Paso en el coche frente a la fachada de ladrillo y vidrio de la alcaldía, con el interior tan iluminado como una iglesia baptista del extrarradio. Dentro hay unos robustos agentes de policía que hablan despreocupadamente mientras un desgraciado —un negro escuálido, sin camisa— aguarda esposado junto a ellos. ¿Tiene esto relación con el «suceso» ocurrido hoy en el Haddam Doctors Hospital? ¿Un conocido alborotador, uno de los sospechosos habituales que traen para interrogarlo? Como delante no hay cámaras de televisión, ni furgonetas con antenas parabólicas, ni chalecos antibalas, ni cazadoras del FBI ni grilletes, pienso que no. Sólo alguien que se ha divertido demasiado antes de la fiesta propiamente dicha y ahora tiene que pagarlo.
Cuando entro en Seminary Street, poco después de la seis, la calle parece haber recuperado su aspecto pueblerino. El ayuntamiento ha colgado centelleantes luces navideñas rojas y verdes y banderines de plástico sobre los tres cruces. (La ordenanza de «no neón» es buena cosa). Un discreto grupo de creyentes con impermeables está montando un belén iluminado en los jardines de la iglesia de First Prez, donde en épocas pasadas me colaba de vez en cuando para cantar, un reconstituyente fenomenal. Dos mujeres y dos hombres están arrodillados en la húmeda hierba, preparando y arreglando brumosos ríos y colocando luces de colores en el pequeño recinto del establo, mientras otros llevan reyes magos y animales de cerámica y fardos de heno de verdad para componer la escena. Todo tiene que estar preparado y funcionando para la vuelta de las vacaciones.
En la acera de enfrente —bajo el letrero del banco United Jersey, con su desfile de borrosas noticias sobre sucesos de fuera de la ciudad—, unos chicos están parados en corro con los hombros caídos en medio de un asqueroso charco de agua, con amplios vaqueros cortados a la altura de la pantorrilla, largas sudaderas blancas y botas militares. Con esos elementos se forman las pandillas de Haddam, hijos de madres solteras a quienes de nuevo les va el ligue, y padres que trabajan hasta tarde, que llegan a casa demasiado cansados para preguntarse dónde se habrá metido el joven Thad o Chad o Eli, y van derechos al congelador a por la botella azul de Sapphire. Lo único que necesitan estos chicos es atención —posiblemente un poco de disciplina impartida con duro cariño—, de manera que se la procuran mutuamente con una forma de comunicarse que se reduce a posturas forzadas, cutis estropeado, perforaciones corporales, autocastigos, estúpidas pintadas con citas de Sartre, Kierkegaard y martirizados poetas rusos. En su época, Paul Bascombe era como ellos. Una vez pintó con aerosol «La próxima vez no podrás decir que hay otra cosa» en la pared del gimnasio del instituto, por lo que le suspendieron, aunque afirmó que no sabía lo que había querido decir.
Estos chicos ociosos —seis en total, bajo la galopante tira de anuncios luminosos— se están burlando de los presbiterianos del belén, que de vez en cuando miran a la otra acera de Seminary y sacuden tristemente la cabeza. Valientemente, un hombre con gorra de béisbol se acerca al bordillo, donde yo he parado frente al semáforo, les grita algo sobre echar una mano. Los chicos sonríen. Uno de ellos grita a su vez: «Trágame», y el hombre, posiblemente el predicador, suelta una falsa carcajada y vuelve por donde ha venido.
Y sin embargo, como siempre puede ocurrir, la ciudad me infunde sus benéficos efectos y mejora mi estado de ánimo. No hay nada como ir de noche por una zona residencial de las afueras en época de vacaciones para anestesiar los males de la existencia consciente. Cruzo la plaza, donde el Centro Interpretativo Colonial ya está cerrado con llave para que no entren graciosos, los colonos metiditos en la habitación del motel, los animales de la época estabulados y seguros en patios de casas particulares, los actores de la batalla desaparecidos en sus caravanas Winnebago, con los uniformes secándose, las escaramuzas de mañana poblando su imaginación. En la heladería, los clientes se agolpan bajo las luces, mientras otros están fuera, apoyados en la húmeda fachada del edificio, fumando un cigarrillo. Se ha formado una ligera cola frente al sombrío Garden Theater: una obra de Lina Wertmüller que he visto hace montones de años, repuesta en vacaciones, la marquesina en forma de proa de barco proclamando Amor y Anarquía. Es época de vacaciones. No hay mucho movimiento.
Hasta las siete menos cuarto no he quedado con Mike en el August. Tengo tiempo para pasar un momento por el dentista, por si se ha quedado haciendo un puente a alguien que se vaya de vacaciones y puede ajustarme en un momento el protector nocturno antes de que me marche a Mayo el martes que viene. Giro para entrar en el aparcamiento de Lauren-Schwindell: mi antigua agencia inmobiliaria. Todo está oscuro, Real-Trons durmiendo, escritorios limpios, alarmas montadas, cerrado hasta el martes, ya puede alguien querer algo. Una alegre pancarta en la ventana pregona glugló, glugló, glugló, lo que interpreto como el ruido que hace el pavo y, por tanto, como acción de gracias.
Me vuelvo por donde he venido hasta Witherspoon, que me lleva derecho a la 206, hacia la oficina de Calderón. La pandilla de chicos sigue bajo el letrero del banco, me mira con ojos pseudoamenazadores, aunque esta vez captan mi atención las letras, formadas con diminutas bombillas, que circulan sobre su cabeza y a las que son completamente ajenos. Quarterlysbaja29.3... ATTbaja62%…. CierreDow10.462…. FelizDíadeAccióndeGracias2000…. LLBeanzapatillaschinasdebearreglardefectocordónahogausuariospequeños…. PierreSalingertestificaaccidenteLockerbie «Séquiénhasido»…. Líneasaéreasconmantasyreposacabezassindesinfectar…. Buffaloestancadomenosl5efectolagonieve…. HistoriasterrorenvotaciónFlab: «¿QuéestápasandoaquíporamordeDios?» dicentrabajadores…. BombamisteriosaexplotacentromédicoNJpresun’tamenterelacionadaconelecciones…. DeprestropicalWaynepuedenollegarinterior…. GrantráficoenlaGarden State…. Feliz Día de Acción de Gracias…
Estas cosas nunca son fáciles de leer.
Doy la vuelta y paso por Witherspoon, el barrio antiguo de Haddam, de cuando era una verdadera ciudad: el casco viejo, la rancia plaza estilo griego, todavía de buen ver, la barbería sin poste a la entrada, el antiguo estudio fotográfico Manusco, donde todo el mundo se hacía las fotos de graduación hasta que metieron en la cárcel al propietario por conducta inmoral. Hay una nueva agencia inmobiliaria —Gold Standard Homes— junto al Banzai Sushi Den, donde se ven algunos parroquianos detrás de los ventanales. El salón de bronceado está en pleno apogeo con los que se van a las islas. Bombamisteriosa…. presuntamenterelacionadaconelecciones: «Pronuncio» esas casi palabras con una voz mental que resuena con tintes proféticos, aunque no le presto credibilidad. Esa idea no quiere permanecer en mi cabeza y se aleja flotando por la calle de los cines, en el extraño limbo del lluvioso anochecer, y otra viene a sustituirla rápidamente: la de que podría volverme a casa con el protector nocturno arreglado. Me pregunto, volviendo otra vez a Pleasant Valley Road, ya sin nada de tráfico, y pasando frente a la verja del cementerio, si he mencionado a Ann lo de la bomba, o si se lo he dicho a Marguerite durante mi visita de Sponsor, o si ha sido ella quien me lo ha referido a mí, y ¿he pasado por Haddam Doctors antes o después de ir a la funeraria? En vez de dormir como es debido, por la noche puedo pasarme horas preguntándome si lo recuerdo bien todo, poniéndome orden en la cabeza, para luego empezar la operación desde el principio, inquieto por si tengo una especie de Alzheimer inducido por la química y dentro de poco no voy a enterarme de nada.
Ahí está de nuevo el hospital, las plantas superiores iluminadas como un Hotel Radisson, las del medio apagadas, la destrozada parte delantera de la entrada incandescente por los focos montados en andamios metálicos, que alumbran de forma alarmante el doloroso terreno, dando al aire una pálida tonalidad metálica a través de la lluvia y la oscuridad. Hay gente —del FBI y la ATF con impermeables azules y cascos blancos, y bastantes policías de Haddam con impermeables amarillos— zascandileando por allí, tantas horas después, sus movimientos estilizados y amenazadores. La policía ha acordonado con cinta amarilla la mayor parte del terreno, y muchos vehículos oficiales, incluida una ambulancia, un camión de bomberos, dos furgonetas negras y varios coches patrulla están aparcados atropelladamente en el interior del perímetro, como si esperaran algo más. No hay rostros asomados a las ventanas del hospital. Las plantas superiores, la unidad de quemados, el ala de oncología, la maternidad y la UCI —el primer cuidado y el postrero— están a pleno rendimiento, nadie tiene tiempo de asomarse al escenario del crimen. Agentes de policía, lo mismo que antes, con los coches patrulla aparcados en el arcén y las luces azules destellando, hacen señas a los otros pocos conductores y a mí para que sigamos. Bengalas rojas chisporrotean en la calzada.
Naturalmente, me encantaría sacarles un poco de información, un nombre, alguna teoría, un motivo, una pista, pero nadie suelta prenda. «Se enterará en cuanto lo sepamos». «Hacemos todo lo posible». Levanto la vista hacia el rostro infantil del joven guardia de tráfico, reluciente por la lluvia, frío bajo la gorra policial. Es de mejillas rosadas, está acostumbrado a sonreír, pero de momento se muestra tan severo como un fiscal. Examina el interior de mi coche con mirada experta. ¿Algo sospechoso ahí? ¿Algún hormiguillo que le diga: «Puede ser»? ¿Algún indicio de que sea éste el chiflado? Una pegatina de ¿BUSH? ¿POR QUÉ? Una etiqueta adhesiva de agente de la propiedad inmobiliaria. Un Suburban rojo pálido con un distintivo de Ocean County en el parabrisas. ¿No lo he visto pasar por aquí hoy? Pare en el arcén por favor…. Paso despacio, mirando el retrovisor. Me sigue mirando hasta que los puntos rojos de los pilotos se disuelven en la oscuridad, y después de fijarse en el número de matrícula y no detectar nada, se vuelve hacia el coche siguiente.
Giro hacia Laurel Road, e inmediatamente veo la oficina de Calderón, en la parte de atrás de un anticuado edificio de los sesenta ocupado por dentistas con entrada por la 206, pero al que siempre entro por la puerta trasera. Mientras me acerco despacio al pequeño cubo de tres pisos al que se accede por unas escaleras que bajan por un terraplén cubierto de hierba, veo que, efectivamente, hay luz en dos sitios. Sé que en una consulta está el dentista suplente, terminando de empastar una muela fuera de horas a la hermana de un amigo, escasa de dinero. La otra es la del psicólogo dentista que atiende, sólo por la noche, a secretarias y empleadas de tiendas de ropa que no tienen pasta para implantes pero siguen queriendo estar seguras de su sonrisa.
Pero no hay luz en la 308, la consulta de Calderón. Todo está a oscuras y bien cerrado. Aunque ahí delante, en la acera, como esperando el autobús, hay alguien que se parece a él: abrigo, boina, rostro de amplias facciones reconocible por unas gafas con montura negra y un bigote oscuro que estoy acostumbrado a ver sobresaliendo de la mascarilla mientras me examina los premolares a través de una protección de plástico contra el sida. Ahí está mi dentista: extraña visión para encontrárselo después de anochecido. Calderón, que probablemente tiene mi edad, es el adorado hijo de unos diplomáticos e intelectuales argentinos que no pudieron volver a casa. Fue a Dartmouth en los sesenta y se instaló en Nueva Jersey después de hacer odontología. Es alto, bien parecido, de labios irónicos, pelo teñido, mujeriego, casado con la cuarta señora Calderón, joven y trágica viuda, pelirroja, abogada de Haddam especialista en asuntos fiscales que obliga al pobre Calderón a teñirse el bigote, también, y a entrenarse como un atleta de decatlón en el gimnasio Abs-R-Us de Kendall Park para que siga pareciendo más joven que ella. En la consulta, Calderón lleva batas de vivo color naranja, pone en la tele antiguas películas de Gilbert Roland en vez de cintas que expliquen a los pacientes lo que pasa en la dentadura y como ayudantes sólo contrata a rubias sensacionales que hacen que ir al dentista valga la pena. En los ochenta perteneció brevemente al Club de Divorciados y sigue siendo notoria su especialización en casadas que necesitan que les rellenen las caries. Siempre me voy satisfecho de allí, porque no sólo salgo con los dientes relucientes, las encías examinadas, los empastes bien remetidos y una sensación general de bienestar, sino que también estoy contento por haber pasado una hora con otro adulto que entiende el incentivo del Periodo Permanente pero que no ha tenido necesidad de inventárselo como yo. Y a veces, en realidad, me quedo dormido en el sillón, con la boca abierta y el taladro zumbando.
Ahora me alegro sólo con ver a Calderón esperando quién sabe qué en la acera, aunque no hay muchas posibilidades de que me diga que entre para hacerme el ajuste.
Bajo la ventanilla de mi lado y me acerco al bordillo, contento aunque sólo sea de cambiar unas palabras. Calderón sonríe inmediatamente con complicidad, sin tener ni idea de quién soy. La lluvia cae a ráfagas por la 206, a treinta metros de allí.
—Hola, Erno. ¿Dónde está el baño?[35] —le digo por la ventanilla; siempre andamos con chorradas.
—El Cid es famoso, ¿verdad?
Ernesto empieza a esbozar una gran sonrisa de sinvergüenza, todavía sin reconocerme, pero exhibiendo su agradable apariencia. Tiene los dientes blancos como perlas, obra de un colega a iniciativa de su mujer. Con la boina, más parece un antiguo astro de la pantalla que un seductor fontanero de encías.
—Monet no iba al dentista, supongo.
Eso tiene que ver con un chiste verde que me contó la última vez y al que ha sometido a sus pacientes durante meses. No lo recuerdo exactamente, porque no vengo desde abril. No sabe que he tenido o que tengo cáncer, lo cual es un alivio porque así puedo olvidarlo.
—¿Qué haces por aquí, a-mi-go, buscando casas para vender?
Ernesto pretende ser más latino de lo que es al cabo de treinta años. Lo he oído hablar por teléfono con el laboratorio que le hace las prótesis en Bayonne. Podía ser de allí. Pero sabe quién soy. Otro pequeño consuelo.
—Esperaba que mi dentista me atendiera un momento, aunque fuera a deshora.
Creerá que estoy de broma, pero no es así. Aunque me siento ridículo con el protector nocturno en el bolsillo.
—¡No! ¡Hombre! No me digas. Fíjate.
Se abre el abrigo y enseña un esmoquin con un brillante forro rojo. Lleva relucientes zapatos de charol, pajarita roja y un fajín de franjas rojas y verdes que hace de todo menos guiñar el ojo y tocar música. Calderón se dirige a algún sitio elegante, mientras yo voy a la deriva por calles de barrio con la mandíbula dolorida. ¿Cómo se puede esperar que un dentista llegue tarde a una cena sólo por atender a un paciente?
—¿Y dónde es la gran juerga?
Ya que no me arreglan el protector nocturno, me conformaré con incorporarme al ánimo festivo.
—Betsy se ha ido a ver a su anciano papaíto en Chevy Chase. De manera que… me he quedado otra vez solo con mis pensamientos. ¿Entiendes? Me voy a Nueva York, a mi club.
Los ojos de burro de Ernesto rebosan con la promesa de un jolgorio extramarital en vacaciones. Me ha entretenido en su sillón de dentista con traviesas historias de su «club privado», en la parte alta de las Setenta, adonde desde luego estaría encantado de llevarme y donde me divertiría como en la vida. Todo de primera clase. La mejor clientela: antiguos jugadores de los Mets, presentadores de noticiarios, mafiosos de nueva ola. Etiqueta obligatoria, buen champán metido en hielo, las «señoras», naturalmente, estudiantes de Barnard con gran personalidad, que ganaban dinero para pagarse la carrera de medicina. Me imaginaba a los «caballeros» armando jaleo por las habitaciones de lujosas alfombras y paredes empapeladas con tejidos de seda, sin pantalones, llevando sólo zapatos de charol, calcetines negros y chaqueta de esmoquin, en actitud de compararse el paquete, del cual atribuyo a Ernesto un espécimen de categoría.
—Suena a desmadre —le digo.
—Siií. Nos divertimos un montón. Me mandan una limusina. Algún día tiene que venir conmigo.
Ernesto asiente con la cabeza para declarar que no lo lamentaría. Me viene ahora, en este preciso momento, el recurrente y doloroso recuerdo del largo paseo que Clarissa y yo dimos en agosto pasado con todo el calor, aunque a la sombra de saludables olmos, por las calles de Rochester: famosa por su orgullosa presencia y por su aspecto de pequeña ciudad universitaria y luterana, en vez de por ser la zona cero de la medicina. Era el viernes anterior a la intervención que iban a practicarme el lunes, y habíamos decidido caminar hasta que nos cayéramos de cansancio, cenar pronto en Applebee’s y ver por la tele el partido de los Twins contra los Tigers en el Travelodge. Salimos por la State Highway 14 al límite oriental de la ciudad —a pie, mientras los demás iban en coche—, más allá de las sinuosas calles con sus bien cuidadas casas de tejados verdes y fachadas blancas, pasando el estadio Little League donado por los árabes y el centro médico federal y la terminal de camiones de Olmsted County, siguiendo por los chalés con cerca de madera en cuyos jardines había motos de nieve, lanchas rápidas y caravanas en venta, para llegar a un solar donde unos montones de arena y grava habían cuarteado la arcillosa tierra, y aún más allá, donde surgían campos de alfalfa y un pequeño y arbolado cauce de un río, y la erosionada tierra empezaba a descender suavemente, cubriéndose de vegetación mientras se deslizaba hacia el Mississippi, a setenta kilómetros de distancia. En todas las cercas había letreros de VEDADO DE CAZA. El paisaje veraniego estaba tan seco como una piedra de amolar, el maíz tan alto como un elefante, el lejano y ardiente cielo tan gris como una catarata. Y había, por supuesto, un lago.
En la asfaltada cresta de una colina desde donde la autopista se extendía hacia el este como una cinta inacabable, Clarissa y yo nos detuvimos para contemplar el panorama urbano: el gran coloso de la Clínica Mayo dominando con sus múltiples edificios el arbolado paisaje como si fuera el Kremlin. Impresionante. En esos edificios, pensé, se ocupan bien de la gente.
Clarissa tenía la camiseta empapada y la frente perlada de sudor. Se pasó la mano por la encendida mejilla. Un camión verde con los lados de listones pasó con estruendo, levantando gravilla y aire cálido, esparciendo un olor dulzón a cerdos para el matadero.
—Supongo que aquí es donde Norteamérica ha decidido recibir las malas noticias, ¿no?
De pronto a Clarissa no le apetecía estar allí. Todo era demasiado explícito.
—No es tan tremendo. A mí me gusta. —Era verdad. Y me sigue gustando—. Teniendo en cuenta la alternativa.
—A ti sí.
—Espera a tener mi edad. Te alegrarías de que te admitieran en sitios así. Las cosas se ven de otra manera.
—A lo mejor tendrías que venirte a vivir aquí. Comprarte una de esas decentes y horrorosas casas de tejados y postigos verdes y ventanas con parteluz. Tener una moto de nieve.
—Creo que me iría bien aquí —repuse.
Ya había pensado en eso. Ambos nos hacíamos a la idea de que el lunes estaría muerto, sólo para ver la impresión que daba.
—Estupendo —repuso ella, dando bruscamente media vuelta sobre sus talones para contemplar la autopista hacia el este. No avanzaríamos más aquel día—. Crees que te iría bien en cualquier sitio.
—¿Qué hay de malo en eso? ¿Es que no estar contento es señal de algo?
—No —contestó ella con acritud—. Eres admirable. Lo siento. No debería meterme contigo. No sé por qué me molesto.
Porque soy tu padre, empecé a decir, soy todo lo que te queda; pero no lo hice.
—Lo comprendo perfectamente —dije—. Quieres lo mejor para mí. Está muy bien.
Emprendimos el camino de vuelta, y a las cosas que la ciudad me tenía reservadas.
Ernesto baja la vista y me mira con fijeza desde el bordillo de la acera, como esperando a que se me duerma la boca. Caigo en la cuenta de que no sabe verdaderamente quién soy. Tengo algo que ver con la gestión inmobiliaria pero no sabe mi nombre, sólo soy una radiografía circular de la boca colocada sobre una fría pantalla blanca. O a lo mejor soy el tío de la compañía Skillman, el que le limpia las alfombras. O el dueño de Chicos, en la Route 1, sitio adonde sé que va a escondidas con Magda, su higienista libanesa.
En el retrovisor lleno de sombras aparece lo que puede ser la limusina de Ernesto, sus faros color calabaza girando por Laurel y viniendo despacio hacia nosotros.
—¿Cómo se va a celebrar el Día de Acción de Gracias en su casa, Ernesto?
No sé cómo, inútilmente, me he puesto de buen humor. Ernesto contempla el blanco y alargado vehículo, me mira luego con prevención, como si no estuviera bien que yo presenciara esto. Hace una señal secreta al chófer, con un ademán que le da cierto aire afeminado en contradicción con lo de mal hombre machismo. Quizás lo aguarde en el asiento trasero alguna de las chicas tan saludables y simpáticas de Barnard, haciendo saltar ya el tapón de Veuve Clicquot.
—¿Cómo dice? —pregunta, mientras sus gafas de concha y su boina se envuelven en vaho, su sonrisa no tan sincera.
—El Día de Acción de Gracias —repito—. ¿Qué pasa a su casa?
Lo estoy fastidiando, pero no me importa, ya que no va a arreglarme el protector nocturno.
—Ah, vamos a Atlantic City. Siempre. A mi mujer le gusta jugar en Caesars.
Ha echado a andar de costado hacia la limusina, aparcada a discreta distancia un poco más atrás. En el retrovisor de fuera veo que se abre la puerta del conductor. Una chica alta con aire de corista y vestida con pantaloncitos cortos de satén plateado, tacones altos, chaleco y sombrero rojo de colono como el que se ve en los anuncios de la autopista de Pensilvania, sale del coche y le abre la puerta de la trasera.
—Me tengo que ir. —Ernesto vuelve la cabeza hacia mí, con cierta angustia, como si fueran a dejarlo en tierra, y añade tontamente—: Hasta la vista.
—Hugo de Naranja para usted también.
—Sí. Vale. Gracias.
Por el espejo veo cómo se apresura por la acera, dando un rápido besito a la corista y correteando luego hacia la puerta trasera de la limusina. La conductora colono mira en mi dirección, me sonríe mientras la examino, vuelve a subir al coche y, despacio, pasa por mi lado y continúa por Laurel Road.
No estaría mal ir ahí dentro con el bueno de Ernesto, me quedo pensando. No está nada mal su programa, parece que en su caso particular todo se lo han puesto a huevo. Aunque calculo que a mí no me serviría de nada. Ahora no En mi estado actual, desde luego que no.
El bar Johnny Appleseed, en la planta baja del August Inn, donde he quedado con Mike Mahoney, es una adecuada réplica de un mesón de la época de la Independencia. Suelos de pino amplios y gastados, techos bajos, barra de caoba bien brillante, multitud de antiguos faroles de cobre y chucherías de época: banderas de batalla con divisas y serpientes, sables cubiertos de incrustaciones, parches de tambor, uniformes de paño exhibidos en vitrinas, balas de mosquete enmarcadas, tricornios, además (la pièce de résistance) de un mural que ocupa toda una pared, iluminada por pequeños focos, de colores alarmantemente chillones de un J. Appleseed[36]con aire de chiflado, a lomos de una mula gris, una mueca a lo Klem Kadiddlehopper[37] en sus lascivos labios y un cazo en la cabeza, lanzando atolondradamente al aire semillas de manzana en torno a los escurridos cuartos traseros del animal. Así fue al parecer como se conquistó el Oeste. Durante años, los historiadores tabernarios de Haddam han debatido si el «ejecutor» del mural de Appleseed fue Norman Rockwell o Thomas Hart Benton. Los más viejos juraban haber visto hacerlo a los dos en momentos diferentes, aunque esa versión se desechó cuando Rockwell durmió una noche en el mesón en los sesenta y afirmó que ni siquiera Benton era capaz de pintar algo tan malo.
Siempre me encuentro a gusto aquí, a cualquier hora del día o de la noche, su aire ficticio, inalterable, de club de pequeña ciudad me da la sensación de arribar a puerto seguro. Y sobre todo esta noche, después del día que llevo, con sólo un grupito de bebedores tomando tranquilamente unas copas en la barra, aparte de una anónima pareja metida en un reservado de cuero rojo al fondo, posiblemente perpetrando el acto allí mismo: sin que a nadie le importe. Una tele sin sonido en la pared, un diminuto árbol navideño de plástico colocado en el botellero, unas guirnaldas plateadas (inflamables) colgadas del espejo, detrás de la barra. El viejo camarero, un saco de huesos, está viendo el partido de hockey. Es el sitio perfecto para acabar un infructuoso martes de la semana de Acción de Gracias, sobre todo cuando muchas de tus circunstancias personales no son tan festivas. Bien está maravillarse del extraordinario planeta que ocupamos (al estilo del doctor Von Reichstag), donde los humanos cavilan sobre los neutrinos. Pero más maravilloso aún es que esos mismos seres sean capaces de inventar un concepto tan balsámico para el espíritu enfermo como el «acogedor tugurio», donde uno siempre es esperado, donde nadie hace preguntas, donde se puede elegir entre una lista repleta de revitalizantes cócteles, mirar en silencio la silenciosa tele, decir incongruencias a un imparcial camarero, escuchar (o no) lo que dicen alrededor; en otras palabras, saborear el espíritu de estar «dentro pero no del todo», «fuera pero no del todo», que la humanidad, si pudiera, empaquetaría y vendería como rosquillas trayendo así la paz a un planeta turbulento.
Tras mi triste divorcio hace diecisiete años, más de una noche me encontré en uno de estos taburetes, saboreando un croque monsieur preparado en la cocina de arriba, y unos setenta u ochenta whiskies con soda, acompañado a veces por un «ligue» con quien morrear en lo oscuro, para luego subir algo tambaleante (solo o à deux) los escalones y verme en Hulfish Street en el cálido anochecer de Jersey sin la más mínima idea de dónde podría haber dejado el coche. Muchas veces llegaba a Hoving Road, dando bandazos (evitando las calles más animadas, y a la poli), entraba en casa y me iba derecho a la cama donde caía inmediatamente presa del sueño. Puede que la sensación más plena de ser de Haddam la haya tenido en esas noches, alrededor de 1983. Con lo que quiero decir que, si ven a un caballero cuarentón saliendo con paso vacilante de un bar del extrarradio en una noche oscura, mirando perplejo a su alrededor, alzando esperanzadamente los ojos al cielo en busca de orientación, precipitándose luego hacia una calle silenciosa coronada de árboles y con bonitas casas donde hay luces encendidas y la vida es apacible, en una de las cuales entra, sube penosamente las escaleras y se derrumba vestido en la cama, ¿acaso no pensarían: He ahí un hombre de esta ciudad, una persona con raíces y recuerdos de aquí, su arado bien hundido en la tierra del lugar? Claro que sí. ¿Se puede saber qué es eso de ser de un sitio, en qué consiste, si no en que los borrachos «son» del lugar donde se ven?
Son las seis y veinticinco y todavía falta para que venga Mike. Resulta difícil imaginar a qué pueden dedicarse un menudo tibetano y un promotor italiano durante toda la tarde con el tiempecito que hace. ¿Cuántos mapas catastrales, planes de ordenación urbana, estimaciones de tráfico, normativas sobre calidad medioambiental, llanuras de aluvión y reglamentos de la Comisión de Igualdad de Oportunidades en el Empleo pueden soportar sin necesidad de un sedante, y el primer día en que se pone la vista encima?
Pido al viejo camarero un martini con ginebra Boodles, de cuarenta grados, doy un lengüetazo de prueba por el borde de la copa y me siento exactamente como quiero sentirme: mejor, capaz de afrontar el mundo como si fuera mi amigo, de entablar conversaciones con absolutos desconocidos, de comprender el punto de vista de los demás, de pensar que la mayor parte de las cosas va a salir bien. Hasta la mandíbula se me relaja. Mi visión es más nítida. Ha cesado la molesta sensación que me producía ese revoloteo en el vientre quizás erróneamente asociado con la próstata. Por primera vez desde que me he despertado a las seis en Sea-Clift pensando que me hacía falta una hora más de sueño, exhalo un suspiro de alivio. Ha transcurrido un día sin que haya pasado nada. Eso es algo que no debe darse por seguro.
Los demás parroquianos son gente de Haddam que conozco de vista, con los que incluso puedo haber hecho negocios, pero a quienes, debido a mis diez años de ausencia, finjo no haber visto en la vida. Lo mismo que a Lester, el camarero, un espárrago con camisa blanca y pajarita verde, que lleva treinta años detrás de esta barra. Residente de Haddam, un Ichabod[38] de hombros caídos y cintura alta, casi setentón, soltero, calvo de acre aliento a quien no se acercaría mujer alguna. Me ha saludado con el neutro y habitual «Quévaatomar», aunque hace unos años puse en el mercado el adosado de su madre en Cleveland Street, al lado de mi antigua casa, donde Ann vive ahora, le presenté dos ofertas por el precio pedido en el espacio de una semana, y entonces él se echó atrás (tenía todo el derecho de hacerlo) y decidió alquilarlo: un importante error en 1989, según traté de hacerle ver, y nunca me lo ha perdonado. Suele ocurrir que por mucho éxito que tenga la operación o por fácil que resulte —y en Haddam nunca ha habido una mala—, una vez concluida, los clientes empiezan a tratar al agente inmobiliario como una persona que sólo es a medias real, alguien a quien únicamente han conocido en sueños. Cuando se cruzan contigo en un restaurante o echando una tarjeta de Navidad en la oficina de correos, adoptan inmediatamente una actitud furtiva y apartan la vista, como si te hubieran visto en la lista de pervertidos sexuales, murmuran un evasivo y apresurado «¿Quétal?» y desaparecen. Y puede que les haya hecho ganar fácilmente un par de millones, que los haya librado de algún follón de infarto o salvado de desperdiciar una fortuna en un divorcio o de una declaración de quiebra. A determinado nivel —que en Haddam se alcanza de forma rutinaria—, la gente se avergüenza de no haber vendido su casa personalmente y les duele pagar la comisión, que al parecer sólo se gana poniendo un letrero y esperando a que el camión del dinero pare a la puerta y descargue el volquete. Cosa que unas veces pasa y otras no. Visto desde ese ángulo, los agentes inmobiliarios sólo servimos de grupo de apoyo a los que sienten una aversión crónica por el riesgo.
Lester quita el partido de hockey con el mando a distancia y empieza a zapear, mirando con el cuello estirado como un pavo y la boca abierta al Sanyo colgado de un soporte encima de los aguardientes aderezados. Mantiene varios diálogos con diferentes parroquianos, desganadas discusiones que se prolongan noche tras noche, año tras año, sin darse nunca por zanjadas, recogidas una y otra vez con esa locución conjuntiva que en Jersey se utiliza para todo: Así que. «Así que, si pones una cerca invisible, ¿no te va a coger el cabrón del perro una especie de complejo?». «Así que, si quieres saber mi opinión, con el lenguaje de signos se pierden todos los putos matices». «Así que, mira, para mí, las azafatas no son más que parte del puñetero equipo del avión; igual que las máscaras de oxígeno y los brazos de los asientos. No es que no quiera echarle un polvo a alguna. ¿Vale?». Lester se mordisquea el labio mientras pasa con el mando de un combate de sumo, a unos saltadores que se zambullen desde un acantilado en Acapulco, a dos individuos que han ganado un concurso y se están abrazando y luego a varios canales donde hay gente con trajes y vestidos bonitos, sentada frente a unos escritorios y hablando seriamente a la cámara, para quedarse después con las imágenes de un enorme escenario donde un negro vestido con un traje color vainilla está curando a una negra gorda ataviada con una túnica roja y la hace caer de espaldas: más cosas de las que puedo asimilar en mi distendido estado de ánimo, al no encontrarme ni muy dentro, ni muy fuera de las cosas.
Entonces, de pronto, el presidente, mi presidente —alto, canoso, sonriente, con bolsas bajo los ojos y sin malicia—, aparece en la pantalla en color llenándola con su rostro y su figura. El presidente Clinton pasea despreocupadamente, a grandes zancadas, a través de un verde césped, reprimiendo una sonrisa nerviosa. Lleva pantalones azules de pana, camisa blanca, cazadora de aviador y Hush Puppies como los míos. Hace lo que puede por parecer tímido y modesto, culpable de algo, aunque no de mucha importancia: robar sandías, conducir sin carné, mear por un agujero en la pared del vestuario de chicas. Lleva a su labrador, Buddy, de la correa y habla y coquetea con gente fuera de cámara. A su espalda hay un helicóptero parado con un infante de Marina de gorra blanca en posición de firmes junto a la escalerilla. El presidente acaba de saludarlo: incorrectamente.
—¿Dónde coño se meten esos cabrones de la mafia cuando hacen falta? —gruñe Lester mirando a la tele. Hace una pistola con el índice y el pulgar y asesina al hombre por el que yo voté haciendo un ruido sordo con sus labios de lagarto. Se vuelve hacia sus parroquianos, la boca agria y mezquina—. El cabrón ése se lo está pasando de miedo con esta mierda de elecciones. Le encanta. Tiene al puto país al borde del desastre.
—Es más fácil que se la chupen —dice uno de los parroquianos, señalando la copa con el pulgar para que le pongan otra.
—Seguro que tú sabes de eso —dice Lester, con una mueca maligna.
La pareja del reservado del fondo, que ha estado haciendo lo que fuera sin que nadie reparara en ello, se pone bruscamente en pie, apartando ruidosamente el banco, como si pensaran que iba a haber pelea o sus travesuras sexuales exigieran más espacio. Los cinco parroquianos, más una mujer mayor que también está en la barra, lanzamos una mirada a la pareja, que en ese momento se está poniendo el abrigo y sale de entre el banco y la mesa arrastrando los pies. Afortunadamente, no los conozco. La mujer es joven y delgada, muy rubia y bonita, aunque de facciones afiladas. Él es un tipo rechoncho, de brazos cortos y aire gangsteril, moreno y de pelo rizado, reventando en un traje con chaleco. Lleva la bragueta desabrochada y parte de la camisa le asoma culpablemente por la abertura.
—¿Qué prisa tenéis, chicos? —gruñe Lester con ojos lascivos, mientras la pareja se dirige a la roja indicación de la salida que da a la calle.
El ruidoso bebedor que está más cerca de mí en la barra se vuelve y me sonríe burlonamente.
—Así que ¿a ti qué te parece?
Es Bob Butts, dueño (en otro tiempo) de Butts Floral en Spring Street, donde ahora está Virtual Profusion, que marcha muy bien. Bob tiene la piel rojiza, es un tipo regordete y amargado. Su madre, Lana, llevaba la floristería desde la muerte en Corea del padre de Bob. Eso era en el Haddam prehistórico, cuando la ciudad era una joya aletargada, sin descubrir. Lana se mudó a Coral Gables y volvió a casarse, Bob se quedó con la tienda hasta que la perdió por deudas de juego contraídas en el Tropworld, un nuevo casino de Atlantic City. Bob es un capullo de primera.
Los dos que están un poco allá, no sé, pero no son trigo limpio, delincuentes de poca monta a los que he visto cientos de veces en Haddam: en Cox’s News o en el ya desaparecido Pietroinfernos. Tengo idea de que se dedican a distribuir el Trenton Times y posiblemente mercancía menos clara. A la mujer de cara chupada y cabello ralo, que lleva un amplio vestido negro muy apropiado para un entierro, no la he visto nunca, aunque al parecer es la compañera de Bob. Sería fácil decir que esos cuatro forman parte del submundo de Haddam, pero en realidad no son sino ciudadanos normales, aunque un tanto desafiantes, resistiéndose a mudarse a Bordentown o East Windsor.
—¿Qué me parece el qué?
Me inclino hacia delante y miro a Bob Butts, llevándome a los labios el martini, que se está calentando. El presidente Clinton ha desaparecido de la pantalla. Me pregunto lo que estará haciendo en privado: trasegarse un copazo, posiblemente. Sus últimos dos años no han sido como para enorgullecerse. Al igual que Clarissa, desearía que se presentara otra vez. Les daría sopas con honda a esos dos cretinos.
—Esta chorrada de elecciones. —Bob Butts se echa hacia delante, luego hacia atrás, para verme mejor. Lester le está sirviendo otro Seven and Seven. La demacrada amiga de Bob me lanza una mirada alcohólica, extraviada, como si lo supiera todo sobre mí. Los dos tíos del Trenton Times contemplan pensativamente sus vasos chatos (aguardiente aromatizado, creo)—. Un tío ha volado hoy por los aires en el hospital. Ha quedado como confeti de color rosa. Esta mierda ya ha ido demasiado lejos. Los demócratas están robando las elecciones.
Los húmedos ojos de Bob, inyectados en sangre, se quedan fijos en mí, indicando que sabe quién soy: un izquierdista, defensor de los negros, partidario de que el gasto público se pague con los impuestos, de que haya seguridad social para todos, del derecho al aborto, de los derechos de los homosexuales, de los derechos del consumidor, de la conservación de la naturaleza (todo verdad). Además, vendí mi casa dejando la puerta abierta a un montón de coreanos de mierda, y probablemente hasta tuve algo que ver con que él perdiera la floristería (también cierto).
Bob Butts lleva un chaquetón sucio y de mal aspecto, hecho de un tejido a base de polímeros, del tipo que llevaban los estudiantes de Michigan en los primeros sesenta pero no después, y parece bastante animado. Viste pantalones de algodón como los míos y zapatillas blancas sin calcetines. Hace varios días que no se afeita. Tiene el pelo ralo y lacio, y lo lleva largo y sucio; no le vendría mal un baño. Hay indicios de que Bob está en decadencia, tras haber sido en sus tiempos guapo, inteligente y descarnado hasta el punto del febril afeminamiento de Laurence Harvey. Como Calderón, llamaba mucho la atención entre la población femenina, a la que solía beneficiarse en la trastienda, en la misma mesa salpicada de tallos donde preparaba los ramos. Quizás sea ésa la única esperanza del florista.
—Pues yo no entiendo lo que los demócratas tienen que ver con que alguien haya volado por los aires en el hospital —le digo. Me doy media vuelta y lanzo una mirada indiferente y calculada al mural de Appleseed, brillantemente iluminado por una hilera de pequeños focos plateados sujetos al techo bajo. Mirando al memo de Johnny, en el fondo me estoy dirigiendo al chiflado de Bob. Ése es el mensaje que quiero transmitir de manera subliminal. Tampoco quiero que piense que me importa una mierda nada de lo que dice, porque me da igual. Espero que Mike aparezca de un momento a otro. Sin embargo no puedo evitarlo y añado—: Y tampoco veo que los demócratas estén robando algo, a menos que sacar más votos sea una forma de robar. Puede que tú sí lo veas. A lo mejor es por eso por lo que te has quedado sin la floristería.
—A lo mejor —responde Bob Butts con una sonrisa de idiota—. Y a lo mejor tú eres gilipollas.
—Ya me lo han dicho —replico. No quiero que esta divergencia traspase los límites de una grosera discusión de taberna. No sé lo que me espera al otro lado de esa frontera a mi edad, con mi estado de salud y un copazo entre pecho y espalda. Y sin embargo el mismo impulso irresistible me hace imposible no añadir, sin quitar la vista del mural de Appleseed—: En realidad me lo han dicho tíos mucho más capullos que tú, Bob. Así que no te esfuerces mucho por impresionarme.
Doy media vuelta en el taburete y considero la deliciosa posibilidad de pedir otro martini helado con Boodles. Sólo que oigo un movimiento brusco y un chirrido de madera contra el suelo.
—¡Ah, vaya por Dios, Bob! —exclama la mujer de la cara chupada.
Seguidamente, un taburete como en el que estoy sentado cae al suelo. Y de pronto siento un olor a pescado en las aletas de la nariz y en la boca, y las pequeñas y ásperas manos de Bob Butts me rodean el cuello, su barbudo mentón arañándome la oreja, su garganta haciendo un ruido gorgoteante y mecánico a la vez, como un coche que no arranca, y también simiesco —grrrrr—, en mi canal auricular —«Grrrr, grrrr, grrrr»—, de manera que me bajo de un salto del taburete, que cae de lado al suelo, y Bob y yo nos precipitamos hacia el entarimado de pino. Intento agarrarlo del maloliente chaquetón para dirigirlo de manera que caiga conmigo encima: cosa que sucede contundentemente. Aunque el taburete que estaba junto al mío —pesado como un yunque— se derrumba sobre mis costillas dándome un golpazo que, si bien no me deja sin respiración, me hace exhalar un involuntario «uuuuf».
—Soplapollas, maricón —me gorgotea en la oreja Bob Butts con su fétido aliento—. Grrrr; errrr, grrrr.
Esos ruidos (pienso de pronto por alguna razón) los aprendió de pequeño, probablemente, y en su época resultarían graciosos, pero ahora se producen en —un concienzudo empeño por acabar conmigo. No me tiene agarrado exactamente por la tráquea, sólo por el cuello, pero me aprieta con todas sus fuerzas clavándome las uñas en la piel. Me dan punzadas por todo el cuerpo, pero no siento conmoción ni temo que haya consecuencias, salvo quizás por la caída.
Nadie hace en el bar un gesto para ayudarme. Ni Lester, ni los dos cretinos del Trenton Times, ni la bruja medio calva vestida de luto que ha invocado a Dios. Sencillamente hacen como si Bob y yo no estemos peleándonos en el suelo, es como si a un nuevo cliente, que acabara de entrar en el bar para tomarse un Fuzzy Navel, le pareciera grandioso el espectáculo de dos tíos de mediana edad zurrándose por el húmedo entarimado, intentando demostrar algo que nadie sabe qué coño es.
Todo esto empieza a parecer más un incordio que una pelea, como tener un monito colgado al cuello, aunque estemos en el suelo y yo tenga el taburete encima, Bob esté gruñendo —«Grrrr, errrr, grrrr»— y apretándome el cuello, y el aliento y el pelo le huelen peor que un arenque de la semana pasada. De pronto me veo sin aliento y tengo que quitarme el taburete de la espalda para respirar, y con el mismo movimiento meto una rodilla entre las de Bob, que no para de contorsionarse, y le clavo el codo derecho en el esternón, con idea de bloquearle la tráquea. Hago presión sobre el duro hueso de su pecho, lo miro fijamente a los ojos saltones e inyectados en sangre, que me dicen que este episodio puede estar a punto de concluir.
—Bob —le digo medio gritando.
Con los ojos desorbitados, descubre sus largos y amarillentos dientes, vuelve a cerrar los dedos en torno a los tendones de mi cuello y grazna:
—Soplapollas.
Y sin más preámbulos, le doy un rodillazo en la bolsa de los cojones con todas mis fuerzas: teniendo en cuenta la debilidad de mi estado, la falta de inclinación que siento por esto y el hecho de que me haya bebido un martini esperando que la noche resultara agradable, ya que no lo había sido el resto de la jornada.
Con los ojos saltándosele de las órbitas, Bob Butts suelta al instante un gildersleeviano[39] «Uuummfff», las mejillas y los labios en erupción. Cierra los ojos, apretándolos melodramáticamente. Me suelta el cuello y se queda tan relajado como un muñeco para ejercicios de salvamento. En vez de más «Grrrr, errr, grrr», lanza un gruñido profundo y angustioso que, lo admito, resulta gratificante:
—¡Iiiaah-ah-oh!
—Joder, que te lo estás cargando, pedazo de cabrón —grita la mujer de la cara chupada mirándonos con el ceño fruncido desde lo alto de su taburete, como si fuéramos insectos que han atraído su atención—. Buena pelea, mamón.
Decide tirarme la copa y lo hace. El vaso, que tiene ginebra, me da en el hombro, pero la mayor parte del contenido alcanza a Bob, que está contraído en una mueca —de tremendo dolor, espero— con mi codo clavado en el esternón.
—Bueno, ya vale, dejadlo ya —dice Lester detrás de la barra, como si le importara de verdad lo que coño pase y el espectáculo no le resultara aburrido, su impasible jeta de vendedor de zapatos y su pajarita de plástico verde —reliquia de algún desolado día de San Patricio— apenas visible para mí al otro lado de la barra.
—Ya vale ¿qué? —Tengo clavado a Bob en el sitio con la punta del codo—. ¿Vas a impedir que este pedazo de mierda me estrangule, o voy a tener que darle una paliza?
—Iiiaah-ah-oh —exclama de nuevo Bob con otro gruñido gratificante, pero exhalando tal fetidez que tengo que apartarme, el corazón empezando a salírseme del pecho.
—Deja que se levante —dice Lester, como si Bob fuera ahora problema suyo.
La rubia cómplice de Bob coge del suelo un bolso grande y brillante.
—Me lo llevo a casa, al gilipollas éste —anuncia.
Los ocupantes de los otros dos taburetes nos miran a Bob y a mí como si estuviéramos en un programa de la tele. En la televisión de verdad, aparece el rostro de Bush, sin hondura, sonriente, satisfecho de sí mismo, hablando sin sonido, los brazos separados del cuerpo como si se hubiera metido unas pelotas de tenis en los sobacos. Hay otras personas a su alrededor, jóvenes bien vestidos, repeinados, de cara reluciente, con platos de papel en la mano, comiendo en una barbacoa, divirtiéndose y partiéndose de risa de lo que esté diciendo su candidato.
Apoyándome en el taburete, suelto a Bob Butts, me incorporo e inmediatamente me siento mareado, con debilidad en los brazos y pesadez en las piernas, en un tris de caerme redondo al suelo y expirar encima de Bob. Miro estúpidamente a Lester, que me está retirando el martini vacío y mirándome ceñudamente mientras la mujer intenta levantar del suelo a su maltrecho amigo Bob. Está en cuclillas a mi lado, las huesudas rodillas separadas, la falda abierta, y de forma implacable le veo los muslos enfundados en medias negras y el deslumbrante tejido blanco de las bragas entre las ingles. Bajo la vista al suelo, y veo que en la pelea se me ha caído del bolsillo el protector nocturno y está bajo el reposapiés de la barra, roto en tres pedazos. De pronto me siento desvalido, pero luego aparto los pedazos con el talón. Se acabó.
Bob está de pie, pero doblado por la cintura, agarrándose los lastimados testículos. Le falta una zapatilla, y araña el suelo con las feas y amarillentas uñas del pie. Tiene el pelo revuelto, la cara gordinflona salpicada de manchas rojas y blancas, los ojos hundidos, mezquinos y despreciativos en la derrota. Me fulmina con la mirada, aunque ya ha tenido suficiente. Seguro que le gustaría escupir otro virulento «Soplapollas», pero sabe que a mí no me importaría volver a aplastarle los cojones. En realidad, me encantaría. Seguimos así un momento, odiándonos mutuamente, yo con todo el cuerpo —manos, muslos, hombros, cuello rasguñado, tobillos, todo menos los huevos— dolorido como si me hubiera caído por una ventana. No se me ocurre nada que valga la pena decir. Bob Butts era preferible como persona desagradable, fracaso floral y antiguo seductor de cuarto trasero que como enemigo vencido, porque la enemistad le confiere una cucharadita de inmerecida dignidad. También era mejor cuando ésta era una ciudad cómoda y éste un bar que me inducía sugestivos sueños. Acabadas ambas cosas. Kaput. En algún plano humano que ya no existe, ahora sería el momento perfecto para entablar una insólita amistad de contrarios. Pero falta perspectiva para eso.
Me vuelvo hacia Lester, a quien odio porque puedo, no hay otra razón, y porque no asume responsabilidad alguna en la tragedia de la vida.
—¿Cuánto te debo?
—Cinco —contesta bruscamente.
Ya tengo la billetera en la mano, los dedos arañados y pegajosos, los nudillos averiados. Me tiemblan las rodillas, pero afortunadamente nadie lo ve. Pienso en recoger los trozos del protector nocturno, pero enseguida lo olvido.
—¿Tú no vivías por aquí? —pregunta Lester con desdén.
Eso, encima de todo lo demás, me disgusta. Más aún, me repugna. Puede que no tenga exactamente el mismo aspecto que cuando me rompí el culo por vender el adosado de su madre en el ochenta y nueve, en una situación de mercado altamente recomendable: una venta que habría propulsado a Lester a Sun City, y a una bonita caja de cerillas de cemento con un toldo rojo y vistas a la montaña, además de dejarle lo suficiente para una caravana Airstream y un guardarropa decente con que tirar desganadamente los tejos a algunas viudas achicharradas de calor. Para una vida mejor. Pero soy el mismo, y el cara culo de Lester necesita que se lo recuerden.
—Sí, he vivido aquí —refunfuño—. Tuve comprador para la casa de tu madre. Sólo que tú eras demasiado pusilánime y gilipollas para desprenderte de ella. Supongo que no podías soportar la idea de quitarte esa pajarita de gnomo.
Lester me mira con interés, como si me hubiera callado la boca pero siguiera moviendo los labios. Deja las cadavéricas manos sobre la barra, junto a un húmedo tapete rojo. En realidad, no tiene un aspecto muy diferente de Johnny Appleseed, razón por la cual los dueños del August Inn (un consorcio hostelero de Cleveland) lo mantiene en su puesto. Sigue llevando, según compruebo, el enorme sello de oro de cuando acabó el instituto en Haddam. (Mi hijo rechazó el suyo).
—Lo que tú digas —dice Lester, antes de torcer hacia abajo las desvaídas comisuras de la boca en una mueca desdeñosa.
Me gustaría decir algo lo bastante venenoso como para perforar incluso la esencial nulidad de Lester. Y, además, la última chispa de rabia podría procurarme el placer de darle una patada en el culo. Sólo que no se me ocurre nada. Los dos matones que reparten el Trenton Times me miran ceñudamente con velada y curiosa amenaza. Posiblemente me he transformado en algo diferente ante su vista, en algo peor de lo que creían al principio. Ya no soy el soso invisible, infeliz y desdeñable, sino un violento intruso que amenaza con apartarlos demasiado de sus intereses y de su noche de mierda. A lo mejor hasta tienen que «encargarse» de mí sólo por necesidad.
Bob Butts y la bruja de su amiga están saliendo del bar por la escalera que sube a Hulfish Street.
—Naaaa, déjalo ya, gilipollas —oigo decir a la vieja rubia.
—Ese cabrón apesta —responde Bob con un gruñido.
—Tú sí que apestas —replica ella, prosiguiendo la marcha con dificultad, el uno apoyándose en el otro, saliendo a la fría calle, la pesada puerta cerrándose tras ellos con un ruido metálico.
Me quedo un momento mirando el mural tipo Disney, petrificado por el ridículo Johnny, montado al revés en su jamelgo, el cazo en la cabeza, sembrando sus semillas por Ohio. Estos bares forman parte de una cadena, y el mural quizás haya sido creado por ordenador. Creo que en Dayton hay otro igual.
Inesperadamente siento una ingrávida melancolía en el bar, pese a la victoria sobre Bob Butts. En el espeso silencio, con el Sanyo mostrando floridanos de correosa piel sentados frente a largas mesas, examinando tarjetas perforadas de votos como si fueran radiografías de pecho, Lester parece un pálido ex asesino a sueldo que estuviera pensando en volver a trabajar. Sus dos parroquianos podrían ser asociados suyos: silenciosos individuos del sur del estado especialistas en el manejo de sierras mecánicas, herramientas de carnicero y albañil. Esto sigue siendo Nueva Jersey. Esta gente se siente en casa. Puede que sea hora de esperar fuera a Mike.
—¿No te llamas Bascombe no sé qué? —me pregunta uno de los matones del final de la barra.
Es el que está más al fondo, sentado junto al anaquel de los vasos pequeños, un tipo rechoncho, macizo como una estufa, de brazos como jamones y una cabeza de tamaño inferior al normal. Lleva una barba muy recortada, pero el cráneo afeitado y reluciente. Parece ruso y por tanto, casi con toda seguridad, es italiano. Saca un cigarrillo corto, sin filtro (según las ordenanzas municipales está terminantemente prohibido fumar), lo enciende con un pequeño Bic amarillo y exhala humo en dirección a Lester, que está hurgando en el cajón del dinero. Renunciaría gustosamente al apellido Bascombe; quisiera ser en cambio Parker B. Farnsworth, agente jubilado del FBI —División contra la Delincuencia Organizada—, pero aún de servicio en misiones secretas cuando conviene adoptar la cobertura de un verdadero agente inmobiliario. No obstante, me he descubierto al contar lo de la madre de Lester. Me siento en peligro, pero no veo manera de escapar a menos que finja un ataque de locura y suba las escaleras corriendo y dando gritos.
—Sí —contesto al fin de mala gana.
Espero que el individuo estufa suelte una cruel carcajada y diga algo insultante y lleno de reproches: una viuda pariente suya o un sobrino huérfano a quien yo hice que desahuciaran para vender su casa a unos ruidosos judíos de Bedminster. Nunca he hecho algo así, pero eso no impide que la gente lo piense. Desde luego algún compañero de mi antigua inmobiliaria lo hizo, así que eso me convierte en cómplice.
—Mi chico fue al colegio con el tuyo.
El individuo calvo sacude el cigarrillo con el dedo, se lo inserta en la comisura izquierda de sus breves labios y expele humo por el medio a pequeñas bocanadas. Aparta la vista despacio.
—¿Mi hijo Paul? —pregunto, sonriendo de forma inesperada.
—No sé. Puede. Sí.
—¿Y cómo se llamaba tu hijo? ¿O se llama, quiero decir?
—Teddy.
Lleva una estrecha cazadora negra de nailon, abierta, que revela algo parecido a una camiseta azul claro donde se despliega su vientre, del tamaño de un balón de baloncesto. Le haría falta ir más abrigado con este tiempo, pero es parte de su apariencia.
—¿Por dónde anda ahora?
En la Infantería de Marina, probablemente, o en alguna buena universidad laboral, o navegando por el Lago Superior como un avezado marinero que adquiere la áspera experiencia de la vida en un buque de una explotación minera antes de volver a casa y ponerse a trabajar de fontanero. Hay buenas posibilidades, y en abundancia. Probablemente no estará elaborando afectadas tarjetas de felicitación ni tendrá ataques de tontería porque se siente infravalorado.
—No anda por ningún sitio.
El voluminoso individuo alza el redondeado mentón para que el humo del cigarrillo no se le meta en los ojos. Su compañero de copas, un tipo huesudo, de piel oscura, pelo rizado y aspecto de levantador de pesos, con una gigantesca y acampanada nariz —que también lleva una cazadora de nailon— saca un inhalador Vicks, aspira fuertemente y apunta al techo con la nariz como si fuera una experiencia cautivante.
Se me descongestionan las fosas nasales. Y es como si el frío se apoderara de pronto de la estancia, haciéndola momentáneamente agradable.
—¿Quieres decir que se ha quedado aquí?
—No, no, no —dice el padre de Teddy, mirando a la pared, al fondo de la barra.
—¿Dónde está, entonces?
Naturalmente, eso no es en absoluto de mi incumbencia, y ya percibo que la respuesta no va a ser nada buena. En la cárcel. Desaparecido. Repudiado. Las clásicas cosas que les pasan a los hijos.
—No está en ningún sitio —proclama el grandote, quitándose el cigarrillo de la boca y mirando la roja brasa—. En este mismo momento, quiero decir.
De ningún modo voy a seguir este mal rollo. Sobre todo después de que la mujer con la que ya no estoy casado me haya pasado frente a los ojos, como una muleta, la visión de mi hijo muerto. Desde que Ralph Bascombe está ausente de este planeta, no he ido hablando de ello por los bares con desconocidos.
Me pongo muy derecho con mi ya sucia cazadora —rodillas doloridas, cuello que me arde, nudillos que me escuecen— y miro sin expresión a este individuo menudo y cilíndrico como una boca de incendios que ha sufrido (lo sé exactamente, o casi) y ha tenido que acostumbrarse al dolor. Solo.
El voluminoso individuo se vuelve para mirarme por detrás de su amigo. Sus ojos oscuros y extintos no brillan, ni centellean ni lanzan chispas, sino que imploran, y no son ojos de asesino, sino de peregrino que pretende seguir un tramo de su itinerario.
—¿Dónde está tu chico? —pregunta, con el cigarrillo hacia atrás entre los dedos, a lo francés.
—En Kansas City.
—¿A qué se dedica? ¿Es abogado? ¿Contable?
—No —le digo—. Es una especie de escritor, podría decirse. No estoy muy seguro.
—Vale.
—¿Qué le pasó a tu hijo?
¿Por qué? ¿Por qué no puedo limitarme a hacer lo que pienso? ¿Tan difícil es? ¿Será la edad? ¿La enfermedad? ¿El mal carácter? ¿Miedo a no enterarme de algo? Lo que este hombre está a punto de decir llena de miedo el bar, rebota por los símbolos del pasado, golpea la membrana de los tambores, hace tintinear los arreos, se arremolina en torno a Johnny Appleseed como un fantasma de Halloween.
—Se quitó la vida —dice el grandullón sin pestañear.
—¿Sabes por qué? —le pregunto, completamente «dentro» ahora, sin nada que dar a cambio, nada que pueda aliviar a nadie en esta época, cuando todos buscan consuelo.
—Mira esos cabrones —gruñe Lester.
El candidato Gore y su desnutrido vicepresidente se han adueñado de la pantalla y están en mangas de camisa frente a un enorme roble, tras una muralla de micrófonos, con aspecto grave y estúpido a la vez. Gore, el tieso, está soltando un rollo sin sonido, como regañando a un colegial, su cuerpo pastoso, confuso, deseando coger peso y hacerse viejo.
—¡Ja! —rebuzna Lester, mirándolos—. ¡Qué país! Me cago en la leche.
Si tuviera una pistola me gustaría pegarle un tiro a Lester.
—No. No lo sé —dice el voluminoso trentoniano, trincándose la copa y dando una última calada al cigarrillo. Ya no le gusta el asunto, lamenta haberlo empezado. Una simple preguntita que ha dado paso a la vieja desgracia familiar.
—¿Qué te debo? —dice a Lester, que sigue observando estúpidamente cómo Gore y Lieberman parlotean como gansos.
—Una mamada —contesta Lester sin volver la cabeza—. Hazme feliz. Es la hora de las rebajas.
El tío de la cabeza pelada apaga la colilla en la copa, no cae en la trampa y deja dos billetes en la barra. Recibo otra bocanada de Vicks cuando los dos hombres se preparan para marcharse. Al bajarse del taburete, el individuo voluminoso es en realidad bajito y compacto, y se mueve con gracia, a gusto, balanceando los hombros a lo Fiorello La Guardia,[40] como un verosímil peso medio.
—Encantado de hablar contigo —me dice.
Su amigo, alto y amenazador, me mira a los ojos mientras pasa frente a mí, pero entonces parece avergonzarse y aparta la vista.
—Acuérdate de lo que hemos hablado —grita Lester cuando casi han llegado a las escaleras.
—Ya estás en la lista —dice el calvo en la escalera mientras la puerta se abre con un sonido metálico y sus pisadas, junto a sus atenuadas voces, se van apagando, dejándome solo con el camarero.
Mike no llega. Me quedo mirando el huesudo culo de Lester detrás de la barra, como si pronosticara un misterio. Se da la vuelta y me mira (sigo un poco mareado después de la pelea con Bob Butts). Se ha puesto unas gafas de carey y su rostro prácticamente desprovisto de mentón muestra hostilidad, como si se dispusiera a invocar su derecho a no servir a nadie. Tendría que ir al meadero. Antes estaba junto a la salida, pero ha desaparecido la vieja y brillante placa de latón de «Caballeros» y han tapiado el hueco de la pared. Debe de estar arriba, en el hostal.
—¿En quién has desperdiciado el voto? —pregunta Lester.
Aparto la mirada del fondillo de sus pantalones y la fijo en el árbol de Navidad de plástico al fondo de la barra. No estoy dispuesto a marcharme antes de que aparezca Mike.
—He votado a Gore.
El sonido de esas cuatro palabras casi me hace soltar una carcajada. Sólo que estoy muy jodido.
Lester se acerca a la barra y se planta frente a mí. Su deshilachada camisa grisácea tiene oscuras manchas de zumo de tomate en la pechera. Sus pantalones negros de camarero necesitan un buen fumigado. Pone la manaza izquierda, donde lleva el anillo de graduación del Instituto de Haddam, con la palma hacia abajo, sobre la barnizada superficie de la barra. La H del anillo está flanqueada por dos diminutos caballos encabritados, uno con el número 19 debajo y el otro con el 48. Le miro los dedos, que auguran profecías. Sirviéndose del otro índice, apunta a su largo pulgar izquierdo.
—Deja que te explique una cosa —dice en tono siniestro, como si tal cosa, mirándose los dedos—. Éste es un ruso. El siguiente es italiano. El otro, africano. Y, por último, aquí tienes al árabe o al negrata, da lo mismo. Elige uno.
Lester alza fríamente la vista hacia mí, sonriendo, como si estuviera a punto de pronunciar un terrible veredicto.
—¿Para qué voy a elegirlo?
—Para decir la lengua que quieres aprender cuando votes al cabrón de Gore. Ése va a llevar al país a la mierda, igual que el otro, sólo que éste tiene la picha guardada en la bragueta. —Se mordisquea el labio, como antes, pero con aire de querer darme un puñetazo—. Seguro que respetas mi opinión, ¿verdad? Eso es lo que hacéis vosotros. Respetáis la puta opinión de todo el mundo. Sólo que es imposible respetar todas las opiniones.
Lester ha cerrado la profética mano convirtiéndola en puño pendenciero, apoyándose en él para acercarse a mí por encima de la barra. Cierto olor a menta, inmundo y pegajoso —algo que le han dicho que se ponga cuando esté atendiendo al público—, se ha adulterado en contacto con el acre vapor del odio. Me darían arcadas si no pensara que está a punto de atacarme.
—No —le contesto—. Yo no respeto tu opinión. —A mi voz, incluso a mis oídos, le falta determinación. Retrocedo un paso—. Tu opinión no me merece ningún respeto.
—Ah. Bueno. —Lester ensancha la sonrisa, pero mantiene el odio en la mirada—. Creía que considerabais que todo el mundo era igual que vosotros, todos igualitos. Todos idénticos como gotas de agua.
Eso es lo que pienso, pero no soy capaz de explicárselo ahora. En ese preciso instante —y sorprendentemente—, Mike abre la puerta del Johnny Appleseed y baja por la escalera con el satisfecho aspecto de un directivo medio, con su chaqueta color mostaza y sus mocasines italianos con cordones, aunque de pronto tiene el buen sentido de pararse bajo la señal roja de la salida como si algo estuviera a punto de entrar en combustión.
Y puede que sí.
—Eso es lo que pienso —afirmo, con la sensación de decir una estupidez. Lester aparta la vista y mira despreciativamente a Mike, que parece abatido pero, desde luego, está sonriendo—. ¡Y además pienso que eres un gilipollas de mierda!
Eso último lo digo con demasiada aspereza y, no sé cómo, empiezo a perder el equilibrio por culpa del taburete que no he tenido ocasión de poner en su sitio. Me estoy cayendo otra vez.
—¿Es amigo tuyo ese enano? —dice Lester con sorna, pero sin quitar sus desagradables ojos de Mike, centro de todo lo que considera odioso, pérfido e inmoral. El elemento ajeno. Lo que se debe extirpar.
Noto unas manos en el hombro y en la región lumbar. Ya no me caigo (gracias a Dios). Mike se ha acercado rápidamente a mí para sujetarme y a duras penas me mantiene derecho.
—Es mi amigo —digo, y accidentalmente doy una patada al taburete que choca con el reposapiés de bronce de la barra produciendo un fuerte sonido metálico.
Con una mirada torva, Lester observa cómo nos tambaleamos como marionetas.
—Fuera de aquí —gruñe—, y llévate al culi contigo.
Lester es viejo, anda cerca de los setenta. Pero gracias a la bilis y la mezquindad se siente ufano, capaz de disfrutar un poco del mundo. El bueno de Huxley tenía razón: más raro de lo que podemos imaginar.
—Ahora mismo —convengo. Empujo a Mike con el brazo izquierdo, apremiándolo hacia la salida. Aún no ha dicho esta boca es mía. Menuda sorpresa debe haberse llevado—. Y no volveré a poner los pies en este sumidero nunca más. Antes me gustaba este sitio. Te habría ido mucho mejor vendiendo la casa de tu madre y mudándote a Arizona.
No sé por qué digo esas cosas —aparte de porque son ciertas—, no lo entiendo. Pocas veces se te ocurre una última palabra que valga la pena.
—Que te den por el culo, maricón —me desea Lester—. A ver si coges el sida.
Lo dice frunciendo el ceño, como si tampoco fuera eso exactamente lo que quiere decir. Pero lo ha dicho, y sus palabras le han quitado el buen humor. Se vuelve a un lado y levanta la vista hacia la tele mientras nosotros nos encontramos con el aire frío que nos aguarda en la escalera. Están transmitiendo otro partido de hockey, los jugadores patinando en círculos sobre el blanco hielo. Hay sonido, un órgano toca una animada melodía de carnaval. Lester echa una mirada para asegurarse de que nos largamos, luego pone el volumen más alto para ver si encuentra un poco de paz.
Arriba, en la húmeda acera que bordea la plaza, la policía ha colocado barreras blancas en torno al Centro Interpretativo Colonial para que los peatones puedan detenerse a contemplar las actuaciones y soliloquios de los colonos. Una pareja joven con idénticos impermeables transparentes y pantalones de lluvia está observando el recinto, alumbrando con una enorme linterna el fantasmagórico corral. El marido señala objetos a su joven esposa con una voz de inglés pijo que lo sabe todo de cualquier cosa. Han soltado a su blanco shihtzu, con su jerseycito rojo, para que explore el corral salpicado de estiércol, hocicando en el suelo y meándose en todo lo que encuentra.
—¿Sergei? —llama el marido, empleando su voz más servicial—. Míralo, cariño, qué listo se cree.
—¿No es divertido? —dice la joven esposa—. Qué gracioso.
—Esos cabrones hambrientos seguro que se lo comerían —observa el joven.
—Es probable —conviene la mujer—. Vamos, Sergei, que son las ocho, hombre, hora de marcharse, de volver a casa.
Mike y yo cruzamos la oscura plaza hacia mi coche, aparcado enfrente de Rizuttos. Mike sigue sin decir nada, comprendiendo que yo tampoco tengo ganas de hablar. Un budista presiente la falta de armonía como el sabueso olfatea al conejillo. Supongo que estará manejando con precisión sus particulares campos magnéticos, para que interactúen mejor con los míos en el camino de vuelta a casa.
Todas las lujosas tiendas de la plaza cierran a las siete menos la licorería, donde luce una acogedora atmósfera amarillenta, y el dueño indio, el señor Adile, está de pie frente a su escaparate blanco con parteluz, las manos en el cristal, mirando al August, donde hay unas cuantas ventanas encendidas. Con obstinada indiferencia al frenesí de otros sitios por vender en vacaciones, nada permanece abierto a ciertas horas en Haddam salvo la licorería. «Si necesitan urgentemente pomada para las hemorroides, que vayan al centro comercial». Los comerciantes se van tranquilamente a casa a tomarse un cóctel antes del pastel de carne una vez que el sol se oculta tras la línea de los árboles (las cuatro y cuarto a partir de octubre), dejando las calles envueltas en sombras nada buenas para el negocio.
En Seminary, por donde he pasado apenas hace una hora, las noticias siguen desfilando por el letrero del United Jersey. El semáforo se ha puesto en intermitente. La pandilla de chavales se ha dispersado y los malos elementos ya están en casa, dedicados a sus trabajos de ciencias y a sus deberes de mates, abriéndose paso hacia Dartmouth y Penn. El nacimiento ya está montado y funcionando en el jardín de la First Prez: luces giratorias de tres colores, que pasan del rojo al verde y amarillo, iluminando a los reyes magos de cerámica que, según veo, van vestidos como hombres blancos contemporáneos, con la ropa informal que se lleva a la biblioteca, y no como árabes con barba y chilaba. Las atenciones sanitarias, supongo, continúan a buen ritmo en el hospital: donde hoy han volado a alguien en pedazos. La casa de Ann Dykstra, absorta en sus pensamientos. Marguerite, más tranquila sobre lo que no vale la pena confesar. Y Ernie McAuliffe bajo tierra. En conjunto, ha sido un día lleno de acontecimientos, aunque no muy satisfactorio para empezar la temporada con esperanza. El Periodo Permanente necesita resurgir, llevar la iniciativa, hacer que esta jornada quede atrás, donde debe estar.
Me alarmo por un instante, dándome cuenta de que no he meado y tengo que hacerlo; la necesidad es tan grande que los ojos se me llenan de lágrimas y me duelen los dientes. Debía haber ido al piso de arriba del Appleseed, aunque eso hubiera significado suplicar a Lester y dejar que disfrutara del espectáculo del sufrimiento humano.
—¡Para! —exclamo.
Mike frena y pone cara de susto, su menudo rostro de monje absorbiendo la luz de la farola. ¿Buenas noticias? ¿Malas? Más pensamientos poco edificantes.
Mi coche es buena tapadera, y desde el verano me ha servido muchas veces de protección: en calles y callejones oscuros, en cruces de carreteras con contenedores de basura, detrás del 7-Eleven, el Wawa, el Food Giant y el Holiday Inn. Pero la plaza es un sitio demasiado abierto, y tengo que dirigirme apresuradamente a la oscura entrada colonial de la librería Antiquarian Nook: fantasmales estanterías en el interior, descatalogados Daphne du Maurier y John O’Hara en papel de vitela. Ahí me pego a la blanca puerta ondulada, me bajo la cremallera y me descubro, lanzando una afligida mirada por el callejón hacia la granja de los colonos, esperando que nadie se dé cuenta. Mike está claramente escandalizado, y ha vuelto la cabeza, fingiendo examinar libros en el escaparate. Sabe que lo hago a menudo, pero nunca ha estado presente.
Lo suelto (en el último momento: no podría haber sobrevivido más tiempo), con toda la contención de que soy capaz, directamente en la acera de la puerta de la librería, justo en la esquina: una inmensa oleada de alivio invadiéndome, todo el miedo de que me vaciara en los pantalones transformado en un instante en la seguridad plena y exuberante de que todos los problemas pueden abordarse y resolverse, mañana será otro día, estoy vivo y vibrante, salir de esto es pan comido. Todo eso adquirido al bajo precio de mear en un portal como un vagabundo, en la ciudad que solía considerar mía y con la vergonzosa conciencia de que pueden detenerme si me pillan ahora mismo.
Mike emite una tos fuerte y teatral, se aclara la garganta de una forma insólita en él.
—Viene un coche, viene un coche —avisa nerviosamente, con voz queda.
Oigo neumáticos radiales, un gutural murmullo de ocho cilindros en V, el crepitar del transmisor-receptor, una voz femenina y familiar dando indicaciones:
—Veintiséis. Visto en el 248 de Monroe. Un posible 103-19. Dos adultos.
—Que vienen —dice Mike con voz ahogada.
Nunca hay demasiado y casi he terminado, pero sigo con el aparato fuera y no puedo enfundármelo ya mismo. Me agacho, apoyándome con las rodillas en el marco de la puerta, y se me forma un charco de orines en torno a los zapatos. Pongo la palma de las manos y la nariz contra el cristal de la puerta, igual que el señor Adile cuando miraba por el escaparate de la licorería, y fijo los ojos en el interior con todas mis fuerzas; con la pilila fuera, desatendida y en plena corriente de aire. Confío en que la camuflada postura y la inverosimilitud de mi comportamiento basten para no llamar la atención del coche patrulla, y en que no me enchufen con un foco para obligarme a dar media vuelta y echar a andar tal como estoy, porque eso sí que no lo podría soportar. Un olor a orina caliente asciende del suelo. Mi desventurada carne se ha encogido, el corazón me late más despacio por obra del vidrio frío contra la frente y las manos. Por dentro, la Antiquarian Nook está silenciosa, oscura. Mi respiración se hace más acompasada. Espero. Cuento los segundos… 5, 8, 11, 13, 16, 20. Oigo, pero no veo, al coche patrulla que pasa y acelera, siento el zumbido del motor y la crepitación de la radio en las ancas. Pero pasa de largo.
—Se han marchado —anuncia Mike, mi vigía tibetano—. Vale, no te apures.
Me la guardo, me subo rápidamente la cremallera, doy un paso atrás, siento frío en el sudado y maltrecho cogote, las mejillas y las orejas. Ahora voy a estar bien. Me encontraré perfectamente. No hay que apurarse. Coser y cantar. Todo bien.
Mike permanece inmóvil, en eclesiástico silencio, mientras yo conduzco de vuelta a casa: Route 1 hacia la 295 y luego a la NJ 33, eludir los embotellamientos del centro comercial de Trenton, torcer después para seguir la 195 en línea recta hacia la Garden State y de allí a Toms River. De nuevo ha caído una lluvia fría, para pararse luego y volver a empezar. Estamos a medio grado bajo cero, con esta temperatura puede haber una invisible capa de hielo en la carretera. Mis zapatos de ante, lamentablemente, desprenden tufo a orines.
Mike no sería capaz de entender la mayor parte de lo ocurrido en el Appleseed, sólo lo del final, que parecía (misteriosamente) incumbirle de modo directo. Y como buen budista, ha decidido darle la interpretación menos negativa posible. Que yo sepa, lo mismo podría estar meditando. La ira no hace sino vincularnos al ciclo del nacimiento y la muerte, y como vivimos en una densa oscuridad que nos enseña que todos los fenómenos (incluido yo mismo) poseen una existencia inherente, no tenemos más remedio que distinguir entre una cuerda y una serpiente, ya que no somos un florero sucio puesto del revés incapaz de adquirir conocimiento. Todo eso estaba en el libro que Mike me dejó en el escritorio después del tratamiento en la Clínica Mayo. Con el corazón abierto. El hecho de pasármelo manifiesta su convencimiento de que aprecio tales paparruchas, y de que una de las razones por las que nos llevamos tan bien y por la que él se ha convertido en un agente inmobiliario tan dinámico es, una vez más, que —por ser yo «bastante espiritual» en un sentido secular, pedestre, típicamente americano— tenemos el mismo punto de vista sobre muchas cosas. Es decir, que como pocas cuestiones resultan enteramente satisfactorias, es mejor hacer feliz a la gente —aunque haya que mentir— en vez de hacerle daño y entristecerla, con lo que todos deberíamos aportar nuestro granito de arena.
Con el corazón abierto es como una amplia mesita auxiliar rebosante de fotografías en color del Tíbet —que, idealizadas, contribuyen a la expansión de nuestra conciencia—, de montañas nevadas, monjes adolescentes con relucientes cráneos y túnicas azafranadas, incluyendo un sinnúmero de instantáneas del Dalai Lama, sonriente como un político satisfecho mientras se entrevista con dirigentes mundiales y en general se divierte de lo lindo. Se supone que el pequeño hombre-dios escribió personalmente el libro entero, aunque Mike ha reconocido que probablemente no haya tenido tiempo para «escribirlo» de verdad: una de esas mentiras que te levantan el ánimo. Aunque no importa porque el libro recoge sus más importantes enseñanzas reducidas a párrafos fácilmente asimilables con capítulos cuyos títulos pueden memorizar hasta los enfermos de cáncer, y eso era precisamente lo que los monjes hacían: «El sendero de la sabiduría». «La pregunta que todos deberíamos hacernos». «El dulce sabor de la Bodhicitta». «El camino intermedio». Mike dejó un marcador de lectura en la página 157, donde su pequeña santidad habla amenazadoramente sobre «muerte y luz clara», para seguir con formulaciones más optimistas acerca de «los cuatro elementos, tierra, agua, fuego y aire», y concluir con otro párrafo relativo a la visión misma que se acaba de prometer a cualquiera que sea lo bastante espiritual: un inmaculado cielo de otoño al amanecer. En este momento, el libro se encuentra entre el montón de mi mesilla de noche, y en uno de estos últimos días templados de otoño tengo intención de cogerlo y tirarlo al mar, porque en mi opinión las enseñanzas del Lama despiden cierto tufillo a rancio, a algo demasiado analizado y vagamente empresarial, lo que, por supuesto, suele considerarse positivo además de ser un famoso principio del Camino Intermedio. Lo que yo necesitaba, sin embargo, después de Mayo, era un Camino Nuevo y Completamente Desconocido. Para mí, la sabiduría del Dalai Lama sólo parecía verdaderamente practicable si uno tenía intención de hacerse monje y vivir en el Tíbet, donde al parecer esas cosas surgen con toda naturalidad, mientras que yo quería seguir siendo agente inmobiliario en la costa de Jersey y enterarme de cómo podía curarme del cáncer de próstata.
Mike y yo hablamos de Con el corazón abierto en la oficina un día que repasábamos recibos de fianzas para ver quiénes podrían largarse sin pagar el alquiler, aunque nuestra charla se refería principalmente a mi hijo Ralph y habíamos llegado a la cuestión de que existen muchos misterios y fenómenos que no pueden aprehenderse mediante la razón ni el sentido común, y de que Ralph bien podría tener ahora una existencia misteriosa. Entonces fue cuando me dijo lo de que los jóvenes que mueren pronto se convierten en maestros que nos hablan de la impermanencia, cosa que, como ya he dicho, me puedo tragar, a pesar del Periodo Permanente.
Sin embargo, el Camino Intermedio tiene un límite. Afirmarse a sí mismo puede conducir efectivamente a una airada decepción —punto de vista del Dalai Lama—, y la ira sólo perjudica al furioso cuyo karma produce malas vibraciones en esta vida y peores aún en la próxima, donde se puede acabar convertido en pollo o en catedrático de una pequeña universidad de Nueva Inglaterra. Pero el Camino Intermedio puede ser igualmente la vía de escape del cobarde. Y según lo que Mike probablemente ha oído en el Johnny Appleseed, a mí me habría parecido mejor que hubiera montado en cólera por el hecho de que lo llamaran culi, e insistido en que volviéramos a Haddam para dar una buena paliza a Lester y luego regresar a casa riéndonos de nuestra hazaña por el camino, en vez de permanecer inmóvil entre el reflejo verde del salpicadero tan compuesto como un mono encaramado al Gran Árbol de la Vida. Oriente frente a Occidente.
Aún estoy un poco embriagado, además de dolorido por los golpes, y puede que no conduzca lo mejor posible. Siento las manos frías, y me duelen. Tengo las rodillas acartonadas. Aferró el volante como el timón de un buque en una galerna. Dos veces me he dado cuenta de que me estaba dejando la boca hecha un Cristo a fuerza de apretar los desprotegidos dientes. Y dos veces —al quitar la vista de la línea roja que por la oscura superficie embetunada de la autopista van trazando los pilotos traseros de los coches— me he encontrado con que iba a ciento cincuenta: lo que explica el sombrío silencio de Mike. Ha venido cagado de miedo desde Imlaystown, y se encuentra en un paralizado estado mental, en el cual se imagina que damos un patinazo, nos salimos de la brillante y negra calzada y acabamos metidos en una ciénaga. Reduzco y me pongo a cien.
Hoy no me han salido las cosas como pensaba, aunque no he hecho más que lo que tenía previsto; con las evidentes excepciones de que en el hospital han puesto una bomba, Ann me ha pedido en matrimonio y me he metido en una estúpida pelea con Bob Butts. Es descabellado, desde luego, pensar que rebajando las expectativas y manteniendo las ambiciones al mínimo podremos evitar las sorpresas y los acontecimientos desagradables. Aunque lo peor, como he dicho, es que he cargado mi futuro inmediato de nuevos e insolubles problemas, exactamente igual que si tuviera treinta y tres años y fuera un joven irresponsable e inexperto que no puede apercibirse de su error. Me negaría a reconocerlo, pero quizás conserve algún vestigio de aquella vieja sensación de cuando andaba por los treinta y tres: que de pronto un minúsculo director provisto de megáfono, boina y pantalones bombachos va a ordenar «¡Corten!» y tendré que repetirlo todo otra vez, justo desde el momento que crucé el puente de Toms River esta mañana. Además de un rechazo del Periodo Permanente de lo más pernicioso, es una visión sentimental de la vida que sólo lleva cuesta abajo, a seguir engañándote a ti mismo con argumentos cada vez más complejos, para estrellarte con más fuerza cuando llegue el momento de la verdad, cosa que siempre ocurre. También sugiere que ya no estoy tan en condiciones para la controversia como antes, y que quizás funcione con una especie de «modo por defecto» personal.
Nos acercamos al cruce de la 195 con la Garden State, donde millones de personas (o cientos de miles, al menos) salen en dirección sur hacia Atlantic City: elección nada mala para el Día del Pavo. Es el tramo de carretera del que esta mañana hemos tenido que desviarnos debido a la actividad policial. Me meto rápidamente por el intercambiador mientras por la ventanilla empiezan a desfilar indicaciones luminosas: Belmar, South Belmar, Spring Lake (la de los castillos en el aire), ciudades que se extienden desde el mar hacia los pinares y tierras bajas del interior al oeste de Parkway. AVIDEZ DE CAPITAL. IGLESIA BAPTISTA — AFRONTA SIN MIEDO EL TRIUNFO Y EL FRACASO. HOCKEY TODA LA NOCHE. NUEVA JERSEY, TIERRA DE HOSPITALES. Eso da seguridad a los habitantes de la periferia.
Me doy cuenta de que Mike me mira de soslayo con el ceño fruncido. Puede que me huela la humedad de los zapatos. De vez en cuando adopta una actitud vigilante, condescendiente y reservada, que a mi entender significa que muestro un comportamiento demasiado americano, bastante impropio del suave espiritualismo humanista y laico que debería manifestar. (Eso siempre me ha fastidiado). Y tan tieso en el asiento con sus pantalones beis, el jersey rosa, el Rolex falso y los zapatitos italianos con sus distinguidos calcetines amarillos, ya me está cabreando otra vez. Me siento como el bueno y rotundo de Wallace Beery, dispuesto a destrozar los muebles del bar lanzando por los aires a ciertos borrachos como si fueran espantapájaros.
—¿Qué coño ha pasado? —pregunto, en el tono más amenazador posible.
A nuestro alrededor se aglomeran autocares de excursionistas, Windstars y furgonetas de parroquias se dirigen a Bellagio a ver a Engelbert Humperdinck. Mike no me hace caso y mira hacia delante, a las luces traseras de los coches, las manitas aferrando los brazos del asiento como si se encontrara en el interior de un proyectil teledirigido.
—¿Te vas a meter a promotor inmobiliario y hacerte rico construyendo un mogollón de mansiones para proctólogos paquistaníes, o qué? ¿No tenía yo que escuchar el discursito y darte luego un consejo para que te aprovecharas de mi nula experiencia?
El olor que llevo metido en las narices desde que salimos de Haddam no es sólo a orina sino también, comprendo ahora, a ajo: nada habitual en Mike. Benivalle lo ha sometido al tratamiento completo: en algún sombrío Il forno de la 514, donde ziti, lasagne y cannoli cuelgan de los árboles como dulces de Navidad.
Mike me dirige una seria y juiciosa mirada, luego vuelve la cabeza al raudal de luces traseras, como si tuviera que prestar atención a la carretera en mi lugar.
—Bueno. ¿Y qué? —insisto, menos Wallace Beery, más en la onda mentora de Henry Fonda. El coche que va delante de nosotros es un Mercedes 650 rojo con persiana de lamas en la luna de atrás y una especie de antena de radar en forma de ala delta en el portaequipajes. Lleva un grueso caduceo atornillado a la placa de la matrícula, y debajo hay una pegatina que dice LA VIDA ENTERA ES UN POSOPERATORIO. VÍVELA A TOPE. Dentro se distingue la cabeza de algunas personas, moviéndose, asintiendo y, supongo, viviendo a tope.
—No estoy muy seguro —contesta Mike en tono apenas audible, como hablando para sí.
—¿De qué? ¿Es que Benivalle es un descuidero?
Descuidero es un término de nuestra jerga de oficina que aplicamos a cualquier mierdero que nos haga perder el tiempo visitando veinte casas, y luego intente arreglarse directamente con el dueño en cuanto nos descuidamos. «Descuidero» nos parece un término del hampa. Siempre hablamos de «poner precio a la cabeza» de algún «descuidero», y luego nos reímos. En su mayor parte, los descuideros vienen de algún sitio lejano, hasta de Bergen County, y nunca compran nada.
—No, nada de eso —responde Mike, con aire taciturno—. Es un tío legal. Me ha llevado a su casa. He conocido a su mujer y sus chicos; en Sergeantsville. Ella nos ha preparado un espléndido almuerzo. —Los ziti—. Hemos ido a un vivero de árboles de Navidad que tiene en Rosemont. Creo que tiene tres o cuatro. Es sólo uno de sus negocios.
Mike entrelaza los dedos, incluido el meñique con el anillo, y empieza a rotar los pulgares como una abuelita.
—¿Qué más tiene? —pregunto, limitándome a cumplir la tarea a la que me he comprometido.
—Un parque de caravanas con minigolf, y cuatro lavanderías automáticas con acceso a Internet en sociedad con su hermano Bobby, en Milford.
Mike comprime los labios esbozando una breve y severa línea, sin dejar un momento de girar los pulgares. Son raros signos de tensión, de los baches que encuentra en su viaje interior. La idea de convertirse en empresario lo desconcierta visiblemente.
—¿Y por qué coño necesita montar otro negocio contigo? Los tiene a patadas. ¿Ha sido promotor de algo aparte de árboles de Navidad y lavanderías?
—Hasta ahora, no —dice Mike, con aire de dar vueltas al asunto.
En favor de Benivalle hay que decir, por supuesto, que es el tipo de persona con iniciativa que ha hecho de Nueva Jersey lo que es: ejemplo mundial de la prosperidad americana de tipo medio. Antes de cumplir los cuarenta, será dueño de una cadena de Pollo Churchill, una floreciente empresa de publicidad y una compañía de seguros, y estará pensando en volver a estudiar y hacerse cura. Partiendo del puesto de verduras junto a la carretera, eso es exactamente lo que hay que hacer en este país: trabajar como un mulo, dar diezmos a St. Melchior, no matar a nadie personalmente, mantenerse en forma por si te necesitan los bomberos, querer a tu mujer y estar impaciente por que salga el sol para empezar a currar.
Lo que no implica que Mike deba arriesgarse a dejarse el lampiño culito tibetano en la empresa de construcción de ese tío, con lo agobiado que está el sector de presupuestos rebasados y subcontratistas corruptos que sobornan a los proveedores, timan en los materiales, hacen pagos sin contabilizar a inspectores, aseguradoras, peritos, banqueros, amiguitas, al Organismo de Protección Ambiental y a dudosos tipos venidos del norte del estado: a todo aquél que pueda meter cuchara en tus asuntos y hundirte en un pozo de insolvencia. Los individuos como Benivalle casi nunca comprenden que es mejor no pensar a lo grande y que una lavandería en mano vale más que dos enormes mansiones volando. Esta empresa me huele a ruina, y a ninguno de los dos les conviene perder dinero cuando el crédito a treinta años está a siete coma ocho, el Dow Jones a diez coma cuatro, y el crudo alcanza los treinta y cinco coma dieciséis.
—También tiene un hijo de dieciocho años retrasado mental —añade Mike, lanzándome una mirada de reprobación para indicar que, una vez más, mi actitud es más norteamericana de lo que a él le parece bien; aunque él sea tan norteamericano como yo, sólo que de un poco más al este.
—¿Y qué? Se está forrando.
Una imagen del colérico rostro de mi hijo Paul Bascombe —nada retrasado— aparece ante mis ojos, como es de esperar, con previsible recelo.
—Su mujer tampoco está muy bien —prosigue—. No puede trabajar porque tiene que llevar al pequeño Carlo a todas partes. El año que viene tendrán que ingresarlo en un centro especial. Eso es caro.
Mike, desde luego, tiene un hijo de diecisiete y una hija de trece, que están en los Amboys con su mujer: Tucker y la pequeña Andrea Mahoney. Además, como es budista, se apiada al ver el panorama del otro tío: una debilidad que puede ser fatal en los negocios. Yo también soy compasivo, pero no cuando me toca dar consejo.
—Sí —convengo—, pero no es tu hijo.
—No.
Deja de girar los dedos y se retrepa en el asiento del pasajero. Está pensando lo mismo que yo. ¿Y quién no?
De pronto estamos a quinientos metros de la Salida 82 y de la Route 37. Nuestro desvío. No tengo recuerdo alguno de los últimos veinticinco kilómetros recorridos, coches adelantados, accidentes eludidos. Simplemente estamos aquí, a punto de salir de la autopista. El Mercedes rojo del caduceo se desvanece entre el tráfico acelerando en dirección sur: hacia una mansión victoriana en la playa de Cape May, una suite en el Hotel Bally’s.
Paso tranquilamente al carril derecho. Y entonces, en el acto, incluso a oscuras, los retorcidos restos de un autobús surgen ante la vista. Sin duda es elgranobstáculoenGardenState de que hablaban los noticiarios, causante del tapón que se ha organizado en Parkway esta mañana cuando íbamos para allá. El enorme Vista Cruiser ha volcado sobre las barreras de zinc entre los árboles del pinar, de costado, como un paquidermo herido de color verde y amarillo, las ruedas del lado izquierdo y el chasis al descubierto en el aire de la noche, una zanja en el talud del arcén, como recién abierta por un rayo.
Hace mucho que han desaparecido los pasajeros: unos evacuados en ambulancia a centros médicos, otros por su propio pie, cojeando, aturdidos, a través del pinar. No hay señales de incendio, aunque los ventanales ahumados del Vista están hechos añicos y han abierto el costado del autocar a la altura de PETER PAN TOURS (sin duda mediante cizallas hidráulicas). En estos momentos, unos obreros de mono blanco están maniobrando con una grúa gigantesca al pie del terraplén, por el lado de la Route 37, preparándose para enderezar el autobús y llevárselo a remolque. Nadie que no tomara el desvío hacia Toms River se enteraría de nada, aunque al final de la rampa hay un agente de policía de Ocean County dirigiendo el tráfico con una linterna roja.
Ni Mike ni yo abrimos la boca mientras reducimos la marcha y, siguiendo las indicaciones del agente, nos desplazamos hacia la izquierda, en dirección al puente de la bahía. Algo relacionado con el accidente nos obliga a interrumpir nuestra conversación sobre las penas de la familia Benivalle. Las tragedias, como las manzanas y las naranjas, no se pueden comparar.
El camino de vuelta a través de Toms River por la Route 37 ha cambiado con respecto a esta mañana. Han parado las obras en la carretera y el cielo está bajo, cubierto, de color mostaza, la larga madeja de señales de tráfico emitiendo un resplandor verde, amarillo y rojo entre la salada bruma marina. Pero apenas hay gente debido a que el centro comercial de Ocean County está abierto las veinticuatro horas del día durante toda la semana, así como todos los demás almacenes, concesionarios Saturn, zapaterías, academias de idiomas, tiendas de alfombras, de artículos de regalo y de informática. En realidad el tráfico es más lento ahora, como si todos los que hemos adelantado esta mañana siguieran por aquí, pasando de un aparcamiento a otro, dispuestos a comprar algo en cuanto sepan lo que quieren, y aunque ya algo cansados no tienen ganas de volver a casa. La antigua marquesina curva de neón del Quality Court ha modificado su mensaje de bienvenida. Ya no se recibe con los brazos abiertos a los SUPERVIVIENTES DEL SUICIDIO, sino a los COROS Y DANZAS DE JERSEY y a la ASOCIACIÓN DE GOLFISTAS CIEGOS. Estos últimos se han ganado la ENHORABUENA, aunque no es probable que lo sepan.
Sigo teniendo un dolor punzante en cuello, brazos, mandíbula y nudillos, consecuencia del intento de estrangulamiento perpetrado por el bellaco de Bob Butts. Bob tendría que estar meditando sobre los infortunios de la vida en el calabozo de Haddam, esperando a que yo tomara una decisión sobre si presentar o no una denuncia contra él. He logrado olvidar la desdichada perspectiva de que Ann venga a pasar el Día de Acción de Gracias. Pero la lenta niebla consumista de la Milla de Oro me la ha vuelto a traer a la mente. Ésta es la época del año y el momento del día en que las cosas, si tienen que ponerse de algún modo, se ponen feas.
En el caso de Ann, sencillamente es que no tiene planes interesantes para el Día de Acción de Gracias (no es culpa mía), le gustaría tenerlos y me ha impuesto (mujer fuerte que va al fondo de las cosas) su voluntad, cuando yo me sentía sin fuerzas. No ha mencionado a Sally, como si fuera la asistenta, ha jugado la carta del hijo fallecido, de la buena persona, además de la del amor, y luego ha retrocedido para ver cómo calaba la idea. Durante años, he soñado, he temblado y me he estremecido ante la idea de volver a casarme con Ann. Me imaginaba todo el acontecimiento en tecnicolor, aunque nunca fui capaz (ni soñando) de llevar el asunto a su fantástico final. Siempre surgía algún obstáculo —una puerta que no encontraba, palabras que no había entendido bien—, como en esa pesadilla en que quieres cantar el himno nacional en la Serie Mundial, pero sin saber cómo te encuentras con un pegote de alquitrán entre las muelas y no puedes abrir la boca.
Pero esta visita y todo lo relacionado con ella parece la peor de todas las malas ideas incluso si me equivoco con respecto a los motivos (de eso ya he tenido bastante esta noche). Ni siquiera conozco ya las simpatías políticas de Ann (las de Charley sí las conocía: Yale). Y además podría ser impotente; aunque no me he puesto a prueba todavía. Los chicos y ella comparten agotadoras cuestiones vitales en las que no me apetece entrar. Y como tengo que mear muy a menudo, al final no puedo resultar entretenido en una fiesta. Teniendo en cuenta la inquebrantable seguridad que Ann manifiesta acerca de cualquier cosa, yo acabaría como un borrego del claustro de profesores de De Tocqueville, un ser limitado que ve la vida desde un sofá en un rincón. Además, tengo ese cáncer que, como una pantera adormilada, podría empezar a rugir de nuevo en cualquier momento.
Todos debemos tener a alguien con quien pasar nuestros postreros años, meses, semanas, días, horas, minutos, segundos, inquietos parpadeos: alguien que sea el último que veamos y que nos vea. Como dijo el sabio: Lo que creas que te pasará después de la muerte, es lo que va a pasar. Así que en el periodo previo hay que pensar lo que parezca más conveniente.
—Lían los árboles de Navidad de manera que parecen torpedos —dice Mike de buenas a primeras, quitándose las gafas y limpiándoselas con la manga de la chaqueta, pestañeando con aire de concentración. Estamos pasando frente al vivero de bonsáis, transformado ahora en terreno para la venta de árboles de Navidad con hileras de bombillas colgadas—. Lo hacen con una máquina enorme. Luego los transportan a Kansas en camiones y los distribuyen entre los vendedores. Allí todos son clientes de Tommy.
Está pensando en el comercio en general: en si es buena idea o si podría ser su penitencia por haber engañado a alguien como a un chino diez siglos atrás. La fe, según Mike, no es un lujo, pero sí necesita ir de la mano de los hechos comprobados y de la autoridad pertinente: en este caso, la economía. Es la cuestión de la teoría en oposición a la práctica que ninguna religión logra solucionar.
Hemos dejado atrás el caótico tráfico del centro comercial y nos dirigimos al puente de la bahía, siguiendo la franja de antiguas marisquerías, tabernas de luces rojas y aparcamientos de grava, salones de masaje suecos, talleres de reparación de hélices de barco, bungalows turísticos para el jefe y la secretaria de los años cincuenta, cuando era divertido venir a la costa y no costaba un ojo de la cara. Frente a nosotros se extiende la bahía de Barnegat y, atravesándola, el collar poco nutrido que forman las luces de Sea-Clift, semejante a una ciudad de la llanura sumida en la ignorancia, vista desde un reactor de pasajeros en pleno invierno. Es como un paraíso. El secreto mejor guardado de Nueva Jersey, donde pronto podré meterme en la cama.
Mike sube la mano por su jersey rosa, como si buscara un paquete de tabaco, la mirada más allá de las glaciales aguas, hacia el laboratorio de semen de toro. ¡Y del bolsillo interior de la chaqueta saca, efectivamente, una cajetilla! Marlboro mentolado, el paquete duro verde y blanco: la marca favorita de mis padres y la que yo fumaba en la academia militar, en aquella época de experimentación de siglos atrás. Nunca lo pude aguantar, aunque perfeccioné la inhalación a la francesa,[41] aprendí a quitarme con los dedos una brizna de la lengua a lo Richard Widmark y a tener un cigarrillo entre los dientes sin que el humo se me metiera en los ojos.
Pero ¿Mike? ¡Mike no fuma sigarillos! Los budistas no fuman. No es posible que el pensamiento virtuoso permita eso. ¿Es consciente de que su propensión al cáncer aumentó con el juramento de ciudadanía? Resulta chocante ver la habilidad de proscrito con que quita el envoltorio al paquete. Y revelador: como si hubiera empezado a silbar Stardust con el culo.
Vuelvo la cabeza para mirarlo y comprobar que no tengo alucinaciones, y por un momento invado el carril contrario del puente y casi me empotro contra un camión de limpieza de fosas sépticas que va camino de casa a pasar las fiestas. El claxon del camión atruena en el ambiente, causándome una extraña ansiedad.
—¿Te importa que fume?
Mike parece preocupado y vagamente ridículo con su atuendo de caballerete. Incluso lleva cerillas.
—En absoluto.
Me llevo tal sorpresa que parece que acabo de despertarme de un sueño en este preciso momento: al volante del coche, pasando por el puente de Barnegat con un agente inmobiliario tibetano de cuarenta y tres años, empleado mío que me pide consejo sobre su futuro profesional y que se ha puesto a fumar un cigarrillo. Algo que jamás le he visto hacer en dieciocho meses. Estamos muy lejos del Tíbet.
—No sabía que fueras un hombre Marlboro.
Tras encender, entreabre la ventanilla y lanza una buena bocanada hacia la corriente de aire.
—Empecé a fumar cuando trabajaba en Calcuta. —Se refiere a la época en que vendía por teléfono carne de ternera y aparatos electrónicos a matronas de Jersey desde el subcontinente. Vaya vida la suya—. Lo dejé. Luego empecé otra vez cuando mi mujer y yo nos separamos.
Da otra ansiosa calada. Ya se lo ha fumado hasta la mitad, el acre y denso humo gris saliendo como un silbido por la ventanilla. Con un solo y sencillo acto deja de ser estrictamente tibetano para convertirse en el típico norteamericano insignificante, trastabillando bajo una carga de decisiones difíciles y lleno de incertidumbre sobre algo de lo que no tiene experiencia alguna: convertirse en un dudoso promotor inmobiliario. Es nuestro enigma más profundo: ¿Cómo van las cosas, mejorando o de mal en peor? Pobrecillo. Bienvenido a la República.
—Cuando pasábamos por Toms River —dice Mike, quitándose una brizna de tabaco de la punta de la lengua al estilo de Dick Widmark—, me puse a pensar en todo ese jaleo. En toda esa gente conduciendo sin rumbo de un lado para otro.
—No es que anduvieran sin rumbo —le digo—. Iban en busca de gangas.
Sigo pensando en el camión de las fosas sépticas que casi nos aplasta. Algún tío que iba a casa a Seaside Park, los chicos corriendo a la ventana al oír el estruendo del camión, la mujer contenta, la cena humeando en la mesa, la cerveza abierta, el partido de los Sixers en la tele.
—Perdemos mucho tiempo en la vida decidiendo entre cosas hechas por otros, por gente incluso con menos cualidades que nosotros. ¿Has pensado en eso alguna vez, Frank?
Ahora está más solemne que nunca, el pitillo en los labios, su brasa un faro mientras llegamos al final del puente por la parte de Sea-Clift. El letrero iluminado de EL SECRETO MEJOR GUARDADO DE NUEVA JERSEY lanza un destello sobre la cara de Mike y se queda atrás. Una vez más, su elegante vestimenta no hace juego con su voz de presentador, como si otro hablara por él. Estoy a punto de escuchar un sermón budista en tono magistral en el cual yo sólo soy un vehículo vacío y resonante destinado a llenarse con la inteligencia más aguda de otra persona; y todo por ser paciente y tolerante.
—Apenas creamos —añade Mike—. Sólo utilizamos lo que ya está hecho.
—Sí, ya he pensado en eso. —Esta mañana sin ir más lejos. Posiblemente hasta le he hablado de la cuestión y se la ha apropiado, convirtiéndola en idea del Buda. Tentado estoy de llamarlo Lobsang. O Dhargey,[42] lo primero que me salga, sólo por cabrearlo—. Tengo cincuenta y cinco años, Mike. Soy agente de la propiedad inmobiliaria. Me gano bien la vida vendiendo casas que los compradores no han creado, ni yo tampoco. Así que he pensado mucho sobre eso a lo largo de los años. ¿Es que te has vuelto tonto de los cojones?
Casas iluminadas, titilando en la bahía cuando giramos para salir del puente, en su mayoría casas tradicionales de una planta con un segundo piso añadido en la parte de atrás, y otras más grandes, modernas, con listones y planchas de madera, que contribuyen a asentar la base impositiva. De ésas he vendido un montón, y espero vender muchas más.
Mike entorna aún más sus ojillos de viejo. Eso no es lo que él esperaba oír. Ni lo que yo pensaba decir.
—En fin, ¿qué es eso de que la conciencia es un vaso de leche de yak que hay en tu cabeza? —Eso es del libro del Dalai Lama, que he leído en parte; sobre todo en el retrete—. Y es que no parece que actúes con plena conciencia de las cosas, coño.
Acelero de nuevo, saliendo del puente y entrando en la Route 35, por Ocean Avenue, la arteria principal de Sea-Clift, que también es la de Seaside Heights, Ortley Beach (con diferente nombre), Lavallette, Normandy Beach y Mantoloking: concatenada proliferación de costa hasta Asbury Park. El Infiniti de Mike está aparcado frente a la oficina. Hasta el momento no le he dado muchos consejos sobre cómo convertirse en magnate de la construcción. Posiblemente tenga pocos que darle. En cualquier caso, será un alivio que salga del coche.
En sentido norte, Ocean Avenue es una franja ancha y vacía de sentido único, separada de la avenida del mismo nombre que va en dirección sur a lo largo de dos manzanas de moteles, tiendas de surf, objetos de pesca, bisutería hecha con cristales encontrados en la playa, tatuajes, caramelos (todo cerrado durante el invierno), más algunas casas de verdad, iluminadas, donde vive gente. En verano, la población de las ciudades playeras a lo largo de la 35 es veinte veces mayor que en invierno. Pero a las nueve de la noche del 21 de noviembre, ésta es la arteria más desierta que cabría imaginar para algún suceso escabroso al estilo de los cincuenta, un ambiente que me gusta. No hay adornos para las fiestas. Pocos coches aparcados junto a la acera. El mar, con su espumeante tumulto invernal, se atisba entre los callejones, y el aire es salobre. Han quitado los parquímetros en beneficio de los residentes permanentes. Hay abiertos dos puestos de la tradicional empanada de tomate, pero no hacen mucho negocio. El Mexicatessen está funcionando, y tiene clientes. Más allá, el letrero amarillo de la licorería y el destello rojizo del Wiggle Room (local donde en verano las camareras sirven en tetas y en invierno es un simple bar) indican que tienen las puertas abiertas. Junto al parque de bomberos, un solitario policía municipal de Sea-Clift acecha en la sombra con su Plymouth negro y blanco por si aparece algún negrata enloquecido procedente de East Orange para darnos a los tímidos blancos algo en que pensar. Un autobús escolar amarillo de la región de Toms River circula despacio delante de nosotros. Hemos llegado al extremo más oriental del continente. Hay muchas razones para llegar verdaderamente al final de un mundo de duda e indeterminación. La sensación que siento al llegar es de esperanza, incluso en una noche en que nada parece salir bien.
Mike no ha abierto la boca desde que le he echado en cara cierta falta de conciencia. En los meses que lleva conmigo no hemos creado un lenguaje que sirva para entendernos en situaciones conflictivas. Y el reproche posiblemente haya revivido penosas experiencias con las que ha ido aprendiendo en la vida: la oficina donde realizaba las ventas por teléfono, con sus cínicos encargados bengalíes; antiguos estereotipos de hombrecillos morenos; imágenes de hercúleos héroes de guerra y modélicos inmigrantes descritos por Horatio Alger:[43] papeles todos ellos que ha contemplado en su odisea hasta llegar aquí pero que resultan incongruentes para construir un mundo racional.
Aunque no me importa que Mike se haya visto arrojado de su cómodo espacio espiritual. Es como cualquier otro republicano: nervioso frente al compromiso; temeroso ante posibles remordimientos; siempre encantado de que otro asuma los riesgos. Puede que Benivalle no haya favorecido sus sueños en modo alguno al enseñarle su pequeño huevo de Pascua doméstico. Porque lo que ha conseguido es que Mike se inquiete y se detenga a pensar: mala estrategia si el cliente es budista. Mike está obligado ahora a considerar su propio Gran Miedo: el bloqueo que alguna vez hay que romper en la vida si se quiere seguir adelante. (Yo solía creer que el mío era la muerte. El cáncer me demostró luego que no era eso).
Mike tiene ahora que averiguar si su gran miedo es el pánico de seguir adelante (dedicarse a construir mansiones) o el terror de no hacerlo; si está dispuesto a aceptar la propuesta asumida por la mayoría de norteamericanos («Tienes que dedicarte a esta mierda hasta que te hagas rico o te mueras»), o si continúa fiel a su antigua convicción de que morir millonario es morir como un animal salvaje, de que el apego a lo material conduce a la decepción y al dolor, etcétera. En otras palabras, ¿es verdaderamente republicano, o constituye ese dilema la toma de conciencia ecológica de Mike? Aplanar preciosos maizales para construir mansiones de más de un millón no es lo mismo, después de todo, que ayudar verdaderamente a la gente orientándola en la búsqueda —y eso ya está ahí— de una casa modesta donde vivir. La idea de Benivalle es, por supuesto, la típica de «nosotros construimos, y los clientes ya vendrán», cosa que Mike se olió desagradablemente en Toms River: Si construimos Saturns, la gente deseará tener uno; si hacemos planchas para minitortitas, todos querrán comer minitortitas; si inventamos el Día de Acción de Gracias, tendrán que estar agradecidos (o morir en el intento).
La oficina de mi empresa, Realty-Wise, está entre una pizzería al estilo de Chicago, que antes ocupaba mi local, y la tienda de golosinas artesanales de Sea-Clift, que sólo abre en verano y cuyos dueños viven en Marathon. La pizzería está iluminada. La bandera tricolor sigue ondeando en el palo de la ventana, sobre la acera (Italia es, por excelencia, el reino en el exilio de la costa). Bennie, el dueño filipino, está solo en el interior, guardando montones de pasta blanca en la nevera y cerrando el horno hasta el sábado, cuando todo el mundo se muera de ganas de comerse un trozo de la «Completa». Algunos días, cuando hay mucha humedad, mi oficina se impregna de un sustancioso olor a salsa puttanesca. No sé si eso induce a los clientes a comprar más, o menos, casas en la playa, pero a los que no son lo bastante serios para subirse al coche y ver alguna propiedad, suelo verlos un poco más tarde en el establecimiento de Bennie, mirando por la ventana con un trozo de pizza sobre un papel parafinado, más contentos que unas pascuas por haber sido capaces de dominarse.
El Infiniti plateado de Mike, con matrícula de Barnegat Lighthouse y una pegatina de LOS AGENTES INMOBILIARIOS TAMBIÉN SON PERSONAS en el parachoques, está aparcado frente al edificio rectangular, pintado de blanco y con aspecto veraniego, en cuyo escaparate se anuncia REALTY-WISE en rotundas mayúsculas doradas al estilo de un modesto gabinete de abogados de antaño. Hay fotos clavadas con chinchetas en un tablero de corcho en la parte interior de la puerta de cristal. En general, mi tinglado de dos escritorios no es nada lujoso comparado con la sede de Lauren-Schwindell en Seminary Street, edificio de bella arquitectura que clama: ¡Dinero! ¡Dinero! ¡Dinero! En esta zona de la costa nada puede compararse con Haddam, lo que es buena cosa, en mi opinión. Aquí, en el extremo sur de Barnegat Neck, se vive la vida con menos orgullo, como en una ciudad desconocida de la costa de Maine, y de forma no menos agradable; salvo en verano, cuando la muchedumbre alborota y todo lo invade. Cuando llegué aquí con mi título de colegiado en el noventa y dos, buscando un sitio donde poner el establecimiento, mis competidores me dieron a entender que aquí todos estaban colegiados, había mucho trabajo (y dinero) para quien no quisiera esforzarse demasiado y se mantuviera con los ojos bien abiertos (gestionar casas de alquiler para el verano, comprar unos cuantos apartamentos, hacer alguna que otra tasación, compartir catálogo, apoyar a un competidor si las cosas se ponían feas). Compré el negocio a Barber Featherstone cuando el viejo decidió marcharse a Teaneck, a vivir en una residencia cerca de su hija, y todos vinieron a decirme que se alegraban de que me hubiera instalado aquí: preferían a un veterano del mundo inmobiliario que a un joven y despiadado tiburón de tierra adentro. Me apropié de los colores de Barber —rojo y blanco (sin lema ni divisa de universidad prestigiosa)—, cambié el nombre de Featherstone’s Beach Exclusives por Realty-Wise, y me puse a trabajar. Algo más elaborado no habría servido de nada y al final habría conseguido que todo el mundo me odiara a muerte y estuviera dispuesto a llevarme a la ruina a la menor oportunidad; y ocasiones no faltan. En consecuencia, al cabo de ocho años he ganado un pastón, no he participado en el auge bursátil —ni en su corrección— y apenas he dado un palo al agua.
Hemos dejado el cartel de ABIERTO colgando detrás de la puerta desde ayer, y en la penumbra del interior, donde Mike y yo nos sentamos frente a escritorios metálicos de segunda mano, tengo un San Vicente de Paúl para dar la sensación de que no somos tiburones sino personas dinámicas, y en el techo está encendido el piloto rojo de la alarma contra incendios. Naturalmente tengo que mear otra vez, aunque sin agobios. A última hora la necesidad es mayor. Por la mañana y a primera hora de la tarde, muchas veces ni siquiera me doy cuenta. Pero utilizo los servicios de la oficina en vez de esperar a estar en casa (lo que podría ser problemático).
Mike sigue absorto en sus pensamientos. Ha encendido otro cigarrillo y está fumando por la ventanilla, aspirando una profunda bocanada de pesimismo antibudista. Su Marlboro y su ajo, además de mis zapatos meados, han dejado un tremendo pestazo en el coche.
No hay motivo para reanudar nuestra conversación sobre la conciencia, los vasos de leche de yak, lo que creamos y lo que no. No tengo el menor interés en esa cuestión y me he limitado exclusivamente a mi papel de abogado del diablo. En mi opinión, Mike está hecho para la intermediación inmobiliaria igual que algunos están hechos para ser veterinarios y otros cirujanos de árboles. Puede que haya encontrado su hueco en la vida, pero no le gusta reconocerlo por motivos que ya he explicado. Me molestaría mucho perder un socio como él; por insólito que resulte como colega. Podría organizarle una visita de Sponsor: un desconocido que le dijera lo mismo que le diría yo.
Sin embargo, dice el bueno de Emerson, el poder reside en salvar el abismo, en lanzarse como una flecha en pos del objetivo. El alma adquiere plenitud. La mía, en cambio, está harta del día que lleva.
—No estarás sujeto a un apremiante periodo de tiempo para decidirte, ¿verdad? —digo al volante, sin volverme a mirarlo. Los instrumentos del salpicadero lanzan destellos verdes. Estamos con la calefacción encendida, el coche al ralentí—. Yo desconfiaría si me hubieran metido prisa, ¿sabes?
—El precio de la vivienda subió el cuarenta por ciento el año pasado. Los créditos son baratos. Eso no va a durar mucho. —Se muestra taciturno—. Cuando entre Bush, el programa sobre las minorías se acabará. Clinton lo mantendría. Y Gore también.
Exhala un hondo suspiro. No le gusta Clinton porque ha disociado el comercio con China de los derechos humanos, pero no hay duda de que le iría mejor con los demócratas; como a todo el mundo.
—¿A Benivalle le gusta Bush?
—Prefiere a Nader. Su padre era de izquierdas.
Distraídamente, Mike se da un tironcito de su infradesarrollado lóbulo de la oreja.
—¿Benivalle es ecologista? Yo creía que en su familia eran todos polis. O embaucadores.
—No hay que generalizar.
Pero las generalizaciones se me dan muy bien. Y Benivalle me gusta aún menos por alinearse con el desleal Nadir.
—¿No te parece raro que te guste Bush cuando quiere cargarse a tus colegas minoritarios? Y estás pensando en hacerte socio de un izquierdista.
—No me gusta Bush. Le he votado a él —puntualiza Mike, quitándose con gesto impaciente el cinturón de seguridad. Se ha arriesgado valientemente como un buen ciudadano y ha acabado como un emigrante vencido por la incertidumbre. Una lástima. Y en tono solemne, añade—: Me arrepiento.
—No has hecho nada malo —le digo, tratando de sonreír en prueba de confianza.
—Eso no implica culpabilidad —responde con una súbita sonrisa, aunque es evidente que no está contento.
—Simplemente te has salido de tus límites ideológicos. Pero siempre puedes recuperarlos. Lo de abogado del diablo no es más que una forma de hablar. Mi sistema de creencias no ha derrotado al tuyo.
—No. Seguro que no —conviene Mike, articulando las palabras como si fuera un veredicto.
—Ahí lo tienes.
Extraña conversación para que la mantengan en un coche dos personas tan diferentes como nosotros, aunque deseo que concluya pronto para que pueda echar una meada.
—Entiendo que este asunto no te parece bien —me dice.
—Lo único que quiero es que no salgas perjudicado. Sólo hay que entender lo que debe entenderse, nada más.
Bennie, el dueño de la pizzería, ha guardado su bandera italiana y ahora está saliendo por la puerta, cerrando con una llave tan grande como el badajo de una campana. Lleva el delantal blanco doblado en el brazo para lavarlo en casa. Es un hombre menudo, de pelo rizado, con bigote, y más parece griego que filipino. Lleva chancletas, camisa roja y pantalones cortos negros que muestran unas piernas como codillos de jamón. Nos echa una mirada a Mike y a mí, dos turbias presencias masculinas en un Suburban al ralentí, se fija un momento en nosotros, tomándonos posiblemente por maricones —aunque debe reconocerme—, termina luego de cerrar y echa a andar hacia su pequeña camioneta de reparto aparcada un poco más allá, en la misma manzana.
Mike dice que se arrepiente, pero en realidad se siente solo; aunque es lógico confundir ambas cosas. Probablemente nunca sentirá verdadero arrepentimiento, cosa que está fuera de su sistema de creencias. Cuando vuelva a su casa vacía de Lavallette, pondrá la calefacción, llamará a su mujer, que vive en los Amboys y a la que echa mucho de menos, le dirá tiernas palabras de reconciliación, hablará cariñosamente a sus hijos, meditará durante una hora, establecerá asociaciones entre algunos elementos importantes y enseguida empezará a sentirse mejor con su entorno. Como inmigrante, sabe que la soledad puede combatirse de forma sintomática. Podría invitarlo a que venga el Día de Acción de Gracias. Pero ya he metido bastante la pata con Ann, y no me fío de mis instintos. Todo puede ir a peor.
En nuestro silencio, mis pensamientos se dirigen de nuevo hacia Paul, ya de camino hacia aquí desde los estados centrales, su nueva «otra mitad» manejando el mapa bajo las tenues luces del salpicadero para que no haya necesidad de detenerse. (¿Por qué ocurren tantas cosas dentro de los coches? ¿Acaso son la única vida interior que nos queda?). Me pregunto por dónde irán en este preciso instante. ¿Estarán pasando por Three Mile Island en su viejo y traqueteante Saab? Ya noto su alborotadora presencia mediante una mística telemetría a través de la distancia cada vez más corta.
Las menudas, arrugadas y sonrientes facciones de Mike me esperan a la puerta del coche. Una fría niebla oceánica se arremolina a su espalda, estremeciéndome. Otra vez se me ha ido brevemente el santo al cielo. Ay, ay. Ay de mí.
—El sufrimiento, creo yo, siempre viene por algún motivo —declara con un consolador movimiento de cabeza, como si el que estuviera en un berenjenal fuera yo.
—Yo no veo necesariamente las cosas de esa manera —replico—. En mi opinión, es que ocurren muchas putadas. En tu lugar, yo no me preocuparía de las causas. Pensaría más bien en los efectos, ¿sabes? Ése es mi consejo.
Se le borra la sonrisa.
—Pero es lo mismo —protesta.
—Lo que tú digas. Eres un buen agente inmobiliario. Me daría pena perderte. Ésta es la región de más rápido crecimiento del este. La renta de las familias ha crecido un veintitrés por ciento. Se puede ganar dinero. Vender casas es muy fácil.
También podría decirle que prácticamente no hay ningún budista en Haddam del que pueda hacerse amiguete: sólo montones de republicanos en limusina que no se acercarían a él, ni siquiera los hindúes, en cuanto se enteraran de que es constructor. Acabaría entristeciéndose por la vida que llevaría y marchándose a otra parte. En cambio, aquí no le pasaría eso. No se lo digo, claro, porque he agotado mi cupo de consejos.
—Vendré por la mañana —le digo, en tono serio—. ¿Por qué no te tomas el día libre y te lo piensas bien? Yo cogeré el timón.
—Sí. Bueno. De acuerdo. —Empieza a buscarse las llaves en los pantalones—. Que tengas un feliz Día de Acción de Gracias.
Pone el acento en Acción, no en Gracias, como hacemos los norteamericanos de más tiempo.
—Vale —digo con aire aburrido, que es como me siento.
—¿Vas a lanzar cohetes?
Los faros de su coche destellan solos.
—Eso es en otra fiesta —le informo—. En ésta sólo se come y se ve un partido de fútbol americano.
—No siempre se acierta.
Mira al interior de mi vieja cabina, donde sigo sentado, y parece alegrarse. Una insignificante confusión sobre ciertas festividades hace que momentáneamente se sienta menos norteamericano (pese a la bandera que lleva en el ojal de la solapa) y convierte sus demás errores, fracasos e incertidumbres en más llevaderos, en parte de todo lo que no puede remediarse. No está mal sentirse así: menos responsable por todo. Mike cierra la puerta, da unos golpecitos en la ventanilla con el meñique de la sortija y, sonriente, me hace una estúpida reverencia al tiempo que alza los pulgares, a lo que de manera involuntaria (además de ridícula) le respondo con una inclinación que lo deleita aún más y lo induce a alzar de nuevo los pulgares pero no a hacer otra reverencia. Ahora soy el recipiente vacío, resonante, entre los dos. He sido tolerante y he tenido bastante paciencia durante el trayecto a casa, pero cuando esta larga jornada plagada de acontecimientos llega a su fin, no me queda mucho más que señalar.