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Cuando faltaban tres horas para la partida, la Enterprise no parecía en nada diferente desde el exterior a como era cuando había llegado a la Base Estelar Dieciocho; suspendida plácidamente en el centro de la red pulsante de tractores táctiles, brillaba plateada y en calma. En el interior, sin embargo, la red de comunicaciones internas parecía un hervidero de voces que charlaban animadamente como pensamientos dentro de una mente.

—… ¡mire, no me importa lo que le haga a ese modulador, simplemente consiga que funcione! Si el señor Mahásë descubre que está…

—… ¿nervioso? ¿¿Yo?? No seas tonto. —Una pausa—. Estoy que me muero.

—… nosotros ya estamos listos, ¿qué hacen ustedes que no están preparados aún?

—¡… terror-prisa-presión-emocionado-emocionado-emocionado-jefe departamento-muere / no muere-inanición-infarto-avanzados! Pregunta-pregunta- (inexpresable y fisiológicamente improbable en homínidos) ¡imprecación! ¡exclamación…!

—… ¿qué quiere decir con que tengo que revisar y firmar todo esto antes de que podamos marchamos? ¡Soy un médico, demonios, no un burócrata! ¡¿Y dónde está esa enfermera?! ¡Usted me prometió una jefa de enfermeras, Jim, qué se supone que tengo que hacer por aquí, con Chapel que está sacándose el maldito doctorado y se niega incluso a coger una condenada hipodérmica sin darme un maldito diagnóstico antes…!

—… siempre has hecho apuestas pequeñas. Te apuesto diez créditos a que habrá al menos tres destructoras klingon, y que les arreglaremos las cuentas a las tres en menos de cuatro minutos…

—… sí, bueno, todo lo que sé es que el capitán viene de camino para echar una mirada. Así que quiero que espabilen y limpien todo esto en seguida. No quiero tener la cubierta llena de trastos cuando llegue…

—…el segundo quiere saber cuándo va a acabar con la revisión de ese programa…

—Uhura —dijo la jefe de Astrocartografía al tiempo que profería un suspiro de cansancio—, preséntele mis respetos al señor Spock; estamos teniendo que reescribir el programa prácticamente desde la línea diez para conseguir que funcionen las coordenadas de la nueva localización. Ya sabe usted lo que significa eso sólo en términos de cambios en la orientación de las transmisiones y potencia de señal para las boyas…

Una risilla cansada.

—No era ésa la pregunta, Mayri.

—Lo sé. —La teniente Mayri Sagady miró por encima del hombro—. D’Hennish —dijo—, ¿qué puede decirme?

—Si el señor quiere que se cubra un área mayor, debe resignarse a que la programación nos lleve algo más de tiempo.

—Bien —dijo Mayri—. Veinte minutos —informó a Uhura.

—¡¿¿Qué??!

—Silencio, D’Hennish. Trabaje.

—Veinte minutos, recibido —replicó Uhura—. Puente fuera.

—Con todos mis respetos —dijo la voz desde detrás de ella, con un gruñido—, de buena gana la mataría, si no fuera porque lo único que conseguiría sería que me ascendieran a su puesto y tendría que acabar el trabajo de todos modos.

—Recibido y archivado —respondió Mayri, profirió otro suspiro y se desperezó. Mayri Sagady tenía alrededor de veinticinco años, cabello de un rojo intenso, y su constitución era la de una valquiria: poseía un rostro franco, cordial, con azules ojos de expresión soñolienta pero a los que nada les pasaba por alto. Acabó de desperezarse y fue a situarse detrás de su oficial subalterno, por encima de cuyo hombro miró mientras él trabajaba sobre el tanque principal de gráficos.

El alférez Niwa Awath-mánë ri D’Hennish enu-ma’Qe farfulló para sí con irritación, un gruñido suave que hizo pensar a Mayri en un gato que le advierte a otro que no se acerque a su verja. D’Hennish era un ailurino[2] de Sadr: bípedo, y de constitución nervuda y delgada para sus dos metros de estatura. Su melena sedosa rubio ceniciento descendía sobre el pelaje más corto, afelpado y de color platino que cubría el resto de su cuerpo, excepto las suaves almohadillas de los dedos de las manos y los pies. Aquellos largos dedos golpeteaban velozmente el teclado del terminal mientras D’Hennish permanecía inclinado sobre él con feroz concentración. En el tanque que tenían delante, entre los esquemas de la Vía Láctea y la Pequeña Nube de Magallanes, unos puntos de luz dispuestos en forma cúbica cambiaron sutilmente de posición, y las líneas que iban desde cada uno de ellos hasta estrellas específicas de la gran galaxia espiral, también variaron.

—Veinte minutos —gruñó D’Hennish—, vaya, con los veinte minutos. ¡Ustedes y sus minutos y horas! El trabajo debería estar hecho cuando está hecho, Mayri… —Se detuvo un instante, el tiempo suficiente para alzar los ojos hacia ella. Podría haber sido una mirada intimidatoria… el destello feroz de sus ojos ambarinos en el largo semblante de leopardo, casi canino, con el labio superior fruncido lo bastante como para enseñar uno o dos colmillos. Mayri, sin embargo, no iba a dejarse impresionar.

—¿Todas esas son posiciones de transmisión óptima? —inquirió.

—Por supuesto —contestó D’Hennish al tiempo que volvía a su trabajo y pulsaba unos últimos controles. Luego se retrepó en el asiento y la disposición cúbica se reajustó ligeramente una vez más—. Ahí tiene la matriz básica —dijo—. Ahora hay que hacer la disposición holográfica. —Volvió a inclinarse sobre el teclado—. ¡¡Veinte minutos…!!

Mayri sonrió para sí, al ver que la vieja discusión estaba a punto de comenzar otra vez.

—Si hubiera comenzado con esto anoche, como debía, en lugar de esperar hasta esta mañana…

—Lo he comenzado ahora —la interrumpió D’Hennish sin alzar los ojos, concentrado en la conexión del primer punto de la estructura con todas las otras estrellas receptoras de la galaxia, una por vez—. Yo siempre comienzo ahora.

Mayri sacudió la cabeza. A veces, D’Hennish parecía decir cosas carentes de sentido, pero había que tener en cuenta que el idioma básico no contaba con la sintaxis necesaria para expresar la peculiar percepción del tiempo que tenían los ailurinos, y sus intentos por aprender sadrao lo único que habían hecho era provocarle fuertes dolores de cabeza y de garganta, lo uno por su incapacidad de comprender la visión que tenían del mundo, y lo otro por la igual incapacidad de reproducir sus gruñidos.

—Lo sé —dijo por fin—, pero a veces su ahora es más tarde de lo que debería…

—¿¿Qué??

—Silencio. Trabaje. —Permaneció de pie allí, observando en silencio durante los siguientes diez minutos más o menos, mientras D’Hennish trabajaba con furiosa precipitación, la cola desmochada de príncipe sadrao golpeando con ansiedad e irritación sobre el asiento de la silla. En el ordenador aparecieron las palabras formación holográfica finalizada apenas segundos antes de que la pantalla de comunicaciones emitiera un silbido.

—Transmítalo, rápido —dijo Mayri, y D’Hennish pulsó con fuerza el teclado y envió el programa camino de los ordenadores de las secciones Científica y de Balística, que lo necesitarían a continuación.

—Astrofísica —dijo una voz conocida, fría—. Teniente Sagady.

—Pantalla —ordenó ella al tiempo que se volvía a mirarla—. Sí, señor Spock.

Se produjo una ligera pausa mientras Spock alzaba los ojos hacia otra pantalla y examinaba algo con su habitual mirada calma.

—Acuso recibo del programa de colocación y orientación de las boyas —dijo—. Puente fuera.

La pantalla se oscureció. Mayri se dejó caer contra la silla de D’Hennish.

—Hemos estado a un pelo de que nos echaran una reprimenda —dijo mientras observaba con mucha atención a D’Hennish para ver si había captado el mensaje. Lo había captado; sus ojos habían pasado de ser dos líneas a convertirse en nerviosos círculos ribeteados de ámbar.

—Pero no nos echan una reprimenda. —D’Hennish jadeó un par de veces—. Mayri, créame, no decepcionaré al capitán ni a esta nave. Lo juro cuando subo a bordo. Es sólo… —Hizo una mueca—. El espacio puedo verlo siendo estructurado, pero ¿el fluir del ser de uno? Tontería. No puedo tomármelo en serio…

—Lo sé —dijo Mayri, que profirió un último suspiro y dio unas palmaditas en el hombro del alférez—. Pero puede conseguirlo… o no le habrían dejado subir a bordo de la nave, para empezar.

D’Hennish arrugó la nariz.

—Él podría decir que hago bien ese trabajo —murmuró.

—¿Le ha dicho que haya hecho algo mal? En ese caso, acaban de felicitarlo.

D’Hennish dejó caer la mandíbula en una abierta sonrisa.

—Así es —dijo—. ¿Hemos acabado?

—Por esta guardia, sí.

—Entonces como. ¿Come usted conmigo?

Mayri le devolvió la sonrisa y se encaminó a dejar constancia de su salida.

—Sí, como —replicó, dejándose contagiar por la manera de hablar del otro—. Como tantas calorías como puedo conseguir.

—¡Oh, Mayri! ¿Qué pasa con su dieta?

—Le doy un puñetazo en esa gran nariz rosada —respondió la teniente Sagady con dignidad—, en cuanto coma lo suficiente como para reunir fuerzas.

—¿Y ya está? —preguntó el capitán, mirando hacia abajo con las manos en las caderas, en un tono que parecía más bien decepcionado—. ¿Eso es todo lo que hay?

K’t’lk emitió un breve repiqueteo, un arpegio de campanillas de risa.

—Esto es todo lo que hay —replicó, en tono de broma. Luego, con mayor seriedad—: ¿Deberíamos haberlo hecho más grande? —le preguntó al señor Scott.

—Hacerlo más grande no serviría —contestó Scotty—. Yo seguiría sin entenderlo.

Los tres se encontraban de pie en el corazón de la sección de Ingeniería, en el nivel más bajo de los tres que atravesaba la columna principal de mezcla de materia/antimateria. A pocos metros de distancia de la columna, conectada a ella por un orientador de fase y dos guías de alimentación energética, había una caja de metal transparente de unos dos metros cuadrados. Jim Kirk se agachó para examinarla más de cerca, y no vio nada que no hubiese visto desde arriba: varios entramados delicados de aspecto vitreo, un cristal de dilitio tallado en forma de triedro en un engarce corriente de cinco puntas; líquidos transmisores meselectrónicos y termistores de cápsula.

—Yo habría dicho que tendría que haber algún tipo de depósito de contención —dijo el capitán—, algo que evitara que el punto de masa infinita absorbiera al aparato mismo.

—No es necesario. La integridad del aparato sólo debe ser protegida antes de que comience el momento cero. Después de eso, no importa que sea colapsado junto con todo lo demás. De hecho, tiene que serlo, ya que en caso contrario no podríamos regresar al punto de partida…

Scotty sacudió la cabeza.

—Hace mucho tiempo juré que no tendría en mi sala de motores nada que no fuese capaz de entender. Nunca antes he tenido aquí nada que no hubiera logrado entender en el momento en que fue instalado. Pero esto es la excepción… y no me importa decirle que está volviéndome majareta.

—Bueno, si quiere, haré lo que pueda para enseñarle los principios físicos durante el viaje. —El campanilleo de K’t’lk parecía vacilante—. Puede que le exija algún esfuerzo…

—Es posible. Pero no podré descansar tranquilo hasta que no entienda por lo menos las ecuaciones. —Scotty volvió a sacudir la cabeza con expresión de perplejidad—. No veo cómo pueden haber derivado esta bestialidad a partir de ellas. ¡Ni siquiera entiendo lo que hacen! No parecen hacer nada…

—Es que no hacen nada —replicó K’t’lk, con el entusiasmo que le despertaba el tema—. Simplemente nombran las circunstancias que usted quiera evocar. Y las circunstancias suceden. Eso es la «física creativa».

—Magia, es lo que parece —dijo Scotty, con un toque de amargura en la voz.

—Eso es. ¿Por qué está tan sorprendido? Fue uno de su propio pueblo quien codificó la Tercera Ley de Ordenación, tiempo atrás. Clerk, creo que se llamaba. O Clark. «Cualquier ciencia lo suficientemente avanzada no se diferenciará de la magia». Lo que lleva directamente al Corolario de T’Laea

K’t’lk, por favor, déjelo para más tarde —dijo Jim con toda la suavidad posible—. ¿Estamos listos para marchar?

—Sí, lo estamos. Lo único que tiene que hacer es llevarnos a unos cien años luz de distancia, más o menos, y mantener la estabilidad mientras hacemos el tránsito, con el fin de no complicar las ecuaciones de vector.

—Hecho. —Jim se volvió para encaminarse al puente, y luego se detuvo y volvió la cabeza para mirar a la caja de aspecto inocente instalada sobre el suelo de la sala de motores. El recuerdo de aquella inquietante imagen vista durante la reunión informativa, no lo dejaba tranquilo—. ¿Hay alguna posibilidad de obtener alguna imagen del aparato cuando se produzcan los saltos, como referencia?

—¿Por qué no? —dijo Scotty—. Me encargaré de ello.

—¿Le gustaría verlo ahora? —quiso saber K’t’lk.

Jim se sorprendió.

—¿No tendríamos que saltar?

K’t’lk repiqueteó.

—No. Puede activarse sin vector ni aceleración ningunos, lo mismo que puede hacerlo con unos muy amplios. —Se acercó a la caja, tendió una afilada y brillante pata delantera para tocar el panel de control que había instalado en el transparente metal, y entonó una secuencia precisa de notas, rápida e imperativamente.

Y dentro de la caja, sucedió algo…

(… lo recorrió una especie de estremecimiento. Estaba allí, petrificado en el corazón de la nave, inmóvil; sin embargo, él era también la nave misma, toda ella, desde este núcleo aterrorizadoramente quieto del ahora, hasta el exterior. Por sus venas corrían electrones y refrigerador y gravedad artificial; la brillante red de rayos tractores y la pálida lluvia de radiación que llegaba desde las profundidades del espacio le abrasaban los ojos. Invisible, pero sentida, la luz estelar cargada de neutrinos le quemaba la piel…)

—Es todo lo que hay —dijo K’t’lk.

Jim tembló, sintiéndose repentinamente liberado, aunque nada lo había tenido sujeto.

—Creo que no me he dado cuenta de nada —dijo, pero sus palabras le sonaron extrañamente inseguras. Había visto algo. No podía recordarlo. Pensaba que había visto algo, en cualquier caso—. Llevaron seres humanos con ustedes cuando hacían las pruebas, ¿no es cierto? —preguntó Jim con lentitud.

—Por supuesto. Tampoco ellos se dieron cuenta de nada en ninguna de las ocasiones, capitán.

Kirk asintió con la cabeza.

—Bueno… Scotty, encárguese de esas holografías. Partiremos a la hora prevista.

—Sí, señor.

Jim Kirk se encaminó hacia las puertas, con la sensación de que tal vez no se encontraba bien del todo. Se llevó una mano a la frente pero no percibió fiebre. «Pánico de escenario —se dijo—. Sube al puente, donde te corresponde, y pon el espectáculo en marcha. La galaxia está observándote».

Pero el sólo hecho de ser observado no lo había hecho sentir tan nervioso nunca antes…

Maiwhn ss’hv rhhaiuerieiu nn’mmhuephuit —dijo Uhura en el silencio expectante del puente, y tocó una luz para poner en espera el circuito silencioso que había estado usando.

—¿Capitán? La nave informa que está preparada. Y el comodoro Katha’sat me pide que le transmita sus mejores deseos.

—Acuse recibo. Dele las gracias en mi nombre, y dígale que lo veré cuando vuelvan a subirme el sueldo. No antes.

Uhura asintió con la cabeza mientras una sonrisa le torcía los labios, y dijo otra frase en voz baja, en idioma hestv, antes de cerrar el canal.

—Control informa que están listos para la operación de despegue, capitán —informó Sulu.

Alrededor de la Enterprise, las líneas de luz se extinguieron; todas menos una, unida al brillante remolcador hamalki diminuto y al casco secundario de la nave. Esta vez no lo pilotaba K’t’lk. Ella se encontraba de pie, rutilando junto al capitán, observando atentamente la pantalla, y frotándose con gesto ausente las dos patas delanteras que ahora lucían brillantes bandas de esmalte y metal, sus galones de comandante.

—Ésa es Y’tk’t, capitán —dijo—, es una excelente piloto, así que no creo que sea necesario que permanezca aquí por más tiempo. Con su permiso, bajaré a ocuparme del aparato con Mt’gm’ry.

«¿Ya usan los nombres de pila? —pensó Kirk, divertido—. Tal vez sea buena cosa que no pertenezca a la especie humana. Detestaría perder a Scotty a causa de una baja por paternidad…»

—Adelante, comandante.

Entró repiqueteando en el ascensor. Kirk se sentó muy tranquilo y contempló cómo el remolcador hacía girar la nave y salía por la abertura en forma de iris al espacio abierto. El remolcador le imprimió cierto impulso a la nave, en lugar de dejarla flotar en calma, de modo que navegó a unas pocas decenas de kilómetros por hora, mientras la base estelar giraba, siguiendo su camino, en la dirección contraria.

—Último mensaje de la base, capitán —anunció Sulu, y sonrió levemente—. El remolcador nos desea buen viaje bajo la protección de la Diosa.

—Uhura, por favor, acuse recibo de eso con nuestro agradecimiento. ¿Señor Chekov?

—Rumbo de distanciamiento fijado, capitán. Ciento treinta y siete años luz sobre una marcación de más veintiséis minutos galácticos por menos veintitrés grados de galatitud, en dirección a Acamar.

—Muy bien. Señor Sulu, llévenos hasta más allá del perímetro hiperespacial. Motores de impulsión, un tercio c.

—Sí, señor. —La base estelar y el amarillo Hamal se alejaron de un salto de ellos: menguaron hasta no parecer más que una chispa y una bola dorada, y más aún, hasta convertirse en un único fuego.

—¿Sondeo, señor Chekov? —No había necesidad de decir qué quería que sondeara.

—Sólo tráfico local, capitán. No tenemos compañía.

—Bien. Mantenga los ojos abiertos. ¿Detectores subespaciales?

—A punto, capitán.

—¿Control de armas?

—Los cañones fásicos preparados, señor. Torpedos cargados.

Kirk pulsó el botón de comunicación del brazo de su asiento.

—Ingeniería…

—Aquí sala de motores —dijo la voz de Scotty. Su acento escocés era insólitamente marcado. Jim sonrió; si él estaba sufriendo terror de escenario, no era el único.

—¿Qué tal está su criatura, Scotty?

—A punto y lista para funcionar.

—Bien. Permanezca a la espera. ¿Spock?

El vulcaniano alzó los ojos de su terminal con una expresión de absoluta calma que Jim interpretó como emoción ferozmente controlada.

—Todos los sensores de la nave preparados para el primer salto, capitán. Desde la posición de Acamar, mil quinientos ochenta y seis coma treinta y dos años luz hasta jota Sculptoris.

… y fue entonces cuando los detectores de subespacio y proximidad comenzaron a ulular, y el ordenador pasó a alerta roja sin solicitar antes la autorización. «¡Ingreso subespacial! ¡Ingreso subespacial!», gritaron las alarmas, y por todo el puente la gente corrió a sus puestos. Kirk abrió la boca para gritar «¡Informen!», pero se le adelantaron.

—… ¡timón en evasiva automática, capitán! Cinco naves klingon… seis… siete…

… la pantalla pasó a táctica de sobreposición y etiquetó las naves que surgían del hiperespacio por todas partes alrededor de la Enterprise: KL 8 KAZA, KL 96 MENEKKU, KL 66 ENEKTI, KL 14 KJ’KHRRY, KL 55 KYTIN, KL 02 AMAK, KL 782 OKUV, KL 94 TUKAB

—… todavía no han abierto fuego, capitán. Las trayectorias indican un movimiento envolvente…

—… el comandante del Kaza en comunicación, capitán. Nos ordena que nos rindamos…

—Sáquenos de aquí, señor Sulu. Factor hiperespacial tres…

—¡Sí! —replicó Sulu, y activó el campo hiperespacial. Las estrellas se volvieron extrañas, y luego regresaron a la normalidad cuando la Enterprise dejó en el espacio real a los klingon que le habían tendido la emboscada.

—Acelere hasta factor seis —dijo Kirk—. Evasión estándar. —«Es una situación delicada. Ya son ocho contra uno. Y la base no podrá enviamos ayuda con la rapidez necesaria… aunque tuvieran el suficiente poder armamentístico para cambiar la situación. Esta gente no quiere hacemos daño… quieren lo que tenemos. Aunque si huimos, con la misma facilidad nos harán estallar por despecho, sabiendo que la Federación construirá otro ejemplar de lo que sea que tenemos. Y nos superan en armamento… tienen esos nuevos hiperfásicos. ¡Maldición! Incluso con Chekov disparando y Sulu al timón, las probabilidades son… ridiculas…» Un pensamiento comenzó a aflorar. Kirk lo detuvo a medio formar. Le ponía la carne de gallina.

Por el puente sonaron más alarmas.

—Están en el hiperespacio, capitán —dijo Chekov—. Factor dos y acelerando. Contrarrestan nuestra evasión.

Los perseguidores llegaron a toda velocidad tras la pista de la Enterprise, un octógono de puntos diminutos que se separaban para iniciar una maniobra envolvente estándar; cuatro por arriba, cuatro por debajo, los vértices de un cubo. «Huir es estúpido. Disparar es estúpido. Necesitamos más poder armamentístico y no lo tenemos. ¡¿Cómo podemos ganar tiempo…?!»

—Señor Chekov, torpedos de fotones. Maniobra estándar de dispersión. Vacíe los tubos.

—Sí, señor —replicó Chekov mientras sus dedos danzaban sobre los controles. Si tenía alguna objeción acerca de la prudencia de usar toda la carga de torpedos antes de que los motores pudieran recargar los tubos con otra salva, se la guardó para sí mismo. Detrás de ellos, los klingon daban bandazos, disparando ante sí para detonar los torpedos en vuelo.

—Vire por avante toda —ordenó Kirk, aferrado a los posabrazos del asiento con más fuerza de la necesaria—, y salga del hiperespacio. Señor Sulu, usted practica juegos de tanque, ¿verdad?

Sulu miró al capitán por encima del hombro, asombrado.

—¡Señor! Sí, señor…

—Esta vez hágalo bien —dijo Jim. Vio cómo el sudor brotaba en la frente de Sulu al darse cuenta el piloto de lo extremo de la situación y de la oportunidad que tenía ante sí.

—Sí, señor —replicó, y las palabras sonaron como una plegaria. Se inclinó sobre la consola y comenzó a trabajar.

Las estrellas oscilaron, titubearon, y recobraron la cordura, y la Enterprise salió al espacio vacío, reduciendo velocidad con una rapidez que normalmente habría resultado imposible. Kirk dirigió los ojos hacia las pantallas científicas de Spock y vio que Sulu había activado los escudos a plena potencia un segundo antes de salir del hiperespacio, de modo que los escudos estaban descargando la energía quinética acumulada como una cegadora tormenta de radiaciones duras, desde los ultravioletas altos hasta los rayos X y la radiación sincrotrónica. «Somos tan visibles como el demonio para cualquiera que tenga sensores», pensó Jim con tristeza… pero se sintió un poco menos desdichado cuando las alarmas de emersión volvieron a ulular, los klingon aparecieron en torno a ellos procedentes del hiperespacio, y pasaron de largo a toda velocidad, frenando desesperadamente pero no con tanta eficacia como Sulu. Kirk volvió a pulsar el botón del comunicados

—¡Ingeniería!

—Aquí Scott. ¿Qué demonios está sucediendo ahí arriba?

—Tenemos compañía, Scotty. ¿Puede desviar toda la potencia de los motores hiperespaciales a los escudos cuando no estemos en el hiperespacio? Vamos a funcionar con energía de impulsión en el espacio real durante un rato.

—¿Toda la potencia? —La voz de Scotty estaba más cerca del chirrido de lo que Kirk la había oído jamás. Desde su puesto, Spock miró a Kirk con una expresión tan incrédula (para un vulcaniano) como si hubiera sorprendido a su capitán entreteniéndose con barcos de juguete en la bañera. Jim correspondió con otra mirada burlona de incredulidad; Spock no dijo nada y se volvió hacia su terminal.

—Sí, señor —respondió Scotty desde la sala de motores—, pero ¿qué van a…?

—Vamos a jugar al gato y el ratón —dijo Kirk—. Puente fuera. Señor Sulu, maniobras evasivas a su discreción.

—Sí, señor.

La pantalla mostraba cómo, una a una, las naves klingon giraban sobre sí mismas para frenar, o describían largas hipérbolas de abrumadora elegancia que interceptarían el rumbo de la Enterprise. Varias habían comenzado ya a disparar con el frenesí típico de los klingon, aunque los disparos no resultaban todavía muy eficaces; los rayos hiperfásicos atenuados por la distancia daban en los escudos y siseaban débilmente, pues su cohesión era desbaratada con facilidad. Sulu no aceleraba. Reducía más y más mientras los klingon se acercaban a gran velocidad. Poco a poco el azul subido de los escudos empezó a tomarse en un rojo candente, el rojo de los disparos fásicos de los klingon, que caían por todas partes a su alrededor.

—Preparándonos para entrar en el hiperespacio, capitán —dijo Sulu. Su rostro había adquirido una expresión feroz, severa—. Pavel, búsqueme una estrella de tipo F o superior que esté a una distancia de veinte años luz…

Jim sintió que la sangre se le helaba. Se incorporó en su asiento.

—Hikaru, ¿qué tiene en mente?

—El Recurso Bova, señor.

—Señor Sulu —dijo Jim, mientras todos los que estaban en el puente volvían la cabeza—, ¿está seguro de que es necesario?

Sulu no apartó los ojos de su pantalla.

—Capitán —replicó en el mismo tono de voz—, no podremos continuar así eternamente. ¿Tiene alguna idea mejor?

Jim inspiró, exhaló el aire, y tragó con dificultad.

—No. Usted manda. Búsquele la estrella, señor Chekov. ¡Ingeniería!

—Al habla, capitán —respondió la voz de Scotty—. El estado de los escudos es bueno hasta el momento. Pero el motor de inversión se alimenta del sistema hiperespacial, y si toda la potencia se desvía, no podemos…

—No podríamos de todas formas, capitán —repiqueteó la voz de K’t’lk—. Las ecuaciones de implementación para el motor no tienen incluidos los vectores de todos estos giros y picados. Si intentáramos saltar, podríamos acabar en cualquier parte…

—Permanezcan a la espera —interrumpió Kirk, sudando cada vez más—, y cuando les dé la orden estén preparados para ejecutar con rapidez. Fuera. —La nave estaba prácticamente detenida; los klingon se aproximaban a medio c o más—. Señor Sulu…

—Factor tres, ¡ahora! —dijo Sulu al tiempo que ejecutaba, y el espacio adoptó un aspecto extraño. No permanecieron solos durante más de unos pocos segundos: los sensores klingon estaban más que preparados para seguirle la pista a otra nave dentro del hiperespacio, tanto si llevaba el dispositivo de camuflaje como si no. La Enterprise corría por la luz estelar vacilante, acelerando. Sus atacantes la seguían con tenacidad, igualándola en velocidad, superándola, y ya comenzaban a darle alcance.

—¿Para qué ha llevado a cabo la deceleración, señor Sulu? —preguntó Kirk, intentando que su voz sonara despreocupada.

—Para hacerlos enfadar, señor. Nada le irrita más a un klingon que la sospecha de que podría no entender qué se trae entre manos su oponente. Ahora todos han quedado en ridículo ante sus compañeros. Están furiosos.

—Muchas gracias, señor Sulu —dijo Kirk con suave ironía, y por pura fuerza de voluntad contuvo el deseo de levantarse, avanzar hasta la consola del piloto, y ponerse a manosear nerviosamente alguna cosa. Lo que menos falta le hacía a Sulu ahora era que lo distrajeran, o permitir que se diera cuenta de lo nervioso que estaba su capitán por lo que estaba haciendo. Cosa que era cierta. No obstante, era una estrategia sensata, como cabía esperar del mejor oficial piloto de la Flota. «Él puede manejar la situación, Jim. Déjale hacer su trabajo. Tú quédate bien sentado y haz el tuyo: intenta mostrarte lo más normal posible…»

—Factor cinco —anunció Sulu—. Factor seis. —Los motores iniciaron aquel conocido y suave gemir que ni siquiera las mejoras habían cambiado, una inquietante vibración subarmónica en los huesos de duracero de la nave—. Factor ocho. Pavel, ¡¿¿dónde está la estrella??!

—Si lo que está buscando, como pienso, es una estrella sin planetas habitados —intervino Spock con calma desde su puesto, sin levantar la vista—, la 109 Piscium es una A3 con algunas líneas inestables en su espectro.

—Gracias, señor Spock —replicó Sulu, y pulsó el botón del comunicador—. A todo el personal, prepárense para salir de factor hiperespacial ocho y maniobras con motor de impulsión. Pavel, rumbo abierto hacia 109 Piscium. Acercamiento directo. —Chekov asintió con la cabeza y comenzó a trazar el rumbo. Con secreta satisfacción, Kirk advirtió que Chekov también sudaba… y con razón; el rumbo que Sulu había solicitado no era para orbitar, sino para colisionar—. Cinco segundos para salida. Tres. Dos. Uno…

… Los escudos se activaron y el campo hiperespacial se desactivó. Los sensores quedaron inutilizados, pero la agitada imaginación de Jim le permitió hacerse una idea bastante aproximada de lo que un observador podría haber visto: la Enterprise apareciendo como un estallido de la nada, ardiendo con mayor intensidad que un cometa a medida que los átomos en libre flotación y los electrones de los escudos mismos se excitaban más y más a causa de la brusca salida de factor nueve y se desintegraban por completo en una granizada de fotones y negatrones y otras radiaciones bremsstrahlung[3]. «Si hay alguien lo bastante cerca como para detectamos con los sensores, se le van a quemar», pensó Jim con feroz satisfacción. Las alarmas de emersión le confirmaron que eso era precisamente lo que iba a suceder, pues la Kaza, la Kytin, la Menekku y sus hermanas salieron del hiperespacio detrás de la Enterprise. Kirk casi pudo oír el colérico chirrido de los instrumentos, cuando, ajustados al máximo de su sensibilidad para detectar a una nave que huía a través del espacio real, quedaron fundidos en un segundo.

—Los sensores de largo alcance de las naves atacantes están desactivados, capitán —dijo Spock con voz serena—. El sondeo indica que están frenando y armando todos los sistemas de ataque. Dos naves han desaparecido. Yo sugeriría que la Amak y la Enekti están esperando para atacamos en el hiperespacio en caso de que decidamos volver a entrar en él…

—Parece razonable. Señor Sulu —comentó Jim, mientras contemplaba en la pantalla las imágenes de seis naves klingon muy irritadas que comenzaban a converger sobre la posición de la Enterprise—, haga lo que deba.

Y lo hizo. Fue espantoso. Los klingon procuraron que la velocidad de frenado se prolongase tanto como fuera posible, y pusieron a sus ordenadores de batalla a trabajar en el trazado de un rumbo que les permitiera interceptar a la Enterprise: un rápido vector que la alejara de ellos y la llevara al espacio abierto para entrar en el hiperespacio, donde la Amak y la Enekti aguardaban emboscadas. Pero la Enterprise no iba a representar su papel en la batalla de acuerdo con la táctica sensata y racional que ellos esperaban. Puesto que ya casi todos los habitantes de la Galaxia tenían el «dispositivo de camuflaje» romulano —que hacía casi imposible detectar inicialmente una nave en el espacio real, mucho menos hacerla entrar en batalla—, la metodología de guerra de naves espaciales había cambiado en los últimos años. Las naves que volaban casi completamente mediante instrumentos, se tendían emboscadas en el hiperespacio, donde el dispositivo de camuflaje no funcionaba, y libraban allí todas las batallas; u obligaban a una nave que estaba en el hiperespacio a salir al espacio real, donde la carrera tendía a ser difícil para las naves grandes y el poder armamentístico constituía el criterio determinante. La Enterprise, sin embargo, no estaba siguiendo las normas. No disparaba. No se escondía en el hiperespacio, por muy de cerca que la siguieran la Kaza y sus destructoras hermanas. En cambio, calaba y ascendía, se precipitaba y giraba sobre su eje a través del espacio real, como si la pilotara un maníaco suicida. Los ordenadores de batalla klingon no tenían programados los protocolos necesarios para este tipo de lucha en el espacio real; nadie podía aproximarse siquiera lo suficiente como para efectuar un disparo hiperfásico que penetrara aquellos escudos alimentados sin reservas por toda la energía de un motor hiperespacial intacto. Cualquiera que lo intentaba no tardaba mucho en oír el chirrido del metal de la estructura de su nave, sometido a tensión excesiva, y regresaba a una persecución más sensata, mientras maldecía…

Kirk se aferró a los brazos de su asiento de mando y deseó poder disponer de esa misma opción. Sulu había hecho aparecer en pantalla las lecturas de las cifras de las fuerzas centrífuga y centrípeta a que la nave estaba sometida: lecturas que no se diferenciaban de las que el capitán había visto anteriormente en el tanque de juegos. «Cuando se cargó la nave», pensó Jim, que comenzó a crisparse. Pero no necesitaba las lecturas, puesto que la pantalla lo único que hacía era reflejar aquella descabellada secuencia de piruetas y bandazos, y parecía que se le iba a salir el estómago por la boca. El intercomunicador silbó en medio de la demente persecución, y…

—¡¿¿Qué le están haciendo a mi nave, locos de atar??! —gritó Scotty.

—Mantenerla de una pieza, señor Scott.

—¡No creo que eso sea gracioso, capitán! ¡Mucho más de esto y no llegaremos a la próxima estrella, mucho menos a la galaxia siguiente…!

La pantalla comenzaba a manifestar su acuerdo con la opinión del ingeniero, tolerancia de tensión de barquilla de babor sobrepasada, fueron las palabras que destellaron sobre ella mientras Sulu hacía que la Enterprise virara bruscamente hacia la izquierda y hacia abajo en el comienzo de una rápida barrena, volvía a ascender rápidamente, y dejaba atrás a la Menekku y a la Tubak, que se habían lanzado sobre la Enterprise por ambos flancos, y ahora se encontraron en cursos de colisión la una con la otra. Spock, que contemplaba las brillantes líneas de los rumbos trazados en una de sus pantallas, alzó los ojos hacia Kirk.

—Los elementos de los arcos están cambiando, capitán. Creo que los klingon han pasado de la persecución por ordenador a la manual, visto que la programación estándar de batalla les resulta ineficaz.

—Bien —replicó Kirk. La vieja sabiduría de la Academia decía que cualquiera que intentara dirigir una nave por los fondillos, era candidato seguro al tratamiento psicológico. «Maravilloso», pensó mientras miraba a Sulu, que estaba inclinado sobre su terminal de timón, los dedos danzando sobre el teclado y golpeándolo como los de un artista del teclado que toca una pieza particularmente difícil. El piloto apenas si alzaba la vista hacia la pantalla, como no fuese para fijarse en las lecturas centrífuga/centrípeta. Los klingon estaban dándoles alcance una vez más, volando en rumbos peculiares que carecían de la elegancia y simetría perfectas de la habitual formación de ataque coordinada por ordenador. Sulu los dejó reunirse, los dejó perseguir a la Enterprise con tenacidad durante unos momentos; luego, sin previo aviso, la hizo girar sobre sí misma dejando que el impulso actuara como freno, y la lanzó directamente hacia el centro de la desmañada formación klingon, a la cabeza de la cual estaba la Kaza

Jim se aferró con fuerza al asiento y mantuvo la boca cerrada mientras la pantalla gritaba ¡tolerancia de tensión de BARQUILLAS DE BABOR Y ESTRIBOR, CRÍTICAMENTE SOBREPASADA, suspender maniobra!, y la imagen de la Kaza aumentaba de tamaño, un pájaro gris enorme, feroz que escupía fuego fásico. «Se han vuelto completamente majaras —pensó—. Van a embestir…», y estaba a punto de abrir la boca para gritar «¡Suspenda!», cuando el pájaro le mostró a la Enterprise su vientre y las barquillas-alas inferiores al virar en sentido ascendente y alejarse, expectorando impotentes torpedos de fotones contra ellos por los tubos de proa y popa mientras huía. Los torpedos no constituían ninguna amenaza con los escudos a plena potencia como estaban.

—Preparados para entrar en el hiperespacio —dijo Sulu entonces, y Kirk tragó con dificultad, sospechando lo que vendría a continuación—. Episodios de factor tres a cinco sin disminuir. Chekov, ¿ya me ha preparado ese rumbo?

—Sí, señor Sulu.

—¿Ingeniería?

—Sí, señor Sulu —respondió la voz de Scotty, con un tono que parecía denotar que tenía planeado mantener una larga conversación con el oficial de timón cuando las cosas se hubiesen calmado.

—Conecte el motor de inversión a la terminal de Chekov. Le daré los datos de vector y aceleración con tres segundos de tiempo para que ejecute. ¿Será suficiente? —Su voz era calma. Detrás de la Enterprise, los klingon estaban recobrándose y volvían a lanzarse tras ella.

—Con dos tendré suficiente.

—Recibido. Factor hiperespacial tres, ¡ahora! —dijo, y la imagen de la pantalla onduló como el agua y volvió a aquietarse.

«Bien —pensó Kirk, mientras comprobaba velocidad y rumbo—. No con tanta lentitud como para que puedan sospechar, ni tan rápidamente como para que sus instrumentos dañados nos pierdan…»

Apareció una nave klingon, la Kaza; otra, la Menekku, desde la parte frontal descendían en picado la Amak y la Enekti, disparando. Sulu sonrió enseñando los dientes como un tiburón y lanzó la Enterprise directamente hacia la Enekti, la de mayor tamaño. Durante unos aterrorizadores segundos, aumentó de tamaño en la pantalla, que se salpicó con el rojo de los disparos fásicos… pero luego viró con tanta precipitación como lo había hecho la Kaza. Nadie estaba lo bastante loco como para arriesgarse a un impacto a toda velocidad en el hiperespacio.

Sulu, no obstante, no pensaba dejar que la Enekti se zafara. Salió en su persecución, volando sobre su pista, aparentemente haciendo caso omiso de las siete naves klingon que los seguían a una distancia respetuosa que aumentaba lentamente. La Enekti le disparaba, por la popa, tanto torpedos como rayos fásicos, sin mucho éxito, y zigzagueaba y giraba como loca en un intento por zafarse de Sulu. No servía de nada. El borde delantero del platillo de la Enterprise estaba a menos de cinco kilómetros del extremo posterior de la Enekti, y Sulu la mantenía a esa distancia, como si ambas naves se encontraran conectadas por rayos tractores. Ahora tenía en pantalla estimaciones de estado sobre la tensión soportada por la nave klingon y, como Jim podía haber esperado, no eran muy optimistas. Al fin y al cabo, una nave klingon de batalla estaba construida sobre todo en función del poder armamentístico y la velocidad, y no tanto de la maniobrabilidad, dado que su estilo de lucha se basaba más en los ataques sorpresivos frontales, el picado para disparar desde arriba sobre un oponente, y el desprecio de las sutilezas de la maniobra por ser considerada un signo de debilidad. El estado estructural de la Enekti era malo, y empeoraba por momentos mientras su oficial piloto, no tan habituado a tomar la iniciativa como Sulu, huía aterrorizado ante la Enterprise, girando y derrapando mientras su perseguidora imitaba todos sus movimientos. Y a continuación la Enekti realizó un movimiento, un brusco arco «descendente» que por alguna razón hizo que el estómago de Kirk se sacudiera. Sulu no la siguió, sino que describió un círculo ascendente y se alejó a factor hiperespacial cinco. Y detrás de ellos vieron que la maniobra de la Enekti le cercenaba la barquilla de babor. Un segundo más tarde, lo que quedaba de la nave estalló en fuego blanco, y la materia y la antimateria, repentinamente sin control, se aniquilaron espectacularmente la una a la otra.

—Preparados para salir del hiperespacio —dijo Sulu—. Pavel, conecte su ordenador al timón. Voy a salir y entrar una o dos veces más, y luego quiero emerger a cuatro segundos luz de la estrella. No más lejos.

Chekov se puso pálido como la tiza, apretó las mandíbulas y comenzó a programar lo solicitado. Kirk asintió con la cabeza sin dirigirse a nadie en particular. Lo único que había faltado hasta ese momento en aquel encuentro —la única cosa que aseguraría que los klingon iban a seguir a la Enterprise tan de cerca como les fuese posible— era la sangre.

—Salimos del hiperespacio, ¡ahora!

El espacio osciló y se aquietó. Los klingon irrumpieron en él, ganando velocidad.

—Mensaje de la Kaza, capitán —dijo Uhura en voz baja—. Nos aconsejan que matemos a nuestro oficial piloto y lo enviemos a él o a ella por delante de nosotros, de modo que la Flota Negra sepa lo que les espera.

—Gracias. Señor Sulu —comentó el capitán—, creo que acaban de hacerle un cumplido.

—Gracias, capitán. Factor hiperespacial dos, ahora…

… y el espacio volvió a estremecerse. Detrás de ellos, las naves klingon se les aproximaron más al usar Sulu el campo hiperespacial para reducir velocidad. La Kaza, la Menekku y la Amak se encontraban ahora dentro del radio de ataque, y sus cañones fásicos tiñeron toda el área trasera de los escudos y el campo hiperespacial con fuego color sangre.

—Sobrecarga inminente de los escudos —dijo Spock desde su puesto, como si anunciara el tiempo.

—Recibido. ¿A qué distancia están las tres naves delanteras? —preguntó Sulu.

—A cero coma veinticinco años luz, y acercándose con rapidez.

—Bien. Último salto, Pavel. Ingeniería, a mi señal saldremos del hiperespacio y entraremos en el espacio real a cero coma nueve c. A partir de ese momento tendrán tres segundos para ejecutar la inversión.

—A más tres segundos, de acuerdo —replicó Scotty.

—¿Pavel?

—109 Piscium en pantalla. Localización positiva. —La intensidad y el tamaño de una estrella que aparecía en el centro de la pantalla se multiplicaba por momentos—. Seis años luz. Dos. Cero coma cinco. Klingon a dos meses luz, doce horas luz, noventa minutos luz, diez minutos luz, treinta y cinco segundos luz, doce, dos, ciento cincuenta mil kilómetros, treinta mil kilómetros, quince… distancia crítica para escudos…

—Punto de salida —dijo Sulu.

Allí estaba 109 Piscium, una estrella blanca del tamaño del Sol con el más leve toque de amarillo, con suaves prominencias y salpicada de puntos. Detrás de la Enterprise, las naves klingon salían al espacio real… y Jim casi podía oír los gritos de horror que llenaban los puentes cuando se daban cuenta del engaño del que habían sido objeto, mientras intentaban reaccionar con la suficiente rapidez como para escapar con vida. La Amak y la Menekku salieron desesperadamente en ángulos demenciales para evitar la colisión con la estrella… sin pasar a velocidad hiperespacial, puesto que nadie hacía algo semejante si la distancia que le separaba de una estrella era inferior a ochenta veces el diámetro de la misma. Habría sido una buena forma de transformarla en nova, y los cataclísmicos efectos de una nova llegaban incluso a los espacios paralelos y destruían cualquier nave a su alcance con tanta certeza como en el espacio real. La Amak describió una curva demasiado cerrada y se partió, dando lugar a otra cegadora flor de fuego que continuó viajando por el mismo curso como un catastrófico cometa. La Kytin y la Kj’khrry se desviaron de modo menos peligroso, y huyeron en direcciones opuestas hacia la oscuridad, esforzándose por ganar la suficiente distancia como para poder salir al hiperespacio. La Okuv, incapaz de evitarlo, entró a toda velocidad en la estrella, una gota de fuego en un mar de fuego, indigna de mención. La Tubak siguió su misma suerte. Sólo la Kaza continuaba persiguiendo a la Enterprise, disparándole con todas las armas al mismo tiempo, cañones fásicos, torpedos, sabiendo sus tripulantes que estaban condenados, pero sin renunciar.

—Más un segundo —anunció Sulu—, más dos…

… e hizo entrar a la Enterprise en el hiperespacio, a factor nueve.

Cuando una estrella se convierte en nova, hay partes del proceso que durante un breve período superan la velocidad de la luz, y penetran en esos universos vecinos, como los espacios paralelos, donde la luz se desplaza más aprisa. La Enterprise, que había estado a apenas un millón doscientos mil kilómetros de 109 Piscium en el punto más alejado, no se encontraba a más de ochocientos mil kilómetros de distancia cuando volvió a entrar en el hiperespacio. Ahora bien, mientras corría por el espacio paralelo a su máxima velocidad, los sensores mostraban claramente el ondular del espacio justo detrás de ella, en las fronteras del universo que acababa de abandonar, como si fuese una buceadora que contemplase la superficie del agua en lo alto después de una zambullida. La pantalla mostró cómo las ondulaciones chocaban con la estrella que habían dejado atrás. Vieron cómo la propia estrella se hinchaba y retorcía en la presa del espacio que la contenía y que estaba desgarrándose. Vieron que la estrella estallaba, como si el universo se rasgara para mostrar su primer momento de existencia y la luz, que era lo único que había. Vieron cómo el efecto de la explosión corría tras ellos, más rápido de lo que podía hacerlo la luz en aquel otro universo, factor dos y acelerando, una pseudosuperficie globular de abrasador, mortal fuego que hizo retroceder rápidamente a los sensores como ojos que se cerraran con fuerza. Factor tres, factor cinco, el fuego los perseguía, se extendía para devorarlos en este espacio como inexorablemente había devorado a los klingon en el espacio real. Spock, que contemplaba en sus pantallas la espléndida destrucción que corría tras ellos, le habló en voz baja a su ordenador para ordenarle que notificara lo antes posible a la Unión Astronómica Interestelar de un cambio en el estado de 109 Piscium. La destrucción se expandía en busca de ellos. Factor siete…

—Más tres —dijo Sulu.

—Motor de inversión activado —anunció Scotty desde Ingeniería.

Y la nova, y el espacio paralelo, e incluso la Enterprise, se apagaron…