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Me detengo frente al semáforo en rojo en la esquina de Franklin y Pleasant Valley, con el Suburban oliendo a humedad y calentándome los pies con el desempañador al máximo, el día ya definitivamente lúgubre. Las ráfagas de viento hacen que el semáforo colgante parpadee, gire y se balancee. La lluvia barre la calle. El termómetro del coche dice que la temperatura exterior ha descendido a dos grados, y dentro de las casas han encendido las luces. Los haddamitas se están poniendo a cubierto, sujetándose el sombrero a la cabeza. Los primeros colonos están recogiendo en la plaza. Es la una de la tarde.

Comer algo y mear en algún sitio son ahora las prioridades, y tuerzo por Pleasant Valley hacia el Hospital Haddam Doctors, que se ha convertido en mi sitio preferido para almorzar solo desde que me marché de aquí; a pesar de ser el triste escenario de las últimas horas de mi hijo, hace ya tanto tiempo. Resulta extraño, lo reconozco, comer en un hospital. Pero no es más raro que pagar la factura de la luz en el supermercado Grand Union, o que adquirir la nueva fosa séptica donde se encargan las criptas. La forma no depende necesariamente de la función. Además, no resulta nada raro si se come bien.

Hace unas décadas, cuando llegué a Haddam, se podía comer un bocadillo de carne con queso fundido de primera calidad en una pequeña cafetería con asientos de plástico, cromados, cristaleras y fotografías enmarcadas, presidida por viejos ciudadanos que no te dirigían la palabra porque eras forastero. E incluso había un local en un sótano, una tasca italiana de paredes rojas que servía manicotti y pargo fresco, donde te llenabas la barriga, leías el periódico y encima te salía barato. Los polis iban a comer allí, igual que los profesores, los libreros de viejo y aquel legendario entrenador del equipo de béisbol del Instituto de Haddam, que una vez tomó café con los Red Sox y que se acercaba por allí con su uniforme azul y blanco para tomarse un vodka doble y fumar un cigarrillo antes del entrenamiento vespertino.

Entonces me encantaba esto. La ciudad tenía esa agradable tranquilidad, mediocre e impersonal, que placía al antiguo viajante de comercio sin verdadera prisa por llegar a parte alguna. Todo eso ha desaparecido. Ahora te ves obligado a ir a un «restaurante» excesivamente caro o ponerte a la cola en el Garden of Eatin’ Health Depot detrás de madres con cochecitos de niño y ropa de marca que están inquietas por si el ceviche romano contiene algún pescado incluido en la lista de especies protegidas o por si el café viene de un país que está entre los cien denunciados por Opresión Global. De manera que cuando consigues la comida, estás más que dispuesto a liarte a puñetazos con quien sea; aparte de que ya no tienes hambre.

En Haddam Doctors, en cambio, los extraños son siempre bienvenidos, se aparca fácilmente en el sitio destinado a los visitantes y es estilo cafetería, de manera que no hay que esperar. No se come con desalmados cubiertos de plástico. Todo está inmaculado; las mesas, limpias con productos antibacterianos en un tiempo récord. En el amplio comedor verde manzana reina un agradable ambiente de comedor de empresa, de gente formal con cosas serias en la cabeza. Y preparan y sirven la comida unas negras pechugonas, mullidas, sonrientes y correctas, vestidas con un uniforme de rayón rosa, que siempre echan un hueso de jamón a las judías blancas y hacen la empanada de carne de manera que resulta más apetitosa fría que caliente, de modo que uno vuelve al coche con la sensación de haber tenido una experiencia humana y no institucional. Los maridos de las cocineras van a comer allí: una señal que no admite dudas.

En el almuerzo, se comparte la mesa con algún anciano caballero cuya mujer está ingresada para unas pruebas, o con una joven pareja preocupada que tienen allí a su hijo para unos estiramientos de espalda, o simplemente con un ciudadano corriente como yo que ha ido a comer para hacer un alto en sus actividades. Sonrisas comedidas pero comprensivas es en realidad lo único que se comparte. («Todos tenemos nuestras penas, ¿para qué parlotear sobre ellas?»). Nadie se sincera ni da rienda suelta a los sentimientos (se corre el riesgo de lamentarse ante algún pobrecillo que está peor que uno). Médicos con bata blanca y enfermeras de cofia almidonada se sientan juntos frente a las ventanas, charlando tranquilamente mientras las familias los miran expectantes, preguntándose si será ése y si podrían interrumpirlo sólo un momento para consultarle sobre el electrocardiograma del abuelo Basil. Pero no pueden. Reina un decoro señorial. De cuando en cuando, entre el tintineo de la comida y el rumor de la supervivencia, se produce un estallido de carcajadas extranjeras, seguidas de unas palabras en turco y proferidas por los celadores de pantalones azules. Aparte de eso, todo es perfecto. (Curiosamente, en Mayo no hay ese ambiente positivo; sólo un sobrio comedor de diseño ergonómico y color terroso donde los pacientes se miran lánguidamente unos a otros mientras picotean su gelatina verde con sabor a fruta).

Además, en Haddam Doctors, si alguien sufre un ataque epiléptico, o se atraganta con un cubito de hielo o la carne del estofado, recibe toda la asistencia posible: especialistas en practicar la maniobra de Heimlich, desfibriladores montados en la pared e inyecciones de Torazina en los bolsillos de las enfermeras. Cuando Ralph estaba ingresado y su madre y yo pasábamos día y noche en el hospital, lo más indecoroso que vi fue a un individuo que apareció desnudo, un banquero que había sufrido un revés en la crisis de la S&L y acabó en el psiquiátrico, de donde hizo una breve pero espectacular escapada (con el tiempo, prosiguió sus actividades en otro banco).

Sin embargo, cuando me dirijo al Aparcamiento A de Visitantes, poco después de la una, veo que en el hospital está pasando algo que no es normal. Los grandes ventanales de la cafetería —frente a los cuales suelen sentarse médicos y enfermeras— están a punto de quedar completamente tapados con planchas de contrachapado, y han precintado la parte delantera con una cinta amarilla. Varios guardias uniformados y agentes de paisano de la policía de Haddam, con la identificación colgada al cuello con un cordón, están de pie a la intemperie, tomando notas, haciendo fotografías y en general reconociendo el terreno. La hierba húmeda está salpicada de cristales rotos, y se ven ladrillos, esquirlas de aluminio y trozos de material de aislamiento hasta en el aparcamiento de visitantes. Coches patrulla y de bomberos, con los intermitentes destellando, están aparcados de cualquier manera en torno al aparcamiento de los médicos y la entrada de urgencias, además de dos furgonetas de cadenas de televisión. Un hombre y una mujer con las letras ATF[17] escritas en la espalda del impermeable hablan con un hombre corpulento que lleva un casco blanco y un chaquetón de bombero. Policías con impermeable amarillo trazan cuidadosamente el contorno de pequeños montones de escombros con un rociador de pintura, mientras otros con guantes quirúrgicos y algo parecido a unos fórceps recogen pruebas que guardan en bolsitas de plástico y luego introducen en bolsas negras de basura sujetas por otros polis.

En las cuatro plantas del hospital hay caras asomadas a las ventanas, mirando hacia abajo. Dos agentes con armas automáticas y uniforme negro del grupo especial de operaciones están al borde de la azotea como guardias de una cárcel, observando cómo van las cosas abajo.

No sé lo que puede haber pasado. Nada bueno. Eso seguro.

De pronto, un clac-clac en la ventanilla del pasajero me da un susto de muerte. Un rostro de mujer, redondo e inquisitivo, con una gorra de policía cubierta con un plástico y calada hasta las cejas, me mira a través del cristal, a la altura de mis ojos. Una descomunal linterna negra surge en la parte de arriba de la ventanilla, su duro reborde metálico tocando el cristal, el foco apuntando por encima de mi cabeza. Se mueven los labios de ese rostro, dicen algo que no alcanzo a oír, luego una mano de dedos gordezuelos hace un pequeño movimiento circular, indicándome que baje la ventanilla, lo que hago de inmediato, dejando entrar una ráfaga de frío.

—Hola —dice la mujer desde fuera. Sonríe para no dar la impresión de amenazarme oficialmente—. ¿Qué tal le va, señor?

Su pregunta sugiere que me va muy bien y que ella está deseosa de que se lo diga. Tiene la visera de la gorra salpicada de gotas de lluvia y las mejillas relucientes de humedad.

—Estupendamente —contesto—. ¿Qué ha pasado?

—¿Podría decirme lo que ha venido a hacer aquí, señor?

Parpadea. Es una mujer gruesa, con cara de torta, y aparenta unos cuarenta años aunque probablemente tenga veinticinco. De dientes blancos y menudos, sus labios son finos y no están acostumbrados a sonreír salvo de manera oficial. Sin duda ha patrullado mucho por algún sitio y tiene práctica en mirar por la ventanilla de los coches, aunque su actitud no es alarmante, sólo muestra determinación. No estoy haciendo nada ilegal: quiero comer. Aunque también tengo una imperiosa necesidad de echar una meada.

—Sólo he venido a almorzar —digo con una sonrisa, como divulgando un secreto.

Sus lisas facciones no se alteran, la mujer policía se limita a analizar la información.

—Esto es un hospital, señor.

Recorre con la mirada las cuatro plantas del Haddam Doctors y su fachada de ladrillos, como para asegurarse de que está en lo cierto. Sobre su impermeable amarillo hay una etiqueta de identificación con el nombre de Bohmer sobre una chapa troquelada de policía de color negro. En el hombro izquierdo lleva un micrófono sujeto con velero para que pueda hablar sin dejar de apuntarte con la pistola.

Sé que es un hospital, señora, estoy tentado de decirle; mi hijo murió aquí.

—Sé que es un hospital —digo en cambio, animadamente—, pero la cafetería es un sitio fenomenal para comer.

La sonrisa de la agente Bohmer renuncia a una parte de su determinación y se vuelve agradable y condescendiente. Comprende ahora que soy uno de esos tipos que van a almorzar al puto hospital, que se pasan el día en la biblioteca hojeando revistas de Popular Mechanics, libros ilustrados de la Segunda Guerra Mundial y fotos de nativas con las tetas al aire en la National Geographic. Los individuos que no encajan. Nos tiene calados. Somos inofensivos si se nos ata corto.

—¿Qué ha ocurrido ahí dentro? —pregunto de nuevo, mirando hacia la actividad policial, y luego otra vez a la agente Bohmer, cuyos ojos de novilla han vuelto a fijarse en mí. El aire de la calle me enfría las manos y la cara. Crepita el micrófono que lleva en el hombro, pero ella no hace caso.

—Repítame, señor, lo que ha venido a hacer aquí —me dice en su tono retraído. Echa una mirada al asiento de atrás, donde tengo dos carteles de Realty-Wise que llevo a la oficina.

—He venido a almorzar. Hace años que como aquí. La comida es buena. Se lo recomiendo.

—¿Dónde vive usted? —inquiere, mirando los carteles.

—En Sea-Clift. Aunque he vivido aquí.

—¿Ha vivido en Haddam? —me dice, volviendo a mirarme.

—Me dedicaba a vender propiedades. Ahora tengo mi propia agencia en la costa. Realty-Wise.

—¿Y cuánto tiempo lleva viviendo allí?

—Ocho años. Más o menos.

—¿Y ha vivido aquí antes?

—En Cleveland Street. Y antes en Hoving Road.

—¿Puedo echar un vistazo a su permiso de conducir?

La agente Bohmer es la viva imagen de la resolución y la paciencia femeninas. Alza la cabeza y mira por encima del capó del Suburban, calculando la rapidez con que un compañero podría acudir en su ayuda en caso de que yo sacara una Luger alemana en vez de la cartera.

—Y su permiso de circulación y el comprobante del seguro.

Me pongo a buscar la documentación; primero en la cartera, y luego, bajo la atenta mirada de la agente Bohmer, en la guantera, donde posiblemente guardaría la pistola en caso de que tuviera una.

Me coge los documentos y los examina entre sus rosáceos dedos sin importarle que se mojen, alzando una vez la vista para cotejar mis facciones con la fotografía. Luego me lo devuelve todo. Más interferencias en su micrófono, una voz masculina dice algo que incluye un número, y la agente Bohmer inclina la barbilla hacia el pequeño transmisor y, en un tono distinto, más incisivo, dice bruscamente:

—Negativo. Mantendré un veinte. —La voz del hombre contesta algo ininteligible pero con voz autoritaria, y concluye la transmisión—. Gracias, señor Bascombe, está bien. Ahora quiero que dé media vuelta y siga su camino. ¿Entendido?

—¿Puede decirme lo que ha pasado? —pregunto por tercera vez.

—Un artefacto ha estallado esta mañana frente a la cafetería, señor.

Un artefacto.

—¿Qué clase de artefacto? ¿Ha habido heridos? —pregunto al impermeable de la agente Bohmer, a la altura del vientre.

—Estamos intentando averiguar lo que ha sucedido, señor.

En el área de la deflagración, veo que varios agentes empiezan a congregarse en torno a algo que yace en el suelo, y otro policía uniformado está tomando fotos, con la pequeña cámara digital ridículamente puesta a cierta distancia del pecho.

El reluciente impermeable amarillo y la imponente linterna negra es lo único que veo desde dentro del coche mientras la agente Bohmer se aparta de la ventanilla y hace un pequeño movimiento circular con la luz para indicar la maniobra que quiere que haga.

—Dé media vuelta ahí mismo —ordena, de nuevo con su tono de academia de policía— y váyase por donde ha venido.

Una fuga de gas, eso pienso. Algún contenedor a presión de uso hospitalario, que arrimaron demasiado a una señal luminosa. Pero ¿eso va a requerir la intervención del ATF?

Mis neumáticos crujen y chirrían mientras doy media vuelta en la estrecha entrada del aparcamiento: un Suburban no cambia de rumbo fácilmente. Echo una mirada a las ventanas de la cafetería, tapadas con tablas de contrachapado, las brigadas de policía y bomberos, los administrativos del hospital dando vueltas bajo la llovizna, los vehículos con las luces encendidas, los agentes de operaciones especiales con su uniforme negro, montando guardia en la azotea por si acaso. Los rostros de las ventanas están tomando nota de mi coche. «¿Qué hace ése ahí?». «Anota el número de matrícula». «¿Por qué lo dejan marchar?». «¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido? ¿Quién podrá ser?».

La agente Bohmer ya se ha perdido de vista cuando «me voy por donde he venido». Pero un poco más allá hay otro policía con impermeable amarillo y gorra negra de visera, parando a los coches y desviándolos por otro lado.

—¿Alguna idea de quién ha sido? —le pregunto mientras paso despacio. Es un agente mayor, que conozco, o antes conocía, un polaco corpulento, de cara lisa y facciones joviales: el sargento Klemak, un veterano del cuerpo de policía de Gotham que logró el traslado a los barrios residenciales de las afueras. Una vez me puso una multa injustificada por cruzar un semáforo en ámbar, despojándome de setenta dólares; pero ya no puede acordarse de mí, más vale así.

—¡Estamos haciendo todo lo que podemos, señor! —grita el sargento Klemak entre el ruido del tráfico y la lluvia. Parece que se divierte haciendo su trabajo.

—¿Están seguros de que ha sido una bomba? —hablo hacia arriba, con la lluvia acribillándome la nariz y la barbilla.

—¡Siga de frente y luego tuerza a la derecha, señor! —ordena el agente Klemak con una amplia sonrisa.

—Espero que vayan ustedes con cuidado.

—Ah, sí. Pan comido. Tuerza a la derecha por ahí y que lo pase bien. Buen viaje de regreso.

—Muchas gracias —le contesto, y entonces vuelvo despacio a Pleasant Valley y dejo el hospital a mi espalda.

Ahora tengo una tremenda necesidad de mear. Además, ese delito violento, en lugar de quitarme el apetito, me lo ha exacerbado hasta el punto de darme una sensación de mareo. Me dirijo derecho por la 206 al reformado Foremost Farms frente al que Mike y yo hemos pasado antes. Aparco en la parte delantera, entro apresuradamente a echar una meada (que se alarga más de lo que parece humanamente posible), voy luego al refrigerador, me decido por un burrito de judías con carne envuelto en celofán, lo someto a radiaciones en el microondas, saco una Pepsi light, pago a la paquistaní vestida con un sari violeta, vuelvo luego al coche a toda prisa y me lo despacho en tres minutos con servilletas de papel extendidas sobre las piernas y la pechera de la cazadora. El burrito, hecho a mano[18] por la Borden Company de Camden, está tan duro como una teja de madera de cedro, su interior tan frío y pálido como el mucílago, y por supuesto sabe de maravilla. Aunque se aleja ciento ochenta grados del régimen que me han impuesto en Mayo para la recuperación del cáncer de próstata, consistente en veinte por ciento de productos animales y ochenta por ciento de cereal entero, tofu y té verde, con el que sólo un monje podría sobrevivir.

Cuando termino, tiro los restos al cubo de la basura, subo de nuevo al coche y enciendo la emisora local de FM, por si hay noticias sobre el incidente del hospital. Y efectivamente se oye el sonido de una emisora casera: WHAD, la «Voz de Haddam», donde una vez grabé novelas para ciegos. Interferencias y más interferencias: la lluvia es un problema. «… en Trenton se han enviado…». Ruidos, parásitos, interferencias. «… una media de diez cartas amenazadoras… al mes… han sido… no hay nombres…». Chisporroteos, chasquidos, crepitaciones. «… todos los pacientes necesitados de cuidados intensivos… apiadarse… se está llevando a cabo una búsqueda… manifestó Carnevale, el jefe de policía… verosímil…». Silbidos, chirridos, repiqueteos. «… más de nuestro habitual…». Chasquidos… «Stran-gers-in-the-night, di-da-di-daaa…».

No sirve de mucho. Aun así. Difícil de asimilar —un centro médico como Haddam Doctors, que atiende a enfermos de gravedad media, situado en un buen barrio de las afueras, donde la totalidad de la plantilla procede de Hopkins y Harvard (ninguno fue el primero de su promoción), todos presumiendo de ocho hándicaps, dos veces divorciados, con los chicos en Choate y Hotchkiss, tan reacios al riesgo como concertistas de violonchelo (ninguno hace cirugía seria)—, difícil de comprender que haya sido objeto de un «artefacto». A menos que alguien quiera dar marcha atrás con lo de su vasectomía y ya no pueda, le hayan vuelto a salir las amígdalas, o hayan entregado un par de gemelos a unos padres que no son los suyos. Aunque tales errores tengan remedios más razonables que alquilar un cubículo en el guardamuebles, para almacenar productos químicos con los que sembrar la destrucción. Uno se limita a presentar una denuncia, como el resto de los mortales, y que las compañías de seguros carguen con el muerto. Para eso están.

Cuando arranco y desempaño el parabrisas, son de pronto las dos menos veinte. A las dos tengo que estar en el próspero barrio oeste de Haddam para la visita de Sponsor.

Aunque mientras vuelvo a la ajetreada 206, azotada por la lluvia, y me encamino en dirección oeste, reconozco que el miedo que se ha apoderado de mí al salir de la funeraria, y que por supuesto se debía a una excesiva proximidad con la Parca (normal en todos los casos), también podría ser simplemente el banderín amarillo de la cautela, señalando que verse aislado en el coche en un día gris en una fría ciudad en la que se ha vivido en otro tiempo, pero ya no se conoce, puede ser arriesgado. Sobre todo si la ciudad es ésta, y especialmente si uno se encuentra en vías de recuperación. Puede que deban restringirse las actividades.

En realidad empecé a tener impresiones adversas sobre Haddam durante los últimos tiempos que pasé aquí, ya hace casi diez años (nunca he dejado de pensar que me encantaba).

Y no es que el punto de vista del agente inmobiliario haya de constituir siempre el criterio principal, porque el corredor de propiedades vive en el lugar donde trabaja pero también hace propaganda de la esencia espiritual de la ciudad con el fin de ganar una buena pasta. Siempre tenemos tendencia a distanciarnos un poco de la vida cotidiana, como el juez del Tribunal Supremo que reside en un sitio de forma tan anónimamente como un funcionario de correos pero que no deja de analizar en su abarrotado cerebro la vida de los demás para saber el veredicto que se merecen. A mi vida en Haddam siempre le faltó esa ingenua sensación de aislamiento del verdadero residente, que da tranquilidad y convierte la existencia diaria en una especie de baño caliente que relaja y del que no se quiere salir. Medir las lindes de una propiedad, memorizar retranqueos, no pasarse de la edificabilidad permitida y contar las rampas de las aceras: todo eso teje una firme urdimbre en lo que de otro modo podría ser una vida municipal ilimitada, informe —felizmente irreflexiva— y sin referencias. Los agentes inmobiliarios comparten un objetivo con los novelistas, que crean trascendencia simplemente eligiendo, modificando y contando episodios vitales descontrolados. Los corredores de bienes raíces crean trascendencia vendiendo, cosa que es económicamente más agradecida que la actividad del novelista y no tan difícil.

El año anterior a mi marcha, cuando mi hijo Paul Bascombe terminó el bachillerato en Haddam y se marchó a Indiana a estudiar teatro de títeres (ya dominaba la ventriloquia, hacía cien voces estrambóticas, contaba chistes y había montado varios espectáculos de marionetas, extravagantes pero refinados, para sus compañeros de colegio), hacia 1991, Haddam —ciudad en la que yo había echado verdaderas raíces y que me había proporcionado la mise-en-scene de las más solemnes experiencias de mi vida adulta— había entrado en una fase nueva, insólita y discordante en los anales del municipio.

En primer lugar, el mercado inmobiliario se volvió tarumba, y las agencias aún más. Las expectativas hacían irrespirable el ambiente. Precio excesivo, comprador escandalizado, oferta a la baja, negociación leal, reducción de precio, fueron términos completamente excluidos del vocabulario. En su lugar se recurrió a guerras de rebasamiento de precios, ofertas al alza, conformidad forzosa, contratos de arrendamiento incumplidos y chanchullos inmobiliarios. Las casuchas más siniestras, apenas habitables, de los hasta entonces barrios marginales negros se convirtieron en propiedades de primera calidad, y de la noche a la mañana pasaron a ser inalcanzables. La zona de Wallace Hill, donde vendí a Everick Lewis las casas que yo tenía en alquiler, fue clasificada como patrimonio cultural, lo que suponía que la población negra debía largarse de allí a causa de los impuestos (muchos se marcharon al sur, pese a haber nacido en Haddam). Los agentes vendían sus propias viviendas en contra de la familia y trasladaban esposas, perros y niños a pisos de Hightstown y Millstone. Licenciados universitarios olvidaban la medicina y la teología y los compradores adquirían casas de un millón de dólares a muchachos de veintiún años que acababan de salir de Princeton y Columbia con un título en historia o físicas y que apenas tenían carné de conducir.

En el noventa y tres, después de marcharme, el incremento anual de los precios había alcanzado el cuarenta y cinco por ciento, en ningún sitio había viviendas asequibles y los compradores estaban pagando a precio de oro construcciones en ruinas y montones de escombros, y en ocasiones reducían las casas a cenizas. Algunas agencias de Haddam (pero no Lauren-Schwindell) exigían a los clientes de fuera de la ciudad que comunicaran su número de tarjeta AmEx y autorizaran débitos de mil dólares sólo para enseñarles una casa. Aunque para navidades, ya no había nada que enseñar, ni siquiera un solar.

Para mí personalmente, el final vino con la convergencia de tres acontecimientos completamente distintos (e insólitos). Un sábado por la tarde estaba en mi despacho, rellenando un formulario de oferta sobre una propiedad situada en los jardines de la residencia del antiguo director del seminario, en Hoving Street, un poco más abajo de donde yo había vivido antes. La propiedad no era más que una ruinosa cabaña de paneles de contrachapado que una vez había servido al jardinero vasco como almacén de herbicidas tóxicos, productos cáusticos para desatrancar sumideros, y polvos prohibidos para matar termitas y escarabajos, y habría despertado las sospechas de la policía ambiental del estado en caso de que en Haddam hubieran existido las inspecciones. Mientras rellenaba los espacios verdes en el ordenador lanzando alguna que otra mirada nostálgica a Seminary Street, congestionada de tráfico, me dio por pensar —debido a la propiedad que estaba vendiendo y al exorbitante precio que se pedía— que una fuerza maligna se había apoderado de todos los bienes raíces de la costa, y hasta de más lejos aún. Posiblemente de todas partes.

Esa fuerza, según empecé a comprender, mantenía la propiedad secuestrada y fuera del alcance de aquellos que la querían, la necesitaban y, en cualquier caso, tenían derecho a la posibilidad de adquirirla. Y esa fuerza, concluí, era la economía.

Y el efecto que producía —en mí, Frank Bascombe, de cuarenta y cinco años, con aspiraciones corrientes, nada elevadas, y hasta entonces realizables— era que todo fuese excesivamente caro. Tanto, que el hecho de vender una casa más en Haddam —y especialmente la casucha tóxica del jardinero, en cuyo emplazamiento se había proyectado un estudio de grandes ventanales para un escultor que residía en Gotham la mayor parte del tiempo y estaba dispuesto a pagar quinientos mil dólares— iba a resultar de lo más desalentador.

Lo que estaba pensando, desde luego —mientras los coches pasaban pegados unos a otros frente al escaparate de Lauren-Schwindell y los pasajeros miraban al interior de la oficina y me observaban con recelo, sabiendo que estaba manejando cifras que les podrían provocar un ataque al corazón—, era una herejía. De haberlo sabido, mis colegas (sobre todo los de veintiún años) me habrían quemado en la hoguera inmobiliaria. Lo que debían hacer quienes tuvieran escrúpulos —y sin duda algunos los tenían— era acallarlos. De inmediato. Respirar hondo, ir a lavarse la cara, arrendar un nuevo descapotable, comprar un apartamento en Snowmass, aprender a pilotar la propia avioneta Beech Bonanza, o quizás fabricar violines. Y transferir la mayor cantidad de dinero posible a las islas Caimán, para pasarse luego el resto de la vida con los pies encima del escritorio riéndose de lo que trabajan las personas de inferior categoría.

Pero todo el mundo tiene derecho a albergar aunque sea un trémulo sentido de lo que es justo en lo más hondo de su ser.

Y ese sentido de lo justo incluye en parte —al menos para los agentes de la propiedad— no sólo lo que algo debería costar (en eso siempre nos equivocamos) sino lo que puede costar en un mundo aún habitable por seres humanos. Cada vez que me oía articular el precio de alguna vivienda en el mercado de Haddam, primero empezaba a tener una sensación de mareo, de vacío, de náuseas, y luego un impulso de estallar en frenéticas carcajadas ante la perpleja cara de un cliente sentado frente a mi escritorio con vaqueros planchados, botas camperas de Tony Lamas y polo a juego. Y esa creciente conmoción espiritual significaba para mí que lo justo se vulneraba continuamente, y que ya no tenía una sensación de utilidad por hacer lo que había estado haciendo hasta entonces. Fue una sorpresa, pero también un gran alivio. Una experiencia semejante a la del cazador que lleva toda la vida cazando patos en la marisma pero un día, metido hasta el culo en un agua heladora, con puntos oscuros recortándose en el cielo plateado y empezando a cobrar forma aviar en el horizonte, se da cuenta de que ya ha matado bastantes patos en la vida.

El segundo acontecimiento por el que vi que se me había acabado la cuerda en Haddam fue menos complicado, aunque más chabacano y ameno en lo inmediato.

Durante el verano de 1991 —cuando el chalado de Bush, el viejo, aún seguía ahuecando sus propias alas de pato[19] a raíz de la Tormenta del Desierto—, la venta de una casa en la corta Quarry Street, frente a la iglesia católica de San León el Grande, culminó con una intervención del grupo de operaciones especiales de la policía para sacar al dueño, que seguía ocupando la casa y se negaba a abandonarla pese a haber firmado los documentos y rubricado la escritura. El individuo salió corriendo del despacho del notario, y atravesando los jardines de los vecinos se dirigió a su antigua casa, donde tomó posición tras un ventanillo de la buhardilla y, provisto de una escopeta del doce, mantuvo a raya a la policía de Haddam, dos negociadores de secuestros y al párroco de San León durante treinta y seis horas antes de rendirse, salir escoltado con aire desafiante frente a los mismos vecinos y los nuevos dueños, y ser conducido al hospital estatal de Trenton cargado de cadenas.

Nadie resultó herido. Pero el motivo de su conducta fue el descubrimiento de que el valor de su casa se había incrementado en un dieciocho por ciento entre la aceptación de la oferta y la firma en el notario, lo que le hizo pensar en todo el dinero que había dejado de ganar y en el espantoso ridículo que había hecho con los vecinos, que habían pospuesto la venta hasta la siguiente temporada: algo sencillamente imposible de soportar. Durante las semanas siguientes, un ambiente de tensión y amenaza se extendió por la ciudad. Se incorporaron dos agentes nuevos al contingente de la policía. En la oficina se impartieron cursillos obligatorios de sensibilización a las amenazas, y a los gastos de notaría se añadió «medio punto por resolución de litigios» cuando el banco concedía préstamos reembolsables al vencimiento a quienes compraran una casa cuya primera adquisición se remontara a más de diez años.

Nada, sin embargo, había preparado a nadie para el peor y más descabellado incidente. Un potentado del transporte por carretera de origen libanés hizo una oferta por el precio máximo sobre una monstruosa casona rodeada de muros por Quaker Road, cuyo propietario era el solitario nieto de un industrial del sur de Jersey conocido por sus empanadas congeladas, que había vuelto la espalda a la empresa familiar para convertirse en un competitivo coleccionista de sellos. El caserón, un batiburrillo de estilos con rasgos de Segundo Imperio, tenía el tejado podrido, el suelo hundido, la pintura desconchada, la mampostería deshecha y el sótano lleno de humedad por encontrarse en las tierras que el río alcanzaba en la crecida. Ni siquiera era candidata al derribo, pues la normativa prohibía su sustitución.

Cuando participé en el desfile de agencias que fueron a ver la casa, no encontré ni madera ni puerta que no estuviera podrida por alguna causa. Todos los que la enseñaban la presentaban como inhabitable. Sólo servía, pensábamos, para que algún amante de la naturaleza con inclinaciones conservacionistas dejara que el terreno se convirtiera en «humedal» y se sintiera luego orgulloso.

El magnate de los transportes, sin embargo, pensaba restaurarla de arriba abajo, invertir una enorme suma para dejarla como nueva, en perfectas condiciones, añadiendo además unos jardines exóticos, de fantasía, y dejando incluso que animales domesticados deambularan por el terreno para deleite de sus nietos.

Pero cuando presentó su oferta de precio máximo, recibió la aceptación y puso sobre la mesa las tres cuartas partes del dinero como señal, el hermético dueño, señor Windbourne, decidió retirar la casa del mercado para pensárselo mejor, y una semana después volvió a ponerla a la venta con un incremento de precio del veinte por ciento, a raíz de lo cual recibió cinco nuevas ofertas de precio máximo antes de las doce del primer día, y aceptó dos de ellas. Como es natural, el tío de los camiones, el señor Habbibi, considerado en la zona de Paterson como una persona paciente que no se negaba a recurrir a la fuerza cuando era preciso, protestó por aquella sucia maniobra, aunque no había nada ilegal en ella. Se presentó en casa de Windbourne en un estado de agitación pero aún con esperanzas de mejorar las nuevas ofertas y revitalizar su acuerdo. Windbourne —pálido, demacrado y parpadeando por tantas horas pasadas en la oscuridad examinando sellos— salió a abrir la puerta y dijo que los jardines de fantasía y los animales domesticados estarían mejor, en su opinión, en ciudades como Dallas o Birmingham, pero no en Haddam. Se burló de Habbibi y le dio con la puerta en las narices. Habbibi se dirigió entonces a una tienda de efectos navales de Sayreville (ésta es la parte más extraña, porque Habbibi no tenía barco), compró dos pistolas de bengalas con dos proyectiles, volvió a Quaker Road, se enfrentó con Windbourne en la puerta y le ofreció el mismo trato que habían convenido más el veinte por ciento. Cuando Windbourne se rió de él por segunda vez, comunicándole que estaban en Norteamérica y que tenía «complejo de perdedor», Habbibi fue a su coche, cogió las pistolas de bengalas, se plantó en el jardín que había esperado convertir en su oasis soñado, llamó a gritos a Windbourne, y cuando éste le abrió la puerta por tercera vez, Habbibi le descerrajó un tiro. Después de lo cual, volvió a subir a su coche, encendió la radio y esperó a que viniera la policía.

La vivienda en Haddam se depreció un ocho por ciento en un solo día (aunque eso duró menos de una semana). A Habbibi también se lo llevaron al manicomio. Los parientes de Windbourne vinieron de Vineland para concluir la venta con uno de los compradores. Los agentes inmobiliarios empezaron a llevar armas ocultas y a contratar guardaespaldas, y la asociación del sector recomendó subir las comisiones del seis al siete por ciento.

Más o menos por esa época, empecé a notar los primeros y tenues efluvios del Periodo Permanente, que me subían por la nariz como un oloroso ramillete de nuevas promesas vitales. Además, las cosas habían llegado a un estado de lo tomas o lo dejas con Sally Caldwell. Vender casas en Haddam había llegado a un punto en el que ni siquiera reconocía una motivación personal. Y al olorcillo de ese ramo y por pura perplejidad, decidí que era hora de marcharme de la ciudad.

Pero antes de irme (no acabé de resolver mis asuntos hasta la canícula de aquel verano electoral), observé algo sobre Haddam. Era semejante a lo que el estólido pero aplicado Schmeling vio con respecto al mudo, infatigable pero accesible Louis;[20] en mi caso, algo que quizás sólo un agente inmobiliario sería capaz de ver. La ciudad me parecía distinta: como lugar. Un sitio donde, después de todo, yo vivía, cuyas diversas casas y mansiones yo había visitado, recorrido, admirado, elogiado y vendido, a cuyos habitantes había apoyado, escuchado y observado con interés y simpatía, por cuyas calles había circulado, cuyos taxis había cogido, sus impuestos pagado, sus cargos elegido, su normativa respetado, cuya historia había ido contando y puliendo durante casi la mitad de mi vida. Había cumplido diligentemente todos esos indelebles actos de residencia, con la intención de quedarme como lema. Sólo que ya no me gustaba.

Pero hay que fijarse en los detalles, por supuesto, incluso en los que afectan a nuestras emociones. Para entonces teníamos un nuevo prefijo telefónico: el frío, poco memorable novecientos ocho, que sustituía al agradable seiscientos nueve, suavizado por el tiempo. Se había promulgado una ordenanza que regulaba la realización de ciertas actividades en domingo, con objeto de controlar el disfrute ciudadano. El tráfico era un incordio: tardar treinta minutos en recorrer menos de dos kilómetros hacía que la gente se replanteara el concepto de movilidad y la importancia de llegar a tiempo a algún sitio. Seminary Street se había convertido en la dirección preferida como domicilio y oficina para todo tipo de organización cuya misión consistiera en ayudar a agrupaciones que no sabían que lo eran a convertirse precisamente en un grupo: el consorcio de gemelos negros; entidades de apoyo para quienes habían perdido toda la pilosidad corporal; las familias de las víctimas de acoso escolar; la Vida después de la fraternidad Kappa Kappa Gamma. El gobierno municipal se componía exclusivamente de mujeres y se había convertido en un nido de víboras. El ayuntamiento emitía decretos y ordenanzas sin cesar, y la palabra pleito estaba en boca de todos. Un nuevo reglamento prohibía poner carteles de SE VENDE en los jardines, porque sembraban semillas de ansiedad y temor a la inestabilidad entre los ciudadanos que no habían pensado en mudarse; pero fue revocado. Se prohibieron los escaparates vacíos, de manera que los comerciantes que querían vender su establecimiento debían fingir que seguían trabajando. Otra ordenanza llegaba a exigir que Halloween tuviera un carácter «positivo»: se acabaron los fantasmas y Satanás, nada de bolsas de heces envueltas en llamas y dejadas en los porches. En cambio, los chicos salían disfrazados de conductores de ambulancia, curas y bibliotecarios.

Entretanto, iban viniendo caras nuevas, que trabajaban en Haddam en vez de viajar diariamente a Gotham y Filadelfia. Surgió una pequeña población de personas sin hogar. Los dentistas solían dar cita para trece meses después. Y los residentes con los que me encontraba por la calle, ciudadanos a quienes había vendido casas y que conocía desde hacía una generación, ni siquiera me miraban, limitándose a pasar los ojos por encima de mi frente, como si todos nos hubiéramos vuelto invisibles, formando parte del «viejo» mobiliario urbano con que nos encontramos al llegar aquí hace unas décadas.

Haddam, visto en detalle, ya no era el tranquilo y feliz vecindario de las afueras, había dejado de estar subordinado a otro lugar para convertirse en una población por derecho propio, sólo que sin poseer una sustancia municipal fija. Pasó de ser una ciudad de otros, a una ciudad para otros. Cabría decir que le faltaba alma, lo que explicaría por qué algunos creen que necesita un centro interpretativo y por qué parece buena idea celebrar el pasado de un villorrio. El presente está aquí, pero no se nota su peso.

Allá en los días en que empecé a trabajar en el sector inmobiliario, solíamos burlarnos de la homogeneidad: la comprábamos, vendíamos y promocionábamos, nos la comíamos en el desayuno, el almuerzo y la cena. Parecía buena cosa; de la misma forma en que la matrícula de los coches era del mismo color en todo el estado (aunque ahora eso también ha cambiado).

Y como las ventajas de encajar en el ambiente eran manifiestas y estaban sólidamente entretejidas, la homogenización parecía una especie de iniciación a la inversa. Pero hacia 1992 incluso la homogeneidad se había homogeneizado. Algo se había anquilosado en Haddam, y el hecho de tener una casa decente en una calle tranquila, con vecinos de ideas afines y un incremento seguro de la renta —una casa como prolongación natural de lo que uno quería en la vida, una especie de Destino Manifiesto de segunda división—, era lo que entonces parecía cabrear a la gente en vez de extasiaría (que es como espero que se sienta el comprador cuando le vendo una casa: feliz). En el drama cívico se había perdido el aspecto liberador. Y el sector inmobiliario —director escénico de ese drama— había dejado de marcar nuestra fe en el futuro, nuestra voluntad de no ceder al miedo, nuestra despreocupación frente al declive de cierta época de la vida.

En resumen, mientras estaba en Cleveland Street viendo cómo los empleados de la Bekins con sus monos verdes acarreaban mis pertenencias envueltas en mantas bajo la fronda de robles y castaños que, salpicados de sol, exhibían los colores pastel del otoño de 1992, tuve la impresión de que Haddam había entrado en su periodo ahistórico. Se había convertido en el nuevo barrio residencial del emperador, un sitio donde alguien quizás hiciera estallar una bomba sólo para llamar su atención. Los místicos dirían que había perdido su crucial sentido del Oriente. Aunque ésa era, hasta el límite mismo, la dirección que yo estaba tomando entonces.

Las circunstancias de mi visita de Sponsor de esta tarde —en Haddam, nada menos— no son del todo habituales. Normalmente, mi actividad se centra en los municipios costeros hasta Barnegat Neck, donde no conozco prácticamente a nadie ni puedo pasarme como es habitual por la oficina o la casa de alguien, ni organizar un encuentro en un centro comercial o una cafetería, ni aprovechar la tarde y volver a la oficina en una hora y cambiarme. Pero ayer, debido a que otros voluntarios querían estar libres en Acción de Gracias, me llamaron para preguntarme si podía venir hoy a Haddam, y en ese caso, ocuparme de un asunto de Sponsor. No he quitado mi nombre de la lista de Haddam porque vengo a menudo por aquí, conozco a pocas personas, y —como ya he dicho— comprendo que en esta ciudad haya gente que se sienta triste y sin amigos, aunque hasta en su último rincón y recoveco la ciudad sea encantadora, tranquila y segura, y aparentemente tan agradable, complaciente e inmune a la miseria como un pueblo de cuento de hadas en Suiza.

En realidad fue Sally quien impulsó mis primeras visitas de Sponsor hace cuatro años. Estaba deprimida por su trabajo: una empresa que llevaba en minibús a enfermos terminales de Jersey a ver musicales de Broadway, les organizaba cenas en Mama Leones, les entregaba una camiseta con la inscripción Vivitos y coleando en NJ, y luego los traía de vuelta a casa. El continuo contacto con moribundos, mostrándose optimista todo el tiempo, viendo hasta el final El violinista en el tejado y Les Misérables, y hablando luego de la función durante horas, terminó pasando factura a su estado de ánimo al cabo de más de diez años. Por otro lado, los agonizantes siempre se quejaban del servicio, las butacas del teatro, la comida, la representación, el tiempo, los amortiguadores del autobús: lo que causaba la sustitución de algunos empleados y daba justificación a los que se quedaban para burlarse de los viejos y robarles, de manera que las denuncias parecían rondar a la vuelta de la esquina.

En 1996, vendió la empresa y se pasó todo el verano en Sea-Clift metida en casa y sin mucho que hacer. Leyó un artículo en el Shore Plain Dealer, nuestro semanario local, donde se afirmaba que el norteamericano tenía nueve amigos y medio. Los republicanos, decía, solían tener más que los demócratas. Eso era fácil de creer, porque los republicanos están genéticamente dispuestos a confiar en la naturaleza superficial de todo el mundo, que es donde prospera la mayoría de las amistades, mientras que los demócratas siempre se enredan con el sentido profundo de cualquier puñeta, experimentado dudas, arrepintiéndose de sus actos y volviéndose coléricos, resentidos y porfiados, que es como languidecen las amistades. El Plain Dealer añadía que si bien nueve y medio parecía un elevado número de amigos, las estadísticas mentían, porque hay una serie de gente agradable, que hace vida normal pero padece alguna afección crónica, como también incapacitados o toxicómanos que, en realidad, no tienen amigos. Y muchas de esas personas sin amigos —que constituían el centro de atención local— vivían en Ocean County y eran gente que se veía todos los días. Esto, opinaba el periodista, era un mensaje de padre y muy señor mío en un estado munificente como el nuestro, y representaba, a su juicio, una «epidemia» de falta de amistad (lo que a mí me parecía una exageración).

Al parecer, en la empresa Ocean County Human Services, de Toms River, algunos leyeron el artículo del Plain Dealer y decidieron ocuparse del problema de la falta de amistad, y en un abrir y cerrar de ojos consiguieron autorización para una línea 877, «Línea Sponsor», donde se encargarían de que una persona recibiera la visita de un conciudadano tolerante y sensible, que no se contara entre su círculo de conocidos, dentro de las veinticuatro horas siguientes a la llamada. Ese visitante de «Sponsor» habría de ofrecer garantías de no ser pedófilo, fetichista, mirón ni divorciado reciente, y tampoco debía sentirse tan solo como el que había llamado. La visita no costaría ni cinco, aunque en un sitio web había una lista de organizaciones benéficas y podían realizarse contribuciones anónimas.

Sally oyó hablar de la Línea Sponsor y aquella misma tarde llamó para informarse —era en septiembre—, acudió a una entrevista previa, y probablemente por su trabajo con los moribundos, la incluyeron inmediatamente en la lista de visitantes. El departamento de servicios sociales había creado un sistema de eliminación digitalizado para garantizar que el mismo Sponsor nunca visitara dos veces a la misma persona. Las llamadas eran examinadas por estudiantes de psicología, que trazaban el perfil de quien llamaba a partir de una inocua serie de cinco preguntas para detectar merodeadores, acosadores, tíos que enseñaban la colita, aficionados al sadomasoquismo, poetas que se hubieran publicado a sí mismos, etcétera.

La idea funcionó bien desde el principio y, de hecho, sigue dando buen resultado. Sally empezó con una y a veces tres visitas a la semana, la más lejos en Long Branch y la más cerca en Seaside Heights. La idea prendió rápidamente en otros condados, incluido el de Delaware, donde se encuentra Haddam. Se confeccionó una lista de referencia de gente como yo, que se movía en un ámbito geográfico más amplio de lo corriente. Y después de inscribirme, realicé visitas Sponsor a ciudades tan apartadas como Cape May y Burlington —donde hice varias tasaciones bancarias— o bien, como hoy, aquí en Haddam, donde da la casualidad de que ya me encuentro en el barrio con algún tiempo de sobra. En un principio pensaba que podría conseguir alguna casa para el catálogo, o incluso hacer una venta, porque a menudo la gente necesita un consejo amistoso sobre si vender su casa, y a veces llega a decidirse en un momento de euforia. Pero nunca me ha pasado eso, y en cualquier caso va contra las normas.

Para ser Sponsor no se requieren conocimientos técnicos: cierta disposición a escuchar (lo que necesita en generosas cantidades el agente inmobiliario), una porción de sentido común, una tendencia a la ironía poco marcada, simpatía hacia los extraños y capacidad para desconectar mientras se sigue sinceramente centrado en cualquier cuestión que surja en cuanto se entre por la puerta. Ha existido la preocupación de si, a pesar de la investigación de antecedentes realizada por los estudiantes, las personas que llaman con toda su buena fe no estarán expuestas a un Sponsor degenerado que consiga burlar la red de seguridad. Pero en general se considera que las ventajas son más importantes que el débil riesgo estadístico; y como ya he dicho, hasta el momento, todo va bien.

Resulta que lo más difícil de encontrar en el mundo de hoy es un consejo sensato, desinteresado y de alcance general: de los que advierten, por ejemplo, que no hay que subir en la Ola de la verbena después de haber visto a los tíos que la manejan; o que debe comprobarse que la rueda de repuesto está bien inflada antes de emprender viaje de Barstow a Banning en el descapotable del cincuenta y cinco. Siempre puede recibirse consejo técnico altamente especializado: sobre si el bafle de agudos emite el número prescrito de amperios para sacar el mejor sonido a los cascos clásicos monoaurales Jo Stafford, o si esa resina epoxi vale para arreglar la canoa con que embarrancaste en Porpoise Rock cuando fuiste de vacaciones a Maine. Y siempre se puede recibir, desde luego, un mal consejo, tremendamente equivocado, sobre casi cualquier cosa: «Para el fuera borda este aceite de oliva extra virgen te irá tan bien como el STP»; «La próxima vez que ese gilipollas aparque en medio de la entrada de tu casa, sal a por él con un martillo de bola». Además, ya nadie está dispuesto a ayudarte más de lo mínimamente necesario: «Si quiere camisas, vaya a la sección de camisería, esta planta es de pantalones»; «El año pasado tuvimos de esos aguacates Molotov, pero no sé cómo voy a pedirlos otra vez»; «Me toca hacer la pausa, ¿cómo quiere que vaya a buscarle la llave de los servicios?».

El ofrecimiento de buenos consejos y asistencia informal nunca ha registrado índices tan bajos.

Insisto en lo de informal porque el objetivo habitual de las entrevistas de Sponsor es amplio pero rara vez profundo: igual que una amistad verdadera. «Cuando afilas el cuchillo de caza, ¿por dónde pasas la piedra, por la hoja o por el filo?». Para bien o para mal, soy una persona a quien la gente está dispuesta a contar las cosas más chocantes: sus primeras experiencias sexuales, su situación de insolvencia, un pasado delictivo hasta entonces ignorado. Pero no se anima a quienes recurren a Sponsor a revelar todos sus secretos ni a decir un montón de bochornosas chorradas que más tarde lamentarán y por las que se odiarán a sí mismos (y a ti también) en cuanto les des la espalda. Mis visitas suelen ser, de hecho, sorprendentemente breves —menos de veinte minutos—, con un límite máximo de una hora. Al cabo de ese tiempo, el carácter desinteresado de las cosas puede variar y dar paso a ciertos problemas. Nuestras normas especifican que la visita debe ser lo más natural posible, tratando de mantener la espontaneidad, la familiaridad y la premisa de que, en cualquier caso, ambas partes han de estar en otro sitio al cabo de muy poco.

En mi caso, mi comportamiento nunca es severo, ni solemne ni clerical, ni, si se quiere, tampoco especialmente alegre. Evito los temas religiosos y sexuales, la política, las observaciones financieras y la jerigonza relacional. (Sobre esas cuestiones, rara vez es bueno el consejo de curas, psiquiatras y analistas económicos, porque ¿quién tiene algo en común con esa gente?). Mis entrevistas de Sponsor se parecen más a la amistosa visita del insulso agente de la aseguradora State Farm que has conocido por casualidad en la tienda de neumáticos y que invitas a pasar por casa para actualizar la póliza pero entonces aprovechas para que te ayude a arreglar el aspersor del jardín. Hasta el momento, la gente que he visitado en calidad de Sponsor no ha tratado de sacarme partido en otros aspectos, y tampoco he salido una sola vez pensando que había entablado una relación «verdaderamente interesante». Sin embargo, si en un impulso alguien me confesara que apuñaló a su tía Carlotta en Vicksburg allá por 1951, o se ausentó sin permiso de Camp Lejeune durante el Tet, o que es padre de una criatura en las Bahamas que se encuentra entre la vida y la muerte y necesita un trasplante de riñón que sólo él está en condiciones de donar, puede esperar que me dirija de inmediato a las autoridades.

Con todas esas condiciones, mecanismos de seguridad y controles de acceso, cabría esperar que los que llaman sean en su mayor parte ancianos enfermos confinados en casa o toxicómanos maniáticos que han abusado de todas sus amistades y necesitan un nuevo auditorio. O si no, pacientes de cáncer que se han hartado de la familia (suele ocurrir) y simplemente necesitan un desconocido a quien mirar fijamente a los ojos. Los hay de ésos. Pero sobre todo se trata de gente corriente que necesita que vayas al garaje para ver si el escritorio de artesanía de su abuelo se lo ha robado ya su sobrino, tal como lo ha visto en una pesadilla. O quieren que les escribas una carta de reclamación a la compañía del agua sobre el corte de suministro de junio, que duró tres horas —mientras arreglaban la línea principal—, exigiendo un descuento en el recibo del mes siguiente.

También hay individuos prósperos, acomodados, de mediana edad y personalidad «Tipo A», de los que están enfadados e impacientes todos los días de la semana. Esas personas nunca se encuentran a gusto y suelen querer algo completamente trivial que no requiera esfuerzos: contarte un chiste que les parece divertidísimo pero que no pueden contar a ningún conocido porque todos están muy ocupados. O mujeres que necesitan cotorrear sobre sus hijos durante treinta minutos seguidos pero no pueden porque —en su círculo— no está bien hacer eso a los amigos. Y también hombres que preguntan sobre el color que mejor le iría a un Escalade para que hiciera juego con la pintura exterior de su nueva casa de la playa en Brielle. Pero en tres ocasiones distintas —una mujer y dos hombres—, la cuestión a la que respondí (basándome en sólo dos minutos de charla) era si creía que eran gilipollas. En cada caso, dije que en modo alguno pensaba eso. Empecé a preguntarme, a partir de entonces, si no sería ése el tema subyacente de todas las preguntas de los que acudían a Sponsor (sobre todo los ricos), pues eso es justo lo que todos queremos saber, lo que causa la mayoría de nuestras distorsionadas preocupaciones y tememos ver confirmado pero de lo que nos resulta imposible recabar una opinión sincera del mundo en general. ¿Soy bueno? ¿Soy malo? ¿O me encuentro perdido en el nebuloso territorio de en medio?

Normalmente no se me habría ocurrido acercarme ni por un momento a algo parecido a Sponsor, ya que por naturaleza no soy de los que se apuntan a cosas, hacen preguntas ni divulgan nada. Pero sé lo difícil que es entablar nuevas amistades; lo que no quiere decir que el mundo no esté lleno de gente interesante y bien dispuesta. Sino que el pasado está tan congestionado de experiencia vivida que cualquiera que se encuentre en su tercer cuartil —lo que me incluye a mí— ya ha recorrido tanto trecho del camino que hacer amigos como cuando tenía veinticinco años le supone tan tedioso y agotador esfuerzo intelectual que sencillamente no vale la pena. Vemos y oímos que la gente lo hace vanamente —siempre charla que te charla— todos los días: «Eso me recuerda las excursiones que hacía con mi familia a Pensacola en 1955». «De eso era de lo que se quejaba mi primera mujer, ahora que me acuerdo». «Eso me recuerda a mi hijo, cuando le dieron en el ojo con un bate de béisbol». «Eso es como un perro que tuvimos y que acabaron atropellando a la puerta de casa». Charla que te charla, sin parar, hasta que la tierra se pone a temblar bajo nuestros pies.

De manera que —a menos que la conversación trate de sexo, deportes o tus propios hijos— cuando se conoce a alguien que podría ser un legítimo candidato a amigo, normalmente uno siente el impulso de desaparecer, de esfumarse en el aire para no verlo, para ahorrarse toda esa charla imposible de soportar. Con el resultado de que la atracción pronto se muda en evitación. De ese modo, el aspecto visible de tu vida —lo que has hecho por la mañana después de desayunar, quién te ha llamado por teléfono y te ha despertado de la siesta, lo que te ha dicho el del tejado sobre esos empalmes de zinc que forman como un depósito de hielo—, lo que constituye tu vida entera es: lo que estás haciendo, diciendo, pensando y planeando en este preciso momento. Lo que deja a un lado todos los recuerdos, cavilaciones, la persona a quien hayas querido durante años pero por quien necesites seguir rompiéndote la cabeza —en otras palabras, las cosas importantes de la vida—, todo lo que se ha descuidado y necesita expresarse.

El Periodo Permanente trata de reconciliar en beneficio propio esos irreconciliables haciendo que el congestionado y enredador pasado se funda en beis, y el presente brille con su radiante presencia. Ésas son las procelosas aguas que mi hija, Clarissa, está vadeando ahora: sabe cómo mantenerse a flote dentro de la populosa y comprometida corriente dominante (la charlatanería y algo peor) sin ahogarse; en lugar de quedarse cómodamente a salvo en su pequeño remolino particular. Eso es lo que mis más prósperos interlocutores de Sponsor quieren saber cuando me obligan a escuchar sus chistes sin gracia o ansían saber si son o no buenas personas: ¿Reacciono razonablemente bien ante circunstancias difíciles? (Pensar que eres buena persona te puede dar ánimos). Da la casualidad de que también es precisamente el dilema que mi hijo Paul ha resuelto a su favor en la arraigada y miniaturizada vida convencional de Kansas City y Hallmark. Puede que sea mucho más listo de lo que me imagino.

Hondura quizás sea lo que de verdad le falta a la actividad de Sponsor; con la sinceridad como puntal. En su mayor parte, las personas sienten que su implicación en la vida ya es lo bastante densa y profunda, lo que quizás constituya su verdadero problema: la abundancia de experiencia confusa sofoca su voz, que no suena con la claridad suficiente para ser escuchada. Puedo asegurar que en este año funesto me he sentido así más veces que en toda mi vida, de manera que en ocasiones creo que soy yo quien necesita una visita. (Ese simple detalle me convierte en miembro de Sponsor por derecho propio, porque como cualquier agente inmobiliario que se precie, al menos he de albergar la sospecha de que tengo un montón de cosas en común con todo el mundo, aun cuando no quiera amistades).

El otro motivo que tengo para tomar parte en Sponsor es que esa actividad lleva aparejado el raro optimismo de confiar en que algunas cosas van a salir bien y establece un premio a la superación de los propios límites, al tiempo que induce a los visitados a ser menos reacios a los riesgos cotidianos, diferenciándolos de esos viejales de los Chrysler New Yorker azules que no cometen un error por miedo al fracaso al que de todos modos están abocados.

Y por supuesto la definitiva razón por la que estoy en Sponsor es que tengo cáncer. Contrariamente a los anuncios de la tele que muestran a enfermos mirando pesarosos por ventanas con visillos de encaje a patios desiertos, o sentados en solitario al margen de todo mientras el resto de la familia, no cancerosa, organiza una barbacoa o una aventura en barco por el lago Wapanooki, participa en una danza tradicional con zuecos o juega un partido de béisbol con una bola hueca, el cáncer (muerte con eme minúscula, después de todo), en realidad, hace que los dramas de la gente preocupen más, y se quieran mejorar las cosas prestando un poco de ayuda. Ver que tu existencia pende de un hilo hace que la vida —la de cualquiera— cobre más interés (para mí, en cualquier caso), y no menos. Porque hace que la precaria vida que arrastras —y que quizás se encamine derechamente al precipicio— sea más plena, más querida, más digna de ser vivida: justo como siempre has esperado que fuera cuando estabas bien.

El prójimo, en realidad —si no se es muy exigente—, no siempre es tan malo.

Lo último que voy a decir, mientras paro el coche frente al número 24 de Bondurant Court, residencia de una tal señora Purcell, cuyo umbral cruzaré pronto para contribuir a que las cosas vayan mejor, es que si bien vale la pena ayudar a los demás y la vida puede ser más plena, etcétera, etcétera, el ser miembro de Sponsor nunca me ha producido la sensación de relacionarme estrechamente con nadie, y a los otros probablemente tampoco: las famosas barcas entrechocándose en su amarre, cuya falta lloramos con lágrimas amargas por la noche. Podría ocurrir. Pero lo cierto es que ya me siento bastante relacionado. Y participar en Sponsor no tiene nada que ver con relacionarse. Sino con encontrar consuelo en la antítesis de una relación. Un breve contacto, en realidad, da para mucho, digan lo que digan los solitarios profesionales o el mundo. A todos nos vendría bien estar menos «relacionados».

El número 24, con las luces encendidas en el interior, tiene ese estilo sólido, adinerado, del hogar concebido como refugio de la familia feliz, un tipo de vivienda que en Haddam abunda hasta el exceso, debido a sus devotos orígenes cuáquero-holandeses y al breve antojo decimonónico por la afectada ornamentación angloalemana. Autóctono, lo llaman a veces: ordenadas y simétricas mansiones georgianas de estuco gris y puerta roja, con tejados de pizarra, cuatro ventanas con postigos en ambas plantas, una pequeña pero extravagante entrada de pastel de bodas, tragaluz redondeado con apliques formales, moldura denticular en la cornisa y setos de ligustros cuadriculados (un gusto caro) para dar más realce a la fachada. Indicios de heterodoxia, pero nada verdaderamente llamativo. Trescientos veinticinco metros cuadrados, sin contar el sótano ni los cuatro baños. Un millón doscientos mil, si se comprara esta misma tarde —completa, con el BMW M3 plateado que está en la entrada lateral—, aunque con el riesgo de que un vecino vigilante se adelante y antes de firmar los documentos se la lleve subrepticiamente por un millón doscientas cincuenta mil para vendérsela luego a la ex mujer de su antiguo socio en el gabinete jurídico.

Bondurant Court es en realidad un callejón sin salida que arranca de Rosedale Road. Otras tres residencias, dos de ellas auténticas mansiones georgianas, se agazapan al fondo de boscosos jardines en los que perduran muchos sauces y olmos originales. La tercera estructura semejante a una casa es una excentricidad de cemento gris pálido, de una planta, tejado plano, sin ventanas, semejante a unos baños romanos, construida para un personaje de la informática por un arquitecto de Princeton a quien nadie dirige la palabra por razones arquitectónicas. Está prohibido que los niños se presenten allí en Halloween y que vayan a cantar villancicos en Navidad. Circulan rumores de que el dueño ha vuelto a Malibú. Me sorprende no ver un cartel de Lauren-Schwindell en el jardín, porque uno de mis antiguos compañeros de esa inmobiliaria fue quien le vendió la parcela.

El número 24 —hermano menor de esos grandes vecinos— sería una espléndida adquisición para un recién divorciado con pasta, para una pareja de abogados recién casados o un doctor en medicina discretamente homosexual que tuviera la consulta en Gotham y necesitara una válvula de escape. De haber tenido casas fáciles de vender como éstas, en lugar de armarios de la limpieza excesivamente caros donde nadie podía tirarse un pedo sin que apestara el bloque entero, me habría quedado aquí.

Y como un reloj, mientras avanzo con aire resuelto por las baldosas hacia la puerta roja con aldaba de bronce —dos faroles de carruaje encendiéndose al unísono—, noto que amainan los vientos contrarios al Periodo Permanente y la exaltación ante lo que esté a punto de pasar aquí me corre por las piernas y las venas como una droga. No sería descabellado pensar, desde luego, que al otro lado de la sólida puerta hubiera un don Funesto preparado para saltar sobre el visitante: John Wayne Gacy[21] vestido de payaso, esperando devorarme con sauerkraut. ¿Cómo se las arreglan el repartidor de agua Culligan o el exterminador de termitas, que se enfrentan a los mismos imponderables diariamente? Pues usa el coco. Atento por si surge algo raro, fíate de tu sexto sentido, no bebas ni comas nada, localiza las salidas. Porque, en realidad, el mayor de mis temores siempre ha sido morirme de aburrimiento. Además, si tiene que pasar, pasa; como en ese pueblecito de Georgia donde el tornado hizo un agujero cuando todos estaban el domingo en la iglesia, convencidos de que esas cosas no ocurrían allí.

En todas partes sucede de todo. No hay más que fijarse en las putas elecciones.

Ding-dong. Ding-dong. Ding-dong.

Un melodioso campanilleo. Me vuelvo para inspeccionar de nuevo la calle sin salida. Húmeda, fría, callada, las demás residencias con un cartel en el jardín: AVISO. PATRULLA DE VIGILANCIA. Los muchos ventanales emplomados de las mansiones georgianas destellan entre los árboles con luz antigua, como iluminadas con antorchas. No se ven ni personas ni animales. Un coche patrulla o una ambulancia ulula en la distancia. Deja de llover y silba un viento frío. Clama un cuervo desde un abeto, luego otro, pero no hay nada a la vista.

Se oyen ruidos en el interior. Una mujer se aclara la garganta, se descorre la cadena del pestillo. Un ojo oscurece la mirilla de bronce. Corren bruscamente un cerrojo. Me alzo un centímetro sobre la punta de los pies.

—Un momento, por favuor.

Una voz agradable, cantarina, ¿en la que aprecio un deje del sur? Espero que no.

Se abre la pesada puerta. Una mujer sonriente aparece en el umbral. Esto es lo mejor de la labor de Sponsor: el alivio de llegar por fin al rescate de alguien.

Pero tengo un presentimiento: no es una completa desconocida. Aunque sin pisar el hirsuto felpudo, la brisa rozándome la nuca y entrando a raudales en la acogedora casa, de momento soy incapaz de situarla. Siento una pesadez en la frente. Tengo la boca entreabierta, esbozo una sonrisa. Miro a la señora Purcell en el ángulo de la puerta.

Para un Sponsor no hay peor gambito de apertura, desde luego, que quedarse mirando como un simio al visitado, quien puede estar ya temiendo que el visitante se haya fugado de alguna clínica privada y sea uno de ésos que te meten mano en la entrepierna con grandes resoplidos, y luego te dejan atada en el armario de la criada después de arrebatarte la ropa interior. El riesgo de llegar a cabo la labor de Sponsor en Haddam siempre es, por supuesto, que se conozca a la persona a quien se va a visitar: un rostro, una historia, una anécdota subida de tono que acaba con la neutralidad y lo estropea todo. Debí haber sido más prudente.

Aunque puede que no. Algunos días, veo montones de gente que se parecen mucho a otras personas que conozco pero que, en realidad, son absolutos desconocidos. Es la edad, que supone un gran trastorno: sobreacumulación; la misma razón por la que ya no hago amigos. Sally decía siempre que eso era mala señal, que yo tenía espiritualmente miedo de lo desconocido; a diferencia de ella, que me ha dejado por su marido muerto. Aunque entonces pensé —y lo sigo pensando— que en realidad es una señal positiva. Al creer que reconocía a personas que, de hecho, no conocía, lo que estaba haciendo era adentrarme en lo desconocido, familiarizarme con el mundo. Sin duda por eso he vendido muchas, pero que muchas casas que nadie quería.

—¿Es usted el señor Fruank? —El acento sureño aderezando definitivamente su voz: clara, dulce y elevándose al final para convertirlo todo en una alegre pregunta; vocales que le hacen pensar a uno en frágil, manéjese con cuidado. Virginia central, supongo.

—Hola. Sí, soy Frank.

Le tiendo formalmente la mano y sonrío aún con mayor simpatía. No tengo una mirada lasciva ni meto mano a nadie en la entrepierna, tampoco soy un maniático que le dé por las bragas húmedas. Los miembros de Sponsor omiten su apellido; es más sencillo a la hora de marcharse.

—Bueno, yo soy Marguerite Purcell, señor Fruank. Pero pase, que hace mucho frío, b-r-r-r.

Marguerite Purcell, vestida con un traje de chaqueta de seda cruda de un delicadísimo tono rosado, con zapatos bajos de Gucci a juego, retrocede para hacerme pasar: la más cordial y elegante anfitriona, segura de sí misma y claramente acostumbrada a que personas de toda condición, de clase alta y baja, entren en su casa en cualquier ocasión imaginable. Esta ciudad siempre ha atraído a una pequeña población de adinerados y alicaídos sureños que no pueden soportar los estados del sur y sólo toleran su mutua compañía en enclaves desarraigados como Haddam, Newport y Northeast Harbor. Se alcanza a ver algún cortejo de Town Cars que salen ronroneando por la verja de ciertas mansiones, camino de Homestead a pasar el fin de semana jugando al golf y al bridge con otros licenciados en Washington and Lee, o girando hacia el norte para ir a Naskeag y pasar el mes de agosto con la abuela Ni-Ni en Eggemoggin Reach; todos ellos férreos republicanos que quieren minar el canal de Suez, sacarnos de Naciones Unidas, retirar a los negros de las aceras y devolverlos a los campos, y piensan que el país perdió su oportunidad al no elegir a Ole Strom[22] en 1948. Las anfitrionas como Marguerite Purcell nunca tienen problemas que no puedan resolverse con dinero. Así que ¿qué estoy haciendo aquí?

—Estoy sencillamente asuombrada de este tiempo.

Marguerite me conduce por el vestíbulo con suelo de parqué hasta una sala de estar «acabada» como ninguna otra que haya visto (y he visto unas cuantas) y de la que el sobrio aspecto cuáquero del exterior no da indicio alguno. Los dos ventanales de la fachada están revestidos con un satinado panel blanco. Las paredes están pintadas del mismo tono. En el verde techo abovedado hay diminutas luces empotradas que lanzan destellos por todas partes, iluminando la habitación como un quirófano. Los suelos son de madera, están encerados y despiden un intenso brillo. No hay plantas. Los únicos muebles son dos confidentes enormes, rectilíneos, duros como el granito, cubiertos con la piel de algún animal teñida de rojo, y están situados uno frente a otro sobre una alfombra cuadrada de color azul, con una mesa entre ambos cuyo tablero es un grueso bloque de cristal en cuyo interior hay peces de verdad (una docena de pececitos blancos, gordezuelos, desvaídos e inmóviles), todo ello apoyado en una voluminosa estructura de metal cromado, curva y reluciente, que reconozco como el parachoques de un Buick de 1954. El ambiente es inodoro, como si hubieran fregado la habitación con productos químicos para no dejar rastro de ninguna presencia humana previa. Nada recuerda la época en que la gente normal se sentaba en sillas normales a ver la tele, leer un libro, ponerse a discutir o hacer el amor sobre una vieja alfombra mientras unos troncos ardían gozosamente en la chimenea. La única señal de animación es un blanco detector de CO2 en medio del techo con un faro diminuto que lanza una intermitente lucecita roja. Aunque en la pared, por encima de donde debería estar la chimenea, hay un retrato al óleo, más o menos de tamaño natural, con marco dorado, de un caballero de cierta edad, muy apuesto, con bigote, pelo plateado y aire de capitalista que lleva atuendo de safari y amplio sombrero de cazador blanco, y empuña un Mannlicher calibre cincuenta frente a la cabeza de un rinoceronte disecado (justo la piel utilizada para cubrir el sofá). Ese individuo mira fijamente desde la pared con ojos penetrantes y oscuros de explotador decimonónico, boca sensual y cruel, nariz altiva y expresión ceñuda, pero con una misteriosa sonrisita en los labios, torciendo hacia arriba las comisuras, como si acabaran de contar un chiste muy gracioso, menospreciando algo, y él hubiera sido el primero en entenderlo.

—Ésta era la suala favorita de mi muarido —dice Marguerite en tono soñador, aún con su remilgada sonrisa.

Se instala en el borde de uno de los confidentes rojos, mirándome desde el otro lado de la mesa acuario, juntando primero y poniendo luego de lado sus rodillas enfundadas en relucientes medias. Tiene unos tobillos finos, de venas delicadas, y en uno lleva una cadena de oro casi invisible aplastada bajo el nailon. Posee todo el encanto de Old Dominion,[23] la última mujer viva a quien se consideraría capaz de soportar una habitación tan rara como ésta. Evidentemente, formaba parte del matrimonio, pero ahora que el señor de la casa se ha retirado a su sitio en la pared, no sabe qué coño hacer con ella. Quizás sea eso lo que quiere contarme. Nadie —salvo yo— podría resistirse a hacerle un centenar de jugosas, curiosonas e indiscretas preguntas. Pero, como en todas las visitas de Sponsor, tengo en cuenta la existencia de un invisible biombo para preservar la intimidad entre la persona visitada y un servidor. Así es mejor para todos.

Desde mi sitio, la presencia de Marguerite parece haber suavizado el ambiente: un efecto de las diminutas luces que pueblan el verde firmamento del techo. Rondará los cincuenta y cinco pero tiene unas facciones suntuosas —en las que se ha aplicado un poco de colorete—, de apariencia juvenil, una frente despreocupada, cordiales ojos azules, con un busto a todas luces considerable bajo la chaqueta de su traje rosa, y una boca apasionada, de labios llenos, entre los cuales su voz produce un blando sonido sibilante («sseguramente», «hassta»), como si los dientes le impidieran el paso. Supongo que su apariencia es el resultado de una caracterización de primerísima clase: esfuerzo al que ciertas mujeres se someterían gustosamente para tener la oportunidad de un segundo matrimonio duradero (y acomodado). Su pelo, sin embargo, es el clásico moreno de frasco al estilo sureño, un lado peinado hacia atrás con una raya por la que asoma el cráneo, y el resto cimentado en una onda que sólo los peluqueros entrados en años de Richmond saben moldear como es debido. Las sureñas de buena cuna —las madres de mis compañeros de la academia militar de Gulf Pines, que venían de Montgomery y Lookout para mantener una breve conversación con sus descastados hijos a través de las ventanillas bajadas de sus Olds del noventa y ocho— llevaban exactamente esa elaborada estructura capilar en 1959. Ese peinado me resulta en el fondo sumamente atractivo, pues me recuerda a mi joven y lujuriosa (eso me parecía) profesora de cuarto de bachillerato, la señorita Hapthorn, allá en Biloxi.

Cuando me conducía a la exánime y sobrecalentada sala de estar, me di cuenta de que Marguerite me lanzaba dos subrepticias miradas como si yo, a mi vez, le recordara a alguien y no fuera el único que andaba explorando la cripta del tiempo.

Y ahora me observa de nuevo. Y no como la seductora anfitriona de Virginia —alegre y animada en presencia de su huésped, esperando encontrar algo que la encante, aunque luego pueda cambiar de opinión—, sino con la misma sensación de sumergido reconocimiento que he notado poco antes. Estos capullos de magnolia, claro está, saben romperte los cojones, intimidarte con fondos fiduciarios y fumar Luckies en secreto, beber litros de ginebra, follarse al golfista profesional y no retroceder un ápice cuando hay dinero sobre la mesa. Sólo que nunca se comportan así la primera vez que las ves. Me pregunto si no le he vendido una casa en la noche de los tiempos.

Y de repente mi corazón, mucho antes que mi cabeza, sufre un sobresalto descomunal, posiblemente audible. Conozco a Marguerite Purcell. O la conocía.

Las rodillas. Los bonitos tobillos. La fantasmal cadenita. El busto. Los carnosos labios. La forma en que me clava los ojos, entornándolos despacio, para luego mantenerlos largo rato cerrados, revelando una autoridad subyacente que decide bajo el rostro tan compuesto. (El seseo es nuevo). Puede que me recuerde, ella también. Pero si lo admito, la labor de Sponsor perderá todo sentido y tendré que pirármelas, justo cuando acabo de llegar.

Marguerite vuelve a abrir sus menudos ojos azul claro, mira tímidamente hacia abajo, coloca las bonitas manos sobre el borde de su falda rosa, se alisa el tejido por encima de la rodilla, sonríe de nuevo y vuelve a cruzar los tobillos. Ninguno de los dos ha dicho nada desde que nos hemos sentado. A lo mejor le encanta encontrarse con gente que se parezca a algún conocido suyo y no le choca este instante de falso reconocimiento. Aunque puede que no sea la mujer con quien me acosté una noche tantos años atrás (consiguiendo dormir un poco al final), cuando se llamaba Betty Barksdale —«Dusty» para sus amigos—, entonces atribulada y abandonada esposa de Fincher Barksdale, médico de la zona, repulsivo y cicatero. La dejó para asociarse con un equipo de médicos extranjeros en el África profunda, donde al parecer adoptó las costumbres de los nativos, aprendió la jerga del lugar, tomó por esposa a una gorda africana con cicatrices tribales, se hizo médico de los insurgentes (de los malos) y acabó en una cárcel fétida, sin luz, del tamaño de una lata de sardinas y perdida en el interior del país de la cual lo sacaron al fin para llevarlo a la plaza de una ciudad que era el centro comercial de la región, donde lo ataron a una señal de prohibido aparcar y lo mataron a machetazos unos niños soldado a quienes previamente habían suministrado una buena dosis de anfetaminas.

Pero aun cuando Marguerite fuera la metamorfoseada Dusty de 1988, quizás yo no sea tan fácil de recordar. En su mayor parte las juergas no dejan mucha huella en la memoria. Tras su cálida y tímida sonrisa, podrá estar diciendo en silencio: ¿A qué viene esto? ¿Quién es este tío? ¿Frank… hum… qué más?

Tiene algo que ver con mi primer marido, algo pasó, supongo, pero no volvió o algo así. ¿Qué más da?

Apuesto por eso. No tenemos por qué revivir unos tibios y alcohólicos polvos que echamos en la planta alta de la casa victoriana de tejas de madera verde en Westerly Road con que Fincher la dejó colgada. Aunque si es ella, me gustaría felicitarla (en silencio) por su impresionante metamorfosis en capullo de magnolia, porque la Dusty que conocí era una chica rubia, ex alumna de Goucher College, pulcra, fumadora, de afiladas aristas, que se reía de los parientes de su marido, unos bocazas del este de Memphis, y de lo que pensaría él si alguna vez se enterara de que se estaba cepillando al tío de la agencia inmobiliaria. No tuvo ocasión de pensar nada.

Aunque la fuente de la transformación casi siempre es el dinero. Obra milagros. Primero el importante seguro de vida de Finche, y luego la prodigalidad del viejo Clyde Beatty Purcell se encargaron de los cambios. Los antiguos novios que la conocieron cuando era la llorosa y necesitada Dusty se podían ir todos a tomar por culo. (Me gustaría saber si parezco tan mayor como ella. Es posible que sí. He tenido cáncer, me han sometido a radioterapia interna, estoy convaleciente. Suele pasar).

La cálida sonrisa social de Marguerite se ha desvanecido, convirtiéndose en una quejumbrosa y coqueta señal de confusión. Me he quedado mudo y puede que eso la haya alarmado. Sus ojos ascienden sobre mi cabeza para fijarse en las ventanas tapadas, como si a través de ellas alcanzara a ver el día que se acaba. Mueve despacio la suave barbilla, como confirmando algo.

—No quiero hablar de política, Frank, esss muy deprimente. —De todos modos la política está estrictamente verboten en Sponsor. Es difícil que estemos en el mismo bando—. En el New Youk Times de hoy, el señor Bush ha dicho que si los demó-ah-cratas ganan en Florida, podría haber una insurrección armada. O algo peor. Ese bandido de Clinton. Esss un esscándalo.

Arruga desdeñosamente el ceño, luego, alzando la cabeza, aspira por la nariz, como sorbiendo todo el vergonzoso asunto y haciéndolo desaparecer para siempre.

Pero con ese gesto se aclara la cuestión de Marguerite-Dusty-Betty. En nuestra noche de breve abandono, después de enseñarle una gigantesca hacienda[24] estilo Santa Bárbara en Fackler Road (ella quería derrochar todo el dinero de Fincher para impedir que volviera), acabamos sentados en los taburetes de la barra del Ramada en la Route 1, con lo que una cosa llevó torpemente a otra. No me estaba permitido, por buenas razones, tirarme a las clientas, pero con todo aquel lío se me olvidó.

Mientras la noche avanzaba y los Manhattans continuaban llegando, Dusty, que había empezado a referirse a sí misma como «la Tejedora de Sueños», fue poco a poco cediendo a una extraña serie de bruscos movimientos, muecas y tics, que incluía fruncir el ceño, apretar los labios, inflar las mejillas, enseñar los dientes y poner los ojos en blanco con bastante tremendismo: como si la vida misma hubiera suscitado una miríada de misterios nerviosos, dando fe de la gran tensión que lo envolvía todo. Lo que convirtió en problema nuestras posteriores relaciones sexuales que, según recuerdo, resultaron fallidas, menos para mí, claro. Aunque a la mañana siguiente, cuando salía por la cocina tratando de pasar inadvertido (antes de que ella se despertara, creía yo), me encontré con Dusty, la Tejedora de Sueños, que ya estaba frente al fregadero con un desvaído quimono rojo, mirando lánguidamente por la ventana, despeinada y descalza, y que con una actitud inexplicablemente encantadora, me saludó con simpatía y una tenue sonrisa, preguntándome si me apetecía un bollo tostado o un huevo escalfado antes de irme. Estaba ojerosa y desde luego no quería que me quedara (no lo hice). Pero la maraña de tics, contorsiones y muecas suscitadas por la tensión y el alcohol de la noche anterior también había desaparecido, dejándola exhausta pero tranquila. Es decir, habían desaparecido todas las rarezas menos una: el leve giro hacia arriba de la punta de la nariz, con lo que ponía de relieve la necesidad de dar por zanjada alguna cuestión. El efecto que eso tiene ahora en mí no es el que cabría imaginar, sino una admiración aún más sincera por su reencarnación y competente adaptación a los tiempos en que vivimos. ¿A cuántos de nosotros, enfrentados a la obligación de representar un papel desagradable, no nos gustaría escapar del escenario en el primer acto y volver a aparecer en el tercero interpretando a un personaje enteramente distinto? Me extraña que eso no ocurra más a menudo. Mi mujer, Sally, hizo justamente lo contrario cuando, ya bastante adelantada la obra, volvió a encarnar a la esposa del primer acto que no había recibido la ovación que merecía.

Miro más allá del arco del salón al parqué del vestíbulo y a las puertas cerradas que dan a otras dependencias de la casa. ¿Hay alguien más aquí, con nosotros? Un sirviente fiel, un terrier cairn, posiblemente el viejo Purcell en persona, lleno de tubos y enchufado a unos aparatos de respiración asistida en la planta de arriba, viendo partidos de fútbol americano.

—Yo tampoco quiero hablar de política.

Le devuelvo la sonrisa como un amable médico de cabecera a una paciente guapa con unos síntomas nada específicos que en realidad no la molestan mucho. Posiblemente son vagos borborigmos que se producen en su cerebro: un bollo tostado que no encuentra acomodo en el tiempo.

—Tengo que hacerte una pregunta extraña, Frank.

Los delicados hombros de Marguerite se echan hacia atrás, su espalda se endereza, sus dedos entrelazándose y desenlazándose sobre las brillantes rodillas. La postura perfecta, como siempre, enciende la mezquina chispa venérea. Con esas cosas nunca se sabe.

—Las preguntas extrañas son nuestra especialidad —le respondo en tono jovial.

—No creo que seas experto en esto. —Párpados entornados, cerrándose. Asiento con la cabeza, expresando mi capacidad. Marguerite se ha liberado un poco del acento de plantación. Ahora es más del centro de Balmur. Sus límpidos ojos azules vuelven a abrirse, buscan la ausente ventana a mi espalda y pestañean, tratando de encontrar inspiración—. Siento una extraña necesidad de confesar algo.

Su mirada sigue en el aire.

Me muestro tan evasivo como el doctor Freud.

—Entiendo.

Las refulgentes paredes blancas, el techo abovedado y la mesa acuario con sus pececitos inmóviles, asquerosamente moteados, emiten destellos en silenciosa quietud. Oigo el tictac de una fuente de calor. Fuera, un cuervo emite un apagado graznido. Es un momento de Playhouse 90,[25] un disparo mudo e interminable. ¿Cómo es posible que una habitación huela de esta manera? ¿A quién puede gustarle este olor?

La esbelta mano de Marguerite, en la que hay un anillo con una esmeralda engarzada tan grande como una caja de cereales para el desayuno, revolotea sobre su pecho izquierdo, la punta de los dedos apenas rozando un prendedor con diminutas manzanas de oro delicadamente trabajadas, para volver luego a su rodilla.

—Pero en realidad no tengo nada que confesar. Nada en absoluto. —Compungida, su mirada recae sobre mí. Es la de alguien que lleva veinticinco años en el servicio de atención al cliente de los almacenes Saks de White Plains y no se queja, pero de pronto se da cuenta de que siempre han existido otras posibilidades más interesantes. Resulta desalentadora esa mirada en una mujer que te gusta. Y añade con voz queda, proyectando tentadoramente los sensuales labios hacia fuera para expresar franqueza—: Es un poco molesto. ¿Qué te parece, Frank?

—¿Cuánto tiempo llevas con esa sensación? —le pregunto, sin abandonar el propósito terapéutico de Sponsor.

—Ah. Seisss meses.

—¿Tienes idea de cuál puede ser la causa?

Marguerite respira hondo, soltando despacio el aire.

—No. —Dos ojos azules pestañean—. No dejo de pensar que, sea lo que sea, lo comprenderé de pronto cuando ponga a hervir una puatata. Abusaron de mí de pequeña, o resulta que mi madre es mestiza. —O follaste con el de la agencia inmobiliaria cuando tenías outra identidad. No abriremos la tapa de ese baúl—. Desde luego no quiero descubrir ningún horror. Si he olvidado alguna cosa horrible, me alegraría de que siguiera olvidada.

—Eso no te lo reprocho.

La miro a los ojos para favorecer la verosimilitud.

—Lo llamo necesidad de confesar algo. Pero puede que sea otra cosa.

—¿De qué otra manera podrías llamarlo?

Marguerite se pone aún más erguida en el asiento, alerta los suavizados rasgos.

—Pues en realidad no lo he pensado.

—Entonces a lo mejor te lo tienes que inventar.

Sus labios dibujan ahora una media sonrisa amarga. Me parece que por un momento se ha puesto bizca y enseguida ha vuelto a mirar normalmente: otro de los tics de los ochenta.

—No sé, Frank. Quizás ssea una necesidad de aclarar algo.

Mis facciones, por la práctica, no expresan nada. Ann y yo, cuando alguno de los dos se quejaba de algo que el otro era incapaz de resolver adecuadamente, solíamos preguntar: «¿Qué es lo que tu neurosis te permite hacer que no harías en caso de no ser neurótico?». La respuesta era casi siempre quejarse con muchísimo gusto. Ésa podría ser la compulsión que Marguerite está sintiendo.

—¿De verdad te gustaría saber lo que debes confesar, sea lo que sea? —le pregunto—. ¿O te contentarías con dejar de sentir esa necesidad sin tener que confesar nada?

—Supongo que lo último, Frank. ¿Ess tan horrible?

—Puede serlo, si has asesinado a alguien —le digo. Dando arsénico a su galán en el gimnasio—. ¿Has matado alguna vez a alguien?

Sin contar a Fincher.

—No. —Se aprieta las manos y adopta una expresión afligida, casi como deseando haber dicho que sí, que ha matado a alguien, hacérmelo creer para luego retirarlo, dejando una sugerente fragancia de duda. Pero añade, con aire maravillado—: No creo tener suficiente carácter para hacer una cosa así.

Pero estoy casi seguro de que nunca ha hecho nada malo. Casada con un cabrón, maltratada, echó unos polvos ya olvidados con el agente inmobiliario para recomponerse luego, y casarse con un cabrón mejor que el otro, que la dejó con una posición acomodada y no se quedó para siempre en este mundo. No es una historia muy diferente de la que hay detrás de muchas de las puertas a las que llamo, aunque carece de punto culminante y yo no suelo ser una fantasmal presencia del pasado. Pero —el tío que se está volviendo chota con el velero; Bettina, la quisquillosa asistenta holandesa— hay necesidad de contarlo, lo que lleva en sí su propia virtud y su defecto. Por eso estoy aquí: podría ser el dilema moderno. Aunque como muchos dilemas modernos, tiene fácil arreglo.

—No creo que tengamos un carácter específico, Marguerite. ¿Tú sí? He pensado mucho en eso.

Aprieto los labios para indicar que ésa es mi valoración sobre su problema. Toda sospecha de que yo pueda ser el problema es absolutamente irrelevante.

—No. —Un cuarto de sonrisa de reconocimiento invade el conjunto de sus facciones. Me pregunto si ya se lo dije hace dieciséis años en alguna situación poscoital. Espero que no—. No, no estoy segura. Soy epissscopaliana, Frank, pero no muy religiosa.

Le guiño un ojo, asegurándole que «yo tampoco».

—Quizás pensemos que tenemos carácter porque así resulta todo más fácil.

—Sí.

—Pero lo que sí tenemos con toda seguridad —afirmo con suprema autoridad— son recuerdos, presente, futuro, deseos, odios, etcétera. Y nos compete la responsabilidad de gobernarlos lo mejor que podamos. Según lo hagamos tendremos más o menos carácter, si entiendes lo que quiero decir.

—Sí —contesta, posiblemente perpleja.

—Lo que debes hacer, en mi opinión, es administrar los recuerdos de manera que no te molesten. Porque a juzgar por lo que has dicho, no deberían incomodarte. ¿No es así? Ni siquiera guardas un mal recuerdo de algo.

—No. —Se aclara la garganta, baja los ojos. Quizás me esté desviando hacia temas confidenciales, a lugares donde no quiero acercarme, pero la verdad es la verdad—. ¿Y cómo hago eso, Frank? Ése es el problema, ¿no?

—No. No creo que sea ése el problema, ni mucho menos. —Sonrío abiertamente. Desde luego pude haberle explicado esto hace un par de décadas, en la cocina, desayunando nuestro bollo tostado. ¿No es ahí adonde queremos llegar con nuestras cópulas fortuitas? ¿A tener a alguien a quien podamos contar algo? Aun cuando no haya nada que decir. A lo mejor soy yo quien se ha reencarnado. Y añado con entusiasmo—: Sólo tienes que creer que esa sensación de querer confesar algo es enteramente natural. Y probablemente un buen augurio de futuro.

Dejo vagar los ojos por el salón y me encuentro con que el viejo Purcell me taladra con la mirada, amenazándome con su atuendo de cazador blanco. En esto soy tu sustituto, pienso, no tu rival. Es la genialidad del espíritu de Sponsor.

—¿El futuro? —Marguerite carraspea de nuevo, teatralmente. Hemos pasado al brillante futuro, donde debemos estar.

—A veces pensamos que antes de seguir viviendo debemos estar en paz con el pasado. —Soy tan enternecedor como San Bernardo—. Pero no es cierto. Si lo fuera, nunca adelantaríamos nada.

—Puede que no —conviene, asintiendo con la cabeza.

Ahora ninguno de los dos dice nada. Los silencios son casi siempre afirmativos. Lanzo una mirada recelosa al acuario, de cristal tan grueso como la ventana de un banco y biselado en todo su contorno romboidal para evitar cortes en las rodillas, desgarrones en los dobladillos, pérdida de ojos en perritos y niños pequeños. Se refleja mi rostro en el parachoques del Buick: tan carnoso como el del hombre elefante. Veo que me mira uno de los grandes y glaucos pececitos. ¿Cómo les darán de comer? Tendrá que haber algún medio de hacerlo. Puede que no sean de verdad…

—¿Vas celebrar el Día de Acción de Graciass por todo lo alto? —oigo que dice Marguerite, sureña de nuevo, con música en la voz.

Sonrío estúpidamente desde el otro lado de la mesa. Al principio de tener las semillas de titanio, experimentaba toda clase de extrañas sensaciones de ausencia, a menudo en momentos sumamente inoportunos: con un cliente sentado a la mesa de mi despacho que acababa de firmar una oferta por la que se comprometía a pagar setenta y cinco mil dólares si la operación no llegaba a concluirse; o escuchando a otro que me contaba que la muerte de su mujer hacía de lo más urgente que la venta se realizara cuanto antes. Y entonces, zas, me perdía en una ensoñación sobre una película de Charlie Chan que había visto más o menos a los diez años, preguntándome sobre si el protagonista era Sidney Toler o Warner Oland. Una vez más, Psimos dice que esos «episodios» no son atribuibles al tratamiento. Pero eso es un camelo, digo yo. No me ocurriría eso si no tuviera lo que tengo. O son las semillas en sí mismas, o la idea de las semillas; una distinción que no cambia mucho las cosas.

—¿Tienes hijosss?

Seguro que se está preguntando qué coño tengo de malo.

—Sí. Desde luego. —Siento un ligero aturdimiento—. Vienen ahora. Para Acción de Gracias. Dos.

Se supone que los miembros de Sponsor no debemos contar detalles de nuestra vida. Unos horizontes humanos ampliados conducen a azarosas valoraciones personales. Hemos venido a hacer nuestro trabajo, como el tío de los seguros State Farm. Además, ahora que ya lo hemos dejado atrás, no quiero arriesgarme a volver a la cuestión de quién es quién, cuándo ocurrió qué. No radica en eso la clave del misterio de Marguerite. Es que no hay clave. Ni misterio. Todos vivimos con esa revelación.

Me pongo bruscamente en pie, bien derecho, como un centinela a la voz de firmes. Visita satisfactoria. Hay que concluirla. Está hecha, y bien. De haber llevado un cuaderno de notas, ahora lo tendría bajo el brazo. Si tuviera sombrero, le estaría dando vueltas por el ala.

—¿Te marchas?

Marguerite alza los ojos hacia mí, sorprendida, pero se levanta automáticamente (con cierto envaramiento) para hacerme saber que no es una grosería, que si me tengo que ir, está bien. Mira esperanzadamente desde el otro lado de la extraña mesa acuario, y da un paso vacilante hacia el vestíbulo, los pies un poco reacios, como si se le hubieran dormido dentro de los Guccis.

—Me imagino que tendrás otras paradasss que hacer.

(¿Camino yo así?).

Estoy ansioso por marcharme, y un poco mareado todavía. Las visitas de Sponsor son más exigentes de lo que parecen y los adieux pueden resultar difíciles. Hay personas de ambos sexos que necesitan dar profusos abrazos. Me pongo nervioso al pensar que en cuanto pisemos el parqué del vestíbulo Marguerite dé media vuelta, me coja las manos entre las suyas, que serán cálidas, traspase a la fuerza el biombo invisible, me mire a los velados ojos, sonría con aire de risa olvidada y antiguo pesar y diga algo engorroso. Como: «Ya no tenemos que seguir fingiendo». ¡Aunque lo hacemos! «… El destino no pretendía que nosotros…, es cierto, y es trissste…, pero me has dado tan buen consejo…, ¿no podrías estrecharme un momento entre tus brazos…?». Seguro que me da un ataque al corazón. Crees que siempre estarás dispuesto a esos apretones espontáneos y a cualquier agradable picardía a que puedan conducir. Pero al cabo de un tiempo dejas de estarlo.

En cambio, Marguerite dice:

—Estas elecciones están amargando el Día de Acción de Graciasss a todo el mundo, ¿verdad, Fruank?

Se vuelve hacia mí en la entrada (me asusto), pero sonríe contrita, con las venosas manos entrelazadas sobre la rosada cintura como una maestra de antaño. Las pequeñas manzanas engarzadas lanzan alegres destellos. Enciende la suave luz del globo sobre nuestras cabezas, envolviéndonos en un cadavérico resplandor que imposibilita, según espero, cualquier interludio romántico.

—Eso parece.

Mis ojos se fijan en el paragüero de latón que hay junto a la puerta, como si uno de los paraguas fuera mío y quisiera llevármelo. Tengo que irme, sí, he de marcharme.

—¿Sabes una cosa? Cuando llamé para pedir hoy una visita, y suelo recibir bastantes, quería que me ayudaran a escribir una carta al presidente Clinton para explicarle que en este país todos tenemos que estarle muy agradecidos. Y entonces, de pronto, ha surgido esa extraña cuestión.

—¿Por qué has cambiado de idea?

¡A qué viene esa pregunta! ¡Hasta ahora he hecho muy bien el papel de Sponsor! Me estremezco y muevo la punta de los pies hacia la puerta. Entra un relente por debajo, helándome los tobillos y dándome un escalofrío. En el vestíbulo no hay calefacción. Un posible comprador no lo notaría hasta que fuera demasiado tarde. Empuño el tirador metálico y lo giro hacia un lado, probando. Izquierda, derecha.

—Ya no estoy tan sssegura —confiesa Marguerite, bajando la vista, como si la respuesta estuviera en el suelo.

Doy al tirador un cuarto de giro a la derecha, paseando la mirada por las oscuras raíces del pelo de Marguerite, por la escrupulosa onda que se eleva más allá de su frente. Levanta la cabeza y me mira con descaro, los ojos brillando no porque se le agolpen las lágrimas, sino con determinación y optimismo.

—¿No te parece que la vida es exsstraña, Frank?

Sobre su cintura, se juntan la punta de sus dedos. En sus labios hay una sonrisa maravillosa, positivista, a lo Margaret Chase Smith.[26]

—Depende de con qué se la compare.

Si es con la muerte, entonces no.

—Ah, vaya. —Entorna un ojo, en tolerante ridículo—. No es una respuesta muy acertada. Para un chico lisssto como tú.

—Tienes razón. Lo siento.

—Digamos simplemente que esss extraña. Con esa idea podemos decirnos adiós, ¿te parece?

—Muy bien.

Tiro de la pesada puerta con fuerza pero despacio. Inmediatamente, un frío húmedo cae como un árbol sobre nosotros.

—Muchas graciasss por venir.

Marguerite inclina la cabeza como un gorrión y da un respingo con la nariz. En absoluto quiere decir: «Gracias por volver, al fin.». Me alarga una mano suave, huesuda por la madurez. Se la estrecho como un hombre de negocios japonés, dándole un doble apretón de arriba abajo, de la forma en que siempre aconsejo a Mike que no debe hacerse, para soltarla luego bruscamente. Me mira a los ojos, se mira luego la mano vacía, y sonríe, sacudiendo la cabeza ante las cosas raras de la vida. Las mujeres son más fuertes (y más listas) que los hombres. ¿Quién lo ha dudado alguna vez? Esbozo mi más firme sonrisa varonil, digo adiós en dos tiempos, entre los labios y los dientes, piso el hirsuto felpudo, salgo a la tarde glacial que ya parece noche cerrada. Sorprendentemente, la puerta roja se cierra de golpe a mi espalda. Oigo que echan un cerrojo, se alejan unos pasos. Milagrosamente, y en el momento justo, ya soy historia (otra vez).

De vuelta en el coche, mi corazón —por motivos que el doctor DeBakey conocerá mejor— se pone a dar brincos otra vez. Bum, bam, babum, como un garañón en el establo cuando olfatea humo en el ambiente. Se me arruga el cráneo. Me pica la piel. Me sube un metálico sabor a ozono a la boca, como si se hubiera manifestado una extraña presencia en el vehículo mientras yo estaba en la casa. Me quedo quieto y trato de evocar una imagen de calma, apoyo la mejilla en la ventanilla impregnada de frío, hago esfuerzos por tranquilizarme, no vaya a ser que caiga en un «estado de nervios». Quizás tendría que ponerme el protector nocturno en los dientes.

Todo el mundo se pregunta: ¿se sabe cuándo te está dando un ataque al corazón? La gente que lo ha tenido —Hugh Wekkum, por ejemplo— afirma que es imposible no saberlo. Sólo un cretino lo confundiría con un reflujo de ácidos o con la sobreexcitación de cuando se abre una carta de Hacienda. A menos, por supuesto, que uno no quiera enterarse de nada; en cuyo caso todo es posible. Enfermeros de los servicios de urgencia dan testimonio —lo he leído en el boletín de la Clínica Mayo que ahora me envían lo quiera o no— de que cuando preguntan a los pacientes tirados en la acera y ya con un tinte violáceo, o encogidos en un carísimo palco del Shea, o sacados en camilla de un avión de la Northwest en Detroit «¿Qué es lo que le ocurre, señor?», la respuesta suele ser: «Me está dando un ataque al corazón. ¿Qué crees que me pasa, capullo?». Y casi siempre están en lo cierto.

A mí no me está dando un ataque al corazón, aunque tener una taquicardia de campeonato puede significar que algo no anda del todo bien, a raíz del parcial desfallecimiento sufrido en casa de Marguerite. (El burrito de carne con judías con el estómago vacío resulta sospechoso). Atisbo por el empañado cristal del número 24, envuelto en sombras informes. Las luces de la planta baja están apagadas, aunque los faroles siguen encendidos. Pero Marguerite está ahora de pie frente a una ventana de la planta alta, mirando a mi coche, en cuyo interior procuro frenar mi desbocado corazón. Creo que está sonriendo. Enigmática. Sabedora. Estoy dispuesto a apostar que no tiene amigos, que vive aislada en un mundo de su invención: amablemente asegurado con montones de pasta. Podría volver a entrar y ser su amigo. Podríamos hablar de todo de manera distinta. Pero en lugar de eso giro la llave, pongo en marcha los limpiaparabrisas, el dispositivo para desempañar los cristales, y echo a rodar, con el grave ronroneo de los ocho cilindros en V del Suburban reconfortándome como una promesa publicitaria. Voy hacia De Tocqueville, a ver a Ann.

Y sin embargo… Que nadie diga que esta visita de Sponsor no ha sido provechosa; aunque nuestra personalidad actual se haya visto influida por el pasado, que para eso es para lo que sirve el ayer. Lo mismo ocurre cuando uno cree que conoce a alguien, y no es verdad. La vida es extraña. ¿Qué le vamos a hacer? Y por eso los miembros de Sponsor nunca nos dedicamos a indagar causas profundas. El consejo que he ofrecido ha sido acertado. Se han eliminado obstáculos importantes. Uno hablaba, el otro escuchaba. El carácter (o su ausencia) ha entrado en escena. Se ha hecho una buena proyección de futuro. En realidad me pregunto ahora si Marguerite no será la hermana mayor de Dusty, que no sepa nada de mí pero comparta con ella ciertos desórdenes nerviosos. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene hermanas. Quienquiera que sea, ha planteado cuestiones legítimas de las que yo poseo un conocimiento bastante concreto, y no se trata de encender de nuevo la lamparilla de noche ni de leer la letra pequeña de la garantía del deshumidificador. Algo real (aunque inventado) preocupaba a alguien real (aunque inventado). Ya no hay muchas ocasiones de hacer simplemente lo que está bien. Esta misma semana hace cien años —en el pasado de nuestro agradecido y pacífico villorrio—, esta clase de buena obra se repetía diariamente y todos los interesados lo consideraban muy natural. Mirándolo así, el Día de Acción de Gracias no es un verdadero follón sino que, más bien, conmemora una época que no volveremos a ver.