Como no hay una carretera directa hacia la salida 102N de Parkway, donde Wade ya estará echando chispas en Fuddruckers, cojo una carretera secundaria por la 35, paso por el Metedeconk y el Manasquan hasta Point Pleasant, y salgo a la NJ 34 a través de pequeñas ciudades, pueblos y municipios entrelazados: unos más ricos y otros menos, unos prosperando y otros aguantando apenas. Me encanta este interludio en el coche después de enseñar una casa, sobre todo después del mareo que me ha dado en la duna. Es el momento d’or que la costa propicia a la perfección, ofreciendo contacto con el Zeitgeist comercial, étnico y residencial de un país complejo, y brindando refugio contra la mayor parte de los aspectos de la república que me ponen los pelos de punta. «Desahogo cultural», denomino a esta clase de especializado bienestar. Que junto con su hermana, la «competencia cultural» —saber mediante el giroscopio interior dónde está el próximo McDonald’s o Borders, el más cercano y anticuado zapatero remendón italiano, o cuándo va a aparecer en el horizonte un establecimiento donde se pueda alquilar un esmoquin o pedir una langosta—, tengo por la piedra angular de una vida sencilla vivida de manera aceptable. Considero un buen día aquél en que puedo mantener alejadas de mi pensamiento todas las cosas que me ponen enfermo de este país, y en su lugar coloco un panorama que soy capaz de apreciar, incluso sin darme cuenta. Razón por la cual cojo ahora la carretera comarcal, y motivo por el cual, cuando me noto inquieto, me voy en avión a Moline, Flint o Fort Wayne sólo para pasar unas horas; porque allí puedo experimentar lo nuevo y lo complejo, unido a lo enteramente benévolo y cognoscible.
El cáncer, naturalmente, somete la vida a nuevas tensiones (si uno no se muere enseguida). El cáncer nos da muchos sustos: el lunar de extraño aspecto; el bulto debajo de los glúteos, donde no podemos observarlo, la radiografía positiva del pecho (¿por qué positivo siempre significa fatal?) que dan lugar a escáners TAC, análisis de sangre, detalles del historial médico de veinte años atrás, cosas que nos hacen cagarnos de miedo, guardar silencio mientras esperamos angustiados los resultados, considerar ideas sobre tratamientos de albaricoque en Guadalajara y consultas acerca de la eutanasia para no residentes en Holanda (yo he pasado por todo eso). Y luego no es nada —una inofensiva acumulación de grasa, una cicatriz de una histoplasmosis de la infancia—, una inocua anormalidad (esas cosas existen). Y entonces te libras, pero no es como si nada hubiera pasado. Has ido de excursión pero no ha resultado divertida. Incluso en ausencia de un verdadero tumor que esté palpitando en las profundidades de la próstata, sólo eso es capaz de acabar contigo. El certificado del forense bien podría especificar en cualquiera de esos casos: «El señor o la señora Tal y Tal ha fallecido a causa de canguelo agudo».
Y entonces, cuando vienen las tristes noticias, uno está absolutamente tranquilo. Se ha malgastado todo el pánico sin necesidad. Así que, ¿de qué sirve la calma? «Bueno, me parece que sería mejor hacer una pequeña biopsia y ver lo que tenemos…». «Bueno, señor Bascombe, siéntese ahí. Tengo que hablar con usted de algunas cosas». ¿Estar tranquilo ahora? La calma no es más que otra cara de la desdicha.
Y luego cae una pálida nube sobre el estado de ánimo: todo lo que normalmente levanta la moral, alegra el día, despierta la fantasía, abre un bello panorama, todo lo que eleva el espíritu y que suele proporcionar consuelo… ¡Cataplum! ¡Adiós! Ya no hay verdadera realidad, porque siempre ha habido algo malo ahí, ¿verdad? Los días anteriores a las malas noticias, cuando tenía cáncer pero no lo sabía y me encontraba cojonudamente bien, no valen un pimiento. Estar bien era una falacia, en el sentido de que toda mi aprehensión de la vida dependía de que nunca me pasara algo terrible; lo que es una estupidez. Me pasó.
De manera que la cuestión sigue siendo: cómo mantener, después de la operación, una existencia soportable que se parezca a una vida de verdad, en vez de deambular por la calle barrida por el viento y salpicada de basura con un sucio cartelón de hombre anuncio que grite ¡DISCAPACITADO! ¡SIENTA LÁSTIMA DE MÍ! ¡PERO NO SE MOLESTE EN TOMARME EN SERIO COMO PERSONA, PORQUE (A DIFERENCIA DE USTED) NO ANDARÉ ETERNAMENTE POR AQUÍ!
Ojalá pudiera decir que poseo una fórmula para cambiar las mayúsculas por las minúsculas. Mike ha sugerido meditación y un viaje al Tíbet. (Eso puede llegar). Clarissa me ha ayudado; aunque lo que quiero es que vuelva a encarrilar su vida. Vender casas sin duda me sirve para tener la sensación de que soy invisible (eso es aún mejor que estar «bien relacionado»). Y la ausencia de Sally no ha sido una tragedia absoluta, pues la desgracia no desea realmente compañía, sino conclusión. Baste decir que voy tirando. Me he vuelto más tolerante, y muchas cosas han dejado de molestarme porque sí. Lo que me lleva a pensar que mi «estado» no debe haber cambiado tanto ni ser tan horriblemente malo.
Y también he de reconocer que en la vida tan arbitraria que solemos llevar la mayoría de nosotros hay una dulce satisfacción en que eso llegue y deje de estar siempre ahí, aterrándonos: la coz del infarto; la amputación de ambos pies tras bajar el K2 esquiando con paracaídas el día de tu cumpleaños; degeneración macular aguda, de manera que necesitas un perro para encontrar el retrete. Ese vehemente deseo de satisfacción, creo yo, está en el ánimo del escaso número de veteranos de Corea que reconocen atrocidades de guerra que jamás cometieron y nunca cometerían; y tal vez pueda decirse lo mismo de la pobre Marguerite, sola en Haddam, preguntándose qué es lo que tiene que confesar. Hay un deseo de arrostrar las consecuencias de algo que se ha hecho, aunque sólo sea una cantinela que resuena en la cabeza; un deseo de lo real, lo permanente, de un claro entre las nubes que diga: Así es como eres y como siempre serás. La madre naturaleza puede hacer otra cosa por ti y por mí, dice el poeta, así que toma el aire. Y eso hago. Tomo el aire vivificante siempre que puedo, como ahora. Aunque en lo que yo confío es en esa otra cosa que promete la madre naturaleza, eso que apresura el paso y la respiración y por tanto no puede considerarse como el enemigo.