Debería decir algo sobre mi condición de canceroso, porque mi salud aparece ahora en mi pensamiento como alguien perseguido por un asesino. No me gustaría hacer una montaña de este grano de arena, pues en lugar de creer que lo bueno siempre llega para los que saben esperar, todo —lo bueno, lo malo, lo indiferente— acaba por ocurrimos a todos si andamos por este mundo el tiempo suficiente. El poeta no se equivocaba cuando escribió: «La genial naturaleza, a ti y a mí, otra cosa nos reserva… Lo que se pierde es perdurable. Y se acerca.»[27]
La versión abreviada de todo el lío del cáncer es que exactamente cuatro semanas después de que mi mujer, Sally Caldwell, me anunció que su póstumo marido, Wally (huésped distinguido y reciente en nuestra casa), y ella iban a reanudar su vida en común sobre nuevas bases y bla, bla, bla, bla, con la más ferviente esperanza de alcanzar bla, bla, bla, bla, y mejor bla, bla, bla, bla, por casualidad observé unas gotitas de sangre seca y parduzca entre las sábanas a la altura de la pilila, y me fui derecho al Haddam Medical Arts de Harrison Road para averiguar qué es lo que pasaba y dónde.
Tenía una salud de hierro (o eso creía) a pesar de la desdichada marcha de Sally, que según pensaba no duraría mucho. Hacía mis abdominales y estiramientos, daba higiénicas caminatas por la playa de Sea-Clift un día sí y otro no. No bebía mucho. Me mantenía en ochenta y un kilos, lo mismo que pesaba en el último año de Michigan. No fumaba, no tomaba drogas, consumía diariamente vitaminas a puñados, selenio y aceite de palmera incluido, comía pescado más de dos veces a la semana, marcaba concienzudamente en el calendario cuándo tenía que ir a hacerme las pruebas. Todo estaba bien: colonoscopia, rayos X del pecho, antígeno prostático específico (PSA), presión sanguínea, colesterol bueno y malo, masa corporal, porcentaje de grasa, ritmo cardíaco, inocuidad de los lunares. Ir a reconocimiento parecía una experiencia de simple confirmación: perfecto, hasta dentro de doce meses; como si cada visita fuera un diagnóstico, preventivo y curativo a la vez. Nunca me habían operado. La enfermedad era lo que otros padecían y de lo que hablaba la prensa.
—No será nada, probablemente —afirmó Bernie Blumberg, guiñándome un ojo con aire de sabelotodo, y haciendo una mueca de carnicero judío mientras se quitaba los pálidos guantes de trabajo y los tiraba a una papelera higiénica—. Prostatitis. La glándula está un poco jodida. Algo dilatada. Lo que no es raro a tu edad. Nada que no arregle una buena dosis de pastillas mágicas. —Dio un resoplido, chasqueó los labios y dilató las ventanillas de la nariz mientras se lavaba las manos por centésima vez aquel día (esos tíos se ganan el pan)—. Te ha subido el PSA por la inflamación. Te recetaré alguna «atómico-micina» y en cuatro semanas un nuevo análisis de PSA, después de lo cual podrás volver al frente de batalla. ¿Cómo está esa mujercita tuya?
Sally y yo íbamos juntos a la consulta de Bernie. No es tan raro.
—Está en Mull con su difunto marido —le contesté brutalmente—. Vamos a divorciarnos.
Aunque eso no me lo creía.
—Qué te parece —repuso Bernie, y en un instante había desaparecido: esfumándose por la puerta, atravesando la pared, o siguiendo el conducto del aire acondicionado, los faldones de su bata blanca revoloteando en una brisa inexistente—. Vaya, a quién tenemos aquí, ¿cómo va ese maridito tuyo? —le oigo decir por algún sitio, en otra sala de reconocimiento por el pasillo, mientras me abrocho el cinturón, me subo la cremallera, encuentro los zapatos y siento una extraña sensación de mareo que me sube por el culo. Oigo su risa amortiguada a través de las frías paredes—. Ah, desde luego que sí. Tendría que hacerlo él —decía. No alcancé a oír la pregunta.
Sólo que al cabo de cuatro semanas, mi PSA arrojó otro cinco coma tres, cifra menos que perfecta, y Bernie dijo:
—Bueno, vamos a dar a las pastillas otra oportunidad de que hagan su magia.
Bernie es menudo, desbordante, de ojos grandes, pelo entrecano y cortado al cepillo, juega al squash y se doctoró en medicina en Wyandotte, en Michigan (razón por la cual voy a él), un ex infante de Marina que practica una implacable mentalidad belicista de selección de pacientes según gravedad para la cual sólo una herida de succión en el pecho es digna de interés. A esos tíos no se les da bien tratar con amabilidad a los pacientes ni transmitir información tranquilizadora. Bernie ha visto demasiadas cosas en la vida, y sueña con retirarse a Bozeman y dedicarse a tallar patitos de madera. Yo, en cambio, todavía no he visto lo suficiente.
—¿Y qué pasa si eso no funciona? —le pregunté.
Bernie estaba examinando los resultados de mi análisis de sangre, impresos por ordenador. Nos encontrábamos en el pequeño cubículo de su despacho. (¿Por qué no tienen esos tíos un despacho confortable? Son ricos). Sus diplomas de Michigan y Kenyon colgaban sobre el de su baja en la Marina, junto a una vitrina de caoba que exhibía sus condecoraciones de guerra, Corazón Púrpura incluida. Fuera, en el tórrido verano, los martillos neumáticos repiqueteaban en Harrison Road, haciendo vibrar el despacho y la silla en que me sentaba.
—Bueno —repuso, sin alzar demasiado la vista sobre las gafas—, si no da resultado, te mandaré a mi buen amigo el doctor Peplum, que trabaja en Urology Partners, a la vuelta de la esquina, y él te hará una resonancia magnética y quizás una pequeña biopsia.
—¿Las hacen pequeñas?
Mis partes se agarraron a sus paredes laterales. ¡Una biopsia!
—Sí. Eso es —confirmó, moviendo la cabeza—. No es nada. Te ponen anestesia.
—Una biopsia. ¿Para ver si tengo cáncer?
El corazón se me había parado. Hacía ese calor pegajoso del verano de Nueva Jersey y estaba completamente vestido, pero el despacho era gélido y reinaba un gran silencio pese al continuo estruendo de la calle. Una luz verduzca entraba como a través de una telaraña por los ventanales, sobre los que colgaba una cortina verde de algodón estampada con desvaídas cabezas de setter irlandés. Por el pasillo se oían alegres voces femeninas: enfermeras cotilleando en voz baja y riendo tontamente.
—Así es Tony —explicaba una—. No hace falta decir más.
—Menudo sinvergüenza —respondía otra.
Más risitas, sus zapatos de suela de crepé deslizándose sobre las baldosas fregadas con antiséptico. Comprendí entonces que aquel instante casi silencioso, común y corriente para cualquiera, tenía tintes fabulosos. Cosas nuevas, diferentes e interesantes estaban en marcha. Posiblemente habría cambios. Lo que se tenía por seguro quizás ya no lo estaría más.
No es que tuviera miedo exactamente (nadie me había dicho nada malo todavía). Sólo quería asimilar la noticia con antelación para saber cómo encajar otras posibles sorpresas. Si eso revela cierta propensión a agacharme antes de que me apunten, a escurrir el bulto y no echar el resto, entonces, que me pidan cuentas. Todos los barcos, según dicen, buscan un sitio para hundirse. Yo buscaba uno para mantenerme a flote. Seguramente sabiendo que existía. Quizás se sabe siempre.
—Yo no empezaría a preocuparme aún —sugirió Bernie en tono distraído, lanzando una mirada a su escritorio metálico, donde estaba mi historial.
Mi expresión estaba tan abierta a cualquier noticia como una ventana en primavera. Igual podría haber sido un paciente a la espera de que le quitaran una verruga.
—Vale, no me preocuparé —repuse.
Y pertrechado con ese buen consejo, me levanté y me marché.
No voy a ponerme a lloriquear: el jarro de agua fría de las verdaderas malas noticias, la «interesante» resonancia, los detalles adversos pero en cierto modo optimistas de la biopsia, la pérfida jerigonza de la próstata: Gleason, Partin, deterioro causado por la oxidación, ultrasonido transrectal, muestra de doce tejidos (una enormidad, eso), sedación consciente, atenta espera, calidad de vida. Hay librerías llenas de esa asquerosa materia: Cáncer de próstata para tontos, Paseo por la próstata (en el que la glándula tiene una cara risueña), posibilidades de tratamiento, diagramas en color, discos compactos interactivos de la próstata, medidas preventivas: un sinfín de datos destinados al que tenga curiosidad por esa glándula. Cosa que yo no tengo. Como si sabiendo mucho evitara tenerlo. Imposible: yo ya lo tenía. Además de salvar, las palabras pueden matar.
Y sin embargo… De lo sombrío, aborrecido e inesperado puede surgir algo bueno y luminiscente. Mi hija —alta, imperturbable, expansiva (por mi causa) y lo contrario de pánfila— volvió a estar a mi lado.
Con veinticinco años, Clarissa es una chica guapa, de miembros largos, músculos firmes, expresión levemente afligida y ojos grises y velados, que recuerda a la entrenadora de un equipo femenino de baloncesto de una pequeña universidad de la región central del país. Tiene unas facciones angulosas, inquisitivas (como su madre), se encuentra a gusto en un círculo masculino sin que los hombres le interesen demasiado. A veces se muestra irreverente, hace observaciones sarcásticas en voz baja, le gusta leer pero en definitiva no habla mucho (eso, estoy seguro, se lo enseñaron en Harvard). Lleva lentes de contacto y acostumbra a mirarte (a mirarme) con la barbilla inclinada y durante más tiempo del preciso mientras hablas, como si lo que estuvieras diciendo careciera de sentido, para luego sacudir la cabeza en silencio y dar media vuelta. Profesa una gran simpatía abstracta hacia el mundo, pero, en mi opinión, parece estar preparándose continuamente para ser mayor, como suelen hacer los hijos de padres divorciados, y haber salido demasiado pronto de la infancia. Es famosa por sus discursos improvisados en las bodas y por recordar la letra de viejas canciones, y me gana a echar un pulso; sobre todo ahora.
Aunque a decir verdad, Clarissa nunca fue una «niña genial», como ahora han de ser todos los niños según leemos en las etiquetas de los parachoques. Era reservada, verbalmente adelantada para su edad —lo que la hacía repelente—, sexualmente atrevida (con chicos) y muy aplicada en el colegio. La culpa, claro, es de su madre y mía. Los dos la queríamos locamente, pero sólo le dábamos cariño a pequeñas dosis, lo que le fue creando un carácter receloso y lleno de dudas e incertidumbres sobre su valor en el mundo. ¿Cómo podemos arreglar esas cosas cuando ya han pasado?
La relación entre Clarissa y yo ha sido como cabía esperar, teniendo en cuenta el divorcio, el hermano que murió y al que apenas recuerda, el otro hermano que no le cae muy simpático y en quien no confía mucho, el presuntuoso padrastro que odiaba hasta que se puso enfermo (y al que inesperadamente quiso entonces), los padres que parecían buenos pero no cariñosos, y la gran inteligencia cultivada en los años de internado en el colegio Miss Trustworthy de West Hartford. Cuando estamos juntos, nos mostramos impulsivos, tiernos, excesivamente complicados a veces, en ocasiones acalorados y competitivos y con frecuencia reservados.
—Somos bastante normales —asegura Clarissa—, vistos a unos metros de distancia.
Ésa es la certera intuición de una persona joven, sabiduría que a mí me está negada. Sin embargo, yo la quiero con locura. No creo que le gusten las mujeres de manera permanente, aunque hace mucho que he aceptado su orientación y lamento no ver por aquí a la deslumbrante Cookie, ya que me entiendo mejor con ella que con la mayoría de las mujeres que conozco. Durante mi convalecencia, nuestra cohabitación ha permitido a Clarissa considerarme como una «persona mayor» simpática, no excesivamente complicada ni paternalista aunque sea su padre, que en ocasiones puede resultar agotadora y en la cual puede centrar todos sus desaprovechados talentos asistenciales. Por mi parte, yo he puesto en práctica mis infrautilizadas aptitudes de padre e intento darle lo que necesita en este instante: refugio, pausa amorosa, tregua para respirar hondo, conversación seria y preparación para afrontar el futuro. No tendrá otra ocasión de tener al fin un padre que quiera aprovechar su última oportunidad de estar con una hija a la que adora.
Hace tres semanas, el día siguiente a Halloween, Clarissa y yo estábamos dando juntos el paseo terapéutico que me habían recetado por la playa de Sea-Clift, yo con mis pantalones Beans de botones en los bolsillos delanteros y un descolorido anorak azul (hacía frío), Clarissa con unos pantalones caqui que no eran suyos y un viejo jersey mío Connemara de color rosa. El doctor Psimos dice que esos paseos tienen un efecto tónico en la próstata convaleciente, que mitigan el dolor y la inflamación, y que está demostrado que la luz del sol ayuda a combatir el cáncer. Es evidente que andar todo el día por ahí con el cáncer al acecho hace pensar más en la muerte. Pero la sorpresa, como ya he dicho, es que se la teme menos, no más. Es un privilegio, reconozco que un poco extraño, pensar en la muerte casi con absoluta tranquilidad de ánimo. Al fin y al cabo, se encuentra uno en la misma situación —una especie de enfermedad norteamericana contemporánea— que otros doscientos mil compatriotas, y eso es un consuelo. Y esta etapa de la vida —ya más que mediada— parece efectivamente el momento ideal para tener cáncer, porque entre otras ventajas, el Periodo Permanente ayuda a borrar incluso el pasado más reciente centrándote en las cosas que requieren una actitud positiva. No tener cáncer, desde luego, sería aún mejor.
En nuestro paseo por la playa, Clarissa empezó a soltar un largo discurso sobre las elecciones a la presidencia (que todavía no se habían celebrado). Odia a Bush y adora a nuestro perezoso presidente actual, desea que pudiera estar para siempre en el cargo y cree que ha hecho gala de «coraje» al comportarse como un sabueso sonriente al que se le cae la baba con las chicas, porque, según ella, esa conducta «revela su condición humana» (yo estaba dispuesto a considerarla artículo de fe, junto con la mía, aunque no hay que ponerla de manifiesto ante quienes no quieren verla). Es evidente que Clarissa lo identifica conmigo, y llegado el caso me aplicaría las mismas justificaciones poco halagüeñas y nada serias que emplea para el presidente. Los años homosexuales de su vida no la han vuelto exactamente feminista, cosa que ya era al cien por cien en Miss Trustworthy, sino extrañamente tolerante hacia los hombres: la gratificante aportación que todos esperábamos del feminismo, y que hasta ahora no hemos visto mucho. Mirándolo de otra manera, estoy contento de tener una hija a quien le sobra capacidad de comprensión, porque le vendrá bien a lo largo de la vida.
Una de sus actuales ideas para labrarse un porvenir después de Sea-Clift y de su vida sin Cookie es encontrar trabajo con algún congresista progre, algo que según parece los licenciados de Harvard suelen hacer con la misma facilidad con que nosotros cogemos un taxi. Sólo que odia a los demócratas por repipis y no está segura de a qué carta quedarse. Mi miedo no confesado es que haya tirado su papeleta a la basura votando al inútil sabelotodo de Nader, que es el culpable de que ese tejano de la sonrisita tonta recién salido de una fraternidad estudiantil se haya abierto camino hacia el vacío de poder.
Cuando acabó con las proclamas, seguimos caminando por la húmeda arena sin apenas abrir la boca. Hemos hecho muchas excursiones de ésas y me gustan por su libertad, porque parecen algo normal de todos los días y no exclusivamente la disciplina del desastre. Clarissa llevaba su chándal negro, dejando que sus largos dedos de los pies se agarraran a la apelmazada arena donde el mar acababa de retirarse. Huellas de neumáticos de las patrullas policiales habían hollado la superficie de la playa en sinuosas líneas paralelas que se perdían de vista hacia Seaside Park, donde algunos asiduos de la playa en otoño lanzaban frisbees a border collies, construían rascacielos de arena, volaban cometas, dirigían sus aviones de aeromodelismo o se dedicaban a pasear tranquilamente en grupos de dos o tres entre la brisa y la luz centelleante. Eran las dos de la tarde, momento sin ningún carácter en aquellas jornadas siguientes al cambio de hora. La tarde se echa enseguida encima, aunque en el fondo me gustan esos días, cuando la costa se enmascara con una blanca luminosidad invernal que luego desaparece sin dejar rastro de la severidad del invierno. Me siento agradecido de estar vivo para verlo.
—¿Qué tal llevas lo de tener cincuenta y seis años? —preguntó Clarissa alegremente, arrastrando los pies descalzos por la arena, sus zancadas largas y laboriosas.
—Tengo cincuenta y cinco. Pregúntame en abril del año que viene.
Adaptó su paso al mío para insistir en la pregunta pese a la precisión sobre las fechas. Soy consciente de que elige a propósito temas que no se refieren directamente a ella. Siempre ha sido una conversadora discreta y, a su manera wodehousiana, sabe cómo quedar bien; aunque últimamente siempre dice lo que piensa.
—Me equivoco más veces —le dije—. Eso para empezar. Camino más despacio, aunque no me importa mucho. Puede que pienses que estoy poniendo buena cara ante las dificultades que se me presentan. No es eso. Simplemente ando más despacio. —Clarissa llevaba mi paso, y eso me daba la sensación de ser un viejales. Es tan alta como yo—. No me importa mucho equivocarme. ¿No te parece estupendo?
—¿Qué más? —inquirió, con una estudiada nota de optimismo.
—Los cincuenta y cinco no son trágicos. Tienen buenas perspectivas. Me gustan.
Nunca habíamos hablado del Periodo Permanente. La habría aburrido, avergonzado u obligado a tratarme con condescendencia, cosa que no quería hacer.
Clarissa se cruzó de brazos, los zapatos en la mano, la punta de los pies en ángulo oblicuo, ejecutando un paso de danza que solía practicar de pequeña. Dentro del cuarenta y cuatro que yo calzaba, observé, mis dedos estaban un poco metidos hacia dentro, a diferencia de cuando era joven. ¿Sería otra consecuencia del cáncer de próstata? Los dedos hacia dentro…
—¿Quién crees que ha salido mejor, Paul o yo? —me preguntó.
No sabía contestar a eso. Pero igual que hace la gente en muchos casos, me inventé la respuesta: como hice con Marguerite.
—No pienso en Paul ni en ti en esos términos —le dije.
Estoy convencido de que no me creyó. Estos días está muy preocupada por el resultado final de las cosas, y ésa es la cuestión personal subyacente en sus vacaciones conmigo en la playa: cómo hacer para que sus resultados no sean malos, habida cuenta de que los míos no parecen muy positivos. En cierto modo, se compara conmigo, y ya le he dicho que eso no es aconsejable y la induce a considerarse mayor de lo que es.
De mis dos vástagos, ella es la estrella «interesante», la sobria belleza con una educación chapada en oro, el toque delicado, el genio vivo, el derroche de ironía con respecto a sí misma que la hace irresistible y al mismo tiempo extrañamente desplazada. Paul es el antipático e inútil que acabará pegado a las faldas de su mujer y que, tras concluir a duras penas los estudios, lleva ahora una vida convencional, envía absurdas tarjetas de felicitación por el mundo y se siente muy a gusto. Estas cosas nunca tienen mucha lógica.
Pero cuando se trata de cómo han «salido», nada está claro. Clarissa se ha vuelto distante y a veces resentida con su madre desde que anunció «estar con» Cookie en segundo curso de carrera, y ahora parece estancada, es toda melancolía sobre el amor y su pérdida, y muestra poco interés por ganarse la vida, explorar posibilidades y empezar de nuevo: algo que quiero que haga pero temo mencionar. Y al mismo tiempo se ha hecho más atractiva, más dueña de sí misma, aunque más impulsiva a veces, una emergente adulta que nadie podía imaginar cuando era una niña normal de doce años que vivía con su madre y su padrastro en Connecticut, pero que ahora me alegro mucho de conocer. (Le he prestado el LeBaron convertible de Sally para que pueda moverse, y desde Halloween trabaja con Mike haciendo gestiones por teléfono en Realty-Wise, cosa que no le disgusta del todo).
Paul, por otro lado, se ha integrado de manera rigurosa; al menos bajo su punto de vista. Ha comprado una sólida casa de dos plantas de ladrillo rojo (con ayuda de su madre y mía) en el barrio de Hyde Park de Kansas City, tiene un Saab, ha engordado, padece una temprana caída del cabello, se ha dejado perilla y bigote y —según me ha dicho su madre— va pidiendo en matrimonio a todas las chicas que conoce (una puede ya haberle dicho que sí).
Pero al haberse esforzado tanto por «salir bien», Paul ha renunciado a muchas cosas, y por ese motivo, en vez de hacer lo mismo que su hermana, ha reproducido en la primera etapa de su vida adulta exactamente lo que era en su época de adolescente rebelde, malhumorado e inaccesible. Y al encontrar una empresa «familiar» que cultiva inofensivos y excéntricos pirados como él y los deja «desarrollarse y crear» al tiempo que les ofrece un buen salario y participación en los beneficios, Paul ha conseguido independencia, éxito en el ambiente elegido y posiblemente una monótona felicidad. Todo lo que al parecer yo no supe darle en su infancia.
Paul vive ahora confortablemente en la misma ciudad en cuya universidad, al cabo de tortuosos rodeos, se licenció al fin: la Missouri-Kansas City (una de las fantasías del varón norteamericano consiste en vivir en un sitio desde el que pueda ir andando a su antigua residencia universitaria). Ahora asiste tres veces por semana al cineclub de la universidad, se sabe de memoria todo Capra y Kurosawa, reconoce no tener especiales afinidades políticas, se matricula en cursos de extensión universitaria, es miembro de un comité de vigilancia ciudadana para combatir los delitos contra los animales y va al trabajo vestido con ropa rara (bermudas a cuadros, calcetines de nailon negros, zapatos negros, boina de vez en cuando; a la empresa de tarjetas de felicitación no puede importarle menos). Tiene pocos amigos (aunque tres de ellos son negros); en vacaciones va al campo de entrenamiento de los Chiefs en Wisconsin, come demasiado y se pasa el día escuchando la radio pública. No le gustan la cata de vinos, los clubs de lectura, el baile, la ópera, el arte chino, las agencias de contactos ni los grupos para ir a pescar con mosca, y prefiere seminarios de ventriloquia, locales de jazz en el centro e ir detrás de las chicas, actividad que él denomina «hacer de ginecólogo en horas libres». Lo único que tiene en común con su hermana es el temperamento y el deseo de hacerse adulto. Lo que, en el caso de Paul, significa vivir lejos de sus padres; hecho que para su madre es una pena pero que a mí me parece soportable.
Cuando fui a verlo a Kansas City la pasada primavera —antes de que se me declarara el cáncer y de que Sally se marchara—, entramos en un local que hacía las veces de librería, cafetería y pastelería cerca de su nueva casa, que no me permitió visitar debido a unas imaginarias obras que estaban haciendo. (Nunca he entrado, sólo he pasado por delante en el coche). Mientras estábamos sentados tomando una éminence de castañas y me alegraba de haber ido a verlo (había parado de camino a una reunión de antiguos alumnos de la escuela militar), imprudentemente le pregunté cuánto tiempo tenía intención de «aguantar aquí, en la región central del país». Con lo cual se me echó ferozmente encima como si le hubiera dado a entender que redactar leyendas humorísticas para tarjetas de felicitación de supermercado no fuera un trabajo con la misma gravitas que descubrir una vacuna contra la leucemia. La órbita del ojo derecho de Paul no es exactamente igual que la del izquierdo, debido a un porrazo que le dieron jugando al béisbol hace años. Su esclerótica está ligera pero permanentemente inyectada en sangre, y la sensible piel que rodea el ojo lesionado lanza destellos rojizos cuando se enfada. En ese instante, su ojo derecho, de color pizarra, se agrandó —apreciablemente más que el izquierdo— mientras me lanzaba una mirada iracunda, y su «barbigote», sus dientes desiguales y su indumentaria de ganso (bermudas multicolores de algodón, finos calcetines marrones, etcétera) le daban un aspecto feroz.
—Ten la puta seguridad de que he hecho lo que tú no has sido capaz de hacer —gruñó, pillándome completamente desprevenido. Creía haber formulado una pregunta novedosa e inocente. Intenté seguir tomándome la éminence, pero no sé cómo se salió del plato y se me cayó en los pantalones.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, sacando una servilleta del servilletero para coger la éminence, un peso sobre mis piernas.
—He aceptado esta puñetera vida, para empezar. Soy un reflejo de la sociedad —bramó—. Me considero una figura cómica. Soy un tío normal, coño. Tú deberías intentarlo.
La cólera lo invadía. A saber por qué. Me miraba de una forma, enseñando los dientes y con la barbilla inclinada, que me hizo pensar en Teddy Roosevelt. Me había interpretado mal.
—¿Qué crees que hago yo?
En aquel momento hacía palanca en el desmoronado pastel para volverlo a poner en su platillo de papel de encaje, después de haberme dejado una enorme mancha oscura en los pantalones. Frente a la librería, un sitio llamado Book Hog, pasaban relucientes Buicks y Oldsmobiles llenos de republicanos de Kansas City, todos sus ocupantes lanzándonos, a nosotros y a la librería, duras miradas de desaprobación. Deseé estar a muchas leguas de allí, de mi hijo, que estaba hecho un verdadero gilipollas.
—Sólo piensas en el desarrollo. —Dio un enérgico resoplido, como si «el desarrollo» tuviera algo que ver con la esclavitud sexual o el incesto. Sabía que no se refería a los bienes raíces—. Eres idiota. Eso es un mito. Tienes que vivir.
—Yo creo en el desarrollo —repuse, volviéndome para ver cuántos se apartaban de nosotros en la librería, seguro que habría más de uno. Unos cuantos.
—Si la llave entra, utilízala —soltó Paul, lanzándome su implacable sonrisa de Teddy Roosevelt entre los dientes separados. Sus dedos cortos, de uñas roídas, empezaron a moverse inquietos. Esta conversación jamás se habría producido entre mi padre y yo.
—¿Cuál es tu barrera favorita? —inquirió, sus dedos intranquilos, nerviosos.
—No sé de qué estás hablando.
—La barrera del lenguaje. ¿Cuál es tu proceso preferido? —preguntó, con una sonrisita de suficiencia.
—Me doy por vencido —dije, con mi aplastada, triste e incomible éminence otra vez en su grasiento platillo de papel.
Los ojos de Paul brillaron, sobre todo el lesionado.
—Yo sé cuál es. El proceso de eliminación. Lo utilizas para todo.
En menos de una hora, ni que decir tiene, estaba sentado otra vez en mi coche de alquiler camino del aeropuerto. Seré muy anciano antes de que vuelva a probar suerte con otra visita a esa parte del mundo.
La precaria fase de maduración de Clarissa no podría ser más distinta. Cuando terminó la universidad, empezó un curso de posgrado en Columbia Teachers, con idea de trabajar con adolescentes (la edad mental de su hermano) afectados de grave invalidez, se ofreció como voluntaria en un casa de acogida para jóvenes madres en Brooklyn, se entrenó para el maratón, recibió clases de interpretación, hizo campaña para ciertos progresistas de Gotham y, en general, llevó una vida de chica acomodada con Cookie, que es operadora en divisas en Rector-Speed, en el World Trade Center, y dueña de una cooperativa energética en pleno Riverside Drive, mirando hacia Nueva Jersey. Todo parecía encarrilado para que saliera a pedir de boca.
Sólo que, en la época de Gotham —a los cuatro años de terminar la universidad—, según me ha contado ella misma, su vida empezó a hacerse cada vez más amorfa, «tanto vertical como horizontalmente». Al parecer, observó, todo empezaba a formar parte de otra cosa, el mundo se hacía muy fluido y de una pieza y sin mucha acción, aunque en general las cosas marchaban «estupendamente». Pero le daba la sensación de «no estar exactamente encarada con la vida todo el tiempo», sino viviendo, en cambio, «en mundos interconectados dentro de un mundo mucho mayor». (La gente habla así ahora). Tenía sus cursos. Su grupo de amigas. La casa de acogida. Sus pequeños restaurantes provençal que nadie más conocía. Tenía la casa de Cookie, de estilo Craftsman con múltiples porches en Pretty Marsh, en Maine (Cookie, cuyo verdadero nombre es Cooper, viene de una familia con los bolsillos más hondos e insatisfechos de Nueva Inglaterra). Tenía a Cookie, a quien adoraba (yo podía ver por qué). Y a Wilbur, el weimaraner de Cookie. Tenía a los gatos manx. Además de algunos hombres inevitables y sin compromiso que nadie tomaba en serio. Había otras «cosas», montones de ellas: todas estupendas mientras se quedara en el pequeño mundo «compartimentado e interconectado» donde se encontrara en un día determinado. No muy a gusto, si sentía la necesidad de vivir «en la totalidad, de estar en la onda». Salir fuera, trasladarse de un compartimento a otro, o saltárselos o alguna otra puñetera cosa parecida, le resultaba, supongo, bastante difícil. Pero salir de esos compartimentos era lo único que parecía dar sentido a su vida, la única «estrategia vital» cuyos resultados siempre estarían claros y tendrían verdadero significado. Ya pensaba en todo eso antes de que se me declarara la enfermedad.
El hecho de que yo tuviera cáncer equivalía nada menos que a una gran oportunidad. Ella podía descansar un poco de su pequeño mundo compartimentado de Gotham, pedir «permiso para bajar a tierra», y dedicarse a mí —una buena causa que no implicaba mucho trastorno ni desde luego un gran compromiso, pero que a ella la hacía sentirse orgullosa y a mí estar menos ofuscado por la muerte— al tiempo que vivía en la playa y meditaba seriamente sobre la dirección que estaban tomando las cosas. «Pre-visión», llama a esa especie de cavilación introspectiva, algo al parecer difícil de alcanzar en un mundo compartimentado e interrelacionado donde además de divertirte horrores puedes transitar sin agobios de uno a otro, ya que cualquiera de esos interesantes compartimentos está conectado con otros de manera tan fluida que apenas te enteras de lo que pasa, sobre todo porque eres muy feliz; sólo que no es verdad. Se trata de un mecanismo para tener las miras puestas (pre-visión) sobre las cosas que le están sucediendo verdaderamente a uno en el mismo momento en que ocurren, y observar adonde pueden llevar, en vez de pasar por alto todas las conexiones. Posiblemente haya que ir a Harvard para entender todo eso. Yo fui a Michigan.
Al parecer, Clarissa piensa que yo vivo enteramente en ese mundo más amplio, complejo y diferenciado a que ella aspira, y que «me enfrento a las cosas» muy bien y de una vez por todas. Lo cree únicamente porque en el mismo año he tenido cáncer y me ha dejado mi mujer y según parece todavía no me he vuelto loco, cosa que la tiene maravillada. Su punto de vista es el que los jóvenes suelen tener de la gente mayor, en caso de que no nos odien: hemos visto muchas cosas y vale la pena que nos estudien (brevemente) a fondo. Pero enfrentarse a las dificultades no es lo mismo que superarlas. Yo no creo, en realidad, que lo esté haciendo con mucho acierto, aunque el Periodo Permanente ayuda bastante.
Ha habido días en este otoño más bien agradable, de convalecencia, en que he mirado a mi hija —en la cocina, en la playa, en la inmobiliaria al teléfono— y me he dado cuenta de que en ese preciso momento me estaba pre-visionando, haciéndose preguntas sobre mi vida, reificándome, pronosticando mis posibilidades en forma de presentimientos. Para eso están los padres, supongo. Al cabo de un tiempo puede que para eso estemos todos.
Aunque también hemos tenido días sombríos en que la lluvia ha azotado el liso Atlántico frente a la costa de Nueva Jersey, dando a la superficie un tono verde oscuro, y envolviendo la playa en una masa de niebla de forma que no se veía el mar pero se alcanzaba a divisar perfectamente el horizonte, y Clarissa estaba, como yo, con el ánimo apagado, melancólico, y en esos momentos me daba por pensar que me envidiaba caprichosamente por estar «enfermo», por el modo en que la enfermedad pone la vida de relieve y le infunde claridad, reduciéndolo todo a una cuestión positiva a la que no se puede poner peros. Se podría llamar a eso el compartimento superior, más allá del cual no existe ningún otro.
Una vez, mientras veíamos en la tele un partido de béisbol de la Serie Mundial, me preguntó de pronto si podría haber tenido una hermana gemela muerta al nacer. Le dije que no, pero le recordé que había tenido un hermano mayor que había muerto cuando ella era pequeña. Y por supuesto estaba Paul. Ya conocía la respuesta, se trataba simplemente de una pregunta para darse importancia. Pretendía asegurarse de que lo que ella sabía sobre sí misma era la pura verdad, y quería oírlo de mis labios antes de que fuera demasiado tarde. Algo semejante a lo que Marguerite me preguntó en la visita de Sponsor. En una mujer de la edad de Clarissa, cabría decir que era una respetable forma de resolver el pasado, aunque no estoy seguro de que un pasado resuelto sirva de algo, por muy viejo que uno sea.
Y desde luego sé lo que Clarissa se niega a temer, aunque esté bien preparada para afrontarlo: cometer el gran error. Harvard enseña resistencia, capacidad de perdonarse a sí mismo y lamentarse lo menos posible. Pero lo que ella teme y no puede decir, y por lo que está aquí conmigo y a veces se me queda mirando como si fuera un bicho raro, un ser doliente y en peligro de extinción, es el sufrimiento insoportable. Algo que le ha ocurrido en la vida la ha dejado expuesta a un gran dolor, volviéndola insegura e inestable. No ignora que ese miedo es una debilidad, que el dolor es inevitable, y por eso quiere superar su temor y salir de esos tranquilos compartimentos. Pero en lo más recóndito de su corazón aún la asusta sobremanera que el dolor la avasalle y no le deje nada donde agarrarse. ¿Quién se lo podría reprochar?
¿Es de mí, cabría preguntarse razonablemente, de quién ha sacado ese crucial instinto de prevención? Probablemente, dado mi historial.
El hecho de fijarse en mí, sin embargo, puede ser un buen medio de alcanzar una pre-visión del dolor —mío, suyo, suyo por mí— y prepararla, endurecerla para lo inevitable, para lo que llega con preparación o sin ella, y de lo que sólo la propia muerte puede salvar. Es verdad que la quiero sin reservas y que la ayudaría con sus «cuestiones» si pudiera; pero seguramente no puedo. ¿Quién soy yo para ella? Sólo su padre.
Clarissa y yo llegamos al sitio donde solíamos dar la vuelta en nuestro paseo por la playa: el Surfcaster Bar, de pintura descascarillada y techo combado, construido sobre pilotes detrás del talud y, debido a la disminución del turismo en el verano pasado, aún abierto después de Halloween. ¿Es el malestar del milenio, las elecciones, la Bolsa o todo junto lo que hace que el país entero esté expectante para ver lo que pasa? Quien supiera la respuesta se haría rico.
El oscuro bar, de amplios ventanales, tenía las luces encendidas a las tres menos cuarto de la tarde. En el interior se veía la silueta de unos cuantos bebedores de Sea-Clift. Un fuerte aroma a pepperoni y cebolla flotaba en la playa, despertándome el apetito.
Clarissa se estaba poniendo el zapato, apoyada sobre un solo pie, maniobra que realizaba sin perder el equilibrio, calzándoselo por detrás, la boca resuelta, mordiéndose el labio, como un espléndido caballo de carreras lleno de brío que fuera capaz de ocuparse de sí mismo.
Habíamos charlado bastante de cómo habían «salido» Paul y ella, de mí, de lo que pensaba sobre el matrimonio ahora que mi segunda mujer parecía haberse mudado al limbo. Hablamos de que al ver el telediario de la noche los dos nos sentíamos alejados de los acontecimientos del mundo. A ella le molestaba que un asunto fuera importante en un momento dado y se hubiera olvidado a la semana siguiente, porque eso revelaba despreocupación, pérdida de anclaje vital, la república haciéndose ingobernable e inconsecuente. No había mucho sobre lo que no estuviéramos de acuerdo.
Una brisa fría de media tarde se abrió paso desde el mar, elevando las cometas y los frisbees a más luminosas alturas. Iniciamos el camino de vuelta. Clarissa me puso el brazo en el hombro y, torciendo la cabeza hacia mí, miró a los fantasmales bebedores del otro lado de los ventanales del Surfcaster.
—Einstein dijo que un hombre en caída libre no siente su propio peso —declaró, alzando la vista hacia el precioso cielo de la costa, envuelto en nubes, y sacudiendo luego la cabeza como para suscitar un pensamiento menos presuntuoso, añadió—: ¿Se aplicará eso también a las mujeres, crees tú?
—Einstein no era tan agudo —repuse.
Me sentía espléndidamente en la playa, con la brisa, el pequeño y destartalado bar por encima de nosotros, detrás de la duna, donde hombres a los que había vendido casas miraban a Clarissa con admiración y deseo hacia la beldad que me había conseguido ligar.
—Parece que habla en serio —proseguí—, pero no es así. De todos modos tú no estás en caída libre.
—No me gustan las formas binarias de pensamiento. Y a ti tampoco, lo sé.
—A mí, pero e y siempre me parecen lo mismo. Me gusta eso.
Observada desde otra dirección, la larga línea de la costa, que se prolongaba hacia el sur más allá de mi casa, parecía ahora completamente distinta. Pasábamos casi exactamente por donde los zapadores alemanes desembarcaron en 1943 con la esperanza de volar algún monumento emblemático, pero fueron capturados por un solo agente de la policía de Sea-Clift que estaba fuera de servicio y había salido a dar un paseo nocturno con su perro, Perky. Los zapadores afirmaron que estaban huyendo de los nazis pero de todos modos los metieron en Leavenworth y los enviaron a casa cuando acabó la guerra. Algunos ciudadanos de ascendencia alemana pidieron una placa conmemorativa en honor de quienes se resistieron a Hitler, pero varias agrupaciones judías se opusieron y la iniciativa fracasó, lo mismo que otra para una estatua del policía. El agente fue asesinado más adelante por turbios individuos que, según se dijo, no se habían equivocado de hombre.
Desde el sur se respiraba el acre y dulce aroma del parque National Shoreline, ya cerrado para el cercano invierno. En la playa, discretamente retirada hacia el talud salpicado de hierba, una familia de filipinos, una de nuestras subpoblaciones, estaba preparando una merienda. Esos recién llegados vienen en número cada vez mayor de otros sitios del Garden State, trabajan de empleados del hogar y jardineros, y reparan caminos de entrada a las casas. Uno ha abierto una pizzería al estilo de Chicago al lado de mi oficina. Otro tiene una lavandería automática. Un tercero, un cine porno en Ortley Beach. Caen bien a todo el mundo. Nuestra sección de veteranos de guerras extranjeras «recuerda» oficialmente su valiente apoyo a nuestros soldados después de la terrible marcha sobre Bataan. Una bandera filipina ondea el Cuatro de Julio.
Esos amantes de la playa habían hecho una fogata prohibida y reían mientras asaban salchichas, sentados sobre la fría arena, disfrutando de la vida. Los hombres eran compactos y de corta estatura y llevaban lo que parecían camisas de golf, vaqueros nuevos y laca en el pelo ondulado. Las mujeres eran menudas y robustas y, a través de la arena, nos miraban a Clarissa y a mí con los ojos bajos, culpables. Tenemos todo el derecho, decían sus morenas facciones, vivimos aquí. Uno de los hombres nos saludó alegremente agitando hacia nosotros su largo tenedor, con una ennegrecida salchicha de Frankfurt colgando de la punta. Sonaba un radiocasete, aunque no alto, con música presumiblemente filipina. Los dos le devolvimos el saludo con la mano y seguimos caminando despacio hacia casa.
—Siempre y cuando pienses que tu vida no es más que otra vida cualquiera, así será, supongo —dijo Clarissa, dejándome atrás con sus largas piernas.
Un deje seco y cortante, nasal, de Nueva Inglaterra se había introducido en su acento tiempo atrás, como si escogiera las palabras por su pronunciación antes que por su significado. Es joven, y aún puede hacer gala de ello. Se empezaba a aburrir conmigo y sin duda estaba pensando en volver a casa para llamar a su nuevo «amigo», a quien con cierta vacilación había invitado a pasar el Día de Acción de Gracias, pero que todavía no tenía nombre; y sigue sin tenerlo.
—¿Crees que como has nacido en Nueva Jersey debes dar gracias a tu buena suerte, porque podrías haber nacido al sur de Mississippi como yo y haberte pasado años tratando de borrártelo de la memoria?
No teníamos mucho de que hablar. Estaba improvisando.
Algo de los filipinos la había desanimado. Posiblemente sus escasas perspectivas le recordaban las suyas propias.
—Me parece que no pienso mucho en eso —dijo sonriéndome, las manos metidas en los bolsillos del pantalón caqui, sus zapatillas de deporte avanzando por la arena, seca después de la marea, la cabeza gacha. De pronto tenía delante una imagen femenina más joven de lo que ella era en realidad y con mucho atractivo para los hombres, que ahora entraban en sus planes. Pero esa idea se esfumó enseguida—. Bueno, Frank, a ver, ¿cuáles son esas grandes preguntas, tan sugerentes?
Sugerente era otra de sus palabras favoritas, junto con vertical y horizontal. Tenía una grave resonancia, y le daba un aire de tía enterada, que no andaba de farol. Ninguna cría. Eres sugerente, no eres sugerente. Trataba de pre-visionarme otra vez.
—Las que de verdad importan —contesté—. Vamos a ver. ¿Me acordaré de que tengo que ir al zapatero antes de treinta días a recoger los zapatos que voy a donar a Goodwill? ¿Cuál es mi contraseña? ¿Dónde hay vieiras grandes? ¿Cuál de los Everly Brothers es Don? ¿He visto realmente Sed de mal o sólo lo he soñado? Cosas así.
Me fijé en una bandada de gansos que formaban una aguda y perfecta V a medio kilómetro de la costa, encaminándose, al parecer, en la dirección menos indicada para la estación. Tengo buena vista, pensé, mejor que la de mi hija, que no los ha visto.
—¿Voy a ser como tú, entonces?
Alta y desgarbada, guapa, lista, leal y tan consciente de la bondad como Diógenes, casi parecía esperar que le contestara: Sí. Y deja que siempre me ocupe de ti; que nada cambie más de lo necesario. Sé como yo y sé mía. Porque no seré yo para siempre.
—No, con uno como yo es suficiente —eso es lo que le dije, con un golpe seco en el corazón, viendo cómo los gansos se iban perdiendo en la autopista del cielo hasta desaparecer entre un paréntesis de sol abierto entre la niebla otoñal.
—No creo que sea tan malo ser como tú —repuso ella, cogiéndome extrañamente con su mano izquierda la mano derecha, como hacía de niña en la época en que estuvo enamorada brevemente de mí—. Creo que no estaría mal ser como tú. Siendo como tú podría ser feliz. Aprendería algunas cosas.
—Es demasiado tarde para eso —la advertí, pero sin mucha convicción.
—Demasiado tarde para mí, querrás decir.
Mi mano seguía en la suya.
—No. No me refiero a eso —repuse.
Luego no añadí mucho más, y seguimos caminando juntos hacia casa.
Lo que Clarissa hizo en realidad por mí fue tomar firmemente las flojas riendas de mi vida —perpleja por el cáncer—, que se me empezaron a escapar casi en el momento mismo en que me dieron el resultado de la biopsia. Uno cree saber lo que hará en un momento extremo: hacerse sangre en las sienes con los puños; dar gritos de mono; comprarse un Porsche amarillo con la Visa y emprender un viaje de ida por la Autopista Panamericana. O simplemente meterse en la cama y no levantarse en varias semanas, quedarse a oscuras con una provisión de botellas de Tanqueray, viendo un canal de deportes.
Lo que hice fue anotar en un cuaderno del banco United Jersey una versión taquigráfica de lo que me había comunicado el médico: el nuevo diagnóstico. «¡Canc de prós! Grado 3 de Glerason, baja agr, limitado a la glánd, disc posibil de trat, tasa cura + prostec radical, llam ju». Pegué la nota en el sacapuntas eléctrico, subí al coche, fui a Ortley Beach y enseñé una pequeña casa prefabricada recubierta de arena y lejos de la playa a un matrimonio que había perdido a su hijo en la Tormenta del Desierto y que un día, bajando de pronto de la nube en que vivía, pensó que una casa cerca del mar era la mejor forma de quitarse el luto. Trilby, así se llamaban aquellos leales ciudadanos. Tras un estado de abatimiento que había durado diez años, aquel día se sentían satisfechos con la vida. Yo sabía que no deseaban volver a casa con las manos vacías y tenían más motivos para estar contentos que yo para estar decaído. De manera que por unas horas me olvidé de la próstata, y antes de que concluyera la cálida tarde de agosto, les vendí la casa por veinticinco.
Aquella noche dormí perfectamente, aunque me desperté dos veces sin pensar en que tenía cáncer, para recordarlo enseguida. Al día siguiente, llamé a Clarissa a Gotham para que le diera un recado a Cookie sobre unas acciones de una compañía tecnológica que me había recomendado vender, y casi como si se me olvidara le mencioné que tenía que someterme a una «pequeña operación» porque los matasanos de la Clínica Urology Partners pensaban que tenía… ¡un cáncer de próstata sin importancia! El corazón, exactamente igual que cuando estaba frente a la casa de Marguerite, me dio unas cuantas sacudidas frenéticas, como un gato atrapado en un cubo de basura. Me empezaron a sudar las manos, sentado a la mesa del despacho de mi casa. Me sentía mareado, con el cerebro comprimido, incapaz de mantener el auricular del teléfono pegado a la oreja, aunque desde luego me lo apretaba tanto que la tuve dolorida durante una semana.
—¿Qué clase de operación? —preguntó Clarissa con su cadencia de mujer capaz, eficiente, como una veterana funcionaria judicial.
—Bueno, probablemente tendrán que extirparla. Yo…
—¡Extirparla! ¿Por qué? ¿Tan grave es? ¿Has pedido una segunda opinión?
Sabía que sus oscuras cejas estaban entrando en contacto y que sus pupilas grises de reflejos dorados se contraían de inquietud. En su voz había mayor seriedad de la que yo quería expresar con la mía, y eso me dio ganas de llorar. (No lo hice).
—No sé.
El receptor me tembló en la mano, haciéndome daño en el cartílago de la oreja.
—¿Cuándo tienes que ir otra vez a ese médico? —preguntó en un tono espantosamente formal. «Ese médico» indicaba su presunción de que yo había ido a una clínica oncológica de Hackensack, donde hacían descuento y el enfermo no tenía que bajarse del coche.
—El viernes. Creo que el viernes.
Era lunes.
—Me voy para allá esta noche. Tendrás seguro, supongo.
—No es tan urgente. El cáncer de próstata no es como el bambú. No voy a morirme esta noche.
Ya había mirado mis papeles de la Blue Cross, considerando la posibilidad de no sobrevivir a aquella noche.
—¿Se lo has dicho a mamá?
Me imaginé charlando con Ann y diciéndoselo; un «a propósito» durante uno de nuestros encuentros para tomar café. No le interesaría mucho, puede que cambiara de tema: ¿Ah, sí? Pues qué pena, hummm. Los divorciados —las parejas divorciadas hace mucho, como Ann y yo— no manifiestan excesivo interés por las dolencias mutuas.
—¿Se lo has dicho a Sally?
Me dio la impresión de que Clarissa estaba anotando cosas: papá…, cáncer…, grave. Suele utilizar post-its amarillos.
—No tengo su número —mentí. Tenía un cuarenta y cuatro sólo para emergencias, pero nunca lo había usado.
—No se lo vamos a decir a Paul todavía, ¿vale? Se pondrá raro. —No era necesario puntualizar que ya lo era—. Una chica de mi clase de teoría me puede llevar hasta Neptune. Tendrás que ir a recogerme.
—Puedo acercarme hasta allí.
—Te llamaré cuando vaya a salir.
—Estupendo. —No era ésa la palabra que quería decir. Ah, no; ah, no; nooo: eso es lo que quería haber dicho pero naturalmente no dije—. ¿Qué vamos a hacer?
—Algunas comprobaciones.
Oí que rompían papeles donde ella estaba; luego, en la otra línea se empezó a oír: clic-clic, clic-clic, clic-clic. Alguien más reclamaba su atención.
—¿Qué pasará con tus clases?
Hizo una pausa. Clic-clic.
—¿Es que no quieres que vaya?
No estaba desesperado, pero de pronto me sentí como un condenado a muerte. Mi manera —la fácil— me había parecido la buena. La suya, el procedimiento de la funcionaria judicial, estaba llena de penalidades, después de las cuales nada habría mejorado mucho. ¿Qué sabe de cáncer de próstata una chica de veinticinco años? ¿Le han enseñado algo de eso en Harvard? ¿Puede buscar la curación en Google?
—No es eso. Me alegro de que vengas.
—Bueno.
—Gracias. En realidad siento un gran alivio.
El corazón, para mi edad, me había vuelto a la normalidad. Estaba sonriendo, como si la tuviera justo delante de mí.
—Que no se te olvide ir a recogerme. Piensa en Neptune.
—Me acordaré. Jack Nicholson es de Neptune. Tengo cáncer, pero todavía me funciona la cabeza.
Clarissa vino a casa aquella misma noche y dos días después fue a Gotham con el LeBaron de Sally y se trajo diez cajas azules de leche llenas de ropa, libros, unos patines, una caja de discos compactos, un equipo Bose de sonido y unas cuantas fotografías enmarcadas: Cookie con Wilbur y ella, Cookie conmigo frente a un restaurante marroquí que yo no recordaba, su hermano Paul unos años más joven en casa de Hinckley, el marido de su madre, en Deep River, un grupo de chicas, altas y sonrientes, del equipo de remo de su facultad. Las colocó en la habitación de invitados, que tiene vistas a la playa. Cookie apareció el jueves en su Rover verde, reluciente como un diamante, y anduvo por la sala de estar fumando cigarrillos ovalados, inquieta y tratando de ser simpática. Sabía que algo malo estaba a punto de sucederle, pero no quería llegar a ciertos extremos.
Cuando se marchaba, salí a acompañarla al coche. Clarissa y ella se habían despedido en el piso de arriba. Mi hija no había bajado. La historia era que aquello duraría hasta que yo volviera a levantar cabeza. Aunque la llevaba alta.
Como ya he dicho, Cookie es una preciosidad que hace rechinar los dientes: menuda y algo rellenita, con una densa y larga melena negra teñida de caoba, ojos negros, brazos y piernas del color de las nueces, piel de seda, facciones redondas del Cercano Oriente (pese a su ADN de yanqui del este), labios carnosos de color ciruela, un trasero importante y anchas cejas sin depilar. No el tipo de lesbiana habitual, a mi entender. En algún momento de su vida, se había hecho en la piscina una herida diminuta, suave como una pluma, en la comisura izquierda de la boca que parecía un lunar y siempre me llamaba la atención. Llevaba un minúsculo diamante incrustado en la oreja derecha, y tenía un discreto tatuaje de un corazón con Clarissa dentro en el dorso de la mano izquierda. Hablaba en tono cortante, bursátil, entrenado para pronunciar palabras no negociables con toda soltura. Es miembro de la Log Cabin Republicans,[28] me juego lo que sea.
Cookie me cogió del brazo y nos quedamos sin decir nada en la grava del camino de entrada. Las golondrinas piaban entre la brisa de agosto, que había traído el rumor del mar y una pálida luz oceánica en torno a la fachada que daba a tierra. Un dulce aroma mentolado habitaba su blusa de seda azul y sus pantalones blancos de lino. Sentía el peso de su pecho en el codo. Le encantaba darme esa pequeña conmoción. Y en vista de las circunstancias yo estaba desde luego encantado de aquel leve estremecimiento. Al día siguiente iba a ver a los médicos.
—Estoy bastante bien, teniendo en cuenta lo que me pasa —declaró Cookie con su voz cortante como un cuchillo—. ¿Cómo se encuentra usted, señor Bascombe?
Nunca me tuteaba.
—Estupendamente —dije. No quería reflexionar sobre eso.
—Vaya, qué bien. Mi amiga me ha dicho adiós por un tiempo. Usted tiene cáncer. Pero los dos nos encontramos perfectamente.
Ésa era, desde luego, la forma en que las mujeres, los hombres, niños y animales domésticos de su familia explicaban y valoraban allá en Maine cualquier giro importante de la vida: unas palabras secas, cromadas, indiferentes para aceptar que el mundo era una mierda y siempre lo sería, pero qué diantre.
Me pregunté si Clarissa estaría asomada a una ventana del piso de arriba, observando cómo manteníamos nuestra rápida charla.
—Tengo esperanzas —dije, sin convicción.
—Me parece que iré a nadar al River Club —anunció ella.
Y luego me emborracharé. ¿Qué va a hacer usted?
Me apretó el brazo contra su costado, como si fuera un venerable tío suyo. Estábamos junto al Rover. Tenía su nombre grabado en la puerta del conductor, con rubíes probablemente. Mi desvaído Suburban rojo estaba encorvado junto a la casa como uno de esos cacharros de los dibujos animados. Admiré la profunda y compleja banda de rodamiento de los Michelins de Cookie: una forma de prolongar el momento de tener el brazo apretado contra su nada desdeñable pecho. Si Cookie me hubiera hecho el más leve gesto de invitación, me habría metido con ella en el coche, en dirección al River Club, y posiblemente nadie habría vuelto a saber de mí. Lesbiana o no. Padre de su amiga o no. El mundo está lleno de parejas aún más raras.
—Tengo una buena novela para leer —le dije, aunque era incapaz de recordar el autor ni el título ni de qué trataba ni de por qué había dicho eso, porque no era cierto. Sólo estaba pensando que era una chica formal, enternecedora e inolvidable. No podía concebir que Clarissa la dejara marchar. Yo habría vivido con ella para siempre. Al menos eso pensaba aquella mañana.
—¿Se ha deshecho ya de las acciones de Semiconductores Pylon?
—Mañana lo haré —dije, asintiendo con la cabeza. Aprieta, aprieta, aprieta el brazo, apriétame, el brazo.
—No se olvide. Sus trimestrales están muy por debajo de lo previsto. Habrá cambios en el departamento de riesgos financieros. Será mejor que se dé prisa.
—No. Sí.
Wilbur, el acongojado weimaraner, estaba en el asiento de atrás, mirándome con sus ojos amarillentos. Habían dejado las ventanillas abiertas, para que se sintiera cómodo.
—Usted sabe que yo quiero a Clarissa, ¿verdad? —dijo. Estaba empezando a apreciar su modo de hablar, semejante a una sierra circular.
—Lo sé.
Se estaba apartando. Se me acababa la cosa.
—Nada es fácil ni sencillo. ¿No le parece?
—No que yo sepa. —Le sonreí. ¿Se puede querer a alguien durante tres minutos?
—Lo que necesita ahora es un contexto. Le viene bien estar aquí con usted.
Contexto era otro de sus términos polivalentes de Harvard.
Como sugerente. Para la gente de mi edad esa palabra tenía otro significado. Para mi cuartil, el contexto era lo primero que se perdía cuando empezaba la batalla. No me gustaba mucho ser un contexto; aun cuando lo fuera.
—¿Dónde está tu padre? —le pregunté.
Según mis noticias, su padre era tan rico como un jeque, y alguna vez, en algún sitio, había hecho cosas turbias y sin complicaciones para la CIA. Cookie no lo tenía en buen concepto, pero sentía devoción por él. Otro padre imposible dentro de una larga serie.
La mención del pater hizo que su cerebro se llenara de destellos, y me lanzó una sonrisa seductora.
—Está en Maine. Es pintor. Mamá y él se separaron.
—¿Eres su contexto?
—Peter cría airedales, construye barcos de vela y tiene una novia judía, bastante joven. —La quiniela perfecta—. Así que probablemente no.
Sacudió la fragante melena, pulsó un botón de la llave del coche, y las cerraduras del Rover se pusieron bruscamente en posición de firmes, los pilotos traseros saludando con sus destellos. Wilbur meneó el nudoso rabo.
—Espero que se mejore —me deseó al subir. Observé el fantasmal contorno de sus braguitas a través de los pantalones blancos, la desgarradora ensenada de su trasero duro como una silla de montar. Me sonrió desde la cápsula de piel del asiento del conductor —la estaba mirando como un idiota, por supuesto—, luego alzó la vista hacia la casa, como si en una ventana hubiera un rostro murmurando palabras que le infundieran ánimo: Vuelve, vuelve. No conocía muy bien a Clarissa.
—Tengo esperanzas, recuérdalo —dije, más a Wilbur que a ella.
Se puso unas voluminosas gafas negras, se abrochó el cinturón de seguridad y sacudiendo los pies se quitó las sandalias para tener mejor agarre en los pedales de un vehículo deportivo para ricos más apropiado para el Serengueti que para la lisa superficie de Parkway.
—¿Por qué es tan raro todo esto? —quiso saber, y parecía apesadumbrada, incluso detrás de las gafas reflectantes—. ¿No es extraño? ¿No le parece raro?
Reflejado en sus gafas italianas se veía a lo lejos a un hombre diminuto, pálido, remoto y curvo; insignificante con sus estridentes bermudas a cuadros de color rosa y una camiseta roja que llevaba estampadas en blancas mayúsculas la palabra Realty-Wise. Giró la llave de contacto, sacudió la melena.
—Es un poco extraño —reconocí.
—Gracias. —Sonrió, los codos sobre el volante. Fruncir las cejas y sonreír no estaban a mucha distancia en su repertorio, y hacían juego con su voz—. ¿Y por qué?
Wilbur le acarició la oreja con el hocico desde el asiento de atrás. Habían puesto una manta de cuadros; atendiendo a su comodidad, también. Cookie cerró la puerta y sacó el brazo por la ventanilla, de modo que alcancé a ver el corazón con el nombre de mi hija tatuado en el dorso de su gordezuela manita.
—Territorio inexplorado —dije sonriendo.
Una sola y límpida lágrima se desprendió temblorosa de la montura de sus gafas.
—Ahhh.
Puede que acabara de verse el tatuaje.
—Pero no pasa nada. Que sea territorio inexplorado es un hecho positivo. Te lo digo yo.
En caso de que no me hubiera dejado acostarme con ella en el River Club, la habría adoptado con mucho gusto.
—Lástima que no sea usted mi padre.
Lástima que no seas mi mujer, me pasó fugazmente por la cabeza. No habría estado bien decirlo, aunque fuera verdad. Ella tenía que haber estado con Clarissa, igual que yo debía haber estado con Sally. En mi vida había centenares de sitios donde debía haber estado cuando no estaba.
Debió de creer que estuvo acertada en su última afirmación, porque cuando guardé silencio, allí de pie, lo único que dijo fue:
—Sí.
Dio unas palmaditas a Wilbur en la cabeza, que él había apoyado en su hombro, puso en marcha el enorme Rover —el silenciador tan afinado como una toccata para órgano de Brahms— y empezó a avanzar por el camino de entrada de mi casa.
—No se olvide de vender sus Pylon —me recomendó, sacando la cabeza por la ventanilla, limpiándose la lágrima con el dedo pulgar mientras dejaba atrás la gravilla y desaparecía por Poincinet Road.
Lo que hizo Clarissa —mientras yo, inquebrantablemente, me iba el martes a la oficina de Realty-Wise, enseñaba dos casas, realizaba una tasación, incorporaba una casa al catálogo, asistía a la firma de unas escrituras y en general me comportaba como si no tuviera cáncer de próstata, sólo un poco de indigestión— fue acometer «mi situación» como un general cuyas tropas han sufrido un ataque por la retaguardia mientras dormían y que ahora debe replicar con todas sus fuerzas si no quiere enfrentarse a una larga e incierta campaña, cuyo resultado, debido al desgaste, la insubordinación y la baja moral de los soldados, será una inevitable derrota.
Vestida con unos anchos pantalones cortos de gimnasia y una desvaída camiseta de Beethoven, se llevó el portátil al comedor, lo instaló sobre la mesa de cristal frente a las puertas ventanas que se abrían al mar y simplemente empezó a buscar por el mundo entero todo lo que guardara relación con lo que yo «tenía». Se pasó toda la semana, incluido el viernes, investigando, haciendo clic aquí, imprimiendo aquello, escribiéndose con enfermos de cáncer de Hawai y Oslo, hablando con amigos cuyos padres se habían encontrado en mi situación, esperando a que le pasaran comunicación con líneas directas en Atlanta, Houston, Baltimore, Boston, Rochester, e incluso París. Lo que pretendía, me dijo, era tener en su «protocolo» la mayor cantidad de datos posible en aquellos primeros días cruciales para trazar y poner en práctica un plan de batalla claro y fiable que disipara la ansiedad, y lo único que tenía(mos) que hacer era dar el primer paso y el resto se arreglaría por sí solo, igual que nos gustaría que pasara con todo lo que hacemos: casarnos, comprar un coche de segunda mano, tener hijos, elegir carrera, preparar el entierro, cortar el césped. A la una menos cuarto volvía yo de la oficina con un estado de ánimo difuso, aunque ligeramente en alza, armado con un recipiente de bisque de cangrejo, una ensalada Caesar o unos sándwiches de Luchesi, comprados en la avenida Noventa y ocho. Nos sentábamos entre sus papeles y, frente al ordenador, almorzábamos con agua mineral y repasábamos todo lo que ella había averiguado desde que yo había salido de casa —deprisa y corriendo, desde luego— cinco horas antes.
Yo era demasiado joven, resolvió ella, para esa «vigilante espera» en la que el paciente llega a un acuerdo kafkiano con el destino según el cual la enfermedad avanzará despacio (o no hará progreso alguno), la vida normal se reanudará fantásticamente, muchos años pasarán de manera triunfal, hasta que cualquier otra cosa te liquide de pronto como un francotirador (te atropella un autocar de turistas; se te gangrena el dedo gordo del pie) antes de que esto de ahora acabe contigo. Eso es estupendo para los que tienen setenta y cinco años y viven en Boynton Beach, pero no para los que tenemos cincuenta y cinco, cuyo mismísimo vigor es el enemigo que acecha por dentro y en quienes la enfermedad tiende a cebarse como una hiena.
—Tienes que hacer algo —dijo Clarissa mientras comía su sándwich muffaletta con salchichón y pimiento.
Me miró —a su trémulo padre— como una seductora estrella de cine en el papel de hija rebelde, normalmente distante pero asustada, cumpliendo sólo esta vez con su deber filial hacia un progenitor a quien no ha visto en decenios, que ahora se encuentra en apuros, y que interpreta un joven Rudy Vallée en un raro papel serio.
Una segunda opinión no era algo facultativo; se hacía y ya está, explicó, chupándose la punta de los dedos. Aunque, añadió (Beethoven fulminándome con la mirada, leonina), un historial alimentario que incluía «montones de productos lácteos» y multitud de esas divertidas salchichas en forma de torpedo se contaban indudablemente entre los muchos «elementos tóxicos coadyuvantes», además de muy poca cantidad de tofu, té verde, fibra y semillas de lino. «La literatura», dijo con total naturalidad, dejaba claro que contraer cáncer a mi edad era una «función» (otra de las palabras prohibidas) de la perniciosa forma de vida occidental y constituía una «especie de brújula» para la vida moderna y los trepidantes años noventa sintonizada con el mercado bursátil, la CNN, la congestión del tráfico y demasiada testosterona en el torrente sanguíneo nacional. Bla, bla, bla, bla. Los chinos, afirmó, nunca tienen cáncer de próstata hasta que se van a vivir a Estados Unidos, cuando se suman a la alegre cabalgata. Mike, en realidad, corría ahora mucho más riesgo que yo, puesto que llevaba más de diez años viviendo —y comiendo— en Nueva Jersey. No se creería una palabra de esto, le dije, y con sólo pensarlo estallaría en gritos y carcajadas.
Miré con añoranza al brillante mar de verano, por cuyo horizonte navegaba un buque de contenedores, posiblemente cargado con testosterona, y que parecía no moverse en absoluto, sólo estar allí. Entonces lo imaginé lleno de todos los alimentos prescritos que jamás había comido —yogur, semillas de lino, trigo entero, leche de cardo—, pero incapaz de venir a tierra debido al embargo americano. Ven a puerto, ven a puerto, le dije en silencio. Ahora voy a portarme bien.
—¿Quieres saber cómo funciona todo? —me preguntó Clarissa, como si fuera un mecánico de frenos.
—No me interesa mucho.
—Es una reacción en cadena —prosiguió ella—. Células escasamente diferenciadas, células sin fronteras delimitadas, se precipitan en una especie de expansión descontrolada.
—No parece nada nuevo.
—Estoy hablando metafóricamente. —Inclinó la barbilla de esa forma suya que indica que habla en serio, clavando en mí sus acusadores ojos grises—. Tu próstata es efectivamente del tamaño de un segmento de Tootsie Roll,[29]y tus células nocivas, según revela la biopsia, están en el medio, en buen sitio. —Sorbió aire por la nariz—. ¿Quieres saber exactamente cómo se produce una erección? Es verdaderamente asombroso. Físicamente, parece inverosímil. En el libro se refieren a ello como un «fenómeno vascular». ¿No es gracioso?
Miré fijamente al otro lado de la mesa queriendo saber cómo decir «basta» sin dar un grito, porque entonces no le habría transmitido todo el agradecimiento que sentía.
—Es interesante —continuó, bajando la vista hacia sus papeles, como si buscara uno en concreto para enseñármelo—. Probablemente nunca has tenido problemas con tus fenómenos vasculares, ¿verdad?
—No muy a menudo.
No sé por qué decidí decir eso, aparte de porque era verdad. Todo lo que decíamos ahora era extrañamente cierto.
—¿Sabías que puedes tener un orgasmo sin erección?
—Ésos no quiero tenerlos.
—Las mujeres sí, más o menos —repuso ella—, aunque eso no te interese mucho. Con los hombres, de lo que se trata es de dureza; con las mujeres, de lo que se trata es de sentir las cosas. —De lo que se trata: otra expresión de la lista proscrita—. No es que resulte difícil elegir, en realidad.
—Esto no me hace ninguna gracia —declaré, absolutamente intimidado.
—No, no la tiene. Sólo son mis deberes. Mi trabajo de laboratorio para la clase de responsabilidad filial —concluyó Clarissa sonriéndome con indulgencia, después de lo cual volví a la oficina completamente aturdido.
Al día siguiente, volvimos a almorzar juntos, y Clarissa, vestida entonces con un desvaído polo del River Club y pantalones caqui que le daban un aspecto desenfadado y eficiente, me informó de que en principio ya lo tenía todo calculado. Podíamos poner en práctica un plan para que cuando el viernes volviera a Haddam a la Clínica Urology Partners y me informaran de los diversos tratamientos, tuviera «todos los triunfos en la mano».
Hopkins y Sloan Kettering eran clínicas de primer orden, pero los especialistas de Mayo, en Rochester, eran una verdadera joya. Eso decían las clasificaciones informáticas, un libro que había leído por la noche y una amiga de Harvard cuyo padre estaba en Hopkins pero le gustaba Mayo y que probablemente podría meternos allí en un abrir y cerrar de ojos.
Las perspectivas, en su opinión, eran bastante buenas. Mi grado Gleason era relativamente bajo, mi estado de salud general era bueno, el tumor estaba situado de tal manera que los implantes de semillas de yodo radiactivas, recubiertas por cápsulas de titanio, podría ser el «mejor plan» si los médicos de Mayo daban el visto bueno. Hacer que me «lo arrancaran todo», me dijo (y en ese punto su mirada se fijó en el sándwich de berenjena rebozada que yo no había podido tragar), era preferible en el sentido filosófico de que no tener transmisión es mejor que seguir con un cacharro viejo que podría explotar. Pero los efectos secundarios de una solución «radical» suponían «ajustes en el estilo de vida y una posible discapacidad» (pañales de adulto, posiblemente una línea plana en cuanto a fenómenos vasculares). En sí mismo, el procedimiento era tolerable, aunque drástico, y al final la vida no se prolongaría mucho más, mientras que la cuestión de la «calidad de vida» podría ser «problemática».
—La curación compensa los efectos secundarios —afirmó, mordisqueándose el labio inferior. Me miró desde el otro lado de la mesa con aire de no estar disfrutando mucho de la conversación. Ya no se trataba de un trabajo de laboratorio, sino de palabras que arrojaban una luz incierta sobre el futuro de otra persona y en tiempo real, como suele decirse. Y añadió—: ¿Por qué no emprendes el camino más fácil, si puedes? Es lo que yo haría.
Como siempre, la mejor salida no es por la calle de en medio.
—¿Implantan semillas? —pregunté, confuso y contrariado.
—Implantan semillas —confirmó Clarissa, leyendo de una hoja que había impreso—. Que son del tamaño de semillas de sésamo, y ponen alrededor de noventa, con anestesia general, mediante agujas de acero inoxidable. Mínimo trauma. Estás dormido menos de una hora y el mismo día te puedes ir a casa o a donde quieras. En esencia, lo que hacen es bombardear las células del puto tumor sin tocar el tejido. Las semillas se quedan ahí para siempre pero al cabo de tres meses se vuelven inertes. Una vez ahí dentro, producen algunos efectos secundarios de menor importancia. Puedes ir más veces a mear durante una temporada, y a lo mejor te duele un poco. No debes dejar que los niños se te sienten encima, al principio, y has de procurar no toser ni estornudar fuerte, porque puede suceder que una pepita de ésas te salga disparada del pene, lo que supongo que no será una delicia. Pero no desencadenarás la alarma en el aeropuerto, y hay un mínimo riesgo para los animales de compañía. No contagiarás a nadie cuando tengas relaciones sexuales —de las incluidas en la lista restrictiva—. Lo más probable es que no te quedes impotente ni incontinente. Y lo más importante —guiñó los ojos mirando al papel, como si se le nublara la vista, y se rascó con un dedo la densa cabellera por encima de la frente—, eso no afectará al núcleo de tu virilidad, y contarás con la posibilidad de que en diez años estés curado del cáncer. —Alzó la cabeza y apretó con fuerza los labios para formar una línea, como si todo aquello no hubiera sido necesariamente muy agradable, pero ya estaba hecho. Cogió un trozo de berenjena, se lo llevó resueltamente a la boca y añadió—: Si quieres, iré contigo a Mayo. Podemos mantener una relación de padre e hija, mientras te inyectan semillas radiactivas en la próstata.
—No creo que eso sea tarea de una hija —repuse. Ya había decidido hacer lo que ella dijera. A una hija tampoco le correspondía hablar con su padre de disfunciones e incapacidades. Pero en eso estábamos. ¿Quién más querría que me ayudara? ¿Y quién iba ayudarme?
—Vale —concluyó Clarissa en tono cordial—. No me importa, de verdad. No sé de qué tendrá que encargarse una hija. —Masticó la berenjena sin dejar de mirarme, apoyada en sus huesudos codos. Parecía una adolescente comiéndose una lacia patata frita. Eructó en silencio y pareció sorprenderse—. Sería estupendo que la esposa estuviera presente. Pero eso es otro guión, me temo. El matrimonio es una forma extraña de expresar amor, ¿verdad? Me parece que yo no lo voy a probar.
En aquel instante, pensé en «la esposa» como suele hacer la gente en las películas pero casi nunca en la vida real. Normalmente no pensamos absolutamente nada en esos momentos de calma chicha, o todo lo más en cambiar los neumáticos o comprarnos una nueva tira de sellos. A los escritores, sin embargo, les gusta exprimir esos momentos para impresionar al lector cuando es más vulnerable. En lo que yo pensé en realidad, sin embargo, fue en Sally: sentada a aquella misma mesa de cristal en junio pasado, mientras el ardiente sol se reflejaba en el agua y los bañistas estaban inmóviles entre las olas de la orilla, pensando en meterse. Un pequeño biplano había pasado zumbando frente a la playa, tirando de un ondeante anuncio que decía CHICAS DESNUDAS – METEDECONK 35 NJ. Yo tenía el New York Times abierto y doblado por la página de deportes y estaba leyendo por encima un artículo sobre una victoria de los Lakers, antes de pasar a las necrológicas. Era la mañana en que Sally me anunció que se marchaba a Escocia con su ex marido, presuntamente fallecido mucho tiempo atrás, Wally, que extrañamente había venido a visitarnos una semana antes. Me quería, me aseguró, y siempre me querría, pero le parecía «importante» (hay ahora tantas palabras dudosas como ésa) acabar «una cosa» que ella había empezado: su osificado matrimonio, que yo creía muerto y enterrado. Al parecer, según dijo, yo «no la necesitaba tanto», y «dadas las circunstancias» (siempre traicioneras) era peor estar con alguien que no te necesitaba que dejar que otra persona que quizás sí te necesitaba se quedara sola: por ejemplo, Wally, un chico que efectivamente fue compañero mío en la academia militar pero que nunca había visto hasta que se presentó en mi casa. En otras palabras (pronunciadas por mí), quería a Wally más que a mí.
Me quedé callado mientras Sally decía otras cosas, preguntándome de dónde coño se había sacado que no la necesitaba, y qué significaba «necesitar» cuando se negaba la «necesidad» de otra persona.
Entonces rompí a llorar. Pero se marchó de todos modos.
Y eso fue todo: justo en la mesa donde Clarissa dijo que me acompañaría a la Clínica Mayo para que me dieran radiaciones en la próstata y (como suele decirse) «con suerte» me salvaran la vida.
—Tengo entendido que una excursión al sur de Red Wing a lo largo del Mississippi es maravillosa en verano —anunció Clarissa, de pie, echándose mi almuerzo en su plato.
—¿Cómo has dicho?
Por muchas razones, tenía la cabeza revuelta: la asimilación de las circunstancias, su ofrecimiento, la marcha de Sally, la vista sobre la playa de Sea-Clift, la idea de Red Wing, mi recién definida condición física y las posibilidades de supervivencia, requerían desesperadamente mi atención.
—Estaba pensando en lo que podría hacer mientras estás en el hospital. He mirado Minnesota en Internet. —Sonrió con esa preciosa sonrisa que con toda seguridad hundiría mil barcos, pero que ahora salvaba el mío—. Minnesota está muy bien. En verano, en cualquier caso.
—Lo siento, cariño. No estaba prestando atención —me disculpé, alzando la cabeza y sonriéndole.
—No te lo reprocho —repuso Clarissa, moviendo sus largos huesos y estirándose a la luz del sol que el cielo de agosto derramaba sobre nosotros. Extrañamente, y por un instante, me sentí contento por todo lo que me rodeaba. Y añadió Clarissa—: Si me hubieran dicho a mí lo que acaban de decirte a ti, yo tampoco prestaría mucha atención.
Y así fue finalmente como se decidió todo.