¿PREPARADA PARA REUNIRTE CON TU HACEDOR?

La semana pasada, leí en el Asbury Press un artículo que me produjo gran desazón. En cierto sentido, era la clase de noticia que solemos leer todas las mañanas y que después de causarnos impresión, aunque no muy honda, da paso al horror y nos deja mirando al cielo durante un largo momento, hasta que volvemos a una variedad de asuntos —cumpleaños de famosos, resultados de partidos, óbitos, nuevas ofertas inmobiliarias— que nos arrastran a nuevas preocupaciones, y a media mañana ya la hemos olvidado.

Pero, bajo el escueto titular de MUERTE EN LA ESCUELA DE ENFERMERÍA, el artículo describía en detalle una jornada normal en el departamento de enfermería de la Facultad de Pedagogía de la Universidad de San Ysidro (campus de Paloma Playa), en el sur de Texas. Un estudiante de enfermería descontento (siempre son hombres) entró en la facultad por la puerta principal, y se dirigió al aula donde él debía de estar en esos momentos realizando un examen: filas de estudiantes con la cabeza inclinada, concentrados en la tarea. La profesora, Sandra McCurdy, estaba mirando por la ventana, pensando en quién sabe qué: en el pedicuro, en un día de pesca con su marido, con el que llevaba veintiún años casada, en su estado de salud. La asignatura, tal como de forma burda y nada sutil quiso el destino, se llamaba «Agonía y muerte: ética, estética y prolepsis»: algo sobre lo cual los enfermeros necesitan saber.

Don-Houston Clevinger, el estudiante descontento —un veterano de la Marina, padre de dos hijos—, ya había sacado malas notas en el primer semestre y probablemente no iba a aprobar el curso, con lo que quizás tendría que irse de vuelta a casa, a McAllen. El tal Clevinger entró en la silenciosa y solemne aula donde se llevaba a cabo el examen, y avanzó entre los pupitres hacia la parte delantera, donde la señora McCurdy, con los brazos cruzados, miraba abstraídamente por la ventana, tal vez sonriendo.

Y alzando una Glock de nueve milímetros a unos veinte centímetros del centro del espacio que había entre sus ojos, le dijo:

—¿Preparada para reunirte con tu Hacedor?

A lo que la señora McCurdy, que tenía cuarenta y seis años, era una excelente profesora, jugaba estupendamente a la canasta y había sido enfermera de la Fuerza Aérea en la Tormenta del Desierto, contestó, guiñando sus ojos color de hierba doncella sólo dos veces:

—Sí. Creo que sí.

Con lo cual el tal Clevinger la mató de un tiro, se volvió despacio hacia los perplejos aspirantes a enfermeros y se metió un balazo más o menos en el mismo sitio.

Estaba sentado cuando empecé a leerlo: en mi acristalada sala de estar con vistas a las dunas cubiertas de hierba, a la playa y al soñoliento rumor del Atlántico. En realidad me sentía bastante contento de cómo iban las cosas. Eran las siete de la mañana del jueves anterior al Día de Acción de Gracias. A las diez tenía que firmar con un «cliente satisfecho» un contrato de compraventa aquí, en Sea-Clift,[1] en la oficina de la inmobiliaria, después de lo cual el propietario y yo íbamos a celebrarlo con un almuerzo en Bump's Eat-It-Raw. En lo que se refería a las preocupaciones por mi salud —sesenta semillas de yodo radiactivo recubiertas por cápsulas de titanio implantadas en determinados puntos de mi próstata en la Clínica Mayo—, todo parecía ir sobre ruedas (en marcha y funcionando). Mis planes para pasar un Día de Acción de Gracias más o menos en familia aún no habían empezado a ponerme nervioso (el estado de tensión no es bueno para la breve vida de las semillas de yodo).

Y hacía seis meses que no tenía noticias de mi mujer, lo cual, dadas las circunstancias de su nueva y mi antigua vida, no podía sorprender a nadie, aunque no fuera ideal. En resumen, todas las formas en que la vida se manifiesta a los cincuenta y cinco afloraban como amapolas a mi alrededor.

Mi hija, Clarissa Bascombe, seguía durmiendo, y en la casa, desierta salvo por el habitual aroma del café y la agradable urdimbre de humedad, reinaba el silencio. Pero cuando leí la respuesta de la señora McCurdy a su asesino (seguro que él ni siquiera se habría planteado contestar a semejante pregunta), me levanté de un salto del sillón, con el corazón en un puño, un hormigueo en los dedos, las manos frías, el cuero cabelludo contraído sobre el cráneo como cuando un tren pasa muy cerca.

Y alzando la voz, aunque nadie me oía, dije:

—¡La leche puta! ¿Y cómo coño estaba tan segura?

Por todas partes, en la zona central de esta franja costera (el Press es el periódico de lectura obligada en el litoral de Nueva Jersey), deben de haberse producido centenares de sacudidas semejantes con alarmas inaudibles sonando en otras tantas casas ante la súbita comprensión de las últimas palabras de la señora McCurdy: estallidos lejanos, retumbando con asombro y luego con ansiedad en el ámbito de lo sensible. Los elefantes presienten las fatales pisadas de los cazadores furtivos a cien kilómetros de distancia. Los gatos salen disparados del comedor cuando los comensales abren las ostras. Dale que dale, una y otra vez. Lo que no se ve existe y tiene propiedades.

¿Podría yo decir lo mismo? A eso era, desde luego, a lo que se reducía mi pregunta: la que todo el mundo se habría formulado, sombríamente, desde Highlands hasta Little Egg. No es una pregunta, reconozcámoslo, que la vida en los barrios residenciales nos plantee a menudo. Por aquí, en realidad, no suele pensarse en eso.

Y, sin embargo, es posible.

Enfrentado a la pregunta del señor Clevinger y un poco apurado de tiempo, estoy seguro de que habría empezado a elaborar en silencio la lista de todas las cosas que aún no he hecho: follarme a una estrella de cine, adoptar a dos gemelos vietnamitas huérfanos y mandarlos a estudiar a Williams, hacer la ruta de los Apalaches, llevar ayuda a una nación africana asolada por la sequía y la ignorancia, aprender alemán, ser nombrado embajador de un país al que nadie quiere ir. Votar a los republicanos. Habría pensado en si mi tarjeta de donante de órganos estaba firmada, si había actualizado la lista de portadores de mi féretro, si en mi necrológica se incluirían los últimos datos importantes; en otras palabras, si había transmitido mi mensaje como es debido. De manera que, con toda seguridad, lo que habría contestado al señor Clevinger mientras la brisa de otoño entraba revoloteando por las ventanas del luminoso edificio de Paloma Playa y las aspirantes a enfermeras contenían su dulce aliento a chicle en espera de mi respuesta, habría sido: «Pues no, mire usted. Me parece que no. Todavía no». Con lo cual me habría pegado un tiro de todos modos, pero seguramente no se habría suicidado.

Cuando sólo había llegado a explorar hasta ese punto el triste y lóbrego interrogante, me di cuenta de que había perdido el interés habitual por mis actividades matinales: cincuenta abdominales, cuarenta flexiones, unos cuantos estiramientos de cuello, un tazón de cereales y fruta, un liberador interludio en el cuarto de baño; y de que aquella historia del desdichado final de la señora McCurdy me había creado la necesidad de aclararme las ideas con una brusca y tonificante zambullida en el piélago. Estábamos a 16 de noviembre, faltaba justo una semana para el

Día de Acción de Gracias, y el Atlántico era una superficie lisa y bruñida, tan fría y en calma como el corazón de Neptuno. (Quien compra una casa frente al mar, al principio está convencido de que va a darse un bañito matinal todos los días del año, y de que, en consecuencia, su vida será más larga y feliz, y estará de mejor humor: la vieja víscera adquiriendo una nueva juventud cuando muchos sienten los primeros síntomas del infarto de miocardio. Sólo que no se notan.)

Pero todos somos capaces de conmovernos, con algo de suerte. Y yo me emocioné, gracias a la señora McCurdy. De modo que parecía necesario algún contacto con lo imprevisto y lo real. Y no es que —según descubrí mientras rebuscaba el bañador en el cajón, me lo ponía y salía descalzo por la puerta lateral a los escalones cubiertos de arena para sentir la fresca brisa de la playa—, no es que estuviera acobardado por aquella pequeña historia. La muerte y su insidiosa emboscada no me asustan demasiado. Ya no. Este verano, en Rochester, una ciudad de Minnesota como Dios manda, de pulcros jardines y césped impecable, superé la muerte con M mayúscula de manera rápida y oficial, de una vez por todas. Renuncié al Concepto Permanente. Tal como están ahora las cosas, no sobreviviré a la hipoteca —mi techo a veinticinco años—, puede que ni siquiera a mi coche. Ciertos genes de mi madre —genes de cáncer de mama activándose para producir genes de cáncer de próstata, que más adelante darán lugar a quién sabe qué— me habían dado finalmente caza. De manera que la apurada situación de los refugiados palestinos, la fluctuación con el euro, el agujero del casquete polar, el gran temblor en la zona de la Bahía, semejante al paso de una flota de Harleys, la presencia de metales pesados en la leche materna: todo eso parecía espantoso, pero resultaba francamente tolerable desde el punto de mira de mi telescopio.

Se trataba sencillamente de que, conmocionado como estaba, y con la semana siguiente llena de sorpresas y la habitual melancolía de las fiestas, necesitaba recordar que estaba vivo de una forma palpable. En las postreras semanas de este primer año del milenio, cuando me había puesto a mí mismo como propósito de Año nuevo/Siglo nuevo simplificar algunas cosas (si bien aún no había empezado a hacerlo), necesitaba estar en el sitio justo, llegar a donde la señora McCurdy se encontraba en el momento de su canto del cisne o al menos lo bastante cerca, de modo que si me enfrentaba con algo parecido a la pregunta que ella había afrontado, pudiera ofrecer una respuesta semejante a la suya.

Así que, descalzo, con la fresca brisa escociéndome en la desnuda espalda, el pecho y las piernas, subí el talud pisando con cuidado, crucé la hierba y llegué a la arena, sorprendentemente fría. La torre del socorrista, pintada de blanco, se erguía noblemente, aunque vacía, en el centro de la playa. Había marea baja, que dejaba al descubierto una arenosa llanura en declive, oscura, húmeda y reluciente. Habían partido el cartel de la playa para hacer leña, de modo que sólo se leía POR SU CUENTA Y RIESGO en mayúsculas rojas. A mediados de noviembre, Sea-Clift, en el centro del litoral de Nueva Jersey, puede ofrecer un paisaje y un tiempo de lo más espléndido. Cualquiera de los dos mil trescientos vecinos que vivimos aquí todo el año se lo puede decir. En todo momento se tiene la sensación de que aquí la gente disfruta de la vida, sale de paseo, se divierte. Sólo que ya no hay gente. Ha vuelto a Williamsport, Sparta y Demopolis. Únicamente los que pasan aquí el invierno envueltos en un aura de soledad, los que salen a correr, los que sacan al perro, el esmirriado del detector de metales —la mujer esperándolo en la furgoneta, leyendo a John Grisham—, ésos son los que están aquí. Y ni siquiera se los ve a las siete de la mañana.

De punta a punta, la playa estaba casi desierta. A muchas millas de la costa, un carguero de contenedores navegaba despacio por la línea recta del horizonte. Una cortina de agua que no llegaría a tierra colgaba sobre el luminoso cielo de levante. Me volví para echar una mirada de inspección a mi casa: toda ventanales, torretas, remates de cobre, una veleta en el tejado más alto. No quería que Clarissa se levantara de la cama y, después de estirarse y rascarse, lanzara una apreciativa mirada hacia el mar y se le ocurriera de pronto que su padre estaba solo, dispuesto a darse la postrera zambullida. Pero, afortunadamente, no vi que nadie estuviera observándome; sólo el primer sol de la mañana templando las ventanas, pintándolas de escarlata y oro vivo.

Aunque está claro lo que pensaba. ¿Cómo no iba a estarlo? En una mañana de noviembre no puede ir uno a darse un chapuzón rejuvenecedor, en pos de la realización personal, buscando el gusto de lo irrefutable, de lo que no puede matizarse, de la inevitabilidad de la naturaleza, y no sentir curiosidad por saber si se va de misión secreta. Secreta para uno mismo. ¿Verdad? Seguramente algunos —pensé, mientras el lánguido y sorprendentemente gélido Atlántico me iba subiendo despacio por los muslos, la arena lisa y cremosa bajo los pies, mis partes colgantes encogiéndose alarmadas—, sin duda algunos se dejan caer apaciblemente por la popa de la embarcación de recreo (como supuestamente hizo el poeta), o un atardecer nadan mar adentro hasta que la tierra parece un sueño a lo lejos. Pero quizás no digan: «Uy, vaya, maldita sea, fíjate. En menudo lío me he metido, ¿no?» Francamente, me gustaría saber qué coño dicen cuando se ven en la antesala de la muerte, las luces del barco que se aleja haciéndose borrosas, el agua más fría, más agitada de lo previsto. A lo mejor se llevan cierta sorpresa, ante lo definitivos que resultan de pronto los acontecimientos. Aunque para entonces, la información ya no les sirve de mucho.

Pero en el fondo no es una verdadera sorpresa. Y mientras me metía hasta la cintura y empezaba a tiritar frenéticamente, con un regusto de sal en los labios, comprendí que no me encontraba allí, justo al borde del continente, para poner en escena un mutis apresurado. No señor. Estaba ahí por la sencilla razón de que sabía que nunca habría contestado a la fatal pregunta de Don-Houston Clevinger de la forma en que lo había hecho Sandra McCurdy, porque aún quedaba algo que necesitaba saber y no sabía, algo que la conmoción del pesado lastre y la poderosa corriente del océano me decían que debía averiguar en su seno y cuyo descubrimiento podría hacerme feliz. Los estudiosos dirán que contestar sí a la grave pregunta de la muerte es lo mismo que contestar no, puesto que todo lo que parece diferente es en el fondo lo mismo: sólo nuestra necesidad separa el trigo de la paja. Aunque, desde luego, es su muerte en vida lo que los mueve a pensar así.

Pero al sentir que el mar subía y ya me estaba lamiendo el pecho, que me faltaba el aliento y empezaba a jadear —mis brazos resistiéndose a flotar por mucho que los extendiera—, supe que la muerte era algo distinto y que ahora necesitaba decirle que no. Y con esa certidumbre, la costa a mi espalda, el sol trayendo su esplendor al lento despertar del mundo, me zambullí al fin y nadé un buen trecho para sentirme vivo, antes de volver a tierra y a lo que me estuviera esperando allí.