Para ir a De Tocqueville hay que pasar las arboladas curvas de King George Road, lejos de Haddam centre ville, bordeando la tapia del Seminario Fresh Light, ahora (en opinión de los alarmistas del barrio) controlado por facciones del ejército surcoreano. Las viejas construcciones de tejado plano, altas y sombrías, que edificaron los presbiterianos se yerguen entre el oscuro robledal de Great Lawn con un aire de manicomio de Nueva Inglaterra, aunque en su interior todas las almas estén salvadas en vez de perdidas. Solitarias ventanas lanzan amarillentos destellos en lo alto de las fachadas. Han terminado las clases de otoño. Estudiantes extranjeros, muy lejos de Singapur y Gabón, sin posibilidad de hacer un viaje a su país, están encerrados en las habitaciones de la residencia metiéndose las Escrituras en el abarrotado cerebro, poniendo a punto sus técnicas homiléticas frente al espejo del armario, experimentando, sin duda, la primera indicación de que en su mayor parte los creyentes no lo son tanto y no importa lo que se les diga con tal de distraerlos de sus tribulaciones. Unos seminaristas motivados, según veo, han colocado una vistosa pancarta blanca, roja y azul entre dos robles que parecen montar guardia, donde proclaman que BUSH ES EL PRESIDENTE DE DIOS y CHARLTON HESTON ES MI HÉROE.
En King George el tráfico ha disminuido hasta ser sólo un goteo, como si todos hubieran salido de la ciudad al oír un silbato, cuando normalmente hay caravana hasta Trenton, de tres a siete. Pero la cercanía de la fiesta y el empeoramiento del tiempo han sumido a Haddam en la somnolencia de las últimas horas de la noche, en las que nada pasa y que todos quisieran codificar, con los trabajadores, secretarias y profesores sustitutos bien metiditos en sus pequeños apartamentos y casas prefabricadas de Ewingville y Wilburtha.
Posiblemente sea un efecto secundario del dos mil (que no parece tener otro tipo de efectos), a menos que se trate de ese último tropezón que he dado en la vida, pero estos días muchas veces me quedo estupefacto por los acontecimientos (o por su ausencia) más simples y corrientes, como si el mundo habitualmente conocido se hubiera iluminado de pronto con una agradable frescura, llenándome de satisfacción. Los genios deben de tener todos los días esa misma experiencia, con el feliz resultado de grandes inventos y descubrimientos. («¿No es maravilloso cómo vuelan los pájaros? Lástima que nosotros no podamos…». «Si se redondearan las aristas de este bloque de granito, sería un pelín más fácil moverlo…», etcétera, etcétera). Mis últimos y frescos hallazgos eran del tipo de quedarme pasmado de que a alguien se le ocurriera poner una luz amarilla entre la verde y la roja, o de que todo el mundo considerase que la carretera de Haddam a Trenton era algo enteramente natural pero nadie pensara en el rasgo de genio que fue la construcción de la primera calzada. Ninguno de tales descubrimientos me ha hecho pensar que podría inventar algo yo mismo, pero no comparto mis percepciones con otros, por miedo a despertar sospechas de que me he vuelto loco a causa del tratamiento. Y en cualquier caso no tengo a nadie con quien compartir mis percepciones, por supuesto. (A Clarissa le aburrirían las explicaciones). Y, para ser sincero, mi experiencia de estas maravillas de baja intensidad suele estar teñida de una tristeza como de sauce, pues tales alertas y súbitos reconocimientos llevan aparejada la sensación de ver las cosas por última vez: lo que desde luego podría ser cierto, aunque espero que no.
No hace mucho, estaba en mi despacho de Realty-Wise, con los pies descalzos, pero con calcetines, sobre el escritorio, leyendo en el boletín de la Asociación Nacional de gentes Inmobiliarios un tedioso artículo del departamento de investigación acerca de que en el futuro los préstamos hipotecarios se suscribirían sobre todo con una combinación de interés fijo y variable, cuando al final mis ojos tropezaron con una observación sarcástica que decía: «A la pregunta del valor práctico que tiene el saber que los neutrinos poseen masa, el doctor Dieter von Reichstag, del Instituto Mains de Heidelberg, reconoció que, aparte de no tener ni la más mínima idea, lo que realmente lo asombraba era que en un planeta de menor importancia (la tierra) que gira alrededor de un astro de tamaño medio, una especie se hubiera desarrollado tanto como para plantear esa pregunta».
Estoy seguro de que eso tiene una interesante relación con la combinación de interés fijo y variable y las sorprendentes mejoras introducidas en el mercado de los productos hipotecarios (no lo leí hasta el final). Pero el asombro que el doctor Von Reichstag manifestaba es más o menos lo que yo siento con frecuencia en estos días, si bien en relación con cuestiones menos importantes. El doctor Von Reichstag quizás tenga la misma sensación de última vuelta en los caballitos que yo, habida cuenta de que todas las impresiones nuevas llevan en su ADN indicios de su final. Ver así lo nuevo sin duda es equiparable al hecho de tener cáncer, y al de ser un astro viejo que va desapareciendo rápidamente, como yo.
Pero yendo en el coche por King George, de camino para ver a mi ex mujer —encuentro que me atemoriza—, experimento en la penumbra del anochecer otra de mis iluminaciones, una que me interesa, aun cuando resulta cansina. Dicho en términos sencillos: ¡qué raro resulta tener una ex mujer y quedar con ella!
Millones de hombres, ni que decir tiene, lo hacen un día sí y otro no por multitud de buenas razones. Los chinos lo hacen. Los bantúes lo hacen. Los inuits, también. Siempre que se ve a un hombre y una mujer en una cafetería de algún centro comercial, tomando una copa en el bar Johnny Appleseed o dando un paseo por las Foremost Farms en un luminoso día de verano con un refresco en la mano, se les atribuye instintivamente las relaciones que uno piensa que tienen (adúlteros, abogado y cliente, amigos del instituto), aunque es mucho más probable que sean unos divorciados que, pese a todo el resentimiento del mundo, a todas las traiciones, la hostilidad, el atraso en los pagos, la soledad y las noches insomnes ideando castigos cada vez más crueles, no tengan más remedio que verse de vez en cuando.
¿Qué hay en el matrimonio que simplemente no termina nunca? Yo ya he pasado por dos que me han salido de pena, y aún no lo comprendo. Sally Caldwell podrá estar haciéndose esta pregunta dondequiera que se encuentre con el mutante Wally. Eso espero.
Pero ¿acaso debe ser esto la vida: querer a alguien, pero saber con toda seguridad que llegará el momento (porque ninguno de los dos lo quiere ni remotamente) en que se acabará estando con esa persona únicamente de esa lamentable forma espuria que requiere una «reunión» para hablar de quién coño sabe qué? Clarissa no está de acuerdo y cree que todo puede corregirse y arreglarse, y que en definitiva Ann y yo podemos, bla, bla, bla, ponernos de acuerdo. Pero no podemos. Y en realidad, si pudiéramos, eso supondría los compartimentos interconectados que Clarissa asegura odiar. Sólo que en esta ocasión se trataría del compartimento de Ann y mío. En gran parte, la vida es sencillamente injusta. Y cuanto más viejo me hago, más claramente y con mayor frecuencia me lo parece. Lo único que puede hacerse —y por eso trata Clarissa de establecer la pre-visión— es empezar a acostumbrarse a ese hecho, a distinguir entre asombro y desconcierto. Toda esta cuestión, cabría añadir, es sólo otra versión del miedo a morir. Pero apuesto a que el ochenta por ciento de las parejas divorciadas se sienten así —desconcertadas pero posiblemente también asombradas por la vida— y así continúan hasta que se baja el telón. El antídoto es, por supuesto, el Periodo Permanente.
La desviación a la Academia De Tocqueville parece la entrada a un historiado y aristocrático vedado de caza: un arco de piedra lleno de musgo con ciervos esculpidos que llevan placas con lemas en latín. Sólo esa entrada sería motivo para que cualquier padre con la pequeña Seth o la pequeña Sabrina en el asiento trasero del Lexus leyendo a Li Po o a Sartre —tres niveles por encima de su edad—, se sintiera satisfecho con la impresión de que la vida le había dado lo que se merecía. «Seth está en De Tocqueville. Es ferdaderamente competitivo, pero fale hasta el último sou. Su profesor de quinto se licenció en filosofía en Uppsala y luego hizo los cursos de doctorado en la Sorbonne…».
Nada más pasar la puerta, la carretera de acceso, sombría bajo la llovizna del atardecer, se estrecha y pasa entre un bosque de viejos árboles, denso y primordial. Proliferan los badenes para controlar la velocidad. Al borde de la carretera hay señales que hacen saber a los no iniciados la clase de sitio en el que se está entrando: en los arcenes de hierba, igual que en la Route 206, proliferan los carteles de ¡Somos progresistas! y GORE PRESIDENTE, según leo al pasar a la luz de los faros, mientras otros piden ¡QUE ALGUIEN NOS SAQUE DE AQUÍ!, declaran que LA PAZ SE CONSIGUE CON VIOLENCIA y afirman que todos debemos DETENER LA CARNICERÍA. No estoy seguro de a qué carnicería se refieren. Sólo hay un letrero a favor de Bush, que seguramente han puesto para preservar la donación, porque antes que votar a Bush la gente de por aquí votaría a un chimpancé.
Una pareja de ciervos surge de pronto entre los faros, y tengo que aminorar la marcha y tocar el claxon antes de que bufen, agiten el rabo blanco y se retiren despreocupadamente al borde de la carretera, donde empiezan a mordisquear la hierba, como si tal cosa. De Tocqueville, allá por los años veinte, era en realidad un prestigioso bosque donde iban a cazar los más ricos e importantes inversores de Gotham (parte de la carnicería), que por entonces se llamaba Muirgris, nombre grabado en la puerta en latín. Hombres gordos y felices con trajes de tweed llegaban los fines de semana en ruidosos Packards, retozaban como pachás, bebían como cosacos, alternaban con señoras importadas de Filadelfia y de cuando en cuando salían fuera para hacer estragos en la fauna local, antes de liar el petate y volver a casa el domingo rebosantes de satisfacción.
Muirgris es ahora De Tocqueville —una maldición para los viejos juerguistas—, una «reserva natural» invadida de ciervos, pavos, mofetas, zarigüeyas, ardillas, mapaches, puerco espines, hasta pumas y una pareja de osos, según dicen, todos los cuales encuentran aquí refugio. Algunos vecinos contrariados de Haddam que viven en las inmediaciones de Muirgris se han quejado de incursiones depredadoras (ciervos y conejos comiéndose sus euonimus alatus), formulando oscuras amenazas sobre contratar tramperos y cazadores profesionales para «mermar la cabaña» utilizando controvertidos artefactos con redes y cepos, todo lo cual ha puesto furioso al amable personal de De Tocqueville. Se han producido litigios sobre lindes de propiedades, escenas de gritos en el ayuntamiento, denuncias a la policía a altas horas de la noche. Se han entablado procesos judiciales mientras los animales se agrupaban en el interior del bosque, buscando protección, y ahora se incrementa la inquietud con rumores sobre la enfermedad de Lyme, la rabia y la gripe aviar. Un pariente de uno de los visitantes originales, un decorador de interiores de Gotham, pronunció un discurso en la ceremonia de graduación, en el que afirmaba que su antepasado quería que Muirgris estuviera a la altura de los valores del nuevo siglo y permaneciera tan «verde» hoy como «travieso» era él en sus buenos tiempos. Hasta el momento, el asunto sigue sin estar decidido.
Recorro cautamente el campus: badén tras badén. Los edificios del instituto están situados en torno al pabellón de caza de los viejos granujas, una majestuosa dacha de troncos y arenisca al estilo de los Adirondack ahora convertida en «Administración», con módulos ecológicos para el profesorado y aulas esparcidas por el bosque, como si la enseñanza secundaria fuera un maravilloso campamento de verano en el lago Memphremagog, en vez de cajas de Petri donde se cultiva el futuro de los afortunados, mientras que los que tienen menos suerte van a Colgate o Minnesota-Duluth. Mi hijo Paul ni lo olió, hace diez años.
El horroroso Honda Accord de Ann está solo en el aparcamiento de profesores, mal alumbrado con farolas de sodio: hace mucho que el resto del profesorado se ha ido fuera a festejar el Día del Pavo. Puede que Ann quiera hoy hablar de los chicos: la revisada agenda sexual de Clarissa y su falta de norte en la vida; la llegada de Paul, mañana, con una amiga; la manera de repartir las horas de visitas, etcétera. Quizás tenga miedo de Paul, en realidad, como yo lo tengo un poco, aunque él asegura que su madre es su «cónyuge favorito». Tener hijos equivale a veces a una depresión, larga aunque no muy aguda, porque al cabo de un tiempo ninguna de las dos partes tiene ya mucho que dar a la otra (salvo cariño, que no siempre es tan sencillo). Al fin y al cabo, cada una de ellas se dedica a sus propios asuntos: seguir vivo, en mi caso. Y, por razones que se les escapan, los hijos siempre andan a la espera de que estires la pata. Paul ha expresado ese mismo punto de vista como un «hecho genérico» de las relaciones paterno-filiales, lanzándoselo a quemarropa a su madre, que seguramente por eso le tiene miedo. El regalo que la vida me ha hecho ahora con Clarissa es una rarísima excepción, si bien parcialmente introducida por ella misma —y por qué no— porque le permite considerarse como igualmente rara y excepcional.
En cualquier caso, las conversaciones con mi ex mujer siempre se celebran en una atmósfera de gravedad cero, retroalimentada, que parece atractiva por su vieja intimidad, pero en definitiva son menos interesantes que la comunicación con un alienígena. Siempre que estoy con Ann, por muy corteses, simpáticos o agradables que logremos mostrarnos, sea cual fuere el tema que debamos tratar (resultaba peor cuando los chicos eran pequeños), sus silenciosos pensamientos siempre girando hacia el sempiterno callejón sin salida del si hubiéramos hecho esto y no lo otro, de si «cierta gente» (¿quién si no?) fuera de otra manera, pero lamentablemente no es. Inténtalo, trata de ser mejor. Gana medallas de buen ciudadano, vela pacientemente junto a la cama del enfermo, apoquina la pasta hasta el último céntimo para el médico de los chicos; y sin embargo Ann no puede ignorar la fatal ocasión en que se fundieron los plomos hace ya mucho tiempo, cuando se apagaron las luces y alejó de nosotros para siempre la unidad del karma. El Periodo Permanente vuelve a resultarme muy útil haciendo que me acepte exactamente tal como soy —bueno o tremendo—, no como debería ser, al tiempo que difumina el pasado y lo vuelve nebuloso. Pero en el fondo Ann es una esencialista de toda la vida y piensa que las cosas siempre deberían ser de determinada manera, con independencia de la configuración del terreno que pisa. Mientras que yo siempre sopeso las diversas posibilidades y considero que las cosas pueden ser diferentes de lo que parecen.
Pero, aun sin perder nunca de vista esas asimetrías, a veces voy por ahí con el corazón encogido y las manos sudadas por miedo a que Ann se las arregle para morirse antes que yo (las posibilidades se han decantado claramente a mi favor). Siempre que voy a verla —unas cuantas veces desde que volvió a Haddam el año pasado—, me atenaza la gran inquietud de que vaya a soltarme un montón de malas noticias. Una misteriosa lesión, una «sombra», un lunar modificado, sangre donde no debe haberla, todo ello requiriendo pruebas de mal agüero, el reloj haciendo tictac: todo eso que tan bien conozco ahora. ¡Y después no sabré qué coño hacer! Si querer a alguien a quien ya no se conoce y a quien se ve sólo rara vez resulta difícil —aunque en realidad no me importa—, hay que figurarse cómo será guardar luto por esa persona largo tiempo después de concluida la vida en común, momento en que hubiera merecido la pena guardarlo. ¿Es concebible que esa clase de luto, un luto del que uno ya se ha librado, pueda soportarse? Una cosa así te puede dejar más tieso que un arenque. Yo, sin ir más lejos, no duraría un minuto, me iría derecho al puente Raritan de Perth Amboy y dejaría el coche abandonado en Parkway. Hay que pensar en eso la próxima vez que veamos un vehículo así y nos preguntemos por dónde andará el conductor.
En la Academia De Tocqueville no hay internos. Hasta los críos árabes y de Sri Lanka tienen familias de acogida con pasta y buenos sitios —Vineyard, la Costa Este— donde pasar las vacaciones. En el edificio de Administración han dejado un par de tenues luces fluorescentes encendidas, igual que en el seminario, y en este momento del anochecer, puntuando el sendero que conduce a los módulos de las aulas, más allá de la posmoderna capilla ecuménica y hacia las instalaciones deportivas con fachada de cristal, surgen luces amarillentas entre los robles y las cobrizas hayas. Estoy seguro de que me están observando en un panel de pantallas de televisión desde alguna cálida y cercana garita de seguridad, los agentes de servicio con sus tazones de café, estudiándome, una «persona ajena, haciendo qué, no sabemos», mi nombre ya saltando en el ordenador del FBI en Quantico. ¿Me buscan? ¿Me han buscado? ¿Deberían buscarme? Me sorprende que Ann sea capaz de aguantarlo, que la chica de Michigan, tan práctica e independiente, pseudosolidaria y falsa humanista, pueda tolerar el ambiente de indiferenciada colectividad que infesta estos centros de enseñanza privada como gas mostaza: todo el mundo suavizando sus excentricidades para no ofender a nadie, pero permaneciendo enroscados como serpientes de cascabel, dispuestos a «causar problemas» y «hacer la vida imposible» a los compañeros que no han atenuado del mismo modo sus extravagancias. Se piensa que son los padres psicóticos y los chicos hostiles, con carencias médicas, lo que le vuelve a uno loco. Pero no. Son siempre los compañeros: lo sé porque en épocas remotas me pasé un año dando clase en una pequeña universidad de Nueva Inglaterra. Son las Marci y los Jason, el extraño Bernard y la musculosa Ludmilla, venida de Letonia con una beca Fulbright de un año, quienes hacen que uno se largue gritando al bosque, a unirse a las especies en vías de extinción que allí se ocultan. Esa intensa comunicación tan a fondo con grupos de ideas afines cada vez más pequeños es la enfermedad de las comunidades cerradas de la periferia. Y en De Tocqueville es donde prospera.
Ann me ha dado indicaciones para llegar al campo de prácticas cubierto donde hemos quedado. Una línea de luces rodea el pabellón de caza de los antiguos plutócratas, y a lo largo de un serpenteante camino adoquinado, bajo unos árboles goteantes, conduce a los edificios con galerías y tejas marrones donde se dan las clases, cada una con un letrero rústico colgado en la fachada a poca altura: CIENCIAS, MATEMÁTICAS, ESTUDIOS SOCIALES, CINE, LITERATURA, IDENTIDAD SEXUAL. Enfrente, a cierta distancia en el interior del bosque —me veo el aliento en el aire, que huele a cedro—, distingo una ventana iluminada en la parte alta de una casa. Debajo hay una doble puerta de cristal que han dejado abierta para mí. Ahí es adonde me dirijo, la mandíbula apretada como un resorte, la nuca sudorosa, las manos trémulas. No me siento con fuerzas, y fuerte es como siempre necesito sentirme cuando estoy frente a Ann. Tampoco me encuentro cómodo con la ropa que llevo. Siempre he sido un sureño de la cabeza a los pies: pantalones, camisa y calcetines de algodón, y mocasines; el mismo atuendo que metí en el baúl al salir de Mississippi con destino a Ann Arbor en el sesenta y tres, y que tan bien me ha venido a través de todas las etapas de la vida. No es, en realidad, una vestimenta insólita para Haddam, que también tiene su grupito de criptosureños que van con la misma indumentaria: hombres cuya ascendencia se remonta a segundos hijos de ricas familias de Virginia del siglo XIX que vinieron a estudiar al seminario acompañados de sus criados de color (razón por la cual antes había una población estable de negros en el barrio de Wallace Hill, ahora aburguesado y compuesto de pequeñas propiedades). En nuestros días, en las fiestas que se celebran en los jardines de Haddam (después del Día de los Caídos), un traje de cloqué, una vistosa pajarita, zapatos blancos y calcetines crema se considera un atuendo aceptable.
En la actualidad, sin embargo, y por razones que escapan a mi comprensión, me importa menos que antes la ropa que me ponga. Desde agosto, ya no me miro al espejo ni dirijo la vista al cristal de los escaparates, por miedo, supongo, a encontrarme con unos preocupantes hombros caídos, una inexplicable cojera, o la barbilla colgando en extraño ángulo sobre mi escuálido cuello. Mantenemos mejor la guardia si procuramos no convertirnos en los desconocidos con quienes nos comparamos favorablemente: los que han perdido la fuerza vital, el vigor esencial que permite mantener las apariencias, los que sufren el bajón sin enterarse hasta que ya es demasiado tarde. Desde luego no quisiera presentarme en la notaría llevando unos pantalones Sansabelt de color cobrizo, un polo Ban-Lon con rayas moradas y verdes, huaraches con calcetines negros y ese aire de desidia y abandono de «me da igual». Perdido, en otras palabras, sin recordar por qué ni cuándo.
En este preciso momento, con lo que no me siento cómodo es con la cazadora beis. La compré en las rebajas de verano que ofrecía el catálogo de una empresa de New Hampshire en la que suelo comprar por correo, pensando que estaría bien tener algo que nunca había tenido: desatinado impulso, porque ahora me da la impresión de ser un hortera que viene a tomar clases de vuelo. Además, llevo el suéter de rombos y los zapatos de imitación de ante, estilo Hush Puppies, con suela de crepé que compré en Flint, en Michigan, una vez que fui a pasar un día en octubre. Los encontré en la liquidación de una zapatería que había puesto zapatos sueltos de tallas raras en la acera, y me pareció una tontería no buscar algo que me viniera bien, aunque nunca me los pusiera. Y son los que llevo ahora. No sé lo que pensará Ann, acostumbrada a verme con el mismo atuendo durante toda nuestra vida de divorciados. Si pudiera, tiraría la cazadora aquí mismo, al otro lado del seto, si no fuera a coger frío: las semillas de titanio han tenido cierta influencia en mi sistema inmunológico. De manera que, incómodo o no, me veo obligado a presentarme ante Ann tal como estoy.
Al final del serpenteante sendero de asfalto (sólo son las cuatro de la tarde pero está tan oscuro como si fuera de noche), el Módulo del Gimnasio es una instalación muy moderna con montones de grandes ventanales frente al bosque, escaleras flotantes y kilómetros de pasillos con tuberías y conductos al descubierto y pintados de colores vivos para dar la impresión de que el edificio fue una vez una central eléctrica o una planta de laminación de acero. Es un diseño de un arquitecto japonés de Australia, y según el Packet, la gente del instituto se refiere a él como «los Antípodas», aunque su verdadero nombre es Centro Halloran de Atletismo y Salud Global de Chip y Twinkle, incluidos estos dos últimos por ser quienes pusieron el dinero.
Se siente el calor al entrar por un largo pasillo en cuyo suelo, reluciente y lleno de ecos, se reflejan tenues luces cenitales. La humedad de la piscina, el olor a toallas agriadas, a sudor y nuevos aparatos de gimnasia vuelven sofocante el cálido ambiente. Oigo el reconfortante sonido de un solitario balón que rebota con indiferencia en alguna cancha del gimnasio, fuera de la vista. No hay nadie en la oscura oficina con paneles de cristal donde se programan las competiciones. El torniquete está desactivado para permitir el paso a todo el mundo. El campo de prácticas cubierto debe de estar al fondo del pasillo, luego a la derecha y después otra vez a la derecha. Pero no puedo resistirme a echar un vistazo a la vitrina de «Anuncios» junto a la ventanilla de la oficina. En Sea-Clift suelo mirar los tablones —junto a los carritos del supermercado Angelico, sobre la cisterna de cebos en el Ocean-Gold Marina—, y de pie, con los brazos cruzados, estudio las notas de gatos perdidos, juegos de comedor para vender, colecciones de Ezio Pinza de setenta y ocho revoluciones, lanchas, con remolque y sin él, descripciones de ancianos desaparecidos, la habitual petición para la joven víctima de accidente de moto en la UCI. Hasta se venden medallas del mérito al valor. A través de esos mensajes se escucha el espíritu del lugar, se palpan sus mutaciones internas, sus estremecimientos sísmicos: algo importante en mi trabajo, y más preciso que lo que pueda decir la Cámara de Comercio. Ahí está la vida real en letra pequeña, estampada con nuestros deseos, pesares y desgracias. De vez en cuando arranco un anuncio de «Particular vende casa» y lo dejo sobre el escritorio de Mike para que efectúe un seguimiento; que normalmente no conduce a nada. Aunque podría ser. Una vez vi el nombre de un antiguo compañero de la fraternidad Sigma Chi en un tablón de anuncios de Bourbon Street, en Nueva Orleans, donde había ido a un congreso de agentes inmobiliarios. Parece que a Rod Cabrero, mi hermano de otro tiempo, lo habían visto allí por última vez, y algunos miembros de su familia de Bad Axe estaban preocupados y deseaban hacerle saber que lo querían: nada de resentimientos con respecto a las opciones sobre acciones y los cheques desaparecidos. Otra vez, en Rumson, aquí mismo, en el Garden State, vi un anuncio de que habían encontrado en la playa un «gran airedale» con el nombre de «Angus» en la placa de identificación, e inmediatamente supe que era el tesoro perdido y añorado de los Bensfield de Sea-Clift, dueños de Merlot Court: una residencia que les había vendido hacía menos de un año. Llevé a cabo el rescate, asegurándome otra vez la gestión para cuando quieran venderla a su vez. Al igual que las fotos de las casas en venta que colocamos en el escaparate de la oficina, esos anuncios proclaman que «hay posibilidades, hay esperanza», aunque no superen la proporción de una entre mil.
Aquí, el tablón de «Noticias de la Escuela»[30] no es demasiado optimista. «¿Te ha violado, acariciado o acosado algún miembro del cuerpo docente, empleado o agente de seguridad de De Tocqueville, o has tenido esa impresión? PODEMOS AYUDARTE. Llama al [dan un número de teléfono].» Otro insiste: «No tienes que ser parte de una minoría para ser víctima del odio». (Se ofrece otro número). Un tercero dice simplemente: «Eres capaz de llorar». (No dan número, pero sí un nombre, Megan, entre comillas). Hay también un calendario para análisis de sangre (hepatitis C, sida, deficiencia tiroidal). Leo una nota mecanografiada que ha puesto Ann sobre las pruebas de golf para damas. Otro dice: «A la mierda Bush», con el escatológico deseo tachado con una línea. Y en uno, en tinta roja, se lee sencillamente: «No te lo guardes para ti, sea lo que sea. Culturalmente, todos somos huérfanos». De Tocqueville no sólo parece aburrido, sino fatigado y corroído de preocupaciones, un sitio en el que cuando no se estudia, se está inquieto o eludiendo experiencias desagradables. Me alegro de que Paul no consiguiera entrar, lo que no significa que esté entusiasmado por cómo le han ido las cosas.
Veo a Ann Dykstra, sola y practicando, cuando atisbo por la mirilla de la puerta al resplandeciente sanctasanctórum del pequeño campo de prácticas cubierto (en otro tiempo pista de squash). No sabe que estoy aquí mirando pero sí que lo estaré en algún momento, de modo que procura poner aún más atención al colocar la bola, acercar el palo, alinear los pies, cuadrar los hombros, equilibrar la postura y mantener la vista perdida en la distancia, en un campo que no existe. Frente a la pared frontal de la pista de squash hay una red blanca que detiene las pelotas, esparcidas por el suelo, y tras ella se ve una fotografía ampliada y en color de un campo de golf en alguna parte de la costa escocesa. Todo eso es en preparación para su perfectamente equilibrado, absolutamente fluido —cabeza inclinada, rodillas flexionadas—, peligrosísimo swing, el mortífero driver golpeando con su cabeza metálica la rugosa pelota con tal violencia que podría reventarla y convertirla en polvo de estrellas. «Así es como juega y siempre jugará la cabrona esta. Sin importarle si algún gilipollas está mirando o no»: de esa manera interpreto, en pocas palabras, esa intimidante exhibición.
No levanta la vista hacia la puerta, detrás de la cual, en el oscuro pasillo, me encuentro a salvo, sino que empieza a colocar otra pelota sobre el rosado tee de goma clavado en la alfombra de césped artificial, y emprende de nuevo el fatídico ritual del golpe.
No quiero entrar. Eso sólo significaría estropear un movimiento perfecto con la aparición de algo ruidoso, problemático, exasperante y caótico. Había olvidado, observando a Ann por la mirilla como un testigo examinando a un sospechoso, que en el golf un swing perfecto constituye una hermética defensa contra las «cosas» molestas. Una vez lo comprendí, hace mucho, en mi época de periodista deportivo: para todos los atletas —Ann lo es, y buena— un golpe perfecto constituye una protección en caso de que se compliquen demasiado las cosas. Me escaparía ahora mismo, si pudiera.
Pero justo cuando lanzo por el pasillo una mirada oportunista con idea de largarme, Ann, descubro ahora, me está observando: mi reacia expresión, parcial pero claramente visible a través de la gruesa mirilla de la puerta. Dentro, sus labios se mueven diciendo algo que no alcanzo a oír. De nuevo siento el impulso de echar a correr, de convertirme en una ilusión óptica, pasillo abajo, doblar la esquina, desaparecer. Pero es demasiado tarde. No hay manera de escapar.
Empujo la pesada puerta, que deja escapar un soplo de aire, y las palabras de Ann llegan a mis oídos:
—… pensé que eras Ramon, el tío de la seguridad —dice, sonriendo sin alegría ante mi presencia. Tiene el driver en la mano como si fuera un bastón y vuelve a ocuparse de la nueva pelota como si yo fuera Ramon—. No me gusta que me observen cuando estoy aquí. Y él se queda ahí fuera, mirándome.
—Parecías infalible —le digo, pensando que es el cumplido adecuado.
—¿Cómo estás?
Ann pone tranquilamente la cara del palo sobre la superficie de la bola, sin tocarla. Mantengo abierta la sólida puerta, no he llegado a entrar del todo. La estancia, brillantemente iluminada, huele a madera recalentada.
—Estupendamente. —Tengo intención de comportarme con energía, aunque no la tenga. Ann y yo no nos vemos desde hace meses. Una conversación telefónica, llena de camaradería, higiénica, habría sido igual o mejor que esto. El aire, ya denso, se espesa aún más con sus sobreentendidos y salvedades. Recorro la estancia con la mirada y añado—: Bonito sitio.
A la izquierda hay una cámara negra de vídeo en un trípode, y un banco de madera junto al frontón de la pista de squash. El campo de golf escocés es un holograma puesto sobre el enlucido detrás de la red. Este sitio también podría servir de cámara de inyección letal.
—No está mal. Lo han hecho para mí.
Ann da un leve toque a la bola blanca, la saca del tee y se agacha a recogerla. Está vuelta de espaldas, igual que la he visto toda la vida, casados y separados: pantalones cortos (de color rosa), zapatos blancos de golf (Reebok, con calcetines rosas sin tobillera), polo blanco con un emblema dorado (de De Tocqueville, sin duda), un guante blanco de golf, y unas gafas de sol rojas que lleva remetidas en el pelo como una divorciada en el club de campo. Más musculosa, la espalda y las caderas más anchas, los brazos más fuertes, los pechos más llenos, desprende ahora —a diferencia de hace treinta años, cuando nunca me cansaba de ella— un aura de atleta asexuada que sigue siendo rotundamente carnal pero que no resulta favorecida por la coleta en que ha recogido su pelo trigueño en forma de cola de pato, más propia de una funcionaria de prisiones, ni por el sudor con que le brilla su pálida piel de herencia holandesa, de aspecto más fino que el papel. La cremallera de los pantalones cortos se le ha bajado un poco desde el botón debido al incontrolado empuje del vientre. Lamento decir que no le veo nada especialmente atractivo salvo el hecho de que es ella misma y que inesperadamente me alegro de verla. (De tanto apretar los dientes, la tercera muela de abajo, lado izquierdo, me empieza a doler de tal forma que se me agarrota la mandíbula. Debería ponerme el protector nocturno, que llevo en el bolsillo).
Levantando ligeramente la punta de los pies a cada largo paso, Ann se dirige al banco de madera de pino y deja el driver en un soporte donde hay otros palos. Se sienta en el banco y empieza a desatarse los zapatos. Yo sigo apostado en la entrada, reticente y entusiasmado a la vez, añorante y arrepentido de aquel amor conyugal. No sé lo que hago aquí. Ojalá supiera algún chiste de golf divertido, pero sólo me viene a la cabeza el de un cura con priapismo que se encuentra con un genio dentro de una botella y tiene un final que a ella no le gustaría nada.
—Han puesto una bomba en el hospital y han volado las cristaleras de la cafetería —le anuncio.
No es una espléndida manera de entablar conversación. ¿Aunque por qué no lo ha mencionado nadie en la funeraria? Las noticias deben circular en Haddam más despacio que nunca. Cada uno en su propio espacio. Incluso Lloyd Mangum.
—¿Por qué?
Ann alza la vista de los cordones de los zapatos, inclinada sobre unas rodillas gruesas, relucientes. Sobresaliendo por la espalda del polo se le nota la ancha marca del práctico sostén deportivo.
—No sé. Las elecciones. La gente se cabrea. Los médicos son todos republicanos.
—¿Cómo va el mercado inmobiliario?
—Siempre es una buena inversión. —Sonrío y, en un gesto de simpatía, pongo los ojos en blanco—. No hay otra igual.
Ann coloca los Reebok, la punta para afuera, debajo del banco, sobre la triste alfombra verde. No le gusta que venda casas (a Sally sí, le encantaba que yo relacionara la capacidad negativista de Keats con los bienes raíces, cuya gestión no conducía a la poesía sino a un bienestar social generalizado con ánimo de lucro). Ann se enamoró de mí cuando era un aspirante (ya fallido) a novelista, pero desde entonces ha vivido en Connecticut, se ha hecho rica y quizás no le diga nada eso de la capacidad negativista. Quizás considere que vender propiedades es lo mismo que vender tapacubos en la Route 1. También podría ser republicana, aunque cuando me casé con ella era demócrata, seguidora de Soapy Williams[31].
Me adentro por fin en la estancia cálida, llena de luz y olor a madera, y dejo que la puerta se cierre detrás de mí aspirando el aire. No sé dónde ponerme ni qué hacer. Necesito tener un palo de golf en la mano. Aunque no se está tan mal aquí dentro: inesperadamente agradable, extrañamente íntimo. Al menos estamos solos, por una vez.
—Tengo que decirte algo, Frank.
Ann apoya la espalda en la blanca pared, que han pintado hace poco. Me mira a los ojos, las pálidas mejillas tensas y las comisuras de la boca estiradas hacia abajo, lo que indica importancia y no presagia nada bueno. Siempre que dice mi nombre es que se trata de algo «serio». Siento que las manos y los labios me empiezan a temblar (espero que no se note) involuntariamente. Lo que menos necesito ahora son malas noticias.
Ann mueve los dedos de los pies, enfundados aún en los calcetines, sobre el falso césped y baja la vista.
—Estupendo —respondo, con la sonrisa como única defensa.
Puede que sea una espléndida primicia. A lo mejor es que se casa con Teddy Fuchs, el amable gigante profesor de matemáticas a quien todo el mundo creía marica pero que simplemente es tímido y ha tenido que esperar (hasta los sesenta años) a que se muriera su madre, superviviente de los campos de exterminio. Tal vez ha decidido cobrar la renta vitalicia de Charley y marcharse a vivir a la Costa del Sol. O quizás se le ha ocurrido una nueva y elocuente manera de explicarme lo gilipollas que soy. De darme la murga con cualquier cosa. Lo que sea, con tal de que no me hable de tratamientos médicos. De eso ya he tenido bastante.
—¿Te puedo contar una historia? —pregunta. Sigue mirándose los calcetinitos rosas, como si le infundieran seguridad.
—Pues claro —le contesto—. Me gustan las historias. Ya me conoces.
Sus ojos grises se alzan como una flecha, previniéndome en contra de cualquier familiaridad.
—El otro día fui a la tintorería Van Tuyll a ver qué pasaba con una reclamación que les hice sobre unos pantalones que me estropearon con una mancha y que no me habían abonado. Estaba furiosa, y como es ridículo demandar a la tintorería por un par de pantalones, pensé en presentarme allí y causarles alguna molestia para resarcirme un poco. Desde luego no es gente muy simpática.
Llevar un poco de orina de ciervo o quizás soltar una mofeta por detrás del mostrador. A mí se me han ocurrido esas cosas. Sólo que me han faltado «medios». No me he movido un centímetro del sitio, bajo los focos que despiden demasiado calor.
—En cualquier caso —prosigue Ann—, cuando fui a la tienda, que está en el callejón de Grimes[32] Street —bonita dirección para una tintorería—, vi que dentro de la puerta habían pegado una tarjeta mecanografiada que decía: «Cerrado por la trágica muerte de nuestra hija Jenny Van Tuyll, que perdió la vida el sábado en un accidente de tráfico en Belle Fleur. Tenía dieciocho años. Nuestra vida nunca será la misma. Familia Van Tuyll». En realidad tuve que sentarme en el reborde del escaparate de la tienda para no caerme al suelo. Casi me desmayo. Pobre Jenny Van Tuyll. Había hablado con ella cincuenta veces. Una chica de lo más agradable. Y esa pobre familia. Y yo que estaba furiosa por mis puñeteros pantalones de Armani. Resultaba tan absurdo…
Triste noticia. Pero no tan mala como «Tengo una encefalopatía galopante, y probablemente no duraré más de un mes». Ann baja la vista, luego me mira con los ojos entornados.
—Mala cosa —digo gravemente. Aunque pienso: Pero no puedes sentirlo más sólo por culpa de tus pantalones de Armani. Tienen una tintorería. Ni siquiera te habrías enterado si no te hubieras enfadado con ellos.
Ann baja los ojos, grises como el océano, luego me lanza una mirada significativa, en la que está ausente el recuerdo de toda la angustia, la impaciencia y el dolor que ha acumulado conmigo. Un campo de prácticas cubierto es un extraño sitio para mantener esta conversación. Hemos tenido un hijo que se murió; en el mismo hospital donde hoy han puesto una bomba. Desde luego, no hay necesidad de hablar de eso ahora. Después de la muerte de Ralph, Ann y yo estuvimos mucho tiempo reuniéndonos en su tumba el día de su cumpleaños. Eso fue después del divorcio. Pero acabamos dejándolo.
—¿Te has preguntado alguna vez, Frank, si cuando sientes algo con verdadera fuerza, con tal fuerza que sabes que es verdad, te has preguntado si lo sientes porque ese día en particular te encuentras así y al día siguiente ya no te va a importar tanto?
—Sin duda alguna —respondo—. Y es bueno. Es preciso cuestionar nuestros sentimientos más vehementes, aunque debamos seguir abiertos a la posibilidad de tenerlos. Es como el arrepentimiento del comprador. Un día tienes la impresión de que si no consigues una casa determinada, toda tu vida se viene abajo. Y al día siguiente no te imaginas por qué coño se te ha ocurrido siquiera. Aunque muchas veces la gente ve una casa, se enamora de ella, la compra, se muda y allí se queda hasta que se la llevan en una caja.
Por algún motivo, estoy sonriendo. Me pregunto si la cámara de vídeo que me enfoca está funcionando, porque hay algo que me pone nervioso, de modo que me he puesto a parlotear como Norman Vincent Peale[33].
Ann se ha quitado de su pelo de matrona y atleta las gafas rojas de sol y, mientras sigo cotorreando, las cierra con mucho cuidado, como si fuera un deber soportar mis palabras.
—Es difícil saberlo —concluyo, retrocediendo un poco hacia la puerta a través de la cual espiaba hace un momento a Ann, cuando daba una lección a una inocente pelota Titleist.
—Sé que ya te lo he dicho, Frank —empieza a decir, dejando con cuidado las Ray-Ban en el asiento del banco junto a ella como medio de callarme la boca sobre el arrepentimiento del comprador—. Pero cuando Charley estaba tan malito, y tú viniste varias veces a hacerle compañía a Yale-New Haven, mientras sus amigos estaban muy ocupados en otra parte, fue algo muy, muy de agradecer. Por él. Y por mí.
Sólo duró seis semanas; luego se fue derecho al paraíso. En medio de su aturdimiento, Charlie me confundía con un tal Mert que había conocido en St. Paul. Me habló unas cuantas veces de su primera mujer y de las importantes regatas de doce metros a las que había asistido, y en un par de ocasiones mencionó al marido de su primera mujer, de quien dijo que era «bastante agradable» aunque «un inútil». «Licenciado en alguna universidad Big-Ten», añadió sonriendo con suficiencia, aunque ya tenía el juicio más que trastornado. «Ni siquiera me cabía en la cabeza que se hubiera casado con un tío así», dijo en tono soñador. Le sugerí que aquel individuo probablemente tendría sus buenas cualidades, a lo que Charley, en su cama de hospital, las apuestas facciones desprovistas de animación e interés, me contestó: «Ah, sí, claro. Tienes razón. Soy demasiado duro. Siempre lo he sido». Luego repitió otra vez todo el asunto, y al cabo de pocos días murió.
¿Por qué haría yo una cosa así? ¿Hacer compañía al marido moribundo de mi ex mujer? Porque no me importaba. Por eso. Me imaginaba que alguien —un completo desconocido— hiciera lo mismo conmigo y lo estupendo que sería contar con una persona con quien no tuvieras que «relacionarte». No me apetece volver otra vez a ese tema, sin embargo, y me cruzo de brazos como un cura que acaba de escuchar un chiste inconveniente.
—Aquello me hizo ver algo en ti, Frank.
—Ah.
Evasivo. Ningún signo de interrogación. No tengo intención de preguntar qué es lo que vería, porque no me importa.
—En mi opinión, tú habrías dicho que siempre lo habías tenido.
—Puede ser.
—No creo que lo pensara siempre. Quizás cuando éramos críos. Pero dejé de creérmelo en 1982.
Recoge su guante blanco de golf y lo pliega haciendo un paquetito.
—Ah.
—Eres buena persona —declara Ann desde el banco.
—Soy buena persona —le contesto, parpadeando—. Era buena persona en 1982.
—Yo no lo creía —afirma estoicamente—, pero quizás estaba equivocada.
Me molesta, desde luego, que de pronto declaren que soy algo que siempre he sido y que debería saber una persona que en principio me ha querido, pero como no fue lo bastante lista ni paciente ni tuvo el suficiente interés para descubrirlo cuando eso tenía su importancia, acabó divorciándose de mí y ahora se encuentra sola y es Día de Acción de Gracias y resulta que yo, por casualidad, tengo cáncer. Si esto conduce a una especie de disculpa, la aceptaré, aunque no con gratitud. También podría tratarse de una declaración para despejar el camino antes de anunciar su compromiso con el grandullón de Fuchs. El vínculo que nos une es bastante raro.
—No se puede volver a vivir la vida —sentencia Ann en tono de arrepentimiento. Alza la cabeza, me mira y sonríe, como si al decirme que soy buena persona se le hubiera quitado un peso de encima. Los oscuros nubarrones se están disolviendo. Para ella, en cualquier caso.
—Sí. Lo sé.
Una perla de sudor se me escurre del pelo hacia la frente. Aquí dentro hace un calor del demonio. Lo único que quiero es marcharme.
—No sabía que lo supieras realmente —dice Ann asintiendo con la cabeza, aún con la sonrisa en los labios, la mirada chispeante.
—Entiendo la sabiduría convencional —le aseguro—. Soy vendedor. Los placebos me hacen efecto.
La sonrisa de Ann se ensancha, de manera que tiene un aspecto absolutamente radiante.
—Vale —dice.
—Vale —repito—. ¿Vale qué? —Echo una mirada a la Sony en su trípode, útil para mostrar a las jugadoras sus fallos en el swing—. ¿Está funcionando esa puñetera cosa?
Ann alza la vista hacia la cámara negra y no pierde la sonrisa. Hace muchos años que no la veo tan contenta.
—No. ¿Quieres que la ponga en marcha?
—¿Qué es lo que pasa?
Me siento aturdido en este puto horno. Debe de ser lo mismo que un sofoco. Primero se siente calor; luego te desquicias.
—Tengo que decirte algo —anuncia, solemne de nuevo.
—Ya me lo has dicho. Soy buena persona. ¿Qué más? Acepto tus disculpas.
Que no me ha dado.
—Quería decirte que te quiero.
Tiene las manos a los costados, con la palma apoyada en el banco, como si ejerciera presión para elevarse sobre el asiento. Sus ojos grises me han atrapado con una mirada más penetrante que nunca.
—No tienes que contestar ni hacer nada. No sé si es otra vez, o todavía. O si se trata de algo nuevo. No creo que importe. —Dos pequeñas lágrimas bailan en sus ojos, aunque sonríe como June Allyson. Sudor, lágrimas, y ahora ¿qué? Ann sorbe y se pasa el dorso de la mano por la nariz. Vuelve la cabeza a un lado y se enjuga los ojos con el canto de la misma mano. Aspira una gran cantidad de aire, lo exhala despacio y prosigue con voz lastimera—: Me he dado cuenta de que fue por eso por lo que volví a Haddam el año pasado. No llegaba a entenderlo, pero luego lo comprendí. Y en realidad estaba dispuesta a no hacer nada. Nunca. Quizás sólo quería ser tu amiga y estar cerca de ti. Pero entonces se marchó Sally. Y luego te pusiste enfermo.
—¿Por qué me cuentas todo esto ahora? —No es eso lo que quiero decirle, después de escucharla con la boca abierta. Pero no encuentro las palabras adecuadas.
—Porque fui a la tintorería Van Tuyll, y su preciosa hija había muerto. Y eso era absolutamente irremediable: la muerte lo borra todo. Y pensé que me había inventado un medio de ir hacia ti con el cual podía creer que estar enfadada contigo tampoco tenía remedio, o comoquiera que sea. Pero ese medio también puede eliminarse. Supongo que en lo irremediable hay grados. Amor es una palabra tremenda. Lo siento. Pareces confuso. Simplemente pensé decírtelo. Lamento haberte preocupado. —Emite un ahogado sollozo, pero atrapa el hipo en la garganta convirtiéndolo en un pequeño eructo, igual que Clarissa, y concluye—: Lo siento.
—¿Me dices todo eso porque tienes miedo de que me muera, y de que luego te sientas horriblemente mal?
—No sé. Tú no puedes hacer nada.
Coge las gafas de sol y se las vuelve a remeter entre el pelo. Busca bajo el banco, saca un par de mocasines marrones y se los pone sobre los calcetines rosa. Mira alrededor del sitio donde está sentada para ver si se le olvida algo, luego se pone en pie bajo la cegadora luz, frente a mí, y dice:
—Mi abrigo está detrás de ti.
Está volviendo rápidamente a los antiguos rituales que ella misma, por un momento, ha dejado atrás para abrir las puertas y aspirar una profunda bocanada de aire que mantiene en los pulmones. El poeta[34] prometía: «¿Qué es el amor perfecto? No conocerlo es no amar, una especie de intercambio con carencias, y cuando falla todo lo demás, algo con lo que nos las arreglamos». Yo no me las arreglo con nada. No consigo el intercambio. Soy lo que falla. Después de tanta carencia.
Me vuelvo torpemente, y allí está el chaquetón de Ann, colgado en una percha, una fina y corta prenda de abrigo que parece de rayón, de color castaño y brillante forro negro; catastróficamente caro pero expresamente confeccionado para que parezca barato. Lo descuelgo del anticuado perchero y se lo doy. Pesadas llaves se remueven en un bolsillo. Desprende el dulce y pulverulento olor a perfume femenino.
—Puedes acompañarme al coche.
Sonríe, poniéndose el chaquetón sobre el uniforme de golfista. Echa a andar, pero no estoy preparado para el contacto físico. Abre la puerta de la pista de squash, dejando escapar un soplo de aire. Por el pasillo, donde antes hacía calor, entra un soplo de frío. Se da la vuelta, examina la estancia, alarga el brazo por delante de mí y apaga la luz, sumiéndonos en una absoluta oscuridad, en la que estamos más juntos que hace siglos. Me empiezan a temblar los dedos. Se vuelve frente a mí para adentrarse en las sombras del pasillo. Casi le rozo la espalda del suave abrigo. Oigo la voz de un muchacho al fondo del largo corredor. «Oye, gilipollas», dice la voz, que ríe entonces: «Jee, jee, jee, jee». Se vuelve a oír el eco de un balón rebotando en un entarimado. ¡Paf, paf, paf! Se abre la puerta del gimnasio, rechinando, y luego se cierra. La voz de una chica —más ligera, más amable, más alegre—, dice: «Das mala prensa al amor». Y entonces, lamentablemente, pasa el momento.
Sólo son las cinco y media, pero ya es plena noche en Nueva Jersey. Nada bueno queda del día. Al cruzar el frío aparcamiento, con luz de color melocotón, Ann camina despacio al principio, pero luego acelera el paso, dirigiéndose resueltamente hacia su Accord. Los globos amarillentos de las curvas farolas de aluminio iluminan el húmedo asfalto pero no dan calor. Salvo por nuestros vehículos aparcados el uno junto al otro todo aquí parece desierto, aunque desde luego nos siguen vigilando. Nada pasa inadvertido en esta parte del planeta.
No hemos dicho nada más, aunque comprendemos que estar callados es lo peor que podemos hacer. Ahora me toca anunciar a mí algo sorprendente y de suma importancia. Añadir algo al conjunto de realidad a nuestro alcance, dar el hachazo al helado mar que nos habita, ñaca, ñac, ñaca, ñac. Aunque de momento soy incapaz de establecer un vínculo lógico entre dos ideas ni de componer el mensaje que necesito transmitir. Se ha introducido algo nuevo y diferente en nuestra relación, pero no sé lo que puede ser. El Periodo Permanente y su seguro a todo riesgo huye en desbandada aquí, en el aparcamiento de De Tocqueville, cuando ya ha dejado de llover. Ya ha soportado demasiadas reclamaciones en una sola jornada y ha perdido cierta efectividad.
—Llevo casi un año viviendo aquí —recuerda Ann, caminando a mi lado con paso decidido—. No puede decirse que me encante Haddam. Ya no. Resulta extraño.
—No —convengo—. Yo también. O, mejor dicho, a mí tampoco.
—Pero…
—Pero ¿qué?
Hemos vuelto a nuestra anterior personalidad, obstinada, justificable. Preguntar «¿Qué?» no significa nada.
—Pero nada. —Saca el tintineante manojo de llaves del bolsillo de arriba del chaquetón y las toquetea junto al coche. Así era cuando íbamos a la tumba de Ralph el día de su cumpleaños en primavera: una paz negociada de poca consistencia y duración, que no agradaba a nadie, ni siquiera un poco. Y entonces dice—: Supongo que debería añadir algo más.
Hace frío. Las nubes acechan frente al cerco de la luna. Tentado estoy de ponerle la mano en el hombro, en apariencia para darle calor. Va vestida para jugar al golf, después de todo, con esta temperatura otoñal.
—Vale.
No le paso la mano por el hombro.
—Todo eso que he dicho ahí dentro. —Callada, tímidamente, se aclara la garganta. Me viene el olor de su pelo, aún con efluvios de cálida madera y algo ligeramente ácido—. Lo he dicho en serio. Y además, volvería a vivir contigo; dondequiera que vivas, si tú quisieras. O no. —Emite un pequeño y serio suspiro. Se acabaron las lágrimas—. Ya sabes que los padres que han perdido un hijo son más propensos a morir antes de tiempo. Y la gente que vive sola también. Es una combinación explosiva. Para los dos, quizás.
—Eso ya lo sabía.
Todo el mundo consulta los mismos estudios, lee los mismos periódicos, manifiesta los mismos temores, concibe las mismas soluciones obsesivas, poco prácticas. La inteligencia no nos ofrece explicación para lo nuevo. Sólo que yo no encuentro eso desalentador. Es como leer estadísticas sobre el cáncer una vez que te lo diagnostican: dan ánimos sin fundamento de futuro, como consultar los resultados de los partidos del día anterior. La desgracia quizás no quiera compañía. Pero el desánimo seguro que no.
—¿Quieres venir a casa el jueves y pasar el Día de Acción de Gracias conmigo? ¿Es decir, con nosotros, con los chicos?
Con cegadora rapidez salen de mis labios esas palabras mal concebidas, ocupando su justo lugar entre las demás cosas mal concebidas que he dicho en la vida y usurpando el sitio de algo más acertado que debería haber dicho pero no he podido al estar paralizado por la idea de vivir con Ann y de que haya llegado a la conclusión de que me siento solo.
Desbloquea el coche pulsando la llave y abre la puerta. Un olor a limpio, a vehículo nuevo, irrumpe en el aire frío. En el interior, tenuemente iluminado, se oye un metálico tintineo.
Ann me da la espalda, como para poner algo dentro del coche —aunque no lleva nada en la mano—, luego se vuelve, la cabeza gacha, la vista fija en mi pecho, no en mi (horrorizado) rostro.
—Eres muy amable. —Sonríe débilmente: a lo June Allyson, otra vez. Tin, tin, tin. No se trata de la invitación que ella esperaba, sino de un pobre sucedáneo; pero aun así…—. Me parece que me gustaría —declara, afianzando la sonrisa. Una sonrisa que hace un siglo que no veo. Tin, tin, tin.
Y justo entonces, como cuando de niños estábamos con fiebre en la cama a altas horas de la noche, todo retrocede de pronto a una gran distancia y se empequeñece. Amortiguadas voces hablan por un tubo acolchado. Ann, a no más de medio metro, parece estar a centenares de kilómetros, su tintineante Accord apenas visible a su espalda. El tintineo, tin, tin, parece llegar de estrellas recién descubiertas en lo más alto del cielo.
—Qué bien —dice su lejana voz.
Ann me mira a la cara y sonríe. Ahora no sólo mantenemos una relación diferente sino que nos encontramos en planetas distintos, comunicándonos como robots.
—Tendrás que indicarme el camino, supongo.
—Claro —contesto robóticamente, mejillas y labios contraídos en robótica sonrisa—. Pero ahora no. Tengo frío.
—Hace frío —confirma ella, con la llave de contacto en la mano—. ¿Cuándo llega Paul?
—¿Qué Paul?
—Paul, nuestro hijo.
Tin, tin.
—Ah.
Todo me golpea con fuerza, la noche me da un puñetazo en la nariz. Sonido real. Invitación formal. Desastre auténtico, amenazando.
—Mañana, supongo. Está de camino.
Por la razón que sea, pienso en decir camino para que rime con destino, palabra que no pronuncio.
—¿Es nueva esa cazadora? —pregunta—. Me gusta.
—Sí. Es nueva.
Estoy perplejo.
—¿Te encuentras bien, Frank? —inquiere, clavándome la mirada.
—Sí —contesto—. Sólo que tengo frío.
—Hay un montón de cosas de las que no hemos hablado. —Sí.
—Pero quizás lo hagamos.
Y en lugar de cruzar el abismo de los años y darme un ósculo en la helada mejilla con sus labios fríos, Ann me da tres palmaditas en la hombrera de la cazadora —plaf, plaf, plaf— como una chica vestida de amazona acariciando el lomo de un jamelgo viejo con el que acaba de dar un paseo agradable pero no especialmente lleno de acontecimientos.
—Paul viene mañana a cenar a mi casa. Invité a Clary, pero se negó a venir, claro. —Igualmente hípica y señorial, su sonrisa y su voz. Hora del cepillado y el saco de comida en el morro. Tin, tin, tin—. Nos vemos el jueves para comer.
—Vale.
—Llámame. Tienes que explicarme cómo llegar hasta allí.
—Sí. Claro. Te llamaré.
Tin, tin.
Me mira como diciendo: Sé que podrías caerte muerto ahora mismo, pero vamos a hacer como si no fuera así y todo irá perfectamente, ¿eh, tío? Y de esa manera logramos decirnos adiós.
Como si alguien, otra persona, un individuo presa del pánico, uno como yo pero que no soy yo, fuera conduciendo mi negra cápsula, me veo lanzado por el lluvioso y oscuro camino de entrada de De Tocqueville como un piloto de carreras, los neumáticos apenas notando los badenes, patinando en cada curva, obligando a ciervos, zarigüeyas y gatos monteses a escapar de un salto al refugio del bosque, hasta que dejo atrás la señalización y la verja y salgo otra vez a la 27, en dirección a la ciudad. Por supuesto, tengo que mear.
Y, cosa que no me sorprende, me siento atrapado en un frenesí de remordimiento, pesadumbre y desconcierto. ¿Por qué, por qué, por qué, por qué, por qué he tenido que invitarla? ¿Por qué no he podido evitarlo? ¿Qué chip de la histeria en mi disco duro personal me impele al desastre previsible? ¿Es que no aprendemos nada? ¿Acaso los diecisiete años de vida perfectamente llevadera desde que nos divorciamos, a raíz de inequívocas pruebas de incompatibilidad, no imponen una considerable lejanía de Ann Dykstra, por mucho que la quiera? ¿Es que el cáncer también idiotiza al enfermo? Si hubiera un miembro de Sponsor, un quiromante, un psiquiatra que pasara consulta hasta altas horas dispensando misericordia y sabiduría al visitante casual, le pediría, tras extender un buen cheque, que me dedicara su tiempo en exclusividad. Como decía, nuestra inteligencia no nos explica muchas cosas.
Por primera vez deseé tener un teléfono móvil. Llamaría a Ann desde el coche y le dejaría un infame mensaje: «Ah, soy un ser despreciable, verdaderamente odioso. No hago más que cometer un error detrás de otro. Siempre has tenido razón acerca de mí. Sólo que, por favor, no vengas el Día de Acción de Gracias. Lo pasaríamos horrorosamente mal. Te he reservado un cubierto en la mejor mesa del Four Seasons, te he escogido el Dom Pérignon adecuado, lo he organizado todo para que Paul Newman y Kate Hepburn se sienten junto a ti, uno a cada lado (posición en la cual no tendrán más remedio que hablar contigo), y de postre he encargado glace au four. Quédate con la limusina, lleva a un amigo… Pero no aparezcas por mi casa el Día de Acción de Gracias. Aunque me quieras. Aunque me esté muriendo. Aunque te encuentres sola. Hazme caso».
Si hubiéramos tenido esta última conversación por teléfono —cada uno en su casa, sin lágrimas, sin calcetinitos en los pies, sin la transformada pista de squash, solitaria y con demasiada calefacción—, nada de esto habría ocurrido. En la planta de urología de la Clínica Mayo, donde yo estaba, había un granjero de Nebraska que criaba cerdos, pero el hombre apenas se encontraba en condiciones de hablar a causa de un ataque. Su mujer, de feliz aspecto, gorda, sonriente, de cara bien lavada, hablaba por los dos mientras él movía las cejas, asentía con la cabeza y me sonreía frenéticamente pero en silencio absoluto. Menos por teléfono, me contó la mujer, el bueno de Elmer charlaba, reía y filosofaba durante horas y nunca perdía el hilo ni la conexión, y hasta podía contar chistes verdes. Para que luego hablen de comunicación extrasensorial. Se da demasiado crédito a la divagante intimidad. Por eso el director de la prisión nunca está en su puesto cuando estalla el motín.
Paro en el sombrío arcén, frente a una enorme mansión de estilo Tudor normando, rodeada de setos con un gran jardín lleno de árboles, que hace veinte años fue literalmente trasladada a su actual emplazamiento desde los terrenos del Seminario. Circulan pocos coches en este tramo de la 27, de modo que puedo acercarme sin ser visto al oscuro y empapado seto de cedros, plantarme sobre el húmedo mantillo, y mear las dos tacitas que he acumulado desde ya no me acuerdo cuándo pero que de pronto me han puesto muy nervioso. Los pañales constituirían un perfecto mecanismo de seguridad, pero por ahí no paso.
Luego vuelvo al coche y continúo en dirección a Haddam, aliviado, vagamente animoso, estado que sólo puede procurar una buena meada, aunque aprieto aún más las mandíbulas al sentir un leve parpadeo en el bajo vientre más o menos donde calculo que debo tener la averiada próstata, la presión sanguínea seguramente por las nubes, mi vida acortada otros treinta segundos; todo ello porque he vuelto traicioneramente a esa mentalidad cotidiana, obsesionada por el detalle y corroída por la preocupación y la desdicha que tanto odio: cómo retirar el imprudente ofrecimiento a la invitada que torpedeará la comida familiar, ocasión bastante agradable sin su presencia. Esa experiencia es la que Clarissa describe como compartimentos interconectados, ese escurridizo mundo dentro de otros mundos donde los sentimientos están en juego a cada momento, de veladas perfectas cenando con excepcionales comensales, el mundo de seguir el calendario tal cual, de devolver sin falta la llamada, de enviar siempre una nota, de tenerlo todo a huevo, de los puntos sobre las íes, las tes cruzadas y recruzadas, de cuidarse de no invitar a la persona que no se debe, o de lo contrario todo acabará jodiéndose horrorosamente y la culpa será tuya y nadie se irá con la sensación de haber resuelto algo. Es el mundo del que ella ha huido, el pozo del pleistoceno social del que el Periodo Permanente se esfuerza en salvarte eliminando inhibiciones superfluas, atenuando el miedo al futuro en favor de la continua vanguardia del presente. Por esa regla de tres, no debería importarme que Ann se presente el Día de Acción de Gracias disfrazada de Payaso Consuelo, salpique de soda a todo el mundo, toque la bocina y cante arias hasta que se nos ocurra estrangularla. Porque al cabo de un rato concluirá todo, nadie se habrá alterado y el día terminará igual que si no hubiera pasado nada: yo adormilado delante de la tele, viendo el segundo partido en la Fox. Sería mil veces mejor —para mi próstata, la sístole y la diástole de mi corazón, mi esperanza de vida, los músculos de mi mandíbula, las castigadas muelas— que me relajara, soltara una estrepitosa carcajada, abriera las puertas de par en par, sirviera la comida, descorchara la botella grande de Dom Pérignon y me convirtiera en maestro de ceremonias de todo aquel triste campamento.
Salvo que no tengo putas ganas de hacer eso.
Y no es que tenga ganas de mucho. Se ha cascado el huevo de Pascua donde anida mi reducida familia. Los habituales protocolos del Periodo Permanente no están restableciendo el orden. En la cabeza me retumban preocupaciones superfluas que hace una hora no existían.
Cuando me dieron la mala noticia sobre la próstata en agosto, y antes de que Clarissa se convirtiera en devota partidaria de mi causa, me asomaba a la terraza, miraba a la atestada playa y el plateado Atlántico y pensaba que la víspera ignoraba lo que entonces sabía. Intentaba recuperar la dicha del que no sabe lo suficiente para considerarse dichoso, encontrar un momento de tregua, devolver al genio a la botella. Y mientras los transistores trepidaban con los cuarenta principales sin que nadie se diera cuenta de que yo observaba desde arriba, incluso llegué a dirigirme al viento cálido y a los efluvios de algas y crema solar, repitiendo varias veces en voz alta: «Bueno, al menos nadie me ha dicho que tengo cáncer». Pero por supuesto antes de que una fresca oleada de bienestar me inundara el pecho y me hiciera entrar en casa con la conquista de un momento precioso, tuve que tragar saliva, contener las lágrimas y sentirme peor que si nunca me hubiera engañado a mí mismo. Que a nadie se le ocurra intentarlo.
Y lo que ahora me está rondando por la cabeza es la certidumbre de que Ann Dykstra ya no sabe casi nada de mí salvo lo que los chicos le cuenten en privado, nada sobre Sally ni los detalles de mi enfermedad, ni tampoco se ha molestado en preguntar. Quizás se refería a eso con lo del «montón de cosas de las que no hemos hablado», para no quedarse corta. Pero para empezar, estoy casado y albergo la esperanza de que pueda seguir así. Mi estado de salud ha sufrido una «delicada variación», aunque eso quizás no signifique mucho para ella, teniendo en cuenta que ha enterrado a un marido no hace más de dos años. Las mujeres también se equivocan, igual que los hombres, y ese hecho, que yo sepa, no les preocupa tanto. Ann probablemente cree que me voy a pique y que debo estar agradecido por cualquier bote salvavidas que me arrojen. No lo estoy.
Además, ¿por qué ha de sentirse atraída por mí? ¿Y precisamente ahora? Debo de estar mucho más pálido por la enfermedad. Desde luego he adelgazado. ¿Estoy cargado de espaldas, también? (Ya he dicho que nunca me observo). ¿Tengo los pómulos huesudos? ¿Se me ha quedado ancha la ropa? Estoy seguro de que eso es lo que trae la vejez y la mala salud: poco a poco y sin previo aviso. De pronto la gente te intenta convencer de que no hagas cosas que te apetece hacer y siempre has hecho: No te subas a la escalera. No conduzcas de noche. No aplaces lo del seguro de vida. El Periodo Permanente, una vez más, sirve de contrapeso a esa gradual obsolescencia. Pero de nuevo parece que sus fuerzas se baten en retirada.
Ann, desde luego, también ha jugado groseramente la carta de «hermanos en la desdicha» refiriéndose a los padres que han perdido hijos y al vínculo que los conduce a una muerte temprana; lo que parece una brusquedad innecesaria y no constituye razón alguna para que volvamos a estar juntos. Es decir, que si el hecho de que se me muera un hijo me condena a mí a una muerte prematura, ¿puede eso significar que se me abren nuevas e interesantes posibilidades que antes no existían? ¿Dedicarme al paracaidismo en caída libre? ¿Dar la vuelta al mundo en solitario en una lancha artesanal? ¿Aprender bantú y atender a los leprosos? No. Es información que me deja en libertad para hacer o no algo diferente y, en realidad, casi me invita a no hacer nada en absoluto. Es como la triste herencia por la que te enteras de que tienes el gen que causa el cáncer de hígado, sólo que ya eres demasiado viejo para un trasplante. Mejor no saberlo.
Aunque en el fondo, la verdadera razón por la cual me está cortejando Ann (la conozco como sólo puede conocerla un ex marido) es porque quiere sentir el tufillo de lo desconocido, procurarse la vibración que le falta en la vida asociándola con una exigencia mayor de la que puede ofrecerle el golf femenino: yo mismo, o dicho de otro modo, mi vida, mi declive, mi muerte y mi recuerdo. Su hija está empeñada en una búsqueda similar. Quien crea que esta especie de veleidad es inconcebible, que lo piense bien. Tal como solía sermonear a mis pobres estudiantes allá por el año ochenta y tres en el Berkshire College, cuando quería que escribieran sobre algo diferente del acné de su compañero de habitación o qué sentían cuando las luces de la residencia se apagaban y las lechuzas empezaban a ulular: Si se puede expresar, puede ocurrir.