8

Esta mañana, a las diez y cuarto, he de enseñar una casa, en el 61 de Surf Road, y después, a las doce y media, tengo una cita en Asbury Park, organizada hace varias semanas, con Wade Arsenault, amigo mío de años atrás, para asistir a la voladura de un hotel: el elegante y viejo Queen Regent Arms, vestigio de los señoriales mastodontes de los años veinte, rindiéndose al fin a las fuerzas del progreso (un bloque de pisos de lujo). Wade y yo hemos presenciado otras dos voladuras este otoño, en Ventnor y en Camden, y los dos lo pasamos bien, aunque por motivos distintos. A Wade, creo yo, simplemente le gustan las grandes explosiones y la subsiguiente devastación controlada. En su juventud estudió ingeniería, y ver cómo las cosas vuelan por los aires es su forma de acostumbrarse al hecho de que ya tiene ochenta y tantos años, reforzando su creencia de que el pasado se derrumba y que mirar de frente a la destrucción es el principal requisito para vivir nuestro sino hasta el final (ésa es la altura espiritual que alcanzan los ingenieros). Por otro lado, a mí me produce gran satisfacción la idea de una sucesión ordenada que manifieste nuestra universal necesidad de seguir adaptándonos a las circunstancias a lo largo del tiempo, enseñanza de la cual el cáncer es maestro, aunque puede que mis motivos no sean en definitiva muy diferentes de los de Wade. En todo caso, la cita con Wade genera un interesante e insólito polo de actividad en el curso de mi jornada, que le da forma y contenido pero sin dejarme agotado, dado que al final necesitaré fuerzas para vérmelas con Paul. (El orden del día que mejor estructura la vida es, por supuesto, el profesional, y las jornadas de trabajo son siempre preferibles a los fines de semana, sin duda mucho mejores que las vacías y espeluznantes vacaciones que todos los norteamericanos afirman ansiar; pero yo no, ya que esos días pueden resultar interminables, proclives a la angustia y a cosas peores).

Esta mañana, sin embargo, ha estado cargadita de acontecimientos. En pie y vestido a las ocho y media, he pasado una provechosa media hora en el despacho repasando el folleto descriptivo de la propiedad de Surf Road, después de lo cual he hojeado el Asbury Press, mirando las ofertas de venta «sin intermediario», las subastas públicas, la sección de «Recién llegados» y «Necrológicas», todo lo cual puede resultar fructífero, aunque a veces sea desalentador. El Press informaba del accidente del autocar de excursionistas que Mike y yo vimos ayer: tres vidas «eclipsadas», chinoamericanas que iban de excursión a jugar a Atlantic City y trabajaban en un restaurante de Gotham, en Canal Street. Había más víctimas, pero sólo heridos.

El Press informaba también de que el presunto (y taimado) aspirante a vicepresidente de los republicanos ha sufrido un leve ataque al corazón, y en la misma página, un poco más abajo, que el artefacto que hizo explosión en Haddam Doctors se cobró la vida de un guarda de seguridad llamado Natherial Lewis, de cuarenta y ocho años: lo que me sobresaltó. Natherial es o era tío del joven Lewis el Scooter, que ayer condujo a Ernie McAuliffe a su última morada y que entonces no debía de saber nada de su propia pérdida, aunque hoy pensará en la muerte bajo una nueva realidad. Conocí a Natherial en su juventud. Varias veces, cuando estaba en Lauren-Schwindell, lo contraté para recuperar díscolos carteles de SE VENDE después de que en Halloween los bromistas los hubieran arrancado de los jardines y colocado frente a la iglesia o los edificios de apartamentos donde vivían sus padres divorciados. A Nate siempre le pareció divertido. Encargaré unas flores a Lloyd Mangum, que estará supervisando el servicio. En el fondo, Nueva Jersey no es tan grande.

Cuando levanté la vista del periódico, sin embargo, y miré por la ventana —mi despacho da al frente, a Poincinet Road, hacia el parque estatal donde termina la Route 35 y se ven algunos comercios de temporada (un restaurante de pescado, la cafetería Sinker Swim)—, empecé a recordar algo que Clarissa dijo en el paseo por la playa después de Halloween: que se sentía extrañamente aislada de los acontecimientos actuales. Lo que, como he dicho antes, también me sucede a mí. Todas las noches veo la CNN, pero después nunca pienso mucho en lo que acabo de ver; ni siquiera en las elecciones, por estúpido que parezca. Me ha dado por detestar casi todos los deportes que antes me encantaban; desgaste que atribuyo a haber visto las mismas cosas una y otra vez en demasiadas ocasiones. Sólo historias del corredor de la muerte y combates de sumo (narrados en japonés) me mantienen más de diez minutos delante de la tele. En la mesilla de noche, como ya he dicho, tengo un montón de novelas y biografías de las que he leído las treinta primeras páginas pero de las que no puedo decir mucho. Hace un par de semanas, decidí escribir una carta al presidente Clinton —la contraria a la de Marguerite— para detallarle el lamentable estado de los asuntos nacionales (culpa suya en buena parte), sugiriéndole que nacionalizara la Guardia y protegiera el futuro de la República en lo que se refería al «fraudulento estado de Florida». Pero no la terminé y la guardé en un cajón, pues me parecía obra de un maniático que seguramente me valdría la visita del FBI.

Pero lo que me estaba preguntando, sentado frente a mi escritorio con un ejemplar del Asbury Press, mirando por la ventana, era… una especie de pequeña revelación: ¿Acaso no siento yo lo mismo que muchos otros seres humanos sienten continuamente pero a lo que no prestan atención? ¿Personas que no tienen que hacerse preocupantes pruebas de seguimiento el miércoles siguiente, ciudadanos con su sentido cívico alerta, miembros de comités de acción política, capullos que no han perdido a sus mujeres por un recuerdo de amor perdido? Y si era así, ¿tenía yo alguna excusa para sentirme aislado? Y al final de esa abstracción, saqué la carta medio escrita al presidente y la tiré a la papelera prometiéndome escribir otra mejor, pensando en plantear interrogantes más constructivos; de ese modo no resultaría tan maniático y quejica, y haría lo que todos debemos hacer para demostrar que somos responsables y ponemos empeño en mejorar las cosas.

Antes de salir para Surf Road tenía que contestar a varias llamadas. Una de la gente de Eat No Evil de Mantoloking, que deseaba saber si quería pan sin sal y sin gluten en el relleno del pavo, o si me parecía bien el de trigo ecológico normal de Saskatchewan. ¿Y podían venir a las dos menos cuarto en vez de a las dos? Otra era de Wade, nervioso, que llamaba para asegurarse de que habíamos quedado en el Fuddruckers de la salida 102 de Parkway a las doce y media, y decirme que se traía un sándwich para almorzar durante la demolición del Queen Regent (ésa no necesitaba respuesta). Había otra, que tampoco contesté, de Mike, disculpándose de «su comportamiento nada ejemplar» de anoche, cuando incurrió en «un discurso sin sentido» —cosa que desde luego hizo— y acusándose de ambicioso, lo que tomé por una señal de que iba a decir que no al italianucho de Montmorency y de que seguiría siendo mi empleado de confianza y vendiendo casas a espuertas.

La cuarta llamada, sin embargo, era de Ann, y me produjo un retumbante y pavoroso sonido en el pecho pues implicaba ciertas suposiciones que no asumo pero que al término de una larga y fatigosa jornada quizás diera la impresión de aceptar.

—Es más fácil dejarte este recado que decírtelo a la cara, Frank. —Mi nombre otra vez. Hace años, cuando estábamos casados, Ann solía llamarme «Cariñito» delante de la gente, cosa que me molestaba, y luego, por motivos enteramente personales, pasó a llamarme «Bocazas», antes de que «Capullo» ganara finalmente la partida—. No tenía pensado decirte nada de lo que te he dicho esta noche. Simplemente me salió. Pero me sigue pareciendo bien. Te quedaste enteramente perplejo. Seguro que te asusté, y lo siento. Desde luego no debo ir a comer el Día de Acción de Gracias. Fuiste muy amable al invitarme. Has estado muy bien esta tarde, a propósito, no recuerdo que nunca te hayas portado así de bien; conmigo, por lo menos. —Por lo visto, el cáncer me sienta bien—. Charley sabía lo buena persona que eres, y lo decía, aunque a ti no, probablemente. —Desde luego que no—. Siempre fue de la opinión de que yo habría sido más feliz si hubiera seguido contigo en vez de casarme con él. Pero no es posible calibrar bien las cosas de antemano, supongo. Nuestros actos sufren la influencia de muchos factores que solemos ignorar, ¿no te parece? No es de extrañar que todos estemos un poco jodidos, como dicen en Grosse Pointe. De todos modos, la idea de que las cosas obedecen a causas subyacentes ha empezado a angustiarme. No te he dicho que pensé en asistir al seminario cuando Charley murió, ¿verdad? Probablemente por eso volví aquí. Luego llegué a la conclusión de que la religión era como las causas subyacentes, algo que está oculto y debe considerarse todo el tiempo como un secreto. Y yo…

Clic. Se acabó el tiempo.

Me quedé sentado frente al escritorio, intentando decidir si quería escuchar el resto, que me esperaba en el mensaje número cinco. En general, solemos expresar lo esencial de lo que queremos decir justo al empezar, para luego pasarnos una eternidad calificando, contradiciendo, puliendo o retirando cosas importantes. Rara vez se pierde uno algo cortando a la gente al cabo de dos frases. La perorata de Ann sobre lo mucho que no sabemos de nada está relacionada temáticamente con la elemental percepción de Mike Mahoney de anoche en el puente de Barnegat de que vivimos en casas que no elegimos sino que nos eligen a nosotros porque están construidas según especificaciones ajenas, que todos adoptamos con mucho gusto, lo cual indica hasta dónde llega el absurdo. Cada uno de nosotros tiene la gravedad específica de un avión de papel de arroz que, arrojado desde lo más alto del Empire State Building, planea de maravilla antes de perderse en el olvido. Otro ejemplo de discurso contrario a la virtud. A lo mejor Ann está haciendo alguna incursión en las religiones orientales, ahora que su vieja línea de luteranismo reformista ha dejado de servirle de escudo.

Pero nuestras ex mujeres siempre albergan secretos sobre nosotros que las hacen irresistibles. Hasta que, como es natural, recordamos quiénes son y lo que hicimos y por qué ya no estamos casados con ellas. Quinto mensaje:

—Bueno, cariño, voy a terminar con esto. Siento que sea tan largo el mensaje. Me he tomado una copa de sauvignon blanc de Nueva Zelanda. —Los mensajes largos exigen pero no permiten respuesta, y por eso no tienen perdón—. Sólo quiero decir que no puedo superar el largo tránsito que todos hacemos en la vida.

Y lo más raro es que nunca sabremos que la vida consiste en eso, ¿verdad? —No—. Ni ciencia, ni tecnología, ni misticismo ni religión. Ya no busco causas subyacentes. Ahora quiero cosas evidentes. Cuando te he visto esta tarde, al principio era como mirar por la ventanilla de un avión y ver cómo pasa otro. Lo ves, pero en realidad no puedes apreciar la distancia que te separa de él, aparte de que está muy lejos. Pero al final, te has acercado mucho. Por primera vez en mucho tiempo te has portado bien, como te he dicho en mi anterior mensaje, o a lo mejor te lo dije en el instituto. En cualquier caso, se me ha ocurrido una última cosa, y luego me voy a la cama. ¿Te acuerdas una vez que te llevaste a los chicos cuando eran pequeños a ver un partido de béisbol? En Filadelfia, creo. Charley y yo estábamos a bordo de su barco, por algún sitio, y te los llevaste allí. Y un bateador, creo, dio a una bola que llegó hasta ti. Seguro que te acuerdas de eso, cariño. Y Paul dijo que tú simplemente levantaste el brazo y la cogiste con la mano. Dijo que todos los de alrededor se pusieron en pie y te aplaudieron, y que luego se te hinchó mucho la mano. Pero añadió que estabas muy contento. Que no dejabas de sonreír, dijo. Y cuando me lo contó, pensé: Ése es el hombre con quien creí haberme casado. No porque fueras capaz de atrapar una pelota, sino porque no necesitabas más que eso para ser dichoso. Me di cuenta de que cuando me casé contigo creía que podía hacerte feliz de esa manera. Lo creía de verdad. Las cosas te hacían feliz por entonces. Me parece que le diste la pelota a Paul. La guardó en algún sitio. Así que, bueno. La vida da muchas vueltas. Ya lo he dicho. Estará bien ver a Paul mañana; al menos eso espero. Buenas noches.

Clic.

—Y además es cierto…

Dije esas palabras directamente al auricular, sin nadie al otro extremo, mis dedos tocando el pisapapeles de cristal del premio a mejor agente inmobiliario del año de mis primeros tiempos en Haddam. Estaba sujetando unas cartas sin abrir, junto al teléfono.

—… Y además es cierto —ahí dejé de hablar con nadie— que invocamos causas y efectos subyacentes basados en lo que queremos que sean esas causas. Y así es como solemos joder las cosas.

Pero en cualquier caso, Ann habría hecho mejor casándose conmigo precisamente porque era capaz de atrapar una bola baja con la mano, y dejando luego que esa destreza varonil, tan simple y espléndida, se convirtiera en el punto álgido de mi vida —al cual debería ajustar mi existencia entera— ¡en vez de pretender que podía hacerme feliz! Feliz como fui aquel día en el estadio Vet cuando «Hawk» Dawson se quitó la gorra roja con su «C» para descubrirse ante mí, y todo el mundo me vitoreó y yo prácticamente rompí a llorar…, eso es algo que no puedes patentar. Sólo un brillante momento de gloria que desapareció al instante. Mientras que la vida, la vida real, es diferente y no puede siquiera apreciarse con un simple «feliz», sino sólo en términos de «Sí, me lo llevo todo», o «No, creo que no». Decir que alguien es feliz, como afirmaba mi pobre padre, es una tontería. Feliz es el payaso del circo, una teleserie, una tarjeta de felicitación. La vida, sin embargo…, la vida es algo más duro. Pero también mejor. Mucho mejor. En serio.

Había una sexta llamada. De mi hijo Paul Bascombe, desde la carretera, que me decía que «Jill» y él no llegarían por la noche —anoche— debido a que se había encontrado con «los coletazos de una intensa precipitación de nieve sobre los lagos» que «tiene a Buffalo paralizado hasta la frontera occidental de Pensilvania». Tenían «la esperanza de seguir viaje hasta más allá de Valley Forge». Había marcadas pausas entre las frases —«tiene a Buffalo paralizado», «intensa precipitación de nieve sobre los lagos», «frontera occidental de Pensilvania»— para denotar lo histérico de la situación y dar más tiempo para saborearla. Decía que habían estado «a punto de meterse en una pensión en Hershey». Los había invitado a que se quedaran aquí, pero a Paul no le gusta mi casa y me alegro de que así sea. Tengo la sensación, desde luego, de que nos reserva una sorpresa. Hay algo en su jerigonza y en esa voz que pone por teléfono, con el acento plano, sin matices, propio de Kansas City y la región central, que no me gusta nada, porque implica demasiado esfuerzo por parecer un tío normal con mucha seguridad en sí mismo. No he renunciado a la idea de que las cosas «salgan bien» en general, ni a que mis hijos «encajen», pero también me gustaría que ambos pensaran que eso ya ha ocurrido. Casi esperaba que Paul me dijera que se quedaría a «descansar en la Ciudad del Amor Fraterno», pero como no podría haber reprimido una carcajada, habría echado a perder el chiste.

Hace nueve años, cuando era un insólito y atrasado alumno de último curso en el Instituto de Haddam —era durante los dos años en que Charley, el marido de Ann, tuvo su primer y cruel encuentro con el cáncer de colon y Ann sencillamente no podía ocuparse de nuestros hijos—, Paul vivía conmigo en la casa de Cleveland Street donde había vivido de pequeño, la que compré a Ann cuando se marchó de Haddam y se casó con Charley, y desde luego la misma donde ella vive ahora. Era la época en que Ann —por algunas buenas razones— creía que Paul podría tener el trastorno autista de Asperger y me estaba obligando, con grandes gastos, a llevarlo a Hopkins para que le hicieran exámenes neurológicos. Se los hicieron y no tenía ni el síndrome de Asperger ni ninguna otra cosa. El médico de Hopkins dijo que Paul era de carácter «asistemáticamente antagonista» y que probablemente sería así toda la vida, que eso no tenía nada malo, y no había nada que yo pudiera o debiera hacer, y además mucha gente interesante, e incluso famosa, tenía la misma tendencia. Nombró a Winston Churchill, Bing Crosby, Gertrude Stein y Thomas Carlyle, asociación que no parecía augurar nada bueno. Aunque resultaba divertido pensar que los cuatro estuvieran escribiendo tarjetas de felicitación en Kansas City.

El día de aquellos relativamente idílicos tiempos que recuerdo con mayor emoción fue un sábado, una soleada tarde de primavera. En Haddam habían florecido las forsitias y azaleas. Yo había estado en el jardín, recogiendo las húmedas hojas muertas que se me habían escapado en el otoño. Mi hijo tenía pocos amigos y los fines de semana se quedaba en casa, ensayando su ventriloquia y tratando de que su muñeco —Otto— hablara, pusiera los abultados ojos en blanco, hiciera muecas, agitara las acrílicas cejas cuando Paul, el personaje serio de la cómica pareja, dijera algo en concreto y hubiera que dejarlo en ridículo. Cuando entré al salón, mi hijo estaba sentado en la butaca de madera en la que solía practicar. Tenía un aspecto horroroso, como de costumbre: vaqueros amplios, camiseta desgarrada, pelo largo, estropeado y teñido de azul. Otto estaba encaramado en su rodilla, la mano izquierda de Paul oculta en sus complejas entrañas. Otto tenía el rostro de madera de roble —inalterablemente asustado, de mejillas como manzanas— vuelto hacia un lado, de modo que los dos miraban por la ventana al Dodge Alero que mi vecino, Skip McPherson, estaba lavando en la calle frente a su casa.

Yo siempre intentaba decirle cosas amables y sugerentes para dar la impresión de padre afectuoso que compartía con su hijo cosas sólo conocidas por ellos dos; y puede que fuera cierto. A veces eran bromas a costa del muñeco de madera: «¿Te duele la pata de palo?». «No te andes por las ramas». «Ya es hora de echar raíces». Era una estrategia que no fallaba. Descubrí que nos ofrecía al menos una posibilidad de comunicación rudimentaria. No había muchas más.

La cabeza de idiota de Otto había girado en redondo para mirarme cuando entré en el salón, pero Paul mantenía la vista completamente fija en Skip McPherson. El atuendo de Otto consistía en una casaca a cuadros azules y blancos, un pañuelo de cuello amarillo, pantalones caídos de color marrón y unos rizos de brillante «pelo» amarillento, sobre el cual llevaba un tambaleante sombrerito verde. Parecía un apostador borracho en un canódromo de segunda categoría. Paul lo había comprado en Gotham, en la liquidación de una tienda de objetos de broma.

—Ya he decidido lo que quiero ser —declaró, mirando a propósito a otro lado—. El hombre invisible. Ya sabes. Se quita las vendas y desaparece. Sería fenómeno.

Otto miró atentamente a Paul, enarcó un par de veces las cejas, y luego se volvió hacia mí. Mi hijo solía decir cosas penosas simplemente para ser, eso, antagonista, y normalmente ni sabía ni le importaba lo que decía o pronosticaba.

—Parece un estado más bien inmutable —observé, sentándome al borde del sillón con demasiado relleno donde solía leer el periódico por la noche. Otto me miraba fijamente, como escuchando con atención—. Sólo tienes diecisiete años. Cabría decir que eres un recién llegado.

Otto giró en redondo la cabeza y guiñó los saltones ojos azules, como si hubiera dicho algo ofensivo.

—Puedo actuar por medio de Otto —dijo Paul, sin desviar la vista de Skip, que estaba restregando los embellecedores—. Sería perfecto. La ventriloquia adquiere su mejor sentido cuando el ventrílocuo es invisible, ¿sabes?

—Vale —dije. Puede que alguien lo hubiera interpretado como un «grito de auxilio», una señal de advertencia contra una posible depresión, un estallido antisocial en perspectiva. Pero yo no. Chorradas de adolescente para confundirme, eso pensé. Paul ha aplicado ese instinto a la industria de las tarjetas de felicitación—. Suena fenomenal.

—Es fenomenal, y además es verdad —afirmó, volviéndose a mirarme con el ceño fruncido.

—Verdad. Vale. Verdad.

—Feno y verdá —dijo Otto en un chirriante falsete parecido al de Paul, aunque no vi cómo movía los labios ni su contenido regocijo—. Feno y verdá, feno y verdá, feno y verdá.

Eso es todo lo que recuerdo del episodio, aunque no pensé en ello en aquel momento, en 1991. Pero probablemente sea algo que un padre no puede olvidar, algo que incluso le haga sentir cierta culpa, y quizás haya sido así en mi caso durante un tiempo, aunque no mucho. Lo tengo también presente en la memoria porque me recuerda a Paul de la manera más gráfica, su forma de ser cuando era un muchacho, y me hace pensar, como sólo un padre lo haría, en el latente progreso encerrado incluso en nuestros aparentes fracasos. Cabría decir ahora de Paul que, por sus propios medios, ha conseguido lo que quería: ser invisible a voluntad, y puede que haya recorrido un buen trecho en el camino a la felicidad.

Al galán de Clarissa, el tío del Healey 1000 de New Hampshire, estoy obligado lamentablemente a conocerlo cuando bajo a la cocina, con ánimo de desayunar algo y largarme enseguida. Me he quedado a propósito en el despacho, esperando que los tortolitos se aburrieran de esperar al «papá» y salieran a dar un paseo por la playa o a pasar frío en el Healey de camino a un masaje shiatsu en Mantoloking. Que me lo presentara luego. Pero cuando he bajado, con el folleto descriptivo de la casa de Surf Road, a tomar una rápida taza de café y algo para mojar, me he encontrado con Clarissa. Y Thom. (Algo así: «Hola, Frank, éste es mi amigo Thom» —la ortografía me la invento—, «con quien me he pasado la noche follando como loca en tu habitación de invitados, tanto si te parece bien como si no». Sólo que esta última parte no la dijo).

Están el uno al lado del otro, en una postura indolente, aunque un tanto teatral, y con aire abstraído, sentados a la mesa de cristal, precisamente donde Sally me anunció en mayo pasado la mala nueva. Clarissa lleva unos calzoncillos de hombre rojos y verdes y una deshilachada chaqueta de pijama azul —mío— de los almacenes Brooks Brothers. Su pelo corto está revuelto, no lleva sus lentes de contacto, tiene las mejillas pálidas, y apoya los pies descalzos, de largos dedos, en las piernas de Thom mientras examina un catálogo de Orvis.[56] (Ausente todo indicio de «relación comprometida» con otra mujer. Paf. Todo pasa muy deprisa para mí; lo que no es nada nuevo, supongo).

Thom lee con el ceño resueltamente fruncido un ejemplar de lo que parece Foreign Affairs (abultado, papel grueso, color crema, etc.) y alza la vista con una tenue sonrisa cuando mi identidad paterna es anunciada (en mi propia cocina). Tengo intención de expresar únicamente los sentimientos más cuidadosamente elaborados, neutros y herméticamente triviales, y los menos posibles, además, por miedo a decir cosas enteramente inconvenientes, que pondrían en la afilada lengua de mi hija tremendas palabras capaces de lacerarme el entendimiento y también el corazón.

Sólo que Thom es mayor: ¡ya no cumple los cuarenta y seis!

Y aun deambulando a tropezones por mi cocina como el huésped de una pensión y atreviéndome apenas a mirar de frente sus ojos oscuros —mi documentación sobre la casa en venta es lo único que tengo para agarrarme—, sé que ese personaje es un indeseable. Y lleva grabada la palabra PELIGRO en mayúsculas de imprenta. Clarissa ha tenido cuidado en no mencionar gran cosa sobre él estos últimos días, sólo que «da clases» de terapia ecuestre a niños con síndrome de Down en un «centro holístico bastante famoso» de Manchester, donde ella presta servicio voluntario una vez a la semana cuando no trabaja en mi oficina. Procura que ignore sus antecedentes para que no sea objeto de mis comentarios. Al parecer, «el asunto» aún estaba muy en el aire, y no necesitaba —ahí entraban los compartimentos interconectados frente a la activa vida social que yo indiscutiblemente llevaba— las opiniones ajenas (la mía, la de su madre) para complicarle aún más la vida. Todo eso me ha venido a la cabeza en la cocina de mi casa nada más ver su expresión de amenaza y lasitud poscoital.

Thom, sin embargo… Thom no es ningún misterio. A Thom ya lo conozco, como lo conocen todos los hombres —los padres, principalmente—, y es odioso.

Alto y delgado, de músculos alargados y ojos grandes, piel suave y aceitunada, licenciado en Amherst o Wesleyan: estudió sánscrito e historia de la ciencia, hizo investigaciones sobre el genocidio, practicó la natación y el remo hasta que descubrió los libros; nació «en el extranjero» de padres de distintos orígenes (judío y navajo, francés y bereber: lo que dé unos ojos gris oscuro, vello sedoso y negro en el dorso de la mano y los antebrazos); voz grave y melosa que parece hecha de lujoso fieltro; profundamente «serio» pero sorprendentemente divertido, con una timidez enternecedora en los momentos más inesperados (no durante el coito); toca un instrumento de cuerda medieval, del cual sólo existen diez ejemplares en el mundo; juega al go como un maestro, una vez estuvo casado con una chilena y tiene un hijo adolescente en Montreal con el que está muy unido pero al que ve rara vez. Trabajó en Ghana con el Friends Service, dio clases en escuelas experimentales (no en Montessori), construyó un queche y navegó con él hasta Bretaña, lleva una especie de sandalias persas, una ajorca de cobre en el tobillo, camiseta de seda negra que sugiere un bronceado de cuerpo entero, pantalones cortos verdes que descubren un mordisco de tiburón de quién sabe qué mar en la cara interna del muslo, y siempre huele a ebanistería fina. Ahora está en el Centro Ecuestre gracias a un «despertar» en la Marcha hacia el Sol, lo que indica que aún tiene que cumplir plenamente una «promesa». Y como se ha criado con caballos en el norte de Florida, Buenos Aires o Viena, y como su hermana pequeña tiene Down, quizás le quede tiempo todavía para «hacer el bien» en caso de que encuentre el sitio adecuado: Manchester, en Nueva Jersey.

Y, ah, sí; de paso, también quería hacer el bien con ciertas hijas y señoras casadas. Con Clarissa. Mi Clarissa. Mi premio gordo. Mi salvavidas. Mi inocente niña nada inocente. Que hacía el número 1001.

Si hubiera tenido una pistola en la mano en vez de un manojo de papeles sobre casas en venta, le habría metido un balazo en el pecho en aquel alegre ambiente suyo de rosquillas con queso fresco y huevos con panceta ahumada, esperando que se derrumbara sobre su Foreign Affairs para luego sacarlo a rastras hasta la playa y dejarlo de pasto para las gaviotas. (Desde que tengo cáncer, he elaborado una impresionante lista de gente para «llevarme conmigo» cuando las cosas cobren un carácter irreversible en el gobierno, cosa que pronto sucederá. Si sobrevivo a la lluvia de balas, pasaré felizmente el resto de mis días en una prisión federal con libros para leer, tres comidas como es debido, y televisión restringida en el ala de los mayores. Cabe imaginar a quién me dirigiría primero. Thom es la más reciente incorporación a la lista).

—… Éste es mi padre, Frank Bascombe —murmura Clarissa, la cabeza inclinada sobre el catálogo de Orvis. Retira con toda naturalidad el pie descalzo de las piernas de Thom, se rasca con ganas el dedo gordo, y luego, con aire ausente, se pasa suavemente el dedo por la diminuta cicatriz roja que le ha dejado el diamante incrustado en la nariz. Tienen frente a ellos los platos del desayuno: rosquillas, cruasanes, montoncitos de mantequilla derretida, un tazón de cereales flotando en una espuma grisácea de algún producto lácteo.

Tiendo falsamente la mano por delante de Clarissa.

—¡Qué tal! —digo. Gran sonrisa.

—Thom Van Ronk, señor. —Thom alza bruscamente la vista de Foreign Affairs, sonríe ahora abiertamente. Me estrecha la mano sin levantarse. Van Ronk. No es bereber, sino un pérfido valón. Clarissa tendría que haber sido más lista.

—¿Qué se cuece en Foreign Affairs, Thom? —le pregunto—. ¿Los británicos siguen sin adoptar el euro? ¿Los rusos acostumbrándose a la economía de mercado? ¿La matanza de turno que requiere interpretación?

Sonrío para que sepa que lo odio. Entre los que le conocen, no hay uno que no lo odie; salvo mi hija, a quien no le gusta mi tono de voz y alza la vista de las botas de senderismo Gore-Tex para fulminarme con una mirada que me promete posteriores y complejos castigos. Habrán merecido la pena.

—Tu hijo, alias mi hermano, ya nos ha hecho una visita esta mañana —anuncia Clarissa, volviendo a apoyar mullidamente el talón en el paquete genital de Thom, mientras él encuentra de nuevo su lugar entre los importantes elementos informativos de su lectura.

Parecen conocerse desde hace un año. A lo mejor ya están al borde de esa especie de familiaridad que conduce al aburrimiento: como una bola de acero buscando el fondo del océano. Eso espero. Aunque ninguna de mis mujeres me ha puesto nunca el pie en el paquete mientras manoseaba las migas del desayuno. En Harvard, probablemente hay una asignatura de esto en el programa de extensión universitaria sobre salud mental: Protocolo para la mañana siguiente: Qué hacer, Qué evitar, Qué es mejor no hacer.

—Se ha portado, sorpresa, sorpresa, de una manera muy rara. —Lanza una aburrida mirada a la playa, donde la policía costera interpela a unos adolescentes de la localidad que están de vacaciones—. Aunque él no es tan raro como su novia. La señorita Jill.

Mira a los chicos con el ceño fruncido, cuatro en total, con la cabeza rapada, grietas en el fondillo de los vaqueros, largas camisetas de los Jets y los Redskins. Dos policías enormes, descomunales, sin gorra y con pantalones cortos obligan a los chicos a ponerse uno junto a otro y a volverse los bolsillos a lo largo del Isuzu blanco y negro. Todos se ríen.

Clarissa, supongo, está reflexionando sobre el hecho de que la simple mención de su hermano suscita en ella un vocabulario adolescente pasado de moda diez años atrás, cuando Paul estaba «totalmente fuera de onda, era estrafalario más allá de lo patético, profundamente asqueroso y raro», etcétera. Es lo bastante sutil como para que le traiga sin cuidado, únicamente constata el hecho. Su extraño hermano y ella mantienen una innata détente, no abiertamente agresiva de la que ella no quiere hablar. Paul la admira y está profundamente enamorado de ella por ser una chica fascinante y (antigua) lesbiana y por ganarle en cuestión de comportamiento transgresor, que siempre había sido su especialidad. (Estoy seguro de que estará encantado de haber conocido a Thom). Clarissa le reconoce el derecho a ser un insignificante capullo de los estados centrales, redactor de tarjetas de felicitación e hincha de los Chiefs, una persona con la que nunca tendría nada que ver de no ser su hermano. Es posible que estén en contacto por correo electrónico para transmitirse información sobre su madre y yo, aunque no sé cuándo se vieron por última vez, ni si Clarissa puede ser amable con él en persona. Se supone que los padres han de saber esas cosas. Pero yo no.

Aunque también hay una antigua sombra que enturbia sus lazos fraternos. Cuando Paul tenía diecisiete años y Clarissa quince, Paul, en un acceso de confusión, por lo visto «sugirió» —no sé cómo— que Clarissa y él se dieran un revolcón para «ver cómo era la cosa», lo que prácticamente acabó con su relación de hermanos. Siempre cabe la posibilidad de que Paul estuviera de broma. Sin embargo, hace tres años, Clarissa y Cookie llamaron a Paul —que luego se lo contó a su madre— para invitarlo a Maine, le enviaron un billete hasta Bangor, lo llevaron en autobús a Pretty Marsh, y luego lo obligaron a dormir en una cabaña helada y a soportar un interrogatorio sobre fechorías con respecto a las cuales no iba a entrar en detalles («las habituales gilipolleces entre hermano y hermana»), aunque estaba claro que era por haber intentado que Clarissa hiciera ñaca ñaca con él cuando era menor de edad y encima su hermana. Paul afirmó que las dos mujeres se comportaron como bestias. Le dijeron que debía avergonzarse de sí mismo, que debía buscar asistencia psicológica, que posiblemente era homosexual, no se comportaba como un hombre, tenía problemas de autoestima, no sería sorprendente que padeciera de onanismo compulsivo y eyaculación precoz: lo que las hermanas piensan normalmente de sus hermanos. Contó a Ann que acabó rindiéndose (sin admitir específicamente ante qué) cuando le dijeron que en el fondo la culpa no era suya, sino de Ann y mía, y que les daba lástima. Luego las dos le dieron un abrazo que, según él, terminó de volverlo loco. Pasaron el resto de la tarde con Paul enseñándoles algunas de sus divertidas tarjetas «sabiondas» —las frases que escribe para Hallmark en Kansas City— y riéndose a carcajadas por tonterías antes de sentarse a cenar una gran langosta. Volvió a su casa al día siguiente.

—¿Qué pasa con Jill? —pregunté.

—Pueees…

Clarissa me lanza una mirada de apreciación con las cejas enarcadas. No ve bien sin las lentes de contacto.

Thom alza la cabeza bruscamente, sonríe, enseñando unos incisivos enormes, parpadea y pregunta:

—¿Qué? Lo siento. No estaba escuchando.

—¿No te ha dicho Paul que sólo tiene una mano? Bueno, no le pasa nada. Puede que se quieran mucho. No es ningún inconveniente, claro. Está bien. No hay problema.

—¿Sólo una mano? —pregunto.

—La izquierda —informa Clarissa, mordisqueándose la comisura de la boca—. O sea, que es diestra, por decirlo así.

—¿Cómo la perdió?

Yo tengo las dos mías. Todas las personas que conozco tienen dos. Naturalmente sé que a la gente le pasan esas cosas, es normal. No debería causar estupor el hecho de que Paul tenga amores con una chica manca. Pero así es. (Nunca hay que pensar que ya nada puede sorprendernos. Hay multitud de cosas).

—No hemos entrado en eso. —Clarissa sacude la cabeza, el pie metido a plena vista en el departamento viril de Thom—. Supongo que se conocieron por Internet. Pero en realidad ella trabaja donde él, en el sitio ése, como se llame. La empresa de tarjetas postales.

(Sabe cómo se llama).

—A lo mejor trabaja —sugiero— en la sección de las tarjetas de condolencia.

Clarissa me dirige una sonrisa poco amistosa acompañada de una larga mirada que significa que no hago más que decir lo que no debo.

—Mucha gente que escribe tarjetas de condolencia tiene alguna discapacidad. Nos lo ha dicho ella, sin venir a cuento. Han estado poco tiempo. Creo que quiere darte una sorpresa —concluye, apretando los labios y volviendo a su catálogo de Orvis.

Clarissa, que es mi único aliado terrenal, si se siente provocada delante de Thom, saltará en defensa de Paul y de la manca Jill por cualquier cosa inadecuada que manifieste con mi lenguaje corporal o expresión facial, por no hablar de mis palabras propiamente dichas. No importa que a ella le parezca lo más raro del mundo. Paul es capaz de contratar a una actriz para volvernos turulatos. Está en su campo de acción. Otto con faldas.

—Han dicho que iban a «buscar un motel». —Clarissa habla ahora en un tono sarcástico de lo más natural porque así es como quiere mostrarse; pero a mí no me sale—. Van a cenar a casa de Ann. —Aquí sólo hay nombres propios. No quiero anunciarle que he invitado a su madre a venir el Día de Acción de Gracias para que ella me diga que es una idea de lo más insensato—. Sorpresas por doquier. Esa chica va a flipar.

Clarissa esboza una sonrisa absolutamente espléndida que dice: ojalá esté delante para verlo. Noto que las palabras no abundan demasiado.

—Muy bien —digo.

—A propósito, nosotros nos vamos a Atlantic City —anuncia ahora, alargando el brazo y poniendo la mano en el hombro encamisetado de Thom mientras pone los ojos en blanco (en broma). Thom parece confuso: tantas cosas ocurriendo en una sola familia y en tan poco espacio de tiempo sin que él constituya el centro de atención—. Volveremos por la mañana. Voy a probar suerte en la ruleta.

Más revolcones, esta vez en el Trump. Da unas palmaditas en el moreno y musculoso muslo de Thom, allí donde le dio el mordisco el tiburón o de cuando rapeló por la cara del Monte equis. A lo mejor ven a los Calderón en el bufé gratis para los jugadores empedernidos.

—Bueno, entonces voy a ver si vendo una casa —digo, sonriendo con poca sinceridad.

—Ah, vaya, ¿se dedica a eso? —me pregunta Thom, pestañeando. Las comisuras de su boca, ampliamente separadas, titilan con una sonrisa que puede producirse por el hecho de que la información le haga gracia o le cause asombro, pero no interés.

—Pues, sí.

—Estupendo. ¿Locales comerciales o sólo casas?

Ahora, su sonrisa tiende a indicar que le hace gracia. Seguro que su padre vendía locales comerciales en Río y acuñaba su propia moneda.

—Viviendas, sobre todo. Siempre puedo contratar a un vendedor de mediana edad, si le interesa. Ahora tengo a un monje tibetano trabajando conmigo, pero es posible que se vaya. Tendría usted que presentarse al examen oficial del estado, y sepa que yo me quedo con el cincuenta por ciento de todo. Le pondría seis meses a sueldo fijo. Seguro que lo haría muy bien.

Perplejidad. Sus dientes son verdaderamente enormes y muy blancos, y están libres de preocupaciones. Le encanta enseñarlos como prueba de invulnerabilidad.

—Tengo mucho que hacer en el Centro, con todos esos afectados por el síndrome de Down —contesta, sonriendo desinteresadamente como un caballero.

—¿De verdad no se caen del caballo esos diablillos sin que haya que atarlos a la montura?

—Desde luego que no.

—¿Curan los paseos a caballo del síndrome de Down?

—Para eso no hay cura —tercia Clarissa, cerrando de golpe su catálogo de Orvis y retirando los pies de la zona escrotal de Thom. Hora de que te marches. Ésta también es su casa, quiere decirme; pero no lo es. Es mía—. No seas idiota, sabes perfectamente que el síndrome de Down no tiene cura. —Empieza a recoger los platos y a llevarlos ruidosamente al fregadero—. Tendrías que venir a prestar servicio voluntario, Frank. Te dejarían montar en un poni si quisieras. Sin atarte.

Está de espaldas a mí. Thom me mira de manera significativa, como diciendo: Sí, menuda regañina te están echando, lo siento mucho, pero así son las cosas.

—Estupendo —digo alegremente, dirigiendo a Thom una sonrisita cómplice para darle a entender que los hombres siempre estamos bajo la línea de fuego de las mujeres. Me doy en la palma de la mano con las hojas grapadas de la descripción de la casa: tres veces para dar más énfasis—. Bueno, chicos, que os divirtáis mucho malgastando el dinero de Thom.

—Sí, eso haremos —dice Clarissa desde el fregadero—. Nos acordaremos de ti. Paul ha traído una cápsula del tiempo. Casi se me olvida. Quiere que metamos algo en ella y que la enterremos en algún sitio.

Sonríe con suficiencia mientras enjuaga las tazas sin volverse. Aunque eso provoca una mirada de inquietud en Thom, como si Paul fuera un desgraciado que nos hiciera la vida imposible a cada momento.

—Será estupendo —afirmo.

—¿Y tú, qué vas a poner? —pregunta Clarissa.

—Tengo que pensarlo. A lo mejor pongo mi diploma de Michigan, con la descripción de alguna propiedad. «Érase una vez cuando la gente vivía en sitios llamados casas…, o en la casa de sus padres». Tú podrías meter tu…

—Ya pensaré yo en lo mío —me interrumpe Clarissa. Sabe lo que voy a sugerirle. El diamante de la nariz.

Pienso en confesar que he invitado a su madre el Día de Acción de Gracias; sólo para que Thom desista de venir. Pero voy retrasado y no tengo tiempo para discutir.

—No te olvides de que mañana eres la señora de la casa en funciones. Cuento con que seas una elegante anfitriona.

—¿Y quién hará de marido?

—Espero que venda usted la casa —me desea Thom—. ¿No es eso lo que quiere? Mi padre se dedicaba a los bienes raíces. Vendía grandes edificios de oficinas. Se…

Ya de camino a la puerta, me pierdo el resto.