Jim llamó al puente desde el turboascensor para dar la orden de que todos los tripulantes afectados se presentaran en la enfermería. Cuando salió del canal general, Uhura le dijo:
—Capitán, el señor Scott acaba de llamar con un informe de sus comprobaciones. Desea verlo lo antes posible.
El ascensor aminoró la velocidad y se detuvo en la cubierta cuatro. Spock miró a Jim.
—Vaya delante —le pidió el capitán—. Pille a Bones antes de que lleguen todos. Iré más tarde. —Spock asintió con la cabeza y salió del ascensor—. Ingeniería —dijo Jim.
Cuando las puertas volvieron a abrirse, Jim observó ligeramente divertido que había miembros de la tripulación corriendo por todas partes, entre los diferentes niveles de la sección, con una expresión algo desquiciada. No era buena señal —probablemente había algún problema con los motores—, pero a Jim siempre le había resultado un poco gracioso que los subalternos de Scotty supieran captar y expresar la exasperación que él casi nunca manifestaba. Al entrar, oyó la voz de Scotty y el repiqueteo de K’t’lk que resonaban provenientes de uno de los niveles inferiores, y se encaminó hacia allí.
—… no, Mt’gm’ry. Probemos de esta forma. Hay tres «dimensiones» físicas, ¿correcto? Cada una generada a partir de la precedente. Por supuesto que hay más, pero de momento estamos trabajando con un paradigma tradicional; resulta más fácil de manejar. Así que tenemos: longitud, anchura, y altura o profundidad. Bien, una vez que se ha postulado la existencia física, también se puede tener el movimiento a través de ella. Eso es lo que usamos para definir la siguiente función…
—El tiempo.
—Correcto. También de eso hay tres dimensiones… y muchas más potencialmente… generadas cada una de ellas por la que le precede. En el paradigma tridimensional, son: principio, duración y final. O puede llamárselas creación, preservación y destrucción. ¿Hasta ahí bien? Perfecto. Así pues, una vez que se han postulado las cosas físicas, y el tiempo, las cosas físicas pueden empezar a afectarse las unas a las otras. Así que tenemos otro conjunto de funciones para las cuales los físicos de ustedes no parecen tener términos que sean precisamente congruentes. Podríamos llamar a estas funciones aspectos de «afinidad». Los equivalentes más aproximados en su idioma serían «afectación», «efectividad» y «causa»…
—Espere un momento. Pensaba que la causa venía antes que el efecto.
—A veces sí. Pero yo no me fiaría demasiado de eso.
Se produjo una pausa.
—Creo que he vuelto a perderme.
—También yo —dijo Jim que descendía hasta el nivel que ocupaban en una pequeña plataforma-ascensor de raíles.
—Capitán —lo saludó Scotty, ligeramente aliviado, o así lo parecía, por aquella interrupción—. No pensaba que vendría tan pronto.
«Problemas seguros», pensó Jim al oír que el acento escocés del ingeniero era muy marcado.
—¿Problemas con los motores, Scotty?
—Sí. Mire esto. —Scotty avanzó hasta un terminal, tecleó para pedir las lecturas de los análisis estructurales, y se apartó un poco a un lado para que Jim pudiese ver—. Hay una zona debilitada en el recipiente de confinamiento de interacción de la barquilla de babor. No sé con seguridad cuándo se produjo la avería, aunque hay muchas probabilidades de que fuera durante ese disparatado frenazo de cero nueve c al que nos sometió Sulu. Lo que me inquieta, sin embargo, es que los ordenadores de control de daños no lo detectaron.
Jim miró las lecturas, un gráfico de un sondeo microcristalino por rayos X de la barquilla, y asintió con la cabeza. Mantuvo la calma exterior, pero por dentro se estremeció. El chapado superduro de iridio y rodio que recubría el casco había comenzado a deshacerse, así de simple. Millones de los enlaces de su larga cadena simple de cristal estaban destruidos, por lo que una franja que se extendía varios metros a lo largo de la barquilla estaba considerablemente debilitada.
—Si hubiéramos intentado entrar en el hiperespacio con eso tal y como está —comentó Jim, casi ausente—, seríamos ahora parte del polvo espacial.
—Sí, capitán.
Jim apartó los ojos de las lecturas.
—¿Cuánto tiempo hará falta para repararla?
—No mucho más del tiempo previsto en principio. Tendremos que salir y rehacer la trama del metal, pero tenemos el equipamento necesario. Entretanto, me encargaré de que se hagan otras revisiones. Y, capitán, si me permite decirlo, será mejor que también haga revisar los ordenadores. Control de daños no debiera haber pasado por alto ese desperfecto.
—Hablaré con el señor Spock. —Jim tendió una mano y palmeó un hombro de Scotty—. Buen trabajo, Scotty. Continúe prestando atención a sus corazonadas durante este viaje.
—Así lo haré, señor.
—¿Y qué me dice usted? —preguntó Jim al tiempo que bajaba los ojos hacia K’t’lk—. ¿El motor está reparado?
—Ya lo creo que sí —tintineó ella—. No habré tardado ni media hora, si llegó. Las ecuaciones de relación se vieron desviadas por la nova hacia una mayor afectación, eso es todo…
—Bien —se apresuró a responder Jim—. Espere un segundo. Scotty, he olvidado preguntarle algo. Mientras estuvimos en tránsito… ¿tuvo alguna… alguna sensación, experiencia… extraña…?
Scotty miró a Jim con una mezcla de alivio y alarma.
—Sí —replicó con la voz de un hombre que dice estrictamente la verdad y desearía poder no hacerlo—. Pero no creí que fuera importante…
—Tampoco yo. De todas maneras, vaya a ver a McCoy. Lo harán también todos los demás, creo. Será mejor que llegue temprano y evite la aglomeración. Y ocúpese de que cualquiera de su equipo que se haya visto afectado baje también a la enfermería, cuando pueda.
—Algunos ya han ido, señor. Oímos las órdenes. En cuanto mis jefes de equipo hayan iniciado la recomposición del metal, iré yo.
—Bien. Continúe con lo que estaba haciendo, entonces. —Scotty se alejó, gritando enérgicamente para reclamar a uno de sus tenientes. Jim lo contempló durante un momento con expresión divertida y satisfecha, y luego bajó los ojos para mirar a K’t’lk—. Ustedes dos parecen llevarse bien.
—Es uno de los mejores ingenieros terrícolas que haya conocido en toda mi vida —replicó ella—, y he conocido bastantes. Parece haberle pillado el truco a eso de entender los diseños de otras especies desde el interior, lo cual constituye un raro don. Su interés por la física de mi pueblo es una clara señal, según creo. Y su deseo de saber parece imposible de parar. Es una característica honorable.
—En ese caso, esta nave está llena de honor —replicó Jim con un tono algo seco. Comenzaron a atravesar juntos la sección de Ingeniería, a paso tranquilo—. ¿Advirtió algún efecto durante el tránsito, comandante?
Ella se sacudió, haciendo un tintineante encogimiento de hombros mientras avanzaba delicadamente junto a él.
—No, parece que he vuelto a perderme la emoción. Creo que mi especie tiene que ser resistente o ciega a los efectos; ninguno de mis colegas hamalki mencionó jamás un suceso semejante durante las pruebas. Los terrícolas parecían a veces conmocionados o sorprendidos después de la inversión, pero el efecto siempre se les pasaba con rapidez; ninguno de ellos mencionó haber experimentado nada peculiar en ningún momento. Y los vulcanianos tampoco manifestaron ninguna anomalía.
«Como le ha pasado a Spock esta mañana, en el puente», pensó Jim.
—Acompáñeme a la enfermería, si está libre, comandante —la invitó mientras las puertas de Ingeniería se abrían ante ellos.
—Por supuesto. Pero, capitán, puede llamarme por mi nombre, si lo desea. A menos que piense que eso comprometerá la disciplina entre sus oficiales.
—Oh, la disciplina debe ser mantenida a toda costa —replicó Jim, haciendo todo lo posible para que su rostro se mantuviera serio.
Ante este comentario, K’t’lk emitió un sonido discordante, algo que Jim comenzaba a reconocer como risa.
—Capitán —dijo ella con un tono bastante seco—, ¿cree que me incubaron ayer?
—No sé qué pensar acerca de usted, K’t’lk. No he tenido la oportunidad de hablar con una araña de vidrio muchas veces. ¿Qué es ese material disparatado que está intentando hacerle tragar a Scotty?
Ella comenzó a explicárselo. Jim, por supuesto, había realizado las lecturas requeridas sobre las ciencias no causales y las escuelas «filosóficas» de física pura mientras estaba en la Academia. Aunque la asignatura lo había confundido en su momento —y no le había visto valor ninguno—, había absorbido la información, la había usado para pasar los exámenes, y la había olvidado. Por desgracia, la explicación de K’t’lk comenzó donde terminaba la limitada comprensión que Jim tenía de las ciencias no causales, y se volvió prácticamente ininteligible en pocos minutos. Así que Jim se limitó a asentir con la cabeza —seguro de que si la interrumpía para pedir explicaciones sólo conseguiría empeorar las cosas—, y se resignó a la simple fascinación ante algo y alguien tan ajenos, extraños. Cuando por fin llegaron a la enfermería, Jim se asomó al interior justo lo suficiente como para ver que el sitio estaba atestado, y que llegaba más gente a cada instante. McCoy, Chapel y otros miembros del equipo médico estaban sentados en torno a los terminales o con libretas electrónicas sobre el regazo, hablando con los miembros de la tripulación y tomando notas a toda velocidad. Resultaba obvio que McCoy no podría presentarle un informe durante algún tiempo, así que Jim simplemente continuó caminando, escuchando la exposición de K’t’lk sobre el «género universal» y los «radicales de causación» y los «universos taub-NUT» y sabe el Espacio qué más. Estar con ella era un alivio, una agradable alternativa a lo que en caso contrario habría sido otro de esos aburridos períodos en los que un capitán no puede hacer nada más que esperar.
Por fin, llegaron al camarote de Jim.
—Ah, el lugar hecho famoso en canción y leyenda —dijo ella, recorriendo el entorno con los ojos mientras Jim la invitaba a entrar con una reverencia. El capitán alzó una ceja mientras se encaminaba hacia la botella de brandy sauriano.
—¿Bebe usted, K’t’lk?
—Sólo por el sabor; el alcohol no afecta a mi metabolismo. Me «emborracho» si como policarbonos. «Grafito», creo que lo llamó Mt’gm’ry.
—Aquí tiene, entonces. Pero cómo va a… —Jim miró de hito en hito la pata cristalina que ella tendió hacia lo alto para asir la copa—. Hace un momento no tenía usted garras ahí —dijo con tono acusador.
—No las necesitaba —replicó K’t’lk, que trepó delicadamente a una de las butacas de Jim y plegó las patas en torno a sí misma. Sostuvo la bebida cerca de su lado derecho. La imagen resultaba bien curiosa, pero más curioso aún le pareció el órgano bebedor que extendió por ese lado y hundió en la copa. Comenzó a sorber, produciendo sonidos burbujeantes como un niño con una paja en una botella de leche—. Y bien, capitán —prosiguió, hablando con perfecta claridad mientras bebía—, ¿qué hay de cierto en los rumores que corren acerca de cómo pasa usted las veladas aquí?
—Señora —respondió Kirk, no ofendido sino muy divertido—, ¡no tanto como yo desearía! Además, ¿qué haría usted si yo la interrogara sobre su vida sexual?
—Se la contaría.
—¡Ggrr! —Jim intentó no atragantarse con el brandy—. Suponía que en la Academia de la Flota Estelar siempre enseñaban que los dos temas que uno no debe discutir con alienígenas, en términos generales, son el sexo y la religión.
—Debemos haber estudiado en diferentes ramas de la Academia, capitán. A nosotros nos dijeron que no mencionáramos la muerte y los impuestos.
—Pero ahí está usted, mencionando ambas cosas.
K’t’lk volvió a encogerse de hombros, tintineando.
—Una de las dos cosas no nos atañe a ninguno de los dos —dijo. Era cierto; el personal de la Flota Estelar estaba exento de impuestos.
—¿Y la otra?
—Yo no pago impuestos —contestó.
La conversación continuó de ese modo, virando desde la perogrullada a lo incomprensible y así sucesivamente. Jim se sentía fascinado por la conciencia de que su interlocutora era una igual que se había sometido, por propia voluntad, al mando de otro; constituía un fenómeno que ya estaba habituado a ver en la Enterprise, pero que veía con mucha menor frecuencia fuera de ella, y menos aún entre especies tan diferentes de la humana como la que tenía delante. La inagotable energía de K’t’lk también lo fascinaba. Esa energía se expresaba, sobre todo, en forma de deleite por lo que estuviera sucediendo. Incluso cuando la conversación giraba en torno a la muerte y la destrucción, como sucedió una o dos veces. K’t’lk jamás descendía a nada que se pareciese a la seriedad humana. Sus opiniones sinceras y enérgicas, teñidas levemente por una ira afectuosa, eran lo más próximo a la seriedad que podía encontrarse en ella. Jim comenzaba a pensar que parecía divertido ser una araña de vidrio, y por último así se lo dijo.
Apenas un toque de sobriedad se introdujo en la voz de K’t’lk cuando lo oyó.
—No sé si su gusto por la infinita diversidad llegaría hasta ese punto, J’m —le respondió; hacía ya bastante que él le había ofrecido que lo llamara por su nombre de pila, y se había librado a su vez de una de las sílabas interiores del nombre de ella—. Parece usted disfrutar de las cosas… extraprofesionales… que tienen lugar en este camarote. Si fuera un varón hamalki, las podría disfrutar una sola vez en la vida.
—Eh… T’l, ya sé que, ahhh, no debería…
Ella se rió.
—J’m, ya hemos sobrevivido a la conversación sobre los horrores de la muerte y los impuestos; ¿por qué iba a ser peor lo que nos queda por comentar? —Y se puso a explicar lo que quería decir con aquel comentario acerca de los varones hamalki, cosa de la que Jim se alegró; sentía genuina curiosidad.
La naturaleza les había planteado a los hamalki un problema interesante. La reproducción en los tiempos anteriores a la civilización inteligente había constituido un asunto peligroso y atemorizador: un macho determinado fertilizaba a tantas hembras como podía antes de ser devorado en el acto nupcial. Lentamente, sin embargo, a medida que se desarrollaba la inteligencia de la especie, los hamalki advirtieron algo: que las crías de aquellas hembras que se comían a su compañero prosperaban, creciendo más rápidamente y más fuertes que las de las hamalki que no lo hacían. No fue hasta mucho más tarde cuando sus científicos descubrieron la causa. Las enzimas y hormonas presentes en el cuerpo del macho durante el apareamiento hacían que el ADN análogo de la hembra se dividiera y recombinara con el del macho de una manera nueva y más eficaz.
Pero para cuando esto salió a la luz, los hamalki llevaban miles de años entregándose a este acto, y lo habían rodeado con los hábitos nacidos de la civilización y las emociones superiores. El cortejo se había transformado en un éxtasis de tejido físico, vocal e intelectual, mientras los dos participantes determinaban, consciente e inconscientemente, qué genes iban a compartir, cuánta memoria perpetuarían, qué conservarían de sí mismos. Una pareja cantaba visiones e intercambiaba deseos mientras construían entre los dos el edificio que serviría como testimonio de lo que habían sido a la vez que como nido para su apareamiento. La finalización del nido —por así decirlo, la confirmación y culminación «escrita» de su relación—, provocaba directamente el acto de amor. Justo después del punto álgido de su propio éxtasis, cuando la secreción de enzimas era mayor, el macho provocaba su propia muerte mordiendo a la hembra y haciendo así que ella (en sus propios estertores de placer) lo atacara ciegamente, lo matara y lo devorara.
Jim permaneció sentado e inmóvil durante un rato, dominando lo mejor que podía sus propias reacciones.
—Estoy seguro, sin embargo —dijo por fin—, de que no tienen por qué hacerlo de esa forma. Su civilización es lo bastante avanzada como para haber sintetizado las enzimas…
—Es algo que se ha sugerido —asintió K’t’lk mientras acomodaba algunas patas delanteras de modo que pendieran por la parte frontal del asiento—. Ha provocado unas cuantas guerras santas.
—Ahora soy yo el que ha metido la pata —dijo él—. Religión. Lo siento.
—No me molesta, J’m. De todas formas, ustedes tienen religiones que les ofrecen a los adeptos la posibilidad de participar en milagros de varias clases. Uno de ellos, según tengo entendido, le ofrece a uno la oportunidad de comerse a Dios. Me sorprendió oír eso… porque algunas de las integrantes de nuestro pueblo dicen que eso es precisamente lo que nosotras hacemos. Es igual. ¿Cómo cree usted que se sentirían los participantes de ese milagro si les dijera que puede hacer que se produzca la transubstanciación en cuestión dentro de un tubo de ensayo, sin recurrir a la Deidad implicada?
Jim se encogió de hombros.
—Tuvimos algunos problemas de ese tipo, hace bastante tiempo —replicó—, pero no subsistieron más de un siglo, aproximadamente. Creo recordar que varias religiones se ampliaron un poco para tomar en cuenta algunas de las cosas nuevas que el universo había demostrado que era capaz de hacer.
K’t’lk se echó a reír al tiempo que tendía una de las patas libres para tocar ligeramente el antebrazo de Jim.
—Típico —dijo—. Así son las civilizaciones de los vertebrados. Mi gente es un poco más rígida… —Bebió otro sorbo de brandy—. La otra parte del problema es que hay algo más que se transmite en el Acto, y que las enzimas no pueden aportar. —Ahora, K’t’lk parecía seria, aunque no pesarosa—. El fantasma —concluyó.
Jim quedó perplejo durante un segundo. Luego lo entendió, y tuvo que esforzarse para no sonreír; no sabía con qué precisión podía K’t’lk interpretar las expresiones del rostro humano.
—El espíritu, quiere decir. El alma.
—Eso es. Tiene que ser transmitida de alguna forma, después de todo… —Comenzó a jugar con las patas delanteras. Jim observó el movimiento con curiosidad y se dio cuenta, con cierta sorpresa, de que ella estaba hilando. Un filamento resplandeciente se extendía desde un diminuto orificio del abdomen de K’t’lk hasta sus garras, y con cuatro de sus patas «delanteras» ella le daba forma y lo entretejía, creando una estructura tan delicada y de aspecto tan frágil como vidrio hilado, o como un pensamiento.
—Echo de menos a T’k’rt’t —comentó, trabajando con aire ausente mientras hablaba, como alguien que hiciera ganchillo—. Mi compañero del período anterior. Nos conocíamos desde hacía unos cien años, antes de que decidiésemos que había llegado el momento de compartir el Acto. Pero no parece que haya sido suficiente. Era arquitecto; construía las estructuras, frases y emociones más elegantes. Y yo solía fingir que no sabía nada de arquitectura, de forma que él acudiera a visitarme y darme clases. —Se echó a reír—. Él es probablemente la razón por la que acabé trabajando yo misma en el equipo de diseño de la Base Estelar Dieciocho… sus antiguos recuerdos despertaron dentro de mí… Tejí dos de las sílabas de su nombre en el mío, en este último período. —Se ocupó del tejido durante un momento—. Todavía está dentro de mí, por supuesto —dijo tras una pausa—. Nosotras almacenamos las enzimas, y la simiente masculina, durante tanto tiempo como lo deseamos. Podría tener un pequeño T’k’rt’t en cualquier momento. Aunque no sería del todo él, no sería lo mismo. Yo preferiría volver el tiempo atrás y tenerlo otra vez conmigo. Pero él diría que es una necedad y se reiría de mí…
Se produjo otra pausa.
—Ahora empiezo a comprender —comentó Jim— por qué su pueblo tiene constructores tan grandiosos.
—Ah, sí. Construir es amor para nosotros… literalmente. Cada edificio es un reflejo del que construiremos por amor, o ya hemos construido. Y además… el precio de nuestras vidas, y nuestros amores, es la muerte. El precio es alto. El amor y la vida, y la visión que emana de ambas cosas, se ha convertido en algo precioso para nosotros… no sólo la nuestra, sino también la de todos los demás. Así que servimos a esos otros, los servimos a ustedes, construyendo y creando. Al hacer eso, al ver satisfechos los deseos de ustedes sin que tengan que morir, vencemos un poco a la muerte. Y ser la respuesta a las preguntas de otros es dulce…
El comunicador silbó. Jim tendió la mano hacia los controles de la mesa.
—Aquí Kirk.
—McCoy —replicó la voz conocida, que no parecía menos descontenta que antes—. Estamos despejando las cosas por aquí abajo, Jim. ¿Todavía quiere pasar por la enfermería?
—Voy hacia allí. Corto. —Se volvió a mirar a K’t’lk, que estaba acabando la delicada estructura antes comenzada, una masa con púas, entretejida, llena de simetrías distraídas. Una de las patas delanteras cortó el fino hilo que aún la unía a su abdomen; las otras tres se la ofrecieron a Jim.
—Será mejor que vaya a ver qué hace Mt’gm’ry ahí fuera. No porque no sea competente… pero fuimos nosotros quienes inventamos el proceso de tejido de cristal para los cascos de las naves espaciales, y si él ha encontrado una manera de mejorarlo, quiero enterarme…
Jim tomó la escultura y la colocó en un estante alto, a salvo de posibles daños.
—Si lo ha hecho, cuéntemelo. Y gracias. Mientras tanto, será mejor que nos pongamos en marcha. Bones parece estar al cabo de su paciencia…
La enfermería estaba algo más tranquila cuando llegó Jim. La mayoría de los tripulantes se habían marchado, y sólo quedaban unos pocos sentados aquí y allá que hablaban con la gente de la sección de Medicina, o entre sí. A un lado, Christine Chapel mantenía una conversación formal y ceñuda con uno de los ordenadores de diagnóstico; estaba respondiendo a sus preguntas con mucha mayor calma de lo que ella se las planteaba, cosa que no mejoraba el humor de la enfermera, como era habitual.
—Ya ha llegado —dijo una voz detrás de Jim. McCoy se encontraba de pie en la puerta de su despacho, hablando con una mujer menuda de pelo oscuro que Jim no reconoció—. Entre, Jim.
—No hemos tenido ocasión de conocemos —le dijo Jim a aquel nuevo miembro de su tripulación mientras avanzaba hacia donde se encontraban ella y McCoy, y aprovechaba la oportunidad para recorrerla con la mirada. Era esbelta y delgada, e iba vestida con el uniforme blanco de enfermería de la Flota, que lucía en el cuello la insignia de la serpiente y el rayo distintiva de su primer servicio interior; Jim se preguntó por un momento qué pensaría alguien habituado a las duras condiciones y a los terribles retos de los mundos fronterizos, de la naturaleza comparativamente calma del servicio en una nave estelar. No tuvo tiempo para pensar en nada más, pues se dio cuenta de que también a él lo estaban mirando de arriba abajo. Unos agudos ojos de color avellana lo observaban desde un rostro sereno, y descendían a lo largo de su cuerpo para acabar deteniéndose, de modo más bien irritante, a considerar el contorno de la cintura y los dos kilos de más que se habían alojado allí mientras Jim esperaba que llegaran las noticias referentes al motor. A continuación, los ojos hicieron marcha atrás para volver a encontrarse con los suyos, y una risa afloró a ellos al captar la dueña tanto la desazón de Jim como su resolución de hacer algo respecto a los dos kilos.
—Señor —dijo la enfermera al tiempo que estrechaba la mano que le ofrecía Jim—, soy la teniente comandante Lia Burke. Me alegro mucho de conocerlo.
—Sí —replicó Jim—. Bienvenida a bordo. ¿Ha tenido tiempo de despedirse de todos en Terra? Según tengo entendido, no la avisaron con mucha antelación de la suspensión de su permiso.
—No había nadie de quién despedirse, señor; soy humana terrícola por herencia, pero mi hogar está en Sa-na’Mdeihein. Sólo estaba pasando unas vacaciones de dos semanas.
Jim pensó que cualquiera que hubiese decidido vivir con los na’mdeihei, rodeada por criaturas semi-extradimensionales hechas principalmente de piedra, era probable que mereciera unas vacaciones. Pero Bones parecía estar haciéndole insistentemente señales con la mirada, que indicaban que necesitaba hablar con él en seguida; de modo que dejó las preguntas para otra ocasión.
—Bueno, disfrute de su estancia con nosotros, comandante. Bones, ¿qué tiene para mí?
McCoy lo condujo al interior de su despacho y, antes de responder, no sólo cerró la puerta sino que opacó las paredes.
—El más condenado surtido de cuentos de hadas, historias fantásticas y visiones excéntricas que haya oído jamás, Jim. Y otros problemas. ¡¿¿De quién ha sido la brillante idea de traer a esa mujer??!
—Detecto en ella un cierto talento para, eh, ir al grano —dijo Jim con tono seco mientras se sentaba ante el escritorio de Bones—. Aunque, según como se mire, sólo estaba haciendo su trabajo… hace ya un mes que está usted haciéndome advertencias sobre mi peso.
—Ésa no es la cuestión.
—¿Y cuál es?
McCoy tendió una mano hacia su escritorio, cogió un casete y lo introdujo en una ranura. La pantalla alojada en la superficie del escritorio se encendió y comenzó a leer el expediente de servicio de la nueva tripulante, BURKE, LIA T., TNTE. COMDTE., ET, DE, MA, EXMT, FICN…
—¡Mire eso! —exclamó Bones mientras sacudía las manos en el aire con exasperación—. ¡Yo pedí una enfermera…! ¡No una sopa de letras!
Jim se encogió de hombros.
—Es buena en su profesión… —Alzó los ojos—. ¿Es buena en su profesión?
—Ése es el problema, Jim. Es muy, muy buena. Es demasiado buena. Las enfermeras así empiezan a querer ser médicos. O comienzan a actuar como si lo fueran. ¿Por qué, por una vez, no puedo conseguir una enfermera que sepa cómo ser enfermera? Lo único que yo…
—Bones —lo atajó Jim al tiempo que tocaba la mesa y apagaba la pantalla—, ¿qué le sucedió a usted durante el tránsito?
McCoy se detuvo en seco, y le dedicó a Jim una larga, fastidiada y triste mirada.
—Usted debería haber estudiado psic… —Se sentó tras el escritorio—. Jim —comenzó con gran lentitud—, he estado enfermo unas cuantas veces a lo largo de mi vida, lo bastante enfermo como para tener alucinaciones. Sé lo que son. Pero nunca, nunca he tenido una experiencia tan vivida que haga que esto —dio un golpe con el puño sobre el escritorio— parezca la alucinación en lugar de la realidad. —Clavó una mirada de malhumor en el puño y el escritorio—. Desde el momento en que salimos, me paso el tiempo esperando traspasar las cosas como si fuera un fantasma… porque estuve en un lugar tanto más real y sólido que la realidad física, que podía ver a través de mis manos, que no podía ni tocar ni mover. —Su voz bajó de tono—. El… país… no sé dónde estaba. Me quemaba los ojos. Los bordes de todas las cosas eran nítidos como las sombras en el espacio. Los colores… casi un tormento. Las estrellas habrían parecido de color pastel en comparación. Era un lugar terrible. —Entonces alzó los ojos hacia Jim, con asombro y miedo en el rostro—. Y daría cualquier cosa por regresar allí.
Muy lentamente, Jim asintió con la cabeza. Para su sorpresa y consternación, había tenido el mismo pensamiento respecto a su propia experiencia.
—¿Y el resto de la tripulación? —quiso saber.
—Cosas similares. —McCoy recogió otra cinta y la introdujo en la ranura. Las lecturas pasaron por la mesa—. Dejando aparte los detalles… en mor de la confidencialidad y por otros motivos, ya que algunas de esas visiones, experiencias, o lo que sean, fueron muy íntimas… una gran mayoría de la tripulación tuvo experiencias hipersensoriales de acontecimientos o lugares que nunca antes habían visto ni vivido. Lo sorprendente es que algunas resultan identificables: entornos planetarios, visualizados con tal detalle que parece imposible que la persona no haya estado físicamente en ese lugar. Algunas pertenecen a lugares que en la actualidad somos incapaces de identificar. Algunas personas parecen haber visto cosas que sucedieron en el pasado: acontecimientos que hemos podido confirmar mediante el ordenador, y de los cuales las personas involucradas nada sabían. Por cierto, he revisado una muestra aleatoria mediante el escáner neuronal —comentó Bones, cuando Jim abría la boca para decir algo acerca de los recuerdos inconscientes de acontecimientos de los que se había oído hablar, o que se habían estudiado y olvidado—. El sondeo revela que no hay neuronas impresas con referencias relevantes excepto las implicadas en la experiencia misma… la gente realmente no había tenido conocimiento alguno de esos acontecimientos. Los factores comunes a todas las experiencias de las que se ha informado son incomodidad inicial… debida, según pienso, a la pérdida generalizada de la percepción temporal… y una extrema intensidad de la experiencia, hasta el punto de que la realidad física parece insuficiente, o temporalmente efímera, al recuperarse. Ah, y uno más. Una percepción de la experiencia como algo deseable, incluso si no fue exactamente placentera en su momento, y un deseo de volver a ella. Unas pocas personas establecieron la distinción de que no era exactamente en la experiencia donde deseaban entrar otra vez, sino en el trasfondo… el contexto… y en las emociones que les despertaba. —Tocó un punto del escritorio y comenzó a hablar una voz grabada, la de Uhura.
«Todo aquello —decía, con voz baja y pensativa—, era para que se le partiera el corazón a una».
«¿Por qué? —preguntaba la voz de Lia Burke, igualmente baja—. ¿Tan triste era?»
«¿Triste? ¡No!», replicaba Uhura… y resultaba asombroso oír el júbilo y el anhelo de su voz.
—Evaluación —pidió Kirk—. ¿Estas «experiencias» van a menoscabar la capacidad de la tripulación para cumplir con su cometido?
McCoy negó con la cabeza.
—No tengo ni idea, Jim. De momento no veo menoscabo alguno. Pero algunos podrían estar ocultándolo. ¿Qué tal se encuentra usted?
—Bastante bien. Ya que estamos, podría añadir mi experiencia al surtido…
Jim le contó a McCoy todo lo relativo a cómo era aquello de ser una nave estelar. Bones permaneció sentado en silencio, asintiendo ocasionalmente con la cabeza, hasta que Jim concluyó.
—Así pues, ¿qué me prescribe, doctor?
—Trabajo —respondió McCoy con amargura—. A mí está resultándome muy eficaz. ¿Cuándo vamos a saltar otra vez?
—Dentro de medio día, más o menos.
—Bastará. Pero avíseles antes… bueno, sé que lo haría de todas formas. Quizá será más fácil la segunda vez… —Bones suspiró—. En este caso estamos trabajando con algo desconocido, Jim. Aún no he detectado ninguna tendencia peligrosa… se lo haré saber si la encuentro. Entre tanto, me encuentro atrapado dentro de una enfermería llena de enfermeras asesinas…
—Christine está enseñando a Burke, ¿no es así?
—Supuestamente —asintió Bones con voz fatigada—. Aunque a veces me pregunto quién está enseñando qué a quién…
—Vaya una sintaxis.
—Soy médico, maldita sea, no gramático. —Ambos se levantaron y se encaminaron juntos hacia la puerta. Ésta se abrió con un siseo y vieron a Mayri Sagady hablando con Lia Burke, mientras el alférez D’Hennish permanecía en pie junto a ellas—. ¿Qué le sucede? —le preguntó McCoy al sadrao.
—Nada, señor.
—¿¿Nada??
—No, señor. Estoy aquí sólo para coger de la pata a la teniente Sagady. Durante el tránsito, ella está viviendo una de esas experiencias. —Era lo máximo que un sadrao podía aproximarse al pretérito.
—¿Y usted no?
—No, señor…
D’Hennish retrocedió con aprensión cuando McCoy avanzó hacia él.
—Venga por aquí, hijo mío. Venga por aquí. Tengo una máquina a la que le encantará conocerlo. Varias máquinas.
—No hace daño, ¿verdad? —preguntó D’Hennish, con tono más bien plañidero, mientras Bones abría la marcha.
El sadrao volvió la cabeza y miró a Jim como un niño que pide que lo rescaten de las manos de un dentista demente. Jim le dedicó un encogimiento de hombros, no exento de compasión.
—Hágame saber los resultados, Bones —le pidió al médico, y se volvió para salir de la enfermería.
—Lo haré, capitán… Por aquí, hijo. Ahora, cuéntele a este bonito ordenador todo el asunto. Christine, enséñele a Lia cómo programar el archivo de sincronización sináptica…
—Gracias, Chris, sé cómo hacerlo. ¿Es que nunca dice «por favor»?
Jim se marchó en silencio para robar unas pocas horas de sueño antes del siguiente salto.
La nave estaba en alerta roja cuando despertó. No era ninguna sorpresa, ya que lo había ordenado él mismo. El personal de la nave se habría reorganizado con un turno épsilon añadido a los alfa, beta, gamma y delta; las guardias serían más cortas —distribuidas entre cinco grupos en lugar de entre cuatro—, y la tripulación estaría preparada y alerta para cualquier cosa que pudiera traer la inversión. Se levantó, se vistió a toda prisa y se encaminó al puente.
Spock se encontraba allí, como cabía esperar, paseándose en torno al círculo rodeado por la barandilla e inspeccionándolo todo con su habitual y fría minuciosidad. Al abrirse las puertas del ascensor, ascendió y se reunió con Jim cerca de la terminal científica.
—¿Todo bien?
—Sí, señor. Estamos listos para abandonar la órbita en torno a zeta-10 Scorpii en cuanto usted dé la orden. Lo cual, si se me permite decirlo, le agradeceré que haga con rapidez. El espectro de la estrella no presenta ninguna señal que yo pueda diagnosticar con claridad, pero vuelve a manifestar irregularidades de implicaciones inquietantes.
—De acuerdo, saldremos de aquí dentro de poco. ¿Ha comprobado los ordenadores?
—Lo he hecho, capitán. Según todos los diagnósticos estándar, y algunos no estándar de mi propia creación, los ordenadores de control de daños funcionan a la perfección. No encuentro ninguna explicación al fallo referente al desperfecto que el señor Scott halló en la barquilla de babor.
—Maldición —dijo Jim mientras se encaminaba al asiento de mando. Chekov se encontraba ante el timón, pero Sulu estaba ausente; era su turno libre, y el aprendiz, el teniente Heming, ocupaba el puesto de navegación. Con aire distraído, Jim les hizo un gesto con la cabeza a ambos y se sentó.
—Spock —dijo mientras lo hacía—, si tenemos que hacer comprobaciones manuales de todo, eso va a significar una demora bastante considerable.
—Capitán, estoy de acuerdo. De todas formas, parece la única forma segura de proceder hasta que podamos determinar la causa del fallo de diagnóstico.
Jim hizo una mueca.
—De acuerdo. —Pulsó el botón de comunicaciones del asiento de mando al tiempo que Spock regresaba a su puesto.
—Ingeniería…
—Aquí K’t’lk, capitán.
—¿Dónde está Scotty?
—Haciendo unas comprobaciones finales. Más por nervios que otra cosa. Según creo… declaró que tanto los motores hiperespaciales como los de impulsión están «limpios» hace horas. El entramado de la sección dañada del casco quedó terminado hace dos turnos.
—¿El aparato de inversión está a punto?
—Encendido y preparado, capitán. Rumbo trazado para el «punto de suspensión intermedio», a medio camino entre los límites exteriores de la Galaxia y los de la Pequeña Magallanes… «x» a menos cuarenta y cinco grados de galatitud, «y» a doscientos noventa y nueve grados de galongitud, y «z» a cien mil doscientos treinta y siete años luz del Núcleo Galáctico Arbitrario. Navegación, por favor, confirme.
Jim sonrió. Esta vez, K’t’lk no pensaba correr ningún riesgo, y se aseguraba de que él lo supiese.
—Confirmación de navegación, capitán —dijo el señor Heming, con enérgico acento de Oxford.
—Bien, K’t’lk. Haga que Scotty regrese a su puesto; estamos a punto de saltar.
—Sí, señor. Ingeniería fuera.
—Enfermería…
—Aquí McCoy.
—¿Preparados, Bones?
—Si pregunta si estamos preparados para saltar, sí. Si lo que pregunta es si nos alegramos de ello… —No acabó la frase, pero su tono dejaba bien claro lo que sentía—. Por cierto, he acabado con los escáners de D’Hennish.
—¿Y?
—La máquina lo confirma: es el único tripulante, aparte de K’t’lk, que no ha vivido ninguna experiencia durante la inversión. Lo he hecho conectar al neuroescáner para que podamos tener datos en vivo de lo que suceda durante la inversión. Lia también está conectada. Sólo desearía que pudiéramos tener otro sadrao.
—Yo también tengo unos cuantos deseos… la mayoría relacionados con ordenadores que no funcionan. No les quite el ojo de encima a sus máquinas, Bones. Puente fuera. —Se volvió a mirar al teniente Mahásë, que ocupaba el puesto de Uhura—. Comenzamos la cuenta atrás, señor Mahásë. Cinco minutos a partir de ahora… ya.
—Contando, señor.
—Confirme el estado de alerta roja en todas las secciones… presencia y alerta del personal.
Pasaron unos instantes.
—Confirmado, capitán.
—Bien. Páseme el circuito general. —Mahásë tocó una luz y le hizo un gesto de asentimiento a Jim—. A todo el personal, les habla el capitán —dijo—. Dentro de cuatro minutos, cuarenta segundos desde… ahora… pasaremos a modo de inversión. Agárrense a lo que necesiten agarrarse, y no lo suelten… vamos a salir a mucha distancia de casa. Kirk fuera.
Se recostó en el respaldo de su asiento, inspiró y exhaló, y miró a la tripulación del puente. En el pasado había habido momentos que parecían justificar el uso de la típica frase de que la tensión en el puente era tan espesa que podía cortarse con un rayo fásico. Éste era otro de esos momentos; el simple gesto de alzar una mano para rascarse una comezón, le costaba a Jim más esfuerzo del natural… y el aire parecía rígido.
—Tres minutos, treinta segundos —anunció Mahásë.
Jim tenía ganas de imprecar, de levantarse de un salto y caminar, de hacer algo. Sus tripulantes permanecían sentados en torno a él y realizaban su trabajo, haciendo que pareciese fácil a causa del murmullo de voces tranquilas.
—Cámaras compactas rodando.
—Holografías activadas.
—Escudos…
—Escudos activados.
—Un minuto treinta segundos…
La pantalla ardía con la violenta y adorable imagen de zeta-10 Scorpii, anidada en las profundidades de sus cegadoras capas violeta y añil. Jim la contemplaba larga y atentamente a modo de distracción, y apartaba los ojos sólo cuando comenzaban a dolerle.
—Sección de defensa…
—Cañones fásicos a punto.
—Torpedos de fotones…
—Tubos cargados.
—Cuarenta y cinco segundos…
La estrella ardía y burbujeaba con manchas solares; Jim se preguntó si constituían un síntoma de las irregularidades que había mencionado Spock. No cabía duda de que la estrella tenía una fotosfera bastante activa, pero era lo que cabía esperar de un sol que hacía estallar las capas superiores de su atmósfera de vez en cuando…
—Entradas en diario de navegación…
—Concluidas y transmitidas.
—Quince segundos. Catorce. Trece…
—Motores hiperespaciales…
—Temporalmente desactivados.
—Motores de impulsión…
—En cero coma uno cinco c.
—Nueve. Ocho. Siete…
—Motor de inversión…
—Encendido, doble confirmación.
—Cuatro. Tres. Dos. Uno…
—Inversión activada…
… y el mundo comenzó a desaparecer. «Asombroso —pensó Jim, y el pensamiento no parecía normal en absoluto—, de hecho puedes sentir un poco cómo llega, igual que la anestesia». Fue casi lo único que le dio tiempo a pensar; al «momento» siguiente la ausencia de éste volvió a estrangularlo, y esta vez resultó más difícil de soportar, no más fácil. Pero lo último que vio mientras aún era capaz de pensar y ver, hizo que sintiera deseos de saltar del asiento, aunque no podía moverse. La superficie de zeta-10 Scorpii se elevó y contorsionó como un líquido al que se le arroja un peso dentro; luego perdió la forma y se expandió más y más y más, en una aterrorizadora, espléndida y mortal flor de fuego, persiguiéndolos con incandescente furor como lo había hecho 109 Piscium. «Oh, no —logró pensar Jim antes de que el tiempo se detuviese y lo inmovilizara todo, incluso sus pensamientos—. Otra vez no. Y no esta estrella. Creo que cuando regrese a casa, me van a tirar de las orejas…»
Y la Enterprise y el universo volvieron a desaparecer.