7

A las tres de la mañana me despierto de pronto, lo que no es raro en estos tiempos. Una excursión al baño en plena noche, o algo de la jornada pasada o de la que viene, abriéndose paso bruscamente en la tienda de campaña del sueño para invadirme el cerebro y hacer que el corazón se me desboque. El sueño es un tejido ligero y vaporoso para quienes pasan de los cincuenta, mujeres incluidas. Normalmente, empiezo a respirar hondo y despacio, sintonizo el oído con el murmullo del mar, proyecto la mente hacia la oscuridad oceánica y me duermo sin darme cuenta de que no estoy despierto. Pero cuando eso no da resultado —porque a veces no lo da—, busco reposo modificando la lista de los posibles portadores de mi féretro, tomando nota de una crucial adición o supresión, en función de mi estado de ánimo, para seguir con una revisión de a quién voy a dejar qué cuando llegue el momento, y un repaso a todos los coches que he tenido, los restaurantes en que he comido y los hoteles en que he dormido a lo largo de los cincuenta y cinco años de mi corriente y moliente vida. Y si nada de eso funciona, paso lista a todas las formas aceptables de suicidio (que no me hagan cagarme de miedo: eso lo hacen todos los pacientes de cáncer). Y si nada da resultado —a veces también pasa—, recuerdo los nombres de todas las mujeres con las que me he acostado a lo largo de toda mi vida (sorprendentemente más de las que había pensado), operación en la que el sueño me viene al cabo de medio minuto, porque no me interesa mucho, mientras que las otras sí, más o menos. Clarissa me ha dicho que cuando no le viene el sueño recita un mantra de los mares del Sur, de las islas Fiji, que dice así: «El tiburón no es tu demonio, sino la última morada de tu alma». Eso lo encuentro inquietante, de manera que si alguna vez llego a dormirme con eso, seguro que tengo alguna pesadilla, lo que a su vez me despertaría y seguiría sin pegar ojo hasta el amanecer.

Mi habitación está ahora fría y en total oscuridad salvo por los números rojos del reloj, el océano suspirando por la luz del día, a unas horas todavía. He soñado que rescataba del mar a un desconocido frente a mi casa y me trataban como a un héroe (inequívoca señal de necesitar rescate). Me he despertado oyendo mi nombre, que alguien musita en el aire de la noche.

«Frank-ii», oigo, «Frank-ii». El corazón se me acelera como un bólido en Daytona, los brazos y los dedos inmovilizados a la altura de los hombros por la inactividad y el pausado flujo sanguíneo. Normalmente, mantengo la recomendada posición del Cruzado Muerto: de espaldas, pies juntos, muñecas cruzadas sobre el pecho como sosteniendo una espada entre las manos. Pero, sorprendentemente, estoy boca abajo, y puede que haya estado nadando entre las sábanas. Me duele el cuello de la pelea con Bob Butts. Me he puesto a sudar, como un atleta corriendo. «Frank-ii». Luego oigo unas bulliciosas carcajadas. «Ja, jaa, ja». Una puerta que se cierra. ¡Paf!

Cuando volví de Haddam anoche, un Austin-Healey 1000 deportivo, de chasis bajo, azul claro y brillante, estaba aparcado junto al LeBaron descapotable de Sally en el camino de entrada con el motor caliente (lo comprobé). Matrícula de números verdes, con la inscripción VIVE LIBRE O MUERE.[44] Una pegatina roja de Gore medio arrancada en el parachoques trasero. Después, subí a mi habitación y oí la radio de Clarissa, baja y suave, sintonizada en una emisora de Filadelfia que emite jazz toda la noche: Arthur Lyman tocando Jungle Flute al piano. El cuello de una botella chocando contra el borde de un vaso, la apagada voz de un hombre (no muy joven) diciendo, jocosamente: «Nada mal. Ni mucho menos. Nada mal». Se abrió un silencio cuando oyeron mis pasos, el ruido de mi puerta y la tos que me sentí obligado a fingir, aunque sólo fuera para comunicarles: Sí, todo está bien. Bien, muy bien. Todo va estupendamente. Luego otro tintineo, una lánguida carcajada de Clarissa, la palabra padre pronunciada con indiferencia en voz baja pero no mucho, y luego silencio.

Pero ahora se oye un portazo fuera de casa. Mi nombre en voz lejana, luego «Ja, jaa, ja». Evidentemente, es donde mis vecinos.

En la casa de al lado, en Poincinet Road, a seis metros de mi fachada sur, donde viven los Feenster, Nick y Drilla, mis vecinos más cercanos. Les vendí la propiedad en el noventa y siete. Nick era bombero en Bridgeport pero luego se hizo millonario reciclando viejos tubos de rayos catódicos, y para colmo le tocó la lotería de Connecticut. No el premio gordo. Pero sí uno bastante grande. Drilla y él solían venir los fines de semana a Sea-Clift, además de quince días de vacaciones que se reservaban en agosto, confiándome el bien cuidado bungalow pintado de rosa al estilo de Florida que tenían en Bimini Street para que se lo alquilara por una fortuna de mayo a octubre, durante la temporada alta. Pero cuando empezó a lloverles el dinero, vendieron la casa rosada, Nick dejó de trabajar, levantaron el campamento de Bridgeport y por mediación mía se instalaron en el número 5 de Poincinet Road: una construcción moderna, pintada de blanco, el complejo sueño —y la pesadilla— de algún arquitecto, con miradores de balaustradas metálicas, techo de cobre, terrazas para cada posición del sol, ventanales de triple cristal que dan al mar, suelo (radiante) de baldosas azules importadas de España, interfonos y televisión en los baños, tubos neumáticos empotrados y sistema de sonido, paneles solares, alarma antirrobo que suena en Langley,[45] paredes y armarios revestidos de madera de ciprés, además de un Excalibur antiguo con cinturón en el capó, incluido por los anteriores dueños, una pareja de banqueros homosexuales con un hijo adoptivo que no toleraba la humedad, en el lote del millón ochocientos mil como regalo de inauguración de la casa. (Nick lo vendió por un dineral).

Los Feenster se mudaron, llenos de entusiasmo, el día de Año Nuevo de 1998, dispuestos a iniciar una nueva y espléndida vida. Sólo que su estancia en Sea-Clift se encuentra lejos de ser feliz. Francamente creo que si se hubieran quedado en Bridgeport, si Nick no hubiera perdido el contacto con la empresa de rayos catódicos, si Drilla hubiera seguido trabajando en el departamento de piezas automovilísticas de Housatonic Ford (donde la adoraban), si tal vez hubieran comprado una casa de transición en Noank y mantenido aquí su casa de alquiler, si hubieran practicado la política de ir poco a poco en vez de trasladar toda la Gestalt de un plumazo a Sea-Clift, donde no conocían a nadie, ni tenían nada que hacer, ni sentían inclinación por hacer nuevas amistades y, en realidad, sospechaban abiertamente que nadie les tenía simpatía debido a su estrambótica suerte, entonces podrían haber sido más felices que la típica pareja del Programa de Protección de Testigos: que es lo que ahora parecen.

Su vida en Sea-Clift pareció descarrilar en el momento mismo de su llegada. Nuestra calle, que sólo alberga cinco viviendas, antiguamente se extendía frente a la playa a lo largo de kilómetro y medio y tenía veinte casas, todas y cada una, con su amplia superficie habitable, mirando al océano por encima de una loma arenosa cubierta de hierba que la naturaleza había puesto de por medio. Los dueños de las casas de Poincinet —otros tres residentes aparte de mí (excluyendo a los Feenster)— somos conscientes de que la naturaleza es reacia a nuestro asentamiento en estos frágiles márgenes del continente. En efecto, la razón de que ya sólo seamos cinco es que las anteriores quince «casas de campo» —grandilocuentes y viejas mansiones victorianas con torrecillas, tejado a dos aguas, y estilo Queen Anne, rococó Stick y redondeado neorrománico— quedaron reducidas a escombros por la cólera de Poseidón y desaparecieron para siempre. El huracán Gloria acabó no hace mucho, en 1985, con la última. La erosión marina, la corrosión de la humedad del litoral, los movimientos tectónicos, el calentamiento del planeta, el deterioro de la capa de ozono y el desgaste natural nos ha convertido a todos los «supervivientes» en solemnes y lúcidos custodios de la espléndida y transitoria esencia de todo esto. Las autoridades municipales codificaron prudentemente ese punto de vista imponiendo una prohibición sin excepciones de construir un solo edificio más en nuestra calle, haciendo que las actuales residencias sean más sólidas y seguras, debido a que tanto su mantenimiento normal como las necesarias reformas deben cumplir unos requisitos muy estrictos para la concesión de licencias y no tener carácter de ampliación. En otras palabras, nada de lo que hay aquí, incluidos nosotros mismos, va a durar eternamente. Cuando contratamos el crédito con el banco también llegamos a un acuerdo con los elementos.

Pero los Feenster no veían —y siguen sin ver— las cosas de esa manera. En el primer verano que pasaron aquí, trataron de cambiar el nombre a la calle y llamarla Bridgeport Road, y quisieron restringir el acceso poniendo una verja en el lado sur, por donde todos entramos con el coche. Cuando no lo consiguieron —tras una tensa reunión con la comisión de urbanismo, donde los demás residentes y yo mismo expresamos nuestra oposición—, intentaron cerrar el paso a la playa desde más arriba, por donde antaño se habían erguido majestuosamente las viejas mansiones. El dominio público, argumentaban, los privaba del pleno disfrute del lugar y depreciaba las propiedades (ridículo, porque Adolf Eichmann podría tener aquí una casa en la playa y los precios seguirían estando por las nubes). La propuesta fue recibida con un abucheo por la comunidad de surfistas, los dueños de los comercios relacionados con la pesca y los aficionados a los detectores de metales. (Nosotros nos manifestamos de nuevo en contra). Nick Feenster se puso furioso, contrató a un abogado de Trenton e impugnó el derecho del municipio a establecer ciertas ordenanzas, amparándose en motivos constitucionales. Y cuando eso fracasó, retiró la palabra a los vecinos, especialmente a mí, y se dedicó a poner carteles frente a su casa para avisar de que ni se te ocurriera girar en su camino de entrada. ¡PROHIBIDO EL PASO! ¡LLAMAMOS GRÚA! ¡¡¡PROPIEDAD PRIVADA!!! ¡PLAYA CERRADA POR PELIGROSA RESACA! ¡CUIDADO CON EL PIT BULL! Además levantaron una cerca de madera bastante cara terminada en punta entre su casa y la mía e instalaron alarmas luminosas sensibles al movimiento, pero el ayuntamiento hizo que quitaran ambas cosas. En general, los vecinos llegamos a considerar a los Feenster como la típica familia a la que un exceso de buena suerte le impide ser feliz. No es que sean los vecinos que puedan tenerse en las peores pesadillas (un grupo de tecno-reggae o una iglesia evangélica baptista habría sido aún peor), sino un mal resultado de la política inmobiliaria, teniendo en cuenta que las señales eran positivas al principio. Y es un mal resultado sobre todo para mí, pues aunque no soy de los que gustan de intercambiar recetas, pedir prestado el taladro, armar alboroto, pasar a casa del vecino o poner la música a tope, me sigue agradando tomarme un cóctel al atardecer, mantener una breve y cordial conversación sobre los acontecimientos políticos o intercambiar un saludo informal desde el balcón cuando el sol cubre el mar con un brillo de lentejuelas, llenando el corazón con la certeza de que uno no disfruta de las maravillas de la vida completamente solo.

Pero de eso, nada.

El correo mío que les entregan por error (facturas de Mayo y documentos de la inspección de vehículos) acaba en la basura. Sólo me dirigen malas caras. Ninguna excusa cuando la alarma de su coche se dispara a las dos de la mañana y me fastidia la siesta posoperatoria. Ningún aviso si ven que el viento desprende una teja y origina una gotera cuando estoy en Rochester. Ni siquiera un «¿Qué tal vas?» a mi vuelta en agosto pasado, cuando no me sentía precisamente como un pimpollo. Y en dos ocasiones, Nick se ha instalado en la terraza un equipo de tiro al plato, con lo que a veces los fragmentos de loza pasan (creo) peligrosamente cerca de la ventana de mi habitación. (He tenido que llamar a la poli).

En un momento dado, el año pasado pedí a una colega mía, en estricta confianza, que llamara a los Feenster en representación de un cliente imaginario, derrochón, con dinero en mano, para averiguar si Nick estaba dispuesto a coger la pasta y volverse de una puñetera vez a Bridgeport, que es donde debe estar. La colega, una simpática ex monja carmelita difícil de escandalizar, me contó que Nick se puso a gritar: «Seguro que ese gilipollas de Bascombe le ha encargado que me llame. ¿Por qué no se va a tomar por culo?». Dicho lo cual colgó bruscamente.

Los dos vecinos de más arriba se han pasado las templadas tardes de otoño discutiendo en la calle llena de arena traída por el viento sobre el misterio de lo que todos consideramos como «El veneno de los Feenster». Uno de mis vecinos es un desacreditado historiador presidencial de Rutgers, ya jubilado, que reconoció haberse inventado algunas citas de poca importancia en un libro sobre Millard Fillmore y el Partido Know-Nothing de 1856,[46] pero que fue a los tribunales y ganó lo suficiente para vivir por todo lo alto el resto de sus días. (Los abogados de las universidades nunca valen para nada). Hay también un ingeniero petrolífero, Terry Farlow, robusto, de abultados brazos, siempre vestido de caqui, aproximadamente de mi edad y procedente de Oklahoma, soltero que trabaja en Kazajstán en «exploraciones petroleras», viene a su casa cada veintiocho días y luego vuelve a Aktumsyk, donde vive en una cámara geodésica con aire acondicionado, come platos preparados en Francia que le llevan en avión y ve las últimas películas por cortesía del gobierno. (Les garantizo que en Haddam nunca tendrán vecinos como éstos). El tercero es el señor Oshi, banquero japonés de mediana edad con quien nunca he llegado a hablar y que trabaja en Sumitomo, en Gotham, adonde se dirige todos los días a las tres de la mañana en una limusina negra y cuando vuelve ya no sale de casa.

Somos una extraña mezcla de materiales genéticos, historia y formas de vida. Aunque nos damos cuenta de que hemos venido a parar a esta bonita parte de Nueva Jersey como dados lanzados a ciegas. Nuestra sensación de ser de aquí, de encajar en todo esto, de reivindicar el territorio como propio e instalarnos en él es, en el mejor de los casos, efímera. Aunque lo efímero nos produce cierto placer, aliviándonos de la monótona visión del propietario oficial y dejándonos libertad para expresar nuestra habitual forma de ser. Nadie se escandalizaría, por ejemplo, de ver un enorme camión azul y blanco de la United Van Lines parado en la calle y a uno de nosotros, o a todos a la vez, cargando en él nuestras pertenencias sin dar explicación alguna. Meditaríamos brevemente en la fugacidad de la vida, pero luego nos alegraríamos. Otras personas, posiblemente diferentes y hasta interesantes, podrían aparecer en el horizonte.

Ninguno de nosotros podrá decir que entiende a los desdichados Feenster. Y cuando por la tarde salimos a la calle salpicada de arena, miramos perplejos a su blanca y llamativa residencia, estropeada por los carteles que advierten de grúas, pitbulls y peligrosas pero falaces resacas, sus idénticos Corvettes del cincuenta y seis de color azul pálido en el camino de entrada, donde pueda admirarlos la gente a quien los Feensters quisieran prohibir el paso frente a su propiedad. Todo lo que les pertenece está siempre cerrado a cal y canto, como un banco. Nick y Drilla van a dar un largo paseo por la playa todos los días a las tres, llueva, haga frío o lo que sea, cada uno con un Walkman amarillo sobre la dura cabeza, ropa de lycra a juego que refleja el brillo del sol, los ojos fijos en la arena, los puños de un lado a otro como reclutas haciendo la instrucción. Ni una palabra a nadie, amable o de otra clase, nunca.

Arthur Glück, el difamado ex profesor de Rutgers, con sus hombros caídos, cree que es una actitud típica de Connecticut (él se licenció en la Wesleyan). Allí todo el mundo está acostumbrado, según él, a los malos modales (menciona Greenwich), y además los Feenster no tienen educación. Terry Farlow, el fornido irlandés de Oklahoma, dice que su experiencia en la industria del petróleo le ha enseñado que la riqueza ostentosa y recién adquirida, cuando no va acompañada por una sensación de logro personal (imposible aplicar esa calificación al reciclaje de tubos de rayos catódicos), suele desquiciar incluso a las buenas personas, echando por tierra su sistema de valores, amargándolas y convirtiéndolas en gilipollas. Lo único que no hace, añade, es volverlas generosas, comprensivas y tolerantes.

A mí me parece —me siento responsable, porque yo les vendí la casa y gané ciento ocho mil dólares— que al hacerse ricos los Feenster empezaron a sentirse inquietos y temerarios (igual que cualquiera), se compraron una casa frente al mar pero en cierto modo se alejaron de su sentido de lo útil y deseable, aunque no fueran capaces de explicarlo. Se limitaron a gastar el dinero suficiente para pensar que estarían de maravilla, pero por lo que sea no están a gusto, de manera que se han puesto tremendamente furiosos al ver que las cosas no les salen como habían esperado. Una visita de Sponsor, o un curso sobre Kierkegaard en una buena universidad preparatoria del condado, sería de gran ayuda.

Con la clarividencia que da el conocimiento retrospectivo, tampoco habría estado mal que, si estaban decididos a quedarse en Sea-Clift, los Feenster hubieran sido lo bastante listos y en vez de venirse a vivir a la playa hubieran invertido sus nuevas e insulsas ganancias en algo que mantuviera vivo el deseo. Anhelar algo quizás sea señal de energía, pero también puede derivar en tensión insoportable. Habrían hecho mejor diversificando, instalándose quizás en su pequeño bungalow de Bimini Street, añadiendo una segunda planta, un invernadero o una piscina, y luego comprando una casa mejor y de más categoría mientras procuraban encajar en la comunidad de Sea-Clift yendo a comprar a la ferretería, encargando el fibrocemento para las paredes a comerciantes de la localidad, solicitando autorizaciones en el ayuntamiento, comiendo en el Hello Deli y aprobando poco a poco el examen de ingreso (en lugar de introducirse a la fuerza), como hace la gente desde el principio de los tiempos. Si querían haberse sentido en el centro de la actividad social, podían haber invertido el dinero de la lotería en ropa de boutique, un remedio milagroso contra las ofertas públicas de venta o una reposición del Tranvía en Broadway. Más adelante podrían haber convertido su empresa de tubos de rayos catódicos en una organización sin ánimo de lucro para ayudar a la juventud víctima de algo —de los mortíferos efectos de los tubos viejos— y ganarse el afecto de la gente en vez de hacer que todo el mundo los odiara y desease que se largaran de una puñetera vez. En realidad, si alguno de los dos hubiera contraído cáncer, puede que su espíritu hubiera salido saludablemente beneficiado. Aunque eso no se lo deseo todavía.

En resumidas cuentas: realizar un sueño puede ser mucho más complicado de lo que parece, incluso para las personas agraciadas con la lotería, dignas de atención por parte de todos nosotros, que esperamos ver cómo la cagan, porque nunca aflojan pasta para residencias de agonizantes de sida, casas de acogida de niños maltratados o la Cruz Roja, las buenas causas a las que sobre la tumba de su tía Tillie juraron contribuir con un fajo de billetes en cuanto les tocara el gordo. Ésa es, en realidad, una de las razones por las que continúo vendiendo casas aunque esté hasta las narices, no me haga falta dinero y de vez en cuando me encuentre con malos clientes como los Feenster: porque me infunde un sentimiento productivo al final de la jornada, y así puedo darme cuenta de que sigo vivo.

«Frank-ii». Silencio profundo. «Frank-ii». Me llaman desde la gélida noche oceánica, más allá de las ventanas que he dejado abiertas para tonificar mi reposo. No se oye nada en la habitación de Clarissa, donde mi hija está agasajando a don Suertudo, y donde puede que hasta estén durmiendo: ella en la cama, él en el suelo como un perro labrador (no hay mucho que pueda hacerse para que las cosas salgan bien).

Me levanto rígidamente de la cama, y con mi pijama azul me dirijo a la ventana y miro a la franja de arena y hierbajos que separa mi casa de la de los Feenster, la tierra de nadie donde estaba la cerca. No hay luz en los tres ventanales que se abren en las tres plantas de la fachada blanca de enfrente. Aquí estamos demasiado apretados a pesar de los prohibitivos precios. Un promotor hizo la parcelación conchabado con la concejalía de urbanismo, porque veía que años más tarde vendrían las regulaciones restrictivas y quería jubilarse y marcharse a Sicilia.

Una tenue bruma avanza desde el mar, pero distingo una sección triangular del jardín de los Feenster, en la parte donde los banqueros homosexuales plantaron setos con figuras de animales que los Feenster han dejado abandonados en favor de su agresiva señalética. Un rinoceronte y parte de un mono surgen entre la niebla como fantasmagóricas formas en un descuidado seto de boj. Por el lado del mar distingo la imprecisa extensión de la playa en sombras, con una línea de blanca espuma hundiéndose en la arena. En el cielo nocturno se ve el reflejo de Gotham como al fondo de una nevera y, no muy lejos, las luces blancas y el trazo de las jarcias de un pesquero comercial en solitaria actividad con sus redes. En esta época de escasas capturas, los patrones de la zona sueltan basura de particulares en sus travesías nocturnas en pos de la platija. En Manasquan hay un tipo que incluso anuncia sepelios en el mar (sólo cenizas) más allá del límite de las tres millas, donde no se necesita autorización. Ahora resultan concebibles cosas que antes no lo eran.

Surgiendo entre las casas, el enorme gato de los Glück, William Graymont, se dirige despreocupadamente hacia la playa en busca de lo que hayan dejado las aves marinas, o quizás con intención de cazar un chorlito para su merienda de medianoche. Cuando doy unos golpecitos en el cristal, se detiene, mira alrededor pero no a mí, mueve el rabo y prosigue su pausada excursión.

Nadie vuelve a decir mi nombre, de manera que me pregunto si lo habré soñado. Pero de pronto se enciende una luz en el baño del tercer piso de los Feenster, helénico santuario de abluciones contiguo al espacioso dormitorio principal. La televisión emite atronadoramente los titulares de las noticias de ayer, y al momento guarda silencio. La cabeza y el torso desnudo de Drilla Feenster pasa frente a la ventana, y luego vuelve a pasar, los cabellos rubios de bote envueltos en un gorro de plástico rojo, dirigiéndose a la ducha de alcachofa dorada. Posiblemente sea su hora habitual de bañarse y ver la tele. No me extrañaría.

Pero entonces, por la esquina de la fachada delantera de la casa, en pijama, zapatillas, anorak negro y gorro de punto, aparece Nick Feenster, hablando animadamente por el móvil. Con una mano se sujeta el aparato a la oreja como si fuera una concha, con la otra lleva a Bimbo, su doguillo, sujeto con una correa enrollable. Un hombre corpulento que lleva un perro diminuto podría denotar algún complejo y tendencias homosexuales, pero en el caso de Nick no es así. (Bimbo es el «pitbull» al que hacen referencia los carteles). Nick gesticula con la mano en que sostiene la correa de Bimbo, de modo que cada vez que hace un ademán, el perro levanta bruscamente las pequeñas patas delanteras.

—Francamente, no lo entiendo —parece decir Nick en voz alta pero apagada, con gestos que hacen que Bimbo dé saltitos y se le quede mirando como si cada tirón fuera una señal—. Francamente, creo que estás cometiendo un graviiísimo error. Un peligrosiiísimo error. Francamente, esto se nos está escapando de las manos.

Francamente. Francamente. Franc. Frank-ii. En este planeta pocas cosas hay que sean verdaderamente inexplicables. ¿Por qué ha de ser un sitio tan difícil para vivir?

El cuadrado iluminado del baño se queda a oscuras de pronto: cambio de opinión, probablemente. Nick, que es un tío grandote, de sólidas piernas, un antiguo levantador de pesos que ha cargado con víctimas postradas para sacarlas escaleras abajo de edificios llenos de humo, sigue hablando entre la niebla y el frío del jardín (con quién, ni siquiera me lo pregunto). Un amarillento rectángulo de luz se enciende en la segunda planta. Es en la cocina de madera de ciprés, que también sirve de salón mirador: chimenea mexicana de azulejos, con un frente al estilo de Sonora, divanes hechos a mano, únicos, con incrustaciones de plata, frigorífico empotrado Sub-Zero, cocina de gas Viking, cafetera Cuisinart con molinillo incorporado y una bodega tipo suizo en un armario. Casi demasiado deprisa, se enciende la ventana del primer piso. Un ruido, una agitación sísmica que atravesando la corteza terrestre le llega a las zapatillas —un aviso que sólo los maridos culpables pueden notar—, hace que Nick cierre bruscamente el teléfono móvil, frunza el ceño y mire hacia arriba (¡hacia mí! No me ve, pero presiente vigilancia). Entonces, con un extraño movimiento, desigual, casi como un rápido paso de danza ejecutado por un hombre voluminoso y que refleja el hecho de que está pasando un frío de cojones, Nick, con Bimbo siguiendo a duras penas a su amo, da la vuelta a la esquina y, más allá del mono del seto, desaparece hacia la parte de atrás de la casa. La explicación que pretenda dar sobre sus andanzas fuera de la casa —a Drilla, que ha notado su ausencia y pensado: Pero ¿qué coño estará haciendo?— se agita como un electrón en su cerebro.

Miro al espacio de hierba y arena que Nick acaba de desocupar con prisa culpable. Su ausencia me produce una sensación enormemente agradable, como si nunca más fuera a verlo. Me parece oír, aunque quizás no las oigo, voces a lo lejos, amortiguadas por paredes interiores, una puerta que se cierra de golpe. Un grito. Algo que se rompe. El extraño y vacío placer de la discusión ajena: no es tu noche de gritar como un demonio, tu corazón retumbando en tu pecho y tu cabeza estallando de ira y frustración, como cuando Sally se marchó. Mala suerte y conflictos ajenos. Basta con irse satisfecho y aliviado a la cama, que es adonde, después de una parada en el baño, enseguida vuelvo a estar.

Hasta que… me despierta una música. Dam-dii-dam-dii’dam, dam-diidam-dii’dam.

Mi habitación está inundada de acerada luminosidad invernal. Me sorprende haber dormido hasta ahora —las ocho menos cuarto—, con la luz entrando a raudales, la jornada ya empezada y ruido abajo. Un sustancioso olor a café y panceta ahumada mezclado con esencias marinas. Oigo partículas de voz. Clarissa. En un murmullo.

—Tenemos que… Aún sigue… No suele…

Hablan entre dientes. Ruido de una taza contra el platillo.

Un cuchillo en el plato. Una silla arrastrándose. Circula un coche por Poincinet Road. Sonidos de que todo está ya en movimiento. Me he pasado la noche apretando los dientes. Nada extraño.

La música viene de casa de los Feenster. Temas de comedias musicales a todo volumen tras la puerta corredera del salón de música, más allá del señuelo de lechuza que no deja acercarse a las gaviotas. My Fair Lady «… Y, aaah, esa intensa sensación, sólo de sabeeerte ce-erca». Los Feenster suelen salir a la terraza en invierno y meterse en el hidromasaje, donde leen el Post bebiendo café irlandés, con el anorak puesto, todo para oler las rosas. Esta mañana, sin embargo, se requiere música para poner cierta distancia entre el momento presente y el de anoche, cuando Nick salió a «pasear al perro» a las tres de la madrugada.

Me quedo tumbado en la cama y miro desconcertado al montón de libros en la mesilla de noche, en su mayor parte leídos hasta la página treinta, abandonados luego, excepto Con el corazón abierto, que llevo muy adelantado. Buena parte de lo que dice, por supuesto, no es práctico desde el punto de vista personal, pero hay que ser un desquiciado o un asesino en serie para no estar de acuerdo con la mayoría de sus recomendaciones. «Por un lado haz concesiones; por otro, tómate en serio el problema». No es raro que a Mike se le dé tan bien vender casas. El budismo ha escrito el manual del perfecto vendedor.

Hace poco también he hojeado Grandes discursos informales, un vestigio del paso de Paul por el Club de Oratoria del Instituto de Haddam. He buscado buenos pasajes que puedan citarse en caso de que este jueves surja el momento de pronunciar unas palabras de despedida. Los discursos, sin embargo, son todos tan aburridos como los sermones de los cuáqueros, salvo por el responso fúnebre de Pericles, aunque también resulte un poco torpe y evidente: «Grande será vuestra gloria si no sois inferiores a vuestra natural condición». ¿Cuándo no ha sido cierto eso? Pericles y el Dalai Lama están hechos el uno para el otro. Se supone que la convalecencia es la ocasión perfecta para leer, al igual que una larga estancia en prisión. Pero puedo asegurar que no es verdad, porque se tienen demasiadas cosas en la cabeza para concentrarse bien.

El cielo que alcanzo a ver desde la cama es monocromo, alto e iluminado por un sol con honduras de algodón: no un disco, sino un espíritu. Es un cielo frío, mezquino, que forma una llanura sin límites con el mar: decididamente no un «cielo inmobiliario» que justifique el valor de una casa en primera línea de playa. Tengo una cita a las diez y cuarto para enseñar una propiedad; pero el efecto del cielo —lo sé desde ahora mismo— no va a servir para suscitar inspiración ni emoción, sino calma y consuelo. Por ese motivo no espero mucho de mis esfuerzos.

La exacta condición de mi matrimonio con Sally Caldwell requiere, a mi entender, ciertas aclaraciones. Sigue siendo oficialmente válido, pero desde cualquier punto de vista resulta extraño; en realidad, el más raro de que tenga noticia, y en sus increíbles circunstancias yo me he comportado de forma inverosímil.

El pasado mes de abril, emprendí un viaje al fondo de la memoria y asistí a una reunión de antiguos cadetes en el edificio de estuco marrón y tejas de barro de mi antigua escuela militar: Gulf Pines, en la costa de Mississippi. «Pinos Solitarios», la llamábamos todos. El campus y sus destartalados edificios, como al parecer todo lo demás en ese mundo, se había transmutado a lo largo del tiempo en una Escuela de Identidad Cristiana sólo para blancos, que a su vez, por acumulación de deudas impagadas, se vendió a una empresa: las viejas palmeras, las porterías de madera, la polvorienta plaza de armas, los dormitorios y aulas pronto desaparecerían para dar paso al aparcamiento de un casino suspendido sobre la Route 90.

Durante esa visita, hablé por casualidad con Dudley Phelps, que fabricaba puertas de seguridad en Little Rock y ya se ha jubilado, y me dijo que Wally Caldwell, compañero nuestro en Pinos Solitarios y que —esto es lo más significativo— estuvo una vez casado con mi mujer pero resultó herido de metralla en Vietnam y se perdió por ahí, al parecer para siempre, hasta el punto de que Sally lo declaró muerto (operación nada fácil sin un cadáver ni otras pruebas que indiquen un probable fallecimiento), ese mismo Wally Caldwell había vuelto a aparecer según afirmaban algunos que conocían su historia. Estaba vivo. Con los pies sobre la tierra y —estaba seguro en cuanto lo oí— ansioso de revolver el polvo de las emociones de una forma nunca vista para ninguno de nosotros.

Nadie sabía más detalles. Todos estábamos en torno a la calurosa plaza de armas, donde corría cierta brisa, vestidos con pantalones de algodón y camisas de manga corta en tonos pastel, charlando animadamente, la barbilla contra el pecho, la pálida y escasa hierba oliendo a amoniaco y diésel, intentando desenterrar algún buen recuerdo —el partido de fútbol americano en que nos partimos de risa fingiéndonos mudos—, cualquier cosa que nos pareciera positiva y por la que pudiera considerarse que la adolescencia había valido la pena, aun estando secretamente de acuerdo en que todos éramos bastante problemáticos cuando llegamos. (En realidad, yo no era nada difícil. Mi padre había muerto, mi madre se había vuelto a casar con un hombre que a mí me caía muy bien y se había mudado a Illinois, sólo que para mí era inimaginable ir al instituto con un puñado de yanquis; aunque, desde luego, un día acabaría siendo como ellos y me parecería estupendo).

Las colosales máquinas destinadas a destruir campos de juego y arrasar edificios para la construcción del casino ya estaban alineadas a lo largo de la autopista como un pequeño y maléfico ejército. Las obras empezaban a la mañana siguiente, justo después de aquella última asamblea en la plaza. Teníamos un barril de cerveza que había traído alguien. El Golfo estaba como el Atlántico en verano: parduzco, manso, una deslucida cinta acuosa extendida hacia todas partes; aunque cálido como el agua de la bañera en vez de ser tan frío que se te encoge la pilila. Todos permanecimos solemnemente en pie mientras bebíamos cerveza caliente, comíamos salchichas en panecillos rancios y hacíamos lo que podíamos para no mostrarnos abatidos ni representar la edad que teníamos (eso fue antes de las revelaciones médicas). Hablamos con desaprobación de cómo se había alterado el aspecto de la costa, de que el sur había cambiado su empañada reputación por una imagen aún más envilecida de juego y dinero, de que las elecciones las ganaría probablemente el imbécil menos capacitado. Sorprendentemente, muchos de mis antiguos compañeros de clase habían estado en Vietnam, como Wally, y al volver se habían hecho demócratas.

Y entonces, a eso de las dos de la tarde, cuando el sol nos caía a plomo sobre la sudorosa cabeza como la lámpara del dentista y empezábamos a reírnos por la mierda que había sido realmente aquel lugar, porque no nos importaba verlo desaparecer, recordando cómo nos dormíamos llorando en nuestras literas metálicas a lo largo de tantas noches sofocantes, atormentados por el insomnio y los mosquitos, acuciados por la cruel soledad de nuestra juventud, el profundo odio hacia los demás cadetes, todos nosotros, sin obedecer a señal alguna, nos dirigimos de vuelta a nuestros coches de alquiler, o al casino del otro lado de la autopista para divertirnos furtivamente un rato, o a los moteles, los todoterrenos, el aeropuerto de Nueva Orleans o Mobile, o simplemente a casa: como si pudiéramos llegar lo bastante lejos, a un sitio donde todo aquello estuviera olvidado y perdido para siempre, porque así debería ser. ¿Por qué estábamos allí? Al final, ninguno podríamos haber respondido a eso.

Pero ¿cómo tomarse las noticias del posible avistamiento de Wally? Personalmente yo no recordaba al cadete W. Caldwell, sólo lo conocía por las fotos que Sally guardaba (y en secreto): con sus hijos en la playa de Saugatuck; una instantánea en color que mostraba a un Wally sin camisa, una placa de identificación al cuello, escrutando el cielo de verano como John Fitzgerald Kennedy, con un ejemplar de El origen de las especies y una expresión de simulada confusión en sus jóvenes facciones; unas cuantas fotos de boda con frac, en 1969, con un Wally corpulento y aspecto sensato aunque muerto de miedo por lo que le esperaba; un retrato del anuario del colegio de Illinois, que mostraba a Walter «el Muro», curso del sesenta y siete, biología, y en la que estaba destinado (tristemente, me parecía) a ser «Digno de confianza, amigo de todos». «Firme y en su sitio» (eso no resultó cierto). «Soy el señor Muro».

Aquellas antiguas reliquias, ya con posos de humedad, no constituían, en mi opinión, un verdadero marido. Pero sí lo eran para Sally —una belleza rubia de ojos azules, pechos menudos, dedos estilizados, piernas suaves, con una leve cojera de un percance que tuvo jugando al tenis—, animadora universitaria que se enamoró del tímido muchacho rico, de piernas fuertes y extraña mirada que iba a su clase de genética, que sonreía cuando ella le hablaba, porque eso la hacía feliz, y como ella no tenía prejuicios contra el contacto físico acabó acostándose con el Muro, que tanta confianza inspiraba, en moteles baratos de la Autopista 9, y todo resultó tan fascinante que a comienzos de primavera «estaban embarazados». Y otra vez preñados y casados cuando Wally fue llamado a filas, se incorporó a la Marina, en 1969, y se marchó a la guerra.

De la cual, en cierto sentido, jamás volvió. Aunque lo intentó durante un par de semanas en 1971, pero entonces, un buen día, salió del pequeño apartamento de Hoffman Estates, un barrio residencial de las afueras de Chicago, y nunca se le volvió a ver el pelo. Hijos, mujer, padres, unos cuantos amigos. Un futuro. Paf. Adiós.

Hasta ahí llegaban mis conocimientos sobre Wally, el amante esposo. Estaba legalmente «muerto» cuando yo entré en escena en el ochenta y siete tratando de alquilar a Sally una oficina ampliable en Manasquan. Me había identificado por una falsa evocación del condiscípulo desaparecido que escribí para Pine Boughs, el boletín informativo de Pinos Solitarios, aunque en realidad no guardaba recuerdo alguno de Wally y sólo estaba en el Comité de Bajas, encargado de las anécdotas «personales» de compañeros que nadie recordaba pero cuyos seres queridos no querían que se convirtieran en unos simples números ni en almas perdidas, aunque ya lo fueran.

La idea de que el misterioso Walter B. Caldwell siguiera con vida era, como cabe imaginar, una pesada carga que llevar, de Mississippi a Nueva Jersey. Puede que haya cosas aún más raras. Pero en ese caso me gustaría que me pusieran un ejemplo. Y, de paso, que sea uno que resulte fácil de guardar como pequeño secreto personal, una de esas cosas que a nadie le gusta ir divulgando por ahí. No había más detalles disponibles.

Al volver a Sea-Clift (¡estamos hablando del pasado mes de abril!), llegué a la conclusión de que en la vida todo el mundo se ve afectado por rumores sin fundamento que de vez en cuando surcan el aire como aviones de papel, y que aquél no sería sino uno más. Un antiguo alumno de Pinos Solitarios, borracho perdido, se va tambaleando por el barrio chino de Ámsterdam o Bangkok, y de pronto se fija en un lastimoso vagabundo que aparece doblando a una esquina, un tipo corpulento, voluminoso, sin afeitar, con «aspecto de americano», desaliñado, con un abrigo sucio y raído y cinta aislante en los zapatos, pero con una sonrisa amable, más bien deslumbrante, animando unos ojos menudos y angustiados que parecen lanzar una mirada cómplice. Tras una pausa, lo mira furtivamente por segunda vez, y al cabo de una larga y desordenada reflexión, llega a la conclusión de que ya está bien y es mejor dejarlo (eso de que ya está bien siempre es lo más prudente). Pero, entonces, en el selectivo ojo de la memoria surge una sólida certidumbre, un reconocimiento absoluto: un avistamiento. Y ¡tachán: Wally vive! (y estará cenando en tu casa el martes próximo).

En los ocho años de lo que yo consideraba un matrimonio más que provechoso y satisfactorio, sin contar los casi treinta desde que Wally desapareció para no volver, Sally fue superando una situación en la cual la mayoría de la gente se habría vuelto loca de ira e impotencia, por no mencionar la angustia de no saber. Por tanto, arrojarle ahora esa pequeña granada de mano de incertidumbre me parecía un gesto especialmente desagradable (y para entonces había llegado a la conclusión de que no era cierto, de manera que yo no iba a recibir ningún bombazo). Pero ¿qué podíamos hacer ella o yo con aquella noticia, aparte de emprender una fastidiosa campaña de «¿Han visto a este hombre?» (yo no tenía ningunas ganas de verlo), colgar en Internet fotos retocadas de un Willy «con más edad», clavarlas con chinchetas en tablones de anuncios y en astillados postes de teléfono, junto a folletos de aromaterapia y anuncios de gatos perdidos, y hacer llamamientos en programas televisivos de gran audiencia?

Después de lo cual seguiría sin aparecer. Porque —desde luego— ya hacía mucho que se habría tirado de un puente del ferrocarril, de la popa de un barco o de un pico del más remoto cañón de Arizona diciendo adiós a este mundo cruel. Alguna vez, fantaseaba yo, acabaría sentado con Sally en algún porche fustigado por el sol frente a un lago de Manitoba: eso sería cuando nuestros días fueran cada vez más reducidos y, por tanto, más preciosos. Permanecería un rato pensativo, con la vista fija en el brillo de ónice de las aguas, y luego le confesaría en voz queda mi antiguo gesto de amor y devoción, consistente en protegerla de los desleales rumores de avistamiento de Wally que, sin ningún género de duda, eran absolutamente falsos (todos tejemos fantasías para complacernos a nosotros mismos), y que sólo habrían servido para impedir que llevara la vida gratificante que ella y yo podríamos vivir juntos, sabiendo lo que sabíamos y sintiendo lo que sentíamos. En esa fantasía, Sally se inquieta momentáneamente por mi engaño y presunción. Se pone en pie y echa a andar de un lado para otro por el largo porche de nudosa madera de pino, los brazos firmemente cruzados, la boca severamente fruncida, los dedos retorciéndose mientras el sol hace bullir la superficie del lago Winnipegosis, las canoas emprendiendo su travesía crepuscular, unas voces infantiles que el aire trae desde umbríos porches en terrenos más boscosos. Finalmente, se sienta en su gran mecedora verde y no dice nada durante largo rato, hasta que empieza a refrescar más de lo conveniente, y esa vida perdida va desapareciendo de su visión interior. Por último, siente una inquietante palpitación, traga saliva, siente que la palma de la mano se le está quedando fría (en esta fantasía, nos hemos hecho canadienses). Emite un hondo suspiro, alarga el brazo sobre la mecedora, encuentra mi mano, reconoce su calor, y entonces sin hacer comentario alguno ni cuestionar nada entramos a tomar un cóctel, cenamos pronto y nos vamos a la cama.

Asunto concluido. RIP, señor Muro. Mi sueño, y no mi pesadilla, se hace realidad.

Ante lo cual el caprichoso destino insiste: Sigue soñando, sigue soñando, sigue soñando.

Porque un día a principios de mayo —en la agradable y templada semana, bañada por el sol, entre el Día de la Madre y el aniversario de Buda (celebrado con digno sosiego y sin fanfarrias por Mike) y no mucho después de mi quincuagésimo quinto cumpleaños (celebrado con asombro por mi parte)—, Sally cogió el United Shuttle y fue a Chicago a ver a sus antiguos suegros en Lake Forest. Siempre estoy invitado oficialmente a esos acontecimientos, pero nunca he ido, claro está, por razones evidentes, aunque en esta ocasión quizás debía haberlo hecho. Esta vez era el sexagésimo aniversario de boda de los Caldwell (Warner y Constance). Habían organizado una fiesta en el club de campo Wik-O-Mek, que antes tenía prohibida la entrada a judíos y negros. Iban a asistir los dos hijos de Sally, Shelby and Chloë, ya mayores pero sombríos y desencantados, que vivían en la parte norte de Idaho. Estaban peleados con su madre desde mucho tiempo atrás por haber declarado muerto a su padre: prematuramente, en su opinión. Cabe imaginar cómo me odiaban a mí. Ambos estaban metidos hasta el cuello en actividades carismáticas mormonas (igualmente, sólo blancos) en Spirit Lake, donde por lo que yo sé aún practican el canibalismo. Nunca enviaron una tarjeta de Navidad, aunque piensan seguir la línea de «¿Dónde está lo mío?» cuando sus abuelos estiren la pata. Cuando la conocí, Sally seguía haciendo lastimeros esfuerzos —rechazados por ellos como crueles pretendientes— para integrarlos en la nueva vida que había iniciado en Nueva Jersey hasta que se vio obligada a cerrarles la puerta, cosa que a mí me entusiasmó. Todo quebranto absoluto puede ser fatal, según reza uno de los primeros y rutilantes principios del Periodo Permanente, en el que creo firmemente y que me apresuré a explicarle. En cierto momento —y su aparición puede no ser evidente, así que hay que estar atento— debe uno permitirse disfrutar de la vida, si las cosas se presentan de ese modo, y consignar el pasado al cubo de la basura (aunque del dicho al hecho, como todos sabemos, hay mucho trecho).

Cuando se dirigió con su coche alquilado desde el aeropuerto de O’Hare a Lake Forest y, siguiendo el serpenteante camino de entrada, llegó frente a la fachada de piedra cubierta de hiedra y musgo de la mansión de Caldwell, situada en un risco al borde del lago, y sin necesidad de llamar a la puerta entró con su maleta plegable en el amplio salón, majestuoso y lleno de corrientes de aire, fue recibida como un querido miembro de la familia. Pero allí, sentado en el sofá Victoriano de piel tableada, con demasiado relleno y adornos dorados, como si fuera simplemente el jardinero de los Caldwell a quien pedían su parecer sobre la estrategia que debía seguirse la siguiente temporada con las perennes («¿Hemos acertado con los junquillos? ¿Hay razones para conservar la glicina, ya que éste no es su clima?»), había un hombre al que no había visto nunca pero al que, por raro que pareciera, creía conocer (eran sus ojos de cerdito, redondos y brillantes). Allí estaba el Muro. Wally Caldwell. Su marido. Vuelto del olvido. A casa, en Lake Forest.

A su debido tiempo, Sally me contó todos esos inútiles pormenores, que, una vez activada la trampa, cobraron un aspecto típico y previsible; aunque no para ella. Un detalle que se me ha quedado grabado hasta esta mañana de acerado cielo, tantos meses después, es Sally de pie, con la maleta en la mano, en el amplio salón de altos techos del castillo de sus suegros, el moho de la vejez y la rapiña ácido en el aire inmóvil, la luz que entraba por el ventanal emplomado imprecisa y con barrotes de sombra, la casa en silencio a su espalda, la puerta cerrándose silenciosamente por obra de una mano invisible, el viejo cansancio de la pérdida y la intensa familiaridad calándole de nuevo los huesos, y entonces al ver a aquel tipo corpulento, barbudo y algo poco calvo, le dirige una gran sonrisa y le dice: «Hola. Me llamo Sally». A lo que él —ese Wally que en absoluto estaba en el infierno—, frunciendo inseguro el ceño con aire de íntimo reproche, le contesta con vago acento escocés: «Soy Wally. ¿Te acuerdas de mí? No estoy muerto del todo».

Prueba de que quiero a Sally es que cuando revivo ese momento en mi imaginación, como tantas veces hago, siempre me estremezco, tan cerca de ella estoy: ¿qué es? ¿Horror? Me siento horrorizado por su conmoción. Astralmente reacio a que después pasara lo que pasó. Y peor habría sido que yo hubiera estado allí, aunque una soberana paliza habría cambiado las tornas a mi favor, y las cosas no habrían salido así.

No sé lo que ocurrió aquel fin de semana. Meditabundos paseos, las manos a la espalda, por la paliativa playa del lago Michigan. Airadas sesiones de recriminación, lo bastante lejos para que no los oyeran sus padres (sus hijos, afortunadamente, no aparecieron). Llantos y gemidos, gritos, noches sudando, el corazón a cien, los puños apretados con furia, frustración, rechazo y crasa incapacidad para asimilarlo, para creerlo, para mirar de frente a la realidad. (¿Cómo se sentiría cualquiera en su lugar?).

Y sin duda los compungidos y envenenados pensamientos de ¿por qué? ¿Y por qué ahora? ¿Por qué no quedarse para siempre en Mull? (La escarpada isla, barrida por el viento, frente a la costa de Escocia donde Wally había vivido como un topo durante decenios). Enterrarse en vida hasta que no quedara nada de él, seguir solo hasta el final en vez de joder la vida a todo el mundo: una vez más. Esta clase de historias son mucho mejores en la tele, porque los imponderables se suprimen convenientemente cuando surgen los anuncios de desatrancadores, laxantes y patatas fritas parlantes, y todo queda electrónicamente «olvidado», y en ese tiempo los ofendidos protagonistas pueden adaptarse al extraño naufragio de la vida, prepararse para volver y organizar las cosas lo mejor posible, de modo que tras tanto derramar lágrimas, apretar los puños, romper corazones aunque con garantía de enmienda, todo el mundo declarara de nuevo: «Todo arreglado», como dicen en Nueva Jersey. ¿Todo arreglado? ¡Ja! Digo yo. ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja-ja-ja! Y una mierda, todo arreglado.

Sally volvió en avión a casa el lunes, sin haber mencionado a Wally, el muerto viviente, en las conversaciones telefónicas que habíamos mantenido durante el fin de semana. Fui a Newark a recogerla, y en el trayecto de vuelta vi que estaba claramente alterada —por algo—, pero no dije nada. En el segundo matrimonio se tiene bien aprendida la lección de no insistir en lo que de ninguna manera debe insistirse, ya que los sentimientos probablemente no tienen nada que ver más que con uno mismo y sus propias y lastimosas necesidades, y no suelen ser especialmente comprensivos con las necesidades de la persona con quien uno se muestra insistente. Los segundos matrimonios, sobre todo los buenos como parecía el nuestro, podrían dar materia para tres manuales de consulta de un tamaño capaz de sujetar una puerta y llenos de indicaciones en negrita sobre lo que se debe y no se debe hacer. Y habría que estudiar mucho para pasar del tomo primero.

Yo supuse, como es natural, que el extraño estado de ánimo de Sally tenía que ver con sus hijos, los diabólicos cristianos de Idaho: que uno de ellos se encontraba en una clínica de desintoxicación, en la cárcel o el manicomio, era fugitivo de la justicia o se estaba automedicando, mientras el otro estaba preparando una demanda para embargar mi patrimonio ahora que la terapia había revelado unos horrendos episodios de abusos en los que de un modo u otro yo había tomado parte y que explicaba por qué su vida entera se había ido a la mierda, pero no antes de que pudiera atribuirse a alguien una buena parte de culpa. El miedo que yo tenía, desde luego, era el de todo segundo marido: que cuando menos te lo esperas, alguien que no te cae bien y que no tiene sentido de nada salvo de su propio derecho al sufrimiento —en otras palabras, hijos—, se mudara a tu casa y te destrozara la vida. Sally y yo habíamos acordado que no padeceríamos ese destino, que tanto sus dos hijos como los dos míos necesitaban pensar que la «base» de su vida estaba en otro sitio. Nuestra vida era nuestra y sólo nuestra. La habitación de los chicos era el cuarto de invitados. Claro que todo eso ha cambiado ahora.

Cuando llegamos al número 7 de Poincinet Road, el cielo ya se estaba descomponiendo en el crepúsculo. Por el oeste, el horizonte era del más puro y brillante azul. Los entusiastas de la playa estaban metiendo en la maleta libros, mantas, transistores y crema para el sol con vistas al puente del Día de los Caídos, y dirigiéndose a tomar una copa o una ración de gambas en el Surfcaster o a darse un revolconcillo en el Conquistador Suites mientras el ambiente se refrescaba ante la inminencia de la noche.

Puse mi disco favorito de Ben Webster, preparé un par de Salty Dogs, pensé en que más tarde fuéramos a Ortley a cenar pescado a la brasa en el Neptune’s Daily Catch Bistro y presumiblemente darnos un revolconcillo nosotros también mecidos por el rumor de la naturaleza y las apagadas voces de los pescadores que frecuentan nuestra playa cuando cambia la marea.

Y entonces me lo dijo, simplemente, justo cuando yo entraba en el salón para explicarle el plan.

Las personas siempre tenemos la necesidad de estar entretenidas con algo en el preciso instante en que nos comunican malas noticias; como si estando ocupado se pudiera pasar limpiamente del asunto, sin inmutarse siquiera. «¿Wally? ¿Vivo? ¿En serio? Venga, prueba esto, da un sorbito, a ver si se me ha ido la mano con el zumo. Me encantaría poner más Gilbey’s. Vaya, el bueno del Muro, ¿quién lo iba a decir? ¿Y qué aspecto tiene? ¿No te parece sencillamente maravilloso ese trémolo entrecortado que Ben consigue en Georgia on My Mind? A Hoagy[47] le encantaría. Saluda a Wally de mi parte. ¿Qué tal le ha ido estando muerto?».

Debo afirmar sin rodeos: nunca digan a nadie con quien estén hablando que saben cómo se siente a menos que, en ese preciso momento, se estén apuñalando con el mismo cuchillo, en el mismo sitio y en el mismo corazón en que se esté apuñalando su interlocutor. Porque en caso contrario, no tendrán ni idea. Apenas puedo decir cómo me sentí cuando Sally me dijo: «Frank, cuando llegué a Lake Forest, Wally estaba allí». (El empleo de mi nombre, «Frank», igual que siempre, como heraldo de malas noticias. Debería cambiármelo y llamarme Al).

Sé positivamente que no dije nada al oír esas palabras. Logré poner mi Salty Dog sobre la mesita de cristal, dejarme caer a su lado en el sofá de ante, y mirar con las manos en las rodillas al ensombrecido Atlántico, donde las fantasmagóricas siluetas de los pescadores con sus altas botas resaltaban frente a las olas mientras, a mucha distancia mar adentro, el firmamento seguía mostrando un resplandeciente reflejo de azul. Sally se quedó tan inmóvil como yo y puede que sintiera lo mismo: sorpresa.

A veces las palabras sencillas son lo mejor, y preferibles a violentas imágenes del mundo viniéndose abajo; a pensar en cómo se parece todo a una telenovela y lástima que William Bendix ya no anduviera por aquí para hacer el papel de Wally, o el mío; mejor que la respuesta ético-cultural de que la catástrofe es «buena para todo el mundo», pues escenifica el gran misterio de la vida y revela que en buena parte no es sino artificio —compartimentos interconectados, un mundo dentro de otros mundos—, la trampa de la que Clarissa está tratando de liberarse. En cualquier caso, la forma en que expresamos nuestra respuesta a las cosas es algo ficticio —a menos que nos caigamos muertos— y va dirigida a que el oyente piense que vale la pena escuchar, mientras siente alivio al saber que nada de esa mierda le está ocurriendo a él personalmente. Sorpresa no está mal. Al oír que Wally Caldwell, de cincuenta y cinco años, desaparecido durante treinta —tiempo en el que habían pasado muchas cosas, y se habían producido cambios sustanciales en el modo de existir en la tierra—, al enterarme de que Wally vivía y estaba en Lake Forest y había pasado el fin de semana haciendo Dios sabe qué con mi mujer, me llevé una sorpresa.

Sally sabía que podría sorprenderme (y desde luego así fue), y no quería que el mundo se me viniera encima con la noticia, ni que me pusiera histérico, etcétera. Había pasado tres días con Wally. Había superado la conmoción de verlo más viejo, con barba y una apariencia extraña y paternal, ocultándose en casa de sus padres como un intimidante hermano mayor con una herida terrible, a quien sólo se ve fugazmente detrás de unas cortinas de chintz en la buhardilla, pero a quien se oye gemir por la noche. Su actitud era —y me gustaba, porque era muy de su forma de ser de venga, vamos a arreglar las cosas— la de que, bueno, aunque la reaparición de Wally planteaba algunos problemas delicados que requerían solución, y si bien entendía perfectamente que «toda esta historia» quizás me había puesto en una posición incómoda (con respecto, digamos, al pasado, el presente y el futuro), seguía siendo sin embargo una «situación humana», en la que no había culpables (claro que no), nadie tenía mala voluntad (salvo yo) y trataríamos de arreglarla entre los tres, con objeto de hacer el menor daño posible al menor número de personas inocentes (debería haber sabido quién iba a ser el inocente desprotegido, pero no lo adiviné).

La historia de Wally, me contó ella, sentada en el sofá frente a la primaveral oscuridad del Atlántico, mientras nuestros Salty Dogs se aguaban y caía la noche, era «una de esas peripecias» derivadas de la guerra, el trauma, la tristeza, el miedo y el resentimiento, y del caótico impulso de escapar a todas las demás causas, inducida por (¿algo más?) «una especie de distanciamiento esquizoide» que producía amnesia, de manera que durante años Wally había sido incapaz de recordar gran parte de su vida anterior, aunque ciertos retazos le resultaban más claros que el agua.

Wally, al parecer, era incapaz de ensamblar todo aquello, aunque admitió que no había salido simplemente a por el Trib treinta años antes, dándose un golpe en la cabeza al entrar en el Beetle y sintiendo que se cerraba un telón. Seguramente fue algo —eso sin duda lo reconoció en unos de sus íntimos y agradables tête-à-têtes en la playa del lago Michigan— que «inconscientemente lo estaba reconcomiendo», cierto fracaso en afrontar el mundo desde su perspectiva de veterano de Vietnam con una herida (nada grave) en la cabeza, una familia, y un próximo futuro de especialista en horticultura: el mundo entero se le venía encima como cuando revienta una presa, llevándose por delante vacas, árboles, coches y campanarios, y él en medio de aquel remolino indiferenciado. (Hay buenos tratamientos para salir de eso, pero, claro, hay que querer).

En resumidas cuentas (menos mal), el trauma, el miedo, el resentimiento y la amnesia selectiva había separado a Wally de su mujer y sus dos hijos llevándoselo de los alrededores de Chicago hasta Glasgow, en Escocia, y allí permaneció un tiempo «atrapado» en «la subcultura» de la vida en comuna, donde todos derrochaban buenos sentimientos, experimentaban con cannabis y otras drogas estimulantes del intelecto, follaban como conejos, hacían bisutería artesanal para venderla en húmedas calles, aplicaban algunas técnicas agrícolas de subsistencia, se confeccionaban la ropa y tenían las miras comunales puestas en la revelación espiritual, aunque apartada de la corriente religiosa convencional. En otras palabras, la Familia Manson, dirigida por Ozzie y Harriet.[48]

Finalmente, según contaba Wally, la subcultura de las comunas se quedó «sin gasolina», él emigró con una mujer satélite —profesora de inglés, como es lógico— a los parajes naturales de Escocia, primero a la isla de Skye, luego a Harris, después a Muck, y por último a Mull, donde encontró trabajo en la empresa Scottish Blackface (ganado lanar) y por fin —algo más acorde con sus inclinaciones y conocimientos— en la finca de un terrateniente donde, con el tiempo, pasó a ser jefe de jardineros y silvicultor (el propietario tenía pasión por los abetos), y acabó administrando la enorme hacienda. Allí llevaba una existencia plena, aseguró Wally, muy lejos de Lake Forest «y toda esa vida» (refiriéndose una vez más a mujer e hijos), de los Cubs, el Wrigley Building, la Sears Tower, el río con su tinte verde: de nuevo todo ese aluvión indiferenciado, la oleada de la existencia moderna al estilo americano, por encima de cuya espumosa superficie, parduzca y llena de basura, la mayoría de nosotros logra mantener la cabeza para no perder de vista nuestra tarea y poder llevarla a cabo. En estas cuestiones no soy imparcial. ¿Por qué habría de serlo?

A su debido tiempo, su amiga —«una mujer absolutamente honrada y decente»— se cansó de la vida que llevaba en Mull como compañera de un campesino y volvió a su trabajo y su marido: profesor como ella, en Ohio. Un par de lugareñas ocuparon su sitio y, al cabo del tiempo, se largaron también. Wally se acostumbró a vivir de manera extraoficial en la casa de piedra del administrador de la finca, fregando el váter, aprovisionando el frigorífico con haggis[49], ahumando pescado, quemando turba, leyendo The Herald, escuchando Radio 4, poniendo la tele, tomando el té a sorbitos, ocupándose de que sus botas de agua estuvieran secas y su Barbour bien encerado durante los largos inviernos de Mull. Era su vida soñada, estaba hecho para ella y se la merecía, y allí esperaba acabar los días de su existencia sin brillo, entre los helados pedruscos, los arroyos, las peñas, los páramos, los mojones de piedras apiladas, la aulaga, los cedros azotados por el viento: allí, en aquellos parajes a medias escogidos, a medias predestinados, y a los que a medias escapó de una vida que se le había declarado en quiebra.

Aparece entonces Internet: en la forma del joven hijo del terrateniente, Morgil, que había tomado las riendas de la propiedad (tras volver de la Universidad de Florida) y que albergaba sospechas sobre el corpulento norteamericano que vivía en casa del administrador, pensando que probablemente era una persona distinta de quien decía ser, quizás un antiguo prófugo o un fugitivo perseguido por algún delito atroz en su país, razón por la cual se había exiliado voluntariamente: un tío disfrazado de payaso que devoraba niños pequeños para el almuerzo. La idea que habitualmente se tiene de Norteamérica, vista desde fuera.

Lo que el joven Morgil encontró en sus averiguaciones —¿y quién se sorprendería?— fue una página web «Wally Caldwell» que los buenos de los padres habían creado en Lake Forest como última esperanza, o movidos por la idea que inspire la construcción de esos sitios (yo no tengo de Realty-Wise, aunque Mike sí, www.RealtyTibet.com, así es como lo descubrió Tommy Benivalle). No había orden judicial pendiente, ni alertas de Interpol ni banderines rojos de Scotland Yard adjuntos al sitio, sólo una retocada secuencia de fotografías de Wally a distintas edades (una de ellas con Barbour y todo) con un aspecto muy parecido al individuo que plantaba y podaba abetos y otros árboles como un personaje de D. H. Lawrence. «Por favor, si conoce o ha visto a este hombre, o ha oído hablar de él, póngase en contacto con la familia Caldwell. Es posible que padezca amnesia. No representa peligro alguno. Su familia le echa mucho de menos; ya hemos cumplido los ochenta y no nos queda mucho de vida».

Al joven Morgil no le pareció bien enviar un mensaje de buenas a primeras sin hacer comprobaciones: un individuo que correspondía a la descripción general de Wally Caldwell trabajaba en Cullonden, en la isla de Mull, con el nombre de Wally Caldwell. Sería mejor, consideró, decírselo a Wally, incluso a riesgo de que las delicadas noticias lo despertaran de su prolongado letargo vital, resquebrajando su frágil navío y precipitándolo a un mundo que no soportaba, haciéndole deambular por el páramo gritando y farfullando, de manera que lo único que sus ancianos padres tendrían como fruto de su sitio web sería un hombre con un pijama verde, silencioso, pálido y destrozado que a veces parecía sonreír y reconocerlos pero que se pasaba la mayor parte del tiempo con la mirada fija en el lago Michigan.

A la mañana siguiente Morgil clavó una nota con una chincheta en la puerta de Wally: una impresión en color de la página principal de la web de Caldwell, el informatizado rostro de mediana edad junto a la foto de un anuario escolar de Illinois («Soy el señor Muro»). No se hacía referencia a Sally, ni a Shelby ni a Chloë, ni a que se le había dado por muerto. Las únicas palabras que contenía eran las tiernas súplicas de sus padres: «Ven a casa, Wally, dondequiera que te encuentres, si es que estás en alguna parte. No estamos enfadados contigo. Seguimos aquí, en Lake Forest, mamá y papá. No vamos a vivir eternamente».

Y eso hizo. Wally cruzó el océano y volvió a casa, a los acogedores brazos de mamá y papá. Aunque cambiado, aquel individuo taciturno y lento de entendederas seguía siendo su hijo, y de pronto todo se volvió luminoso y cargado de promesas, mientras que antes no había más que una puerta cerrada, un muro ciego, una noche vacía donde nadie pronuncia tu nombre. Yo sé bastante de eso.

Y aquélla fue la extraña escena en la que irrumpió mi desprevenida esposa, con la maleta y los recuerdos perdidos, esperando simplemente «pasar la tarde tomando unas copas» con los suegros, seguida de pescado al gratin, para luego acostarse pronto entre sábanas frías y almidonadas y al día siguiente mostrarse simpática con unos ancianos desconocidos en el Wik-O-Mek, intentando pacientemente, en tono agradable, explicarles otra vez quién era exactamente (¿una antigua nuera?). Pero en cambio encontró a Wally, con barba, mayor, más gordo, calvo, con dientes grisáceos pero todavía inocente e indeciso, como le gustaba en otro tiempo, sólo que vestido como un guardabosques escocés y hablando con un ridículo acento.

Se llevó una sorpresa. Y yo también.

Cuando acabó de contarme aquella absurda historia, hacía mucho que la casa se había quedado a oscuras. Había entrado frío desde la superficie del mar iluminado por la luna. Sally estaba enteramente inmóvil, mirando la marea alta, los pescadores ya en su casa, una encarnada fosforescencia germinando en la ondulación del agua. Salí de la habitación y volví con un jersey que había comprado años antes en Francia, cuando estaba perdidamente enamorado (la que entonces era el objeto de mi amor es hoy cirujana torácica en Brigham and Womens), aunque mi historia de amor, entonces, tuvo un final enteramente satisfactorio que me dejó vía libre para nuevas experimentaciones en vez de ponerme trabas con problemas hondamente preocupantes e insolubles.

Sally se puso el jersey que Catherine Flaherty había llevado en las frescas noches de primavera en Francia, frente al Canal. Cruzó los brazos del mismo modo en que solía hacerlo Catherine, hundiendo la fría barbilla en el aplastado pelo de la lana, que olía a mohoso, mientras se daba tiempo para pensar claramente, ya que Wally estaba en Lake Forest y yo allí mismo. Toda la red de seguridad de nuestra vida sin incidentes seguía tendida para recogerla, y desde luego podía olvidar —eso me parecía lo más adecuado— toda aquella conmoción, desechándola como una pesadilla que se esfumaría a la menor oportunidad. Lo sentía muchísimo por ella, lo reconozco. Pero también comprendía la inutilidad de buscar y deshacer el nudo de filamentos enmarañados para que los cabos sueltos se desenredaran y corrieran suavemente en la madeja. Sólo que no eran cabos sueltos. Sino lo que yo llamaba mi vida. Y aunque fueran breves y toscos y estuvieran más deshilachados de lo que yo quisiera, seguían siendo lo único que tenía. De haber sabido lo que me esperaba, habría llamado a unos tíos de Bergen County que me debían un favor para decirles que cogieran un avión y vinieran a realizar un acto de penitencia con la cabeza de Wally.

En este planeta hay muchas clases diferentes de personas: unas nunca te permiten olvidar un error, otras están más que dispuestas a ello. Las hay que de pequeñas casi se ahogan y nunca vuelven a bañarse, y también quienes vuelven a tirarse inmediatamente al agua y chapotean como patos. Hay individuos que se casan una y otra vez con la misma mujer, mientras que otros no se rigen por pauta alguna en sus amours (yo soy de ésos. No es tan malo). Y no hay duda de que existen personas que, ante una transgresión de amplio e histórico carácter, aun cuando no enturbie el presente ni anule el futuro, no pueden quedarse tranquilas hasta remediar el mal, corregirlo y pulverizarlo con entrega y aplicación, momento en el cual se sienten de nuevo en paz con el mundo y pueden seguir adelante con la frente muy alta: sea eso lo que sea. (Lo contrario nos enseña el Periodo Permanente: si verdaderamente no se puede olvidar algo, al menos es posible no hacer caso y preparar con tiempo algún plan para la cena).

En defensa de Sally, hay que decir que estaba aturdida. Había ido a Illinois para ver un fantasma. Todo en la vida parecía de pronto un extraño batiburrillo. Era la típica conmoción que te hace darte cuenta de que la vida es algo que te pasa única y exclusivamente a ti, y que cualquier concepto de proximidad, intimidad, unión, correspondencia con esto o lo otro no es más que un alarido, un grito en la oscuridad. Mi idea, naturalmente, habría sido esperar un par de semanas, seguir vendiendo casas como si nada, hacer un crucero a St. Kitts con la Carnival, y a la vuelta tantear el terreno a ver cómo estaban las cosas. Lo que yo pensaba era que con tiempo para reflexionar, Wally volvería tranquilamente a Mull, a sus abetos, cercas de piedras y anonimato. Podríamos enviarnos tarjetas de Navidad y seguir viviendo así hasta el ya no tan lejano final. Después de todo, ¿qué probabilidades hay de que alguno de nosotros cambie alguna vez, habida cuenta de que tenemos la mayoría de las cosas bajo control?

Una vez más, por supuesto, andaba despistado. Confundido, desorientado, desacertado, del todo equivocado.

Al término de su larga recitación de la historia del Wally perdido, una crónica que no me había fascinado, porque no pensaba que presagiara nada bueno para mí (y con razón), Sally me anunció que necesitaba dar una cabezada. Los acontecimientos la habían dejado para el arrastre. Sabía que yo no era precisamente de los que infundían ánimo con una sonrisa, que posiblemente estaba tan «confuso» como ella (incierto), y le hacía falta estar sola y tumbarse un rato en la oscuridad para pensar y dejar que las cosas —textualmente— «se asentaran». Me sonrió, deambuló por la estancia encendiendo luces, envolviendo el oscuro espacio que estaba abandonando con un broncíneo resplandor de funeraria. Vino hacia donde yo estaba, de pie frente al sofá, y me besó en la mejilla (¡Santo Dios!), como si fuera un miembro del cortejo fúnebre y quisiera darme ánimos, subió luego ceremoniosamente la escalera, no hacia nuestro dormitorio, no a la cámara nupcial, no al refugio conyugal de tiernas intimidades y extasiadas aquiescencias, ¡sino al cuarto de invitados!: donde ahora duerme mi hija y también donde se acuesta con el nuevo don Perfecto, un cabrón que tiene un Healey.

Podría haberme vuelto loco en ese mismo momento. Debería haber esperado a que subiera las escaleras (oí crujir el entarimado de la habitación de invitados), se quitara los zapatos y se dejara caer cansinamente sobre la fría colcha, para precipitarme entonces escaleras arriba, soltando proclamas y calumnias, injurias y vilipendios, arrancando el pomo de las puertas, rompiendo mesas a patadas, rajando espejos a gritos: dictando la ley tal como yo la veía, que era como debía ser y como había de aplicarse para que sirviera de algo y nos protegiera. Que en Poincinet Road, en las ciudades costeras y en los barcos por alta mar todo el mundo supiera que me había olido lo que se estaba cociendo y no me lo iba a tragar, ni yo ni nadie de mi casa. El hecho de que uno de los dos quede cruelmente abandonado a sus propios recursos, en su implacable salón de estar, mientras el otro, insensible, se refugia en el mundo del ensueño para replantearse el destino y la providencia, ha de producir ciertos efectos grandilocuentes. Y un huevo, José. Ni una puta palabra más. Lo que yo diga; y si no, puerta. Esto no es para irlandeses (ni escoceses). Sólo para socios. Ni sueñes con aparcar aquí.

Pero no lo hice. Y la razón fue: me sentía seguro. Aun cuando intuía que iba a pasar algo, como esos elefantes que notan las sigilosas pisadas de los lanceros pigmeos a través de sabanas y ríos inundados. Me parecía que podía interesarme libremente en el asunto, ponerme la bata blanca de la investigación objetiva, acompañar a Sally con una lupa, curioso por descubrir lo que aquellos huesos antiguos, trozos de cerámica y vestigios de amor perdido tenían que decir. Ésos son los momentos, precisamente, en que se toman decisiones importantes. La gran literatura los elude por sistema en beneficio de movimientos sísmicos, risa histérica o mundos resquebrajados, haciéndonos un flaco servicio de ese modo.

Lo que hice mientras Sally dormía en el cuarto de invitados fue prepararme otro Salty Dog, abrir una lata de cacahuetes y comerme la mitad, porque el pescadito en el Neptune’s Daily Catch ya era letra muerta. Apagué las luces, me senté un rato en la silla plegable de cuero, me incliné hacia delante apoyándome en las rodillas, y en el gélido salón de estar contemplé cómo el agua fosforescente lamía la playa de alabastro iluminada por la luna hasta mucho después de la marea alta. Luego subí a mi despacho y leí el Asbury Press: un artículo acerca de que habían prematriculado en Yale a Elián González, otro de un plan para realizar una escultura posmoderna con material preventivo del efecto dos mil y colocarla en el jardín del edificio de la legislatura estatal en Trenton, de una advertencia de la CIA sobre un ataque que Irán había planeado contra nuestras costas, y de una demanda judicial contra la concejalía de urbanismo por haber denegado autorización para la apertura de un Circuit City[50] en Bradley Beach con el titular de ¿CÓMO AFECTARÁ LA DENEGACIÓN AL COMERCIO EN TEMPORADA ALTA?

Comprobé el catálogo de alquileres (ya habían pasado tres semanas desde el Día de los Caídos). Tomé nota de que la revista Real Estate Cold Call, de Nueva Jersey, informaba de que cuatro millones de ciudadanos tenían trabajo, con lo que el cuatro coma uno por ciento de la población estaba en paro: el auge económico más prolongado de nuestra historia (que ahora emitía ruidos sibilantes por las costuras). Finalmente, bajé otra vez, puse la tele, vi perder a los Nets con los Pistons y me fui a dormir vestido al sofá.

Esto no quiere decir que la reaparición de Wally me importara un pito y no me hubiera puesto las pilas, pensando que iban a producirse cambios incómodos, complejos y desagradables; y enseguida. Cambios que requerían declarar vivo a Wally, que exigían un divorcio, replanteamiento de la sucesión y actualización de las cláusulas relativas a los supérstites, todo eso mientras las recriminaciones rasgaban el aire como cuchillos de trinchar, y los trámites se alargaban indefinidamente, poniendo sobre ascuas, como si fueran chuletas, la paciencia, los buenos modales y el alto sentido que todos tenían de sí mismos. Eso es lo que iba a pasar. Quizás también me sintiera vulnerable a la acusación de marido advenedizo. Aunque yo no habría conocido a Sally Caldwell, ni me habría casado con ella (puede que le hubiera hecho la corte), de no haber sido porque Wally había desaparecido —eso creíamos todos— para siempre.

Pero, en realidad, así era como me sentía: en guardia, pero seguro. Como si en el barrio hubiera subido el índice de delincuencia pero acabara de rescatar de la perrera a un rottweiler de cien kilos, que me tuviera por su único amigo mientras consideraba enemigo al mundo entero.

Sally y yo, utilizando la materia humana de que todos estamos hechos, nos habíamos esforzado para poner nuestro matrimonio a salvo de cualquier contingencia. La otra característica de los segundos matrimonios —a diferencia de los primeros, que sólo requieren un ferviente impulso y hormonas sin travestismos— es que necesitan buenas razones para existir, motivos que es preferible estudiar minuciosamente y entender bien de antemano. Sally y yo llevamos a cabo sendas introspecciones cuando yo aún vivía en Haddam y, cada uno por nuestro lado, llegamos a la conclusión de que el matrimonio —del uno con el otro— prometía más posibilidades de felicidad para ambos de lo que cabía imaginar, y de que ninguno de los dos albergaba dudas sobre las cosas adversas de la vida (la enfermedad, la compartiríamos; la muerte, la esperábamos; la depresión, la trataríamos), y que cuanto más tiempo tardáramos en decidirnos menos tiempo tendríamos para pasar momentos inolvidables. Cosa en la que, por lo que a mí respecta —y me consta que Sally pensaba lo mismo—, acertamos plenamente.

Lo que equivale a decir que hicimos el agradable juego de prestidigitación de compartir la edad adulta. Renunciamos formalmente a nuestra personalidad de solteros. Generalizamos el pasado en beneficio de una pulcra mentalidad de segundo acto que ponía de relieve que la vida se reducía precisamente a su aspecto más visible. Reconocimos que los sentimientos sólidos eran superiores a la felicidad original, y prometimos no preguntarnos nunca si nos queríamos de verdad, de verdad, en el convencimiento de que la afinidad era amor: y nosotros teníamos afinidad. Hicimos hincapié en los matices y propugnamos que éramos lo que parecíamos. Comprobamos que nos portábamos bien en la cama, y que la ausencia de intimidad solía ser autoimpuesta. Mantuvimos nuestros hijos a cautelosa pero (al menos en mi caso) positiva distancia. Dejamos de resaltar el llegar a ser en beneficio del ser. Renunciamos de forma permanente a la melancolía y la nostalgia. Hacíamos cosas absurdas a propósito, como ir en avión a Moline y Flint y volver en el día porque éramos «arqueólogos». Pedíamos menús de Acción de Gracias y Navidad en determinados restaurantes de la autopista de peaje. Pensamos en comprar un refugio de animales de compañía en Nyack, un pequeño hotel en New Hampshire.

En otras palabras, pusimos en práctica lo que el gran novelista dijo sobre el matrimonio (aunque nunca llegó a descubrir el genoma matrimonial). «Si alguna vez me caso», escribió, «haré como si la vida me importara más que ahora». En lo que se refiere a Sally y a mí, teníamos la vida en mucha mayor estima de lo que nunca habíamos imaginado. Para decirlo de la manera más sencilla posible, nos queríamos de verdad y no nos hacíamos muchas preguntas, lo cual, por supuesto, es el primer principio del Periodo Permanente.

Y como estamos a 22 de noviembre, no de mayo, y yo tengo cáncer y Sally está hoy muy lejos, en la isla de Mull, me encuentro en condiciones de resumir los acontecimientos y hacer que nuestra década de feliz unión parezca un asunto de bochornosas razones y asuntos prácticos, como si vivir con otra persona fuera lo mismo que estar en dos cabinas de aislamiento exactamente iguales en uno de aquellos concursos televisivos de los cincuenta; y también puedo hacer que todo lo que ha pasado parezca inevitable, que ha ocurrido porque Sally no era feliz conmigo ni estaba a gusto con nuestro matrimonio. Pero no habría ni pizca de verdad en todo eso, por negativos que hayan sido los hechos; y pese a mi tendencia a la autocompasión y la duda, resultaba mucho más que aceptable en la cama, y la actividad de agente inmobiliario nunca habría agotado mis capacidades (podría haber sido abogado).

No, no, no, no y mil veces no.

Éramos felices. La trama y la urdimbre de la vida era compleja y suficiente para tejer un jersey tan enorme como el puto océano. Vivimos. Juntos.

—Pero si se marchó no debía de ser tan feliz, ¿verdad? —me espetó la triste consejera matrimonial, de naricita puntiaguda, dientes de ardilla y tocado en pompa que, lleno de abatimiento, fui a ver en Long Branch sólo porque pasé por delante de su puerta y leí su placa una tarde de primeros de junio. Estaba acostumbrada a asesorar a llorosas, perplejas y abandonadas mujeres de suboficiales de Fort Dix que no volvieron de la guerra y se casaron con camareras tailandesas. Quería ofrecer soluciones sencillas que condujeran a sentimientos de afirmación personal y divorcios rápidos. Sugar. Doctora Sugar. Estaba divorciada.

Pero eso no era cierto, le dije. La gente no siempre abandona a su pareja porque no es feliz, como en esas repugnantes novelas rosa escritas por solitarias amas de casa de Nueva Inglaterra, publicadas en periódicos sensacionalistas o emitidas por la tele. Cabría decir que cometo un error fatal creyendo eso, y afirmando además que el hecho de que Sally se marchara con Wally después de su vuelta a la vida no era la cosa más absurda y jodida de este puto mundo y no significaba el fin del amor para siempre. Pero eso era lo que creía, y lo sigo afirmando. Sally podría decir más tarde que no había sido feliz. Pero desde que se marchó, las dos corteses tarjetas que he recibido no hacen mención alguna del divorcio ni de no quererme, y eso es lo único que quiero entender.

Cuando Sally volvió a bajar aquella noche y me encontró dormido en el sofá con la lata de Planters al lado y la tele dando El tercer hombre (la escena en que a Joseph Cotten le pica el loro), no era infeliz conmigo; aunque desde luego tampoco era feliz. Comprendía que acababa de toparse inesperadamente con la gran contingencia, aquello contra lo que habíamos luchado y casi vencido, y probablemente lo único que podría haber surgido frente a nosotros y mirarnos fijamente hasta hacernos apartar la vista: la reencarnación de Wally. Ella no sabía qué hacer; pero yo sí.

El matrimonio —como todo— no está a salvo de contingencias, tanto si lo reconocemos como si no. En todas las cosas buenas y generosas siempre hay una mezquina eventualidad en la que nadie ha pensado, o no piensa desde hace tanto tiempo que es como si no existiera. Sólo que sí existe. Y hay una grieta potencialmente fatal en la armadura de la intimidad, en lo más incondicional, en los votos sagrados, en las promesas, en el para siempre. Que es la siguiente: en todo acuerdo hay una vía de escape por alguna parte, y por ahí entra una corriente de aire. En todas las promesas de quererte y serte «fiel para siempre» está prevista la dura contingencia (improbable o no) de que: A menos, por supuesto, que me enamore «para siempre» de otra persona. Eso es cierto aunque no nos guste, lo que significa que no es cínico pensarlo, pero también supone que el otro —a quien queremos y preferimos que no lo sepa— tiene las mismas posibilidades de saberlo que nosotros. Y reconociendo eso podemos finalmente estar tan cerca de la intimidad absoluta como se puede estar. Acercarse más que eso a lo absoluto es la muerte o algo parecido. Y la muerte es donde yo trazo la línea. Los agentes inmobiliarios, desde luego, lo sabemos mejor que nadie, porque en toda operación hay un callado Wally Caldwell que está presente hasta en el momento de vender (que es como la muerte) y a veces incluso después. En todo contrato de compraventa, también figura la condición, explícita o no, que dice «a menos, por supuesto, que ya no quiera», o bien, «es decir, a menos que cambie de parecer», o incluso «suponiendo que mi instructor de yoga no me recomiende lo contrario». Puede que el sagrado concepto de integridad se haya inventado para eliminar esas contingencias. Pero, en estas deslucidas elecciones del milenio, ¿vamos a decir que ese concepto vale verdaderamente diez céntimos o una patata frita? ¿O, ya que estamos en ello, que lo ha valido alguna vez?

Sally estaba de pie frente al cristal térmico del ventanal que daba al oscuro Atlántico. Había dormido vestida, ella también, estaba descalza y tenía una manta L. L. Bean de color verde sobre los hombros, encima del jersey francés. Yo había abierto la puerta de la terraza y dentro hacía una temperatura de diez grados. Apagó El tercer hombre. Me había despertado estudiando su oscura espalda sin darme cuenta de lo que era, ni siquiera de que se trataba de ella: preguntándome si tenía alucinaciones, sufría una ilusión óptica al despertarme en la oscuridad, o un desconocido o un fantasma (llegué a pensar en mi hijo Ralph) había entrado a refugiarse en mi casa sin enterarse de que yo estaba allí, roncando. Sólo comprendí que era Sally cuando pensé en Wally y en la adversidad que su renovada vida me prometía.

—¿Te encuentras algo mejor? —le pregunté, queriendo que supiera que aún me contaba entre los vivos, y que antes estábamos manteniendo una conversación que yo no había dado por terminada.

—No —contestó con una voz ronca, acongojada, que parecía de anciana. Se estrechó la manta Bean alrededor de los hombros y tosió—. Me siento fatal. Y animada, al mismo tiempo. Tengo un nudo en el estómago, pero también un cosquilleo. ¿No te parece raro?

—No, yo no diría necesariamente que es tan raro.

Me estaba probando la bata blanca de investigador, a ver si era de mi talla.

—En cierto modo quisiera convencerme de que mi vida es un absoluto fracaso y un desastre, que hay una forma adecuada de hacer las cosas y yo he conseguido echarlo todo a perder. Así es como me siento.

Estaba de espaldas a mí. En realidad no tenía la impresión de estar hablando con ella. Pero si no era con ella, ¿con quién entonces?

—Eso no es verdad —repliqué. Entendía perfectamente, claro está, por qué se sentía de aquel modo—. No has hecho nada malo. Sólo has cogido un avión a Chicago.

—No tiene sentido dar marcha atrás y remontarse a los orígenes, pero podría haber sido mejor esposa para Wally.

—Eres buena esposa. Eres buena esposa para mí.

Y entonces no dije, pero pensé: Y que le den por culo a Wally. Es un gilipollas. Me encantaría liquidarlo, machacarle la cabeza y dársela de alpiste a los pájaros.

—¿Por qué te sientes animada? —le pregunté en cambio. Don Compenetrado.

—No estoy segura.

Lanzó una mirada alrededor, su cabellera rubia atrapando luz de algún sitio, su rostro de aspecto cansino y marcado con las líneas de sombra del sueño y la fatiga del viaje.

—Bueno —observé—, que estés animada no es malo. A lo mejor te has alegrado de verlo. Siempre te has estado preguntando qué habría sido de él. —Me puse un cacahuete en la boca seca y mastiqué. Ella volvió al ventanal, donde probablemente iba a coger frío, y le pregunté—: ¿Qué va a hacer ahora, lo mismo que tú o reencarnarse en otra vida?

—Eso es bastante simple.

—Lo tendré presente. ¿Qué me dices de lo de estar casado contigo? ¿Piensa hacerlo otra vez? ¿O me quedo yo contigo como rescate del naufragio?

—Te quedas conmigo como rescate.

Se dio la vuelta y vino despacio hacia mí mientras yo la observaba fijamente, un tanto sobrecogido, como si verdaderamente fuera el fantasma por quien la había tomado. Su leve cojera se había acentuado, porque estaba molida de cansancio. Se sentó en el sofá y se apoyó en mí, de modo que olí el sudor de su pelo sin lavar, frío y húmedo. Me puso la mano flojamente en la rodilla y suspiró como si hubiera estado conteniendo la respiración sin darse cuenta. Su áspera manta me picaba a través de la camisa.

—Le gustaría conocerte —me dijo—. O a lo mejor yo quiero que lo conozcas.

—Faltaría más —repuse en un tono en el que noté un sarcasmo especial—. Invitaremos a más gente. A lo mejor consigo interesarle y alquila algo para el verano.

—Eso no es necesario, ¿no te parece?

—Sí. Yo sé muy bien lo que necesito. Tú sabrás lo que necesitas.

—No seas injusto conmigo. Esto me ha dejado tan pasmada como a ti.

—No es verdad. No soy yo quien está animado. ¿Por qué estás tú animada? He respondido por ti, pero no me ha gustado mi respuesta.

—Hummmmm. Todo resulta tan extraño, y tan familiar… Ya no estoy enfadada con él. Lo estuve durante años. Y cuando lo vi… Fue como si me presentaran al presidente o algún personaje famoso. Lo conozco tan bien, y de pronto lo tengo delante y por supuesto no lo conozco. Había algo fascinante en eso.

Me miró, puso una mano encima de la otra, sobre mi rodilla, y esbozó una dulce, fatigada, implorante, esperanzada y agradecida sonrisa. Habría sido maravilloso si hubiéramos estado hablando del desastre que se avecinaba por la aparición de su ex difunto marido, pero en cambio hablábamos de lo positivo del acontecimiento, de lo bien recibido que era, de cuánto habíamos echado de menos algo que ambos queríamos y de pronto nos lo encontrábamos delante.

—Yo no lo veo así —declaré.

Me parecía que pisaba terreno firme no sintiendo lo mismo que ella. Se me ocurrió que lo que sentía hacia Wally era una versión de estar casada con él, lo que a su vez era una versión de la verdad que yo había mencionado antes y que no podía discutirse. Pero no tenía por qué gustarme.

—Tienes razón —convino, en tono paciente.

Y entonces nos quedamos callados un rato, allí sentados, respirando el aire frío, cada uno buscando una descabellada y convincente circunstancia donde nuestros distintos puntos de vista —sobre Wally, y el desastre— pudieran unir fuerzas y configurar una respuesta aceptable y conjunta. Yo no estaba tan en el centro de los acontecimientos y gozaba de cierta perspectiva, de modo que la carga más pesada caía sobre mis hombros. Ya empezaba a sentarme bien el atuendo del paciente entendedor. ¡Ah, qué lástima! Ay, ¿por qué?

—Algo ha de pasar —afirmó Sally con involuntaria convicción—. Algo tuvo que pasar cuando Wally se marchó. Algo debe ocurrir ahora que ha vuelto. No puede no pasar nada. Ésa es la impresión que tengo.

—¿Quién dice eso?

—Yo —contestó ella con tristeza—. Lo digo yo.

—¿Qué es lo que tiene que pasar?

—Tengo que pasar una temporada con él —anunció Sally, de mala gana—. Tú querrías hacer lo mismo, Frank.

Contrajo la barbilla y resopló levemente entre los labios apretados. Solía adoptar esa expresión cuando se sentaba a su escritorio a redactar una carta.

—No, yo no haría lo mismo. Yo le sacaría un billete de primera clase para el sitio de la Micronesia que más le apeteciera y jamás volvería a pensar en él. ¿Dónde quieres pasar una temporada con él? ¿En los Catskills? ¿En la parte baja del Atlas? ¿Y yo también tengo que ir, para estar cerca de lo que necesito? Ahora estoy bastante cerca de ello. Estoy sentado a tu lado. Estoy casado contigo.

—Tú estás casado conmigo.

Entonces emitió realmente un grito ahogado y sollozó, luego dio otro gritito, me apretó la mano más fuerte de lo que nadie lo ha hecho jamás, y movió la cabeza de un lado a otro, salpicándome la mejilla de lágrimas. Era como si llorásemos los dos. Aunque no sé por qué debería llorar yo, en vez de aullar, gritar, agitar en el aire los jodidos puños mientras la tierra se abría de golpe a mis pies. Porque el caso es que, con su convicción alboreando como un sol de otro planeta, se abrió verdaderamente, y abierta continúa hasta el día de hoy.

Expondré brevemente lo demás, aunque no es plato de gusto.

Me abotoné la bata de investigador moral y me puse a trabajar en el programa. Sally dijo que estaba dispuesta a invitar a Wally a que viniera a Sea-Clift: o a un apartamento alquilado que ella le buscaría (¿por medio de qué agencia?), o a nuestra casa, donde se podría instalar en una de las dos habitaciones libres durante su breve estancia. Las cosas más raras pueden resultar plausibles insistiendo en que lo son. Recuerden lo que dijo Huxley sobre Einstein. Recuerden el Caballo de Troya. O si no, sugirió Sally, ella y él podían «irse a algún sitio» (el Rif, la Pampa, la Ruta de la Seda hasta Catay). No estarían «juntos», naturalmente, serían más como hermanos de excursión, y durante ese periodo crucial lograrían lo que pocos esperarían conseguir en su situación (¿cuántos hay en esas circunstancias?): dejar en paz, ventilar, repasar un antiguo amor ya marchito y muerto, diciendo lo indecible, sintiendo lo que ya no puede sentirse, reconciliando los caminos tomados con los nunca transitados. Curar y cicatrizar, salir fortalecidos. Vuelve a mí. Sí, habría lágrimas, gritos, risas, abrazos, vigorizantes bofetadas. Pero todo ello «dentro de un contexto», y en «tiempo real», o en alguna estupidez parecida, y todas esas décadas quedarían limpias de agua amarga, enrolladas y guardadas como la manguera a finales de otoño, que ya no volverá a sacarse del garaje. En otras palabras, era «algo positivo» (aunque no para todo el mundo): el misterio de la vida dramatizado, todo es artificio, compartimentos interconectados, etc., etc., etc.

Interesante. Todo me parecía muy interesante. Un verdadero experimento para entender a otra persona: para entenderla yo a ella, no ella a Wally, que me importaba un pimiento. Un marco revelador donde encuadrar la vida de Sally y en el cual yo podría observarla, porque esto era entre ella y yo: algo que sigo creyendo cierto. ¿Se puede siempre distinguir entre una serpiente y una goma de regar?

La estrategia de la Ruta de la Seda no me atraía, por razones evidentes. Le sugerí (esas cosas pasan) que invitáramos al Muro a pasar una semana (o menos) con nosotros. Podía instalar el campamento en el piso de arriba, poner sus artículos de tocador en el baño de invitados. Lo trataría de la misma manera que al anterior marido de Ann, ya fallecido, el arquitecto Charley O’Dell: con rígida cortesía, una fría sonrisa, una afabilidad despreocupada que sólo de vez en cuando se transformaba en psicótica antipatía, con palabras punzantes, hirientes, y la amenaza de violencia física.

Podría hacer algo mejor. No tenía nada que temer de un ex muerto. Le machacaría las orejas con la situación del mercado inmobiliario, le presentaría a Mike Mahoney, le hablaría de las elecciones, de los Cubs, del casquete polar, de Oriente Próximo. Aunque en general procuraría no acercarme a él, yéndome a pescar al Red Man Club, a pasar un día con Clarissa y Cookie a Gotham, a probar nuevos Lexus, a vender un par de casas, lo que hiciera falta con tal de que los dos hicieran lo necesario para colgar del clavo del garaje la enmohecida goma de regar de otros tiempos.

El 29 de mayo, Wally «la Comadreja», como se le llamaba en la academia militar, casi marido de mi mujer, padre de sus dos fanáticos hijos, veterano de Vietnam, mutilado de guerra, amnésico a sus horas, artista por excelencia del corta y lárgate, heredero de una considerable fortuna en North Shore, dócil silvicultor, antiguo muerto sin funeral y espléndido agente del desorden —enemigo mío—, ese tal Wally Caldwell entró en mi pacífico hogar de la costa de Jersey para ejercer su particular magia negra sobre todos nosotros.

Clarissa y Cookie vinieron para darme apoyo moral. Clarissa, que entonces todavía llevaba un diamante en la nariz (ya desterrado), consideró que era un experimento «interesante» dentro del concepto de clan familiar, pero absurdo en el fondo, aunque indicaba que a Sally le pasaba «algo» y que yo debía delimitar claramente mis «fronteras» y que ellas (al ser lesbianas de Harvard) sabían de fronteras todo lo que había que saber; o algo por el estilo.

Sally se iba poniendo cada vez más nerviosa, susceptible e irritable a medida que se acercaba el momento de la llegada de Wally (yo fingía calma para demostrar que no me importaba). Habló con brusquedad a Clarissa, y a mí también, y Cookie tuvo que decirle unas palabras. Fumó varios cigarrillos (la primera vez en veinte años), se bebió un martini doble a las diez de la mañana, se cambió tres veces de ropa, luego fue a la terraza vestida con pantalones blancos de lona almidonados, alpargatas francesas, blusa corta azul y blanca y gafas de sol sumamente oscuras. Todo calculado como atuendo informal que, con cordial determinación y resplandeciente invulnerabilidad, describía una vida tan feliz, plena, merecida, arraigada, comprendida, espiritual y cargada de historia que, nada más echar una ojeada a todo el resplandeciente tinglado —casa, playa, hija lesbiana, marido deplorable, ex mujer inalcanzable—, Wally volvería a subirse al taxi y emprendería el largo viaje de vuelta a Mull.

Admitiré que el verdadero Wally, aquel buey corpulento, de labios finos, tímida sonrisa, dientes grises, ojos menudos y dedos gruesos que con una maleta en la mano pugnaba por apearse del taxi de la Newark Yellow Cab, no parecía un gran desafío contra mi sentido de la permanencia, ni contra el de cualquier otro. Tenía una perfecta ausencia de recuerdos de él de cuarenta años atrás y sentí una extraña y cálida (errónea) simpatía hacia él, como si fuera uno de esos pobres civiles de una película bélica dé los cincuenta, voluminosos y de buen corazón a quien un francotirador alemán acaba tomando por blanco en los primeros treinta minutos. Wally llevaba unos gastados pantalones de pana verde —aunque ya era casi verano y venía sofocado de calor—, una chaqueta de punto de un morado descolorido que olía a tierra sobre una camisa de rugby verde y anaranjada, bajo la cual su barriga en forma de capacho pugnaba por liberarse. No llevaba sombrero, pero sí unos gruesos calcetines de lana más el Barbour antes mencionado, apestoso pero sin restos de barro, de cuando escarbaba entre la aulaga y la maloliente turba de la paradisíaca isla de su adopción.

Traía una botella de Glen Matoon de veinte años y una caja de Cohiba, Robustos, para mí. Todavía tengo los puros en la oficina y de vez en cuando pienso en fumarme uno, para gastarme una broma, aunque puede que explote. También traía —para Sally— una extraña variedad de hierbas escocesas para guisar que a todas luces había cogido para sus padres en el aeropuerto de Glasgow, además de una lata de galletas de mantequilla para «la casa». Medía por lo menos uno ochenta y cinco, recién afeitada la barba y casi calvo, pesaba más de cien kilos y hablaba un inglés titubeante, en un tono ligeramente agudo, con cierto acento escocés y un vocabulario americano recién salido de los años setenta. Decía «Chicagolandia», en frases como: «Salimos de Chicagolandia al rayar el día». Y decía «súper», como en: «Tenemos superentradas para Wrigley». Y decía «CB», por ejemplo: «Tomé CB» (comida basura) «antes de salir de Chicagolandia, y estaba súper».

Ese Wally, el ex muerto, no estaba hecho del más extraño material genético que había conocido (Mike Mahoney llevaba ese número de camiseta), pero sí era un tipo complejo, de lo más patético y desventurado, de ojos como platos, incómodo en su propia piel, de llamativa corpulencia, aunque también extrañamente sereno y en ocasiones pedante y procaz, como correspondía al SAE[51] del sur del estado de Nueva York que había sido cuando la vida era más sencilla. Es un misterio cómo se las había arreglado en Mull.

Ni que decir tiene, lo odié enseguida (pese a los sentimientos de simpatía), no llegaba a entender cómo una persona capaz de quererme a mí podía haber querido alguna vez a Wally, y deseé que se marchara de casa en cuanto puso los pies en ella. Nos estrechamos la mano sin fuerza, como hacían en el puente de Potsdam cuando intercambiaban prisioneros en la guerra fría. Lo miré fijamente. Apartó los pequeños ojos, de modo que no me sentí a gusto con mi insincera actitud hacia él y mi propósito de demostrar a Sally que tenía suficiente paciencia para soportarlo: algo que, seguramente, ella esperaba.

—Bienvenido a Sea-Clift, y a nuestra casa —le dije sin sentirlo y en tono lacónico, estúpidamente. Él dijo algo de que «la casa era… súper», y de que estaba «complacido» de encontrarse allí. Clarissa me cogió inmediatamente del codo y me condujo a la calle, frente a la casa, donde permanecimos un rato sin hablar en la densa brisa primaveral que estremecía la luminosa vegetación del litoral y soplaba hacia Asbury Park y puntos más al norte. El polvo que despedía en la playa la excavadora municipal, con las luces amarillas destellando a lo lejos, indicaba esfuerzos cívicos por trasladar montones de arena que se había ido acumulando en el paseo marítimo durante el invierno. Nos estábamos preparando para el Día de los Caídos.

El perro de Arthur Glück, Poot, en parte beagle y en parte spitz, que parece salido del antiguo Egipto y siempre anda husmeando por todas las casas (menos por la de los Feenster), estaba inmóvil en medio de Poincinet Road, mirándonos fijamente a Clarissa y a mí como si incluso para él fuera evidente que estaba pasando algo malo, pues ciertos acontecimientos habían echado por la mañana a los humanos a la calle, a lo que constituía su territorio y en su horario, y allí sabía él cómo iban las cosas.

Clarissa me soltó del brazo y se sentó en medio de la calzada cubierta de arena: un gesto para separarnos a los dos de Sally y Wally, que ya habían desaparecido a trancas y barrancas en el interior de la casa, aunque dejando la puerta abierta. Nadie iba a pasar por la calle. A pesar de todo, aprecié aquel gesto suyo, imprevisto y efectista, pero me puso nervioso y deseé que volviera a ponerse en pie. Cookie, chica lista, había decidido dar un paseo por la playa. Debí haberla acompañado.

—Eres un tío demasiado tolerante —sentenció Clarissa con indiferencia, sentada en la calle, reclinándose sobre el codo y haciéndose pantalla con la mano para protegerse los ojos del sol de mediodía. Me sentía aún más incómodo por el sitio donde se había colocado y por todo lo que no comprendía—. Lo que no significa que Wally no sea como un personaje de El viento entre los sauces y necesite una buena patada en el culo. Es muy zen de tu parte. En la comunidad de las chicas, esto no se aceptaría.

El pequeño diamante que Clarissa tenía incrustado en la nariz centelleó bajo la resplandeciente luz, impulsándome a llevarme el dedo a la cara, como si yo también tuviera uno. Llevaba unas sandalias italianas, finas como una tela, que exhibían sus tobillos y sus largos pies morenos, y unos anchos pantalones de color crema con una blusa a juego que le dejaba los hombros al descubierto. Era como un espejismo, lánguida pero animada.

—No soy nada zen —repuse, con la imagen del arrugado rostro de Mike y sus caídos párpados surgiendo en mi mente como si fuera uno de los Pep Boys.[52] Mike no sabía nada de los acontecimientos de aquel día, pero sin duda habría aprobado mi línea de acción.

—¿No te sientes raro? Es muy extraño que el bueno de Wally venga de visita —prosiguió Clarissa, arrugando la nariz y entornando los ojos hacia mí como si yo perteneciera a una especie en extinción.

—Me había hecho una idea bastante clara de cómo sucederían las cosas. Pero ahora que está aquí, ya no me acuerdo de nada —repuse, mirando a la casa, a mi hogar, sintiéndome como un estúpido en medio de la calle—. De todos modos, creo que es muy humano esperar que pase algo y luego ver cómo los acontecimientos que se esperaban frustran todas las expectativas. Es interesante.

—Sí —convino Clarissa.

Lo que no dije era todavía más raro. Que si bien estaba oficialmente cabreado y muy ofendido, no creía que aquella decepción fuera un verdadero, fracaso, ni que se me hubiera jodido la vida ni que ninguna de las cosas importantes que esperaba llevar a cabo antes de cumplir los sesenta fuera imposible de realizar. En otras palabras, estaba totalmente confuso, pero también tranquilo, y era probable que al cabo de media hora me sintiera de una forma completamente distinta, razón por la que no suelo prestar mucha atención a cómo me siento en un momento determinado. De haber dicho eso, Clarissa habría pensado que padecía de afasia provocada por la tensión nerviosa, o quizás que me estaba dando un ataque. A lo mejor era así. Pero lo que sabía a ciencia cierta era que la mayoría de las veces uno permanece fiel a sí mismo. Mejor hacer de la necesidad virtud.

Clarissa se puso en pie con dificultad, como un crío después del recreo en el colegio. Se limpió el polvo del fondillo de los pantalones y se sacudió el pelo. Era un día perfecto para haber ido a Flint. A lo mejor se resolvía todo para la hora del cóctel, Wally se metía en otro taxi amarillo, muy contento, y la vida se reanudaba en el momento del Salty Dog, donde la había dejado unos días antes.

—¿Es Sally la segunda hija de la familia?

Seguíamos de pie en medio de la calle, como esperando algo. Me tranquilizaba ver las destellantes luces amarillas de la excavadora en la playa, a un kilómetro de distancia.

—Tenía un hermano, que murió.

—Intento ser simpática con ella. A los nacidos en segundo lugar les cuesta trabajo conseguir lo que necesitan. Yo soy la segunda.

—Tú naciste en tercer lugar. Tenías un hermano que murió cuando eras pequeña.

Clarissa guarda un vago recuerdo de su hermano muerto, y no tiene paciencia para tratar de entender las cosas bajo un punto de vista diferente al suyo. Yo me siento como el ombudsman terrenal de Ralph, su intermediario con los vivos. Es mi personalidad secreta. Doy testimonio (en general) silencioso.

—Es verdad. —Se quedó entonces brevemente pensativa, en deferencia a «mi pérdida», que también era la suya pero diferente, y añadió—: Si mamá volviera de entre los muertos, ¿la invitarías a que viniera de visita?

—Tu madre no está muerta —repliqué irritado—. Vive en Haddam.

—Pero el divorcio es como la muerte, ¿no? Si en tres movimientos te dan jaque, un divorcio probablemente equivale a las tres cuartas partes de una muerte.

—En cierto sentido. Eso nunca termina.

Y qué proporción habría que asignar a este día, me pregunté. ¿Seis decimosextas partes de una muerte? Lo mismo más o menos para Sally. ¿Y a quién le importaba el Muro? Una mórbida penumbra le había complicado siempre la vida, haciéndole caer una y otra vez en extrañas situaciones, en las que no sabía desenvolverse.

—Sólo trato de distraerte —dijo Clarissa—. Y de seguirte la corriente. —Me cogió del brazo, apretándose contra mí con su hombro de atleta. Olía a champú y a sudor limpio. Como a uno le gusta que huela su hija—. A lo mejor tendrías que llevar un diario.

—Me suicidaría antes de escribir un puñetero diario. Eso es cosa de débiles y profesores viejos y maricones. Cosa que yo no soy.

—Vale —concluyó ella.

Nunca se mostraba receptiva al lenguaje grosero. Habíamos empezado a andar por Poincinet Road, frente a las casas de los vecinos, todas ellas bellos edificios de construcción similar, con fachada de tablones de madera y hortensias verdes de vistosos capullos a punto de reventar. Al fondo, donde acababa nuestra más moderna colonia y donde se habían demolido las antiguas mansiones, estaba la hierba, la playa apenas sin gente y el mar. Alcancé a distinguir una diminuta hormiga en la nebulosa distancia. Era Cookie. Poot, el perro egipcio, la había alcanzado e iba trotando a su lado.

—Yo creía que la vida no podía ser así cuando querías a alguien que te correspondía —dije a Clarissa, más como conjetura que como aseveración—. Aunque esa información no te llevará muy lejos. Es el punto de vista de tu padre.

—Eso ya lo sabía —afirmó. Con la punta del pie, las uñas rojo rubí, revolvió la arena de la calle. Las cosas entre Cookie y ella estaban llegando a su fin. Yo no me daba cuenta, pero ella sí—. ¿Qué crees que va a pasar?

—¿Con Sally y Wally?

Me di un momento de reflexión, dejando que la brisa del mar me acariciara las orejas y que la playa se extendiera generosamente ante mi vista. Mirar así es beneficioso para el nervio óptico, y también para el espíritu. En mis palabras había cierto sobreentendido, como si la causa de lo que nos pasara a todos estuviera en mí. Y declaré con toda tranquilidad:

—Me lo imagino, pero tengo tendencia a imaginar malos desenlaces. La mayor parte de los caballos no gana carreras. La mayoría de los perros acaba mordiéndote.

Sonreí. Me sentía ridículo en la situación en que andaba metido.

—Dilo de todas maneras —insistió Clarissa—. Es bueno tener una pre-visión de las cosas.

—De acuerdo. Creo que Wally se quedará unos días. Me olvidaré de por qué no me cae bien exactamente. Hablaremos largo y tendido del mercado inmobiliario y de los abetos. Pareceremos dos tipos de Iowa que han venido a una convención. Los hombres siempre se comportan así. Sally se hartará de nosotros. Pero entonces, por casualidad, entraré en una habitación donde estén ellos, e inmediatamente se callarán interrumpiendo una conversación muy personal. A lo mejor los pillo besándose y echo a Wally de casa. A raíz de lo cual, Sally se sentirá desgraciada y me dirá que se va a vivir con él.

Cookie nos hacía señas desde la playa, agitando un palo que Poot esperaba que le tirase. Le devolví el saludo con el brazo.

Clarissa sacudió la cabeza, se pasó los dedos entre la densa cabellera y me miró con fastidio, los bonitos labios contraídos en una mueca de desaprobación.

—¿De verdad crees eso?

—Es lo que pensaría cualquiera. Lo que te diría Ann Landers,[53] si es que vive todavía.

—Estás un poco loco —me dijo, dándome un golpe algo fuerte en el hombro, como si un puñetazo fuera remedio para mis males, y concluyó—: Me parece que no conoces muy bien a las mujeres, lo que no es ninguna novedad.

La voz clara y alegre de Cookie se oía ya a lo lejos, contando algo que había visto en el mar —la aleta de un tiburón, la cola de un delfín, el chorro de una ballena—, algo detrás de lo cual había ido el perro, confiando más allá de lo posible en su ascendencia egipcia.

—Es increíble —decía Cookie alegremente—. Tendríais que haberlo visto, chicos. Ojalá lo hubierais visto.

No estaba equivocado con respecto a Sally, aunque no conociera bien a las mujeres, cosa que nunca había afirmado. Siempre me había contentado con conocerlas y quererlas una a una. Pero en ciertas cosas, ni siquiera los hombres pueden equivocarse.

Wally se quedó cinco incómodos días en mi casa de Sea-Clift. Intenté dedicarme a mis tareas diarias, yendo pronto a la oficina y saliendo tarde, atendiendo a gente que quería alquilar algo para las vacaciones de verano, encargando trabajos a fontaneros, empleados de la limpieza y personal de mantenimiento, y supervisándolos ligeramente después. Vendí una casa en la parte de la bahía de Sea-Clift, recibí una oferta para otra pero al final no logré venderla. Mike vendió dos casas para alquilar. Él y yo fuimos a Bay Head a inspeccionar un antiguo cine rococó, el Rivoli Shore, donde Houdini desaparecía ante los ojos del público en 1910. Cabía la posibilidad de comprarlo, encontrar a alguien que lo administrara, asociarse con alguna agrupación local de Amvets,[54] pedir una subvención estatal para reformarlo y convertirlo en museo de la Segunda Guerra Mundial. Pasamos.

Normalmente, habría ido a casa a almorzar, pero en renuente deferencia a lo que allí estaba pasando, me tomaba un grasiento cocido un día, una tostada con queso fundido otro, judías verdes con jamón el siguiente en la mesa del Comodoro del Club Náutico, del que soy socio sin embarcación. Comí dos veces en el Neptune’s Daily Catch, donde pedí la calzone, coqueteé con la camarera, pasando luego la tarde frente a mi escritorio, soltando eructos y meditando filosóficamente sobre el reflujo y los agujeros que los ácidos te van haciendo en la garganta. Expliqué a Mike que Sally había recibido la visita de un «viejo pariente», aunque en otra ocasión le hablé de un «viejo amigo», lo que no se le escapó, de manera que se enteró de que había algo raro.

Al atardecer volvía a casa, cansado y dispuesto para un tonificante cóctel, cenar pronto y enseguida a la cama. Wally estaba la mayoría de las veces en el salón, leyendo el Newsweek, en la terraza con mis prismáticos, en la cocina haciéndose un sándwich de carne y queso con salsa, o fuera, lanzando una mirada de reprobación a las coníferas y las hortensias o contemplando los pájaros de la orilla. Sally casi nunca estaba a la vista a esa hora, dando la impresión de que fuera lo que fuera lo que se traían entre manos en mi ausencia durante el día —abrazarse, abofetearse, reñirse hasta acabar llorando— resultaba agotador, por lo que se negaba a que le viera la cara en esas condiciones, y en cualquier caso necesitaba recuperarse.

A Wally —que le había dado por llevar un atuendo informal compuesto por pantalones cortos de cuero gris que dejaban al descubierto sus pálidas pantorrillas de bulldog sobre gruesas botas negras que le llegaban al tobillo y otra camiseta de rugby, esta vez con la foto de Mackays estampada en la pechera—, a Wally siempre le decía: «Bueno, qué, ¿cómo va la cosa?». «¿Has salido a dar un paseo?». «¿Te dan bien de comer en esta casa?». «¿Has pensado en darte un baño?». Y a mí, Wally —ancho, con olor a tierra agria, mejillas rollizas, una sonrisa cansina y tímida que me desagradaba—, a mí, Wally me decía: «Sí». «Súper». «Ah, sí, he ido hasta la hamburguesería». «Un verdadero banquete, fenómeno, estupendamente».

Desde luego no sabía qué coño estábamos haciendo, aunque ¿lo sabía alguien? Si me hubieran dicho que aquellos dos apenas se dirigían la palabra, o iban a dar clases de polka, o leían juntos el I Ching, o se metían heroína, me lo habría creído. ¿Acaso era, me pregunté, que todo les resultaba demasiado incómodo, revelador, angustioso, inquietante, embarazoso, intimidante, indiscreto o privado para mostrarlo delante de mí: el marido, el paciente dueño de la casa, el contribuyente, el que compraba la mantequilla para untar el pan? ¿Y ahora también un extraño?

Sally hizo la cena para los tres la segunda noche. Uno de mis platos favoritos: chuletas de cordero, tomates picantes y cebollitas blancas con nata. No fue la peor cena a la que he asistido en la vida, aunque puede que fuera la peor en mi propia casa. Sally estaba nerviosa y demasiado sonriente, su cojera bastante acusada. Hizo demasiado las chuletas, lo que la indujo a enfadarse conmigo. Wally afirmó que estaban «increíbles», y comió como una bestia. Yo me había tomado tres martinis bien cargados y observé que la cena era «perfecta, si no increíble». Y tal como había previsto, llegué a olvidarme más o menos de quién era Wally, me comporté como si fuera un primo de Sally, hablé largo y tendido sobre la historia de Sea-Clift, de que la habían fundado en los años veinte unos especuladores inmobiliarios de Filadelfia como un centro de vacaciones para ciudadanos de clase media de la Ciudad del Amor Fraterno, de que la base de su población y sistema de valores apenas había cambiado —italianos con moderadas tendencias demócratas— desde sus primeros días, salvo en los noventa, cuando gente acomodada de Gotham con preferencias republicanas que no podía permitirse el lujo de vivir en Bridgehampton o Spring Lake se puso a comprar terrenos a los progenitores de los primeros ciudadanos, que se espabilaron enseguida y empezaron a retener las propiedades. «Sí. Claro, claro», decía Wally, con la boca llena, aunque también dijo «eso es genial» varias veces cuando no había ninguna genialidad, lo que a mí me hizo odiarlo todavía más y a Sally levantarse de la mesa y marcharse a la cama sin dar las buenas noches.

Acostado y ya con Sally de vuelta —dormido cuando su cabeza tocaba la almohada—, me despertaba escuchando los ruidos que hacía Wally en «su» habitación. Ponía la radio —no muy alta— sintonizada en una emisora de todo noticias que de cuando en cuando le hacían soltar una risita. Echaba largas y briosas meadas en su cuarto de baño para liberarse de la cerveza que había trasegado en la cena. Soltaba toda una batería de eructos, seguidos de una palabra de recatada disculpa a nadie en particular: «¡Santo Dios! ¿Quién ha sido ése?». Deambulaba por la habitación en calcetines, bostezaba con una especie de agudo lamento que únicamente a alguien que vive solo se le ocurre emitir. Hacía una gimnasia breve, gruñendo, me imagino que en el suelo, luego se dejaba caer en la cama y empezaba a soltar unos espantosos ronquidos que parecían salidos de la guarida de un león y me obligaban a meter la cabeza bajo la almohada, de modo que al levantarme por la mañana me escocían los ojos, me dolía el cuello y tenía las manos completamente dormidas.

Durante los cinco días que estuvo Wally de visita, pregunté dos veces a Sally cómo iban las cosas. La primera —dos segundos antes de que se quedara dormida, con lo que me quedé despierto en la cama escuchando los estentóreos ronquidos de Wally—, me dijo: «Muy bien. Me alegro de haberlo hecho. Eres magnífico, para aguantar todo esto. Siento ser tan maniática…». Zzzzzzz. Magnífico. Nunca me había dicho eso, ni siquiera en los mejores días del principio.

La segunda ocasión que se lo pregunté, estábamos desayunando en la mesa redonda de cristal. Wally seguía arriba, como un tronco. Estaba a punto de salir para la oficina de Realty-Wise. Era el tercer día. No habíamos hablado mucho hasta entonces. Para suavizar el ambiente le pregunté: «No irás a dejarme por Wally, ¿verdad?». Le dirigí una ancha sonrisa de complicidad y me levanté, servilleta en mano. A lo que me contestó, alzando la vista, claramente abatida: «No creo». Luego miró al mar, donde había un barco blanco anclado a un cuarto de milla de la playa con pescadores que habían salido a pasar el día, con las cañas juntas y erizadas en un costado, la embarcación escorada, todos contentos, las esperanzas puestas en una platija o un tiburón. Lo más probable es que fueran japoneses. Sally vio en la escena algo que quizás le sirvió de consuelo.

Pero ¿«No creo»? Ni sonrisa agradecida, ni guiño, ni labios contraídos en una mueca para indicar de eso nada, nones, nanay. «No creo» no era respuesta que Ann Landers hubiera considerado insignificante. «Querido Franky de Garden State, yo que tú guardaría la plata bajo llave, muchacho. Se te ha colado un desagradable intruso en casa. Tendrás que hacer servicio de guardia por la noche al pie de tu cama. Alerta roja, Fred».

Wally no dio muestras de considerarse un desagradable intruso ni de tramar tortuosos planes para robarme la felicidad. A pesar de su extraña apariencia de personaje escindido, medio gordito del norte, medio imbécil y medio serio jardinero escocés (un veterano actor teatral interpretando a Falstaff con acento de Alabama), Wally hizo aparentemente todo lo que pudo para que su estancia molestara lo menos posible. Siempre sonreía al verme. De vez en cuando me hablaba de la corrosión de la humedad de la playa. Me aconsejó poner más sulfato de aluminio en las hortensias para que les durara más el color. De otro modo, la mayor parte del tiempo no se le veía el pelo. Y ahora creo, aunque nadie me lo ha dicho, que Sally lo obligó realmente a venir: para hacer penitencia, para demostrarle que abandonada había salido ganando, para hacer que se muriera de vergüenza, para dejarlo perplejo, para que deseara volver con ella, para que notara que yo era superior a él; aparte de otras razones más oscuras que supongo que subyacen en casi todo lo que hacemos la mayoría de nosotros y sobre las que es inútil romperse la cabeza.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer Sally? ¿Cómo abordar, si no, el pasado y la ausencia? ¿Había otro mecanismo adecuado para reparar tal afrenta, aparte del brusco instinto? ¿Qué otra clase de sinergia podría colmar una pérdida tan enorme… y tan extraña? Cierto es que yo tendría que haber enfocado el asunto de distinta forma. Pero a veces no hay más remedio que arreglárselas sobre la marcha.

Lo que explica mi extraña conducta, mi fatal empatía (creo), e incluso los intentos de Wally por mostrarse indiferente, sin demasiadas expectativas, sometiéndose a cualesquiera medidas de penitencia que Sally le impusiera durante el día, tratando de mostrarse cordial, tomándose interés por la flora y la fauna y por mí a la hora del cóctel, comiendo y bebiendo hasta ponerse morado, soltando eructos y resoplando como una mula por la noche en su habitación, y luego haciendo esfuerzos por dormirse y estar descansado para las pruebas del día siguiente.

Él y yo nunca hablamos de «la ausencia» (como, según dijo Sally, llamaba Wally a su desaparición de casi treinta años) ni de nada relacionado con sus hijos, sus padres, sus otras vidas (aunque naturalmente él sí podría hablar de eso con Sally). Tampoco hablamos de cuándo se marcharía ni de qué le parecía la vida en mi casa. Ni del futuro: de él, de Sally o del mío. Ni de las elecciones a la presidencia, ya que el tema poseía un sistema de raíces que podía conducir a cuestiones delicadas: moral, ética dudosa, resultados inciertos y también claramente perniciosos. Yo quería que estuviera claro que ni por un instante era bienvenido en mi casa, y que mi sentimiento dominante era de antipatía. No sé lo que pensaría él ni cómo se sentiría en realidad, sólo puedo hablar de su manera de comportarse, que no era tan mala y, en el fondo, manifestaba una modesta y amorfa nobleza, pese a que era barrigudo y un poco lelo. Hice lo que pude.

Y quizás él también. Me quedé con algunos consejos interesantes sobre la salinidad del suelo y sus efectos en el crecimiento de la flora costera, aprendí ciertas estrategias naturópatas para combatir la plaga de escarabajos. Wally escuchó mis teorías para reducir la mala impresión producida por los altos precios e incrementar el valor y atractivo de las casas, y recibió información privilegiada sobre el mercado de segunda residencia y por qué va siempre tan bien en Wall Street. Hubo un momento en que incluso pensé que tenía recuerdos lejanísimos de él. Pero ese instante desapareció cuando me lo imaginé con Sally en la playa mientras yo estaba solo frente a un cocido descongelado y correoso en el club náutico. A decir verdad, no adelantamos mucho el uno con el otro porque no quisimos. En general, a los hombres se les suele dar mejor ese tipo de armisticio, tenso e inútil, que a las mujeres. Es algo genético y guarda relación con nuestra antediluviana historia de la lucha a muerte, y con el hecho de saber que si bien la vida no está ya a la altura de ese nivel de gravedad sigue siendo una cuestión importante. No estoy seguro de que sea algo meritorio.

Wally acabó marchándose al quinto día por la mañana. Sally anunció su marcha, y yo procuré largarme de la puñetera casa al amanecer y eché una cabezada en la oficina hasta que Mike llegó a las ocho y le chocó verme allí. Estuve toda la mañana en el despacho, contestando llamadas de curiosos, haciendo comprobaciones sobre el crédito de los últimos clientes que habían alquilado casas y hablando con Clarissa en Gotham. Me llamaba todos los días para tratar de animarme, refiriéndose a Wally como «Consolador», «Wal-y-Caca» y «don Tabique», y diciendo que le recordaba a su hermano (lo que es a la vez cierto y falso) y que seguro que harían buenas migas porque «los dos son raros de cojones».

Luego cogí el coche y me fui a casa, donde Sally me recibió en la puerta con un beso y un abrazo, como si volviera de un largo viaje. Estaba pálida y parecía agotada; no como si hubiera estado llorando, sino como quien ha presenciado desde el arcén el momento en que dos automóviles, dos locomotoras o dos aviones a reacción chocaban delante de su vista. Me dijo que lamentaba todo lo de aquella semana, que era consciente de que nos había afectado mucho a los dos, pero probablemente a mí más (lo que no era verdad), que Wally nunca volvería a presentarse en casa, aunque le había encargado que me diera las gracias por haberle permitido ir de «visita», y que el hecho de tenerlo en casa, por horrible que fuera, había «servido de mucho», de mucho más que si no hubiera venido. Afirmó que me quería y que deseaba que hiciéramos el amor allí mismo, en el sofá de ante del salón, donde había empezado todo aquello. Pero como llamaron a la puerta para leer el contador y Poot empezó a ladrar al empleado desde la calle, nos levantamos —desnudos como dos bosquimanos— y subimos a la habitación.

Al día siguiente supuse —creía— que todo volvería a su cauce. Había pensado que fuéramos de excursión al Red Man Club, pasar el día pescando, recogiendo hojas de helecho y caminando a lo largo del Pequest a ver si encontrábamos unos gorriones que no se ven en ninguna otra parte de Nueva Jersey y sólo anidan en aquellos bosques. Tenía intención de encargar un nuevo modelo de Lexus en Sea Girt Imports: una sorpresa para el cumpleaños de Sally, tres semanas más tarde. Ya había ido para allá a consultar colores y hacer una prueba de conducción.

El sábado, sin embargo, Sally aún parecía un poco pálida y agotada, de modo que cancelé lo del Red Man Club y (menos mal) no fui a encargar el Lexus.

Se quedó en cama todo el día, como si hubiera hecho un largo y difícil viaje. Pero si ese periplo la había dejado sin fuerzas, a mí me había animado, estimulándome la imaginación y llenándome la cabeza de planes, provocándome el estado mental de quien acaba de recibir buenas noticias del laboratorio, una sombra en una radiografía que resultó no ser nada, médula que «salió» en la placa. Mientras ella descansaba, me fui solo al cine, al centro comercial Ocean County, y vi Los ángeles de Charlie, compré luego unas langostas camino a casa y las preparé para la cena. Aunque Sally apenas consiguió hincar el diente a la suya, yo devoré la mía.

Se acostó temprano, después de sugerirle que llamara el lunes a Blumberg para que le hicieran unos análisis. A lo mejor estaba anémica. Me dijo que así lo haría, luego se fue a acostar a las nueve y durmió doce horas, bajando el domingo por la mañana a la cocina con los ojos cansados, la tez cetrina y los hombros caídos —cuando yo estaba sentado a la mesa, comiendo un pomelo rosa y leyendo un artículo sobre el partido de los Lakers en el Times— para decirme que me dejaba para irse a vivir con Wally en Mull, y que había decidido que era peor abandonar para siempre a alguien a quien se quería que quedarse con alguien (¡yo!) que no la necesitaba tanto, aun cuando ella me amaba y sabía que era correspondida. Entonces fue cuando habló sobre las «circunstancias» y la importancia de ciertas cosas. Pero hasta el día de hoy sigo sin entender ese análisis, aunque tiene mucho en común con otras cosas que hace la gente.

Llevaba un anticuado picardías de satén con una franja de pespuntes rosados en torno al cuello. Los finos brazos y las piernas al aire, la piel pálida y con señales de haber dormido demasiado, los ojos descoloridos en su azul glacial. Iba descalza, señal de decisión primordial. Me miró pestañeando, como enviándome un mensaje en Morse: A-diós, a-diós, a-diós.

Ah, protesté. Que no se diga que pequé de falta de ardor en aquel momento crucial (el pasado, avalan los críticos, es un conjunto ordenado y melancólico, pero en aquel presente yo era todo descontrol). Me sentí, sucesivamente, incrédulo, horrorizado, furioso, engañado, humillado, ingenuo y estúpido. Me puse analítico, acusatorio y revisionista, justificándome y rechazándome a mí mismo, inventándome mejores hipótesis que la de ser abandonado. Pacientemente (en realidad estaba impaciente por abrir a Wally en canal como a un abultado saco de comida) y con cariño (que desde luego sentía), di testimonio de que la necesitaba del mismo modo que el hidrógeno necesita el oxígeno: ella debía saberlo, lo sabía desde años atrás. Si le hacía falta tiempo —con Wally, en Mull—, podía entenderlo. Mentí, y dije que todo aquello me parecía «interesante»; aunque reconocí que no me hacía feliz, cosa que no era mentira. Si quería, podía irse para allá. Que se quedara un tiempo con él. Que hiciera hoyos para plantar arbolitos. Que se volviera como la gente del país. Que se comportara como si estuviera casada. Que hablara, diera bofetadas, abrazara, riera, gruñera, gritara.

¡Pero que volviera a casa!

Derribaría las barreras convencionales con tal de que pudiéramos mantener en pie un entendimiento. ¿He hablado de suplicar? Supliqué. Ya he dicho que grité (algo que Clarissa me reprochó). A lo que Sally, hombros caídos, vista en el suelo, finas manos enlazadas sobre la mesa, el meñique rozando el recipiente de porcelana de galletas al que tanto cariño tenía y que acabé lanzando al otro extremo de la habitación y rompiendo en mil pedazos, contestó:

—Me parece que tendré que dar a esto un carácter permanente, cariño. Aunque más tarde lo lamente y vuelva llorando a tu lado, y tú estés con otra y no quieras saber nada de mí, y mi vida entera esté perdida. Tengo que hacerlo.

Extraña interpretación de «permanente», pensé, aunque de mis ojos brotaban lágrimas.

—Aquí no se trata de verdades irrefutables —repuse lastimosamente—. No es obligatorio, si quieres saber mi opinión.

—No.

Entonces fue cuando se quitó el anillo de boda y lo dejó sobre el cristal de la mesa, haciendo un ruidito seco que nunca, jamás, olvidaré, aunque algún día vuelva a casa.

—Pero esto es horroroso —grité a pleno pulmón. Tenía ganas de aullar como un perro.

—Lo sé.

—¿Es que quieres a Wally más que a mí?

Negó con la cabeza de tal manera que en su rostro apareció una expresión famélica, de agotamiento, aunque no levantó la vista hacia mí, sólo tenía ojos para el anillo al que había renunciado un momento antes.

—Ni siquiera sé si lo quiero.

—¡Entonces qué coño pasa! —chillé—. ¿Cómo puedes hacer algo así, por las buenas?

—Me parece que no puedo dejar de hacerlo —concluyó Sally: mi mujer. Y en el fondo eso fue todo. Una doble negación equivale a una afirmación.

Se marchó antes de la hora del cóctel, que yo observé en solitario.

Leí una vez en algún sitio que todas las palabras duras son iguales. Uno puede inventárselas y tener igualmente razón. Lo mismo puede decirse de las explicaciones. Nunca los pillé besuqueándose. Probablemente no se darían ni un morreo. Tampoco se callaron a mitad de una frase en un momento de intimidad justo cuando yo entraba por alguna puerta (nunca lo hacía sin antes silbar una alegre melodía). Sally y yo nunca fuimos a un consejero matrimonial para hablar de nuestros problemas, ni sostuvimos discusiones serias. No hubo tiempo antes de que se marchara. Aparte de cuando la conocí, Wally nunca había sido tema de conversación. Todo el mundo tiene sus víctimas; nos acostumbramos a ellas como si fueran viejas fotografías guardadas en un baúl a las que echamos una ojeada de vez en cuando. Para entenderlo del mismo modo en que comprendemos otras cosas, tenía que haberme inventado una explicación. Los hechos, tal como yo los conocía, no eran muy reveladores.

Durante la semana siguiente a la marcha de Sally lloré (por mí) y reflexioné (sobre mí) de la manera en que se llora y se reflexiona ante la evidencia de que el matrimonio probablemente no ha ido tan bien como se pensaba; quizás no había sido tan bueno en la cama —ni en cualquier otro sitio—, ni se me daba bien la intimidad, ni compartir cosas ni escuchar. Mis completamente, mis te quiero, mis cariño mío, mis para siempre tenían menos peso de lo que suelen tener normalmente, y yo no era un marido interesante, pese a estar convencido de que era un cónyuge excelente y lleno de interés. Sally, posiblemente, era desdichada cuando yo creía que no cabía en sí de felicidad. Cualquier persona —sobre todo un agente inmobiliario— se plantearía ciertas cuestiones ante un fracaso, con objeto de determinar los aspectos novedosos en que necesita documentarse.

La conclusión a la que llegué fue que Sally quizás nunca me consideró «muy legal», aunque eso precisamente era lo que había sido. Siempre. No importa cómo me sintiera ni la forma en que pudiera describir mis sentimientos. Cualquier cosa más «legal» que yo no era sino una de esas pérfidas fantasías elaboradas por la Asociación de Psiquiatras Americanos, ese Sísifo comercial, para conseguir que los pacientes vuelvan una y otra vez.

Chorradas, en una palabra.

Me gustaba la intimidad. Me mostraba tan cariñoso y apasionado como me lo permitía el tráfico. Era interesante. Amable. Generoso. Paciente. Divertido (ya que eso parece tan importante). Compartía lo que valía la pena compartir (y no vale todo). A las mujeres les gusta pero también aborrecen la debilidad en los hombres, y yo disponía de información positiva para pensar que era débil en el buen sentido y no en el malo. Claro que yo no era perfecto en ninguna de esas cualidades humanas, y nunca se me ocurrió que debía serlo. En la letra pequeña de las cláusulas del segundo matrimonio, debería decir: «Los abajo firmantes acceden a que ninguno de los dos haya de ser perfecto». Como marido me había portado muy bien. Estupendamente.

Lo que no significa que Sally tuviera que ser feliz con F mayúscula ni hacer nada aparte de lo que le apeteciera hacer. Aquí hablamos exclusivamente de explicaciones, y de si yo tenía la culpa de algo. Tenía. Y no tenía.

Mi punto de vista personal es que Sally se vio atrapada sin darse cuenta en el gran remolino de la contingencia, hondo y confuso, que recibe la afluencia de otros torrentes de incertidumbre, unos visibles, otros discurriendo muy por debajo de la superficie para que puedan identificarse. Una de esas corrientes era: Que mientras yo disfrutaba de los beneficiosos efectos del Periodo Permanente —ausencia de miedo al futuro, imposibilidad de fracaso vital, el pasado reducido en su conjunto a un agradable borrón rosado—, ella empezó, a pesar de todo lo que decía, a temer la permanencia, a asustarse de ya no ser otra cosa, a espantarse de que la vida ya no pudiera derrocharse ni desperdiciarse. Sencillamente, no estaba preparada para ser como yo: un estado natural que el matrimonio debería tener en cuenta para sobrevivir, en caso de que uno de los cónyuges viva el Periodo Permanente como un comulgante vive en estado de gracia, mientras que el otro hace lo que le da la puñetera gana.

Sólo que entonces, manchado de turba, resueltamente antiestético, vagamente incompetente por los años pasados en las catacumbas (es decir, Escocia), aparece Wally con la gracia de un elefante. Y, de pronto, uno de los principales atractivos que el segundo matrimonio ofrece a los contrayentes — minimización del pasado— deja de ser interesante. El primer matrimonio arrastra un pasado que hace demasiado ruido; pero el segundo no tiene mucho a la espalda, de modo que carece de lastre.

El torpe, sin pulir, eructante y ruidoso Wally quizás recordara a Sally su irreductible pasado, los asuntos que había dejado sin resolver en el último siglo, los problemas que por mucho que pensara no podía solucionar tan alegremente como yo había justificado un matrimonio tardío en el que había sido feliz rigiéndome por simples y razonables normas domésticas. (El Angst del milenio, en todo caso, es miedo al pasado, no al futuro). En realidad, con el voluminoso Wally detrás y, de pronto, también delante, lo más probable era que Sally no llegara a experimentar el Periodo Permanente, de modo que no tenía otro remedio que entregarme su anillo de boda como si yo fuera un empleado de Zales[55] que le pudiera reservar el artículo, mientras ella salía del remolino de nuestro matrimonio para dejarse arrastrar por la corriente.

Aunque reconozco que en el día de hoy, víspera del Día del Pavo, la ausencia de Sally no me produce tanta tristeza como me causó una vez. No me imagino viviendo solo para siempre, como tampoco admitiría que podría ser agente inmobiliario hasta el fin de mis días, y tiendo a concebir la vida como algo ficticio compuesto de hoy, quizás de mañana y probablemente no del día siguiente, con una pizca de pasado añadido si es posible. Siento, en realidad, una buena dosis de pesar por Sally. Porque, aun cuando esté convencido de que su estancia en Mull no durará mucho, al volver con Wally ha abrazado el imposible, el inaccesible pasado, y al hacerlo ha puesto en peligro o incluso agotado un deseo sumamente útil, posiblemente el más importante para ella, el que ha utilizado todos estos años para alimentar su presente, donde yo encontré un sitio. Por eso los muertos deben seguir muertos y, con el tiempo, el terreno se allana a su alrededor.