—¿Nuestro rumbo está confirmado, señor Spock?
—Lo está, señor.
—Uhura, ¿ha salido el mensaje para la Flota Estelar?
—Ha sido enviado al aparato de inversión, capitán. Saldrá cuando lo hagamos nosotros.
—¿Está preparada la tripulación?
—Sí, señor.
—Señor Sulu, comience… no, no se preocupe de la cuenta atrás. Uhura, notifique a la tripulación que partimos. ¿Todo a punto? Muy bien. ¡Ingeniería, ejecute!
Saltaron.
… soplaba el viento del anochecer y ella alzó la cabeza para sentirlo en el rostro, percibiendo aromas extraños junto con otros que le eran familiares. Podía sentir el olor a pino, pero también el del raiwasku; olía a salvia y ciprés, pero también a estrella azul y talastima. De lejos, de la dirección del ocaso rosáceo y opalino, le llegó flotando un sonido: un rugido grave y quejoso que hizo que el pelo de la nuca se le erizase. Un sonido inconfundible. Un león. Alzó los ojos hacia el cielo cada vez más oscuro y vio dos lunas blancas, una inmaculada, la otra manchada y marcada por mares que se deslizaban hacia el horizonte en llamas. Una tercera, diminuta y apresurada, de color rojo rosáceo, saltó del horizonte opuesto mientras ella miraba, y corrió en pos de las otras dos.
Esto era Serengeti, entonces… el quinto planeta de Procyon A, donde las criaturas de las llanuras terrícolas que una vez habían estado en peligro, vagaban libres y sin que los cazadores las molestaran. Nunca había tenido tiempo para acudir aquí, aunque el lugar había constituido la idea que ella tenía del paraíso cuando era niña. Serengeti estaba en proceso de fundación cuando ella tenía cinco o seis años; y algún cuento que su madre le contó sobre el planeta se mezcló con todos los otros relatos acerca de animales que eran capaces de hablar entre sí y a veces incluso con las personas. Ella decidió en aquel mismo momento que cuando fuera grande sería guardabosques de Serengeti, e iría a hablar con los animales.
Lo que descubrió al hacerse mayor fue que no eran tanto los animales lo que la fascinaba, sino el hecho de hablar, de comunicarse con otros tipos de vida, descubrir lo que pensaban, contarles a su vez los pensamientos propios. Y la Flota Estelar era el sitio donde a uno le enseñaban a hacer eso. Se lanzó de cabeza a la Academia, se graduó, y se olvidó por completo de Serengeti, atraída al exterior por las maravillas y lo novedoso de Vulcano, Tel, las Cetianas, Orion y Aus Qao y los mundos aldebaranos. Ahora se encontraba entre la hierba carmesí de la sabana ecuatorial de las tierras altas de Serengeti, mirando hacia el monte Meritaja, que se alzaba en su majestuosidad con su cumbre nevada, y rió suavemente, un sonido débil, alegre, en el profundo silencio ventoso. Aquí había dado comienzo lo que ella era en la actualidad. Ya era hora de que lo reconociese.
Bajó los ojos hacia su cuerpo y se encontró con que iba ataviada de modo adecuado: traje de una pieza, riñonera, botas de faena; y al lado no le pendía la conocida pistola fásica de carga mínima de la Federación, sino una pistola desintegradora digna de su nombre y que podía vaporizar media colina. En este lugar podría resultarle útil. No para los animales, claro está… pero corrían rumores de la presencia de cazadores furtivos.
«¡Que el cielo los asista si se tropiezan conmigo!», pensó mientras echaba a andar (a falta de otra cosa mejor que hacer) hacia el ocaso. La ecología de Serengeti era una de las más delicadamente equilibradas de la Federación, más aún por haber sido creada artificialmente. Los ordenadores habían pasado años en ello, construyendo un cuidadoso y complejo entramado de especies alienígenas y no alienígenas, intentando preservar las cadenas alimentarias originales de Serengeti, introduciendo las especies terrícolas en peligro de extinción una a una. Los cazadores furtivos, atraídos por las pieles, que ascenderían a precios astronómicos en las regiones más alejadas del espacio, constituían la principal amenaza para ese precario equilibrio. También existían otros peligros; los ordenadores no habían podido preverlo todo. Plagas, accidentes…
Un terrible grito, a la vez desesperado y desafiante, que resonó por la sabana y llegó hasta ella de la dirección de la montaña, la hizo detenerse en seco. El grito se repitió. Venía de la montaña, y sin pararse siquiera a pensar en lo que estaba haciendo, se puso a correr en aquella dirección… el arma desintegradora desenfundada, el seguro quitado, el circuito de estado entonando la tríada aguda que le indicaba que estaba cargada al máximo. «Son los reflejos», pensó con humor feroz. Pero esto no era ningún rescate de un grupo de descenso sitiado. No tenía manera de saber qué la aguardaba en aquel grupo de árboles nrara que tenía delante. Dejar el tricorder en su casa no había sido buena idea. «Al menos tengo la pistola desintegradora, aunque…»
Pensó que era mejor que se detuviera antes de llegar al soto de nrara, y que lo rodeara para hacer un reconocimiento. No llegó a hacerlo. Algo más grande que un león, mucho más grande, salió repentinamente de entre las altas hierbas que se alzaban delante de ella y saltó directamente a su rostro. La salvaron los reflejos, que la hicieron alzar el arma desintegradora, apuntar y transformar en humo aquella cosa en medio del salto. Creyó reconocer la forma antes de vaporizarla, pero ya era demasiado tarde para asegurarse. ¡Guauuu…! porque no era demasiado tarde; otras dos figuras enormes, atraídas por el ruido agudo y penetrante de la desintegradora, llegaron saltando tras la primera.
«Terratiburones», observó una parte de ella, con gran calma. Otras partes de ella, desquiciadas, se concentraron en desintegrarlos antes de que la convirtieran en su cena. Se encontró mirando justo dentro de la rugiente boca del segundo, más allá de todas las filas de dientes, al interior de la maloliente garganta que quedaba a medio metro de profundidad, antes de que el efecto de la desintegradora lo envolviera y la arrojara a ella al suelo en una explosión de gas abrasador y hediondo.
Se levantó y echó a correr otra vez hacia el soto de nrara a toda velocidad; el sigilo ya no servía de nada. El terrible y furioso grito de la bestia sonaba ahora más cercano, más alto y apremiante. Otro terratiburón se abalanzó sobre ella desde los árboles. Pudo verlo con más claridad esta vez, en la incierta luz del crepúsculo, y la desintegradora le dio aun una mayor nitidez: el cuerpo de cuatro metros de longitud, el pelaje de vivido bermellón y blanco, las ocho patas, los «ojos» blancos, inexpresivos y ciegos de un buscador de calor. Dio un rodeo en torno al rastro de humo caliente que fue cuanto la desintegradora dejó de la fiera, y corrió al interior del soto.
Otros terratiburones la vieron, pero no antes de que pudiera ver qué perseguían. En el corazón de la arboleda de virara había un depósito de alquitrán, empantanado a causa de una lluvia caída más temprano. Atrapado en él, con un flanco terriblemente desgarrado vuelto hacia la orilla, se encontraba el elefante más enorme que jamás hubiese visto… el único que jamás había visto vivo, en cualquier caso. El elefante la vio, le asestó un golpe de lado con los colmillos a uno de los terratiburones que intentaba llegar a él, y alzó la trompa para lanzarle un salvaje saludo.
Tenía trabajo de sobras. Había demasiados terratiburones, y eran rápidos. La única posibilidad que le quedaba era ponerse de espaldas contra algo con el fin de que no pudieran atacarla por detrás. Los reflejos se hicieron una vez más cargo de la situación. Desintegró a un terratiburón que se le venía encima por un flanco, rodó, se contorsionó, y salió de la voltereta con la espalda vuelta hacia el depósito de alquitrán y el elefante macho que chillaba. Y la táctica de caza de la manada cambió. Se reunieron todos y comenzaron a atacar astutamente por un lado, luego por otro, poniendo a prueba la nueva alianza. Oyó que el elefante chillaba de furia, golpeando; un cuerpo con manchas brillantes cayó pesadamente sobre la hierba junto a sus pies en el momento en que ella volatilizaba a uno de sus compañeros de manada. Los terratiburones estaban ahora gruñendo. El sonido la sorprendió y asustó primero, y luego le infundió ánimos. «Cazaban en silencio cuando creían tener la ventaja…» Otros dos saltaron hacia ella desde flancos opuestos. Ella desintegró a uno, y estaba a punto de hacer lo mismo con el otro, pero no tuvo oportunidad; una enorme trompa arrebató al terratiburón del aire en pleno salto y lo estrelló contra la tierra con un sonido pesado, húmedo.
«Ahora quedan ocho. No, siete». Pero aún eran demasiados. El sonido de su arma desintegradora había bajado cuatro tonos… estaba perdiendo potencia, y una luz lateral de advertencia le dijo que le habían endilgado una batería defectuosa. Si la nave no le enviaba ayuda muy pronto, iba a convertirse en cena a pesar de sus reticencias.
… y se produjo un rielar de efecto de transportador a unos cien metros de distancia. Las orejas de los que vigilaban se tensaron al captar el suave gemido. Varios de ellos se volvieron para dirigirse hacia él.
—¡No! —gritó ella, y lo repentino del alarido confundió a dos de los terratiburones lo bastante como para que pudiera desintegrar a uno y quemarle una pata al otro. También la criatura chilló, y se marchó cojeando a una velocidad terrible hacia las hierbas altas. Ella tuvo remordimientos al pensar en el animal herido, y, mientras, la luz del transportador se desvaneció. «Por favor, que estén armados»—. ¡Cuidado, van hacia allí! —Y entonces otros dos se lanzaron hacia ella y ya no quedó tiempo para gritar…
«¡Respire, maldición! ¡Respire! ¡Respire!»
Era su peor pesadilla convertida en realidad. Maldijo por milésima vez el estúpido valor que había llevado a aquel hombre a arrojarse entre bestias salvajes y al centro del fuego cruzado de las desintegradoras por el bien de sus hombres. Afortunadamente, sólo había sufrido un roce. Pero las cosas estaban bastante mal. La mano que posó sobre su pecho no detectó rastro de respiración, ningún latido. Le alzó un párpado, y se encontró con una pupila que reaccionaba incluso a aquella luz oscilante: se contrajo de inmediato. «¡Gracias a Dios!» Sin embargo, continuaba sin haber pulso en la carótida. «No es problema». Palpó el esternón, se aseguró del emplazamiento del proceso cartilaginoso del xifoides en el extremo del esternón, con el fin de no dañar el hígado o desgarrar una costilla… y luego se lo asestó… el «puñetazo precordial» sobre el esternón que hace reaccionar al corazón en seis de cada diez casos: ¡bum!
Los dedos posados sobre la carótida continuaban sin percibir pulso. «¡Maldición! ¡No podía ponérmelo fácil, ¿verdad?!» Comenzó la reanimación cardiopulmonar.
—¡Cris! ¡Lia! —chilló—. ¡Que una de ustedes venga aquí y respire por él, maldición, maldición! —«Ahora mantén la presión precisa. No te apoyes sobre los dedos y disminuyas la fuerza. No se atreva. No se atreva. ¡¡Oh, Jim, no se atreva!!»
… el disparo desintegrador estalló demasiado cerca en aquella noche cargada de extraños aromas, seguido por el sonido pesado de un cuerpo que se estrellaba contra el suelo a algunos metros de distancia. Vio el destello de una pistola fásica que le arrojaban a alguien, y Christine cayó junto a él, justo encima de la silueta que no respiraba. No tuvo que decir una sola palabra; ella aferró la cabeza del paciente, le separó las mandíbulas, se aseguró de que el paso del aire estaba expedito, e inició la respiración artificial: grandes exhalaciones jadeantes probablemente muy cargadas de CO2 debido al propio terror de ella. «Eso está bien… hará que sus quimiorreceptores trabajen más aprisa, respirará».
—¡Lia! —aulló.
Otra pistola fásica disparó, justo por encima de su cabeza. El cuerpo cayó esta vez prácticamente encima de ellos tres… despidiendo un fuerte olor a pelo chamuscado, el rostro deshecho que se contraía lentamente en un rictus de profunda sorpresa, contemplándolo a él con aire de reproche desde el sitio en que yacía. Él se incorporó sobre las rodillas; le escocían, y el sudor le resbalaba por la cara y se le metía en los ojos, y advirtió, en aquella extraña intemporalidad de las crisis, que Lia había disparado con total precisión entre los lechosos ojos del monstruo. «Probablemente esperó hasta que estuviera lo bastante cerca para efectuar ese disparo, maldita presumida —pensó—. Aunque es buena. Y hay que reconocerle algo a Christine, con independencia de todo lo demás que pueda decirse de ella: tiene unos pulmones fenomenales».
—Reempláceme —jadeó él, y Lia se dejó caer pesadamente de rodillas a su lado, vaciló un segundo para pillar el ritmo, le apartó las manos de un golpe, colocó las suyas y empujó hacia abajo, sin perder ni un instante. «Nada mal en absoluto; a lo mejor resulta que hay algo bueno que decir en favor de las enfermeras que quieren dárselas de médicos, después de todo…»
Buscó a tientas su equipo. «Cordrazine. Demonios, no, se encuentra en estado de shock, eso lo mataría con total seguridad. Cyclohexan… No, Enverasol… ¡no! ¡No! ¡¿Quién ha preparado este equipo?! ¡¡Malditos ordenadores de suministros, si se muere la emprenderé con un hacha contra ellos…!!» El rugido que sonó delante de él le hizo alzar la cabeza justo a tiempo para ver saltar al terratiburón, y despedirse de la vida.
Prematuramente: K’t’lk apareció saltando resplandeciente por encima de su cabeza, aferró al terratiburón con once de sus patas en medio del aire, desviando simultáneamente el salto hacia un lado y usando la duodécima pata para abrirle el cuello con una precisión que hizo estremecerse al médico. El terratiburón muerto y la hamalki viva se estrellaron juntos contra el suelo a varios metros de distancia. Devolvió la atención al equipo médico. «Rofenisin, Unifactor, Suspenar-Ardrosam-G, ¡¡sí!!» Encajó la ampolla en el atomizador hipodérmico, y no se molestó siquiera en accionar el ciclo de pre-esterilización… «¡Él ahora tiene preocupaciones mucho mayores que los gérmenes!»
—A-V —le dijo a Lia, y ella se apartó para permitirle aplicar el atomizador hipodérmico en el espacio entre dos costillas, a la izquierda del esternón. El cuerpo, bajo las manos de ellos, se sacudió con un espasmo cuando la droga estimuló violentamente el nodulo aurículo-ventricular del corazón, y el músculo cardíaco comenzó a funcionar otra vez…
—Vigílelo —ordenó él con la voz ronca, temblando de pies a cabeza a causa del desastre que una vez más se había evitado—. De-cinco concentrado hasta que podamos subirlo a bordo. No la fastidie, Lia… ya tiene bastantes problemas. Neonor si tiene palpitaciones, Christine. O Caledax, lo que crea que es mejor según la presión sanguínea. ¡¿¿Qué demonios está haciendo la condenada nave??!
Los rayos fásicos klingon acertaron a los escudos, y esta vez no estaban alimentados por toda la potencia de un motor hiperespacial: comenzaban a fallar. Nunca había sentido ningún interés especial por ver los escudos de una nave cambiar al ultravioleta, como en los antiguos relatos, pero eso era precisamente lo que los escudos de la Enterprise estaban haciendo en ese momento. Esperaba que les hiciera daño a los ojos de los klingon. A los suyos sí que se lo hacía.
—¡Scotty! —gritó por el intercomunicador. No obtuvo respuesta ninguna.
«Esto es espantoso —pensó—. ¿Dónde están todos? No podemos hacer nada por el grupo de descenso, no con los condenados klingons machacándonos de este modo…»
La nave se sacudió tras un disparo particularmente peligroso. Mala señal; le indicó que el campo energético exterior no era capaz de proteger los sensibles sistemas electrónicos de la Enterprise, y que los particularmente sensibles sistemas de dirección y gravedad estaban dejando de funcionar. «Oh, Dios, ¿qué hago ahora?», pensó, al tiempo que a falta de una idea mejor comenzaba a desviar las principales funciones del puente al puesto del piloto… incluida Ingeniería, la cual escrutó con todo cuidado.
La nave estaba en órbita con potencia de impulsión, como de costumbre. «Scotty me matará si descubre que he hecho esto. Y lo descubrirá. Pero ésa es la idea… que todos conserven la vida para que puedan ponerse furiosos…»
La última vez que habían sobrealimentado los escudos con la potencia de los motores hiperespaciales, la Enterprise había escapado de estallar convertida en plasma sólo porque ya viajaba muy cerca de c. Ahora no disponía de tiempo para llevarla hasta esa velocidad, aun en el caso de que los klingon lo permitieran. Sin embargo, había que reforzar los escudos, y él sabía cómo hacerlo… o pensaba que lo sabía. No pretendía entender en lo más mínimo el aparato de inversión, pero sabía por experiencia que liberaba una tremenda cantidad de energía cuando funcionaba… cosa que estaba haciendo en ese momento.
«¿Estamos entonces en proceso de inversión? Tenemos que estarlo. No tengo la sensación de que sea así… y no porque eche de menos el ahogo. Ahora eso no importa». Les habló apresuradamente a los ordenadores de Ingeniería, asegurándose de las conexiones que pretendía establecer con los alimentadores energéticos del aparato llegarían a los escudos. Los ordenadores de Ingeniería, programados por Scotty, confirmaron que la conexión era posible y, con el conservadurismo propio de Scotty, lo instaron a que no las estableciera.
—¡Al infierno con eso —dijo, incluso mientras él mismo vacilaba durante un momento presa del terror—, triple anulación, ejecute!
Las alarmas de sobrecarga inminente comenzaron a aullar por toda la nave, mientras la energía ilimitada inherente al Espacio de Sitter se introducía por el pequeño y estrecho embudo de los sistemas de control de la Enterprise y llegaba a los escudos. Los escudos pasaron del espectro ultravioleta al añil, el azul y el verde, y empezaron después a relumbrar con una luz cada vez más intensa que acabaría siendo, finalmente, de un blanco abrasador. Ninguno de los disparos de los klingon les afectaban ahora en lo más mínimo. «Bien por ese…»
Se hundió apenas en su asiento… y luego volvió a erguirse, horrorizado, fascinado. «¡¿¿Qué he hecho??!», pensó… porque los escudos comenzaron a crecer, hinchándose hacia fuera. Varias de las naves atacantes klingon retrocedieron. Una no lo hizo, continuó disparando… y luego dejó de hacerlo abruptamente cuando los escudos de la Enterprise alcanzaron los suyos, y tanto los escudos klingon como la nave klingon simplemente desaparecieron como si alguien los hubiese apagado. «Buen Dios, ¿qué he descubierto? —pensó mientras contemplaba con atemorizada satisfacción las otras naves klingon que retrocedían más aún—. ¡Espero que esto no le haga lo mismo al planeta!»
Como si lo hubiesen oído, la expansión de los escudos comenzó a enlentecerse, hasta que por último se estabilizaron a una distancia de varios kilómetros de la Enterprise. «¡Gracias al cielo! Pero hay otros problemas…» Volvió a inclinarse sobre el panel de controles. Con esta nueva fuente energética, existía una manera de traer al grupo de descenso de vuelta incluso con los escudos activados: conectar también el sistema del transportador al aparato de inversión, de modo que la señal fuera lo bastante potente como para penetrar los escudos y no tener interferencias. Sólo para asegurarte, estrecha la amplitud de onda de la señal del transportador hasta la casi coherencia en el extremo de la nave, haz que vuelva a ampliarse sobre el planeta… un truco perfecto, sí; Uhura se lo había sugerido para señales más mundanas. Volvió a hablarle al ordenador, le indicó qué debía hacer con el rayo transportador… y pronto comenzó a escuchar a través del canal abierto aquel agradable gemido musical que le indicó que todos estaban de regreso…
«¡Alerta roja! ¡alerta roja!» estaba gritando la nave, así que Sulu tuvo que gritar también para hacerse oír por encima del estruendo de sirenas y otras alarmas.
—¡Emersión confirmada, señor!
—¡Ya lo creo! Escudos… —pero una mirada a la imagen ondulante y distorsionada de la pantalla frontal le dijo a Jim que ya estaban activados. «¡Pero esas ondulaciones!»—. Qué demo… —Comenzó a ponerse de pie, y volvió a sentarse. Se sentía terriblemente débil y aturdido; el dolor le atravesaba el pecho como una quemadura fásica, y sentía la caja torácica como si alguien hubiese estado usándola de trampolín. El comunicador silbó, y eran tales el dolor y la confusión que lo invadían que apenas pudo pulsar el botón—. Puente…
—¡Jim, no se mueva! ¿Qué tal tiene el pecho?
—Eh… —El recuerdo regresó—. Salté delante de Spock, había ese animal salvaje… —Guardó silencio. Al menos tenía la sensación de que era un recuerdo. Confuso, se metió un dedo por el cuello de la chaqueta del uniforme y miró al interior. Deseó no haber mirado—. He vuelto a hacerlo, ¿eh, Bones?
—Estaré allí de inmediato con una camilla.
—¡Bones, éste no es momento…!
—Haga el favor de callarse. Sólo permanecerá tumbado durante una o dos horas, el tiempo suficiente como para regenerar cualquier tejido cardíaco que haya sido dañado. Póngase a discutir y sufra un shock, y tendrá que quedarse dos días aquí abajo.
—¡Pero Bones, no fue real!
Se produjo una pausa muy breve.
—Mírese otra vez el pecho y dígame si lo fue o no, Jim. Corto.
Jim golpeó el interruptor con irritación y asombro.
—¿Qué demonios les sucede a los escudos? —dijo—. Estado de la nave…
—El problema no está en los escudos, capitán —dijo Spock mientras descendía hasta detenerse junto al asiento de mando—, sino en los sensores, que están aportándonos datos que tienen muy poco sentido. O muy poco sentido convencional. Si acepto las actuales lecturas, y en este momento no existe razón alguna para no hacerlo, parece que nos encontramos en un lugar donde el tejido del espacio mismo está sufriendo terribles alteraciones debidas a la pérdida intermitente y reiterada de entropía. Algo ha hecho aumentar los escudos de la nave durante la inversión…
—Lo hice yo, señor Spock —dijo Sulu, con un tono que parecía complacido, confuso y preocupado, todo al mismo tiempo.
Spock alzó una ceja.
—En ese caso, es buena cosa que lo haya hecho, señor Sulu. De alguna forma, ha conectado los escudos al aparato de inversión, capitán. A pesar del hecho de que teóricamente eso no puede hacerse: ni nosotros ni la nave «existimos», ni deberíamos ser capaces de movimiento físico, ni siquiera de actividad mental durante el estado de inversión. —Spock adoptó una expresión de paciente resignación—. En cualquier caso, lo que hizo el señor Sulu probablemente nos ha salvado la vida a todos. La «entropía portátil» de K’t’lk, si puedo llamarla así, fue derivada hacia los escudos… el fallo de éstos habría supuesto el fallo de nuestra protección. Y de haber sucedido eso, podrían haberse producido millares de errores fatales en los sistemas operativos más vitales de esta nave… fatales no sólo para los sistemas, sino para nosotros.
—Buen trabajo, señor Sulu —dijo Jim—. Así pues, Spock, ¿qué significan todas estas condenadas alarmas?
—Bueno, capitán, como ya he dicho, las condiciones que los sensores están captando en el exterior son de lo más improbables, y ocasionalmente imposibles. Allí fuera hay enormes cantidades de radiaciones de toda clase, incluida la radiación de Hawking… hallazgo muy preocupante, dado que la radiación Hawking se encuentra normalmente en las inmediaciones de los agujeros negros. Sin embargo, los sensores también insisten en que no hay ningún agujero negro por estas inmediaciones… o al menos no por mucho tiempo…
—¿¿Que no por mucho tiempo??
Spock se encogió de hombros.
—Las lecturas son de lo más ilógicas. La masa y la energía parecen ir y venir a intervalos impredecibles. Las estrellas aparecen y se desvanecen… o se convierten en nova y luego vuelven a mostrarse sin cambios, en un completo desafío a la conversión de la energía. No es sorprendente; las leyes de la termodinámica necesitan todas el flujo temporal para funcionar…
Jim clavó los ojos en la pantalla. Alguien la había apagado.
—Señal visual.
—Yo no lo recomendaría, señor.
—¿Por qué no?
—Por motivos médicos.
Jim abrió la boca para contestar con aspereza a Spock, pero entonces sintió la tos que estaba a punto de aflorarle desde el fondo del pecho; si ahora intentaba hablar con voz potente, esa tos arruinaría por completo el efecto.
—Eso es, capitán —dijo Spock—. Señor, usted sabe que yo soy el único miembro de la tripulación al que le gusta estar en la cubierta de observación cuando viajamos por espacios paralelos. La visión que hay ahora mismo fuera de la Enterprise es una que tendré que observar por razón de mis deberes. Pero no me sometería a ella más de lo necesario. Los vulcanianos somos propensos a muchos tipos de conducta que a otras humanidades les resultan difíciles de entender, pero el masoquismo no constituye una de ellas.
En ese momento, las puertas del puente se abrieron con un siseo. Jim tuvo el tiempo justo para ver lo inquietos que se sentían todos, antes de que McCoy entrara con un hombre apuesto, alto, de barba rubia, que empujaba una camilla flotante ante sí.
—Quiero un informe para dentro de dos horas, cuando McCoy haya acabado —dijo Jim—. De usted, Scotty y K’t’lk, y cualquier otro que pueda arrojar un poco de luz sobre este lío… lo quiero abajo, en la enfermería.
—Cállese, Jim. Don, incline esa cosa hacia arriba, ¿quiere? Unos ocho grados. Bien. Suba aquí, Jim. Muy bien, Don, vuelva a ponerla horizontal. Vamos, capitán Héroe…
—Tome el mando, Spock —ordenó Jim—. Y mantenga la nave a salvo.
Las puertas se cerraron ante él.