Incubo una idea mientras cruzo el puente de Manasquan y me acerco al atajo de la 34: pasarme por el Manasquan Bar para tomar una cerveza y echar una meada en sus íntimos y agradables confines, iluminados con luces rojas. Hace años, con una cohorte de amigos divorciados, venía para acá una vez al mes, sólo por salir de Haddam, en busca de compañía nocturna y grandes infusiones de ginebra y whisky para luego volver por Hightstown y Mercerville a casa, adonde llegábamos en plena oscuridad pero con una idea más clara de nuestras penas y pesares. Saborear brevemente el recuerdo de aquellos viejos tiempos —la sempiterna luz rosada de la sala del bar y los aromas a cerveza— prolongará, sin duda, el buen estado de ánimo que me he estado trabajando. Pero lo que verdaderamente necesito es echar una meada, no una cerveza, porque eso requeriría mear otra vez antes de lo que ahora considero normal (cada hora). Además, cualquier incursión en el cenagoso vaho del tiempo perdido —por elevado que se encuentre el espíritu— podría resultar peligrosa y hacerme llegar tarde a la cita con Wade.
Y entonces cojo la 34 hacia el interior, en dirección norte a través de Wall Township, que en realidad no es ni municipio ni ciudad, sino una vieja y clásica urbanización lineal, una madeja de semáforos, cambios de sentido con una señalización en ruso, farsi, etíope y coreano que indica la proximidad de hablantes de esas lenguas con establecimientos comerciales en la zona. Una torre de telefonía celular camuflada como un abeto Douglas se yergue a incierta distancia por encima de tejados y viveros de árboles ya en su cuarto crecimiento. El río Manasquan pasa serpenteando por la izquierda. Pero hay poco que ver y nada de interés. Resulta difícil decir cómo es el paisaje natural por esta zona.
Paro a echar una larga meada en una gasolinera Hess frente a la Wall Township Engine Company, en el número 69 de la avenida, en cuya parte delantera han instalado un puesto de primeros auxilios para el Día de Acción de Gracias. Fornidos bomberos con indumentaria negra y amarilla muestran modernas técnicas de reanimación con maniquíes de plástico y con ciudadanos que ansían que los reanimen directamente. Animadores del colegio Upper Squankum lavan coches por cinco dólares junto a la acera. En el interior de la gasolinera, según dice el cartel sobre ruedas, se exhiben objetos de la colección itinerante Frank Sinatra del Museo Hoboken, junto con una exposición de la Delegación de Medio Ambiente titulada «Qué hacer cuando reciba visitas de animales del bosque». Un puñado de ciudadanos se arremolina en el asfalto —altos y delgaduchos etíopes, junto a algunos árabes de menor estatura con jerséis nada arábigos—, todos ellos sometiendo a detenido examen la autobomba y el coche de bomberos, lanzando nerviosas miradas al muñeco femenino en el que trabajan los bomberos e inclinándose para ver la exposición sobre el bueno de Ojos Azules. Resulta un buen punto de encuentro cívico, aunque el Día de Acción de Gracias sea para la mayoría un pintoresco misterio y los negocios no marchen bien por estos pagos. Ésta es tierra fértil para las virtudes municipales, aunque el filósofo nunca las habría implantado en Wall Township.
En la salida 102N de la Garden State son las doce y media y un frío sol de noviembre brilla en lo alto del cielo. La implosión del Queen Regent está prevista para la una, y como no he contestado a sus llamadas, es probable que Wade esté nervioso y enfadado. En mi opinión, los vejetes que no tienen prácticamente nada que hacer deberían malgastar el tiempo como marineros con permiso para bajar a tierra, pero en vez de eso acaban mirando el reloj a cada momento y amargándole la vida a todo el mundo, mientras que a nosotros, los zoquetes que trabajamos, nos gustaría tirar nuestro reloj al mar (yo no llevo).
Al llegar veo a Wade sentado en la acera bajo el toldo amarillo del Fuddruckers, que parece haber cerrado, igual que la desierta galería comercial de los sesenta, un poco más allá, cuyo enorme y desierto aparcamiento espera nuevo destino. Wade empieza a dar teatrales golpecitos al cristal de su enorme reloj de pulsera, plata y azul turquesa, al tiempo que me mira con el ceño fruncido mientras aparco junto a su prehistórico Olds de color marrón claro. Tendría que haberme presentado aquí ayer, o como mínimo hace dos horas, en vez de haberle estropeado el día.
—¿Es que te has perdido en Metedeconk? —inquiere, incorporándose a duras penas sobre sus diminutos pies, apoyándose en la señal azul de un aparcamiento para discapacitados. Metedeconk representa un chiste para iniciados del que no tengo la menor pista.
—Exactamente —le digo a través de la ventanilla—. Todos me han preguntado por ti.
Me quedo detrás del volante. El aire de tierra adentro, más tibio, trae una racha de frío seco mientras los coches pasan ruidosamente por Parkway.
—Sé perfectamente quién te ha preguntado por mí.
Arrastra los pies: es patizambo, camina sin mover las caderas y con los brazos ligeramente extendidos como un balancín. Wade afirma que tiene setenta y cuatro años, pero en realidad ya ha cumplido los ochenta. Y aunque se viste con un deportivo atuendo juvenil —absurdos pantalones anchos de color rosa con banderines estampados, mocasines de charol blancos sin calcetines y un jersey con cuello de pico amarillo chillón— tiene un aspecto decrépito y muy ajado, como si hubiera dormido una semana con la ropa puesta.
—Vamos en mi coche —gruñe, la vista fija en el suelo, como si la acera se moviese en direcciones inesperadas.
—Hoy no —digo alegremente.
Wade es un conductor peligroso. Suele saltarse los semáforos, va a setenta por hora en la autopista, pasa los cruces sin mirar, toca largamente el claxon, lleva siempre un intermitente encendido, grita insultos de carácter religioso y sexista a otros conductores, y, debido a que está bastante encogido, apenas alcanza a ver por encima del salpicadero. Deberían prohibirle acercarse al asiento del conductor. Pero durante nuestro almuerzo mensual en Bump’s, cuando le dije que ya era hora de tirar su cacharro a la basura y dejar de conducir, abrió de par en par sus ojos azules, le castañetearon los dientes y le tembló la rodilla de tal manera que la pata de la mesa empezó a moverse.
—¿Así que te ofreces a llevarme en tu coche? Estupendo. Dejaré que me lleves a todas partes; y me esperes adonde yo vaya hasta que quiera volver a casa. Me parece perfecto. ¿Acaso crees que me gusta conducir?
Tenía razón. Aunque a veces pienso que no moriré de muerte natural, sino ayudado por algún viejo chiflado como Wade delante del Marshalls de Toms River.
Me quedo en el asiento, negando con la cabeza, cosa que desde luego le cabrea.
Wade se para entre ambos coches y me fulmina con la mirada.
—El mío está bien acondicionado.
Se refiere a que tiene el asiento realzado, la almohadilla para las hemorroides fijada a un cojín adicional, la radio sintonizada en una emisora de hillbilly de Long Branch que le gusta, y el respaldo de bolas que le alivia la artritis amarrado con unos pulpos al dorso del asiento. Durante años, Wade ha trabajado de cajero en el peaje de la salida 9 de la autopista y está convencido de que la continua tensión más los gases de los tubos de escape fueron degradándole el esqueleto y debilitándole el sistema inmunología), lo que le ocasionó una reducción del volumen óseo y misteriosos dolores nocturnos. Le he explicado que todo se debe a la vejez.
—Tengo mujer e hijos en quienes pensar, Wade —le digo, mientras espero a que suba.
—¡Ja! La esposa desaparecida. Ésa sí que es buena.
Wade sabe lo de mi hiato matrimonial, además de la cuestión de la próstata y la mayor parte de mi historia, algo que no le suscita mucho interés a menos que le permita hacer un chistecito (su próstata es ya un recuerdo). Debido, según creo, a algún pequeño ataque que le da de vez en cuando, Wade me confunde a veces con su hijo, Cade, que es agente de la policía estatal de Nueva Jersey en Pohatcong. Y en otras ocasiones, por motivos que escapan a mi entendimiento, me llama «Ned». Esa especie de impedimento podría pasar por conveniente desinterés, pensaba yo. De manera que si Wade no se volviera gagá de vez en cuando y dejara de cotorrear por un momento, yo recomendaría que lo nombraran miembro de Sponsor en el Grove, la bien organizada residencia de mayores donde vive, en Bamber Lake, donde celebran catas de vino todas las semanas, inauguraciones de exposiciones artísticas y concursos de rompecabezas, y se ufanan de tener una espléndida atención sanitaria, con catéteres cardíacos a domicilio, centro propio de urgencias traumatológicas, y seis hospitales a veinte minutos de ambulancia, pero donde los viejales, según Wade, siempre andan en busca de algo más.
Wade se ha resignado a venir en mi coche y se ha metido a duras penas en su Olds para coger su cámara de vídeo y la bolsa de papel marrón que contiene su almuerzo, ya que tiene intención de comer al tiempo que contempla la demolición del Queen Regent y de grabar todo el acontecimiento en cinta para su exhibición pública. En el Grove, según dice, es de los principales invitados en todas las fiestas y está muy solicitado entre las señoras por sus jugosas anécdotas.
—Todos estaríamos mejor si supiéramos aguantar el dolor —sentencia Wade con voz apagada desde el interior de su coche.
Se refiere a la ausencia de mi mujer. Apoyado en el asiento con las rodillas y las manos, busca algo por el suelo mientras emite unos ruidos dignos de Frankenstein, mostrando el fondillo de sus pantalones de color rosa. Le echaría una mano, pero nuestro pacto incluye la suposición de que nunca necesita ayuda. Observo sombríamente su almohadilla inflable para las hemorroides.
—Creo que eres un anuncio ambulante de la longevidad —le digo, aunque no me oye.
Igual podría haberle dicho: Me gustaría colgarte de los tobillos y coger el cronómetro para ver cuánto tiempo te tarda en estallar la cabeza; habría sido lo mismo. Wade no es un oyente capacitado, lo que él atribuye a haber vivido una vida plena y no tener mucha necesidad de conocer más cosas.
—Por otro lado —gruñe, saliendo del coche e incorporándose, con la bolsa del almuerzo y la Panasonic en la mano—, me suicidaría si no me acojonara el dolor.
Se incorpora y permanece en el asfalto frente al Fuddruckers, mirando al interior de su coche como si yo me encontrara allí dentro, en vez de estar justo detrás de él. Se ha convertido en un extraño individuo, y era enteramente normal cuando lo conocí. Tiene las manos y los brazos secos y correosos como un caimán, la cabeza pequeña y redonda, de un color entre rosáceo y anaranjado, como si la hubieran hervido. Se peina el pelo blanco hacia delante, en un cesáreo estilo recortado sobre la frente que, dependiendo de las visitas a la peluquería, puede ser un simple y triste flequillo de viejo o una porción de cabello a lo Beatle que le hace aparentar setenta años, aspecto que más o menos tiene ahora. Si añadimos a eso que cuando se quita las gafas, el ojo izquierdo se le va hacia un lado, que lleva un aparatoso audífono en cada oreja, nunca se afeita bien las mejillas, y que además al hablar se acerca mucho a su interlocutor (salpicándolo de salivilla sazonada con Listerine), el resultado es el de una presencia humana no siempre atractiva.
Cuando lo conocí, hace dieciséis años, Wade vivía en el barrio residencial de Barnegat Pines con su segunda esposa, Lynette, ya fallecida, y su hijo Cade. Por entonces yo estaba perdidamente enamorado de su hija, Vicki: enfermera de oncología y poseedora de un muestrario de sobrecogedoras virtudes físicas. Habían pasado tres años de la muerte de mi hijo, y uno de mi divorcio de Ann, y era una época en que mi existencia parecía a punto de apagarse y convertirse en una simple justificación de la necesidad vital de seguir adelante. Wade era entonces un ingeniero civil de mirada recta, con el pelo cortado al rape, que iba en busca de la verdad. Sabía lo que era la confusión en la vida, había mirado cara a cara al futuro y se había convertido en sostén de una familia, en un sólido ciudadano que, poseyendo una clara visión de sus limitaciones, mantenía sus principios y estaba contento de considerarme como un aspirante a yerno excepcional aunque «algo mayor». Mi actual visión de Wade viene sobre todo de esos lejanos días. No lo había visto en dieciséis años hasta hace cuatro meses, cuando Cade me puso una multa por exceso de velocidad un día que llegaba tarde al Red Man Club, y leí el ARSENAULT en su placa de cobre. Bla, bla, bla, bla, bla…. Acabé llamando a Wade porque mientras escribía la multa, Cade —cejas espesas, orejas carnosas, con chaleco antibalas negro y gorra de plato— me dijo que «papá» era «un caso digno de lástima», que «tal vez no durara mucho» y que ellos (Cade y su señora) «no salían mucho de Pohatcong, con los chicos y esas cosas», y no iban a ver al viejo tan a menudo como deberían. «En cierto modo, eso no está nada bien», confesó. Y, ah, a propósito, son noventa dólares, más costas, más dos puntos, que usted lo pase bien y no pase de noventa.
Restablecí el contacto y acabé quedando con él en Bump’s. Al cabo de poco logré reconciliar al Wade de años atrás —el tipo de la frontera, de Nebraska, con un físico elegante y un título de ingeniería por la Texas Aggie— con el Wade de hoy —maniático extrañamente vestido, de chocante flequillo, piel anaranjada y olor agrio—, y con fuerza de voluntad logré construir una persona integral a partir de las apariencias. La edad requiere adaptaciones, y nadie ha dicho que envejecer sea bonito ni que la alternativa sea mejor.
Lo que Wade y yo nos aportamos mutuamente en estos momentos, y lo que hace nuestra convivencia soportable a pesar de los roces, es una incógnita. Pero cuando está en sus cabales —la mayor parte del tiempo—, muestra tanta inteligencia como un miembro de Mensa, sigue viendo el mundo exactamente tal cual es y por ese motivo no resulta mal amigo pese a su edad, igual que yo no soy mal compañero para él porque al ser más joven lo mantengo despierto. Compartimos, al fin y al cabo, una porción del pasado, aunque no sea un pasado especialmente significativo. Aparte de eso nos caemos bien, en el ejercicio de la libertad de criterio que nos da nuestra condición de adultos.
Asbury Park, por donde pasamos ahora y donde he trabajado con algunos bancos, se ha ido convirtiendo lamentablemente a lo largo de los años en una bolsa de pobreza en medio de los adinerados y entrelazados municipios de la costa, de Deal a Allenhurst, de Avon a Bay Head. Esas acaudaladas ciudades necesitaban asistencia doméstica de confianza que pudiera llegar en autobús, y Asbury se prestó a esa tarea. Ilusionados negros procedentes de Bergen County y Crown Heights, somalíes y sudaneses recién bajados del avión, más tenderos iraníes a quienes Harlem resultaba demasiado duro, pueblan ahora las calles por donde pasamos. Aquí y allá, perdura una sombreada Linden Lane o una bien cuidada Walnut Court, con su anciano dueño y ocupante trabajando en su parcela mientras se hunde el precio de la vivienda y ese factor empieza a incidir en su economía. Y eso se nota en la mayoría de las calles: ventanas arrancadas, mansiones cerradas con tablas, césped lleno de hierbajos, aceras deshechas, chapuzas mecánicas en plena calle, negros esperando algo en las esquinas, niños recorriendo las aceras con triciclos, y voluminosas señoras africanas con pañuelos de colores vivos apoyadas en las barandillas de los porches, viendo pasar a la gente. Asbury Park bien podría ser Memphis o Birmingham: nada ni nadie parecería fuera de lugar.
—Uno de cada cinco no habla inglés, ¿verdad?
Wade va mirando por la ventanilla, manoseando su pulsera de diabético con aire abstraído. Ha contaminado el interior de mi coche con su olor agrio de anciano, como a limón podrido —procedente en su mayor parte de su jersey amarillo—, que al mezclarse con el rancio residuo del Marlboro de Mike de anoche me obliga a abrir mi ventanilla. Wade me lanza una encendida mirada cuando no contesto su falsa pregunta sobre los que no hablan inglés, pasando la rosada lengua sobre la dentadura (sus «rellenos»), como si se estuviera preparando para una batalla verbal. En general, Wade es de creencias conservadoras pero no votaría a Bush aunque se incendiara el mundo y ese tarado tuviera un cubo de agua en las manos. Creció pobre, tuvo suerte y entró en la Universidad A&M de Texas, trabajó veinte años en la industria petrolífera de Odessa y ve en los republicanos una garantía de que el gobierno va a mantenerse al margen de la vida pública, de la alcoba, del colegio y de la casa del Señor (que él no frecuenta mucho). El camino que debe seguirse es el aislamiento, la deuda por debajo de cero, la inflación inexistente, patatín, patatán. Los moralismos son de pillos: de ahí el odio a Bush. El sonriente Rocky era el héroe de Wade, pero desde el Watergate ha votado a los demócratas.
—El mercado inmobiliario se está estabilizando —anuncia, sólo por decir algo—. ¿Lo has leído?
—Donde yo vivo, no.
—Ah, claro —replica Wade—. Eso ya lo sabes, siendo quien eres. Tú eres un experto en esas cosas. Los demás tenemos que enterarnos por los periódicos.
A la una en punto, por aquí hace menos frío que en Sea-Clift. En el adoquinado cielo gris se ha abierto una franja de azul febril sobre el océano al que nos aproximamos. No parece la víspera del Día de Acción de Gracias, sino un tardío veranillo de San Martín o una mañana de finales de marzo, cuando la primavera se acerca mansamente. Una jornada perfecta para la demolición.
El Queen Regent está frente al entarimado del paseo marítimo y el ruinoso Convention Hall, de estilo art déco: sede de desafortunadas peleas y bailongos de rock suave con discos y escasa asistencia. Ruidosas gaviotas planean sobre las almenadas alturas del Queen, que se yergue solitariamente en un llano recortándose contra el cielo, como si el viejo montón de amarillentos ladrillos con aspecto de hospital ocupara un espacio que ya no le pertenece. Aunque ni desde lejos es un edificio que merezca una gran despedida: nueve plantas, sin adornos (y desconchadas), con dos alas de ventanas huecas en forma de U y una torre almenada como una tarta de supermercado. Una veranda cubierta en otro tiempo y ahora malamente acristalada da al paseo marítimo y al Atlántico, y un depósito de agua, de madera, con una gigantesca antena de televisión acoplada, sobresale en el tejado. En otro tiempo fue un local donde baterías de jazz con sombrero de fieltro podían llevar a sus amigas sin gastar mucho. Familias cargadas de críos paseaban por allí y decían que era bonito. También iban parejas en luna de miel. Jóvenes suicidas.
Matrimonios mayores pasaban allí sus últimos días oyendo el mar y bajando a comer al restaurante ornamentado con paneles en el techo. Solo en su sitio, el Queen Regent parece uno de esos condenados de cien revoluciones a quienes la cámara enfoca en un terreno desierto junto a una tumba abierta, con aire tranquilo, resignado, distraído —esperando su destino como si fuera el autobús—, cuando de pronto surge una lluvia de disparos fuera de cuadro y los acribilla sin ruido, de modo que en un instante pasan del presente al olvido.
Los alrededores del Queen Regent conforman una sabana seca y desarbolada, objeto de renovación urbana, que se extiende hasta la línea de árboles sin hojas de Asbury. Por donde pasamos en este momento había una vez hoteles de mayor distinción, más altos y deslumbrantes, marisquerías exquisitas con locales de hot jazz en el sótano, y al otro lado de los barrios ya desaparecidos, moteles y pensiones para los voceadores y feriantes de las atracciones verbeneras instaladas en el muelle, o para los camareros que llevaban las bandejas como si nada en el Convention Hall, que tiene un aspecto como si fuera a derrumbarse al menor golpe de viento cuando suba la marea. ¡ESTAMOS EN LA ZONA DE PROGRESO!, declara un cartel, ¡PRÓXIMAMENTE PISOS DE LUJO!
Wade enfoca su Panasonic plateada hacia el Queen Regent a través del cristal de la ventanilla. Es de ésas que parecen un periscopio al revés, y mirando hacia abajo por el objetivo a través de sus bifocales Wade abre estúpidamente la boca y se le aflojan los viejos labios. Por lo visto, cree que el Queen va a derrumbarse en cualquier momento.
—Da la vuelta por delante, Franky. ¿Por qué pasamos por aquí?
Boquiabierto, me dedica una mueca feroz. El cuello de pico del jersey amarillo, bajo el cual no lleva nada, le deja al descubierto el pecho de pollo salpicado de un fino plumón. Una vez lo vi desnudo, en su «apartamento» de Bamber Lake, cuando me presenté a cenar antes de la hora. No he vuelto.
Han rodeado, sin embargo, el Queen Regent con una barrera coronada de alambre de espino para desanimar a los buscadores de recuerdos y a los saboteadores conservacionistas que siempre andan rondando para ver si pueden fastidiar una demolición bien preparada. El público no puede pasar por donde quiere Wade, ni, de hecho, acercarse a una distancia de tres campos de fútbol del edificio, pues la policía de Asbury Park y una unidad de agentes del estado con uniforme azul han montado un dispositivo para desviar el tráfico mediante conos y vallas y nos obligan a ir por (otra) Ocean Avenue, alejándonos completamente del hotel. Ambos vemos cómo la empresa de demoliciones, Martello Brothers —PIROTECNIA, DETONACIONES, NIVELACIONES, DE PASSAIC A JERSEY CENTRAL—, ha instalado a una muchedumbre de espectadores en una tribuna provisional montada detrás de otra alambrada al extremo sur de la Zona de Progreso, frente a una enorme valla publicitaria que dice ESTA CALLE HA SIDO ELEGIDA POR ASBURY PK CUB PACK 31. Hay solares —pienso mientras seguimos por Ocean Avenue hacia el aparcamiento provisional— que están mejor con algunos buenos bloques de pisos.
—Desde aquí no se ve nada, joder —se queja Wade, revolviéndose en el asiento, estirando el cuello para ver el Queen Regent, la garganta comprimida, la voz un cuarto de octava por encima de lo normal mientras aprieta la Panasonic contra las bifocales por si todo el tinglado salta por los aires mientras estoy aparcando. Wade nunca decía tacos cuando lo conocí, mientras cortejaba a su hija cual devoto Romeo—. Ni que fueran las instalaciones del White Sands Proving Ground.[63] ¿De qué tienen miedo, los gilipollas estos?
—Probablemente es el seguro, que…
—No me hables de esos cabrones —me interrumpe—. Cuando Lynette murió, no me dieron ni un miserable centavo.
Lynette era la segunda mujer de Wade, una tejana menuda y de mal genio, católica fanática que abandonó a su marido para ingresar en una residencia Maryknoll[64] de Bucks County, donde la prepararon como analista cristiana para examinar las atormentadas historias de personas como ella, hasta que le dio una embolia, legó sus bienes a las monjas y estiró la pata. Ya he oído bastante sobre esa historia desde el verano, y creo que otra de las ventajas de no haberme casado con la hija de Wade, Vicki, es el hecho de no haber tenido a Lynette de suegra. Wade no siempre recuerda bien que una vez estuve enamorado de Vicki, ni por qué nos conocemos él y yo. Ella, sin embargo —según me ha contado su padre—, se ha cambiado el nombre y ahora se llama Ricki, es viuda y vive en Reno, donde trabaja como enfermera en la sala de urgencias de un hospital y nunca viene a Nueva Jersey. Los caminos del Señor son inescrutables.
Doy la vuelta a la tribuna de los Martello Brothers y entro en el aparcamiento provisional. Aquí hay dos servicios portátiles —siempre bien recibidos—, traídos en camiones, y varias caravanas y remolques, lo que indica que algunos entusiastas de las demoliciones controladas han venido a pasar la noche para conseguir los mejores sitios. Apenas he parado cuando Wade, que no quiere perderse nada porque llegamos cinco minutos tarde, baja rápidamente del coche y se dirige hacia la tribuna, con la Panasonic en una mano y la grasienta bolsa de los sándwiches en la otra.
Da la impresión de que se trata de un acontecimiento deportivo, un partido de los viernes entre el Belvedere y el Hackettstown bajo el precario sol de finales de otoño, sólo que éste es entre el deseo humano de permanencia y la Parca (la mayoría de las competiciones se reducen a eso). Cuando me acerco, un murmullo de expectación se eleva de la multitud situada en la parte delantera de la tribuna.
—¡Todavía no! ¡Por favor, todavía no! —grita una ronca voz de hombre.
Una mujer de apariencia africana con un amplio vestido de flores ha montado un tenderete donde vende camisetas con Me derribaron con el Queen y Mi hijo estaba en el Queen Regent. Un negro robusto ha conseguido una concesión de la «Chicago Jew Dog» y hace salchichas en un bidón de doscientos litros. Estoy hambriento y le compro una, que me envuelve en una servilleta de papel. En la alambrada hay pancartas de Bush y Gore por si alguien quiere retractarse de su voto. El Ejército de Salvación ha instalado un trípode con un caldero, al lado del cual una matrona alta vestida de azul toca una campana sin dejar de sonreír. Se ven montones de polis de Asbury Park. Aquí hay de todo menos karaoke.
Cuando llego al graderío (Wade ha desaparecido), veo que un hombre fornido de baja estatura con mono amarillo y casco dorado, provisto de un megáfono eléctrico también de color amarillo, se está dirigiendo a la multitud. En este instante declara que miles de horas de trabajo, cuatro millones de cartuchos de dinamita, innumerables metros de alambrada, un sistema informático alucinante, los servicios de dos licenciados de Rutgers, más la generosa cooperación de la Mancomunidad de Municipios de Monmouth County y el ayuntamiento de Asbury Park, aparte de la policía, han hecho posible que este lugar sea el más seguro de Nueva Jersey, lo que suscita las risitas de la multitud. Conozco a ese hombre: es Frank Martello «el Grande», uno de los famosos hermanos. Frank el Grande es un producto autóctono de Jersey que, tras dominar las técnicas de percusión haciendo saltar cuevas del Vietcong en los sesenta, al volver a su ciudad natal de Passaic se apartó del negocio familiar, consistente en renegociar deudas y prestar dinero a elevado interés, se licenció en mercadotecnia en Drew y se dedicó a la legítima profesión de hacer volar cosas en pedazos (los cohetes llegaron más tarde). Al ser el mayor, Frank envió a la universidad a sus seis hermanos (uno es dentista en Middlebush), y poco a poco fue introduciendo a los más dispuestos en el negocio, que verdaderamente estaba en auge. Prosperaron y se convirtieron en un legendario fenómeno familiar en todo el mundo —y no se les iba la pólvora en salvas—, como depositarios de una asombrosa capacidad destructiva, a través de la cual lograban borrar del mapa sin humareda, sin polvo, en perfectas condiciones de seguridad, edificios enteros con tan milimétrica precisión que a la mañana siguiente el solar estaba limpio y los camiones de cemento en fila para empezar a trabajar.
Conozco al «legendario» Frank el Grande porque su hermano Nunzio, el dentista, se interesó por un pisito para una de sus novias en Seaside Heights. Mientras dábamos un paseo en coche hablando de todo un poco, se puso a contarme la historia de su familia. Nunzio acabó comprando un apartamento con terraza para su cariñín en Ship Bottom, y estoy seguro de que es feliz allí.
Frank el Grande está mosqueando ligeramente al público —unos doscientos, seremos—, contando chistes sin gracia sobre la autopista de peaje de Nueva Jersey y el Día del Pavo, quitándose el casco dorado y agachando el cráneo para que veamos los pocos pelos que le ha dejado su peligroso trabajo, y pavoneándose luego frente al graderío con los brazos cruzados como Mussolini. Entre la multitud hay muchos padres jóvenes con sus críos, que están de vacaciones y llevan cascos protectores, aparte de un buen número de matrimonios mayores que justifican la presencia de caravanas y remolques y que probablemente han pasado la luna de miel en el Queen Regent, y hasta habrán patinado algunas noches en el entarimado del Convention Hall, en sus buenos tiempos. No falta, desde luego, la inevitable representación de individuos raros como Wade y yo, que sólo pretenden contemplar una buena demolición y no necesitan dar explicaciones. Todos sentados, fila tras fila, rodillas juntas, gafas de sol y auriculares, observando con mayor o menor fascinación el encarnado cajón provisto de un émbolo que Frank el Grande ha colocado sobre una caja roja de botellas de leche junto a la cerca donde hay un cartel con su famoso lema: NOSOTROS LO DERRIBAMOS.
Desde donde ahora me encuentro, de pie a un lado del graderío, comiéndome la salchicha Jew Dog, veo que el émbolo rojo está amenazadoramente alto. Pero no tiene cables conectados. Todo el asunto del émbolo, sospecho, es una farsa, pues lo más probable es que la señal crítica se envíe desde el centro de operaciones de Martello en Passaic, utilizando modelismo informatizado, telemetría de alta tolerancia, fibra óptica, GPS, etcétera. Nadie oirá ni verá nada salvo lo que salga en pantalla.
Miro por las gradas, con la salchicha medio devorada en la mano, buscando el anaranjado rostro de Wade, y lo encuentro enseguida, sumergido entre el gentío de la última fila. Me fulmina con la mirada por no estar arriba con él, con una buena visión sobre la Zona de Progreso y el distante Queen Regent. Me hace un torpe y espasmódico ademán para que suba de una puñetera vez. Es el gesto que haría alguien que está sufriendo un ataque al corazón, y los que están sentados a su lado le lanzan una mirada recelosa y se retiran unos centímetros. («Un viejo chiflado que apestaba se sentó junto a nosotros. Ya no se puede ir a ninguna parte…»).
Pero no estoy de humor para subir entre toda esa gente extraña y acabar en estrecho contacto físico con Wade; además, me estoy comiendo el perrito caliente, y mejor que aquí no voy a encontrarme hoy en ningún sitio. Es agradable sentir el sol al margen de la multitud, el aire limpio como en la primera tarde de feria antes de que empiecen a funcionar las atracciones. No importa que nos hallemos en tierra de nadie en una alicaída ciudad costera, esperando a ver cómo un edificio abandonado se convierte en un montón de escombros: mi segunda explosión en dos días.
Hago a Wade un gesto enigmático, alzando el perrito caliente, señalándome la muñeca como si llevara un reloj que acabara de marcar la hora cero. Wade articula unas resentidas palabras que nadie alcanza a oír. Dirijo luego nuevamente la atención hacia Frank el Grande, que está junto al cajón rojo del émbolo mientras un chico blanco y delgaducho, un técnico con mono blanco, atornilla unos cables en los terminales de la parte alta del cajón, y alza inquisitivamente la vista hacia Frank el Grande, como si creyera que algo no anda bien del todo. A lo lejos, a través de la cerca y a una distancia de tres campos de fútbol, distingo la pequeña silueta de unos hombres que se dirigen apresuradamente hacia lo que debe ser la salida del perímetro de seguridad del Queen Regent. Ahora se ven más coches patrulla de color azul y blanco de la policía de Asbury, con las luces azules dando vueltas. Semáforos en los que no he reparado antes emiten intermitentes destellos en ámbar por las calles desiertas. Un helicóptero de la policía, otro de los guardacostas y otro más del telediario de mediodía sobrevuelan la zona un poco más allá del paseo marítimo esperando que la gran explosión se produzca de un momento a otro. Resuena la campana del Ejército de Salvación, y por primera vez oigo voces entusiastas que cantan en alguna parte algo parecido a «Dios salve a la Reina, Dios salve al Queen». A los cantores, chiflados de los monumentos que van (inútilmente) bien vestidos, se los ha obligado a permanecer al otro lado de una barrera policial, donde pueden hacerse oír pero donde nadie les hace caso.
Frank el Grande, a través de su megáfono eléctrico —que hace que su resonante voz de bajo de Nueva Jersey parezca salir de una caja de cartón—, está largando una perorata acerca de que los «efectos sísmicos» de lo que estamos a punto de presenciar podrán detectarse en China, pero que su familia ha calculado las cargas de manera tan ingeniosa que el Queen Regent se derrumbará en exactamente dieciocho segundos, cada ladrillo cayendo con cuidado en un sitio matemáticamente predeterminado. «Na-tu-ral-men-te» habrá algo de polvo (sin nada de amianto), pero ni siquiera tanto, está diciendo, como el que un camión de basura robado levantaría en Newark: eso también se debe a las circunstancias climáticas y al índice de humedad, además de a la fibra óptica, el láser, etcétera. El ruido será sorprendentemente escaso, «hasta el punto de que pensaréis en contratarnos para remodelar la casa de vuestra suegra en Trenton, jua, jua, jua». Hay una lancha de los guardacostas justo debajo del paseo marítimo («Por si alguno de mis hermanos salta por los aires y se cae al mar»). Los submarinistas ya están en el agua. No se perturbarán las pautas migratorias de peces y gansos, ni tampoco la calidad del aire en Asbury Park: murmullo de animación general. Lo mismo en lo que se refiere a los hospitales. «En otras palabras», concluye, «se han puesto todos los medios en práctica para que la demolición no se note más que un pedo en un cubo de pintura».
Frank el Grande se aparta con majestuosos pasos de su puesto central de maestro de ceremonias para conferenciar, cabeza gacha, con el técnico delgaducho y otros dos chicos morenos vestidos con mono rojo y con aspecto de ser empleados de gasolinera, aunque adivino que son los licenciados de Rutgers. Uno de ellos entrega a Frank el Grande un par de anticuados auriculares con micrófono incorporado. Frank el Grande, casco en mano, se lleva un auricular a la oreja, escucha algo atentamente —¿una voz?— y luego empieza a gritar órdenes, la bocaza contraída en una mueca de ira, asintiendo con su enorme cabeza.
Posiblemente algo va mal, ha ocurrido algún fallo que podría aplazar la densa nube en forma de hongo y hacer que nos metamos de nuevo en el coche para buscar atracciones sustitutorias por las calles de Asbury Park. Un expectante murmullo ha sofocado el bullicio, y aquí y allá surge un rumor de voces y risas aisladas junto a chasquidos de latas de cerveza. Un rancio olor a pescado viene del mar: en parte responsable, sin duda, de la mala racha del Queen Regent, ya que procede de vertidos prohibidos hace tiempo, aunque los elementos contaminantes han permanecido en el suelo y en la atmósfera. De un sitio sin determinar, surge el ruido agudo y sibilante de algún motor, como el fantasma de una noria vacía en la verbena del paseo marítimo, donde millones de personas han pasado el rato, se han emocionado y se han besuqueado en los atardeceres de verano sin preocuparse de lo que hubiera ocurrido antes ni de lo que pudiera venir después. A mi juicio, esas sensaciones aleatorias tienen algo positivo. En esta extraña época de mi vida, cuando el futuro parece interesante pero no necesariamente «divertido», me he propuesto que ningún instante sea tiempo muerto, porque en un momento posterior y más funesto no quisiera olvidar cómo fue aquel día, hora o época, posiblemente mejor; cómo fue aquella tarde en que suspendieron la demolición, qué experiencia concreta vivía mientras esperaba que el Queen Regent se convirtiera en escombros. No hay duda de que querría saber todo eso, tener todo eso grabado en la memoria en vez de, como el pobre Ernie, oír a la tanatóloga repitiendo monótonamente: «¿Frankee, Frankee? ¿Puedes oírme? ¿Oyes al-go? ¿Estás muerto del todo?».
Y entonces… bum, bum, bum, bum. Babum-bum. ¡Bum, bum! ¡Babum-bumbum! El Queen Regent está desapareciendo. En este preciso instante. Me alegro de no estar en el Salón del Trono.
Inocentes penachos de humo grisáceo, pequeños pero explícitos y de indiscutible trascendencia, hacen puf, puf, puf a todo lo largo y ancho de las nueve plantas del Queen, como si alguien, cierta autoridad que permaneciera en el interior, estuviese aireando las viejas almohadas, sacudiéndolas, limpiándolas y dejándolas como nuevas para la gran reapertura. Una bandada de pájaros —las gaviotas que he visto antes, girando, cayendo en picado, zambulléndose— se aleja de pronto. Nadie las había avisado.
La multitud entera —muchos se han puesto en pie— exhala, jadea o emite un tímido y embobado «ahhhh», como si esto fuera, finalmente, a lo que hemos venido, a ver algo que nada puede superar.
Frank el Grande, asustado, está mirando igual que nosotros, su voluminosa cabeza calva aún con los auriculares, la boca desencajada, aunque rápidamente la cierra con la fuerza de un yunque, resoplando por las aletas de la nariz. Sus dos ayudantes morenos del mono rojo han retrocedido como si, haciendo molinete con los brazos, el jefe se dispusiera a repartir bofetadas. El chico delgaducho que ha conectado los cables al émbolo le está parloteando en la abultada oreja, aunque Frank el Grande tiene la mirada fija en el edificio envuelto en humo, el émbolo aún teatralmente erguido a sus pies.
Bum. Bum. Babum-bum. Y de nuevo penachos de un humo más grisáceo surgen en torno a la base del Queen Regent, y otros más en lo alto, en la cúspide almenada. Y ahora se desencadena una serie de ruidos más profundos. Estas cosas nunca desaparecen con un solo estallido, sino más bien como una estrepitosa partida de ajedrez: los peones primero, los alfiles después, luego los caballos. Lo que queda presenta batalla pero no sirve de nada. Al menos así ocurrió en Ventnor.
Ahora otra serie de bum-bums, más intensos y potentes, revienta en el corazón del Queen Regent. La anciana matrona aún está por estremecerse, inclinarse o bambolearse. Puede que no llegue a derrumbarse y la multitud gane la partida.
—No se cae. La han jodido pero bien —dice riendo un palurdo en el graderío.
Los espectadores empiezan a sonreír, mirando a un lado y a otro. Wade, según veo, lo está filmando todo. Las señoras del Grove lo adorarán aún más si el Queen sobrevive. Frank el Grande tiene el ceño fruncido. Alcanzo a leerle los labios, que dicen: A tomar por culo, cabrones. Veréis como se cae.
Justo en este momento, mientras el Queen Regent se mantiene firme y los helicópteros se aproximan a él volando como una flecha sobre el agua y unos coches patrulla de Asbury aparecen con las luces giratorias destellando por Ocean Avenue frente al Convention Hall, y la multitud empieza a aplaudir, a armar jaleo e incluso a patear sobre las gradas (Frank el Grande, con los auriculares puestos, no parece muy contento, y sin duda ha empezado a pensar en quién va a recibir la bronca), justo ahora, cuando la demolición parece inviable, un escuálido negro de unos doce años, que lleva una sudadera negra con capucha, un mono amplio que le cae en muchos pliegues sobre unas enormes botas plateadas de baloncesto y una bolsa de plástico del supermercado Grand Union con dos litros de leche bien visibles, un chico que ha estado junto a mí, clavándome el cartón de leche en la pierna durante cinco minutos como si yo no existiera, ese chico se despega súbitamente de mi lado, se precipita hacia delante, deja la multitud a su espalda y con toda insolencia da una fuerte patada con su zapatilla plateada al émbolo rojo hundiéndolo en el cajón del falso detonador, vuelve luego dando un rodeo a donde yo estoy, al final del graderío, y sorteando a los espectadores se dirige velozmente hacia el aparcamiento, donde desaparece detrás de un enorme Pace Arrow y no se le vuelve a ver. «Gilipollez de mierda» es lo único de que estoy seguro que dice al marcharse, aunque puede que haya dicho algo más.
Y ahora el Queen Regent se está desmoronando. A lo mejor ha sido el émbolo. Un humo negro asciende a borbotones de lo que deben ser los más profundos apuntalamientos subterráneos del hotel, sus apoyos más sólidos (eso será lo que detecten los sismógrafos chinos). Sus líneas longitudinales, hileras de ventanas rectangulares previamente alineadas en perfecta vertical, empiezan a arrugarse, como si toda la idea del edificio hubiera sufrido, tratando luego de minimizarlo, un profundo insulto, un viento homicida procedente del océano. Y entonces, de la forma más simple, se derrumba del todo, más como si bajaran un telón de ladrillos que como un viejo y orgulloso edificio que acaban de asesinar. En dieciocho segundos termina todo.
Un panorama despejado aparece brevemente detrás de donde estaba el Queen, hacia Allenhurst y Deal: árboles sin hojas, salpicaduras de casas blancas, un destello del guardabarros de un coche. Luego eso también desaparece y una enorme y densa voluta de humo y polvo gris sube y se extiende en el aire. Se nos ha ofrecido a los espectadores una larga progresión de ruidos, más apagados que agudos, distribuidos en varios niveles de sonoridad, con estampidos que estremecían la tierra, y por un largo momento todos nos hemos quedado mudos (posiblemente lo mismo que en una decapitación o ahorcamiento públicos).
Alguien, con voz varonil y acento de Maryland, de la zona de Tidewater, grita: «Muyyy-bieennn. Yaaaa-juuuu». (¿Qué clase de gente hace eso?). Y entonces otro repite: «Muyyy-bien», y el público empieza a aplaudir de manera vacilante, como hace en el cine. Frank el Grande, que permanece en pie mirando con el ceño fruncido a la desierta Zona de Progreso, se vuelve hacia la multitud con una sonrisita que aúna el desdén con la burla.
—¡A por ellos, Frank! —grita alguien, y por un momento creo que intentan animarme. Pero es al otro Frank, que se limita a hacer un gesto displicente con la manaza semejante a un salchichón (ignorantes, soplapollas, tontainas), y con sus dos ayudantes vestidos de rojo se aleja a grandes zancadas hacia el otro extremo del graderío y se pierde de vista. Para siempre, cabría esperar.
Wade está pensativo cuando volvemos por el solar cubierto de hierba hacia mi Suburban, un estado de ánimo que ha calado en otros espectadores de vuelta a sus caravanas, todoterrenos y Volvos antiguos. Muchos mantienen conversaciones íntimas en voz apagada. Unos pocos ríen discretamente. Se ha buscado y encontrado una especie de imprecisa consumación en la que nadie ha sufrido. Ha merecido la pena el paseo. Todos parecen respetar el acontecimiento.
Wade, sin embargo, tiene mermadas sus capacidades motoras. No sé cómo habrá subido las gradas, aunque parece tranquilo. Me ha dicho que cuando Lynette se retiró al convento de Bucks County y él se jubiló de la autopista, decidió poner su título de ingeniero al servicio del público. Eso suponía ensayar algunos inventos que había consignado en un archivador secreto en el sótano de su casa en Barnegat Pines (mucho tiempo para soñar en la cabina de peaje). Eran buenas ideas a las que no había podido dedicar tiempo mientras sacaba adelante a su familia, trasladándose a Nueva Jersey desde Dallas y cumpliendo con su turno laboral en la salida 9 durante más de quince años. Se trataba de ese tipo de ideas brillantes propias de Ungenio Tarconi: una trampa para langostas que subía a la superficie cuando alguna caía en ella; un dispositivo para desalinizar el agua del mar vaso a vaso: éxito seguro, pensaba él, entre los fabricantes de botes salvavidas; una matrícula para coches válida para el mundo entero que ahorraría millones de dólares y facilitaría mucho la labor policial. Si era capaz de idearlo, es que podía dar resultado, razonaba él. Y había muchos millonarios para ayudarlo a demostrar que tenía razón. Sólo había que decidirse por una idea buena, y luego concentrar en ella recursos y energía. La idea que Wade escogió fue la fabricación de caravanas fijas que ningún tornado podría arrastrar en su senda de destrucción. Revolucionaría la vida de la clase media desde Florida a Kansas, de eso estaba seguro. Cogió de una vez la mitad de su pensión de la autopista y la invirtió en montar un prototipo y en realizar unos ensayos costosísimos en un túnel del viento de un laboratorio privado de Michigan. Naturalmente, las pruebas no dieron resultado alguno. Según dijo, demostraron que los coeficientes de resistencia al viento dependían al cien por cien de la masa. Para que una caravana fija no fuera arrastrada por el viento —y sabía que eso era posible—, tenía que ser muy pesada, con lo que dejaría de ser una caravana para convertirse en una casa a la que a nadie se le ocurriría poner ruedas para trasladarla a Weeki Wachee. Y aparte de no funcionar, su prototipo era muy caro para el habitual residente de caravanas fijas, que normalmente trabajaba en algún taller NAPA.[65]
Wade perdió el dinero. Rechazaron su solicitud de patente. Estuvo a punto de perder la casa. Y en aquel momento, hace unos doce años (según me ha contado), fue cuando empezó a interesarse por las demoliciones y el aspecto final que adquieren las cosas de nuestra vida cotidiana. Vender casas, huelga decirlo, es justamente lo contrario. Aunque es difícil discutir con él, y no suelo hacerlo.
Una avioneta despliega una pancarta por el cielo azul de noviembre, entrando por dirección norte en la zona aérea prohibida de la que acaban de salir los helicópteros de los guardacostas y del telediario de mediodía. ¿VIERNES NEGRO EN FOSDICKS?, dice el anuncio volador. Nadie le presta atención entre la multitud que se retira. Más adelante, un negro ayuda a la mujer del Ejército de Salvación a recoger el caldero rojo y meterlo en una furgoneta blanca. Varios manifestantes en favor de la conservación de monumentos arrastran las pancartas mientras buscan sus vehículos, satisfechos de haber hecho otra vez lo que han podido. Nadie habla mucho del Queen Regent, que ya es un montón de escombros a la espera de bulldozers y nuevos planos. Muchos parecen hablar del pavo de mañana y la llegada de los invitados.
—¿Qué esperas de la vida, Franky? —pregunta Wade.
Me lleva cogido del bíceps izquierdo y me ha entregado su Panasonic, que pesa sorprendentemente poco. Se ha comido los sándwiches y ha tirado la bolsa. Mi Suburban está al otro extremo del aparcamiento. Wade tiene intención, según veo, de pasar a cuestiones más trascendentes. El recuerdo de su propio fin, suscitado por la desaparición del Queen Regent, lo vincula aún con mayor fuerza al momento presente.
—Me parece, Wade, que yo no espero gran cosa. —No caminamos deprisa. Nos adelantan otros espectadores—. Sólo tengo esperanzas genéricas. Lo mejor que puede pasarme es que no dé mucho que hacer y me muera mientras duermo.
—Eso es mucho pedir. —Me clava los dedos a través de la cazadora. Entonces, inexplicablemente, afloja su garra. Los coches empiezan a ponerse en movimiento en torno a nosotros, con los pilotos traseros y los intermitentes encendidos. Wade no me mira directamente, avanza mirando al frente: a mi Suburban, al que parece ocurrirle algo—. Yo ya no estoy vivo de cintura para abajo. ¿Qué tal tú?
—Estoy en forma, Wade. Funciono bien.
Me fío de la valoración del doctor Psimos, y en el aspecto que adquieren las cosas casi todas las mañanas. Cabría decir que albergo grandes esperanzas de vida más abajo de la cintura.
—Yo me he nivelado —declara Wade con irritación—. Se me quedó todo en el siglo pasado.
Tiene el ceño fruncido, como si también él hubiera observado algo raro delante de nosotros. Es evidente que el nuevo milenio tiene diferentes resonancias para distintos grupos de edad.
—A lo mejor es que ya has tenido bastante. ¿Sabes, Wade?
—Eso me han dicho.
La alteración que hemos percibido en el coche es que han roto la ventanilla trasera izquierda y hay fragmentos de vidrio esparcidos entre los hierbajos. Bajo la puerta, sobre los brillantes cristales, hay una bolsa de plástico color carne del Grand Union con el cartón de leche. Aunque cuando la cojo pesa como un ladrillo, al examinarla de cerca descubro que eso es precisamente lo que contiene: un cartón de Sealtest con una fotografía de tonos rosáceos de un adolescente desaparecido en la etiqueta. La función del cartón no era la que parecía cuando lo sentía golpeándome la pierna, el pequeño sinvergüenza estaba esperando la ocasión de perpetrar su fechoría. ¿Presentía que yo era dueño de un Suburban? ¿Me estaba vigilando desde el principio? Por eso no me permito albergar esperanzas: esperar no es un mecanismo práctico para aplicar a hechos que terminan ocurriendo.
—Ese mariconcete te la ha pegado —dice Wade con un gruñido, evaluando los desperfectos, enteramente lúcido, las bifocales lanzando destellos ante la posibilidad de coger un cabreo perfectamente justificado, intuyendo al instante todo el montaje delictivo. No ha visto al culpable en carne y hueso, sólo al sospechoso virtual (la viva imagen del sospechoso real)—. Lástima que Cade no esté aquí, aunque seguramente no habrá dejado huellas. No debías haberte puesto esa pegatina en el guardabarros.
Da una vuelta alrededor de mi coche, frunciendo el ceño y analizando los detalles como un poli, su pequeño ego patizambo rezumando bilis racial, lo que me infunde más cólera que la ventanilla rota: y me señala como típico izquierdista.
—Probablemente odian más al culón de Gore que al mierdero cerebral —aventura, con las palabras con que siempre menciona a Bush. Su boca se contrae en la sonrisa placentera, retorcida y sin humor, de quien lo ha visto todo—. ¿Qué se han llevado? No te habrás dejado la cartera ahí dentro, ¿verdad?
—No.
Me palpo el abultado bolsillo trasero, atisbo luego por el hueco de la ventanilla, con cuidado de no rozar los afilados restos del cristal. Fragmentos de vidrio cubren el suelo y el asiento trasero. El sol que ha dado en el techo ha vuelto sofocante el interior. La hazaña no puede tener más de cinco minutos. Me incorporo y miro expectante alrededor, como si pudiera repetir las cosas, marcar una orientación, poner la mano sobre la cabeza calentada por el sol del pequeño Shaquille o Jamal, llevarlo al paseo marítimo, comprarle unos buñuelos y charlar sin resentimiento ni prejuicios, libremente, de hombre a hombre, sobre el mal camino que emprende con estas cosas. Posiblemente sea miembro del Cub Pack 31[66] y esté trabajando para conseguir su medalla al mérito desvalijador.
En el asiento trasero no hay nada aparte de una página desgarrada de la sección inmobiliaria del Asbury Park Press, un par de carteles torcidos de Realty-Wise, rojos y blancos, y la nota adhesiva rosa con las indicaciones de Mike para llegar a Mullica Road. Eso parece haber pasado hace mucho tiempo. Aunque ayer no fue mucho mejor que hoy. Si acaso peor. Hoy no me he metido en una pelea a puñetazos ni me han retorcido el cuello (todavía). No me han vilipendiado, no me he metido en honduras con mi ex mujer, no he ido a un funeral. Quizás no sea el momento adecuado para dar gracias por lo que tengo, pero lo hago.
Un enorme Invector RV, tan grande como un autocar, con flechas indias en los costados, pasa frente a nosotros con gran estruendo; al volante va el dueño, un diminuto personaje calvo con gafas de sol. Frunciendo el ceño, me mira con simpatía desde el otro lado de la ventanilla corredera y para. Es un «Buen Sam»,[67] y tiene la calcomanía del estúpido individuo de rostro sonriente y corona de santo en una de las ventanillas traseras. Estos pájaros suelen ser nazis. La mujer del conductor, de amable aspecto, va detrás, en el asiento del copiloto, estirando el cuello para verme y enterarse de mi insignificante drama. Estoy seguro de que también siente simpatía por mí. Pero que me miren así, de arriba abajo, con fragmentos de cristales en torno a los pies, rota la ventanilla de mi coche, y un viejo chiflado con piel de color naranja como compañero de fatigas, hace que me sienta un completo inútil por el que no puede sentirse la menor compasión.
—La delincuencia relacionada con vehículos se ha incrementado el veinte por ciento gracias a Internet —pontifica el capitán del Invector detrás de sus gafas de sol, observando la escena desde arriba. Es delgaducho, y lleva un raquítico bigote que posiblemente acaba de dejarse. Su mujer dice algo que no alcanzo a oír. Otra pareja, sus amigos de toda la vida, más la cuadrada cabeza de un gran danés, aparecen en la ventanilla de la salita de estar. Todos, incluido el perro, me miran con gravedad.
—¿Qué ha dicho? —pregunta Wade desde el otro lado de mi coche.
Soy incapaz de repetirlo. Me lo impide una fuerza salvadora que habita en el universo. Algo me dice que estos viajeros vienen del centro de Florida, posiblemente de la zona de Lakeland, y eso hace que me resulten odiosos. Me encojo de hombros y vuelvo a mirar al agujero de la ventanilla. Sigo con la Panasonic de Wade en la mano, como si lo estuviera filmando todo.
—No sirve de nada llamar a la poli —afirma el conductor de la caravana desde la pequeña ventanilla.
Su mujer asiente con la cabeza. Sus pasajeros han retirado aún más las cortinillas y, torciendo horriblemente el cuello, nos miran a Wade, a mí y al vehículo robado. Ambos tienen latas de Schlitz de medio litro en la mano. Soy otro rasgo del interesante paisaje de Nueva Jersey, un típico ejemplo de las estadísticas sobre el incremento de la delincuencia. El ochenta por ciento de los crímenes los comete gente que conoce a las víctimas, lo que significa que muchos asesinatos no son probablemente tan absurdos como parecen.
—Supongo que no —contesto, alzando la cabeza con una falsa sonrisa de agradecimiento.
—¡Ah, no! —dice el tío de la caravana, sacando de alguna parte, de algún escondite que la policía no podría encontrar (una caja fuerte, un compartimento bajo la visera), un revólver niquelado tan grande como la cámara de vídeo de Wade, de cuyo cañón disuelve con un soplido un humo invisible como un antiguo pistolero del Oeste que también fuera buen samaritano. Sonriendo con suficiencia, concluye—: A mí no me joden.
Su mujer le da un desganado golpe en el hombro por hablar mal. Detrás, sus amigos ríen silenciosamente. Estoy seguro de que todos ellos son miembros de la Iglesia de Cristo.
—Con eso lo solucionará todo —le digo.
—Ya lo he hecho. Soy un ex agente de la ley.
Pone fuera de la vista su enorme Colt Ruger, Smith & Wesson, o lo que sea, esboza una sonrisa tontorrona y siniestra, pisa el acelerador dando nueva vida a su Invector, dicta una orden por encima del hombro a sus pasajeros, que desaparecen de la ventanilla. Se pone en la pelada cabeza una especie de gorra azul de béisbol con un bordado de la Marina de Estados Unidos.
—Poneos el cinturón. Soltamos amarras —dice una voz de hombre en el interior.
La mujer del capitán me dice algo en el último momento, pero no la oigo con el ruido del motor.
—Vale. Gracias —le contesto, aunque no es lo que debía haberle dicho mientras avanzan bamboleándose sobre la hierba seca hacia las nuevas maravillas que los aguardan.
Fríos vientos soplan en la víspera del Día de Acción de Gracias y silban por el hueco de la ventanilla reventada de mi coche, entumeciéndome la nuca y haciéndome pensar que voy a pillar algo, aunque me he puesto la inyección contra la gripe y quizás no lo coja. Según el pronóstico del tiempo, la depresión tropical Wayne se está acercando a la costa, y lo que antes era un cielo espléndido aparece ahora cargado con densos copos de algodón, ausente ya el tibio sol que nos calentaba en el graderío. Estamos en noviembre. Ni más ni menos.
El grandioso final del Queen Regent nos ha aportado poco a Wade y a mí, sólo una sombría y yerma humildad, sugiriendo que la consumación es más fácil de añorar que de localizar. Volviendo con el coche por Lake Avenue hacia el Fuddruckers —a través de una zona de mansiones que se están viniendo abajo, un «centro capilar» dominicano, el club de motos Cobra y el Nubian Nudee Revue, establecimientos situados a la orilla de un bonito lago verde con puentes bajos de estilo parisiense que cruzan hacia una ciudad más próspera (Ocean Grove)—, lanzo una mirada furtiva al pequeño autor de la rotura de la ventanilla, que va tan campante por la estropeada acera con sus enormes zapatillas plateadas y la sudadera con capucha, bajo la manaza del proveedor de las salchichas Jew-Dog de Chicago, un gigantesco negro color café con pelo de algodón y bíceps como tuberías. Wade va mirando despreocupadamente por la ventanilla, los ve a los dos y emite un satisfecho gruñido de aprobación, como diciendo: Mira, ¿ves? Un poco más de vigilancia paterna como ésa y seguro que hay menos de lo otro…, transmitir la gnosis vital de la civilización…, el sentido de lo que está bien…, familias unidas, bla, bla, bla. Mejor que el delincuente cumpliendo servicios sociales con esposas de plástico, lo reconozco, y sigo conduciendo.
Wade está agotado. Las arrugadas manos, apoyadas en las escuálidas rodillas sobre los pantalones de payaso, le han empezado a temblar visiblemente, y su vieja cabeza rematada por el canoso flequillo no permanece erguida, sino que se bambolea, ansiando descansar: se queja de que no duerme lo suficiente. Da la impresión de que su olor agrio se ha intensificado, y uno de sus cuarteados mocasines de charol golpetea suavemente la alfombrilla del suelo. Los viejos, se diga lo que se diga, no son la mejor compañía cuando el espíritu flaquea. Tienden a sumirse en sus propios pensamientos o en un silencio molesto, perplejo, en cuyas profundidades suelen desentenderse de lo que piensen los demás: toda la «enorme experiencia» que atesoran se vuelve esencialmente inútil. No se lo reprocho. La demolición, tal como él quería, le ha procurado una breve mirada hacia el olvido. Sencillamente, no ha cambiado nada.
Recuerdo un día, hace años, cuando mi padre ya había muerto y mi madre y yo vivíamos cerca de Keesler en una casa con revestimiento de amianto, infestada de hormigas y llena de arena, en que mi madre dio marcha atrás a nuestro enorme Mercury verde y atropelló a Mittens, mi gatito blanco y negro. Al parecer no se dio cuenta, porque siguió su camino hacia la calle para irse a trabajar. No era la mejor época de su vida. Pero Mittens lanzó un terrible chillido que oí desde el interior de la casa. Y cuando salí corriendo, lleno de pánico y sombría impotencia, me encontré con el triste gatito, desfigurado, sin sitio ya en el planeta, arqueado y retorciéndose, haciendo unos ruidos horrorosos, estrangulados, con su pequeña y aplastada garganta, mientras yo me volvía loco porque mi madre no estaba allí para ayudarme.
En la casa de al lado, sentado en el porche, estaba el padre de nuestra vecina —la señora Mockbee—, un caballero chapado a la antigua, un elegante fósil con cuello de pavo que había contado a mi madre que combatió en la guerra de Secesión, aunque desde luego era mentira. Con todo, se llamaba a sí mismo comandante Mockbee y se pasaba el día entero en el porche de cemento de su hija con sombrero canotier, pajarita roja, tirantes, polainas y traje de cloqué, mascando, escupiendo y hablando solo mientras los reactores Keesler Saber pasaban sobre su cabeza.
Sólo él estaba cerca cuando el Mercury de mi madre aplastó a Mittens. El único adulto. Y a él me dirigí, la cabeza en un mar de confusión, corriendo por el camino de entrada bajo el sofocante calor de la mañana de Mississippi, atravesando el césped húmedo y subiendo los tres escalones hasta el porche. El pobre gatito, habiendo ya exhalado su último aliento, se había quedado quieto. Pero puse su deshecho y mustio cuerpo dentro del campo visual del comandante Mockbee: me conocía, habíamos hablado antes. Y con las lágrimas brotándome a borbotones, el corazón latiéndome aceleradamente, los miembros atenazados por el miedo, le dije (gritando, en realidad):
—¡Mi madre ha atropellado a mi gato, no sé qué hacer!
A lo que el comandante Mockbee, tras soltar un lapo a las camelias por encima de la barandilla del porche, aclarándose la vieja y agria garganta y poniéndose unas gafas de montura metálica para ver mejor, contestó:
—Creo que es un gato persa. Eso parece. Pero yo diría que le pasa algo. Tiene aspecto de estar enfermo.
Injusto, lo sé. Pero la verdad es la verdad. A veces pienso que los viejos son como los animales de compañía. Los queremos, nos divertimos con ellos, les tomamos el pelo y les llevamos la corriente, les damos de comer y procuramos que estén contentos; luego nos consolamos pensando que probablemente viviremos más que ellos.
En la época de Barnegat Pines, allá por 1984 —cuando Wade se tomaba la vida según venía, proyectando un exterior afable, sin fisuras, manteniendo el garaje limpio, las herramientas guardadas, el aceite cambiado, los neumáticos controlados, yendo a la iglesia casi todos los domingos, viendo a los Giants y no a los Jets, rezando tanto por los demócratas como por los republicanos, siendo partidario de un enfoque humano, tipo Vaticano II, para los males del mundo, puesto que todos vivimos entre superficies, etcétera—, yo suponía que, como todos los demás (los futuros yernos piensan esas cosas), Wade se despertaría un día a las cuatro de la mañana, con cierta sensación de mareo, como si se le fuera la cabeza, dolorido por haberse pasado la tarde anterior rastrillando hojas, y decidiría no levantarse aún. Luego apoyaría de nuevo la cabeza en la almohada para dormir otro poco y a eso de las seis, sin chistar, estiraría silenciosamente la pata. «No suele dormir hasta tan tarde, pero pensé, bueno, últimamente tiene mucha tensión en el trabajo, así que lo dejé…». Fiambre. Frío como un témpano.
Sólo que la edad actúa con arreglo a extrañas reglas. Wade ha sobrevivido a la felicidad para descubrir la decrepitud. Para estar vivo a los ochenta y cuatro años, ha tenido que convertirse en un ser completamente distinto del ingeniero de pulidos modales de Nebraska que se entusiasmaba con la salida del sol y se animaba al ver el ocaso. Ha tenido que adaptarse (Paul diría «desarrollarse»), encogerse en su esqueleto como un chino, volverse enjuto, volátil, tan interesado en sí mismo como un prestamista, incapaz de ver al prójimo de otra manera que como instrumentos directos de sus diabólicos designios. Aparte del simple hecho de caerme bien, y de que me guste comparar la persona recordada con la de ahora mismo, Wade me interesa por razones personales en el sentido de observar si existe alguna ventaja demostrable en llegar a ser tan viejo como Matusalén, aparte de que el organismo siga funcionando como un refrigerador. Suponemos que la persistencia es un triunfo, pero eso aún necesita demostrarse.
—¿Por qué no vienes a cenar a casa? —dice bruscamente Wade, con más energía de la que cabía esperar.
—Gracias, pero tengo que hacer unas cosas.
No es verdad. Estamos volviendo por la 35, la carretera que cogeré para ir a casa. Algún establecimiento comercial —no sé dónde, pero mi competencia cultural me dice que hay uno por aquí— tendrá mucho gusto en arreglarme la ventanilla, aunque sólo sea de forma provisional hasta que se acaben las vacaciones. Ventanillas Traseras Rotas-Veinticuatro Horas.
—¿Qué coño son esas cosas que tienes que hacer? —Wade me mira con sus ojos saltones, pasándose la punta de la lengua por el labio inferior. Se aprieta uno de los abultados audífonos beis con el pulgar, y añade—: No tendrás una amiguita nueva, ¿verdad?
—Tengo mujer. Tengo dos mujeres. Al menos, yo…
—¡Ja! —exclama Wade, haciendo un ruido estrangulado que podría ser una tos o la última boqueada de su vida—. ¿Sabes cuál es la pena por bigamia? ¡Dos mujeres! Yo he tenido dos. Ahora estoy soltero. Nunca me lo he pasado tan bien.
Wade ha olvidado que nos conocemos. La próxima vez me llamará Ned. Aunque quizás sea mejor que Frank, ahora que Frank no se siente tan entusiasta.
Las veladas en el Grove no son para todo el mundo. Se cena a las seis en punto, y a las seis y veinticinco los residentes (los que están en condiciones) se escabullen rápidamente del comedor para ver la CNN en un silencio embelesado y desprender sus alarmantes olores de después de comer. Las comidas tienen un código de color: algo marrón, algo encarnado, algo que una vez fue verde, con tapioca o fruta en almíbar sin azúcar después. Si me fuera con Wade, llegaríamos pronto, tendríamos que esperar en su apartamento de dos habitaciones «en suite», atestado de chucherías, el baño lleno de medicamentos, sus enmarcadas condecoraciones de la autopista, los restos del mobiliario de su casa de Barnegat Pines. Veríamos una reposición de Jeopardy, luego discutiríamos por algo, igual que hicimos la otra vez que me invitó y lo vi desnudo inesperadamente. No es de extrañar que Cade y la familia se queden en Pohatcong y no vayan mucho a verlo. ¿Qué le vamos a hacer? Las cosas son como son. Si nos aferramos demasiado tiempo a ellas, daremos la vuelta al Periodo Permanente, donde la vida no es distinta, sino que simplemente se prolonga hasta que la luz empieza a fallar.
—Tengo una sorpresa para ti.
Los mocasines blancos de Wade siguen percutiendo en la alfombrilla, pero han dejado de temblarle las manos y ya no se le cae la cabeza hacia un lado. He encendido la calefacción debido a la corriente de la ventanilla de atrás. El Suburban es líder mundial en comodidades, lo cual es una razón para tener uno.
Wade afirma que se entrega a desenfrenadas liaisons semisexuales con varias abuelitas del Grove: pese a estar muerto por debajo de la cintura. Las embelesa con sus vídeos de demoliciones y sus historias picantes sobre cosas que ha visto en el asiento trasero de las limusinas que pasaban frente a su cabina de peaje. En la única visita que le hice, tenía a su disposición a la viuda de un abogado, de setenta y tantos años, cabellos rosados y mejillas bien empolvadas. Intercambiaban sonrisitas y guiños, y Wade hacía insinuaciones subidas de tono sobre hazañas nocturnas de las que aún era capaz después de un par de Gimlets de vodka acompañados de una Viagra.
—Me encantaría, pero tengo gente en casa —le digo, entrando despacio en el aparcamiento de Fuddruckers, frente al fluido tráfico de Parkway. El Olds de Wade está bajo el descolorido toldo amarillo. Al fondo del aparcamiento hay un coche patrulla azul y blanco de Asbury Park con una pegatina pro Bush, con el agente, sin gorra, observando el tráfico por el cruce. Técnicamente, nadie me espera en casa. Paul y la insólita Jill se han registrado en el Beachcomber y cenan en casa de Ann. Clarissa ha emprendido su escapada heterosexual con el Thom de melosa voz. Tengo la casa rotundamente vacía en la víspera del Día de Acción de Gracias. ¿Cómo ha ocurrido eso?
—¿Y si te digo que hay alguien en mi apartamento a quien le encantaría ponerte la vista encima?
La ancha y húmeda boca de Wade se cierra de golpe, suprimiendo una sonrisa. Se está portando mal, pasándose la mano por el cesáreo peinado como un anciano árabe. Alguna de sus amiguitas de mejillas arrugadas sin duda tiene una hermana en los Wildwoods que acaba de quedarse viuda, con «sesenta y ocho que no aparenta» y buscando ligue.
—Tengo que arreglar la ventanilla, Wade.
—¿El qué? —Wade parece ofendido. Saca y mete rápidamente la lengua, como una víbora.
—La ventanilla —contesto, indicando hacia atrás con el pulgar—. Parece que va a llover.
—¡Estás de atar! A ti te falta un tornillo, señor mío. Me parece que no sabes por dónde andas, ¿entiendes?
De pronto alza mucho la voz y se muestra demasiado vehemente para estar tan cerca. Ha llegado a esto con disimulo a través de sus preguntas sobre la esperanza y mis problemas sexuales y las pullas sobre la ausencia de mi mujer.
Hemos parado junto a su Olds. Miro por el retrovisor a ver si el poli nos vigila, que naturalmente es lo que está haciendo. Posiblemente, el desierto aparcamiento de Fuddruckers sea un punto de cita en el mercado de la trata de blancas.
Wade me mira fijamente con ojos acusadores, haciendo que me sienta acusado.
—Me parece que eso no es cierto, Wade.
—Eres un puñetero mercachifle de casas. Te pasas el tiempo con desconocidos. Cualquier día vas a acabar haciendo caca en una bolsa; si vives lo bastante. Que no creo.
En su vieja boca se dibuja algo entre una sonrisa espeluznante y una mueca furiosa. Se parece a la cara que mi hijo Paul me puso la primavera pasada en Kansas City. Sólo que la parte superior de la dentadura de Wade se desencaja un milímetro, con lo que tiene que ponérsela otra vez en su sitio apretándola con los dientes de abajo. Me alegro de que Wade siga en contacto con lo que soy.
—Bueno —digo, lanzando una mirada hacia el poli de Asbury.
—Bueno, ¿qué?
Wade agacha la cabeza como un ganso, da un resoplido, y mira de pronto la hora en su enorme reloj de pulsera como si tuviera poco tiempo y mucho que hacer.
—Quizás no te lo parezca, Wade —le digo en voz queda, sintiendo en la nuca la corriente de aire frío—, pero estoy bastante bien relacionado. En la intermediación inmobiliaria se conoce a mucha gente.
—Chorradas. Eso es como coserle a un muerto una herida en el brazo. —Pestañea, agacha la cabeza, se mira la muñeca (donde lleva la pulsera de identificación sanitaria) por encima de la roja nariz, coge la Panasonic del asiento, y concluye—: Eres gilipollas.
—Acabo de decirte lo que pienso de las cosas, Wade. No era mi intención cabrearte. Estoy convencido de que ninguno de nosotros sabe bien por dónde pisa. Eso no es malo.
Doy un golpecito con el pie en el freno. Hay que poner fin a esto ahora mismo.
—Corres serio peligro, Franky —declara Wade, abriendo su ancha puerta—. ¿Cuántos años tienes, cincuenta y cuántos?
—Dos.
Que suena mucho mejor que cincuenta y cinco. Me mordisqueo suavemente una verruguita dentro del carrillo izquierdo: mala señal. No voy a ir al Grove con Wade para cortejar a una bibliotecaria jubilada de Brigantine. Acabaría volviendo a Sea-Clift con la negra derrota emponzoñándome el coche como si fuera cianuro.
—¡Cincuenta y dos! —exclama Wade con voz ronca—. ¡Eso no es nada! Cincuenta y dos es una edad espléndida. Necesitas que te pesquen o estás jodido. Yo me casé con Lynette a los cincuenta y dos. Eso me salvó la vida.
Wade me ha dicho que nunca me vuelva a casar, y Lynette, al fin y al cabo, lo abandonó para irse con Dios. Además, creo que todavía sigo casado.
—Tuviste suerte.
—Fui inteligente. No es que tuviera suerte.
Wade alza un pie tembloroso, embutido sin calcetín en el zapato blanco, para ponerlo sobre el pavimento, y después de hacer lo mismo con el otro, levanta cautelosamente el descarnado culo del asiento, apoyándose en el picaporte mientras emite un tenue y esforzado resoplido.
—Me parece que también podríamos pensar que nuestra vida es como es porque así queremos que sea, Wade.
—¡Ja! —Se estudia los pies como si quisiera asegurarse de que saben lo que tienen que hacer—. Eso será en tu cabeza.
—Ahí pasan muchas cosas.
—Pensar, pensar, pensar, pensar. Así será en tu vida. No en la mía.
Wade cierra su lado con un tremendo y desdeñoso portazo.
Doy al botón para bajar la ventanilla del pasajero, de manera que no se quede aislado.
—No creas que no te agradezco que pienses en mí.
Piensa, piensa, pensador, piensa.
—Le diré a mi hija que no puedes ir a verla porque tienes que pensar en cómo arreglar la ventanilla.
Wade frunce amargamente la boca mientras, tambaleándose, empieza a apartarse del coche.
¿Hija?
—¿Qué hija? —le pregunto a través de la ventanilla.
—¿Que qué hija? —Wade me fulmina con la mirada de sus ojos enrojecidos, como si yo supiera que hemos estado hablando de su hija todo este tiempo: ¿por qué era tan lelo? Lelo, lelo, alelado, lelo—. Sólo tengo una, estúpido. Tu novia. Estuviste haciendo el gilipollas con ella hasta que la dejaste plantada en el jardín de mi casa. Eres un majadero, ¿sabes? Te gusta ser idiota. Así vas a pensar mucho.
Wade avanza penosamente por la parte delantera del coche, en dirección a su Olds, con la Panasonic golpeando los guardabarros en los que se apoya al andar. Sólo lo veo del torso para arriba, pero ya no me mira, como si hubiera dejado de existir.
Pero… ¡La hija!
Durante estas semanas, mientras nos dirigíamos a una extraña demolición aquí, a otra allá, tomándonos un tazón de sopa de pescado o un trozo de tarta helada en un restaurante griego, casi había borrado de mis pensamientos el hecho de que Wade es el padre de Vicki (ahora Ricki), el ensueño ya desaparecido de otra época de mi vida, cuando estaba divorciado y escribía en una revista deportiva ilustrada de Nueva York, me enredaba con mujeres, padecía de ensoñaciones de día y de noche y aún no había vendido mi primera casa. Quise arrebatada, equivocadamente a la enfermera Arsenault con todo mi corazón y toda mi libido, y estaba dispuesto a casarme, a trasladarme a Lake Havasu y vivir de los ahorros (que no tenía) en una caravana. Sólo que a ella le faltaba lo imprescindible (amor por mí) y me mandó a paseo. Así que Wade está confundido sobre quién dejó plantado a quién. Vicki se casó poco después con un piloto de las líneas aéreas Braniff, elegante y bien parecido, se trasladó a Reno, empezó a trabajar en St. Crimonies como enfermera de traumatología, y acabó enviudando cuando Darryl Lee se estrelló en Kuwait con su avión de reconocimiento a las órdenes de Bush Primero.
Desde el ochenta y cuatro no he vuelto a hablar con Vicki/ Ricki ni a pensar mucho en ella, tampoco la he vuelto a ver, y eso que estaba más buena que el pan, eso puedo asegurarlo, pero ya no la reconocería aunque ahora mismo saliera patinando de Fuddruckers. No es que me apetezca verla más que a la bibliotecaria de Brigantine. Pero el solo hecho de pensar en Vicki/Ricki —en su época un bombón generoso, turbulento, de muslos fastuosos y pelo de azabache— hace que me tiemblen los costados: no me avergüenza decirlo. Por otro lado, ir en coche al Grove la víspera del Día de Acción de Gracias por la noche para un encuentro sorpresa, seguido de una cena incómodamente íntima en un aburrido «asador» de Jersey, a cuyo término ella y yo desapareceríamos en direcciones opuestas bajo la lluvia nocturna, está lejos de todo lo que desearía que me ocurriera. Aunque no tengo otra cosa que hacer: acostarme pronto entre la brisa marina, quizás después de haber arreglado la ventanilla.
—A lo mejor Ricki y yo podemos comer juntos después de las fiestas —digo con total falta de sinceridad por la ventanilla hacia el punto del capó de mi coche adonde ha llegado Wade. No quiero que piense que lo trato con condescendencia en un tema como el de su hija casadera. Tengo cierta experiencia en eso.
—¿Cómo? —dice bruscamente. Está poniendo la cámara de vídeo en el asiento del pasajero de su coche, como si fuera su invitado de honor.
—Saluda a Ricki de mi parte.
—Sí, la saludaré.
—¿Cuándo te vuelvo a ver? ¿Cuándo es nuestra próxima demolición?
Wade ha olvidado que lo he invitado el Día de Acción de Gracias, ofrecimiento del que ahora me retracto silenciosamente en defensa propia.
—No sé.
Ha empezado a introducirse muy lentamente en su coche por el lado contrario.
—¿Estás bien, Wade?
Mi sonrisa va menguando hasta convertirse en una mueca de preocupación.
—¿A ti qué te parece?
Por la puerta abierta de su coche, justo delante de mi vista, asoman las anchas culeras de su pantalón y las gastadas suelas de sus mocasines.
Podría decir al poli de Asbury que viniera y le confiscara las llaves del coche, si me diera la impresión de que ha perdido el juicio y representa una amenaza pública. Sólo que entonces tendría que llevarlo yo a su casa.
—¿Tienes las llaves? —digo con cantarina voz, expectante.
—¡Vete a la mierda! —Está sentándose con dificultad sobre la almohadilla para las hemorroides, apoyándose bien con los pies en el suelo. Oigo que respira agitadamente—. Maldita sea su puñetera estampa.
—¿Qué pasa, Wade? ¿Quieres que te ayude?
Wade me mira con cara de pocos amigos, luego examina sus instrumentos.
—Está estropeada la puta puerta. Una idiota me embistió dando marcha atrás en la farmacia. Ahora muévete de una vez y ven a cerrarme la puerta. Majadero.
Tiene las manitas, semejantes a dos bizcochos, aferradas al volante a las diez y dos, como Mike Mahoney. Las llaves cuelgan del encendido, donde deben de haber estado todo el tiempo.
Arranca cuando salgo del Suburban y noto el frío. Se está preparando más lluvia. El tiempo de ayer se cierne sobre la costa como un mal recuerdo. Y además está Wayne, la depresión tropical.
—Yo quería que vinieras a ver a Vicki —insiste Wade—. A ella le gustaría verte.
No se acuerda de su nuevo nombre y no me mira de frente, tiene los ojos puestos en la puerta de Fuddruckers, cerrada con cadenas. Más que enfadado está resignado y, como todo buen padre, siempre velando inútilmente por el bienestar de su descendencia. «Comer juntos» no es lo que quiere oír. Wade quiere verme en el asador con su encantadora hija, pidiendo el tercer martini, con el amor —tardío, agradecido, deseoso, sincero, en ciernes y, sobre todo, permanente— perfumando el aire sombrío y fragante como una mata de jazmín. Es su último intento por arreglar las cosas antes de que llegue su hora.
Aunque basándome en la historia, yo no puedo hacer nada. Lo último que Vicki Arsenault me dijo hace dieciséis años, desde su apartamento de soltera de Pheasant Run en Hightstown Pike, por teléfono, a la casa ya demolida donde fundé una familia en Haddam, fue lo siguiente:
—Vaya, chaval, me parece que te estás quedando conmigo.
Hablaba en una jerga del este de Dallas, propia de bares y tabernuchos, de bruscas relaciones sexuales y de no aguantar más gilipolleces que las suyas. Me encantaba.
—¿Cómo voy a estar quedándome contigo, cariño? Te quiero mucho —repuse. Era primavera. Las hayas rojas estaban exuberantes. Las lilas y glicinas florecidas. La maravillosa época de los trabajos de amor perdidos.
—«¿Cariño»? —repitió desdeñosamente—. ¿Me quieres? Los contrarios no pueden quererse. Los contrarios se atraen, simplemente. Y a nosotros se nos ha acabado el rollo. Por lo menos a mí. Pero casi me doy una leche. Eso lo reconozco.
Aún recuerdo el maravilloso chasquido de su lengua, como un jockey diciendo ¡arre!
—Sigo queriendo que nos casemos —le dije.
Y lo quería verdaderamente; lo habría hecho con los ojos cerrados, y encantado de la vida. Aunque hubiera significado una tienda de lámparas en vez de una agencia inmobiliaria, una vida irreflexiva en lugar de la vida basada en la reflexión y la contingencia. Ya, ya.
—Sí, pero después de casarnos —estaba seguro de que sonreía abiertamente con su expresión de reina del Cotton Bowl—, tendríamos que divorciarnos. Yo necesito a alguien que me haga compañía hasta la muerte. Y no eres tú.
Muerte. ¡Incluso entonces!
—Te llamaré dentro de un par de días, Wade —le digo, apoyado en su puerta abierta, irradiando buena fe—. A lo mejor tenemos tiempo Ricki y yo de ir a comer juntos. Estará bien contarnos cómo nos va.
Con sólo pensarlo me da vueltas la cabeza.
Wade se quita cuidadosamente las gafas de sus endurecidas orejas y se restriega los viejos ojos con los nudillos de tal forma que tiene que hacerse daño. Se vuelve hacia mí, las cuencas hundidas, pálido y huesudo, la pupila izquierda orbitando hacia el campo izquierdo. La edad no es amable ni divertida.
—¿No podría convencerte? —inquiere, ofendido.
—Creo que no, Wade. —Sonrío, como se sonríe en el espejo invertido del paciente enchufado a un pulmón de acero—. Llamaré. Nos organizaremos para ir a comer.
—Ya no tienes vitalidad, ¿sabes? —dice con desdén, como si mis palabras despidieran mal olor, poniendo cara de asco y sacudiendo la cabeza.
El motor del Olds sigue en marcha. El poli de Asbury, con los grisáceos gases del tubo de escape visibles a esta baja temperatura, sale a la carretera y se aleja despacio entre el tráfico. Sopla un viento cortante que me deja el culo helado. Más allá de la entrada, Parkway se estremece con el bum-bum-bum de la apresurada víspera de Acción de Gracias.
—Estoy tratando de arreglarlo —le digo, intentando sonreír—. Está en mi lista de prioridades.
—Humm —gruñe Wade, malhumorado. No sabe a qué me refiero—. Eres un majadero. Ya te lo he dicho.
—Puede que lo sea —convengo, manteniendo abierta la puerta de su coche.
—¿Te acuerdas de las tres barcas, Franky?
La historia de las tres barcas es la parábola favorita de Wade. Me la ha contado seis veces, para ilustrar seis acontecimientos diferentes; el último, la carrera presidencial y la ceguera del pueblo norteamericano ante lo evidente.
—Sí, Wade. Sólo tengo tres barcas.
—¿Cómo? —No me ha oído—. Sólo te corresponden tres, pero ya has tenido dos. —Vuelve la cabeza y me lanza una amenazadora mirada a través del asiento, donde reposa su plateada Panasonic repleta de secuencias de la demolición—. Ésta es tu última barca.
Mis dos primeras barcas, supongo, simbolizan mis dos matrimonios, aunque también podrían referirse al estado de mi próstata.
—Vale, pensaré seriamente en ello. A lo mejor me da más vitalidad. Ojalá.
—¿Cuánto tiempo llevas sin eso?
Wade pone una marcha en el Olds, causando un siniestro chirrido metálico.
—¿Cuánto tiempo sin qué? Este año ha habido muchos «sin eso». Difícil saberlo por las buenas.
—Sin que hayas estado con alguien.
Su arrugada frente se contrae en una expresión lasciva.
—¿Sin que haya estado con alguien? ¿Qué quieres decir?
Los labios de Wade tiemblan con el recuerdo de una vida maliciosa por debajo de la cintura. Sigue teniendo abierta la puerta del pasajero, pero debo de estar apretándola mucho, porque se me ha dormido el pulgar. ¿Qué pasa en el mundo de repente?
—Ah, déjalo. A tomar por culo.
Alza la cabeza y mira al retrovisor con el ceño fruncido. Se acabó la conversación. Se marcha ya.
—No quiero pensar en las implicaciones de lo que estás diciendo, Wade.
¿Por qué me parecen pedantes y estúpidas esas palabras?
—Sí, sí —gruñe Wade—. Piensa, piensa, pensador, piensa. ¿Adónde crees que vas a llegar así?
—Vete a tomar por culo, ¿vale?
Le doy la espalda y cierro el coche de un portazo. Apenas alcanzo a oírle decir:
—Sí, a lo mejor me voy.
Empieza a dar marcha atrás, sirviéndose del retrovisor con la resolución de quien es viejo y tiene las articulaciones agarrotadas. He de apartarme rápidamente a un lado, porque gira el volante con la fuerza de un estibador, y casi me pasa la rueda por encima del pie. Veo cómo mueve los labios, en furiosa conversación con el rostro del espejo.
—Ve con cuidado, Wade —digo alzando la voz.
No aparta los ojos del retrovisor y no ve el grueso poste rojo que mantiene en alto el anuncio descolorido por el sol de las hamburguesas de Fuddruckers, las más grandes del mundo, junto con otro de proporciones más reducidas que dice ¡COMA SANO! ¡PRUEBE LAS HAMBURGUESAS DE AVESTRUZ!
El viejo Oldsmobile del ochenta y ocho embiste de lleno contra el poste con un ruido sordo y metálico, rebotando hacia delante y deteniéndose estrepitosamente, sacudiendo de un lado a otro al pasajero. Wade sigue con el ceño fruncido y la vista fija en el espejo, aunque ladea un poco la cabeza cuando tres letras del anuncio —la S, la H y la A— caen describiendo una espiral y aterrizan sonoramente en el oxidado techo de vinilo de su coche.
Wade vuelve la cabeza atrás, viendo ahora el poste con el que ha chocado. Sin mirar, lanza el Olds hacia delante con la marcha metida en «D», quemando llanta, luego pisa el freno a fondo y se para en seco con el motor acelerado, lo que indica que, quién sabe cómo, ha introducido la palanca en «N».
—¡Wade! —grito—. Espera. Aguarda.
Me acerco a echarle una mano, a pesar de haberse portado como un desvergonzado alcahuete de su propia hija. Ahora tendré que encargarme de él, llevarlo a su casa en mi coche, ver a Vicki/Ricki, ir a cenar, etcétera, etcétera, y no me apetece nada. Lástima que se haya marchado el poli de Asbury. Podía haber detenido a Wade y llamado a una ambulancia, con lo que Ricki habría pasado a recogerlo a la sala de urgencias del hospital de Monmouth County, cuyos procedimientos tan bien conoce.
Wade sigue moviendo vigorosamente la boca. Me lanza una mirada traicionera, viendo que voy a ayudarlo. Yo tengo la culpa de todo lo que ha pasado. Si me hubiera ido al Grove, habría contentado a todo el mundo y nada de esto habría ocurrido. No sé qué me hizo pensar que podría ser amigo del padre de una antigua novia que acabó rechazándome. Esas conjunciones no se dan salvo entre los primitivos yanomami. En Nueva Jersey no salen bien.
Wade está mirando al salpicadero. El golpe ha arrancado porquería y herrumbre del bastidor del Olds, pero parece que no hay nada roto ni colgando. Una de las letras del anuncio de hamburguesas se ha resbalado del techo, atascándose bajo el limpiaparabrisas del asiento del pasajero. Es la S. El anuncio dice ahora COMA ANO.
Me pongo delante del coche de Wade y levanto el brazo como un indio. Veo que está furioso. No sería raro que me atropellara. En el periódico se leen todos los días noticias de muertes de ese tipo. Wade me hace una mueca a través del parabrisas. El motor emite de pronto un sonoro aullido, yo empiezo a retroceder, la mano aún alzada con el primitivo signo de la paz, y casi me caigo de culo cuando él mete de nuevo la palanca en «D» y el viejo Olds da un salto hacia delante con un chirrido, dirigiéndose hacia la salida y el embotellamiento de la calle que conduce a Parkway. Me he apartado completamente de su camino, pero siento que el panel lateral del Olds pasa rozándome. Es como si no estuviera aquí, como si ni siquiera fuera una estadística de las vacaciones. Wade lucha con el volante para situarse en la rampa de salida. Lleva los hombros caídos hacia el lado izquierdo, las manos aún en la posición de las diez y dos. Trac, trac, trac. El viejo Olds del ochenta y ocho se para, da una sacudida, vuelve a detenerse —probablemente no ha quitado el freno de mano—, encaminándose ahora por el desierto aparcamiento hacia la parte de la ENTRADA, no a la SALIDA.
—¡Wade! —grito de nuevo, y echo a andar hacia su coche, mientras destellan las luces del freno y el tubo de escape lanza espesos gases. Lo ayudaré. Lo llevaré a su casa. El Olds se detiene un momento, saliendo luego hacia el tráfico detenido ante el semáforo en rojo. Aunque enseguida se pone verde, y los coches empiezan a avanzar sin contratiempos. Wade lleva la cabeza oscilando hacia atrás y hacia delante, tratando de hacerse un sitio en la fila, aún moviendo la boca. Me estoy acercando a él. No le he prestado ayuda. Soy muy consciente de eso, pero lo voy a hacer ahora; por si sirve de algo. Una mujer joven en un Horizon azul lleno de críos sonríe a Wade, lo saluda con la mano, se incorpora a la circulación. Y justo en esos pocos y preciosos segundos, antes de que pueda llegar para echarle una mano, Wade se integra suavemente en el tráfico y sus luces traseras se confunden con las demás mientras cruza por debajo del paso elevado de Parkway. Y desaparece.