Volviendo a Haddam por la carretera comarcal —Preventorium Road hasta la cantera (donde mafiosos declarados se deshacían antaño de pruebas incriminatorias), pasando por la Sociedad Protectora de Animales y el tramo curvilíneo bordeado de arces que sigue el curso del viejo y musgoso Canal Delaware, y por la finca donde los curas jubilados pasan los días dormitando en paciente serenidad y esperanzada irreflexión—, tengo una súbita ocurrencia: ¿qué dirán los científicos, dentro de unas décadas, sobre nosotros, los que vivimos aquí, en estos barrios residenciales, cada uno en su propia y particular parcela?
Conocí a un chico en Michigan, Tom Laboutalliere, que se dedicaba a «leer» las pequeñas marcas que las aves dejaban en fosilizados terrones de barro y posiblemente también en algún zurullo. A partir de tales muestras, él evocaba lo que los antiguos basurcianos hacían allá por el año 1000 a. C. en su pequeño trozo de tierra. Tras estudiar toneladas cúbicas de caca —sus datos sobre el terreno— y pasarlas por la criba, lo que al final tuvo entre manos fue la inestimable factura de tintorería de los basurcianos. Las pequeñas marcas de las patas de las aves eran en realidad sus escritos, que hacían incuestionable, a la luz de la espectroscopia infrarroja y el carbono catorce, el hecho de que, en torno a los años 1006 y 1005, habían mandado arreglar un montón de uniformes militares, con lo que debieron limpiarlos de restos de entrañas y someterlos después a sucesivos lavados con hierbas cáusticas. De manera que Tom llegó a la conclusión (todo el mundo se quedó pasmado) de que durante aquel periodo se procedía habitualmente a aplastar y destripar al enemigo, arrancándole los miembros uno a uno, y de que ésa era la razón —su gran descubrimiento particular— por la cual ahora considerábamos «belicosos» a esos pueblos tan pretéritos.
Nadie debería suponer que ese tipo de indagaciones en la remota antigüedad no va a poner al descubierto nuestra más honda verdad. Porque sí lo hará. Lo que merece cierta consideración.
En su mayoría, desde luego, las pruebas serán como las que Mike y yo nos hemos encontrado esta mañana a lo largo de la Route 37, desperdigadas por el arcén, entre las agujas de los pinos y el polvo de los cruces. A esta civilización, concluirán los futuros pensadores, le gustaba la cerveza. Utilizaban productos derivados de la madera y el papel como receptáculos para el semen y otras secreciones corporales. Padecían hemorroides y, de vez en cuando, incontinencia y disfunciones eréctiles desconocidas para las generaciones posteriores. Prestaban mucha atención a su evacuación intestinal. Aislaban lo más posible la actividad sexual de su vida cotidiana. No les gustaban los objetos metálicos superfluos. Titubeaban entre la permanencia y la posibilidad y el cambio, tal como demuestran algunos de sus refugios, en buenas condiciones pero con frecuencia abandonados, mientras que otros al parecer estaban concebidos para durar sólo cinco años o menos. No estoy seguro de lo que deducirán de las batallas de bolas de pintura, o, ya que estamos, incluso de Toms River, contando con que dure otro año. Lo de Fort Dix lo entenderán perfectamente.
Pero los futuros investigadores también pensarán —y los planes de Mike y Tom Benivalle vagan por mi cerebro como un pesado tronco que flota a la deriva— lo mucho que hemos vivido, ganado y prosperado, desdichada o felizmente, con lo que ya estaba delante de nosotros. ¡Y lo poco que hemos inventado! Y con lo poco que teníamos que inventar, puesto que podíamos tener todo lo que quisiéramos —desde discos antiguos a chicos jóvenes— sólo con dar un número y una fecha de expiración a una voz electrónica, y sentarnos luego a esperar la llegada de la simpática furgoneta marrón. Nuestros inventos, según se aclarará, consistían únicamente en decir sí o no, igual que apagábamos o encendíamos la luz dando a un interruptor. Los futuros sabios podrían asimismo concluir que si alguna vez intentábamos hacer algo diferente —vivir en los bosques del Allagash y alimentarnos únicamente de tubérculos; convertirnos en místicos, hacer voto de pobreza y mendigar al borde de la carretera en Taliganga; si nos planteábamos tener seis mujeres, no cortarnos el pelo ni bañarnos y refugiarnos en un campamento armado de Utah; en otras palabras, si alguna vez se nos ocurría salir a rastras de nuestro agujero para ver lo que había fuera—, nos dábamos cuenta de que nos exponíamos a la desolación y a que el mundo nos viera como una amenaza, y comprendiendo que en tales circunstancias no podríamos resistir mucho tiempo, desistíamos de hacerlo.
Puede que me sienta inclinado hacia esa sombría perspectiva de futuro porque, como millones de otras almas peregrinas, no hace mucho que he recibido la llamada: de mi urólogo de Haddam, que posiblemente telefoneaba desde el campo de golf o su BMW, para comentarme con toda tranquilidad que los «valores» de mi PSA seguían siendo «un poco más elevados de lo que nos gustaría…, así que será mejor que te pases por aquí para que te echemos otra miradita». Eso le puede cambiar a uno la manera de ver las cosas, si se me permite decirlo. O quizás sea porque me he licenciado en la concisión espiritual del Periodo Permanente, la época de la vida en que lo poco que uno dice viene entre comillas, cuando no hay muchas voces disidentes que te musiten dudas en la cabeza, donde el pasado parece más
genérico que específico, cuando la vida es más destino que viaje y donde uno es más o menos como la gente lo recordará una vez que haya palmado; en otras palabras, cuando la integración personal (eso de lo que hablaba el doctor Erikson pero en lo que no creía en su fuero interno) por fin se ha realizado.
O posiblemente tenga ese punto de vista porque hace quince años que soy agente de la propiedad inmobiliaria, y me he dado cuenta de que es una profesión muy propia de nuestro actual y muy extraño estadio de desarrollo humano y que además le va muy bien. En otras palabras, estoy metido en todo esto: ¿Desea usted algo? Espere. Yo se lo consigo (o al menos le enseño mi catálogo). Si es usted un oftalmólogo bengalí que acaba de licenciarse al norte del estado y no quiere volver a Calcuta para «corresponder» adecuadamente, sino que prefiere ensanchar horizontes, abrir puertas y dejar que entre el sol, pues bien, lo único que tiene que hacer es recorrer Mullica Road, transmitir sus deseos a un robusto constructor italiano y su adlátere moreno, muy complaciente, todo sonrisas y verdades, y en un periquete se encontrará usted a la altura de la civilización. Incluso pondrán a su calle el nombre de su hija; cosa sobre la que más tarde tendrán que cavilar los aludidos científicos.
Hasta ahora me ha parecido que esa fórmula básica era buena cosa. Pero últimamente estoy menos seguro de tener razón; al menos de tener tanta como antes. Luego hablaré de esto con Mike en el coche, camino de casa.
Dejar a Mike con Benivalle me ha llevado menos tiempo del previsto, y sólo es mediodía cuando llego a Brunswick Pike en dirección oeste, a la esquina donde una vez había un enorme súper ShopRite cerca de mi casa pero que ahora alberga un monumental espacio de vidrio y metal plateado lleno de automóviles Lexus con un helipuerto para compradores con prisa, y enfrente, un gigantesco pabellón de Natur-Food donde antes estaba el Magyar Bank. Si acelero un poco y no me multan por exceso de velocidad, podré llegar a la funeraria antes de que echen a los acompañantes y empiecen a preparar el ataúd de Ernie McAuliffe para su último viaje.
El cementerio de Haddam —que intento evitar— queda justo detrás de donde yo vivía, en el 19 de Hoving Road, y es la última morada de mi ya mencionado hijo Ralph, que murió del síndrome de Reye a los nueve años y ahora tendría treinta. Allí «descansa», tras la verja de hierro forjado, entre los húmedos robles y ginkos, junto a tres dignatarios de la Declaración de Independencia, dos innovadores del vuelo tripulado e innumerables gobernadores de Nueva Jersey. Ya no lo frecuento, por decirlo así. Al cabo de múltiples despropósitos me he convencido de que Ralph no va a volver con su madre y conmigo. Aunque siempre que por casualidad me encuentro cerca del cementerio, me imagino, como en un sueño, que aún podría regresar: lo que no considero una buena línea de pensamiento, además de un quebrantamiento de la norma del Periodo Permanente sobre la vuelta al pasado. Me ha dicho Mike que el Dalai Lama sostiene que los jóvenes que mueren son maestros que nos dan lecciones de lo efímero, y así es como últimamente he tratado de enfocar las cosas.
En realidad, ni siquiera se puede pasar físicamente frente a mi antigua casa de Hoving Road: una vieja estructura combada de estilo Tudor con entramado de madera en una parcela bien arbolada, que vendí en los años ochenta al Instituto Teológico, entidad que luego la transformó en un centro para reivindicar los derechos de víctimas ecuménicas. (Niños soldado, familias de animadoras estranguladas, mutilados por minas antipersonales, traumatizados por la circuncisión africana: eso era el espectáculo habitual en la calle sin aceras). Sin embargo, debido a la feroz guerra de precios librada en los noventa en el mercado inmobiliario, mi antigua residencia fue demolida en cuanto la compraron los coreanos de la Fresh Lighters, para luego vender el terreno por una fortuna. Se hicieron intentos de reciclarla y llevarse el montón de ruinas en camiones. Unos ecumenicistas pretendían transportarla a Hightstown y relanzarla como hospicio, mientras otros eran partidarios de trasladarla a Washingtons Crossing y convertirla en un restaurante ecológico. Durante toda una semana, la asociación de vecinos del barrio, temiendo lo peor, montó guardia y llegó a organizar una cadena humana para impedir el paso a los del reciclado. Pero sin previo aviso los coreanos enviaron una noche a una cuadrilla de obreros con camiones y equipo de demolición, y enfocaron la casa con dos enormes reflectores, alumbrando el barrio como si fueran invasores del espacio exterior. Y a las siete de la mañana, las cuatro paredes —dentro de las cuales formé una familia, experimenté enormes alegrías, sufrí una gran tristeza y me volví inmune a los sueños, pero donde pasé muchas noches durmiendo tan apaciblemente como un santo bajo el amparo de hayas y tilos— habían desaparecido.
Se buscaron remedios jurídicos: solicitar un mandamiento judicial, castigar a alguien. El barrio contaba con muchos abogados. Pero los coreanos se embolsaron rápidamente los dos millones del solar, que habían vendido a un criador de purasangres de Kentucky con importantes amistades en el Partido Republicano. Al cabo de un año, el recién llegado había erigido de lado a lado de la propiedad una réplica de su blanca mansión sureña de Lexington a tres cuartas partes de su tamaño real, con sus columnas acanaladas y todo, robles adultos de Florida, cerca electrificada, fieros perros guardianes, bandera rebelde en el mástil y dos estatuas de jockeys negros pintados con los colores de su escudería, verde y negro. «Sin recta final», así llamó a su propiedad, aunque a los vecinos se les ocurrieron otros nombres. Se consideró que todos los problemas eran culpa mía, por haberla vendido por primera vez en el ochenta y cinco. Así que mi cara no es ahora muy popular por estos barrios, aunque muchos de mis antiguos vecinos también se han mudado ya.
Por Brunswick Pike voy derecho a Rocky Ridge, vuelvo a entrar en el municipio de Haddam, y llego a Seminary Street a lo largo de la ensanchada vía fluvial que los lugareños llaman Lago Bimble, por el campesino alemán que, dueño de la orilla durante la Revolución y buen realista, cooperó con las tropas del coronel Mawhood, y que por las molestias que se había tomado acabó dentro de un saco lastrado con piedras en el fondo del río —Quaker Creek—, adonde lo arrojaron los hombres del general Washington, que ya no se movieron de allí.
Como he vivido veinte años por estos pagos, sé lo que puede esperarme al otro extremo de Seminary Street dos días antes del Día de Acción de Gracias. Un gentío. Una muchedumbre abasteciéndose de provisiones antes de salir para Vermont y Maine, los estados más acogedores en estas fiestas; los hay que vienen a pasar el día con la familia, estudiantes de Boulder y Reed, divorciadas que visitan a sus hijos, hijos que visitan a divorciadas: el habitual acoso automovilístico de mediodía en la ciudad se convierte en una especie de prototipo de atracción/repulsión de suburbana amplitud que, más allá de la autosatisfacción, alcanza el punto de entropía. (Greenwich menos la playa, da tres.)[13]
Además, está la complicación que supone el propósito de las autoridades municipales de escenificar la batalla de Haddam justo en el centro urbano. Lo leo en el Haddam Packet, que sigo recibiendo en Sea-Clift. Uniformados Chaquetas Rojas y andrajosos Continentales, armados con mosquetes de época, mascando galleta hecha en casa y llevando tricornios, chalecos y calzones hasta las rodillas, el pelo recogido en una cola de caballo, estarán montando campamentos, reductos y cuarteles generales por el casco viejo, poniendo en escena ataques y retiradas, vivacs y consejos de guerra en pleno campo de batalla, cavando letrinas y montando tiendas de campaña en el mismo sitio donde ocurrieron tales sucesos allá por 1780; aunque en su emplazamiento exacto quizás se encuentre hoy día un Frenchys Gulf, un Benetton o una zapatería Hulbert’s Classic. Eso ya se ha hecho una vez, en el bicentenario, y vuelve a repetirse ahora, en el primer año del milenio, en un intento por llevar el espectáculo a la calle. Aunque algunos comerciantes —lo oí en el banco la semana pasada—, presintiendo un descenso en las ventas, se han asesorado y están contabilizando como pérdidas las ganancias no realizadas. Incluido el banco.
La otra distracción que está impidiendo prácticamente el paso por la plaza es obra de la Sociedad Histórica, que, arrebatada por el espíritu del Día de Acción de Gracias y bajo el lema de «Compartamos el pasado de nuestro pueblo», ha convertido la plaza entera, frente al August Inn y la oficina de correos, en una Recreación de un Poblado de Primeros Colonos. Dos catedráticos de civilización norteamericana de Trenton State con mucho tiempo libre han construido una réplica de un primitivo asentamiento con tres casas sin ventanas y suelo de tierra, han traído en camión animales de corral y montones de herramientas de la época, auténticas pero voluminosas e incómodas, han levantado una cerca de madera tallada con azuela, han plantado un huerto y organizado una exposición de ropa antigua y calzado enteramente inadecuado incluso para los propios colonos. Dentro del poblado han montado una escena con jóvenes colonos —uno en silla de ruedas, un negro, una judía, un japonés con un trastorno de aprendizaje, más dos o tres chavales blancos normales y corrientes— que se pasan el día entregados a laboriosas ocupaciones vestidos con una ropa sin gracia, que no les queda bien, charlando entre ellos sobre vídeos rock mientras cortan troncos, lavan ropa en agua hirviendo, cavan la tierra, hacen jabón en calderos de hierro y remueven ásperos tejidos, interrumpiéndose de vez en cuando para dar un paso al frente, igual que los personajes de una telenovela en Navidad, y hacer declaraciones con voz fuerte sobre «la dura época de 1620» y lo imposible que resulta imaginar el carácter y la dedicación de los primeros colonos y la forma en que nuestra estirpe americana se curtió en aquellos tiempos difíciles, bla, bla, bla, bla; todo ello dirigido a quien no tenga nada que hacer y se detenga a escuchar de camino a la licorería. Por la noche los jóvenes colonos desaparecen y se van a un motel de la Route 1, donde se atiborran de pizza y marihuana hasta que les estalla la cabeza, y ¿quién podría echárselo en cara?
Los comerciantes de la plaza —la tienda de confección Old Irishmans Kilt, la licorería Rizzuttos, el estanco Sherm’s— han adoptado un punto de vista más tolerante sobre los tejemanejes de los colonos que el que tienen hacia los actores de la batalla, que arman follón, llevan armas, no salen de Winnebagos, donde se libró efectivamente el combate, y se traen la comida y la cerveza y no compran nada en la ciudad. Los primeros colonos, por otra parte —y puede que así se los haya considerado siempre—, suelen verse como una especie de incordio a la vez que un posible atractivo comercial. Cabe esperar que algún ciudadano de paso que se detenga a escuchar el enlatado discurso de la obesa muchacha parapléjica sobre la escasa asistencia médica que existía en Nueva Jersey en el siglo XVII, razón por la cual una persona de su condición física no habría durado ni un fin de semana, se viera impulsado a comprar un chaleco a cuadros Donegal, una caja de tofes o Macanudos o media caja de Johnnie Walker etiqueta roja.
Incluso hay rumores de que un grupo que representa a la Lenape Band —los pieles rojas de Nueva Jersey, que desde siempre se creen los dueños de Haddam— está preparando un piquete para hacer frente a los colonos el jueves, con atuendos de época y portando pancartas que dicen ¡MUCHAS GRACIAS! y aluden a LA TREMENDA MENTIRA del Día de Acción de Gracias, provocando así una reacción perjudicial para el comercio. Corre también otro rumor de que algunos actores abandonarán su escenario, marcharán en defensa de los colonos y reconstruirán metódicamente una matanza frente los escalones de la oficina de correos. Quizás se trate únicamente de una maniobra de los empleados del banco United Jersey y en realidad no represente sino un deseo de que ocurra algo fuera de lo corriente para salir del mortal aburrimiento que les produce aprobar una hipoteca tras otra.
Aunque a fin de cuentas, sin embargo, como con tantas cuestiones cruciales de la vida y tantas causas que hacen hervir la sangre, todo termina en un buen atasco. Una ambulancia que llevara a nuestro presidente y al papa Juan Pablo no cubriría las dos manzanas que separan el Recovery Room Bar y el Caviar’n Cashmere en menos de tres cuartos de hora, y para entonces esos dos deslustrados personajes se abrían apeado e irían andando por la calle.
Amplios jardines señoriales se extienden por el lado norte de Brunswick Pike, frente al lago, con voluminosos setos y densos rododendros ofreciendo su modesta protección a esas apartadas mansiones de rancio abolengo. En la época en que trabajaba por aquí, vendí tres de esos palacetes, y dos de ellos dos veces, una a un famoso novelista. Sin embargo, aprovecho la primera ocasión para desviarme, a fin de evitar el tráfico del centro, y circulo por Gulick Road, arbolada, digna y equilibrada: calles serpenteantes, vegetación tupida, cerca electrificada, casas con «salón familiar» a la vieja usanza, convertidas por el arquitecto en buenos remedos de Cape Cod y en chalés que ya empiezan a necesitar una mano de pintura. (De ésas he vendido veinte). En los caminos de entrada se ven Yukons y Grand Cherokees. Hay muchas casitas infantiles construidas entre las ramas de robles y arces. Han incorporado nuevos parteluces a los viejos ventanales de los setenta, y en los jardines hay aspersores ocultos en el césped. Son los barrios residenciales de los años sesenta, ya maduros, con muchos de sus originales propietarios contentos y felices, aferrándose a su propiedad, con su «nueva urbanización» ya consolidada y formando parte del centro urbano, sin rastro alguno de su primitiva tosquedad. Ahora es un «barrio», donde el viejo chesapeake, Tex, puede echarse la siesta en plena calle sin que lo atropelle la camioneta del agua embotellada, donde las familias jóvenes de entonces se han hecho viejas pero les importa un pito, y donde el activo neto de cada cual genera más impuestos de un ejercicio fiscal a otro a medida que sus posiciones políticas van derivando hacia la derecha (aunque se hagan pasar por centristas). Es lo más alto a lo que se puede llegar partiendo de comienzos modestos, y tan cerca de la perfección como cabe esperar de las aleatorias pautas de asentamiento y el afán de permanencia. Es donde yo compraría si quisiera volver aquí, que no quiero.
Aunque al pasar por estas calles tranquilas y reservadas —nada ostentosas, pero decentes—, a veces pienso que, en 1992, me marché a la costa y a Sea-Clift un poco pronto, porque me perdí las verdaderas vacas gordas (pero me forré de todas formas). Sin embargo, tenía entonces un hijo poco común a mi cuidado que se aferraba al Instituto de Haddam como a un clavo ardiendo. (Al fin terminó el bachillerato y se fue a la Universidad de Ball State: extraña decisión, pero suya). Mi novia de entonces, Sally Caldwell, me estaba dando a elegir entre el consabido «ahora o nunca». Yo tenía cuarenta y siete años. Y estaba experimentando los primeros e inquietantes síntomas —enseguida mejoró todo— del Periodo Permanente de la vida. No sabría explicar lo que pasó, sólo que después de que Paul se marchara a Muncie empecé a sentir una especie de monotonía estrepitosa, mecanicista y solemne vendiendo esas casas, mientras que antes me sentía involucrado en las operaciones inmobiliarias, incluso moralmente comprometido a encontrar a los clientes la casa en que ellos (en función de la economía) querían vivir (al menos por un tiempo). Pero mi largo entusiasmo por la gestión inmobiliaria siempre ha ido acompañado de la impresión que he descrito de varios modos y a través de diversos tropos, aunque todos se refieran a la estúpida complejidad del organismo humano. Era la continua sensación de encontrarme mar adentro, una especie de angustia de baja intensidad, ligeramente distanciada de los acontecimientos, que el hecho de beneficiar a otros vendiendo casas de aquella forma llana y sincera solía mitigar pero nunca disipar del todo. Experimentar la falta de un compás adicional era otra de mis figuras retóricas. Eso lo sentía desde la academia militar en Mississippi; como si la vida y sus señales nunca fueran como debían ser, y, en realidad, debieran tener mayor significación. La vida cotidiana parecía una pieza de flamenco sin terminar, que necesitara, o bien de mí o de una fuente exterior a mí, otro compás para llegar a su culminación, después del cual podía reinar la calma. Las mujeres casi siempre me iban muy bien para eso; al menos hasta que todo empezaba otra vez.
También había otras expresiones; unas belicosas, otras deportivas, otras hilarantes, y bastante embarazosas algunas. Pero todas apuntaban al mismo y fastidioso instinto del devenir, del cual el agente inmobiliario es claro abanderado. En realidad yo soñaba con que si Clinton acababa ganando la Casa Blanca en el noventa y dos, un espíritu renacentista se abriría como un nuevo sol, en el cual y a través de una misteriosa pero ineluctable sabiduría me nombrarían embajador en Francia; o al menos en Costa de Marfil. Lo que no llegó a ocurrir, eso y un montón de cosas más.
Sólo que, neurona a neurona, a lo largo de un periodo de meses (nos acercábamos a la mitad de la ridícula presidencia de Bush, condenada al fracaso) me fui dando cuenta de que tenía una percepción distinta de las cosas. Recuerdo que un día estaba sentado a mi mesa en mi antigua oficina, la inmobiliaria Lauren-Schwindell, de Haddam, buscando unas notas informatizadas sobre una casa que había vendido en King George Road y que seis meses después había vuelto a salir a la venta con un incremento de precio del treinta por ciento, cuando por casualidad oí a una compañera que, tres cubículos más allá, decía en voz lo bastante alta para despertar mi interés: «Ah, ése fue el señor Bascombe. Estoy segura de que él no diría ni haría una cosa así». Nunca supe a lo que se refería ni con quién estaba hablando. No solía dirigirse a mí. Pero aquella noche me acosté pensando en aquellas palabras —«El señor Bascombe no diría…»— y a la mañana siguiente me levanté con ellas en la cabeza. Porque se me ocurrió que aun cuando mi compañera (antigua profesora de historia que había acabado más que harta del Compromiso de 1850) estuviera en condiciones de saber lo que el señor Bascombe podía decir, hacer, comer, llevar, conducir o pensar, y las cosas que le hacían gracia o lo entristecían, además de conocer a las mujeres con quienes se casaba, el propio señor Bascombe no estaba seguro de saberlo. Esa mujer podía haber dicho casi cualquier cosa acerca de mí, y yo siempre habría considerado la posibilidad de que fuera cierto, razón por la cual nunca me sometería al detector de mentiras; no porque mienta con frecuencia, sino porque concedo demasiadas veces el beneficio de la duda.
Pero me di cuenta de que en lo que a mí se refería, muy pocas cosas tenían carácter indeleble —salvo lo que ya había hecho, dicho, comido, etc.—, y todas juntas no prejuzgaban lo que pudiera hacer en el futuro. Yo tenía una historia, de acuerdo, pero en realidad mi personalidad no era muy típica, al menos carecía de una esencia interna en la que alguien, incluido yo mismo, pudiera basarse para hacer predicciones. Y para arreglar eso, pensaba yo, había que hacer algo. Necesitaba ir en busca de una apariencia de carácter reconocible y convincente. ¿Y es que eso no es el sueño más preciado y prepóstumo de todos? La noticia de nuestro prematuro fallecimiento pillando a todo el mundo tan de sorpresa que hermosas mujeres han de abandonar cenas elegantes para estar un rato a solas consigo mismas, sus pobres maridos mirando alrededor, confusos; hombres maduros comprendiendo que no pueden acabar la conversación de sobremesa en el Founders Club porque están demasiado conmovidos. Niños que se despiertan llorando. Los chuchos aúllan, los sabuesos se ponen a ladrar. Todo porque algo fundamental e inefable ha desaparecido, y el mundo entero lo sabe y no halla consuelo.
Pero habida cuenta de cómo iba llevando la vida —siempre mar adentro, esperando el compás adicional—, comprendí que podía morirme y nadie me recordaría por nada. «Ah, sí, aquel tío. Frank, ah… Sí. Humm…». Ése fui yo.
Y no es que quisiera grabar para siempre mis iniciales en el roble de la historia. Sólo deseaba que cuando ya no estuviera en el mundo, si alguien pronunciaba mi nombre (¿mis hijos?, ¿mi ex mujer?) otro pudiera contestarle: «Sí, Bascombe. Siempre me pareció tonto perdido». O bien: «El bueno de Frank, le gustaba hacer el idiota.». O peor aún: «Joder, el tal Bascombe, me alegro de que ese pobre imbécil se haya ido al otro barrio». Esos epítetos serían cualidades humanas que yo reconocería y los demás también, y de las que estaría orgulloso, aunque no fueran heroicas ni particularmente esenciales.
Otra forma de decir esto (y hay muchas maneras de expresarlo todo) es que algún impulso vital me estaba enfrentando severamente con lo que daba la impresión de ser mi identidad (tras una larga ausencia), planteándome, si me decidía a aceptarlo, un imperativo que ninguna de mis decisiones de reciente memoria —voliciones, preferencias, compás adicional, tiempo vivido mar adentro— me había presentado, aunque pudiera afirmar lo contrario y apoyarlo con un sinfín de argumentos. Para un hombre de esencia nada previsible, en eso había un ansia de fatalidad, de solidez, de eso que representa el «carácter». Esa ansia, por supuesto, podría resultar igualmente del reconocimiento de que no se ha hecho ni puñetera cosa trascendente en la vida, buena o malvada, y nunca se hará, y aunque se haga, importará menos que el cuesco de un mono: un reconocimiento que lo dejará a uno de capa caída, es decir, en la más desesperada decadencia.
Sólo que, puedo asegurarlo, ese periodo —de 1990 a 1992— fue el más estimulante de mi vida, de ésos que sólo se tienen una vez, quizás dos, pero no más, y hasta me conformé quizás con no volver a pasar por otro igual, contento de haber tenido la suerte de sentir lo que entonces sentí, aunque en realidad no supiera explicar la causa.
Lo que auguraba —y ésa es la marca más auténtica del Periodo Permanente, que, por cierto, no es un climaterio, viene cuando viene, no a una edad determinada ni cuando uno se lo espera, ni cuando lo tienes todo a huevo (en 1990 yo no lo tenía)— era el fin del perpetuo devenir, del pensar que la vida planeaba maravillosos cambios para mí, aunque no fuera así. Presagiaba una brusca ruptura con el pasado y facilitaba una justificación para pensar sólo vagamente en el ayer (¿quién no pagaría una fortuna por eso?). Auguraba que jóvenes ciudadanos se me acercarían maravillados para preguntarme: «¿Cómo le va la vida? ¿Cómo se las arregla en esta época ignota de la vida?». Pronosticaba que diría en serio para mis adentros, aunque pensara que ya lo decía en serio todos los días: «¡Así es como estoy de jodido! Así me va la vida»; reconociendo, tal como hacía, el engorroso desastre que sería si, una vez convertido en polvo, uno estuviera en fundamental desacuerdo con el mundo sobre esa cuestión.
A raíz de lo cual me puse a decidir cómo podría aprovechar los cinco o diez años siguientes mejor que los últimos cinco, pues el progreso es el criterio de los antiguos para medir el carácter. Había empezado a preocuparme para entonces el hecho de que Haddam pudiera acabar conmigo —igual que Mike suda la gota gorda con respecto a Lavallette—, lo que francamente me ponía los pelos de punta. En consecuencia, me despedí inmediatamente de mi trabajo en Lauren-Schwindell. Puse en alquiler mi casa de Cleveland Street. Hice una proposición matrimonial a Sally Caldwell, que no pudo llevarse mayor sorpresa, aunque no dijo que no (al menos, hasta hace poco). Cobré las acciones de la telefónica que había ido comprando desde la separación. Hice averiguaciones sobre las posibilidades profesionales que había en la costa y estuve en condiciones de comprar Realty-Wise a su dueño, que se jubilaba gracias a un plan de pensiones con seguro de enfermedad. Le hice una oferta muy tentadora sobre una enorme casa de secuoya y altas ventanas, situada frente al mar en Sea-Clift (aún no se había producido el auge de la segunda residencia). Sally vendió su casa de la playa de Stick Style, en East Mantoloking. Y el 1 de junio de 1992, con Clinton cerca de la Casa Blanca y el mundo pareciendo más posible que nunca, llevé a Sally a Atlantic City y en una cómica ceremonia en la Best Little Marriage Chapel de Nueva Jersey, un chalé tipo Heidi de color rosa, blanco y azul en Baltic Avenue, nos casamos: movidos por la necesidad, optamos por lo material mediante un simple acto. Acabamos el día, mi segundo día de boda y de Sally también, y el primer día completo del Periodo Permanente, comiendo almejas fritas y bebiendo Rusty Nails en un chiringuito de la playa, riéndonos tontamente y planeando el extraordinario futuro de que íbamos a disfrutar.
Y lo hicimos. Hasta que me descubrieron un cáncer poco después de que el primer marido de Sally volviera de entre los muertos, donde había estado a buen recaudo durante décadas. Después de lo cual todo se jodió de lo lindo, como solía decir mi hija, Clarissa, y el Periodo Permanente se vio sometido a su más dura prueba por diversas fatalidades, aunque hasta ahora ha demostrado su carácter perdurable.
La funeraria Mangum & Gayden, que está en Willow Street, calle bordeada de robles, es una enorme mansión victoriana, de teja plana y color mostaza, con una aparatosa balaustrada en el porche sobre un seto de vigorosas coníferas, con densos arbustos perennes rodeando un sauce apropiadamente llorón en el jardín y una gruesa alfombra de césped hasta la misma acera. Cualquiera habría dicho que M&G era el hogar de una gran familia simpática y acogedora, habitado por gente satisfecha y entretenida, en lugar de una funeraria cuyos inquilinos están más tiesos que una escoba y donde se siente un escalofrío nada más entrar por la puerta. Lo que la distingue como establecimiento mortuorio y no como domicilio particular es un letrero discreto y tenuemente iluminado que dice: MANGUM & GAYDEN - APARCAMIENTO DETRÁS: una puerta cochera lateral que en un principio no formaba parte de la casa con dos o tres Cadillacs negros y relucientes que por lo visto no tienen nada que hacer. Una ordenanza sobre carteles recientemente promulgada en Haddam prohíbe la utilización de la palabra funeraria, aunque Lloyd Mangum disfruta de una cláusula de exención por derechos adquiridos. Pero desde un avión nadie podría decir mirando hacia abajo: «Ésa es una funeraria», porque está enclavada en una hilera de residencias clásicas que valen una fortuna. Lloyd dice que a sus vecinos de Haddam no les importa vivir al lado de los difuntos, y su proximidad nunca ha frenado el mercado en esa zona. La mayoría de compradores piensa probablemente que una funeraria es mejor que una casa llena de adolescentes que no hacen caso de nada y aprenden a tocar la batería. Y Lloyd, descendiente del Mangum original, me ha dicho que, después de pasar a ver a la tía Gracie, los que van a velar a los muertos dejan un buen donativo para el mantenimiento del edificio antes de marcharse. Lloyd y su familia, en realidad, viven en el piso de arriba.
Aparco un poco más abajo de la calle y vuelvo andando. La previsión del tiempo anuncia la rápida llegada de las nubes que se cernían sobre Mullica Road. Un metálico olor a lluvia impregna el ambiente, y hacia Pensilvania se ven nubarrones morados, verduzcos y grises que anuncian un cambio brusco de estación. Dentro de una hora podría nevar: un día funesto para un entierro, aunque ¿hay alguno bueno?
Fuera, en el último escalón de la entrada, fumando, veo a Lloyd y otro conocido mío, amigos ambos del fallecido y posiblemente los únicos en velarlo. Ernie McAuliffe, para ser francos, tardó una eternidad en dejar este mundo. Todos los que lo apreciaban se despidieron tres veces de él, y luego otra más. Su mujer, Deb, hace mucho que se volvió a Indiana, y su hijo único, Bruno, marino mercante, vino, hizo sus breves y estrangulados adioses y se largó. El propio Ernie se encargó de todo lo relacionado con el entierro, incluidos los postreros cuidados en Delaware-Vue Acres, en Titusville, y dejó instrucciones notariales sobre quién, qué y cuándo debía hacer esto y lo otro; nada de flores, nada de lloriqueos frente a la tumba, nada de exequias propiamente dichas, sólo metido en una caja y enterrado, como a todos nos gustaría que hicieran con nosotros. Incluso llegó a un acuerdo con un anónimo enfermero para que lo despachara con suavidad cuando todo resultara inútil.
Al venir aquí, soy plenamente consciente de ello, estoy quebrantando los deseos de Ernie. Pero el sábado salió su esquela en el Packet, y de todos modos hoy venía para acá con Mike. ¿Por qué hacemos las cosas? Para nuestro provecho, fundamentalmente. Ernie, sin embargo, era un tío estupendo, y lamento que haya dejado de existir. Memento mori en la estación seca.
Ernie era, en realidad, el mejor tío que he conocido, una persona con la que cualquiera se alegraría de sentarse en un bar, un mutilado veterano de Vietnam que seguía llevando sus placas de identificación pero no dejaba que eso lo deprimiera o lo llenara de autosuficiencia. Había visto cosas horribles y probablemente también había hecho algunas por su cuenta. Aunque eso nadie lo sabía. Hablaba de sus hazañas, de sus camaradas, de la guerra y de los políticos que la dirigían de la misma manera en que uno describiría lo que había pasado cuando el equipo de fútbol americano de su instituto ganó once a cero pero perdió el campeonato del estado frente a un insignificante rival, muy agresivo pero inferior.
Ernie se crió en una granja lechera cerca de La Porte, en Indiana, y asistió a un colegio estatal. Cuando salió del ejército, sin la pierna izquierda, se dedicó de lleno a la industria ortopédica, primero como principal agente de ventas, «introduciendo» luego en Nueva Jersey la técnica moderna de las prótesis, y administrando después una gran empresa para acabar siendo el puñetero dueño. Algo sobre la barbarie de la guerra y toda aquella juventud desperdiciada, me dijo una vez, le había hecho pensar que la ortopedia, y no las vacas lecheras, era su vocación en la vida, la manera de dejar su huella en el mundo.
Ernie, incluso con una pierna de la era espacial, era un tío alto y desgarbado, moreno, que caminaba sobre la punta de su único y descomunal pie, y llevaba el pelo largo, untado de brillantina y prodigiosamente peinado a raya, lo que le daba un aire a uno de aquellos atractivos actores de Hollywood de los años cuarenta. Se rumoreaba asimismo que poseía una de las pichas más grandes que nadie hubiera visto jamás (a veces la enseñaba por ahí, aunque yo nunca se la vi) y en ciertos ámbitos se le conocía por el apodo de «Dillinger». Tenía un excepcional sentido del humor, era capaz de imitar toda clase de acentos europeos y andares descoyuntados y estrambóticos y para él el colmo de la felicidad era estar en un campo de golf, sentado con una toalla sobre la pelvis, la pierna postiza apoyada en la pared, o jugando al pinacle en el «décimo noveno hoyo» del club de campo de Haddam. Se decía que Deb había vuelto a Terre Haute por motivos sexuales: probablemente para acostarse con un hombre normal. Ernie, sin embargo, sólo hablaba de ella con inquebrantable cariño, como diciendo: Nadie sabe lo que pasa entre un hombre y una mujer a menos que se sea el autor de la novela. Aunque a él, por razones evidentes, nunca le faltó compañía femenina.
Mi otro compañero de duelo, que ahora está en los escalones de entrada de la funeraria Mangum, es Bud Sloat, conocido a sus espaldas como «Sloat el Escurridizo». Los dos llevan una gabardina negra London Fog, a tono con el tiempo. Lloyd es alto, va con la cabeza descubierta y tiene un aire solemne, pero Bud lleva un estúpido sombrerito irlandés de tweed y mocasines de color burdeos que le dan un aspecto deportivo y hacen pensar que asiste al velatorio por pura casualidad.
Tanto Lloyd como Bud pertenecen al grupo de amigos que «dio un paso al frente» cuando Ernie descubrió que tenía un linfoma y empezó a empeorar rápidamente. Se dedicaron a organizar excursiones a los Pine Barrens, a Island Beach (cerca de donde vivo) y a la reserva de cisnes de Tundra, en la bahía de Delaware, donde daban caminatas por la playa (cuando Ernie se sentía con fuerzas suficientes) y luego se sentaban formando un círculo en la arena o en las peñas y contaban historias sobre Ernie, entonaban canciones tradicionales, hablaban de política y literatura, recitaban poemas heroicos, decían plegarias laicas, contaban chistes verdes y a veces lloraban como niños, maravillándose todo el tiempo de la fugacidad de la vida y el misterioso más allá que todos tendremos que afrontar un día. Estuve una vez con ellos a finales de octubre, antes de que Ernie necesitara transfusiones para seguir funcionando. Era una mañana de otoño con un cielo pálido y un aire claro y denso —estábamos en la playa, justo enfrente de mi casa—, cinco hombres de mediana edad con pantalones cortos, jerséis y camisetas que decían Harrah’s y Paternidad Programada, junto a McAuliffe «el Quedón» (su otro mote), el cojo cada vez más pálido que renqueaba con un aura verduzca sin mucho aguante ni joie de vivre. Yo creía que sólo daríamos una tonificante caminata por la playa, recogiendo erizos de mar, dejando que la fría marea nos picoteara los dedos de los pies, observando cómo los cernícalos y las golondrinas revoloteaban y atravesaban en picado la brisa marina, con el propósito de confirmar así la fe en la vida de los hombres capaces de vivirla.
Sólo que en determinado momento, los otros cuatro, incluidos Lloyd y Bud, rodearon al pobre Ernie —que nos seguía renqueante con su prótesis de la era espacial pero aún en forma pese a encontrarse al borde de la muerte— y extasiados le aseguraron que todos lo querían mucho y que nadie bajo la capa del cielo le llegaba a la altura del zapato, que la vida era el momento presente y había que sentirla, que la muerte era tan natural como un estornudo. Entonces, para espanto mío, como un grupo de nativos llevando una canoa, cogieron a Ernie a hombros y se metieron con él —pata de palo y todo— en el mar, donde lo acunaron sobre sus brazos entrelazados, y lo sumergieron totalmente mientras murmuraban y salmodiaban: «Ernie, Ernie, Ernie, estamos contigo, hermano», como si ellos también tuvieran un linfoma y dentro de seis semanas fueran a estar tan muertos como él.
Una vez que se desencadenan esas extrañas actividades, no hay manera de pararlas sin hacer que todo el mundo parezca gilipollas. Y con interrumpirlas quizás sólo se habría conseguido que Ernie se sintiera como un idiota por ser objeto de esa chaladura. Uno de los componentes del equipo de inmersión era un ex clérigo de la Iglesia unitaria que había estudiado antropología en Santa Cruz, y todo aquel horrible follón fue idea suya. Había enviado instrucciones por correo electrónico a todo el mundo, sólo que yo no tenía ordenador (o no me habría acercado ni a doscientos kilómetros de aquel lío). Ernie, sin embargo, como tampoco estaba avisado, forcejeó para liberarse de la presa de sus captores. Quizás pensara que iban a ahogarlo para salvarlo de un destino aún más sombrío. Pero el antiguo eclesiástico, que se llama Thor, empezó a decir:
—Tranquilo, Ernie, no pasa nada, relájate.
Los consumidos ojos azules de Ernie —la esclerótica amarillenta como de mostaza barata— me localizaron en la playa. Se me quedó mirando un momento, boquiabierto, el anguloso rostro triste, engañado y de sobra querido.
—¿Qué coño es esto, Frank? ¿Qué pasa aquí? —me dijo a mí, pero dirigiéndose también a todos los demás—. ¿Qué cojones queréis hacer, gilipollas?
Y en ese preciso momento lo sumergieron en las gélidas aguas, sosteniéndolo entre los brazos como si ya estuviera muerto.
—¡Uuuuaaauuu! Joder, qué fría está!
—Está bien, Ernie —le repetía Thor al oído—. No te resistas. Sumérgete. No pasa nada.
A Ernie se le desencajó la boca como a un personaje de tebeo. Se le relajaron los hombros, se le quedó colgando la cabeza, su abatida mirada se fijó en el cielo. Una vez que lo sumergieron, le tocaron el rostro, el pecho, la cabeza, las manos, las piernas, hasta el culo, creo.
—Me estoy muriendo de un puto cáncer —gritó Ernie de pronto, como habiendo recobrado súbitamente la dignidad—. ¡Dejadlo de una puñetera vez!
No hice nada. Aunque hubo un momento —justo cuando sumergieron al pobre Ernie para abandonarlo a las húmedas garras del Atlántico (nadie se detuvo a pensar que podía pescar una neumonía) y él volvió la cabeza hacia la playa y me miró de nuevo, los ojos desvalidos y resignados pero llenos también de sentimiento— en que me di cuenta de que estaban haciendo por Ernie todo lo que pueden hacer los vivos, que más raro aún era que yo me mantuviera al margen y, peor todavía, que Ernie era consciente de todo eso. No suele pensarse en esas cosas hasta que es demasiado tarde. De todos modos, no permitiría que me hicieran a mí algo así, por mal que estuviera yo o por bien que le sentara a otro.
—O sea, ¿quién ha decepcionado a quién, joder? —dice Bud Sloat—. Si no eres capaz de ganar donde has nacido, y la Bolsa está a diez cuarenta y dos, y en tu estado natal la gente es tan gilipollas como en Tennessee, yo me retiraría. ¡Vaya si me retiraría, coño!
Bud no está hablando en el respetuoso murmullo debido a los muertos que yacen más allá de las dobles puertas de cristal esmerilado, sino sólo parloteando de manera escandalosa sobre lo primero que se le pasa por la cabeza. Las elecciones. La economía. Bud es abogado de formación —licenciado en Derecho por Princeton y Harvard—, pero tiene un comercio de lámparas en Haddam, Sloats Decors, y ha instalado personalmente sus creaciones exclusivas, más bien caritas, hasta en casa del último directivo de empresa de la ciudad, ganando dinero a espuertas. Tiene sesenta años, es regordete, de corta estatura y dientes amarillentos: un individuo grosero, menudo, casposo y bronceado que lleva gafas de media luna compradas en el supermercado y colgadas al cuello con un cordón. Si no fuera por el sombrerito irlandés, se le vería el tupé, entre pajizo y fresa, que resulta tan auténtico como un gallo rojo cacareando en su cabeza. Bud es un urbanita a ultranza y suele llevar el atuendo oficial de Haddam para el verano: pantalón caqui, chaqueta azul, camisa blanca Izod o, si no, una Brooks’ de color rosa con botones en el cuello y corbata a rayas, cinturón de lona, zapatos náuticos y una insignia de oro en la solapa con las enigmáticas letras YCDBSOYA, por las cuales desea Bud que todo el mundo le pregunte. Pero el frío y la solemnidad de la jornada lo ha obligado a ponerse unos amplios pantalones de pana verde, unos estúpidos zapatos de cordones y un jersey de lana, de cuello alto y color naranja que lleva bajo la gabardina negra, de manera que parece que va a Princeton a ver un partido de fin de temporada. Sólo le falta el banderín.
Bud es demócrata conservador (es decir, republicano), aunque ahora proteste queriendo dar la impresión de que el pelmazo de Gore, su colega de Harvard, lo ha traicionado, como si le hubiera votado. Bud, ni que decir tiene, ha votado a Bush, y si yo no estuviera aquí, él proclamaría que ha hecho muy bien: «Ah, sí, como haría cualquier hombre de negocios con sentido práctico». La mayoría de mis conocidos de Haddam son republicanos, incluido Lloyd, aun cuando años atrás empezaron votando al otro bando. Ninguno de ellos quiere hablar conmigo de esa cuestión.
—¿Qué tal va la buena de doña Próstata, Franklin?
Bud frunce los labios en una mueca de falsa gravedad, como si todo el mundo supiera que como el cáncer de próstata es un problema delicado tenemos que tomárnoslo un poco a la ligera. El tratamiento a que me sometí en la Clínica Mayo salió a la luz (lamentablemente) en octubre durante una varonil sesión de «compartir las penas» con Ernie en la fría playa, justo antes de que lo sumergieran en el mar por su propio bien. Convinimos en contar una historia verdadera, y ésa era la única que yo tenía, porque no quería «compartir» la otra de mi mujer largándose con su marido muerto. Sé que Bud quiere preguntarme por la sensación que da el andar por ahí con semillas radiactivas en la caja de cambios, pero no se atreve. (Normalmente no se nota; aunque, desde luego, siempre se tiene presente).
—En marcha y funcionando, Bud.
Me detengo a su lado en el arranque de los escalones y, sin despegar los labios, le dirijo una sonrisa amarga, impaciente, lo que una vez más le informa de que no me cae simpático. Haddam estaba antes llena de chismosos como Bud Sloat, gente de Princeton que no hacía más que piarlas y nunca se perdían una Nochevieja en el Princeton Club, asistían a todas las reuniones de antiguos alumnos, partidos de béisbol y cenas para recaudar fondos, y se acostaban con su pijamita atigrado y su sombrerito anaranjado y negro. A esos tíos les mola la genealogía y la historia de la guerra civil, y cuando se ponen a hablar les gusta citar a Mark Twain y al general Patton, y afirmar que una educación de primera como preludio a una vida fecunda era exactamente lo que el viejo Witherspoon[14] pretendía inculcar allá por el año mil setecientos y pico. La tarjeta de visita de Bud, en letras góticas y con la divisa y los colores de Princeton (reconozco que es admirable) en relieve, dice: Primero la vida de estudio. Y luego, las lámparas.
—En realidad, Frank, ahí dentro no pasa nada —murmura Lloyd, con voz experta en velatorios, sosteniendo un cigarrillo en el hueco de la mano a la altura del bolsillo de la gabardina y dejando escapar una bocanada de humo por la narizota.
Desde mi posición, veo perfectamente el interior de las ventanillas de la nariz de Lloyd, negras como carbón bituminoso. Él se ocupó del entierro de mi hijo Ralph en esta misma casa hace diecinueve años, y siempre hemos compartido cierta tristeza (lo que también habrá hecho con otras ocho mil personas, a muchas de las cuales también se ve obligado a enterrar últimamente). Siempre que me ve, Lloyd me pone la manaza en el hombro, acerca su morado rostro al mío y en tono de barítono de Hollywood me pregunta:
—¿Cómo van los chicos, Frank?
Como si Clarissa y Paul, los hijos que me quedan, tuvieran para siempre cinco y siete años, lo mismo que Ralph tendrá nueve para toda la eternidad. Lloyd es grandote, alto, robusto y encantador de la misma manera que Bud es gordo, desagradable e indecente: un individuo tosco y corpulento, con cabeza de patata y hombros en forma de percha que años atrás jugó de defensa lateral con los Scarlet Knights, que mira con unos conmovedores ojos hundidos de color caoba, enmarcados en unas huesudas cuencas de tintes azulados, y que siempre huele a tabaco. Es como si Lloyd fuera dueño de una funeraria porque un día se miró al espejo y se dio cuenta de que tenía aspecto de enterrador. A mí me encantaría que me enterrara Lloyd si me pareciera bien que me enterraran; pero no me lo parece.
—Hemos puesto a Ernie en una sala de duelo durante una hora, Frank, por si acaso, pero tenemos que sacarlo. Ya sabes. No es que a él vaya a importarle mucho.
Lloyd cabecea con aire profesional y baja la vista hacia la punta de sus anchos zapatos negros. Una densa vaharada de Old Spice mezclada con aroma de tabaco asciende del torso de Lloyd. No he venido con intención de ver a Ernie, ni siquiera me apetece ver el féretro dentro del cual lo van a sacar.
A un costado del edificio, los faros de un alargado Ford Expedition negro destellan entre la bruma: preparado para trasladar a Ernie al cementerio, donde probablemente ya han abierto su fosa. Lloyd siempre utiliza todoterrenos para entierros sin cortejo fúnebre. Sin pompa ni murmullos, el último acto de la vida cobra un carácter tan natural como devolver un libro a la biblioteca pública.
—¿Sabes lo que ha dicho la mujer de la muerte? —dice Bud Sloat, con las redondas y rosadas mejillas vueltas a un lado, como si estuviera escuchando música, los párpados caídos sobre sus astutos ojos de comerciante para transmitir suficiencia.
—¿Qué mujer de la muerte? ¿Qué es eso de mujer de la muerte? —pregunto yo.
Lloyd emite un gruñido de desaprobación, se inclina hacia atrás sobre sus zapatos de enterrador. Relucientes, limpísimos.
—Bueno, mira, es que Ernie convino en que una psicóloga de Oregon estuviera presente en el momento de su muerte. Cuando se muriera de verdad. —Bud sigue con la cabeza ligeramente vuelta, como si me estuviera contando un chiste verde—. La psicóloga quería preguntarle cosas hasta el último instante, ¿sabes? Y luego repetir su nombre durante diez minutos para ver si Ernie hacía algún esfuerzo por volver a la vida.
Bud arruga el ceño, sonríe luego: sus labios finos, violáceos y de lo más imbesables, abiertos con desagrado, indicando que en definitiva Ernie no era uno de los nuestros (Old Nassau[15], etc.), y ahí teníamos la prueba definitiva.
—Buena idea, ¿eh? ¿Qué te parece? —Bud pestañea, como si aquello fuera demasiado increíble para explicarlo con palabras.
—Creo que tendré que pensarlo —le contesto.
Pero no mucho. No me hace falta enterarme de esas cosas. Aunque, desde luego, es exactamente lo que le da por cotorrear a la gente a la puerta de la funeraria cuando el cadáver sigue enfriándose en el interior. Ahora se puede decir: a quién se folló, lo contentos que estamos de ser más listos, adonde va a ir su dinero, vaya mérito que él esté ahí dentro y nosotros aquí afuera.
Bud emite un ruido gutural que pretende ser una risa.
—Pero espera a saber lo que ha dicho. Esa profesora Novadradski. Será rusa, naturalmente.
Recuerdo un momento a Ernie desgañitándose con su acento «rusho» y dando puñetazos en una mesa del Manasquan Bar hace muchos años, cuando el ruso significaba algo. «Niet, niet, niet», gruñía y gritaba aquella noche con respecto a cualquier chaladura, quitándose un zapato y golpeándolo contra la mesa como hizo Jruschov, mientras sudaba y bebía vodka como un cosaco. Y todos nos reíamos hasta que se nos saltaban las lágrimas.
—Lo que dijo fue lo siguiente…, y me lo ha contado Thor Blainer —se refiere al clérigo unitario que colgó los hábitos—. Me ha contado que el enfermero de Delaware-Vue fue y le puso a Ernie la inyección definitiva porque llevaba unos días pasándolo bastante mal. Simplemente entró en la habitación e hizo lo que tenía que hacer. Y al cabo de unos tres minutos, Ernie dejó de respirar, sin siquiera decir una palabra. Entonces esa rusa, justo en su cara, empieza a repetir su nombre una y otra vez: «Er-nie, Er-nie. ¿En qué piensasss? ¿Cómo estássss? ¿Vess colorress? ¿Cuáless? ¿Tienes frrrío? ¿Oyess essta vozzz?». Lo decía, claro está, en tono tranquilizador, no fuera a asustarlo si quería volver a la vida.
Lloyd ya ha oído suficiente y se dirige al lateral de la casa a echar un vistazo al Expedition, con los faros aún brillando entre la niebla. Un ruido sólo audible para quienes trabajan en la funeraria ha llegado a sus oídos, avisándole de que hay un asunto que requiere su buen hacer. Se aleja sin prisas, las manos en los bolsillos de la gabardina, inclinado hacia delante como si algo le llamara la atención. Lloyd ha oído historias de ésas miles de veces: difuntos que se incorporan súbitamente en la mesa de embalsamar; dedos que se extienden para una última sensación táctil antes de que el fluido entre gorgoteando; cadáveres que inexplicablemente han cambiado de postura en el ataúd, como si el ocupante se hubiera puesto a dar cabriolas cuando apagaron la luz. La especie humana no abandona este mundo de buen grado. Y Lloyd lo sabe mejor que Kierkegaard.
—Vale, Lawrence —oigo que dice Lloyd por el otro lado de la casa—. Vámonos ya.
Un negro alto y joven, con un lustroso traje negro, camisa blanca y corbata estrecha, bien abrigado con una voluminosa parka Eagles verde y plateada y una vistosa águila en la parte izquierda de la pechera, sale del garaje junto al lateral del edificio. Lleva en los labios una amplia sonrisa de complicidad, como si dentro hubiera pasado algo serio —aunque no preocupante—. Se detiene e informa de lo ocurrido a Lloyd, que baja la cabeza, escuchando, y seguidamente empieza a moverla de un lado a otro, asombrado a pequeña escala. Conozco a ese joven. Se llama Lawrence Lewis, «el Scooter», hijo del fallecido Everick Lewis y sobrino del también extinto Wardell, emprendedores hermanos que ganaron montones de pasta a principios de los noventa convirtiendo en residencia de clase media un barrio negro de desvencijadas viviendas por la parte de Wallace Hill y vendiéndoselas a jóvenes yuppies recién llegados a la ciudad. Yo vendí dos casas de aquéllas en Clio Street. Lawrence, según ha llegado a mi conocimiento, fue a Bucknell con una beca de atletismo pero no duró mucho, hizo luego el servicio militar en la Fuerza Aérea y al volver a casa encontró un hueco en la ciudad. No es una historia insólita, ni siquiera en Haddam. Scooter, que parece más joven de lo que es, me reconoce inesperadamente y, desde el otro lado del jardín, me dirige una simpática sonrisa acompañada de un pequeño saludo con la mano para luego dar media vuelta hacia el Expedition antes de ver que le devuelvo el saludo.
—Escucha lo que viene ahora, Frank. —El breve labio superior de Bud empieza a curvarse en una mueca desdeñosa. Me parece que no va a gustarme mucho esa historia, sea cual sea. Espero que Ernie haya tenido la delicadeza de quedarse quieto como un buen muerto y no hacer el ridículo—. La rusa deja de repetir «Er-nie, Er-nie», y le acerca la oreja, a ver si oye algo. Y cuando la habitación se queda en completo silencio, la tía oye, y lo jura, algo parecido a una voz. ¡Pero viene del estómago de Ernie! —Bud esboza otra sonrisa de perplejidad, que le borra la mueca del rostro. Se parece mucho a Percy Helton, el actor de otro tiempo, con su voz redonda y áspera, cobarde y malvado, los ojos recelosos abiertos como platos en un fingido horror que en realidad es regodeo—. Lo juro por Dios, Frank. La rusa asegura que la voz decía: «Estoy aquí. Aún sigo aquí». Y salía de su puñetero estómago. ¿No es lo más cojonudo que has oído en la vida?
Bud, por alguna razón, abre la boca como si quisiera emitir algún sonido, pero no le sale nada, de manera que ahora (tras haber visto por dentro la nariz de Lloyd) tengo que ver esa lengua breve, gruesa, harinosa, color de café con leche, ancha como Maryland, y que, estoy seguro, exhala miasmas a los que no deseo acercarme. Hombres. A veces hay demasiados en el mundo. Lo que yo daría en este mismo momento por una mujer que transmitiera sensaciones olfativas y táctiles. Los hombres pueden ser la peor compañía del mundo. Un perro es mejor.
—También afirmó que estaba vivo en sentido sexual. ¿Qué te parece eso, eh? —Bud abre y cierra los sulfurosos ojillos mientras manosea las medias gafas que le cuelgan del cordón sobre la gabardina negra.
—La muerte es como cuando se apaga la tele, Bud. A veces queda una lucecita encendida en el centro. No merece la pena darle vueltas. Es igual que si preguntas: ¿dónde vive Internet? O bien: ¿pueden los ermitaños tener invitados?
—Eso es una chorrada —replica Bud con un gruñido.
—Puede que tú oigas más chorradas que yo, Bud. —Le dedico otra sonrisa amarga, nada amistosa.
Empieza a nevar con esa variedad de copos ligeros pero rápidos, de los que escuecen cuando los arrastra el fuerte viento de noviembre, y hacen que el césped sea más verde y crujiente bajo los pies. Agudos copos me acribillan las orejas, se asientan en mis párpados, salpican el desenfadado ángulo superior del sombrerito de tweed que lleva Bud. Contrariamente a lo que cabía esperar, desearía estar dentro, velando a Ernie en su ataúd, y no aquí afuera. Recuerdo una noche hace años cuando un joven Buddy Sloat, delgado pero no por eso menos gilipollas —aún abogado de divorcios pero antes de que le diera por la no estudiada vida de las lámparas—, armó un jaleo tremendo sobre la cuestión, nada menos, de si un sordo que viola a una sorda debe ser juzgado por un jurado de sordos. Bud pensaba que no. El otro tío, un otorrinolaringólogo llamado Pete McConnicky, socio del Club de Divorciados, creía que todo aquello iba de cachondeo y paseaba la mirada por la barra para ver si alguien estaba de acuerdo con él y suavizaba la presión que Bud sentía por el hecho de querer tener siempre la razón en todo. Al final, McConnicky acabó dando un puñetazo a Bud en la boca y marchándose, lo que suscitó un aplauso general. Durante una temporada, todos nos referíamos a Bud como «Sloat Golpe de Hierro», riéndonos de él a su espalda. Ahora resultaría agradable sacudirle un buen sopapo en la boca y mandarlo llorando de vuelta a su tienda de lámparas.
Bud, sin embargo, no quiere seguir hablando conmigo. Observa el Expedition que, semejante a un furgón celular, sale del garaje con los limpiaparabrisas barriendo los copos recién caídos, los enormes faros atravesando las ráfagas de nieve, el frío adensando el humo gris del tubo de escape. El oscuro féretro de Ernie McAuliffe va en el compartimento de equipajes, tras las ventanillas con las cortinas corridas, tan solitario y anónimo como la muerte misma: justo como quería Ernie, por mucho que su estómago se empeñara en discrepar. Lewis el Scooter va erguido al volante, el rostro brillante y solemne con tímida cautela. Lloyd observa en el césped, junto al camino de entrada. Probablemente tendrá otro acontecimiento de ese tipo dentro de media hora. La gestión de una funeraria no es tan distinta de la de un restaurante.
Inesperadamente, sin embargo, antes de que Scooter pueda maniobrar en la calle con el voluminoso Expedition para torcer hacia Constitution y dirigirse al cementerio, una cuadrilla de figurantes (Continentales) que representan la batalla de Haddam surge en tropel y le corta el paso en la esquina de Willow Street. Esos «patriotas» vienen corriendo, mosquete en mano, desordenadamente, las calzas tejidas a mano caídas hasta los tobillos, los faldones de la camisa por fuera, batiéndose en retirada, o eso parece, huyendo de una compañía más pequeña pero bien organizada de granaderos británicos, que aparecen con sus casacas rojas por la misma esquina en cerrada formación, los mosquetes en orden de ataque, las bayonetas relucientes, botas y cinturones negros de reglamento, guerreras carmesíes y sombreros de piel y alta copa que atrapan la poca luz que hay. Ofrecen un aspecto impresionante. Los Continentales se dan gritos de ánimo y se intercambian consignas sin dejar de correr.
—Vamos al cementerio y allí nos desplegamos —dice uno, agitando el brazo—. No disparéis hasta que estén muy cerca.
Desde el jardín de la funeraria, veo que es un asiático, de corta estatura y calzas caídas, aunque su voz de mando transmite verdadera autoridad.
Los Casacas Rojas, una vez doblada la esquina, forman a paso rápido dos columnas de a cinco, a lo ancho de la calle, cinco de rodillas, cinco de pie a su espalda. Un oficial alto y esquelético se apresura hacia ellos y sin ningún preámbulo, alzando un voluminoso sable en el aire de Nueva Jersey, grita una orden con acento inglés. Los Granaderos se llevan el mosquete al hombro, lo amartillan, bajan el cañón y —justo en medio de Willow Street, entre la fría y nebulosa nieve, como debió haber ocurrido en 1780— apuntan a los americanos, que están justo enfrente de Mangum & Gayden (a punto de recibir una descarga), cortando el paso a Lewis el Scooter y a su Expedition.
Los mosquetes ingleses producen un ruido sordo, poco alarmante, y emiten una ridícula cantidad de humo blanco del cañón y la recámara. Los Continentales, pasando atropelladamente frente a la funeraria, se vuelven al oír la descarga, y desde diversas posiciones —de rodillas, en pie, agachados, cuerpo a tierra sobre el asfalto señalizado con franjas amarillas—, devuelven el fuego con estallidos igualmente inofensivos y la misma producción de humo. E inmediatamente, dos británicos se quedan tan tiesos como témpanos. También son alcanzados tres Continentales —uno que se ha refugiado tras el guardabarros del coche fúnebre, con Ernie en la parte de atrás—. Resulta más angustioso ver cómo mueren los americanos que los ingleses, que saben cómo expirar mejor. (Es un extraño espectáculo, debo reconocerlo). Los Granaderos que quedan, empiezan a recargar, sirviéndose de baquetas y pedernal, mientras los Continentales —precursores mundiales de la guerra de guerrillas y el terrorismo— les vuelven la espalda y, gritando y armando mucho jaleo, se largan a toda prisa hacia Constitution, donde dan la vuelta a la esquina y desaparecen. La batalla de Willow Street no ha durado ni dos minutos.
Lloyd Mangum, Bud Sloat y yo, con Scooter al volante del coche fúnebre, hemos permanecido inmóviles sobre la hierba húmeda como mudos testigos. Ningún ser humano ha salido de las casas vecinas para averiguar lo que pasa. El humo de los mosquetes flota en el ambiente brumoso y nevado de Willow Street, envolviendo por un instante mi Suburban, aparcado en la otra acera. El alboroto de los Continentales, gritando consignas y armando follón, resuena a través de los jardines y los silenciosos plátanos. Se oyen más descargas de mosquetes en las calles adyacentes, otros gritos masculinos sobre el apagado rumor de tambores de campaña y una corneta. Casi resulta conmovedor, aunque no estoy de humor para ello. Ernie, que también fue combatiente una vez, se lo habría pasado estupendamente. Se habría preguntado, como yo hago ahora, si había chicas entre los soldados.
Los británicos —menos dos— han vuelto a formar y parecen un cuadrado en movimiento mientras marchan para torcer por la esquina de Green Street. Los tres Continentales «muertos» han vuelto a la vida y echan a andar por Willow, mosquete al hombro, cañón hacia delante, a reunirse con sus enemigos, que están esperando, sacudiéndose el polvo de los calzones. Un traqueteante camión azul de basura surge aparatosamente por la esquina. Dos adolescentes negros van agarrados a los asideros de fuera, imitando los ruidos del jefe de la cuadrilla para indicar las paradas. Es «martes de recogida». Cubos de plástico verde de gran tamaño esperan en el arranque del camino de acceso a las casas, junto a rojos contenedores de reciclaje. Detalles en los que no me he fijado hasta ahora.
Los chicos del camión hacen algún comentario atrevido a los Continentales y se parten de risa, balanceándose en torno a los asideros como increíbles acróbatas. Ni se inmutan cuando uno de los irregulares les apunta con el mosquete y simula un disparo, aunque la acción suscita las risas de los soldados mientras desaparecen al dar la vuelta a la esquina.
—¿Sabes lo que va a grabar Ernie en su lápida? —me dice Lloyd, poniéndose a mi lado, el repugnante Old Spice formando un halo a su alrededor.
Le sale un ruido sibilante del fondo del pecho, y los espesos folículos negros en torno a la espiral de su oreja izquierda son iguales que los de su nariz. Lloyd es un individuo de los que ya no quedan en Norteamérica, aunque en otro tiempo hubo muchos: hombres sin condiciones previas ni afiladas aristas con las que el mundo haya que lidiar, hombres que van a trabajar, desempeñan tareas importantes, aunque nada sensacionales, llegan a casa a su hora, se sirven una bebida fuerte de color tostado, disfrutan de la compañía de la señora hasta las diez, ven las noticias de la noche y se dirigen lenta y pesadamente a la cama, a dormir el sueño de los justos. No me gusta estar con hombres de mi edad —porque hacen que me sienta viejo—, pero Lloyd es una excepción. Me cae estupendamente, con su sombrío y meditabundo semblante de épocas pasadas, su anticuada loción para después del afeitado. Es competente, serio, simpático, de una pieza y nada complicado: lo que se espera de un director de pompas fúnebres. Tom Benivalle, en la mejor idea que secretamente tiene de sí mismo, se parece a Lloyd, y eso es lo que me resulta agradable de él. Es consciente de lo que pretende ser. Aunque Benivalle es la imagen moderna —con aristas y nerviosa impaciencia, móvil en mano— de que las cosas pueden no salir bien. Todo ello en un paquete de pasta italiana.
—¿Qué? —pregunto a Lloyd acerca de la lápida de Ernie.
Bud ha ido subiendo poco a poco los escalones de acceso y está entrando en la funeraria. Nieva ahora con más fuerza, aunque no durará mucho. Mi canal de noticias de Filadelfia para madrugadores ni siquiera ha mencionado la nieve a las seis de la mañana, cuando me he levantado.
—Va a poner Soportó alegremente a los imbéciles. —Sus largas y azuladas facciones pasan de la melancolía al regocijo.
Vuelvo a mirar a Lloyd pero, debido a la diferencia de altura, estoy obligado —una vez más— a verle la espelunca de la ventana izquierda de la nariz.
—Sensacional.
Lewis el Scooter, en el Expedition, ha dejado pasar al ruidoso camión de basura y emprende con todo cuidado la maniobra de salir a Willow Street. Tiene una expresión seria y esforzada. Nada de guiños, ni sonrisas ni poner los ojos en blanco. Los chicos del camión de basura se vuelven y miran con desconfianza al coche fúnebre.
—A Ernie le habría gustado que hubiera una batalla en su entierro, ¿no crees, Frank? Un des-entierro.
A Ernie le gustaba invertir el significado de las palabras para reírse de ellas. Des-emborracharse. Des-trabajar. Des-enriquecerse. «Era una época en la que seguía des-enriquecido». Cuando decía algo así, todos lo repetíamos. Des-joder. Des-Jersey.
—Me sorprende que nadie pida una guerra —digo—. O al menos una escaramuza.
Nunca he tomado «disposiciones» con Lloyd, pero quizás debería hacerlo, ya que tengo una enfermedad mortal.
—Si a la gente le diera por pedir eso, yo no seguiría mucho tiempo trabajando en esto.
Lloyd emite un suspiro que parece haber estado conteniendo durante algún tiempo. Ha visto a Ernie en la hora postrera, tan muerto como un peón caminero, pero no parece muy afectado.
—¿En qué trabajarías, Lloyd, si no te dedicaras a los muertos?
—Ah, bueno.
No pierde de vista al Expedition que, transportando a nuestro amigo, se detiene en Constitution, con el intermitente rojo indicando que va a torcer a la izquierda. Scooter, tras el volante, estira el cuello y mira en ambas direcciones, luego gira despacio y desaparece sin ruido hacia el cementerio. Lloyd queda satisfecho.
—No te quepa duda de que ya he pensado en ello, Frank. A Hazeltine —la mujer de Lloyd, bien metidita en carnes, así llamada por Dios sabe qué tribu de lamentables retrasados mentales de Pensilvania— le gustaría que traspasara el negocio. A alguna cadena. Dejar de vivir en una funeraria. Toda su familia se dedica a cultivar patatas. En Pensilvania no entienden esto. Los chicos viven en Nevada.
Uno de los tres hijos de Lloyd tiene la misma edad que Paul —veintisiete—, y a diferencia de mi hijo, que trabaja en una empresa de tarjetas de felicitación, es un genio de la informática que montó un negocio de venta por correo de muebles de oficina fabricados con elementos reciclados de alimentos ecológicos y ahora tiene seis Porsches de época y una avioneta.
Lloyd arruga el ceño ante la imagen de las patatas de Pensilvania y de la jubilación.
—Pero no estoy seguro.
—¿Crees que será por el olor del fluido de embalsamar o por los sollozos de la gente, Lloyd?
No contesta, aunque tiene un gran sentido del humor y sé perfectamente que en el fondo mi comentario le ha hecho gracia. Es un don que tiene. No sirve de nada dejar que un mal día lo ensombrezca todo.
—Bueno, Frank, ¿qué planes tienes para el Día de Acción de Gracias? ¿Familia? ¿Todo el tinglado?
Lloyd no sabe lo que significa «familia» en mi caso, aparte de «los dos chicos». Al fin y al cabo, hace ocho años que me marché. Lo más probable es que en este momento se esté imaginando a la suya propia: Hazeltine, Hedrick, Lloyd hijo y Kitty; más él mismo, director de la funeraria Mangum de Haddam.
—¿Dónde vives ahora, Frank?
Como si yo fuera un beduino.
—En Sea-Clift, Lloyd. —Le sonrío, para que vea que ha sido un cambio positivo y que ya me lo ha preguntado antes—. En la costa.
—Sí, ya veo. Eso está muy bien. Muy bonito, todo aquello.
Nos volvemos al oír la puerta que se cierra, una tos, unas pisadas. Bud baja por los escalones, un poco a la pata coja, como si tuviera miedo de resbalar. La nieve está pegada al suelo, pero ya no cae.
—Parece que tienes más trabajo ahí dentro, Lloyd. Esa chica, Van Tuyll. ¿Y quién es la vieja?
Bud trata de colocarse bien la picha por debajo de la gabardina, y por eso camina con las piernas arqueadas. Ha entrado a mear, cosa que a mí también me gustaría hacer, pero no ahí.
—La madre de Harvey Effing —contesta Lloyd, de mala gana—. Tenía noventa y cuatro años.
—¡Santo cielo! —exclama Bud.
Después de echar la meada ha ido a meter las narices en las otras salas de duelo, y sin quitarse el sombrero, para olisquear otras muertes. Eso lo ha mareado un poco. «Llamando al señor Effing. Llamando al señor Effing. Llamada para dos señores Effing». A eso jugábamos en Harvey, en el Princeton Club. Bud, socio del club, está encantado con ese recuerdo. Ya ha acabado con la cuestión de los ruidos procedentes de las entrañas de Ernie y su posible trascendencia cósmica. Ahora sólo somos de nuevo tres hombres en el nevado camino de entrada, esperando permiso para retirarnos. Permanecer más tiempo aquí supone riesgo de revelaciones, confidencias: relacionar cuestiones que no hace ninguna falta asociar. La descripción de la tarea que corresponde a quien toma parte en un cortejo fúnebre es simplemente seguir el protocolo.
Pero tengo un hambre canina, y me doy cuenta de que se me abre la boca pensando en la comida, igual que un perro. Como he de mear a menudo no bebo mucho, con lo que se me olvida comer. Aunque también es porque ya no quiero hablar más.
—¿Cómo va la agencia inmobiliaria, Frank? —pregunta Bud con poca sinceridad.
—Estupendamente, Bud. ¿Qué tal las lámparas? —Cierro la boca e intento sonreír. AQUÍ
—No podrían ir mejor. Pero deja que te pregunte una cosa, Frank.
Dándose importancia, Bud hunde las pequeñas y frías manos en los bolsillos de la gabardina, separa bastante los pies con sus zapatos de cordones y empieza a balancearse como un soplón profesional en el hipódromo.
Empieza a verse de nuevo la hierba en el suelo conforme la nieve desaparece. Parece que va a llover. No estoy seguro de haber sentido el inaudible murmullo que precede al trueno.
—Espero que sea una pregunta sencilla, Bud.
No estoy de humor para complejidades. Ni para la franqueza. Ni para la honradez. Para nada, bromas incluidas.
—Es algo que he empezado a preguntar a la gente cuando le vendo una lámpara, ¿sabes? —Bud junta sus pobladas cejas en una expresión apropiada para una investigación filosófica.
Lanzo una precavida mirada hacia Lloyd. Tiene otra vez la vista fija en los zapatos, perlados de humedad. Estoy seguro de que él ya ha pasado esta prueba.
—¿Qué has aprendido siendo agente de la propiedad, Frank? ¿Cuántos años llevas ya en eso?
—No me acuerdo.
—Mucho tiempo, ¿no? ¿Veinte años?
—No. O sí. No recuerdo.
Bud sorbe por su pequeña y venosa nariz rojiza, arquea luego los hombros como un boxeador.
—Pero bastante.
—Creí que te gustaba la vida sin estudio, Bud.
—Para vender lámparas —replica bruscamente Bud—. Estuve en Princeton, Frank, con Poindexter y todos ésos. Empírico hasta en lo más mínimo. Me dieron una beca para Oxford pero me fui a Harvard a hacer Derecho. Eran los años sesenta.
—Yo no me fío de la gente, Bud.
—Pues de eso sí te puedes fiar, coño.
Los traslúcidos párpados de Bud se cierran como los de un cuervo. Me ha entendido mal. Piensa que he menospreciado sus logros académicos, cosa que no podía importarme menos.
—Ésa es mi respuesta a tu pregunta, Bud. ¿Cómo no iba a saber que fuiste a Princeton? Me lo habrás dicho más de cuatrocientas veces. Estoy convencido de que la madre de Harvey Effing sabe que fuiste a Princeton. Puede que se lo hayas recordado ahora, cuando has entrado.
—¿Es ésa tu respuesta? —inquiere Bud.
—Mi respuesta es: tiendo a no fiarme de la gente.
—¿En qué?
Lloyd emite un gruñido que parece una tos de pecho. Todo el día, muerte; y ahora, preguntas.
—En cualquier cosa. Y con eso hago que la gente se comporte con toda libertad. Un día lo comprendí de pronto. Un tío me dijo que se iba al motel a coger el talonario y que enseguida volvía al sitio donde estábamos, viendo unos apartamentos en Seaside Park. Iba a extenderme allí mismo un cheque por veinticinco mil dólares. Yo sabía que era exactamente eso lo que pretendía hacer. Y me iba a quedar allí a esperar a que volviera. Pero, de todos modos, era consciente de que no me creía ni puñetera palabra de lo que me había dicho. Sólo fingí que le creía, para que se sintiera a gusto. Eso es lo que he aprendido. Es un gran alivio.
—¿Y volvió, aquel tío? —quiere saber Lloyd.
—Volvió, y le vendí el apartamento.
Los morados labios de Bud se fruncen con desagrado, lo que en él significa preocupación.
—Te has vuelto profundo desde que se te ha reventado la próstata.
—La próstata no se me ha reventado, gilipollas. Ha habido un tumor ahí. Y eso me lo creo. Si se confía de manera innecesaria en la gente, todo el mundo incurre en cierta obligación. No juzgar es mucho más fácil. A lo mejor puedes hacer eso con las lámparas.
—Es lógico —afirma quedamente Lloyd, bajando la fúnebre frente hacia Bud, como aviso—. Puede que a mí también me pase lo mismo.
—Lo que tú digas.
Bud recorre el desierto jardín con la mirada, como si le llamara la madre de Harvey Effing. El camino de entrada está desierto. La nieve forma regueros de agua al fundirse. El cartero, con su uniforme de jersey azul y pantalones de sarga del mismo color, viene de la casa de al lado y cruza el jardín con unos amplios chanclos negros que no se ha molestado en abrochar. Ostenta la sonrisa radiante y efusiva de quien es consciente de que su trabajo consiste en dar cosas a la gente y entrega a Lloyd un fajo de cartas sujetas con una goma elástica de color rojo.
—Estupendo —gruñe Lloyd, y sonríe, pero no echa una ojeada a las cartas. Seguro que algunas son de sentido agradecimiento por todas las atenciones y la amabilidad del personal de Mangum & Gayden cuando el tío Beppo «se nos fue», y por lo que hubo que esperar a que llegara de Quito el hermano tantos años alejado de la familia, además de que no se encontró al tío en su apartamento hasta pasado algún tiempo. Tengo curiosidad por saber lo que respondió Lloyd a la pregunta de qué es lo que has aprendido.
—Lo que tú digas es una buena conclusión —digo a Bud, que sigue con la vista fija en el jardín, sin mirar a nada en especial. Me parece detectar un impreciso temblor de Parkinson en la barbilla de Bud, algo que quizás ni él mismo haya notado. Su gordezuelo mentón oscila ligeramente, aunque quizás sea porque le he llevado la contraria y le he puesto nervioso—. Quiero que entiendas una cosa, Bud. Cuando no pensaba que aquel tío fuera a volver, no es que no creyera en la verdad de sus palabras. Sencillamente me niego a hacer que la gente cargue con una responsabilidad añadida porque esté poco segura de sus intenciones. Necesitar que le crean a uno es una carga demasiado grande. Pensaba que habías estudiado filosofía. No es tan difícil.
—Está bien, vale —sonríe débilmente Bud, dándome una suave palmadita en la pechera de la cazadora, como si estuviera a punto de lanzarle un puñetazo y hubiera que calmarme.
—Que te den por culo, Bud.
—Sí, sí. Fenomenal. Que me den. —Bud ensancha sus repletos carrillos y sonríe con suficiencia. El acompañamiento fúnebre acaba de perder el debido decoro. La culpa, desde luego, es mía en buena parte.
—Será mejor que nos marchemos ya —sugiere Lloyd, guardándose el correo en el bolsillo de la gabardina.
—Ya es hora —observa Bud. Tiene la vista fija en el pecho de Lloyd, para no tener que mirarme a mí—. Espero que te sientas mejor, Frank.
—Me siento estupendamente, Bud. Y yo confío en que tú te sientas mejor. No tienes muy buen aspecto.
—He pillado un resfriado —explica él, echando a andar con su extraña cojera por el césped húmedo hacia Willow Street, para volver por Seminary al irreflexivo comercio de lámparas. Por eso odio a los hombres de mi edad. Todos emanamos una sensación de juventud perdida y tragedia en el horizonte. Resulta imposible no sentir lástima por cada pequeño revés que sufrimos.
—Vendrán a verte los chicos, ¿no? —Lloyd se alegra de soltar una nota de optimismo.
—Seguro que sí, Lloyd.
Observamos a Bud, que cruza Willow, sacudiendo los pies en el asfalto para quitarse de los zapatos restos de hierba y nieve fundida, cerrándose bien el cuello de la gabardina. No se vuelve a mirar, aunque pensará que estamos hablando de él.
—Es imposible meterse dos veces en el mismo río, ¿verdad, Frank? —dice Lloyd.
Lo miro a los ojos, como si así llegara a entender lo que quiere decir, porque no tengo la menor idea, aunque estoy seguro de que tiene algo que ver con las lecciones que ambos hemos aprendido en la vida: de todo tipo; el mundo, cada día, da vueltas y más vueltas; la vida sería bastante aburrida si todos fuéramos iguales.
—Hay que dar gracias —digo en tono solemne.
—Gracias por venir. Necesitábamos que esto tomara cuerpo. —No es un chiste de Lloyd. Se toma las cosas al pie de la letra, y de otro modo no podría sobrevivir.
—Ha estado bien —miento, y pienso en el epitafio de Ernie y en lo listo que era para saber qué decir al final. Todos tendríamos que ser así de listos, aprender la lección.
Sorprendentemente —aunque quizás no tanto—, cuando subo a mi Suburban me lo encuentro lleno de gaseosos y penetrantes efluvios impropios del Periodo Permanente que me obligan a bajar las ventanillas para coger aire que pueda respirarse. No es inconcebible que obedezca a un bajo contenido de azúcar en la sangre a causa del hambre, y esa idea me hace apretar las mandíbulas. Cuando se tiene cáncer en las partes pudendas, más una cataplasma de radiante metal pesado —la mayor parte del cual ha perdido su carga explosiva, aunque lo guardaré siempre como recuerdo—, el organismo no funciona con el piloto automático como hacía antes. Todo llama recelosamente la atención: un dolor de cabeza, la tripa suelta, un virtuosismo eréctil o su contrario, ojos inyectados en sangre, crecimiento anormal de las uñas. El doctor Psimos, mi médico de la Clínica Mayo, me explicó todo eso. Aunque una vez concluido el tratamiento, me aseguró, en mi vida cotidiana no habría señales de la enfermedad, a menos que buscaran uranio, en cuyo caso la aguja apuntaría a la veta que tengo dentro del culo.
—Las tendrás en la cabeza, Frank, pero eso será todo —dijo Psimos, retrepándose en su asiento de médico, como un cuarentón Walter Slezak con bata de laboratorio. Las paredes verde pálido de su diminuto despacho, en la séptima planta de la Mayo, estaban llenas de diplomas: Yale, la Sorbona, Heidelberg, Cornell, además de uno que lo describía como licenciado en el método Suzuki de piano. Aquellos dedos hirsutos, semejantes a salchichas, capaces de inyectar ardientes agujas en zonas sensibles, también contenían El vuelo del moscardón en su memoria muscular.
Ésa fue nuestra charla antes del tratamiento, en la que se pasó todo el tiempo intentando de arreglar el retroceso de un pequeño carrete plateado, con aquellos mismos dedos carnosos y sirviéndose de unas pinzas quirúrgicas y unas gafas de lupa. Por su pequeña ventana, el horizonte de la Clínica Mayo —el insulso color beis de los edificios de la clínica, chimeneas, helipuertos, antenas, radares, parpadeantes faros rojos, de todo menos baterías y cañones antiaéreos— ofrecía la tranquilizadora solidez de un Pentágono de la asistencia sanitaria a pacientes peregrinos y caprichosos entre los que nos contábamos el rey de Jordania y yo.
No supe qué contestarle. No me habían sometido a «tratamiento» desde que estuve en la Infantería de Marina con problemas en el páncreas, lo que me salvó de Vietnam. Yo sabía lo que iba a pasar —las semillas de titanio, etcétera—, y me figuraba que la biopsia había sido lo peor. No me asusté hasta que averigüé que no debía tener miedo. «En su mayor parte, todo lo que me pasa está en mi cabeza», me decía patéticamente. Me temblaban las rodillas. Llevaba unos pantalones cortos de algodón, de color rojo, y una camiseta con la inscripción Viajar es el paraíso de los tontos[16], para dar la impresión de que me lo estaba tomando con tranquilidad.
Era uno de esos días soleados pero húmedos de Minnesota, el último viernes de agosto. Por la mañana había visto en el Travelodge los relevos olímpicos de cuatro por cien. La consulta sobre el «tratamiento», al parecer, sólo se celebraba los lunes. Pero toda entrevista aterradora con el médico se fija para el viernes, garantizando así que el enfermo se pase el fin de semana entero con los pelos de punta, el estómago revuelto y rechinando los dientes.
—Aquí yo no soy más que un viejo cirujano, Frank —declaró Psimos, apartando el vetusto carrete de su mofletudo y mostachudo rostro, sin dejar de mirarlo con el ceño fruncido a través de la lupa—. No me pagan millones por pensar, sólo por recortar y pegar. El lunes te arreglaré lo que no marcha bien. Pero no puedo hacer nada con lo que te pase en la cabeza. —Y concluyó, dándose unos insolentes golpecitos en sus tupidas cejas griegas—: De eso se ocupan ahí enfrente, en la Once Oeste.
—Estoy deseando que llegue el momento —dije estúpidamente, el ojo del culo tan duro como el hueso de un melocotón.
—Me lo figuro —sonrió—. Ya me lo imagino.
Y eso fue todo.
Todo este ambiente vaporoso, sobrecargado e irrespirable que llena el Suburban no es otra cosa que la muerte, desde luego, con mayúscula y con minúscula. El Periodo Permanente tiene el cometido específico de eliminar preocupaciones sobre la propia existencia y el modo en que se traslada todo a la conciencia (de cualquier modo la mayor parte de las cosas no tiene relación con «uno», sino con los otros), para que uno se dedique a «hacer» y «ser»: el ideal griego. Psimos, estoy seguro, lo practica a la perfección, en el campo de golf, a la orilla del río, en el quirófano, en el Suzuki y comiendo hamburguesas de cordero en el Weber. Los cirujanos son consumados maestros en establecer conexión con lo otro haciéndose menos visibles a sí mismos. Mike Mahoney estaría encantado con ellos.
Sin embargo, el peso de la muerte nos puede caer encima en cualquier momento, y hay que engañarla como a un genio maléfico para que vuelva a meterse en la botella.
Adelanto despacio al Bud Sloat de antes del Parkinson que, envuelto en la niebla, la cabeza gacha y el triste tupé asomando bajo el sombrerito irlandés, cruza Willow Street con paso laborioso hacia el aparcamiento de la CVS para dirigirse a su tienda de lámparas, que está en Seminary Street junto al banco Coldwell. Pienso en abrir la puerta del pasajero para que suba y no se moje, y arreglar así un poco las cosas entre los dos. Puede que se sienta tan intimidado por la muerte como yo (a los gilipollas también se les ponen los pelos de punta). Un momento de camaradería no del todo sentida podría ser el medio de salvarnos de una mala tarde. Pero Bud, con las manos en los bolsillos de la gabardina, sólo piensa en evitar los charcos para no estropearse los zapatos, y en cualquier caso es la clase de capullo que considera que todo vehículo desconocido contiene a una persona inferior y merecedora de desdén. No podría soportar la expresión de su cara. De todas formas, ni siquiera se me ocurriría alguna mentira para hacer que se sintiera mejor.
Pero la pregunta de Bud sobre la propiedad inmobiliaria ha desencadenado tardías alarmas, y siento un súbito encogimiento cerca del diafragma, suscitado por la idea de que los bienes raíces constituyan mi vocación de la misma manera en que las pompas fúnebres son la de Lloyd y las lámparas la de Bud. Una estrangulada voz dice roncamente en mi interior: Nooo, nooo-nono, no. Debería reconocer esa voz, porque ya la he oído antes; y no hace mucho.
Cuenta un sueño, pierde un lector, dijo el maestro (yo hago lo que puedo por olvidar el mío). Pero no se puede desconocer lo que se conoce, por atractivo que pueda resultar.
En dos semanas consecutivas, he soñado dos veces que me despertaba en pleno tratamiento de la próstata justo cuando las semillas de titanio —que en el sueño están calientes de verdad— me bajan hasta el culo rodando por una ranura iluminada, semejante al canal de una máquina tragaperras que Psimos, vestido de frac, ha colocado en el quirófano. En otro sueño, tiro a la canasta en un viejo y maloliente gimnasio con tela metálica en las ventanas, y sencillamente no puedo fallar; pero el enorme marcador en blanco y negro no pasa de cero. En el tercero, resulta que domino el jiujitsu y estoy lanzando bulliciosamente al suelo a hombrecillos cobrizos en una habitación llena de colchones. En el cuarto, entro una y otra vez en una CVS parecida a la de Seminary Street, y le pido al farmacéutico que me dé más placebos. Pero hay otro, en el que me despierto y me doy cuenta de que tengo cuarenta y cinco años, y me pregunto cómo me las he arreglado para desperdiciar tanto la vida. Y hay más.
Sueños de haber vivido la vida otra vez, son ésos: no hay duda; y la vocecita contraria al Periodo Permanente —no, no, no—, una alarma que indica el empeoramiento del panorama, por lo cual he recibido últimamente un montón de excusas del mismísimo Dios. Cuando se empiezan a buscar las razones de por qué está uno tan mal, hay que alejarse de la puerta del armario.
Sin embargo, una de las auténticas ventajas del Periodo Permanente —cuando uno resulta tan invisible para sí mismo como una ausencia inalterable y está tan ceñido a la vida como un miembro de la delegación de urbanismo— es que se da uno cuenta de que ya no puede ir por ahí jodiéndolo todo, porque una gran parte de su vida ya está en los libros. Se ha sobrevivido. En sí mismo, el cáncer no hace temer verdaderamente el futuro y lo que pueda pasar, sino que en realidad quita (al menos a mí me quitaba) preocupaciones que antes se tenían. Puede inquietar la posibilidad de que se te fastidie un día en concreto o que desperdicies una tarde (como ésta), pero no la vida entera. Intento transmitir ese esperanzador punto de vista a los mayores que deambulan por la costa en sus Chryslers New Yorker azules «mirando casas», pero que luego se ponen nerviosos por si cometen un error, y acaban largándose por donde han venido, a Ogdensburg y Lake Compounce, pensando que lo que les he soltado no es más que un discursito para venderles algo y que no me encontrarán cuando se derrumbe el mercado inmobiliario y les caiga toda la mierda encima con sus hipotecas a interés variable empezando a subir de forma imparable (yo ya no andaré por aquí, desde luego). Pero una vez que les explico que lo que les enseño son casas frente al mar y que Dios no va a hacer más playas, y que pueden recuperar su inversión cuando les dé la gana, me gustaría añadir: ¡Eh! ¡Oiga! Juégueselo a una carta. Viva plenamente. Ya no le queda tanto tiempo. Dios tampoco va a hacer más como usted.
Lo que suelo ver, sin embargo, es una superioridad nerviosa, irritable, de suficiencia (como la de Bud Sloat), convencida de que hay algo que yo nunca podría entender —de otro modo no sería un ignorante agente inmobiliario—, de que ellos lo saben todo. La mayor parte de la humanidad no quiere olvidarse de que puede joderlo todo tomando la decisión menos acertada, poniendo la ficha negra en el cuadrado rojo. Hay quienes se sienten poderosos creyendo que deben andarse con cautela por el hecho de poseer algo. Ese tipo de gente es un cliente horroroso y puede hacerte perder montones de tiempo. Los conozco enseguida. Pero para ser justos con esos renuentes buscadores de casa —la barbilla clavada en el pecho, como Bud hoy—, que piensan que es mejor instalar un revestimiento exterior de aluminio que comprar una casa nueva, o un nuevo remolque con tienda de campaña desplegable, o incluso ver los precios de los cruceros de Carnival Lines (porque pueden malgastar algún dinero, pero no mucho): el Periodo Permanente tiene inconvenientes legítimos. La permanencia puede asustar. Aunque resuelva el problema del tedioso devenir, también puede erosionar el optimismo, convertir en pequeña y remota toda posibilidad, y hacer que cualquiera piense que, si bien ya no está en condiciones de joder mucho las cosas, en realidad tampoco le queda mucho por joder porque todo le importa un pito; y que en el fondo ha llegado a convertirse en un simple organismo que por alguna razón aún puede hacer ruido, pero no mucho más.
De eso es de lo que hay que salvarse, de otro modo el dejarse caer por la rampa del barco de recreo de la vida puede ser irresistible y probablemente buena idea.