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Arriba el ánimo, muchacho. En la carretera está lo bueno. En esta ocasión, la Route 35 de Nueva Jersey, el ancho tramo comercial de Barnegat Neck, cuyos pequeños municipios costeros —Sea-Clift, Seaside Park, Seaside Heights, Ortley Beach— pasan frente a mi ventanilla, indistinguibles. Por motivos prácticos de índole jurídica, cada ayuntamiento tiene su propio recaudador de impuestos, registro de la propiedad, concejalía de urbanismo, policía, bomberos, etcétera, y los patriotas locales defienden las distintas características de cada uno, como si Bay Head fuera Noruega y Lavallette Francia. Aunque yo, relativamente recién llegado (hace ocho años), considero estas pequeñas ciudades costeras como una larga franja costera donde puedo ganar dinero vendiendo casas. Y en especial en esta mañana fría y clara, cuando el paseo a lo largo del litoral resulta tan reconfortante como un recuerdo de los años cincuenta, doy gracias a mi buena estrella por haberme traído hasta aquí.

Están poniendo los adornos navideños bajo el sol de la mañana. Los empleados municipales cuelgan guirnaldas de plástico rojas y verdes en los cables de los cruces, y engalanan el monumento a los bomberos en Boro Hall. En la mediana han puesto garrotes de caramelo con franjas rojas y blancas, y en el jardín de la iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia han instalado un nacimiento con semitas barbudos, más auténticos, vestidos con chilaba. No hay luces giratorias. En el jardín, junto al acristalado aviso de CONFESIÓN A CUALQUIER HORA, hay una pancarta que anuncia la rifa de un Cadillac y una noche en Las Vegas.

En la Historia del desarrollo del Garden State. Retrato de contrastes, conflictos y caos de Frederick Schruer (Rutgers, 1984), se describe favorablemente Sea-Clift como la «pequeña ciudad costera típica de Nueva Jersey». Lo que significa que, debido a la playa y a las multitudes, no somos verdaderamente un barrio residencial de la gran ciudad, pese a los muchos adosados de color pastel en calles con nombres como Poseidon, Oceania y Pelagic. Tampoco somos un pueblo de pescadores, aunque del muelle de la bahía salen buques pesqueros dedicados a la platija y embarcaciones deportivas fletadas para el día. Ni tampoco una ciudad balneario, exactamente, porque la mayor parte del año no hay turistas y las estructuras metálicas del parque Fun Pier están anticuadas y las atracciones cerradas porque suponen un peligro. Ni siquiera hay mucho que hacer en verano salvo dejarse llevar por la muchedumbre, deambular por el motel o la playa, comer, beber, alquilar una tabla para flotar sobre las olas o andar de mirón.

Hay una mezcla, animada por un espíritu positivista de negocios a pequeña escala, que resulta beneficiosa para la transacción inmobiliaria. Los 2263 residentes permanentes (muchos son italianos del sur con familia numerosa) dirigen las cosas, son dueños de la mayoría de los comercios, componen el personal del departamento de tráfico, la policía y los bomberos; lo que hace que Sea-Clift se parezca más a Secaucus que los enclaves más lujosos que se encuentran más al norte. Nuestras autoridades municipales entendieron hace mucho que la xenofobia, si bien connatural a la especie, significaría la quiebra inmediata en una ciudad de veraneo, de manera que promovieron no tanto un espíritu de «Mia casa é tua casa» como de «Tus vacaciones son mi viabilidad financiera», más sensato y oportunista, que en verano atrae a millones de turistas a nuestras calles, además de un torrente de posibles compradores, más o menos pudientes, de Perth Amboy y Metuchen, todo ello aderezado con filipinos, somalíes y esforzados hondureños (que vienen por los centros educativos) para crear una tranquila heterogeneidad que parece moderna sobre el papel sin que en realidad sea muy distinta de como siempre ha sido.

Para mí, dedicado a encontrar techo a la gente mediante hipotecas soportables para luego hacer que se mude a otra parte, Sea-Clift no podía ser mejor sitio, ya que el sector de los bienes inmuebles es uno de los pocos que generan negocio durante todo el año. La gente se alegra de verme la cara, sabe que estoy prosperando y que me encontrará aquí cuando llegue el momento, pero de todos modos no tiene por qué invitarme a cenar. En ese sentido, no soy muy distinto de una funeraria.

Se ve poca actividad a pesar de que mañana es el Día de Acción de Gracias. Por las calles residenciales, algunos se dedican a revisar la casa antes de salir de vacaciones, subiéndose a la escalera, abriendo la cámara de aire para ver si hay termitas, poniendo contrapuertas, enrollando mangueras, cerrando grifos, preparando la caldera para el invierno. En una ciudad donde todo el mundo viene en verano, ahora es cuando los residentes permanentes se toman unas vacaciones de tres días —a Niágara y el Vietnam Memorial—, porque la ciudad es suya y está vacía y se pueden marchar con toda tranquilidad. Lo que no significa que sea mala época para vender, porque los compradores serios vienen cuando la multitud se ha ido, dispuestos a comprar y con dinero contante y sonante.

Claro que ahora es cuando todo prudente recién llegado —un genio de la informática con dólares nuevecitos— se daría cuenta de todo lo que no ofrecemos: edificios de importancia histórica (no hay grandes construcciones); casas natales de famosos inventores, astronautas o cantantes melódicos. Nada de parques diseñados por los hermanos Olmsted. Ni estación de hojas muertas, ni ciudades hermanadas en Italia; ni siquiera en Alemania. Ni librerías salvo una de publicaciones verdes. Mark Twain, Helen Keller o Edmund Wilson jamás dijeron ni hicieron nada memorable aquí. No hay un bulevar Martin Luther King, ni estaciones de ferrocarril subterráneo (ni de otro tipo) ni tampoco época dorada que alguien sea capaz de recordar. Aunque lo mismo debe ocurrir en muchas ciudades.

Hay, sin embargo, pocos adolescentes, de modo que son raros los robos en las casas y las sustracciones de coches. Se puede fumar en los restaurantes (cuando están abiertos). La corriente del Golfo atempera nuestro clima. El agua potable es un tanto salobre, pero uno se acostumbra. Nunca pertenecimos a la liga antialcohólica, de manera que siempre se puede tomar una copa. La escuela pública obtiene unos resultados que se corresponden con la media estatal. Dos Miss Adolescente de Nueva Jersey (1941 y 1975) son de aquí. En primavera organizamos un interesante concurso de imitadores de Frank Sinatra. Justo en los límites de la ciudad hay un parque estatal. La televisión por cable es buena. Y por si fuera poco, el cangrejo ermitaño es el crustáceo oficial de la ciudad: aunque hay desacuerdo sobre el tamaño que deberá tener la estatua propuesta. Cabría decir asimismo que para una ciudad fundada por dinámicos especuladores de la inmobiliaria Main Line sobre los firmes principios de comprar barato y vender caro, hemos superado nuestra misión municipal con relativamente pocos inconvenientes. Como limitamos por un lado con el mar y, por otro, con la bahía, hay pocos sitios donde puedan surgir problemas de urbanismo. El agua constituye de facto nuestro espacio abierto, además de ser un buen estabilizador de la población. Durante un tiempo, formé parte del Consejo de programas de fomento, pero no conseguimos nada aparte de reducir las multas de aparcamiento, aprobar una ordenanza de buena vecindad para que los turistas puedan acceder a la playa a través de propiedades particulares, y dar una subvención para rehabilitar el parque de atracciones que los dueños del Fun Pier no han utilizado. Nuestra comisión de desarrollo tanteó el terreno para una academia de arte culinario que buscaba espacio para extenderse: aunque precisamente de eso no teníamos. Hubo una iniciativa ciudadana para un nuevo paseo marítimo de cemento, pero fracasó, así como para instalar un parque de dinosaurios, pero ni teníamos ni podíamos reclamar legalmente ejemplar alguno. Sin embargo, por muy tradicional y chapado a la antigua que sea esto, a la mayoría de los que viven aquí les gusta Sea-Clift, les encanta que no se haya convertido en un centro turístico sino que siga siendo fiel al propósito original de ser un sitio adonde un asalariado corriente pueda venir a pasar tres días para luego marcharse a su casa otra vez: una ciudad con vida propia, no con un estilo de vida.

Me paso por la oficina para coger las llaves de la casa de Surf Road. Dentro, está oscuro y huele a humedad, la mesa de Mike y la mía despejadas de documentos importantes. El ordenador de Mike (yo no tengo) exhibe su fotografía con el Dalai Lama, que lanza un frío resplandor a su retrato de Reagan y sus banderas de oraciones colgadas en la pared. En la oficina perdura un punzante olor a incienso (mezclado con el olor a pizza que se filtra por la pared) de cuando Mike quemaba bastoncillos en el lavabo; actividad a la que puse rápido fin. Las llaves, provistas de etiquetas blancas, cuelgan de un llavero en la pared. Echo una rápida meada en el funcional cuarto de baño. Al salir, veo por el escaparate que un coche ha parado justo delante de mi Suburban, un Lincoln Town Car marrón claro con un chabacano embellecedor dorado y matrícula de Nueva York. Como es muy pronto para una pizza al estilo de Chicago, sin duda se trata de gente que ha venido a ver escaparates y está examinando las fotos de fuera. Se llevarán un buen susto si me ven, creyendo que los voy a traer a rastras aquí dentro para matarlos de aburrimiento con mi charla. Pero hoy no. Miro al coche con el ceño fruncido —no veo quién está dentro, pero nadie se baja—, luego vuelvo al baño, cierro la puerta, me quedo quieto y espero treinta segundos. Y cuando salgo, como por arte de magia, la plaza de aparcamiento está vacía, el Lincoln ha desaparecido, y la mañana, o lo que queda de ella, se acomoda de nuevo a mis propósitos.

El cliente a quien tengo que enseñar la casa de Surf Road, el señor Clare Suddruth, tiene una empresa de soldadura en Parsippany, y desde hace tres semanas estoy haciendo con él un trabajo preparatorio, lo que significa que, como a todos los clientes, lo llevo de paseo por Sea-Clift, Ortley Beach, Seaside Heights, etcétera, para que vaya reconociendo el terreno, dándole ocasión de ver todo lo que está a la venta dentro de sus posibilidades pero sin recibir presiones por mi parte, de modo que al darse cuenta de que le dedico tanto tiempo sin hacer que me prometa nada, empiece a considerarme amigo suyo, se ponga al cabo de un tiempo a charlar sobre su vida —sus fracasos, sus traiciones, sus alegrías—, deje que lo invite a comer alguna vez, sienta que estamos cortados por el mismo patrón, comparta mis valores básicos (la economía, Vietnam, la necesidad de comprar productos norteamericanos aunque los japoneses los fabriquen mejores, el absurdo del fin del milenio y lo mucho que nos molestaría ser jóvenes ahora). Probablemente no estemos de acuerdo sobre el actual secuestro de las elecciones, pero puede que coincidamos sobre lo que constituye una buena casa y en que la mayoría de compradores haría mejor en dejar a un lado los límites de precio que se han fijado en un principio y en estirarse el bolsillo, traspasando el siguiente umbral financiero —donde las casas que uno realmente quiere abundan tanto como los hongos en otoño— y apretándose el cinturón por un tiempo mientras la marea económica sigue boyante y la corriente mantiene el barco a flote haciéndolo avanzar a toda máquina.

Si esto parece charlatanería de vendedor para que el cliente muerda el anzuelo, o simplemente un anticuado y desleal truco para engatusarlo, puedo asegurar que no es así. Todo lo que cualquier cliente tiene que decir es: «Bueno, Bascombe, yo no veo las cosas de la misma forma que usted. No quiero salirme de mis posibilidades financieras, exactamente como le he dicho nada más sentarme frente a su escritorio». Si ésa es su historia, estoy dispuesto a venderle lo que quiere: si lo tengo. Todo lo demás —el intercambio de puntos de vista amable, sincero, el hallazgo de terreno común, el comienzo de una verdadera (aunque efímera) camaradería basada en el tiempo compartido en el angosto recinto de un automóvil—, todo eso lo haría con el tío de Terminix.[57] La gente sólo tiene que saber lo que quiere, lo que no es tan corriente como parece. Considero que en mi función de agente inmobiliario existe cierta responsabilidad fiduciaria de terapeuta lego (no tan diferente de un miembro de Sponsor). Y esa responsabilidad consiste en dejar al cliente en mejor estado de lo que le encontré. Muchos ciudadanos se ponen a comprar una casa movidos por un ansia poco definida, cuya verdadera satisfacción, para empezar, nunca es la casa en sí, que puede constituir únicamente un medio rápido (y caro) para darles seguridad y estabilidad durante un breve espacio de tiempo, pero que no afecta a sus necesidades profundas y que además les deja sin blanca. En su mayor parte, los contactos con los clientes ni siquiera acaban en venta y, como la mayoría de las relaciones humanas, concluyen después del primer encuentro. Lo que no quiere decir que el camino para vender una casa sea una vía sin salida ni beneficio. Dos de los mejores amigos que he hecho en el mundo de los bienes raíces han sido gente a la que no he vendido una casa y a quien, al acabar el tiempo que debíamos compartir, no he querido vendérsela (aunque desde luego podía haberlo hecho). Hay otra versión, aunque no anunciada, de la experiencia inmobiliaria perfecta: todo el mundo hace lo que tiene que hacer, pero la transacción no se consuma. Si no hubiera de vez en cuando contactos tan positivos y poco productivos, yo sería el primero en afirmar que esta profesión no vale la pena.

Salgo de Ocean Avenue por la Custom Condom Shoppe («Se los hacemos a medida»), cerrada hasta la próxima temporada, y bajo hacia la playa por el angosto sendero de grava que cruza entre dos filas de idénticos «chalés» blancos y tonos pastel, unos veinte a cada lado, a lo largo de diez calles paralelas dispuestas de norte a sur como si fueran una barriada, con nombres de aves de la costa de Nueva Jersey: andarríos, golondrina de mar, frailecillo (ahora estoy bajando por Cormorant Court). Aquí es donde los que alquilan casas por una semana —del Día de los Caídos al Día de Colón— pasan sus agradables vacaciones familiares, muy juntitos con otros centenares de personas que optan por las mismas pequeñas alegrías estacionales. Están arreglando varias casas (todas vacías ahora), para antes de que llegue el invierno: remiendos en los tejados a cuatro aguas, cepillado de mosquiteras hinchadas, refuerzo de los pilares de cimentación después de años de erosión salina. Tres de esas colonias de chalés caen dentro del municipio de Sea-Clift, donde yo poseo diez unidades y, con ayuda de Mike, administro otras treinta más. Estos chalés de verano y sus más primitivos antecesores, bastante asequibles, han sido una atractiva característica de la costa al sur de Barnegat Neck desde los años treinta. Superficie habitable de cuarenta y siete metros cuadrados, dos habitaciones pequeñas, un sencillo cuarto de baño, paredes de madera prensada, cocina mínima, sin jardín, ni césped ni arbustos, ni aire acondicionado ni televisión, calentadores eléctricos en la pared, decoración de mercadillo, sin aparcamiento salvo delante de la puerta, sin intimidad con respecto al chalé de al lado, a tres metros de distancia, fontanería rudimentaria, agua turbia con alto contenido ferruginoso, esporádicos olores a gas y azufre de origen desconocido: pero todo eso no ahuyenta a los turistas. Hay cierto recinto en el espíritu norteamericano donde cabe todo: gritos de niños ajenos, olores raros, vecinos desagradables, animales domésticos poco socializados, elevados alquileres (cobro setecientos cincuenta dólares por semana), tráfico rodado, tránsito peatonal, construcción precaria, escapes: el caso es venir aquí y presumir ante los suegros en Parma de que estaban «a tres minutos a pie de la playa». Distancia a la que se encuentran todos y cada uno de los chalés.

Claro que, según otro cívico punto de vista —el Consejo de programas de fomento—, sería estupendo derribar todos esos chalés y destinar las tres parcelas de cuatro hectáreas a un gran centro comercial o una estructura para un aparcamiento. Pero hay complejas y restrictivas cláusulas, que sólo rigen en Sea-Clift, según las cuales se requiere el acuerdo de los propietarios de los chalés para que pueda procederse al traspaso del terreno.

Y muchos de sus dueños se cuentan entre los ciudadanos más antiguos, los que llegaron de niños y nunca olvidaron lo bien que se lo pasaron ni que su mayor ambición era ser propietarios de un chalé, o de seis, y luego empezaron a jubilarse gracias a los alquileres; ésos no han olvidado lo que fueron una vez. En su mayor parte, los dueños de los chalés que gestiono no vienen por aquí, son hijos de esos fundadores que ahora viven en Connecticut y Michigan, y antes empeñarían su título de administración de empresas que vender «la casita de papá». (Ninguno de ellos, naturalmente, pasaría dos minutos dentro de esas tristes y pequeñas chozas, cosa de la que me alegro, pues justifica mi intervención profesional).

En estos días hago lo posible por remozar los diez chalés que poseo, aparte de los que puedo arreglar si convenzo a sus dueños. De vez en cuando dejo que un esforzado escritor en busca de un espacio tranquilo para concluir su Moby Dick, o algún espíritu maltrecho, jubilado del amor, se quede a pasar el invierno a cambio de hacer reparaciones en la vivienda (tales huéspedes no suelen prolongar mucho su estancia debido precisamente a la reclusión que buscan). Considerados desde otro punto de vista, esos chalés serían el escenario ideal para un homicidio.

Al bajar por Cormorant Court, veo a tres operarios hondureños (todos legales, contratados por mí) que están trabajando en el tejado del número 11. Uno de ellos (José, Pepe o Esteban, no estoy seguro), provisto de rodilleras y atado a una columna de alimentación, se pone en pie sobre el empinado tejado, en el espacio verde de entre las tejas que está cambiando, y recortándose contra el frío cielo de noviembre se inclina peligrosamente, sujeto por la cuerda de seguridad, y me dedica una amplia reverencia a lo Walter Raleigh, como quitándose el sombrero, mientras en su rostro de híspido bigote se dibuja una gran sonrisa de amigo. Un tanto cohibido, le devuelvo el saludo con un ademán; no me encuentro cómodo siendo Don Francisco para mis empleados. Los demás obreros rompen a reír y con gritos burlones dicen que él (o yo) es una puta de lo más despreciable.

Clare Suddruth ya está delante de la lujosa casa frente al mar que cree que le gustaría comprar. Surf Road es una calle llena de arena que empieza en la parte de Cormorant Court más cercana al mar y se extiende medio kilómetro hacia el sur. Si se alargara, cosa que nunca sucederá debido a las mismas ordenanzas que enfurecen a los Feenster, llegaría a Poincinet Road, un kilómetro y medio más allá, y se fundiría con ella.

Clare está de pie con las manos en los bolsillos bajo la fresca brisa de otoño. Va vestido con una recia cazadora caqui y pantalones del mismo color, lo que anuncia su condición de rudo trabajador que ha prosperado en este mundo turbulento. La casa que interesa a Clare no es —en diseño y espíritu residencial— tan diferente de la mía y se construyó en la época del desarrollo descontrolado de finales de los setenta, antes de que la legislación se endureciera y restringiera la construcción, poniendo los precios por las nubes. En mi opinión personal, el 61 de Surf Road no es la casa que convendría a una persona como Clare, de manera que, naturalmente, él piensa que sí: aspecto que los agentes inmobiliarios ignoramos bajo nuestra propia responsabilidad. El número 61 es un triángulo isósceles casi enteramente vertical, con muchas ventanas, tragaluces, postes y vigas de secuoya oscurecida, con anticuados paneles solares y un desahogado interior no con dos, ni con tres, sino con seis «alturas» que representan el interés del arquitecto por la diversidad de niveles y el misterio de los espacios despejados. Más que para Clare, es perfecta para un joven guionista de comedias de situación con pasta a espuertas e intención de trabajar en casa. Se pide un precio de un millón nueve.

El «aspecto» de la casa, tal como la ve el cliente desde la acera —si se puede llamar así— lo constituyen dos inexpresivas puertas de garaje, segmentadas y replegables, de color marrón, que dan a la calle, breves ventanas en la parte de «atrás», y una ilocalizable puerta principal, más allá de la cual se encuentra el «gran salón», que es donde empieza el lujo. Es un sitio que no me gusta mucho porque emite una insulsa arrogancia domiciliaria, típica de la época. No se sabe por qué la casa no tiene parte delantera, si porque nadie es bien recibido o porque como lo interesante es la fachada que da al mar y ésta no es tu casa, ¿qué vienes a hacer aquí?

Clare es un veterano de Vietnam de sesenta y cinco años, alto, huesudo, ágil, de pelo erizado, mandíbula firme y morena, rasgos arrugados a lo Clint Eastwood y voz seductora de pinchadiscos de una emisora nocturna de jazz. En mi opinión, le vendría mejor una mansión neoclásica con soportales a la griega o una casona de estilo californiano en dos niveles. «Thornton Wilders», las llamamos en el oficio, pero por aquí no las hay. Quien sueñe con eso, que coja el camino de Spring Lake y Brielle.

Sin embargo, las últimas peripecias de su vida —me he enterado de todo— han llevado a Clare por nuevas sendas en busca de nuevos objetivos. En ese sentido, se parece bastante a mí.

Clare está junto a mi cartel de Realty-Wise —mayúsculas rojas sobre fondo blanco más el número de teléfono, nada de www, ni visitas virtuales, ni casas parlantes, sólo gente de confianza orientando a otros hacia una sensación de certidumbre y decisiva elección. Clare se vuelve hacia la casa cuando me acerco, como dando a entender que lleva un rato esperando pero que el tiempo no significa mucho para él. Ha venido en un vehículo de su empresa, una furgoneta de paneles plateados, aparcada en el camino de entrada a la casa, con SOLDADURA ELÉCTRICA escrito en fluidas letras azules. Su mujer, maestra de escuela, vio el letrero en un sueño, me contó Clare. «Como salido de un libro». Aunque Clare no es un inútil manazas que se esté dando aires. Le otorgaron una Estrella de Plata con mención al valor en Vietnam, volvió con el grado de comandante y estudió en el Instituto Tecnológico Stevens. Estelle y él compraron una casa y tuvieron dos hijos en rápida sucesión en los setenta, mientras Clare se abría camino en Raytheon.[58] Pero entonces, de buenas a primeras, llegó a la conclusión de que hacer carrera exigía una competitividad febril y se hizo cargo de la empresa de soldadura de su padre en Troy Hills, cambiándole el nombre por uno que les gustaba más a Estelle y a él. Clare es lo que podríamos denominar «persona nacida inmediatamente antes de la Segunda Guerra Mundial», alguien que ha tenido una trayectoria encomiable, ha ahorrado una considerable cantidad de dinero, ha instalado a sus hijos a distancia segura, ha visto cómo se revalorizaba su casa familiar (hipoteca liquidada), y ahora quiere llevar una vida más agradable antes de convertirse en un viejo decrépito incapaz de sacar la basura. Lo que esos clientes deciden comprar oscila desde un apartamento en una urbanización (hay pocas en Sea-Clift), pasando por una casa de fin de semana cerca del mar (de ésas tenemos en abundancia), hasta una «casa flotante en el Sena»: es decir, algo que se aparca en un puerto deportivo. O si no eligen una casa como es debido, del estilo de la que Clare está observando ahora: abrir la puerta, programar el jacuzzi. Los dueños, los Doolittle —que ahora viven en Boca Grande—, advirtieron el declive del mercado tecnológico en septiembre, cambiaron sus activos a municipales y posiblemente oro y están a la espera de recuperar su dinero. Hasta ahora, ningún interesado.

La otra característica del perfil de comprador de Clare es que hace tres años —según cuenta abiertamente él mismo (como suele ocurrir)— se enamoró de alguien que no era precisamente su esposa, sino, en realidad, una reciente empleada de la empresa de soldadura, una tal Bitsy, Betsy o Bootsy. Como es natural, se produjeron graves trastornos en la vida familiar. Los chicos tomaron partido. Varios empleados leales se despidieron asqueados cuando «el asunto» salió a la luz. La empresa casi cesó en sus actividades. Clare y Estelle se comportaron civilizadamente («Ella fue la parte más fácil»). Siguió un triste divorcio. A continuación se casó con la joven Bitsy, Betsy o Bootsy: una nueva vida en la que algo falló desde el momento que llegaron a St. Lucia. Transcurrió un año bastante tumultuoso. La joven esposa parecía cada vez más inquieta: «Igual que en la canción de los Eagles», explicó Clare. Betsy/Bitsy se rapó el pelo, tiró sus preciosos vestidos nuevos, decidió ir a la universidad, dijo que quería ser arqueóloga y estudiar no sé qué aspecto de la cultura mesoamericana. En cierto modo descubrió que era inteligente, consiguió que la admitieran en la Universidad de Chicago y se marchó de Nueva Jersey con idea de convertir la unión primavera-otoño que habían contraído en algo raro, adaptable, insólito y moderno: que él pagaría de su bolsillo.

Sólo que al término del primer año, Estelle se enteró de que tenía esclerosis múltiple (se había ido a vivir con su hermana, a Port Jervis), noticia que disolvió la bruma que envolvía a Clare, ayudándolo a recobrar el sentido común y a divorciarse de su esposa estudiante. («Extendí un cheque importante, pero ¿qué más da?»). Hizo que Estelle volviera a Parsippany y empezó a prodigarle cuidados y a dedicarle cada minuto de su tiempo, empeñado en que fuera feliz, pasmado de que nunca se hubiera dado completa cuenta de la suerte que tenía sólo por haber conocido a una persona como ella. Y como el tiempo ahora era precioso, no había que andarse con el bolo colgando. (Por alentadora y sui generis que parezca la historia de Clare, en nuestra profesión no resulta tan extraordinaria). Y entonces fue cuando Sea-Clift entró en escena, porque Estelle había venido aquí de vacaciones cuando era pequeña y siempre le había encantado, y esperaba… Ahora nada era demasiado bueno para ella. Además, a juicio de Clare nuestra pequeña ciudad era probablemente el sitio donde ambos morirían antes de que el mundo se fuera a tomar por culo. (Puede que se equivoque). Le he paseado por delante de treinta casas en tres semanas. Muchas parecían «interesantes y posibles». Aunque la mayoría, no. El número 61 le complacía a medias, porque ya disponía de una variedad de relucientes aparatos dignos de una residencia de discapacitados, incluido —a pesar de la cantidad de niveles— un ascensor de caoba acoplado a la parte interior de la escalera en previsión de los negros días de anquilosamiento que acechaban. Clare me dijo que si le gustaba por dentro, se la compraría a Estelle —que de momento aguanta firme, con síntomas intermitentes— para el Día de Acción de Gracias como regalo del primer aniversario de sus segundas nupcias. Es una bonita historia.

—Esto está más seco que los huesos de mi tío Chester, Frank —me dice Clare con su ronca pero sonora voz, tendiéndome su curtida mano.

Tiene la extraña costumbre de saludarme con la izquierda. Algo relacionado con un accidente de trabajo que todavía le causa agudos dolores, porque se cortó los tendones, etcétera. Siempre estoy incómodo porque no sé qué mano debo tenderle, aunque la ceremonia dura poco. Pero me da tal apretón, incluso con la mano «tonta», que me despierta los dolores de mi pelea de anoche con Bob Butts.

Clare me mira con una vaga satisfacción, me dirige una sonrisa que le arruga el rabillo de los ojos, se cruza de brazos y se vuelve de nuevo a observar el 61 de Surf Road. A punto estoy de decir —pero no lo digo— que hasta en las peores sequías solemos tener algo de lluvia de vez en cuando, como el día anterior, de manera que nadie se las toma en serio hasta que el acuífero empieza a agotarse y el desastre parece inevitable. Pero Clare está pensando en esta casa, lo que es buena señal. Tengo en la mano el folleto en color con la descripción, dispuesto para entregárselo antes de que entremos.

En Surf Road (sólo hay cinco casas, como en mi calle), un joven barbudo con un mono de plástico amarillo está restregando los costados de una barca de pesca de fibra de vidrio amarrada a un remolque, utilizando una manguera con cepillo de aluminio; tiene un cartel azul de BUSH-CHENEY clavado en el pequeño jardín. Detrás de nosotros, por Cormorant Court, se oye el agudo chirrido de una sierra de vaivén cortando largos filamentos de un tablón, seguido de satisfechos martillazos clavando clavos en rápida sucesión. La inesperada presencia del jefe[59] ha puesto en movimiento a mis hondureños. Aunque sólo es un juego. Pronto bajarán a fumarse la marihuana del aperitivo, después de lo cual la jornada concluirá rápidamente.

La fría brisa de la playa tiene aquí un olor a mar y a pino que, pese al imprevisible día de noviembre, infunde una sensación de esperanza. Mis inquietudes sobre el Día de Acción de Gracias se han desperdigado ahora como aves marinas. Un contingente de palomas revolotea en las alturas, tan lejos que parece una estela de condensación —en lo alto, muy arriba—, encaminándose mar adentro, hacia Europa. Estoy en el sitio que me corresponde, haciendo lo que por lo visto se me da mejor —bien arraigado, las obligaciones confiriéndome una agradable sensación de invisible cotidianidad—, con el yo como instrumento perfecto.

—Dime, Frank, ¿cuánto dará esta casa en verano?

El cerebro de Clare está sopesando los pros y los contras. Supongo que se refiere a un posible alquiler, no a una rápida reventa.

—Tres mil a la semana. Puede que más.

Frunce el entrecejo y se lleva la mano a la barbilla: el típico gesto de la contemplación, tan propio del general MacArthur como de Jack Benny. Resulta a la vez grave y cómico. Es evidente que se trata de la expresión de seriedad que suele adoptar Clare en público. Lo que adivino inmediatamente es que no vamos a ver el interior del número 61. Cuando los clientes están motivados, no se quedan en la calle hablando de la casa como si fuera conveniente derribarla. Si tienen verdadero interés, los clientes están impacientes por entrar y descubrir cuánto les gusta todo. Naturalmente, me suelo equivocar.

—Vaya, vaya —exclama Clare, sacudiendo la cabeza ante la modernidad—. Tres mil.

—Con eso se pagan de sobra los impuestos —le aseguro, mientras la brisa hace crujir el folleto de la casa y me agarrota los dedos.

—¿Y quién se viene ahora a vivir a Sea-Clift, Frank? AQUÍ

Más inmovilidad, más miradas fijas. Esta pregunta no es nueva.

—Pues hay de todo, Clare —le contesto—. Gente que viene escapando de los Hamptons. Y hay una buena razón para invertir aquí. El terreno no ha subido tan deprisa como en el resto de la costa. Todavía no se han disparado las ventas. Las guerras por conseguir una posición dominante no han llegado hasta aquí. Seguimos estando en un mercado unidimensional. Eso va a cambiar, aunque los tipos de interés estén empezando a subir poco a poco. Ya resulta bastante difícil encontrar una casa decente por ochocientos mil dólares.

Echo una mirada al folleto, como si todos esos datos fundamentales estuvieran impresos ahí y él debiera leerlos. Me imagino que una explicación económica general interesará al pequeño hombre de negocios que es Clare, quitándole de la cabeza que pretendo venderle a toda costa la casa de los Doolittle, y haciéndole pensar simplemente que puede contar conmigo para darle información veraz y que el mundo no es tan corrupto como parece. Lo que no está mal.

—Supongo que no van a construir más frente al mar, ¿verdad?

—Si pudieran, lo harían. —En realidad, conozco a gente que estaría encantada de intentarlo: hay intereses que pretenden «rescatar» Barnegat Bay para convertirla en otra Milla de Oro o en hipódromo y casino—. El cincuenta por ciento de la población vive ya a ochenta kilómetros del mar, Clare. Ocean County es el San Petersburgo del este.

—¿Cómo te va el negocio, Frank?

Estamos bastante cerca uno del otro —yo un paso por detrás de él—, mirando al silencioso y heterogéneo número 61.

—Bien, Clare. Me va bien. A las inmobiliarias siempre les va bien cerca del mar. Mi problema es que hay pocas propiedades en venta. Si todos los días tuviera en la lista una casa como ésta, sería más rico de lo que soy.

Clare suelta en este preciso momento un pedo apenas audible (pero se oye), que suena como un estrangulado reclamo fuera de escena. Me sobresalta, y no puedo evitar una mirada hacia su evidente punto de partida, el fondillo de los pantalones caqui de Clare, como si fuera a surgir un penacho de humo azulado. El Clare que estuvo en la Marina es quien hace que tan despreocupadas emisiones no (le) llamen la atención, revelando a los demás lo intransigente que podría llegar a ser: en un asunto amoroso, una cuestión de negocios, un divorcio o una guerra. Posiblemente mi referencia a la riqueza ha provocado una desdeñosa reacción en sus entrañas.

—Dime una cosa, Frank.

Clare hunde las manos en los bolsillos de sus pantalones caqui. Lleva unas zapatillas deportivas de ante de dos tonos, marrones y beis, de ésas que se compran en zapaterías al por mayor o en saldos de grandes almacenes y que parecen bastante cómodas, aunque yo nunca me he comprado unas, porque es lo que llevan los fardones (un anticuado término de Pinos Solitarios), o lo que calzan los tíos a quienes fardar les trae sin cuidado. En su aspecto a lo Clint Eastwood hay un toque de pomposidad. Al viejo Clint no le importaría llevar un calzado así, tan indiferente como es a la opinión del mundo.

—¿Y qué ambiente hay, para comprar una casa, me refiero?

Oigo a mis obreros en Cormorant Court, que empiezan a reír y dejan de martillear.

¡Hom-bre! Qué flaco y feo[60] —oigo que grita una voz en falsete. No hay que hacerse muchas preguntas. Algo referido al chilé¹ de alguno.

—Yo diría que ahí también tenemos un poco de todo, Clare.

Sabe lo mismo que yo, porque ya se lo he explicado todo, pero quiere darme la impresión de que se toma en serio lo que estamos haciendo; lo que para mí significa que estoy perdiendo el tiempo, y eso sí me lo tomo en serio. Clare se presentó diciendo que estaba dispuesto a comprar una casa a primera vista, para ofrecer a Estelle, su traicionado y eterno amor, la mayor calidad de vida posible durante el resto de sus días. Sólo que, como a la mayoría de la gente, cuando llega la hora de la verdad y hay que aflojar la pasta, se le cae el alma a los pies.

—El dinero es barato, por aquí, Clare —le digo—, y los que se dedican a las hipotecas ofrecen productos con interesantes alicientes para que no se note tanto la carga; y cobran por ello, naturalmente. Como te he dicho, nuestro catálogo está a la baja, lo que tiende a afianzar el valor del producto. La mayoría de las ventas se hace por el precio que se pide. Dicen que el sector tecnológico está a punto de irse a pique. Los intereses probablemente subirán después de navidades. No sería bueno comprar en el segmento más alto sin potencial de reventa a corto plazo, pero no siempre se ha de dar en el clavo, supongo. Hemos experimentado un incremento de precios del cuarenta por ciento en dos años. Yo no le digo al cliente que siga el impulso de su corazón, Clare. No sé mucho de corazones.

Clare me mira con fijeza, entrecerrando los ojos castaños. Probablemente he hablado demasiado, introduciéndome en terreno delicado con esa referencia al corazón. Su mirada soñolienta es un reconocimiento y una advertencia. Aunque he descubierto que en los negocios una rápida incursión en el delicado terreno de lo personal puede confundir bastante las cosas. Clare, al fin y al cabo, me ha prestado oídos de buena gana; aunque quizás haga lo mismo con todo el mundo. Sólo que de pronto siente recelo a entablar una relación no deseada conmigo. Da igual. Me cae bien, pero lo que quiero es que suelte el dinero y no le importe que yo me quede con una parte.

—¿Puedo enseñarte algo, Frank?

Baja la cabeza y se mira las zapatillas fardonas de dos tonos como si pensara con ellas.

—No faltaba más.

—Sólo es un momento.

Ya ha echado a andar —con paso ondulante, rotando la pelvis— por el camino de entrada de la casa de los Doolittle hacia la parte de atrás, por el lado del vecino, una estructura en A con las ventanas cerradas con tablas para el invierno y que ofrece un lúgubre aspecto: los ventanucos del sótano tapados con trozos de poliestireno rosa, la puerta con una lámina de contrachapado atornillada a un pilar de cimentación. En invierno se esperan temporales.

—He dado una vuelta por aquí mientras te esperaba —dice Clare sin detenerse, aunque en tono más confidencial, como si no quisiera que se enteraran terceras personas.

Yo lo sigo, el folleto de la casa metido en el bolsillo de la cazadora. La casa de los Doolittle, según veo ahora, requiere mantenimiento. Este lado del sótano está descolorido y erosionado, el revestimiento deshecho por la parte de abajo. Una cimitarra de vidrio ha caído de una ventana del sótano haciéndose añicos sobre un escalón de cemento. Por arriba se oye el golpeteo de algo metálico —un cable de la televisión suelto o una abrazadera del canalón— que zarandea el viento. Me pregunto si los paneles solares funcionan siquiera. A la casa le vendría bien un nuevo dueño y los cuidados de algún entendido. Los Doolittle, que ejercen conjuntamente la cirugía plástica, se han gastado sus elevados ingresos en otra cosa. Aunque puede que pronto les quede aún menos.

Clare da la vuelta hacia la fachada «delantera», entre el muro con ventanas del sótano y la duna de tres metros salpicada de la seca vegetación que brota escasamente en verano. La duna —natural y por tanto intocable— es lo que impide que la casa tenga una vista despejada del mar desde el salón, y probablemente lo que está retrasando su venta desde septiembre. En el folleto descriptivo de la casa he puesto que puede hacerse gala de «imaginación» (dinero) con el salón de estar (trasladándolo a la tercera planta) para «dar paso a vistas espectaculares».

—Bueno, fíjate en eso, ahí abajo. —Clare, casi susurrando, se agacha, poniendo las manos sobre las rodillas, para indicarme con el cuerpo lo que quiere que vea. Su voz se ha vuelto grave—. ¿Lo ves?

Me coloco a su lado, mi rodilla junto a la suya en el pedregoso extremo de la cimentación y miro fijamente a donde señala: una sección curva de cemento gris que sobresale entre la pieza de apoyo y el zócalo. Es uno de los profundos pilares en los que se asienta la casa de los bien llamados Doolittle,[61] apuntalando la estructura para que no se la lleve el agua, ni la arrastren los vientos ni la desestabilice un seísmo que acabe lanzándola al mar como al arca de Noé.

—¿Lo ves? —insiste Clare, soltando un suspiro contenido. Se arrodilla como un científico y acerca el rostro al pilar de cemento como si pretendiera olerlo, pasando luego el dedo por su redondeada superficie.

—¿Qué? —le pregunto. No lo veo, pero supongo que no se trata de nada bueno.

—Esos pilares se fabrican muy lejos de aquí, Frank —explica Clare, como en confianza. Con el dedo rasca el barniz transparente que cubre el pilar—. Unos en Canadá. Otros, al norte del estado de Nueva York. Por la zona de Binghamton. Si se forjan a principios de primavera, o cuando hay mucha humedad…, bueno, ya sabes lo que pasa.

Clare vuelve hacia mí el rostro surcado de arrugas —estamos muy cerca— y me sonríe con la boca cerrada, como diciendo: te pillé.

—¿Qué?

—Se agrietan. Se cuartean inmediatamente —anuncia en tono sombrío. Tiene una fina y pálida cicatriz rosada justo en el nacimiento de su pelo de estropajo de alambre. Una feroz herida de guerra, probablemente, o algo discretamente relacionado con su segundo matrimonio. Y prosigue—: Si el fabricante no es demasiado escrupuloso no se da cuenta. Y si se da cuenta pero no tiene escrúpulos, sella las grietas con silicona y te lo vende de todos modos. Y si el constructor de tu casa o el contratista no pone cuidado, o si le pagan por no prestar atención o si el jefe de obra es de una determinada nacionalidad, entonces esos pilares se colocan sin que nadie diga nada. Y cuando llega el momento de inspeccionar la obra, esa clase de imperfección, que es un defecto grave y fácil de observar, puede que no se note, si entiendes lo que quiero decir. Entonces te construyen la casa y aguanta divinamente quince años por lo menos. Pero como está junto al mar, la sal y la humedad la empiezan a corroer. Y de pronto, porque eso ocurre de repente, como es natural, sopla el Huracán Frank, viene una ola enorme, con una fuerza incontenible, y adiós muy buenas.

Clare vuelve a mirar el pilar, frente al que seguimos en cuclillas como trogloditas, en la parte de atrás de la casa de los Doolittle, que huele a humedad y cal viva, y que según acabo de ver está construida sobre algo peor que arenas movedizas. La han edificado sobre pilastras de mierda.

—Esos pilares, Frank. O sea —Clare se pellizca la nariz con desagrado y lástima por su propietario, apretando los labios—, las grietas se distinguen desde aquí, y desde este lado sólo se ven diez o doce centímetros. Esta gente tiene verdaderos problemas, a menos que conozcan a algún primo que se la compre a ojos cerrados o contraten un inspector que necesite un perro lazarillo.

Tan cerca, el aliento de Clare es como café con leche rancio y me hace pensar que estoy helado y deseando encontrarme a trescientos kilómetros de aquí.

—Es un problema. Desde luego.

Me quedo mirando la pequeña curva de inocente aspecto que describe la grisácea superficie del pilar, sin ver nada anormal. Se me ocurre la idea de que Clare sea un mentiroso de mierda que esté poniendo en práctica una estratagema para hacer una oferta a la baja, y también la de que como no logro ver la grieta, no tengo por qué cargar con la mala conciencia que eso conlleva. Una tenue fila de robustas hormigas corretea sobre la polvorienta cimentación, tomando el aire antes del largo invierno subterráneo.

—Un problema. No hay duda —insiste Clare en tono solemne—. Me crié en una populosa urbanización de casas idénticas, Frank. Llevo toda la vida viendo trabajo mal hecho.

Nos incorporamos poco a poco. Oigo voces juveniles en la playa, un chico y una chica, al otro lado de la duna.

—¿Se puede arreglar un problema así, Clare?

Me sacudo el polvo de las rodillas, remetiéndome más en el bolsillo la descripción de la casa, que ya no necesitaré. He sentido una punzada de pánico cuando Clare ha descubierto el pilar cuarteado, como si la casa fuera mía y yo quien estuviera con la mierda hasta el cuello. Sólo que ahora, un poco mareado de agacharme y luego volverme a levantar deprisa, siento un gran alivio y una rítmica sensación de bienestar al darme cuenta de que ésta no es mi casa, de que mi constructor era un arquitecto colegiado, no un especulador cantamañanas (como Tommy Benivalle, el mejor amigo de Mike) con un cuaderno y un montón de planos, conchabado con las cementeras, el sindicato de transportes, los inspectores de la construcción y el ayuntamiento. El típico promotor, de Jersey a Oregon. «Estoy bien». Esas palabras, dichas en un murmullo, se me escapan no sé por qué de los labios. «Estupendamente».

—Bueno, algo se puede hacer —dice ahora Clare. Me está mirando atentamente, a los ojos, tirándome con los dedos de un nudo de nailon que tengo en la manga de la cazadora—. No saldrá barato. ¿Estás bien, muchacho?

Lo oigo. Como también, de nuevo, el sonido de voces juveniles al otro lado de la duna. Surgen del mismo sitio, las trae el viento frío.

—Estás un poco pálido, amigo mío —observa la amistosa voz de Clare.

Estoy pasando por otro episodio. Cabe la posibilidad de que sólo sea una consecuencia diferida de mi pelea de anoche con Bob Butts, rodando por el suelo. Pero para alguien a quien no le gusta la esperanza, mi estado de salud falla más de lo que debería.

—Me he incorporado demasiado deprisa —contesto, las mejillas frías, como de goma, el cráneo con un hormiguillo, los dedos dormidos.

—Productos químicos —explica Clare—. No sé qué coño echarán en eso. Me han dicho que los matarratas tienen lo mismo que el gas sarin.

—No me extraña.

Estoy un poco atontado, me cuesta trabajo mantenerme derecho.

—Vamos a buscar un poco de O2 —dice Clare, y con la nudosa mano izquierda empieza a tirar de mí hacia lo alto de la duna, mientras los zapatos se me hunden en la arena, me inclino hacia delante en precario equilibrio y me empieza a sudar la nuca. Y en la marcha hacia la cima, Clare, con sus largas piernas haciendo también el trabajo de las mías, añade—: A lo mejor tienes vértigo. A nuestra edad es normal. Eso se pasa.

—¿Cuántos años tienes? —le pregunto, dejando que me arrastre.

—Sesenta y siete.

—Yo, cincuenta y cinco.

Me siento como si tuviera noventa y cinco.

—Vaya, hombre.

—¿Qué ocurre?

Se me ha metido tierra en el zapato y siento frío en los pies. Él también debe de tener sus zapatillitas fardonas llenas de arena.

—Debo parecer más joven de lo que soy.

—Yo creía que lo eras de verdad.

—¿Quién sabe la edad que tiene nadie, Frank?

Ya hemos llegado a lo alto de la duna. El océano, con su lisa superficie color espliego, se extiende más allá de la marea alta de la playa. Una mancha grisácea pende en el horizonte. Tengo la impresión de que la brisa me entra por un oído y me sale por otro, y siento un escalofrío. Para últimos de noviembre, voy con ropa de poco abrigo. (Creía que íbamos a estar dentro).

—Miro a uno de veinticinco años y me dice que tiene quince —prosigue Clare—. Veo a alguien de treinta y cinco que aparenta cincuenta. Me rindo.

—Yo también.

Ya me siento algo repuesto, el corazón agitado por la rápida ascensión.

A treinta metros, en la playa y sin hacer caso de nuestra presencia —legionarios coronando un promontorio—, un grupo de ocho o diez adolescentes está entregado a un animado partido de balonvolea, elevando hacia el cielo la esfera blanca, uno de los dos equipos gritando: «¡Mía!». «¡Bola, tooooma!». «¡Bridget-Bridget! ¡Tuya!». Los chicos son altos, rubios, con movimientos desgarbados de nadador; las chicas medianamente bonitas, bronceadas, de facciones duras, muslos fuertes. Todos llevan pantalones cortos y sudaderas, y están descalzos. Son chicos de por aquí, de Choate y Milton, que han dejado atrás el hogar de su pequeña ciudad provinciana pero ahora han vuelto, deslumbrantes, y están con sus antiguos amigos: los pocos privilegiados, disfrutando de los días de vacaciones mientras se acercan las fechas de ingreso en Yale y Dartmouth. Lástima que mis hijos ya no tengan esa edad, que se hayan hecho «mayores». Puede que ahora hubiera hecho mejor mi cometido. Aunque puede que no.

—¿Ya estás de nuevo en circulación? —pregunta Clare, fingiendo observar a los jugadores, que no nos prestan la menor atención. Somos invisibles: como sus padres.

—Gracias —le contesto—. Lo siento.

—Vértigo —insiste Clare, rascándose severamente la enorme oreja con el canto de la mano. Es evidente que le gusta la perspectiva desde aquí. Es la vista que se tendría desde la tercera planta «reimaginada» de la gran mansión de los Doolittle, algo comprometida ya, que hemos dejado a nuestra espalda. Quizás cambie de opinión. A lo mejor los pilares cuarteados no son tan problemáticos. Las cosas cambian con la perspectiva.

—Tú eres de California, no cuentas —dice alegremente una jugadora entre la brisa.

que cuento —contesta un chico—. Ya lo creo que sí. Cámbia-te, cámbia-te.

—¿Permites que te haga una pregunta un poco filosófica, Frank?

Clare se ha puesto en cuclillas en lo alto de la duna y ha cogido un puñado de arena, como probándola, calibrando su textura.

—Pues…

—Tiene que ver con los bienes raíces. No te preocupes. No se trata de mi vida sexual. Ni de la tuya. Eso no es filosofía, ¿verdad? Sino tragedia griega.

—No siempre.

Me pongo alerta contra ciertas intimidades que no me apetecen nada.

Clare entorna los arrugados ojos de submarinista y mira al oscuro borrón del horizonte, escupe luego a la arena que acaba de soltar de la mano.

—¿Te imaginas, Frank, si pasara algo en este país que hiciera simplemente imposible la vida normal? —Sigue mirando a lo lejos, hacia el este, como dirigiéndose a un analista sentado a su espalda—. La verdad es que a mí me parece que no puede pasar nada semejante. Demasiados cheques y balances. Nos hemos fabricado una realidad tan sólida, tenemos unos puntos de vista tan firmes, que nada puede cambiar verdaderamente. Ya sabes. Nos sueltan un bombazo, nos recuperamos enseguida. Lo que no mata, engorda. ¿Crees tú eso?

Clare pega la enérgica barbilla al pecho, alza luego su escéptica mirada hacia mí, esperando una respuesta pertinente. A su manera. Con su estilo serio lleno de efectismo. La seriedad del sesenta y siete, del Semper Fi[62] de la ofensiva del Tet y Hué, del Khe Sanh no morirá. Todo lo que me perdí en mi juventud, más bien fácil.

—Yo no, Clare.

—No. Claro que no. Yo, tampoco —afirma él—. Pero quiero creerlo. Y eso es lo que de verdad me asusta. Y no pienses que en esos países que nos odian se van a quedar de brazos cruzados relamiéndose ante el espectáculo que estamos dando, haciendo el gilipollas para ver a cuál de esos capullos nombramos presidente. ¿Piensas que esa gente de ahí —pregunta Clare Suddruth con un movimiento de cabeza hacia el ruinoso 61 de Surf Road— tiene problemas en los cimientos? Nosotros sí tenemos problemas de cimentación. No es que los árboles no nos dejen ver el bosque, es que no vemos ni los árboles ni el puñetero bosque.

Clare suelta por la narizota un resoplido fuerte y doloroso, propio de un caballo Clydesdale.

—¿Qué tiene que ver eso con los bienes raíces?

—Eso tiene que ver conmigo, Frank. Es el circuito en el que gira mi mente. Quiero que Estelle viva feliz sus últimos años. Creo que una casa frente al mar es lo mejor. Luego me pongo a pensar que Nueva Jersey es un objetivo de primera para cualquier chalado que quiera poner una bomba de mierda o lo que sea. Y naturalmente sé que la muerte es un asunto bastante simple. La he visto. No la temo. Y sé que Estelle se enfrentará con ella antes que yo. De manera que miro esas casas como si pudiera sobrevenir una catástrofe, o la muerte, justo hasta que, de pronto, me doy cuenta de que es perfectamente posible. Y me causa impresión. De verdad. Me deja paralizado.

—¿Qué es lo que te impresiona, Clare? Has visto todo lo que puede dar miedo. A mí me parece que te las sabes todas.

Clare sacude la cabeza, como maravillándose de sí mismo.

—De pronto me incorporo en la cama, Frank, en serio, allí en Parsippany. Estelle está dormida a mi lado. Y lo que me da por pensar fríamente es: Si algo pasa, ya sabes, una bomba, ¿podré vender alguna vez mi puñetera casa? Y si compro otra, entonces, ¿qué? ¿Seguirá teniendo valor la propiedad? ¿Dónde coño estamos entonces? ¿Acaso tenemos que largarnos a otro sitio? Morir es facilísimo en comparación con eso.

—Nunca he pensado en eso, Clare.

Como cuestión filosófica, naturalmente, es un poco como: «¿Por qué existe el sistema solar?». Y tiene el mismo espíritu práctico. En un contrato de compraventa no se puede poner una cláusula para casos imprevistos que diga: «La venta está supeditada a la ausencia de catástrofes que dejen el valor de la propiedad inmobiliaria a la altura del betún».

—No me extraña que no se te haya ocurrido. ¿Por qué ibas a pensar en eso?

—Has dicho que era una cuestión filosófica.

—Sé perfectamente que todo esto tiene que ver con que Estelle esté enferma y con el fin de mi otra relación. Además de con la edad que tengo. Sólo que me da miedo que nuestras condiciones de vida se vayan al carajo. Buumbum-bum.

Está mirando fijamente al mar, por encima de las cabezas de los ágiles y despreocupados jugadores de balonvolea: un entrecano y viejo Magallanes a quien no le gusta lo que ha descubierto. Bumbumm-bum.

El problema de Clare no es propiamente filosófico. Pero se siente mejor pensando que lo es. Su problema con las condiciones de vida es en sí mismo circunstancial. Ha sufrido los reveses normales en todo ser humano, ha cometido deslealtades, ha recibido algún que otro balazo. Simplemente no quiere cagarla y tiene miedo de no reconocer ese tipo de desgracias cuando las tenga delante. Es normal: una forma de remordimiento que el comprador experimenta antes de la venta. Si Clare da finalmente el paso (lo que siempre constituye el más ferviente deseo del agente inmobiliario hacia la humanidad), destierra los miedos, piensa que en vez de haber sufrido las consecuencias del error y la pérdida, ha sobrevivido a ellas (aunque la supervivencia no sea indefinida), que hoy es el primer día de su nueva vida, entonces se sentirá estupendamente. En otras palabras, que acepte el Periodo Permanente como tabla de salvación personal y no se comporte como si se fuera a morir mañana mismo, sino —lo que asusta bastante más— como si fuera a vivir largamente.

¿Cómo explicar todo eso, sin embargo, y no suscitar desconfianza, no parecer un jeta artificioso y estafador, capaz de prometer cualquier cosa, ansioso por deshacerse de un montón de basura que ya se está desmoronando de los cimientos hacia arriba?

No se puede. Imposible. Por confuso que me sienta, sé perfectamente que la casa de los Doolittle tiene serios problemas, hasta el punto de que quizás tengan que echarla abajo dentro de un par de años, de que no podré vendérsela a Clare y de que, en cambio, habré de convertirme ahora en portador de lúgubres noticias financieras para los Doolittle, allá en Boca. Lo único que puedo hacer es enseñar más casas a Clare, hasta que compre o se vaya a otros parajes. (Me pregunto si Clare es republicano o demócrata. Como en Sponsor, la política es un umbral que en mi profesión no se traspasa, aunque muchos de los que buscan casa frente al mar son republicanos).

En algún sitio, bajo la bóveda celestial, oigo lo que parece el himno de la Infantería de Marina interpretado con un xilófono. Dom-di-dom-dom-dom-domdom-di-dom, dom-dom-dom-dom-dom-dom-dom. Resulta exageradamente alto, incluso entre la brisa que corre por la cima de la duna. Los chicos del balonvolea dejan sus evoluciones, la cabeza vuelta hacia nosotros como si hubieran observado algo raro, algo que han visto en casa o más allá, entre la niebla racial.

Clare se alza la cazadora y tantea una funda de cuero repujado enganchada en su cinturón, semejante a la pistolera de un pequeño revólver. Es su teléfono móvil, que toca una súbita llamada a las armas y el valor: su inconfundible tono, único en cualquier aeropuerto, charcutería de supermercado o en la cola del registro de vehículos.

—Suddruth. —Clare habla con una inesperada voz de mando: mensaje urgente de los de arriba a las tropas en lo más reñido de la batalla. Su brusca respuesta se dirige a un Nokia rojo increíblemente diminuto (y ridículo) exactamente igual que el que cualquiera de esas chicas preuniversitarias tendrá en su mochila Hilfiger—. De acuerdo —suelta Clare, tapándose la otra oreja con el pulgar como un cantante melódico de los treinta y hundiendo la barbilla en el pecho en una estricta actitud de atención militar. Se aleja unos metros por la duna, donde somos intrusos. Hasta el último ángulo de su postura anuncia: «Vale. Es importante». Y dice—: Sí, sí, sí.

Para mí, sin embargo, es un momento de liberación, a diferencia de la mayor parte de las interrupciones telefónicas, cuando el espectador se siente como un condenado, bien atado y amarrado, prietos los párpados, esperando que la trampilla se abra de pronto. Lo peor de que otros charlen por el móvil —y la razón fundamental por la que yo no tengo— es la desesperación de saber que todo el mundo hace, piensa y dice más o menos lo mismo que tú, y que nada de ello resulta medianamente interesante.

Ese momento de liberación, sin embargo, me distancia de la situación y canaliza las buenas sensaciones que todos deseamos encontrar «detrás» de cualquier acontecimiento: el hecho de que —a pesar del episodio del mareo, de la fallida visita a la casa, de mis ruinosos planes para el Día de Acción de Gracias, de mi estado, de mi condición subyacente, de mi circunstancia en conjunto— aún existe una ancha y fértil llanura donde a lo lejos vemos una granja blanca con sauces y un estanque que refleja el firmamento, donde el sol se encuentra en su suave cuadrante matinal y en el horizonte reina la paz. De pronto tengo esa sensación. Incluso los chicos de preuniversitario parecen extraordinarios, prometedores, y hacen lo que tienen que hacer. Ojalá pudiera Clare sentir lo mismo. Puesto que con sólo una mirada —permitida por una fuerza vital amable e impersonal— se puede hacer que muchas cosas encajen perfectamente en el sitio que les corresponde. «Basta», me oigo decir a mí mismo en un susurro. «Ya es suficiente».

—Sí, sí, sí —repite Clare, asimilando lo que haya de asimilar.

Ordene a las tropas de refresco que avancen hasta donde puedan ver la otra ladera de esa colina y empiecen a dar caña a esos desgraciados cabrones. Y no vuelva a llamarme hasta que toda la zona esté completamente tomada y pueda presentarme un informe completo, con bajas y todo. Las suyas y las nuestras. ¿Entendido? Sí, sí.

—Llegaré a casa sobre la una, cariño. Almorzaremos algo.

Es un comunicado más doméstico de lo que me imaginaba.

Clare, sin volverse, apaga el Nokia pulsando una tecla y se lo vuelve a guardar en la funda. Está mirando al norte, hacia Asbury Park, a kilómetros de distancia, donde pronto tendré que dirigirme yo. Su actitud de alejamiento hace pensar en alguien que trata de recobrar la compostura.

—¿Todo bien?

Sonrío, por si se vuelve inesperadamente y me mira. Un rostro simpático siempre es bien acogido.

—Sí, claro.

Clare se vuelve, me ve la jeta sonriente; un careto que le dice: Ya no estamos viendo una casa; sólo somos dos hombres que están aquí, juntos, tomando el aire. Los jugadores de balonvolea han formado un grupo junto a la red y se están riendo. Oigo que suena uno de sus móviles: un tono alegre como un riachuelo, exultante: ¡Sí, sí, sí!

—Mi mujer, Estelle…, bueno, ya sabes cómo se llama —explica Clare, mirando al mar en calma y la filigrana de blanca espuma, sobre la cual pasan las gaviotas en busca de alevines fugitivos. Se sacude las manos, limpiándose los residuos de la llamada, y añade—: Cuando estoy fuera mucho tiempo, es como si pensara que ya no voy a volver. Claro que una vez me fui y no volví. No se le puede reprochar.

—Parece que ahora las cosas son diferentes.

—Ah, sí. —Clare se pasa las manos limpias por el pelo entrecano. Es un hombre atractivo; aunque en parte sea un fardón, y en parte un prófugo de la desgracia y la aflicción del mundo. Tenemos cosas en común, aunque yo no soy tan bien parecido. La llamada lo ha borrado todo. Una señal positiva.

—¿De qué estábamos charlando? Te estaba dando la paliza con alguna chorrada.

Sonríe, avergonzado pero contento de haberlo olvidado. Quizás haya tenido, como yo, la breve visión de la ancha llanura con la casa, el sol, el estanque y los sauces.

—Hablábamos de cimientos, Clare.

—Creía que era de miedos y compromisos. —Lanza una nostálgica mirada al atribulado exterior del número 61: las erosionadas cornisas, las sujeciones de los canalones (defectos que yo no había notado). Como no le contesto, añade—: Bueno, da lo mismo.

—Vale.

—Otro te comprará esa casa —concluye, esbozando una sonrisa de alivio. Otra bala esquivada.

—Desde luego que me la comprarán. No te quepa duda. No hay muchas cosas de las que se pueda estar seguro, pero de ésta, sí.

—Buena suerte —me desea Clare.

Encontramos otras cosas de que hablar —es un hincha de los Giants, tiene abono de temporada— mientras bajamos y lo acompaño hasta su furgoneta de la SOLDADURA ELÉCTRICA. Está contento de volver a casa con las manos vacías, de ir a un sitio donde lo quieren y no con alguien que estudia arqueología. Estoy satisfecho con él y con el papel que he desempeñado en el asunto. Es buena persona. Los Doolittle, estoy seguro, tras un día de cólera, otro de reflexión y otro de desganada resolución, podrán reducir el precio de venta. Las casas como la suya cambian de manos cada cuatro o seis años y están hechas para la venta. No mucha gente piensa pasarse toda la vida en la misma casa. La venderé por navidades; si no yo, será Mike. A Clare, posiblemente. Verdaderamente ya no construyen más, en la playa.

Y en realidad, si los republicanos acaban llevándose el gato al agua, pronto se quedarán con todas.

De vuelta por Cormorant Court, Clare me saluda guiñando los faros, y entonces paro junto a un chalé en cuya parte delantera hay un cartel mío, rojo y blanco, de REALTY-WISE. Los hondureños están cómodamente sentados en los escalones de la entrada, despachando el almuerzo que han traído de casa.

Clare se detiene a mi lado con el motor en marcha, la ventanilla ya bajada para que podamos conferenciar de vehículo a vehículo a través del aire frío. A lo mejor quiere dejar las cosas claras sobre la pegatina de ¿BUSH? ¿POR QUÉ?, que llevo en el guardabarros y que seguramente no le gusta nada. Puede que tenga que quitarla ahora mismo.

—¿Qué pasa con ésta? —pregunta casi gritando por la ventanilla (han quitado el asiento del pasajero de su furgoneta por cuestiones del seguro). Ahora lleva unas gafas de sol Foster Grant que le dan un parecido aún mayor con el general MacArthur. Se refiere al chalé que están arreglando.

—Lo mismo —le contesto—. Yo vendo. Tú compras.

Los labios de infante de Marina de Clare, acostumbrados a hablar con dureza, a dar órdenes, se contraen en una expresión de compromiso, de deliberada tolerancia. Sabe que se le ha pasado el momento, que ni siquiera yo puedo tomarlo en serio. Lo consigue casi todo; es una de sus virtudes. Pero a mí me da igual venderle uno de estos chalés que la casa de los Doolittle. Muchas veces he enseñado a un cliente la casa que no quería, y luego le he vendido un chalé como premio de consolación. Aunque mezclar los negocios (posible alquiler como fuente de ingresos) con impulsos sentimentales (comprar una casa para la esposa moribunda) puede ser problemático para el comprador. Los mensajes íntimos pueden confundirse gravemente, de lo que cabe esperar malas consecuencias en forma de pérdida de beneficios.

—¿Cuánto clavan por esto? —pregunta Clare desde la seguridad financiera de su furgoneta de trabajo.

—Ciento setenta y cinco. —Añado veinticinco por haberme hecho perder el tiempo esta mañana, y porque es evidente que tiene la pasta—. Se puede ir andando a la playa.

—¿Se alquila todo el año? —pregunta Clare, sonriendo. Sabe lo pejiguero que es.

—Cubres gastos en verano. Setenta y cinco a la semana el año pasado. Yo me llevo el quince por ciento, me ocupo del mantenimiento con mis operarios. Lo que se revalorice es para ti. En verano puedes sacarte siete, antes de pagar impuestos y seguros. En realidad has de tener tres o cuatro para que salga rentable.

Y tienes que sacarte el corazón de la cartera. Y el verano pasado no ha sido tan bueno. Y a Estelle no le gustará. Clare probablemente no está preparado para todo eso.

—Eso suponiendo que no te demande algún cabrón de mierda —dice desde la cámara de eco de su furgoneta.

Quizás me haya oído decir algo que no he dicho. Pero ha recobrado su aire de autoridad y tiene el ceño fruncido, aunque no se fija en mí, sino que mira por el parabrisas hacia la NJ 35, al final de Cormorant Court.

—Siempre existe esa posibilidad —admito con una cómica sonrisa de complicidad.

—Cabrones aprovechados.

No es inconcebible que los dos divorcios de Clare le hayan dejado un mal sabor de boca con respecto a la profesión jurídica. Sacude la cabeza ante un mal recuerdo sin vengar. Todos hemos pasado por eso. No es algo digno de compartir en la víspera del Día de Acción de Gracias. Intento acordarme de algún buen chiste de abogados, pero no hay ninguno.

—Veo que has votado a Gore. El chivo expiatorio.

Está mirando la pegatina de ¿BUSH? ¿POR QUÉ? que llevo en el guardabarros.

—Exacto.

—Yo no he podido votar a Bush —declara, mirando al frente sin inmutarse—. Voté a su padre. Ahora estamos en un brete. ¿No te parece?

—Me parece que sí.

—Que Dios nos ampare —dice Clare, con aire confuso por primera vez.

—Dudo que lo haga, Clare. ¿Has organizado un Día de Acción de Gracias como es debido?

Estoy deseando marcharme. Pero quiero despedirme de Clare, el republicano redimido, con el cálido deseo de que pase buenas fiestas.

—Sí. Los chicos. La hermana de Estelle. Mi madre. El clan.

Me alegro de saber que Clare tiene madre y va a su casa a pasar las fiestas.

—Eso es estupendo.

—¿Y tú?

Clare mete una marcha, la furgoneta da un pequeño salto hacia delante.

—Sí. Todo el clan. Procuramos estar en contacto —explico sonriendo.

—Claro —dice Clare, asintiendo con la cabeza.

No me ha oído bien. Se dirige despacio hacia la 35, para acometer el largo camino de vuelta a Parsippany.