos en el borde de la barra y da unos golpecitos en la madera con el pulgar, adornado con una enorme sortija—. Te lo has mamado como si de verdad te hiciera falta.
—Estaba bueno —le digo—. Ponme otro.
Ahora tengo que hacer un pis. Mis ojos van a donde antaño estaban los servicios.
—Ah, sí. Los preparo bien. —Termite me está llenando el vaso sin moverlo de la barra, sin cambiarme el hielo anterior, echando montones de whisky y un chorrito de sifón. Al darse cuenta de dónde estoy mirando, me dice sin volver la cabeza—: Allí está, en aquel rincón. Se ha fundido la luz. Ya no se usa tanto como antes.
—Fenomenal.
Me bajo del taburete y pongo a prueba mi estabilidad, que parece firme.
Mientras me aparto de la barra, Termite lanza una desagradable sonrisa a sus dos amigas y con la misma voz excesivamente teatral, me recomienda:
—Será mejor que vayas con cuidado, puede haber cocodrilos.
—O algo peor —remacha una de las tías con voz cascada, soltando una risotada.
—Vale —contesto—. Me servirá.
Dentro del lavabo de caballeros, nada resulta intimidante. La bombilla del techo funciona perfectamente, aunque los mugrientos servicios de porcelana son de la marca Kohler y tienen un decrépito aspecto de la era de los cincuenta, el secador cuelga de un tornillo y el viejo ventilador empotrado en el cristal de la ventana, cuyo recubrimiento exterior vibra por el viento, deja entrar una bruma fría que se aposenta sobre la capa de mugre pegada a todas las superficies. Pese a todo, el mingitorio está en perfecto estado de uso. No hay cocodrilos.
En la pared han dejado multitud de mensajes para dar motivo de reflexión a los futuros usuarios, todos ilustrados cuidadosamente a lápiz o con rotulador, junto con una serie de crudas representaciones de mujeres con pechos milagrosos y aparatos masculinos engullidos, así como una variedad de asombrosas posturas de acoplamiento. Se hacen llamamientos para «desparramar la sementera», en favor del «Club de las duras y solitarias» y del «Pichón sin alas». Uno, al lado del urinario, tiene el antiguo y nostálgico prefijo 609, con el ruego de que llamen «sólo personas discretas». Varios mensajes proponen desatinadas sutilezas sexuales con miembros de la familia Mouzakis, incluida la abuela Mouzak y la ovejita que los Mouzakis tenían en casa, Mouzy, a quien se muestra saltando una cerca. Lo único digno de mencionar mientras termino una meada tan larga que me flaquean las rodillas —aparte del BUSH Y GORE MAMONES, escrito con lápiz de labios en el deslucido espejo— es un teléfono móvil de color verdoso, un pequeño Nokia que han arrojado al urinario en señal, supongo, de descontento con sus prestaciones. Y al lado, sobre la rejilla de goma, hay un sándwich de carne y pan blanco a medio comer. Es una sensación rara mear encima de un sándwich y al mismo tiempo en el auricular de un teléfono verde en miniatura. Pero yo ya no puedo elegir. Desde las radiaciones de Mayo, paso el triple de tiempo en servicios poco recomendables, y tiendo a tener cada vez menos melindres.
Cuando vuelvo a mi sitio en la barra, sintiéndome inmensamente mejor, un whisky recién puesto me está esperando como si fuera hermano gemelo del otro. La señora o señorita Termite se ha quedado frente a mi sitio y quiere hacer amistad, lo que aumenta mi satisfacción de estar aquí.
—Bueno, ¿y a qué te dedicas? ¿Eres una especie de vendedor?
Se saca de los vaqueros un paquete blando de Camel, coge uno con los labios apretados y lo enciende con un Zippo plateado del tamaño de un frigorífico. Clic, crac, cloc. Exhala un humo grisáceo por la comisura de la boca, torciendo los labios como un presidiario.
—¿Te importa que fume? No debería, pero qué coño.
—Haces bien —la animo, agradecido por el aroma prohibido que me inunda la nariz.
Cuando Mike encendió uno anoche, me di cuenta de que ya no se huele tanto a tabaco como antes. Tentado estoy de gorronearle uno, aunque no fumo desde la academia militar y probablemente me asfixiaría.
—Soy vendedor —le contesto—. Vendo casas.
—¿Dónde? ¿En Florida? ¿De esa clase?
—Aquí cerca, en Sea-Clift. Un poco más al sur. No muy lejos, en realidad.
—Ah, ¿sí? Vaya, mira por dónde.
Con los ojos entornados, el humo saliéndole por la comisura de la boca, Termite se pone a buscar algo por debajo de la barra y saca la Guía Inmobiliaria de la costa, publicada por el Colegio de Agentes de la Propiedad Inmobiliaria de Jersey Este. De modo que si Mike Mahoney ha hecho bien su trabajo, habrá un anuncio encuadrado de Realty-Wise en la sección del sur de Barnegat con una foto del 61 de Surf Road, que la tormenta que tenemos encima —vanguardia de la depresión tropical Wayne— puede estar arrastrando ahora hacia el mar.
—Estoy buscando una —dice Termite.
—¿Qué clase de vivienda buscas? —le pregunto, adoptando parte de su acento en un gesto de camaradería. Termite sería un cliente difícil, aunque posiblemente dejaría que Mike le hiciera los honores. A él le parecería fantástico; y quizás lo fuera.
—Pues, ya sabes. —Se quita una brizna de tabaco de la punta de la lengua, descubriéndome así una especie de tachuela que le perfora la lengua como un clavo de herradura. Quiero que la deje fuera para mirarla bien, pero al cabo de un momento vuelve a guardarla—. Una de esas espléndidas mansiones frente al mar, que salga barata. A lo mejor una donde haya habido algún muerto, como lo que pasó con el Corvette donde murió aquella chica en Laplace y que acabaron enviando al desguace porque no podían quitar el olor. Eso me vendría bien. ¿Tienes algo así? ¿Dónde has dicho que vivías?
—En Sea-Clift.
—Vale. —Se sorbe algo entre las muelas y se pasa la perforada lengua por el interior de la mejilla ante la idea de que una ciudad se llame de ese modo—. Claro, tengo a mi madre. Está en silla de ruedas desde hace no sé cuánto tiempo.
—Eso está bien —le digo—. Quiero decir que está bien que pueda vivir contigo. No que esté bien que se encuentre en una silla de ruedas. Eso es una lástima.
—Sí. Le amputaron la pierna por la diabetes —explica Termite frunciendo el ceño, como si también a ella le hubiera dolido físicamente.
—Entiendo.
Las dos corpulentas señoras del otro extremo de la barra reavivan su conversación a un nivel de decibelios más alto.
—Cada vez que subo a un puto avión, pienso: Este pedazo de cabrón va a estallar. Y si lo asimilo, me duermo antes.
La pareja del reservado del fondo sigue bailando, aunque hace mucho que Perry ha terminado su canción navideña.
—Oye, deja que te pregunte algo —me dice Termite, mientras levanta la pierna y apoya la bota en el borde de la pila, sosteniendo el cigarrillo entre el pulgar y el índice como si fuera un lápiz.
Pese a su actitud de navajera, de ser más dura que una remachadora —bíceps menudos, esculpidos y surcados de venas, ojos castaños ligera y escépticamente saltones, dedos plagados de anillos, ásperos y probablemente llenos de callos de levantar pesas—, no es en absoluto masculina. En realidad, es tan femenina como Ava Gardner; aunque en un estilo diferente. Su talle, con el cinturón plateado y negro bien apretado, es tan estrecho como el de una libélula. Y sus pechos, posiblemente revestidos en alguna envoltura metálica bajo la camiseta negra, son de unas proporciones que ningún hombre desdeñaría. Me gustaría saber cómo la llama su madre en casa. Susan, Sandra o Amanda Jean. Aunque me llevaría un guantazo en la nariz si se me ocurriera llamarla así.
—¿De dónde eres, en principio?
—Soy sureño de pura cepa. De Mississippi.
—Ya me parecía —dice Termite, con sorna.
Una comprobación genealógica significa que estamos derivando hacia un tema que sus parroquianas de la barra no tolerarían, a algo que, según su propia experiencia, sólo otro sureño podría comprender: por qué las razas de color no están capacitadas constitucionalmente para trabajar cuarenta y ocho horas semanales; por qué no saben nadar ni pueden dejar en paz a las mujeres blancas. Eso es consecuencia, según demuestran las estadísticas, de que su cerebro es más pequeño. Es una lástima que no se desprenda nada bueno del hecho de ser sureño. Sin embargo, me estoy emborrachando satisfactoriamente con el segundo whisky y estas cuestiones pueden esquivarse con relativa facilidad.
—Vale. Mira, he leído una cosa —dice Termite, acercándose un poco más a la barra y bajando la voz—. El cerebro no obedece a nada, ¿sabes? No tiene verdadero jefe. Es como una planta. Si yo voy por ahí, él va por ese otro lado. Ni siquiera tiene autonomía. Simplemente se adapta. Todos somos como accidentes con cerebro.
Su menuda cara de roedor se vuelve solemne con las sombrías implicaciones de ese anuncio. Sé algo sobre esa cuestión por el boletín de la Clínica Mayo, que contiene información sobre tales temas y que suelo leer en el baño. El cerebro es una metáfora. La conciencia es resultado de la adaptación celular, la inteligencia es tan fortuita como el juego de los palillos. Cierto, todo ello. Sólo espero que Termite no pretenda derivar en profecías sobre el Señor y los designios divinos. Porque si es así, por mucho que llueva me largo corriendo de aquí.
—¿Sabes de lo que estoy hablando? —susurra como si fuera un secreto que las demás parroquianas no deben oír, e insiste—: ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí.
—¡El puto milenio! Pero ¿qué milenio? —Las bulliciosas tías de la barra también se están achispando, han creído que tienen todo el local para ellas solas, y no les falta razón. Nadie ha entrado después de mí—. ¡A lo mejor estaba cagando cuando pasó!
Termite les dirige una mirada furiosa y empieza a enrollar la Guía inmobiliaria de la costa, apretándola cada vez más hasta que parece un tubo compacto.
—Así que ya ves —dice, aún en tono confidencial—. Con cincuenta y un años —yo habría dicho cuarenta— y de vez en cuando me gusta poner mi mente a prueba. ¿Vale? —Sonrío como si supiera, y al mismo tiempo tratara de saber—. Intento pensar en algo concreto. Trato de acordarme de algo. A ver si soy capaz. Como…, bueno, pues un nombre…, el nombre de esa planta de brotes rojos que suele haber en navidades. O algo que surge en la conversación, y quiero decir: «Ah, sí, igual que…». Y entonces no me acuerdo. ¿Sabes? Donde debía estar lo que quiero decir sólo tengo un vacío. Nunca es nada importante, qué es un Jack Daniels o cómo se hace un Whisky Sour. Como si quiero decir: «… y luego nos vamos todas a Freehold». Y entonces no me sale lo de Freehold. Aunque no es un buen ejemplo. Porque sí sé decir Freehold, o lo que sea. Pero si quisiera poner un buen ejemplo, entonces no me saldría. A lo mejor no se me ocurriría ninguno. ¿Sabes a lo que me refiero con todo esto?
Termite da una larga calada llena de consternación a su Camel, luego lo moja en la pila y tira la colilla a un cubo de basura negro que hay detrás de la barra, mientras expulsa el humo hacia abajo sin agachar la cabeza.
—Eso me pasa a mí montones de veces —le aseguro.
¿Y a quién no? Es la clase de pseudoproblema que suscitaría fácilmente una visita de Sponsor. Y como siempre, mi solución sería: Olvídate de ese puñetero asunto. Piensa en algo más agradable: un apartamento nuevo con una rampa para la silla de ruedas y quizás una cocina Jenn-Air y enchufes de teléfono por todos lados. Tu mente no es la guía de las páginas amarillas. No tienes derecho a pedirle que realice operaciones por las que no siente interés alguno sólo porque a ti te apetezca lucirte. En mi opinión, es mala señal que a alguien le preocupe el hecho de ser incapaz de acordarse de cada mínimo detalle que se le pueda ocurrir y que a lo mejor ni siquiera existe.
—¿Piracanta?
—¿Cómo has dicho? —pregunta Termite, parpadeando.
—Esa planta de brotes rojos.
—Ésa, sí. Vale, pero eso no es todo. Porque lo peor de todo, de verdad, es que cuando no puedo acordarme de eso que acabas de decir, me empiezo a hacer preguntas, y entonces se abren las compuertas y empiezan a salir cosas que ni te imaginas.
—¿Qué cosas?
—Cosas de las que no quiero hablar.
Termite lanza otra cautelosa mirada a las amplias siluetas del final de la barra, como si pudieran estar riéndose de ella. Están, en realidad, muy juntas, susurrando, pero cogidas de la mano como una pareja de osos recién casados.
—Pero ¿cosas reales, quieres decir?
Pienso en ello, pero no con mucho empeño.
—Sí, cosas de verdad. Cosas en las que no quiero pensar. ¿Vale?
—Como quieras.
Para cambiar de tema doy un sorbo a mi —ya— tercera copa en la hora de precio reducido. Puede que ya haya bebido bastante. No tengo la misma resistencia de antes. Además me he metido en una conversación que amenaza con volverse seria: lo último que yo quisiera. Preferiría hablar de la erosión marina, de golf, de lo que están haciendo los Eagles o de las elecciones, porque estoy seguro de que estas chicas han de ser demócratas.
—¿Crees que estoy perdiendo la chaveta? —inquiere Termite en tono acusador.
—Pues claro que no. Ni se me ocurre pensarlo. Ya te he dicho que eso también me pasa a mí. Es sólo que tienes demasiadas cosas en la cabeza.
En qué sitio hacerse un tatuaje y un piercing, dónde hay un buen afilador de cuchillos, su madre inválida.
—Porque mamá piensa que a lo mejor sí. ¿Entiendes? Y a veces yo también lo pienso. —Tuerce los labios en una mueca de disgusto consigo misma, expresión a la que está acostumbrada—. Cuando quiero acordarme del nombre de esa puñetera planta de brotes rojos, o lo que sea, de cómo se llama esa mujer que es astronauta, cualquier cosa, entonces se me va de la cabeza.
Y en ese preciso momento, ciñéndose al protocolo del buen camarero, se vuelve y se aleja, siguiendo cierta conversación con las tortolitas que han estado bailando muy amarteladas con la canción de Perry.
—… festejan el Día de Acción de Gracias como si verdaderamente significara algo —la oigo decir—. Me gustaría saber qué sentido tiene.
—A mí también —contesta una de las bailonas, con un eco que resuena tristemente en el local.
Termite me ha dejado la Guía inmobiliaria enrollada. Quisiera enseñarle mi anuncio y darle mi tarjeta. A veces un panorama nuevo, un número distinto de casa, otro puesto de trabajo, un barrio diferente que conocer y recorrer es todo lo que se necesita para simplificar la vida y reanimar la esperanza. Quizás parezca que cambiar de casa sólo supone levantar el campo y mudarse, con los consiguientes trastornos y la idea de que tres mudanzas ya es la muerte, pero de lo que se trata en realidad es de llegar a un sitio determinado, de tener un destino, de las perspectivas que le esperan a uno, o que podrían esperarlo en alguna parte en la que nunca se había pensado. En Michigan tuve un profesor borrachín que nos enseñaba que toda la literatura norteamericana, de Cotton Mather a Steinbeck —era la misma clase en la que leí El gran Gatsby—, se había fraguado en torno a un principio positivista: irse de un sitio y marcharse a otro con mejores perspectivas.
Aprovecho la ocasión para bajarme del taburete y acercarme a la puerta para echar un vistazo por el ojo de buey al aparcamiento y ver si ya está arreglada la ventanilla del coche. Todavía no. Chris, el especialista en Fitzgerald, lo ha metido en el garaje iluminado con tubos de neón y deambula por el sombrío interior del taller buscando, al parecer, el material más adecuado para el trabajo. El otro empleado, menudo, sin afeitar y con aire de tunante, está en la puerta de la oficina, mirando al cielo desgarrado por la lluvia como si estuviera atrapado en una nube de sombríos pensamientos. Edward Hopper en Nueva Jersey.
Vuelvo a mi taburete frente a la barra y me digo que debo echar otra meada si no quiero hacerlo más tarde bajo la lluvia, detrás de algún oscuro Pathmark, donde ya me han pillado más de una vez las patrullas de seguratas, dando lugar a explicaciones difíciles e incómodas. En todos los casos, sin embargo, los agentes eran polis pluriempleados de mediana edad y se mostraban bastante comprensivos.
Termite está charlando con las mujeres del final de la barra. Nadie ha entrado a aprovechar la hora de precio reducido (el tiempo y las fiestas son siempre factores negativos). Ojeo la guía inmobiliaria, examinando las sonrientes caras de los agentes, que irradian encanto y confianza. Deb, Linda and Margie, con sedosa cabellera dorada y enormes pendientes, resultan atractivas en las fotos hechas con filtro para disimular su verdadero aspecto, y Woody y el bigotudo Max, con el pelo esculpido con secador, en poses de tíos buenos: vaqueros, camisas a cuadros con el cuello abierto, delicados accesorios de plata y cadenas de oro al cuello. Lo que más se anuncia son «casas», jerga del oficio para las viviendas unifamiliares de una sola planta y las pequeñas de dos niveles: nada que no tengamos en Sea-Clift. Cada cierto número de páginas, hay una «mansión palaciega en la playa», única y grandiosa, de la que no se dice el precio porque, según sabe todo el mundo, puede provocar un ataque.
Entre las que tengo en cartera, el número 61 de Surf Road aparece en la página noventa y seis, un recuadro con la casa de los Doolittle en un color desvaído, una instantánea tomada por Mike con nuestra vieja Polaroid. Vuelve a sorprenderme, incluso sabiendo lo que ahora sé, que resulte un producto tan bueno aquí como al natural, en esta época y a ese precio. En Brielle hay cosas mejores, pero el doble de caras. El lunes por la mañana, llamaré a Boca para discutir lo que puede hacerse con el asunto de los cimientos y la modificación de la lista de defectos. «Los cimientos requieren renovación» significaría naturalmente una sentencia de muerte en un mercado saturado a menos que el comprador tuviera intención de tirarlo todo abajo. Apuesto a que los Doolittle me quitan la casa y se la dan a un competidor que no sepa nada acerca de los cimientos. No sé si podría reprochárselo.
—¡Oye! ¡Tú! —dice al final de la barra la gran mamá osa de la gorra de los Yanks (está cogorza), dirigiéndose a mí. Sonrío, como si estuviera deseoso de que alguien hablara conmigo—. Por casualidad no te llamarás Armand, ¿verdad? Y por casualidad no serás de Neptuno, supongo.
—O de Ur-ano —tercia su robusta amiga con una carcajada.
—No. Me temo que no —contesto con una sonrisa encantadora—. De Sea-Clift.
—Te lo dije —se ufana la mujer del mono.
—Vaya cosa. Bueno, entonces, ¿quieres bailar? Te juro que soy una mujer.
—Eso le importa una mierda —dice en un murmullo teatral su compañera, poniéndose frente a ella para sonreírme. Y con otra carcajada, concluye—: Fíjate en él.
—Eres muy amable. Pero no, gracias —le digo—. Tengo que marcharme enseguida.
—¿Y quién no? —masculla—. Tú te lo pierdes, tío. Bailo muy bien.
—Con los dos pies encima de los tuyos, claro —se burla su amiga.
—¿Y por qué no bailáis vosotras? —les sugiero.
—Ahí lo tienes —conviene la segunda mujer.
—¿Dónde lo tengo? —refunfuña la primera mujer, olvidándose inmediatamente de mí.
Esto de haber caído aquí —como espectador desconocido y tolerado— es una suerte, y da una sensación estupenda. Podía haber acabado fácilmente en algún sitio indeseable, con sólo la oscura cueva de la noche delante de mí. Pero no ha sido así. No me he perdido, aunque no sé si alguien lo vería de ese modo.
Sin embargo, hoy he cumplido el propósito que tenía al salir de casa: plena inmersión en los acontecimientos. Ha habido tres incidencias de carácter positivo: una agradable aunque improductiva muestra de una casa, una provechosa demolición y este sano interludio de aquí. Contra sólo dos y medio de escasa calidad: desagradable encuentro en la cocina con mi hija y su galán; rotura de la ventanilla del coche; Wade enfadándose y acabando… ¿dónde? (En casa, espero).
Cualquiera de estos últimos acontecimientos habría sido suficiente para subirse al coche y no parar hasta Dakota del Norte, frente a la granja de un desconocido al este de Minot, alegando un ataque de amnesia con objeto de pasar allí el día —el del Pavo— antes de recobrar las facultades y volver a casa. Baste decir, entonces, que cuando se ve a alguien con los codos en el mostrador, la cabeza gacha, los hombros encogidos sobre una bebida de color pardo, charlando de manera elíptica, en voz baja, con el camarero, los ojos cargados de alcohol pero aparentemente contento, puede pensarse que en realidad se está soltando a sí mismo una reprimenda muy merecida. El cerebro puede que no tenga verdadero jefe, pero sí tiene dueño. Uno mismo.
Varias parejas de parroquianas entran ruidosamente a guarecerse de la lluvia, y el bar se vuelve más festivo. Todas las señoras —hay dos que pesan más de cien kilos— van con amplia ropa de trabajo y recio calzado, como si fueran miembros del sindicato de fontaneras. Algunas llevan divertidos tocados (una boina rosa, un casco a rayas negras y blancas, una gorra de Caterpillar al revés), y manifiestan un jactancioso buen humor, se conocen todas, se gastan bromas y se toman el pelo unas a otras igual que una pandilla de hombres; aunque esas mujeres son más jóvenes que tales hombres, aparte de más simpáticas y tolerantes, y sin duda con más sentido de la amistad.
Al entrar me lanzan una subrepticia mirada y tras formarse una opinión de mí intercambian un rápido y atrevido comentario, como si yo fuera realmente una mujer. Dos de ellas me sonríen con arrogancia, lo que quiere decir: nos alegramos de que estés aquí, que es donde más a gusto estamos nosotras, así que será mejor que tú también lo estés (y ésa es mi intención). A Termite, todas la tratan con el cariño debido a una hermana pequeña, escandalosa y de boca cruel, que fuera un problema para cualquier padre. Deambula por el entarimado poniendo copas, llamándolas «caballeros», «marimachos» y «tortilleras», haciendo de cuando en cuando alguna broma a mi costa a la que no debo responder. Pasa despacio frente a mí, proponiéndome algo llamado «Napalm irlandés», bebida que gusta a todas las «marimachos», que se sirve ardiendo.
—Empezarán a pedirlo dentro de un momento —me asegura en tono duro, alzando la voz para hacerse oír por encima del ruido que hay ahora—, y después se armará un follón de aquí te espero. Bueno, qué más da. —Se le ha olvidado que hace veinte minutos me estaba diciendo que tenía miedo de volverse loca, pero se inclina de nuevo sobre la barra, entornando sus pequeños ojos, como si lo que va a decirme no fuera para el consumo general, la mano derecha apoyada en el mango del machete, y añade—: Pero lo que a mí me gustaría saber es cuándo se ha convertido todo en negocio. ¿Sabes lo que quiero decir? Negocio esto, negocio lo otro.
Algo que no he observado hasta ahora, cuando Termite ha vuelto a acercarse a mí, es que lleva un aparato plateado de ortodoncia en los incisivos inferiores, además de la tachuela en la lengua, lo que le da un aspecto aún más extraño.
—El negocio es el negocio —afirmo sin reservas, sugiriendo que sé de lo que hablo.
—Vale. —Asiente con la cabeza, mira por encima del hombro al bar, que promete negocio, como si el repentino bullicio nos ofreciera cierta intimidad que antes no teníamos—. Sabes escuchar. Si mi ex marido, Reynard, hubiera escuchado una sola cosa de lo que le decía, puede que siguiera casada con ese cabeza de chorlito. ¿Entiendes lo que quiero decir? Pero ni hablar. Nanay. Nada de escuchar. Para hablar ya estaba él, yo sólo tenía que saltar como una rana a su alrededor.
—Una lástima. Hay hombres que no saben escuchar, creo yo.
—Y que lo digas. —Chasquea el labio contra los dientes y baja la vista—. Y, además, eres guapo. Ya tendrás alguna jovencita cachonda en ese sitio donde vives, en Sea… ¿qué más?
Termite me sonríe de pronto, directamente y con dulzura, con una sonrisa que descubre el aparato plateado de la mandíbula inferior y, tímidamente, sugiere la idea de que unos lazos mejores, más estrechos, podrían establecerse entre los dos, con cosas aparte quizás permisibles.
—Cierto —miento alegremente. Me imagino a mi hija con el multiétnico Thom, a quien ojalá no vuelva a ver más.
—Sí, claro. Qué bien. Sí —dice resueltamente Termite, cuya sonrisa cobra enseguida un matiz neutro, enteramente profesional—. La hora de precio reducido se está acabando. ¿Quieres algo?
—Tengo de todo —anuncio, sugiriendo que cumplo todas sus expectativas menos una.
—Entonces, vale —concluye, dándose la vuelta otra vez y echando a andar despreocupadamente por la tarima, advirtiendo—: Bueno, gordas, a ver si os controláis un poco.
—Que te den por culo, a ti y al viejo verde que te estás trajinando, zorra esquelética —dice una de las mujeres, toda alborozada, mientras las demás se retuercen de risa.
Echo otro vistazo a las páginas enrolladas de la Guía, con idea de dar otros diez minutos a Chris, el mecánico. Estas publicaciones pueden ser realmente de gran ayuda al ciudadano, pues le ofrecen una información muy valiosa a la hora de aterrizar en un municipio o región donde no conoce a nadie evitándole la sensación de desánimo y apartándole de la cabeza la idea de volverse a su casa en Waukegan. Sin pagar un céntimo, la Guía le facilita una lista bien documentada de «servicios básicos», teléfonos de emergencia, «la mejor» cocina italiana, filipina y tailandesa, clínicas sin cita previa, una dirección electrónica de una entidad financiera especializada en hipotecas, dentistas y veterinarios de urgencia, entrega de bombonas de oxígeno, talleres de chapa y pintura, mecánicos y prestamistas para pagar la libertad bajo fianza. Aparte, desde luego, de cursillos quincenales sobre intermediación inmobiliaria. Incluso hay una lista de Sponsors Anónimos de Monmouth y Ocean County. Se anuncian, además, muchas oportunidades comerciales, pequeños negocios que pueden adquirirse con sólo pedirlos, como yo hice. Ojeando estas páginas en el mes de enero, algún lánguido sábado por la tarde, siempre encuentro un par de alquileres para el verano: chalés que yo mismo podría comprar si estuvieran en un estado presentable, o en caso contrario, administrar por unos honorarios razonables. Leo también esas abarrotadas páginas para hacerme una idea (por ósmosis) de cómo nos van las cosas en general, de lo que nos tenemos que cuidar, esperar con ansiedad o recordar con orgullo o alivio. Esas indicaciones espirituales me las dan viejos parques de bomberos, rectorías o agencias de la Chrysler en venta, negocios antaño prósperos y ahora en regresión, la cantidad de casas viejas a la venta en relación con las nuevas, las direcciones y ubicación de parcelas para nuevas construcciones, la identidad étnica (calibrada por los nombres) de los vendedores, quién está haciendo su agosto y quién está cerrando el quiosco. Y por último, claro está, lo que cuesta esto, comparado con cuánto costaba esto otro. Incluso hay un listado en las páginas verdes centrales de todas las propiedades vendidas en Monmouth y Ocean County, junto con cuánto se pagó y por quién: claro signo de los tiempos. En todo eso no hay mucho de lo que merezca la pena tomar nota ni comentar con Mike en nuestros desayunos estratégicos de los lunes en el Earl of Sandwich. No es más que el suave murmullo, el runrún del motor que nos da calor cuando hace frío y nos tranquiliza cuando las cosas se ponen feas, lo que está en el ambiente y todos oímos y sentimos en los brazos, la nuca y la cara, tanto si somos conscientes de ello como si no.
En la página sesenta y cuatro, sin embargo, entre el conjunto de toda esa información reconocible, un nuevo rasgo de la Guía me llama la atención, parte del diseño de un doble anuncio de la Mengelt Agency de Vanhiseville. Las ofertas de Mengelt son por lo general solares llenos de maleza en el interior de antiguos barrios residenciales en vías de extinción, exactamente como los que Mike y yo vimos en el viaje a Haddam. El lema de Mengelt, en un atractivo tipo de letra es: «Nosotros encontramos su casa. Usted encuentra la felicidad». En la parte inferior de la página viene la habitual serie de pequeñas instantáneas de los agentes de Mengelt, la mayoría mujeres que no sonríen —una nueva tanda de Carol, Jennifer y hasta una Blanche— y que contribuyen a la impresión de que la institución del matrimonio puede estar perdiendo gancho en Vanhiseville.
Pero en un rectángulo más amplio, bajo el título «Emprendedores inmobiliarios», viene una foto en color del «Socio del Mes», Fred Frantal, sonriente, con mejillas de querubín, un individuo semejante a un salchichón con una barbilla redonda y suave, pelo rizado, crespo bigote y una mirada satisfecha en dos ojos como platos. Fred lleva una camisa de leñador roja y verde que sugiere un personaje de volumen más que respetable bajo la envoltura. Y al pie de la foto viene una larga historia al parecer relativa a Fred, que los socios de Mengelt quieren comunicar al mundo. Probablemente me daría tono anunciando la agencia con la jeta sonriente y bizqueante de Mike, junto con una versión reducida de su improbable pero inspiradora peregrinación vital del Tíbet a la costa de Jersey. Atraería a los curiosos, y por ahí suele empezar el negocio.
«Frantal “Frog”»,[68] dice la historia de Mengelt, «no es sólo el Socio del Mes, sino también el Socio del Milenio. Residente durante dos años en Vanhiseville y titulado por la Universidad de Middlesex, a Fred le sonrió la suerte en 1982, cuando se casó con Carla Boykin y se trasladó a Holmeson, donde trabajó de técnico en los servicios de emergencia de la unidad de rescate de los bomberos, salvando gran número de vidas y causando una imborrable impresión en otras. Fred y Carla han criado dos chicos estupendos, Chick y Bev, y han entrenado rottweilers desde siempre. Los Frantal se trasladaron en 1998 a Vanhiseville, cuando Fred se retiró del cuerpo de bomberos y sacó el título estatal de agente inmobiliario cursando estudios nocturnos. El año pasado se incorporó a la familia Mengelt, causando inmediata impresión, aquí también, sobre todo en ventas de primera residencia, debido a sus contactos en los servicios de emergencia y a su actitud en general positiva (le encantan las ventas en frío). Fred es veterano de la Marina, cinturón marrón de taekwondo, ferviente surfista, aficionado a las motos de nieve y miembro de la Iglesia baptista, y últimamente está muy solicitado para dar charlas de motivación sobre asuntos relacionados con la juventud y la pérdida de seres queridos. Lamentablemente, una tragedia sacudió a los Frantal el invierno pasado, cuando su hijo Chick, de veinte años, resultó muerto al ser atropellado por una moto de nieve, cuyo conductor iba borracho, en el límite oriental de Pensilvania. Todos lloramos su pérdida. Pero con el apoyo de sus amigos, de sus seres queridos y del equipo de Mengelt, Fred está de vuelta y dispuesto a incluir su casa en nuestro catálogo de ventas. Frog ha ocupado el primer puesto de nuestro cuadro de honor durante ocho de los últimos diez meses, y se merece la distinción de Socio del Milenio. Mantiene la convicción de que lo que no mata engorda, y de que tanto en el triunfo como en la desgracia lo importante es hacer amigos. Si algo de lo expuesto describe su actual situación con respecto a la propiedad inmobiliaria, llame a Fred al (732) 555-2202, o envíele un correo electrónico a frog@mengelt.com. ¡Feliz Día de Acción de Gracias de parte de todos nosotros!».
Voces en el bar. Risas. Tintineo de vasos. Arrastrar de botas por el suelo, rechinar del asiento de cuero de los taburetes, susurro de chaquetones de trabajo, suspiros y bufidos. En la calle silba el viento, la lluvia repiquetea en el tejado. El quejido de una puerta al cerrarse. Esos ruidos de gente que llega y es reconocida van apagándose a lo largo de un pasillo, y sin embargo me resultan más nítidos, como si estuviera viendo el animado bar en una pantalla pero la banda sonora se oyera en otra parte.
Al otro extremo de la barra, la menuda Termite me mira con el ceño fruncido bajo el pelo plateado, entorna los ojos recelosamente, se vuelve luego hacia la barra llena de mujeres, todas riendo por alguna cosa.
—Así que mira —dice una, muy alto—, resulta que la puta China es tremendamente GRANDE.
—Joder —dice otra.
Me doy cuenta, ahora, de que estoy paralizado en el taburete, aunque no hay peligro de que me caiga. No me siento borracho, aunque podría estarlo. Me da vueltas la cabeza. No tengo las extremidades dormidas ni inmovilizadas. Si tuviera que hacerlo, sería capaz de distinguir de cuánto son los billetes que llevo en el bolsillo, de pagar la cuenta, salir al aparcamiento azotado por la tormenta y hacerme cargo del coche (que ya debe de estar arreglado). Y sin embargo tengo la sensación de que me pesan los brazos y estoy amarrado a la barra, los tacones pegados al reposapiés de latón. El largo vaso de whisky con soda, que está vacío, parece pequeño y lejano; es como cuando tenía fiebre de pequeño y el contenido de mi cuarto se volvía agradablemente distante, y el sonido de los pasos de mi madre en otra habitación era todo lo que mi oído percibía del ambiente.
Ya lo he dicho antes. No creo en lo epifánico, en la mirada aguda que todo lo penetra, suscitada por un detalle sobresaliente. Todo eso son mentiras de las artes liberales para distraernos del presente, mucho más valioso. Los momentos decisivos de la vida vienen a nosotros de manera enteramente caprichosa, no invocados por una rica fragancia. El Periodo Permanente se encarga específicamente de luchar contra esas complacencias en lo pseudoimportante. Todos somos agentes inconexos, y en cada uno de nosotros subyace una infinita lejanía; y en la medida en que no somos pero necesitamos ser importantes, carecemos de interés.
Y sin embargo… En ese extraño y alterado estado me encuentro en este momento, y por razones a la vez triviales y circunstanciales (el bar, el alcohol, el día, incluso Fred Frantal), mi hijo Ralph Bascombe, de veintinueve años (o para ser más precisos, de nueve), viene a pedir audiencia en mi cabeza.
Y entonces veo que estoy completamente paralizado. ¿Y de qué? ¿Miedo? ¿Amor? ¿Remordimiento? ¿Vergüenza? ¿Aletargamiento? ¿Desconcierto? ¿Abatimiento? ¿Fantasía? ¿Asombro? Nunca se está seguro de nada, digan lo que digan las grandes novelas.
Ni que decir tiene que, cuando se te muere un hijo —como a mí me pasó hace diecinueve años—, lo llevas dentro de ti para siempre jamás. Así ha de ser, naturalmente. Y no es que «hable» con él (como harían otros), ni que esté obsesionado de manera irremediable (como le ocurrió durante años a su hermano, Paul, hasta que se volvió como una cabra), ni que espere que Ralph se presente en mi puerta, como Wally, con una maravillosa historia de retorno o de largos y oscuros túneles con una luz esplendorosa esperándolo al final y de los que escapó corriendo en el último segundo (he tenido fantasías de que eso podría ocurrir, aunque no era más que un medio de mantener vivo el interés a medida que pasaban los años). Para mí, que soy quien se ha quedado aquí, no ha habido sensación de zona muerta, de vida en suspenso, vacía, macilenta, ninguna impresión de no llevar la vida que llevo realmente sino sólo una vida que es una especie de premio de consolación que nadie querría; aunque estoy seguro de que eso también puede ocurrir.
Pero lo que ha sucedido es que mi vida se ha visto empañada por esa pérdida. Hace mucho que Ralph, primero vivo y luego muerto, se ha alojado firmemente en mi comportamiento y en todos mis actos. Y no como una enfermedad que se arrastra y nunca mejora, sino más bien como ser zurdo, que es algo que siempre te acompaña, o como el hecho de que no te gusten las chirivías y ni las pruebas, o el de que en tiempos te enamoraste de una chica por primera vez y no dejas de pensar —no de manera explícita— un solo día en ella. Y aunque esto pueda parecer irreverente o falso, la vida que esa muerte ha conformado ha sido y sigue siendo mucho más que una existencia simplemente llevadera. La pérdida la ha hecho más digna, de modo que no me lamento de mi suerte. (No cabe esperar que los Frantal crean todo esto, pero puede que con el tiempo lo comprendan).
Claro que la muerte de Ralph constituyó el motivo de que Ann y yo no pudiéramos seguir casados ni un día más. Siempre estábamos pensando lo mismo, ocupando y dividiendo la misma pequeña parcela de césped dañado por la salinidad, éramos incapaces de sorprendernos y agradarnos mutuamente como deben hacer los cónyuges. La muerte se convirtió en lo único que teníamos en común, una cárcel compartida. ¿Y quién podía seguir así hasta que nuestra propia muerte nos separara? Había un para siempre, los dos lo sabíamos, y en él teníamos que vivir, divididos y unidos por la Parca. Y no es que fuera para nosotros más difícil de lo que era para Ralph, que había fallecido, al fin y al cabo, y no de buen grado. Pero sí era lo bastante difícil.
Entre la lejanía del bar, iluminada por una luz rosada, como emergiendo de un largo túnel, tan largo que nunca llegará hasta mí en el estado en que estoy —borracho, desde luego—, aparece Termite, los pulgares provocativamente introducidos en los bolsillos de los vaqueros negros, una sonrisa inquisitiva en sus labios de poquita cosa, los ojos brillantes, fijos en mí. Somos como amantes que se han hecho amigos al cabo de los años: conoce mis fracasos y ridículas extravagancias, y sólo me toma a medias en serio. La quiero mucho pero ya no siento el estremecimiento de antaño. Ahora nos podemos pasar las horas hablando.
—¿Sabes todo eso que te estaba diciendo antes? A lo mejor ni me acuerdo de ello mañana. No es una cosa continua…, lo de volverme loca. ¿Entiendes lo que quiero decir? —Retira de la barra el largo vaso de whisky, lo deja caer en la pila rebosante de espuma—. ¿Se dice seco o sediento? —Se me queda mirando, la expresión de pronto recelosa, como si le hubiera dado un falso billete de diez. Da un paso atrás, inclina la cabeza achatada por arriba, la boca contraída en una mueca cruel tal como yo la imaginaba—. Pero ¿qué es lo que te pasa?
Inesperadamente, los ojos se me llenan de lágrimas, que se me desbordan por las ardientes mejillas. Sé que están ahí desde hace casi un minuto, pero me encontraba paralizado, era incapaz de pestañear, limpiarme la nariz con la manga, pensar en una incursión al servicio o salir en busca de una bocanada auxiliadora. No sé qué decir sobre seco o sediento. Consumido, me viene a la cabeza, porque así de mal me encuentro. Aunque no llega a ser insoportable, como suele ocurrir con esos horribles estados de ánimo.
—N-n… —Mi antiguo tartamudeo, no oído desde hace años pero siempre al acecho por si me río desconsideradamente de otro tartaja, cosa que nunca hago, vuelve a castigarme la glotis en este instante—. N-n-no-no sé.
Quiero sonreír pero no lo consigo del todo. Termite mantiene los pequeños y duros ojos de hurón fijos en mí. Lanza una de sus rápidas miradas por la barra, como si hubiera que mantener en secreto mi embarazosa situación.
—No será nada de lo que he dicho —sugiere, aunque sin alzar la voz.
—N-n-n-o.
Mis manos se apoderan de la Guía inmobiliaria y vuelven a enrollarla ferozmente. La N es difícil para los tartamudos. Los pulmones se me vacían como si me hubieran dado una patada en el pecho. Luego forman un sonido semejante al de un profundo suspiro, que a duras penas logro no emitir para que no suene como un gemido, aunque contenerlo me duele un montón. Tengo que salir de aquí enseguida. Si no quiero caerme muerto en este mismo momento.
—Estás borracho perdido, eso es lo que te pasa —proclama Termite con un gruñido.
Ya no se trata de los antiguos amantes convertidos en amigos. Sino de: «Toda mi vida he conocido tíos como tú, me he casado con ellos, he follado con ellos, me he revolcado en el lodo con ellos, pero como ves ya he terminado con ellos». De eso es de lo que se trata.
—Ahhh, sí.
Esta vez sí sale un gemido. Luego más lágrimas. Después un escalofrío. ¿Qué pasa? ¿Qué me ocurre? ¿Qué sucede?
—¿Has venido en coche?
—Sí.
Me llevo a la nariz la manga de la chaqueta y, con un movimiento de sierra, me la restriego de un lado a otro.
—Si tienes un accidente conduciendo y matas a algún crío, no digas que has estado aquí. ¿Entiendes? Porque lo que tendría que hacer es quitarte las llaves —advierte, mirándome con repulsión, la mano derecha apoyada en la empuñadura plateada del machete. ¿Cómo pueden cambiar las cosas tan deprisa? No he hecho nada malo. Realiza una aspiración brusca, como si oliera mal, y concluye—: Pero no quiero ni tocarte.
Me estoy bajando del taburete, sintiéndome mareado pero como si pesara mucho, como un muñeco relleno de arena.
—¿Has oído lo que te he dicho?
Sus ojos se entornan hasta ser una amenaza. Termite bien podría ser su verdadero nombre.
—Claro. Desde luego. —Me pesan las piernas, tengo las manos frías. Saco del bolsillo un billete de curso legal junto con mi tarjeta de Realty-Wise. Podría ser una cuenta de un millón de dólares. Lo pongo en la barra y, con la lengua pastosa, añado—: Gracias.
Termite no se fija en el dinero que he puesto para pagar. Ahora me he convertido en su problema, otra cosa por la que perder el sueño. ¿Habrá repercusiones? ¿Está en peligro su puesto de trabajo? ¿La mandarán a la cárcel? Otro motivo para no estar tranquila.
Pero ya me estoy marchando, en dirección a la puerta, con paso sorprendentemente firme, como si fuera cuesta abajo. Pero no estoy borracho. En realidad, no sé cómo estoy.
La lluvia me azota las mejillas, la nariz, la frente, la barbilla, la nuca cuando logro salir al oscuro aparcamiento: descompuesto pero consciente. Dentro hacía un calor sofocante, pero yo estaba helado. Otra vez parece que estoy pillando algo.
Por el puente de la Route 35 pasan coches con fantasmagóricas luces, de camino a casa de los parientes, a una noche tranquila antes del follón de las fiestas: un largo fin de semana de cabalgatas, globos con forma de animales surcando el aire, fútbol americano y platos rebosantes de interminable comida. No tengo idea de la hora que es. Perdí la cuenta cuando el Sigue Adelante acabó en Salto Atrás. Lo mismo podrían ser las seis, las nueve, o las dos de la madrugada. Aunque estoy lúcido. El corazón me late a buen ritmo. Incluso me viene de pronto un pensamiento optimista sobre Ann y Paul (más Jill) en Haddam, disfrutando de la mutua compañía, reaclimatándose, forjando nuevos lazos. No siento ningún pánico (aunque ésa podría ser señal segura de tenerlo). Sólo que ahora resulta raro estar aquí: en el extremo opuesto de donde parecía apuntar la tarde, aunque, hay que repetirlo, no tenía planes.
¡Pero qué fatalidad, la mala suerte se acumula! Al otro lado del aparcamiento el Quonset se yergue oscuro y silencioso, cerrado para siempre según todas las apariencias, el gran cierre metálico echado hasta abajo, la oficina —la veo desde aquí— con un enorme candado a prueba de balas que capta un reflejo de las luces del vecino astillero. Ahí, en el escaparate, hay pegados pavos y colonos en feliz simbiosis festiva. NADA ES IMPOSIBLE.
Estoy indignado, y jadeante. Si pudiera salir de aquí, me encantaría ir en busca del desleal Chris y encontrarlo dormido en alguna parte, para estrangularlo delante de su padre, su tío, o quien sea, y luego fumarme un cigarrillo antes de abalanzarme sobre el viejo con unos alicates. Sólo que percibo el brillo de un guardabarros trasero, una pegatina de ¿BUSH? ¿POR QUÉ? y una matrícula AWK 486 azul y crema del Garden State: el mío. Mi Suburban aparcado en las grasientas sombras entre el Quonset y un montón de neumáticos desechados. Lo han dejado fuera, en un sitio donde pudiera encontrarlo. Enviaré al joven Chris un sustancioso cheque que lo ayude a terminar sus estudios en Monmouth y le allane el camino para la especialidad de odontología. Si anduviera por aquí, lo invitaría a cenar y le hablaría sobre las cosas de las que ha de cuidarse en la vida; empezando por los bares de lesbianas y la falsa cordialidad de traicioneras y menudas camareras con culo de mapache.
Avanzo apresuradamente entre los bancos de niebla, evitando los charcos y las inundadas huellas de neumáticos. Parece que la mayoría de las mujeres ha venido en furgonetas cargadas de cajas de herramientas cromadas o en decrépitos Roadmaster con la chapa oxidada por abajo. Pese a la oscuridad, veo que Chris ha realizado un encomiable trabajo, incluida la limpieza de los cristales rotos. La ventanilla está cubierta con múltiples capas de cinta aislante gris que sujetan una tabla de contrachapado cortada a la medida del hueco. Así podría conducir perfectamente semanas enteras.
La puerta del conductor no está cerrada con llave, y al entrar siento el habitáculo frío y húmedo. Aún tengo los ojos llenos de inútiles lágrimas. Pero estoy ansioso por marcharme.
Sólo que, ¿dónde están las llaves? Las que van con la falsa punta de flecha y el relojito de bolsillo sobre el escudo bordado con cuentas, obra del retrasado hijo de Louis, el de la tintorería, que compré por tres dólares (o en caso contrario recogería las camisas con los botones triturados). Se las di a Chris justo antes de lo de «embarcaciones contra la corriente, incesantemente arrastradas hacia el pasado». Las tenía él; de otro modo el coche no estaría aquí, ya arreglado. Lo vi en medio del garaje iluminado cuando miré a ver si estaba: ¿cuánto tiempo hace? Veinte minutos. ¿Cómo puede un taller quedarse completamente a oscuras y los mecánicos esfumarse como fantasmas en sólo veinte minutos? ¿Por qué no cruzar un momento y hacerme una seña con la mano, enarcar una ceja, decir dos palabras: «Ya está»? La competencia cultural debía convertir esta especie de operación masculina en tarea para tontos; incluso en Grecia. Pero no en Manasquan.
Rebusco en todos los sitios donde puedan haber escondido las llaves. La visera. El compartimento lateral para los mapas. La guantera: llena de llaves de chalés. El cenicero. Debajo de las alfombrillas. El puñetero hueco para sujetar los vasos. Se me desbordan las lágrimas, siento los dedos pegajosos, un hormiguillo cuando toco alguna superficie áspera o afilada. He dado el otro juego a Clarissa por si me muero de repente y hay complicaciones con las autoridades para recuperar mis pertenencias de forma oportuna. Esas cosas pasan. Habría sido estúpido encargar a Assif Chevrolet-GMC que hiciera veinte juegos más para repartirlos por todos los rincones de mi existencia. Juro que el lunes, cuando lleve a que me arreglen la ventanilla como es debido (suponiendo que aguante hasta entonces), haré el pedido por caro que cueste, y a sabiendas de que las llaves informatizadas no son la clave de la información. Me planteo tirarme al frío suelo y arrastrarme por debajo, meter los embotados dedos en los polvorientos parachoques, en el hueco de las ruedas, en la rejilla del radiador. Aunque sólo conseguiría empaparme de agua y poner en peligro los efectos de la inyección contra la gripe. En cualquier caso, tengo la seguridad de que las puñeteras llaves no están aquí. Estarán «en sitio seguro», colgando de un clavo en la oficina, con una etiqueta que diga: «Tío mayor. Llaves del Sub rojo. Sin pagar», lo que significa que el cabrón del griego no confía en que mañana le pague los veinticinco dólares en cuanto salga el sol; y que prefiere que haga lo que coño haga un ser humano en la cutre Manasquan si no le apetece ir al bar de tortilleras, la víspera del Día de Acción de Gracias por la noche, cuando está algo trompa y no puede llamar a la policía. «En el acto», y una mierda.
Golpeo el volante con los puños hasta que me duelen y noto que he estado a punto de romperlo. «¿Por qué, por qué, por qué?». Esas palabras vienen acompañadas de un nuevo torrente de lágrimas frustradas. ¿Por qué he cometido semejante error? ¿Por qué me he arriesgado a venir al Manasquan, sabiendo lo que podría acecharme aquí? ¿Por qué he tenido, cretino de mí, que confiar en un griego? ¿En un griego que además lee a Fitzgerald? En Chris, desleal y embaucador, aunque joven e inmaduro. ¿Por qué, pero por qué en un arrebato he dado gracias por lo que tenía al tiempo que quedaba expuesto a todos los peligros? ¿Acción de Gracias? Y una mierda, Acción de Gracias.
Tenía que haber ido al Grove con Wade, entrarle rápidamente a Ricki, con un cuerpo ya de cuarenta y tantos, meterme unos martinis entre pecho y espalda, cenar un buen bistec, y llevármela al campo de golf de Quality Court a ver si aún me quedaba algo de chispa. ¿Acaso tengo algo mejor? ¿A qué grandes designios estoy destinado? ¿Es que antes de cumplir los sesenta he de realizar algo que implique que un polvo informal sea nocivo cuando nunca lo ha sido? ¿Acaso pretendo mantener la pureza? ¿Es que soy tan bueno, tan serio, tan leal, tan cauto, tan fino como para desdeñar un revolconcillo cuando me lo ofrecen, sobre todo si no se presenta a menudo la ocasión?
Lágrimas y más lágrimas me corren libremente por las mejillas. Rabia, frustración, pena, remordimiento, cansancio, autocrítica: toda una nueva lista. Lo que se quiera, de pronto lo tengo todo. Me quedo mirando por las ventanillas empañadas al aparcamiento del Squatters. Un Chevette de suspensión baja aparece despacio y aparca en la zona para minusválidos. Se apean dos mujeres envueltas en grandes abrigos, una de ellas va con muletas, y avanzan lentamente hacia la puerta, que al abrirse lanza un borrón rojizo y azul en la noche, donde me encuentro atrapado, deseando, necesitando que alguien me ayude. Dentro ni siquiera me recordaría nadie, aunque probablemente muchas saben conducir.
Otro momento para recurrir a los servicios de un teléfono celular. Una ocasión para utilizar el móvil que nunca he comprado. La situación ideal para un teléfono en el coche con línea directa informatizada con Detroit para asistencia urgente por centralita; aunque mi coche es del noventa y seis. Demasiado viejo. Por supuesto, ya no hay cabinas telefónicas.
Y, aparte de todo, por Dios Santo: ¿qué me está pasando aquí? No estaré muriéndome (no creo). «Se encontró a Bascombe, ya cadáver, en su coche frente a un taller mecánico de Manasquan, cerca de un local alternativo nocturno en la madrugada del Día de Acción de Gracias. No se dispone de más detalles». No, no, no. Sólo que esta sensación que tengo me recuerda la muerte y se me presenta como un dolor en el sitio donde debo tener el corazón; pero no siento espasmos por el brazo, ni mareo, ni ahogos, ni opresión ni la cara morada. Es como si ya estuviera muerto. Aunque daría lo que me pidieran, prometería lo que fuera, reconocería cualquier cosa con tal de ver que un esperanzado y fiel usuario de Sponsor surge entre la bruma de la noche, buscando un buen consejo para su problema y desviando la atención sobre el mío. Porque al parecer mi problema no es que me esté muriendo, sino que tengo que estar aquí en unas condiciones aterradoras; y yo soy la persona menos apropiada para elaborar ideas afectadas sobre el hecho de estar en el mundo. Yo me tomo muy en serio lo de estar en el mundo. (¿O es que la circunstancia de quedarse atrapado en un gélido vehículo sin perspectivas de ayuda y la promesa de pasar una noche ovillado en el maletero como una serpiente no va a suscitar un pensamiento de lo más sombrío: el carácter inevitable de la propia individualidad, una vez eliminadas todas las distracciones que la envuelven? Posiblemente sea el empalagoso Día de Acción de Gracias —la más recapitulativa, puritana y por tanto más traicionera de todas las fiestas— lo que descarta los consabidos pros y sólo deja la suma de los contras).
Naturalmente, cualquiera podría decir, incluso yo mismo, que ha sido la triste minihistoria familiar de los Frantal lo que me ha reducido a este penoso, lagrimeante y fúnebre estado (para quien ha perdido un hijo, las historias de otras personas con muertes similares en la familia son como limaduras de hierro sobre un imán). ¿Y de qué otro modo podría llamarse a mis síntomas, sino dolor por la pérdida de un ser querido? Ya que, escondida en la Guía inmobiliaria de la costa, donde menos cabía esperar, se encuentra la terrible fuerza de la aceptación: la compañera del dolor. La aceptación —de la munificencia de la vida y su pérdida— que el mundo puede celebrar, en el caso de los Frantal, soltando una buena cantidad de pasta para una bonita casa estilo Cape en Crab Apple Court.
Pero ¿qué coño necesito aceptar que no haya aceptado ya, que no haya reconocido como núcleo de mi estar en el mundo? ¿Que tengo cáncer y dispongo de un número de días inferior al del resto de los mortales? (Comprobado). ¿Que mi mujer me ha dejado y es probable que no vuelva más? (Comprobado). ¿Que mi comportamiento como padre y marido no ha sido ejemplar y en el mejor de los casos sólo ha tenido una utilidad práctica? (Comprobado). ¿Que he elegido una vida menos importante de la que podía haberme dado mi «talento» porque así iba a ser más feliz? (Comprobado y comprobado, doblemente comprobado).
Siguen corriéndome las lágrimas. Sería capaz de reírme mientras lloro si no tuviera en el pecho un dolor posiblemente devastador. ¿Qué es lo que tendría que aceptar? ¿Que soy gilipollas? (Lo confieso). ¿Que no tengo corazón? (No lo confieso). Pero ¿qué sería lo más difícil de decir? ¿Qué sería lo más duro para los demás? ¿Para los Frantal? ¿Para Sally? ¿Para Mike Mahoney?
¿Para Ann? ¿Para cualquiera que yo conozca? ¿Para todas las almas buenas de Dios?
Y naturalmente la respuesta es sencilla, a menos que seamos actores, artistas de segunda o espías, en cuyo caso seguirá siendo sencilla pero más tolerable: que tu vida se basa en una mentira, y sabes cuál es la mentira y no lo quieres admitir, porque quizás no eres capaz de hacerlo. Sí, sí, sí, sí.
En lo más hondo de mi corazón se rompe algo. Y como en los íntimos momentos de añoranza sexual, cuando la caricia que necesitamos está lejos, un gemido surge de mi interior. «Ah-ahhh». El agrio y tempestuoso sonido que exhala el muerto. «Ah-ahhh. Ah-ahhh». Pese a la curiosa práctica de la aceptación, aún no he aceptado… «Ah-ahhh. Ah-ahhh».
Con la falta de aire se me hace un gran nudo en el estómago, que me aprieta, me estruja. «Ah, ah, ahhhhhpp». Sí, sí y sí. Se acabaron los noes. No más noes. Nunca más no.
Unas simples gotas de lluvia repiquetean en el techo del glacial vehículo. Estoy despierto y agotado, la boca abierta. Me arden los oídos. Me duelen los pies. Tengo los puños cerrados. La nuca entumecida. La impresión de estar destrozado, como si me hubieran tirado por un barranco dentro de un barril, y hubiera rodado y rodado, agarrándome bien, hasta quedarme al fin inmóvil en un terreno oscuro que no puedo ver sino sólo imaginar. «Y, ahora, ¿qué?». Son palabras que logro articular. En el retrovisor, a través del empañado y oscuro cristal, sigue la mancha rojiza del bar al otro extremo del aparcamiento. Se marchan dos coches: el de la suspensión baja y una voluminosa furgoneta Ram Club Cab. Parece tarde. En el puente de la 35 el tráfico ya no es más que un goteo. «Y, ahora, ¿qué?», pregunto otra vez a las Parcas. Respiro hondo, para probar (no me duele el pecho), luego aspiro con más fuerza, llenándome de un aire más frío que retengo en mi interior para ver qué pasa. Las sienes me empiezan a hacer bum-bum-bum-bum por detrás de los ojos, en los que siento una opresión. Será mejor cerrarlos, manos sobre las piernas, las heladas rodillas juntas, los codos pegados al cuerpo, el cráneo sobre el reposacabezas, el pecho dilatado con el aire retenido. La humedad se acumula en el asiento del pasajero. Expulso mi honda inspiración. Y aunque ya han dicho (algún tontaina) que nunca podemos percibir el momento exacto en que nos viene el sueño, yo —con una celeridad que me asombra— lo consigo. «Así que, mira, resulta que la puta China es tremendamente GRANDE» son palabras que me vienen a la cabeza, y parecen de terciopelo por el consuelo que me dan.
Tap, tap, tap. Tap, tap, tap. Una cara de luna pálida, joven, nariz, barbilla y cejas en su mayor parte, se cierne sobre el cristal de la ventanilla: expresión preocupada, perpleja, leve e insegura sonrisa de asombro.
¿Está muerto? ¿Es demasiado tarde?
Al principio no me asusto. Y entonces, dándome cuenta de lo profundamente dormido que estaba, doy un respingo. Parpadeo, una y otra vez. Mi corazón pasa de lo invisible a lo perceptible. Atracado, aporreado, arrastrado por el barro, de los talones, hasta el frío Manasquan y arrojado a la corriente como una alfombra enrollada. Me retiro del cristal, encogiéndome, escapando. Emito un tenue sonido de terror. «Aaaaaaaaaa».
La cara de luna se mueve. Su voz apagada dice:
—He ido a un club en… —Interferencia, interferencia, interferencia-… He visto su coche desde el puente… y…
Interferencia, interferencia.
Atisbo por la ventanilla, incapaz de localizar el rostro. Tengo las mejillas como con telarañas, la boca seca y amarga. Estoy helado, sólo con la cazadora y los pantalones finos, pero dispuesto a volverme a dormir y a que me maten así.
—Bueno, entonces se encuentra bien, ¿verdad? —duda el joven rostro de luna, lleno de espinillas.
—Sí —contesto, sin saber a quién.
Pero los asesinos no se preocupan de si estás bien. O no deberían.
—¿Encontró las llaves? —pregunta la apagada voz de fuera.
Una sonrisita agradable me dice: Eres un pobre gilipollas, ¿verdad? No te enteras de nada. Siempre tienen que echarte una mano.
Pulso el botón para bajar la ventanilla. No pasa nada. Manipulo en el contacto, donde no hay llave. Se aclaran las cosas.
Chris sigue hablando, dice algo que no alcanzo a oír. Doy un empujón a la pesada puerta, que al abrirse le da en el pecho y la frente mientras le oigo decir:
—… debajo de la alfombrilla.
Alzo la cabeza y lo miro fijamente. Ya no lleva la camisa azul de mecánico que le deja al descubierto los tatuajes, sino una gabardina larga de tejido barato, de vinilo verde, que le da un buscado aspecto de gamberro de mala muerte. Él también tiene frío, lleva las manos enfundadas en los poco profundos bolsillos. Se balancea sobre los pies. Moquea, tiene la frente enrojecida, el pelo una maraña rubia. Pero está animado, un poco trompa de vino, o colocado.
El aire frío me abofetea las mejillas.
—¿Qué hora es?
—No sé. Medianoche. Probablemente.
Chris respira como si tuviera la nariz congestionada. Lanza una mirada al Squatters. El letrero del bar está apagado, pero se ve. No hay coches fuera. La Route 35 es una autopista fantasma; el puente, débilmente iluminado, está desierto. Un camión de basura con un coche patrulla abriéndole paso, la luz azul girando, avanzando despacio en dirección sur, hacia Point Pleasant.
—He visto que su cacharro seguía aquí, y he dicho: «Pero ¿qué coño es esto?».
Chris empieza a tiritar, mete la barbilla bajo la solapa y respira por dentro de la gabardina, buscando calor.
—Ya he mirado debajo de la puta alfombrilla —le digo.
Estoy sumamente dolorido, como si esta noche me hubieran dado otra paliza. Rechino los dientes, y seguro que tengo aspecto de desquiciado.
—La alfombrilla que hay delante de la oficina —explica Chris, inquieto, barbilla contra el pecho, indicando con un movimiento la puerta y un felpudo invisible desde el coche—. Las solemos dejar ahí. Así sólo parece un coche aparcado.
—¿Y cómo coño iba a saber yo eso?
—No sé —dice Chris—. Todo el mundo lo sabe. ¿Cómo ha entrado en el coche?
—No estaba cerrado con llave —le digo, sintiéndome un poco aturdido.
—Vaya, hombre. He metido la pata. Tenía que haberlo cerrado. Deje que vaya por las llaves.
Chris no se comporta como un becario que estudia existencialismo americano en Monmouth, sino como un aprendiz de mecánico, agradable pero necio, que tiene que pasar un tiempo en la universidad laboral o en la Marina. Es quien debe ser. Una lección que, si quisiera, podría aplicar a mi hijo Paul, y lo haré.
Chris vuelve a toda prisa, pero sonriendo, con mi llavero en forma de punta de flecha.
—¿No ha cogido frío ahí metido?
Se limpia la nariz, sorbe, suelta un lapo sobre la grava. Es el hijo de su padre, capaz de hacer una buena obra sin demasiados aspavientos. Esta noche me ha salvado la vida, después de haber estado a punto de causarme la muerte. Ahora veo que tiene tatuado SATÁN en la piel del metacarpo izquierdo y JESÚS en el derecho. Ambos trabajados con escasa pericia. Chris está buscando algo, su alma pende de un hilo.
—Sí. Pero no me he enterado —le digo—. He estado durmiendo. ¿Cuánto es lo de la ventanilla?
Estiro la pierna izquierda hacia la otra puerta, para sacarme la cartera. Tentado estoy de preguntarle quién está ganando su alma. Salvo en política ya no se da oportunidad al viejo número 666.
—Treinta —contesta él—. Pero puede mandarlos por correo. Está todo cerrado. Me tengo que ir a casa. Mañana es fiesta. Mi mujer me va a matar.
¡Mi mujer! ¿Es que Chris ya está casado? Posiblemente sea mayor de lo que aparenta. Puede que ni siquiera sea griego. A lo mejor ya es padre. ¿Por qué nos da por creer que lo sabemos todo?
—A mí también. —Una mentira marital para sentirme mejor—. Gracias.
Con el cuello dolorido, me vuelvo a mirar la ventanilla tapada con cinta aislante, que parece tan inexpugnable como un banco.
—De nada —contesta Chris. Su Camaro de color carne, con la puerta del pasajero de color verde recién cambiada, está detrás de nosotros, con el motor en marcha, los faros destellando, la luz interior encendida, la puerta del conductor abierta—. Le sorprendería saber cuántos cacharros de éstos arreglo al mes.
Vuelve a sonreír, una sonrisa adolescente, los dientes bien alineados, fuertes y blancos. Se marcha, una vez realizado el rescate, rumbo a casa, con su Maria o su Silvie, que no estará enfadada, y sí entusiasmada con su vuelta (tras una pudorosa resistencia).
—¿Cuántos años tienes?
Parece la pregunta fundamental que debe hacerse a los jóvenes.
—Treinta y uno. —Vaya sorpresa—. ¿Y usted?
—Cincuenta y cinco.
—No es tan mayor. —Su aliento es humo claro. La gabardina de vinilo no lo abriga mucho—. Mi padre tiene cincuenta y seis. Participa en esos concursos de tíos duros con gente de su edad, en el Convention Hall de Asbury. Ya va por la cuarta esposa. Nadie le toma el pelo.
—Me lo figuro.
—Apuesto a que a usted tampoco —dice Chris, con ánimo generoso.
—No, ya no.
—Ahí lo tiene. —Vuelve a respirar dentro de la solapa—. Eso es de lo único que tiene que preocuparse.
—Feliz Día de Acción de Gracias —le deseo—. Aunque todavía es pronto.
Vamos contra la corriente, Chris y yo.
—Ah, sí —responde un tanto cohibido—. Igualmente, feliz Día de Acción de Gracias.
Serán las dos, probablemente. He evitado los relojes durante el trayecto, lo mismo que al entrar en casa. Si me entero de la hora, sobre todo si es más tarde de lo que pienso, seguro que no duermo, con lo que mañana la celebración de la abundancia y la prodigalidad se degradará convirtiéndose en desmoralizado cansancio incluso antes de que traigan la comida.
La ventana de la habitación de Clarissa se ha quedado abierta, de manera que la cierro bien, y aunque me fijo no noto nada. No escucho los mensajes del día. He enseñado una casa a un cliente serio la víspera del Día de Acción de Gracias, jornada en que la mayoría de los que se dedican a mi profesión están camino de otra parte para sentarse a mesas festivas. Por esa razón llevo la delantera, lo que en general constituye mi táctica: con pocas obligaciones, convertir la libertad en empresa. Thoreau dijo que un escritor es un hombre sin nada que hacer que de pronto encuentra una ocupación. Le habrían concedido el premio Platinum del gremio inmobiliario. Sus herederos serían dueños de Maine.
Pero al pasar por segunda vez frente a mi despacho, soy incapaz de resistirme a escuchar los recados. Al fin y al cabo, incluso podría haber llamado Clarissa para que saliera disparado de casa y fuera a buscarla a la puerta de los elefantes del Taj Mahal. En mi inconveniente estado de aceptación, concedo que lo que antes era poco prometedor puede haber mejorado bastante.
Clare Suddruth, no es de extrañar, ha llamado a las seis: intervalo crucial, y a la vulnerable hora del cóctel. Dice que quiere volver a ver cuanto antes la casa de los Doolittle, el viernes si es posible. «Al menos entrar por la puñetera puerta esta vez». Llevará a la «jefa». «A mi edad, Frank, es inútil preocuparse por lo que pueda pasar a la larga». Lo dice como si yo no le hubiera puesto esas mismas palabras en la boca. Estelle, la superviviente de esclerosis múltiple, ha estado hablando con Clare de cuestiones escatológicas. Siento alivio al no tener que llamar a los doctores Doolittle para comunicarles las malas noticias, lo que supondría una propiedad menos en el catálogo. Aunque Clare es el tipo que presenta una oferta a la baja, se pasa semanas en un tira y afloja y al final se harta y adiós muy buenas. Mi mejor estrategia es decir que estoy ocupado hasta la semana que viene (que estaré en Mayo) y confiar en que se desespere.
La segunda llamada es de Ann Dykstra, más seca y al grano que la perorata de anoche, inducida por el sauvignon blanc, sobre lo buena persona que soy, las vueltas que da la vida, la hazaña de atrapar la bola de Hawk en el estadio de los Vet en el ochenta y siete. «Frank, creo que tenemos que hablar de lo de mañana. Estoy pensando que quizás no debería ir. Paul y Jill acaban de marcharse, y ha sido muy raro. ¿Sabías que esa chica sólo tiene una mano? Un horrible accidente. A lo mejor sólo quiero salvar mi vida». ¿Qué tiene eso de malo? «De todos modos, quizás me esté precipitando en algunas cosas. No sé cómo, presiento que a ti te pasa lo mismo. Llámame antes de acostarte. Estaré levantada».
Demasiado tarde.
El que hace la tercera llamada escucha el mensaje grabado de Realty-Wise, guarda un silencio, suspira, exclama luego «Joder!» con una voz que no reconozco y cuelga. Es algo normal.
La cuarta llamada es de la policía de Haddam, con lo que me pongo en guardia. Un tal inspector Marinara. La habitación desde donde llama está llena de voces, teléfonos que suenan y ruido de papeleo. «Quisiera hablar con usted, señor Bascombe. Estamos investigando un incidente ocurrido en Haddam Doctors el 21 de noviembre. Su nombre ha aparecido en dos contextos diferentes». Un suspiro de cansancio. «Nada por lo que deba alarmarse, señor Bascombe. Sólo pretendemos determinar ciertos parámetros de investigación. Mi número es el (908) 555-1352. Soy el inspector Mar-i-nar-a, como la salsa. Trabajaré hasta tarde. Gracias por su ayuda». Clic.
¿Qué parámetros de investigación? Aunque lo sé. Los chicos de la policía local le están dando fuerte, relacionando hechos, preparando el terreno de juego. El agente Bohmer memorizó mi número de matrícula. Hecho número uno. Mi relación de hace tantos años con el profundamente desafortunado Natherial (que no podía haber sido el objetivo) sacada a la luz tras cotejar mi nombre con la lista de sus conocidos. Hecho número dos. Posiblemente mi pasajera asociación con Tommy Benivalle (que puede estar acusado de algo en alguna parte) ha salido a relucir en el ordenador del FBI. Hecho número tres. Mi pelea con Bob Butts en el August ha revelado una personalidad inestable, potencialmente peligrosa. Hecho número cuatro. ¿Quién de entre nosotros podría ser objeto de investigación y no resultar sospechoso; o salir, al menos, con esa sensación? Una vez más, soy una persona interesante y lo mejor que puedo hacer es llamar y admitirlo todo.
La quinta llamada, también previsible, es de Mike, a las diez, y parece que le ha estado dando al alpiste (le gusta el Grand Marnier). Mike espera que haya pasado un día excelente rodeado de mi familia (no ha sido así); observa asimismo que Buda permite tomar decisiones a los individuos sin ofender a nadie porque «la existencia tiene carácter permanente, lo que en el orden mundano puede incluir una búsqueda para liberarse de la rueda del tiempo». Eso no es todo, pero no tengo intención de oírlo a las dos y pico de la madrugada. El lunes estará poniendo nombre a las calles de Lotus Estates. Su horizonte es más bien limitado.
Me consuela ver que no hay llamadas raras de Paul, y sólo a medias me alegro al comprobar que no hay ninguna de Wade. Nada de Clarissa. Y debo ser sincero y admitir, en el nuevo espíritu de inevitabilidad del milenio, que ninguna noche empieza ni termina sin pensar en que Sally Caldwell podría llamarme. He oído esa llamada en mis células cerebrales cien veces y he disfrutado con todas y cada una de ellas. No sé dónde está. Si en Mull o en otro sitio. Podría encontrarse en Dar es Salaam, y recibiría con sumo gusto su llamada. Muchas cosas parecen ser de una manera y luego son de otra. Y el aspecto que ofrecen las cosas suele ser simplemente un juego al que nos entregamos para evitar un dolor enorme, que nos llene de pánico. Lo verdaderamente cierto es que deseo que Sally vuelva a casa conmigo, que podamos ser nosotros otra vez, y que Wally lleve ropa de cuadros escoceses, cree muchas nuevas variedades de árboles y sea feliz con su vida de ermitaño, destino que eligió él mismo y que, seguramente, estará echando de menos, a juzgar por su comportamiento en esta casa. Posiblemente la llamaré el Día de Acción de Gracias, al número de emergencia. Aún no ha surgido ninguna; pero nunca es tarde.
Frente a mi ventana, el mar y el aire poseen la densidad del petróleo, sin indicios de que cambie la marea. La luz de una embarcación se mueve a la deriva en dirección sur, a una distancia incalculable. Siempre he atribuido esos focos a buques comerciales, con artes de arrastre para capturar platija, o a un barco como el Mantoloking Belle, tripulado por divorciados, suicidas frustrados o golfistas ciegos que surcan las olas para tomarse un respiro antes de volver a asumir funciones diurnas con el ceño fruncido. Aunque ahora sé, y estoy impresionado, que esas travesías pueden tener una misión bien distinta: familias de luto esparciendo las cenizas de sus seres queridos, arrojando coronas de flores sobre el manto del océano, haciendo saltar un corcho en recuerdo de alguien. Dar en vez de tomar.
Cuando Ralph, nuestro tierno y joven hijo, exhaló su postrero y atribulado aliento en el Haddam Doctors, ahora con destrozos por el bombazo, en el nebuloso año ochenta y uno (Reagan era presidente, los Dodgers ganaron la liga), Ann y yo, en una de nuestras últimas e irresponsables estrategias maritales —ambos habíamos perdido el juicio—, tratamos de pensar en una «atrevida pero apropiada» entrega de nuestro ingenioso, excitable y bondadoso niño al abrazo del tiempo. Un viaje a Nepal, una visita al Distrito de los Lagos, una excursión en avioneta a las Talkeetna: destinos adonde él nunca había viajado pero que le habría encantado (no sin ironía) tener como última residencia. Pero yo tenía escrúpulos, y sigo teniéndolos, sobre la cremación. En las pavorosas y ávidas llamas, que todo lo destruyen, hay algo aún más terrible que en el hecho de morir. Mientras que la muerte es un episodio normal, familiar, que no requiere ardiente dramatización, un acontecimiento sereno hasta el punto de lo majestuoso, como dice Mike. ¡No podía quemar a mi hijo! Para que me lo devolvieran convertido en polvo, en un práctico recipiente, con un nuevo y aterrador nombre que no olvidaría ni en mil años: ¡Cenizas! Esparcí las cenizas de dos socios del Red Man Club, y vi que sus restos no se habían reducido completamente a polvo, sino que estaban mezclados con trocitos de hueso —inodora arenilla gris—, como los rescoldos que los novatos de la fraternidad Sigma Chi tenían que amontonar con una pala frente a la entrada de la sala de reuniones en Ann Arbor.
Ann pensaba exactamente lo mismo. Teníamos otros dos hijos en que pensar; Paul, de siete años; Clarissa, de cinco. Además, no había manera de transportar un cadáver embalsamado alrededor del mundo, como si fuera la llama olímpica. Habría costado una fortuna.
Durante breves horas, pensamos realmente en ello, y en dos ocasiones hablamos de donar a la ciencia los restos mortales de Ralph, o posiblemente seguir el procedimiento de los donantes de órganos. Pero enseguida comprendimos que no podríamos soportar los detalles, ni hacer frente a los documentos ni encontrarnos con desconocidos que nos agradecieran nuestro «don», y jamás nos lo habríamos perdonado una vez que todo hubiera acabado.
De manera que, con ayuda de Lloyd Mangum, acabamos enterrando sencilla y solemnemente a Ralph en una ceremonia seglar en la «parte nueva» del cementerio que estaba justo detrás de nuestra casa de Hoving Road, donde ahora descansa cerca del fundador de la Universidad Tulane, a la izquierda del mayor especialista mundial en enfermedades del olmo, a un tiro de piedra del inventor del campo de prácticas en dos niveles y, desde ayer, a la vista de Watcha McAuliffe. El sepelio en el mar —un fardo atado que se suelta por la popa de una embarcación de recreo provista de toldilla y asiento de pescador, realizado al amparo de la oscuridad y lo suficientemente lejos para que los guardacostas no vengan a husmear— no fue algo en lo que llegamos a pensar. Pero está en mi lista cuando me llegue la hora y se acerquen los postreros pensamientos.
Y sin embargo… Aceptación, otra vez. ¿Qué es lo que acabo de aceptar y que se presenta en mi rancio dormitorio, donde tengo escalofríos bajo las mantas, el montón de libros sin leer a mi lado, y a esta hora desconocida pero indecente? ¿Qué es eso que me estremece como la malaria, que me agita como una delicada cinta en el céfiro? Todos estos años de modos de adaptarse, de hacer frente a las responsabilidades, de vivir con ellas, de negociar con el mundo para encajar en él —el periodo de ensoñación posterior a mi divorcio, la larga época existencial al inicio de la mediana edad, los estados de admisible deseo, de ser un variabilista, incluso el propio Periodo Permanente—, no constituyen ahora formas de aceptación en el sentido que yo les daba, sino apariencias de aterradora negación, las máscaras risueñas o sardónicas del rechazo enfrentadas con el hecho de que, al igual que Chick Frantal, el infortunado aficionado a la moto de nieve, mi hijo tampoco volvería a estar en esta vida que nosotros hemos llegado a conocer tan bien.
Esa tardía conformidad es lo que ha dejado mi existencia al descubierto como una roca despeñada por un barranco. Ésa era mi mentira, mi gran miedo, el gran dolor que no pude sondear ante la necesidad de sobrevivir, de manera que no lo viví; exploré en cambio la vida como una serie de vidas, variaciones de un tema donde me refugiaba. Esa mentira era: no es la muerte de Ralph lo que se entremezcla en todo como una clave secreta, es su no muerte, la no permanencia: el compás que falta, la mutabilidad de cada hecho, la sonriente y expectante oportunidad de que haya algo esperando aunque no sea así. Ésas eran mis astutas estratagemas, mis ingeniosos trucos, mis superficiales intrigas y recomendaciones, empleadas todas, no a favor, sino en contra de la permanencia.
Difícil de imaginar, sin embargo, que sólo los Frantal me hayan llevado tan lejos con su triste aceptación en forma de estrategias de venta. El caso es que, con el año que llevo, me encaminaba de todas formas en esa dirección, preparándome para reunirme con mi Hacedor. Cuando me preguntaba lo que debía hacer antes de cumplir los sesenta, la respuesta quizás fuera simplemente aceptar mi vida y mi individualidad en su conjunto, aprovechar la oportunidad antes de que sea demasiado tarde: tratar una vez más de lograr lo que los atletas consiguen cuando tienen la mente clara y los músculos en concierto, cuando «lo sienten», cuando la pelota es tan grande como la luna y de un golpe la lanzan a kilómetro y medio porque no pueden hacer otra cosa. Cuando no hay nada más. El Siguiente Nivel.
Una refrescante lágrima se me escurre por el rabillo del ojo cuando me vuelvo de lado sobre la almohada para contemplar el oscuro océano. El buque de un solo foco casi ha cruzado el marco de la ventana. Posiblemente, si no llevan cortejo fúnebre, arrojan más de una urna por noche. Eso puede ser el significado del lema de las funerarias: «Somos de confianza». Nada de triquiñuelas. Nada de prácticas vergonzosas. Nada de engaños. Nada de tirar a la abuela Beulah en el contenedor de escombros de detrás del bar Eckerd. Hacemos lo que decimos que vamos a hacer, esté o no esté usted presente. Cosa rara.
Entre el murmullo del mar oigo la perruna voz de Bimbo, un guau-guau-guau-guau-guau-guau musical dentro de los muros de los Feenster. Luego la voz apagada de un hombre —Nick—, indescifrable; después, silencio. Percibo el susurro de la limusina del banquero Sumitomo mientras pasa frente a mi puerta por Poincinet Road a recoger a su madrugador cliente, oigo que se cierran dos puertas del coche, luego el murmullo del motor en sentido contrario. No hay Día de Acción de Gracias para el Nikkei.
Mi última lágrima, después de todas éstas, y de otras muchas más que no he derramado, es de alivio. La aceptación libera para reconocer lo que viene a continuación. Aunque quién puede decir que las cosas no han seguido su curso de todos modos: esos viejos rechazos, las familiares renuncias cumpliendo sus venerables tareas. Hace años, comprendí que el duelo sería largo. Pero ¿tanto? Es fácil aducir que hay asuntos que es mejor dejar en paz, pues la permanencia, la verdadera, no los blandos incentivos del periodo que me he inventado, puede acojonar más que otra cosa, porque suprime el anterior contexto de seguridad individual. ¿Con quién, por ejemplo, tengo que «compartir» el hecho de haber aceptado la muerte de Ralph? ¿Qué significado tiene eso? ¿Cómo puede asumirse y cobrar sentido? ¿Será difícil sobrevivir? ¿Podré seguir vendiendo casas? ¿Querré hacerlo? ¿Y habría sido diferente de haberlo aceptado todo desde el principio, como habrían hecho el presidente de la General Electric o el general Schwarzkopf? ¿Estaría ahora viviendo en Tokio? ¿Me habría muerto de aceptación? ¿O seguiría viviendo en Haddam? Sólo Dios sabe. A lo mejor todo habría sido más o menos lo mismo; quizás se sobrevalore la importancia de la aceptación; aunque los psiquiatras dirán lo contrario, lo que significa que no saben nada. Al fin y al cabo, todos llevamos dentro un montón de «cosas» poco satisfactorias, «cosas» que quisiéramos enmendar o pasar por alto para que otras «cosas» resulten más gratas, y de ese modo podamos abrir aún más el corazón. Pregunten a Marguerite Purcell. Como he dicho, la aceptación asusta un huevo. Siento el horror metido en mi cama, en mi casa vacía, después de la tormenta, y el Día de Acción de Gracias esperando por el este con la aurora. Ten cuidado con lo que aceptas; ésa es mi advertencia: a mí mismo. Lo tendré, si puedo.
Afuera, oigo una motocicleta en la oscuridad, acelerando con un chirrido agudo por Ocean Avenue, pero se desvanece enseguida. Luego me parece oír otro coche, pequeño, extranjero, con neumáticos estrechos y un silenciador chapucero, que afloja la marcha frente al camino de entrada de mi casa. Por un momento, creo que es Clarissa, ya en casa, con Thom en el Healey, o sola en un Daewoo alquilado: a salvo. Oiré cómo se abre la puerta con cuidado y se cierra con un ahogado sonido metálico. Pero no es eso. Es sólo el Asbury Press. Se oye música cuando el repartidor baja la ventanilla y lanza el periódico doblado sobre la grava. Luego la vuelve a subir y la canción languidece: «Tengo que hacer ese viaje sentimental, sen-ti-men-tal viaje a casa». Oigo cómo se disipa en la calle y en mi sueño. Y ya no oigo nada más.