La Base Estelar Dieciocho, en órbita a doscientos millones de kilómetros de Hamal, podía ser vista desde muy lejos; y el espectáculo era encantador. A lo lejos, lo que uno veía era un rectángulo teñido de dorado, con extremos redondeados como los de un cigarro, que resplandecía delicadamente mientras giraba sobre su eje a través del espacio. Desde más cerca, sin embargo, su tamaño se hacía evidente: otras naves estelares, cruceros ligeros y cúters que habían acudido para ser sometidos a reparación o a revisión periódica, se hallaban alojados entre los innumerables puntales, púas y agujas de la superficie exterior. La totalidad de la estructura destellaba en centenares de matices de cegador dorado al girar la Base Estelar Dieciocho en torno a Hamal, pesada, hermosa, y un poco cómica.
—Ya tenemos el vector, capitán.
—Bien, señor Sulu. Llévenos ahí dentro.
Kirk observó, satisfecho, mientras los dedos de Sulu corrían ligeros por el teclado. «¡Gracias a Dios, se han acabado los viajes de correo! —pensó Jim—. ¡Se han acabado los aburridos recados de la Flota Estelar durante un tiempo! Algo grande, para espabilar a mi gente… para espabilarme a mí», añadió para sus adentros tras una inspiración. Últimamente, había estado apoderándose de él la sensación de que la Galaxia se volvía algo corriente, que lo ordinario estaba instalándose en ella: un planeta, una especie nueva, una crisis con los romulanos, comenzaban a parecerse a todos los anteriores. «¿Necesito unas vacaciones? ¿Y adonde demonios voy, cuando los confines del universo conocido se hacen aburridos?
»… bueno, de eso ya están encargándose…»
La imagen de la pantalla cambió, y su parpadeo atrajo de nuevo la atención de Kirk. El señor Sulu había conectado con los sensores de la base y recogía la imagen captada por ellos de la entrada de la Enterprise. Kirk le sonrió a la nave, enamorado por milésima vez de la majestuosa dama… y entonces se sorprendió al volverse ella repentinamente traviesa, a mil kilómetros de la base. El mundo permanecía cabeza arriba dentro de la nave, como era habitual, pero los sensores de la base mostraban cómo giraba lenta, exuberante, sobre su eje longitudinal… un giro victorioso, luego otro, mientras los iones sobreexcitados dejaban una estela de luz tras ella.
—Deje de hacer eso, señor Sulu —dijo Kirk, esforzándose por mantener un tono de seriedad—. Esto es un asunto serio.
—Sí, señor —replicó Sulu, alzando los ojos con expresión grave al tiempo que también reprimía una sonrisa. Sabía que el capitán lo había visto programar la maniobra y no había dicho nada. Al fin y al cabo, algunas de las naves que estaban en la base habían sido sus principales competidores en la lucha por la obtención del motor, algunas de ellas viejas amigas del capitán, o viejas rivales amistosas: la U.S.S. Milton Humason, la U.S.S. Eilonwy, la U.S.S. Challenger, y naves más pequeñas que anteriormente habían colaborado con la Enterprise o se habían cruzado en su camino: la Condor, la Indomable, la QE III, la Lookfar… Sulu pulsó un control aquí, otro allá, e hizo que la nave se enderezase y volara en línea recta.
Kirk no permitió que la sonrisa se manifestara más allá de sus ojos, y contempló cómo se aproximaban, ahora ya tan cerca que la Enterprise ocultaba casi todo el cielo que abarcaban los sensores de la base.
—Volvamos a nuestra visión por un momento, señor Sulu —pidió.
La pantalla volvió a cambiar, y presentó uno de los extremos sin puntas de la enorme estructura, donde un diafragma se abría para recibirles, dejando a la vista una abertura que podría haberse tragado a veinte naves estelares colocadas una junto a otra. Todo alrededor de la abertura, montantes y agujas pulidas como espejos destellaban intensamente y proyectaban un entramado de sombras de bordes afilados como cuchillas sobre la superficie y las unas sobre las otras. Kirk hizo una mueca de dolor mientras el equipo de navegación de la base los guiaba hacia el corazón de la luz.
—Reduzca la intensidad de eso, ¿quiere, Uhura? —dijo al tiempo que apartaba los ojos; había algo en el interior plateado y dorado que atraía la mirada, y que al mismo tiempo ponía nervioso al observador. «Bueno, es esa antigua característica de las arquitecturas alienígenas. El lugar no ha sido construido por terrícolas…» Si es que la palabra «construir» podía definir aquello; porque la «piel» exterior de la base no era en realidad más que una apretada y fina malla tejida con lo que parecían, a aquella distancia, delicadas hebras de acero pulidas como espejos… y en realidad eran largas extrusiones de cristales simples, cada una de dos metros de grueso. De la «piel» colgaban estructuras, sujetas por cables o sobresaliendo sobre soportes de formas extrañas, que parecían paquetes suspendidos o adheridos al extremo de postes; eran oficinas, áreas de servicios, camarotes. A lo largo del interior de la estructura, pequeños aparatos teledirigidos que se deslizaban por retorcidos raíles o volaban mediante propulsión química, destellaban súbitamente si atravesaban un rayo solar que penetrara por una de las muchas aperturas extrañamente emplazadas. Movimiento, precipitación, una impresión de una vida que resultaba totalmente ajena; ésa fue la impresión que recibió Kirk… junto con la sensación, ligeramente desagradable, de verse encerrado allí dentro. «Pero ¿en qué estoy pensando?», se censuró un momento más tarde, al considerar lo desatinado que resultaba el intento de entender demasiadas cosas de otra especie sólo a través de sus artefactos. Recordó las conclusiones a las que Tegmenir había llegado con respecto a la humanidad de la Tierra a partir del hallazgo de una sola silla, y se precavió a sí mismo contra los juicios precipitados.
No obstante, resultaba difícil creer que estuviesen a sólo setenta y cinco años luz de la Tierra.
—Vaya lugar más encantador tenemos aquí —comentó Scotty, de pie junto al puesto de timón. En la pantalla, las sombras se deslizaban y oscilaban al penetrar el brillo del feroz fuego de Hamal, y ser ocluido por el entramado exterior de la Base Estelar—. Me gustaría conocer a los diseñadores.
Al otro lado del timón, Spock se erguía de pie e inmóvil con las manos a la espalda, con la misma apariencia imperturbable y tranquila de siempre; pero sus ojos estaban tan fijos en la pantalla como los de Scotty.
—Puede que tenga esa oportunidad, señor Scott. Dos de los miembros hamalki del grupo de diseño de la base han intervenido también en la creación del motor de inversión.
—Gracias por decírmelo, señor Spock —replicó Scotty, con expresión muy complacida y expectante. Jim sonrió para sí. Un breve período de trabajo burocrático con la Oficina de Obras Planetarias de la Federación, sólo había servido para incrementar la absoluta reverencia que Scotty sentía por la excelencia de diseño en todos los terrenos. Conocer a uno de los diseñadores hamalki, que tienen fama de estar entre los mejores del universo conocido, sería probablemente como una experiencia religiosa para él.
—¿Qué tal vamos, señor Sulu? —preguntó Kirk.
—Saldrá un piloto a buscamos, señor. La hora estimada de atraque es dentro de cinco minutos.
—Señor —dijo Uhura desde su puesto—. Acabamos de recibir un mensaje de la base. El comodoro Katha’sat le presenta sus respetos, y desearía verlo en su despacho, junto con el ingeniero jefe y cualquier otro jefe de sección que vaya a intervenir en la instalación del motor.
—Bien. Acuse recibo, y dígale que estaremos allí en cuanto concluya la operación de atraque.
—Aquí llega el piloto, señor —anunció Sulu—. Van a amarramos dentro con rayos tractores.
—Uhura, avise a toda la tripulación…
—Hecho, señor.
Sulu volvió a pulsar sus controles, y la imagen de la pantalla cambió una vez más al detenerse la Enterprise por completo, y quedar suspendida en el corazón de la inmensa estructura plateada. Por un lado, algo pequeño y brillante salió disparado de una grieta que había en el brillante entramado. «¿Alguien que tripula una cápsula motorizada?», se preguntó Kirk, aunque tenía sus dudas: la navecilla era de apenas un metro de ancho. El pequeño huevo brillante salió disparado hacia la Enterprise con tanta fuerza y velocidad que por un momento Kirk temió por su casco exterior; no obstante, a pocos metros del mismo, el huevo se detuvo en seco, tan bruscamente como si hubiese llegado al final de una soga, y luego avanzó con lentitud y delicadeza hasta tocar el borde del casco secundario. Un momento más tarde volvió a retroceder, dejando adherida al casco la brillante, perlada línea de algo de lo que Kirk había oído hablar pero no había visto aún, uno de los nuevos «tractores táctiles», también creación de los hamalki. Retorciendo aquella línea, el huevo regresó al área de atraque semiesférica constituida por el otro extremo de la base, y de hecho remolcó a la Enterprise tras de sí, primero con gran lentitud y luego a mayor velocidad, suavemente.
Kirk descubrió que contemplar lo imposible le secaba la boca. Scotty, detrás de él, estaba casi farfullando con deleitada perplejidad.
—Eso no puede hacerse, con independencia de la fuerza motriz que se utilice…
—Y sin embargo, ahí lo tiene, señor Scott —puntualizó Spock—. Una vez más se demuestra que el tamaño es engañoso. El principio operativo se denomina «masa electiva»; es una de las suposiciones que hace posible el motor de inversión. —Inclinó la cabeza a un lado mientras observaba el pequeño huevo resplandeciente con la más absoluta calma—. Ciertamente, parece improbable. Al igual que lo parecen las ecuaciones relacionadas, se lo aseguro. Algunos de sus elementos se inscriben en lo que nosotros hemos considerado imposible durante bastante tiempo. No obstante, el motor funciona…
—Provoca dolor de cabeza, ¿verdad? —comentó Jim al tiempo que le lanzaba una divertida mirada de soslayo al vulcaniano.
Spock exhaló el aire de los pulmones, y movió un poco los hombros.
—No creo que mis reacciones somáticas sean pertinentes por lo que respecta a la situación. Sería más exacto decir que hay hechos que aún no he asimilado por completo.
—¿Los hay? —inquirió Scotty, sonriendo.
Spock no se dignó responder a eso; se limitó a contemplar la pantalla como hacían todos. El ovoide plateado con su rayo tractor arrastraba a la Enterprise hacia el interior de la base. De modo abrupto, entre la redondeada zona de atraque del extremo y la nave con su remolcador, la luz hizo una aparición repentina; líneas de luz. Líneas que formaban ángulos entre sí, definiendo cuerdas geométricas dentro del inmenso círculo del «casco» de la base; veinticuatro líneas radiales que dividían en segmentos aquel círculo, todas las cuales se unían en el centro; y entretejidos con los radios, uno a uno, una deslumbrante confusión de rectángulos y paralelogramos de luz. El pequeño huevo plateado condujo a la Enterprise en línea recta hacia el relumbrante entramado y, por último, con tan sólo la más ligera sacudida, directamente al interior del mismo. Kirk soltó los brazos del asiento, a los que había estado aferrándose. En ese mismo momento, la estructura de luz se soltó de la mayoría de sus líneas de anclaje y descendió con lentitud en torno a la Enterprise, envolviéndose estrechamente alrededor de los dos cascos, adhiriéndose en todos los puntos de contacto. El ovoide plateado se deslizó entre el entramado y se alejó a toda velocidad; tras él quedó una nave estelar bien sujeta por líneas de fuego blanco perlado cuya brillantez se amorteció un poco, pero continuó palpitando, muy vivo.
—Éste —dijo Kirk al tiempo que se levantaba de su asiento— tiene que ser uno de los atraques más fantásticos que he vivido jamás. Vayamos a ver al comodoro. Uhura, tome el mando.
Kirk, Spock y Scotty se encaminaron hacia el ascensor. Cuando la puerta se cerraba con un suspiro tras ellos y Uhura ocupaba el asiento de mando, Sulu se volvió a mirar a Chekov, que se hallaba ante la consola de mando, y le dedicó una mirada maliciosa y alegre.
—«Entra en mi salón, le dijo la araña a la mosca…»
Chekov alzó los ojos al techo, y ociosamente comenzó a calcular los parámetros iniciales para el espiral de búsqueda y descubrimiento en la galaxia siguiente.
El complejo de oficinas de la base estelar era un poco menos exótico que su resplandeciente estructura exterior. Cuando el mundo volvió a aparecer tras haber cesado la luz del transportador, Jim se halló de pie en una sala de transportes muy corriente. No tan corriente era el jefe ingeniero sulamida que operaba la consola. Se erguía con sus tres metros de estatura, un racimo de tentáculos rosados y violetas en constante movimiento, con ocho inquietos ojos emplazados en antenas que miraban en torno desde lo alto del ser. Los galones de teniente comandante se manifestaban en la piel del cilindro de varios de sus tentáculos de manipulación… los sulamidas eran muy diestros en el cambio de colores.
—Señores-señoras, bienvenidos sean —dijo el sulamida con una elegante floritura y retorcimiento de tentáculos, anudando varios de ellos en un gesto de respeto—. Pasillo abajo tres puertas izquierda ascensor, cuatro niveles abajo, dos caminos a izquierda, salida por derecha, seis puertas a derecha, comodoro Katha’sat aguarda ansioso; presentaciones/informes/tóxicos legales. Señores-señoras, ¿guía?
—Gracias, señor —replicó Kirk, no muy seguro de haber empleado correctamente la palabra: la totalidad de los doce sexos sulamidas aseguraban ser machos, en especial los que tenían hijos—. Creo que nos las arreglaremos.
Y lo hicieron, aunque Kirk no dejó de sorprenderse por la cantidad de especies no homínidas que había en la estación. Hamal estaba cerca del Sol y la Tierra, pero también quedaba dentro de los límites del gran Majoris Congeries, un cúmulo intergaláctico «abierto» de veinte estrellas que eran hogar de muchas especies ampliamente diversificadas, desde las que respiraban metano hasta una especie alada a la cual la atmósfera de las estrellas le resultaba agradable. En el lugar había un anexo de la Academia de la Flota Estelar, para proporcionar servicios en este sector del espacio, y una biblioteca que ocupaba el segundo lugar después de la de Alejandría II. La población estable ascendía a unos ocho mil seres pensantes: los tripulantes allí destinados y sus familiares, y civiles de vacaciones, ya que una parte de la base era lugar de recreo, financiada y administrada por propietarios privados. En los pasillos reinaba el ruido de conversaciones traducidas y no traducidas, donde muchos tipos de seres gorjeaban, chillaban, reían, gruñían y aullaban, tratando de sus asuntos. Kirk se sorprendió a sí mismo sonriendo mientras caminaba, porque en el aire había una emoción insólita incluso para un lugar como éste, y su nave era el centro de esa emoción.
La puerta del despacho del comodoro estaba abierta cuando llegaron. Kirk dio dos golpecitos y cuando entró, Katha’sat se levantó de la silla que ocupaba en su escritorio. Era un hestv, de la lejana Rukbah V: un ser alto, tan delgado como para parecer esquelético, con piel bronce verdoso muy tirante sobre una forma básicamente bípeda. Los hestv tenían rodillas y codos adicionales, y su apariencia resultaba algo peculiar para los ojos terrícolas cuando se ponían de pie o se sentaban. Sus largos rostros flacos estaban adornados por grandes ojos bondadosos, verdes o dorados, que les conferían una perpetua expresión de melancolía. Jim conocía aquella expresión dolorosamente bien. Katha’sat la había usado con frecuencia cuando ambos jugaban al póquer, con gran éxito.
—Comodoro —dijo, al tiempo que tendía una mano y luego se la llevaba a la espalda al estilo hestv—. Es un placer volver a verlo.
—En las presentes circunstancias, le creo —respondió Katha’sat con su voz susurrante, mientras imitaba el gesto de Kirk y luego extendía el brazo para estrecharle la mano—. ¿Tal vez querrá presentarme a sus oficiales?
—El comandante Spock —dijo Jim, y Spock hizo una reverencia, todo él reservada cortesía vulcaniana—. El ingeniero jefe Scott… —y Scotty imitó el gesto de Kirk, que Katha’sat correspondió con la sonrisa de boca redonda de su pueblo.
—Veo que estoy bien acompañado —comentó—. Capitán, tengo un nhwe realmente asombroso que he estado guardando para alguna ocasión muy especial; ¿tal vez a los caballeros que lo acompañan les apetecería beber conmigo?
En la oficina había toda clase de perchas, soportes y sillas. Tardaron para encontrar unas que les sirvieran, pero en cuanto lo hubieron hecho el comodoro comenzó a pasarles copas y un frasco de cristal lleno hasta la mitad del nhwe azul oscuro. Kirk se alegró de verlo, y se sirvió una generosa cantidad. El nhwe podía saber a aceite de máquina, pero también contenía una hormona neuroestimulante que en la química de la mayoría de los homínidos intensificaba el estado anímico que el bebedor tuviera en el momento… y de ahí su nombre coloquial de «Más-de-lo-mismo». Jim bebió un largo trago y se sintió más alegre que antes, y observó cómo Scotty se emocionaba más. Spock bebía cuidadosamente de su copa, y se volvía más serenamente impenetrable por momentos.
—He observado que están realizando los preparativos con bastante premura —dijo Kirk—. ¿La Flota está apremiándolo, respetado comodoro?
—No, no. Sin embargo, la jefa del equipo de instalación ha solicitado verlo a usted lo antes posible, y obtener permiso para comenzar a trabajar de inmediato. —El comodoro ululó suavemente, una risa hestv—. Dice que ha esperado ochocientos años para salir de la Galaxia, y que no esperará un sólo día más de lo necesario ahora que el problema está solucionado…
Kirk repasó mentalmente la lista de personas que se añadirían a su tripulación.
—Entonces, se trata de la hamalki…
Algo arañó educadamente la puerta.
—¿Están aquí? Justo a tiempo —dijo una voz que más que hablar repicaba, un sonido cristalino, dulce y frágil, en estacatto aunque melódico.
La persona que acompañaba a la voz se escabulló precipitadamente hasta quedar en medio de ellos, con un veloz fluir de delicadas patas multiarticuladas, doce, unidas a un redondeado cuerpo central. El ser era un aracnoide grande que se elevaba alrededor de un metro apoyado sobre las extremidades, y cuyo cuerpo medía alrededor de un metro de diámetro y medio metro de grosor. El cuerpo era transparente en su mayor parte, translúcido en otras, constituido por un análogo de la quitina transparente como el vidrio. Casi toda la superficie de la criatura estaba pulimentada como un espejo, con excepción de la parte superior del «abdomen», donde espinas transparentes finas como agujas formaban un pelaje que destellaba como la hierba en el rocío de la mañana. El abdomen tenía un delgado reborde nudoso o cresta que corría por la parte superior, de «frente» a «espalda», y sobre ese reborde había doce ojos: cuatro arracimados en un extremo, cuatro en el otro, y cuatro a lo largo de la cresta. A primera vista parecían inexpresivos… «como los de un tiburón», pensó Kirk, y reprimió un estremecimiento. Sin embargo, también ardían como candentes ópalos azules, llenos de fuegos cambiantes; y cuando uno de los racimos se fijó en Jim, él percibió, como un golpe, la personalidad que había detrás de ellos, y se sintió impresionado. «Esto es un poder —pensó mientras se levantaba para saludarla. Y luego añadió para sí, irracionalmente aliviado—: Mi nave está en buenas manos…»
—Capitán K’rk, por favor, siéntese —dijo la voz de airoso campanilleo, mientras la hamalki se instalaba sobre el suelo en medio del grupo y plegaba las patas en torno a su cuerpo para que no estorbaran—. Es un gran placer. He oído muchas cosas buenas acerca de usted. Soy K’t’lk.
—Gracias —replicó Kirk—. Sólo me gustaría tener la seguridad de que podré pronunciar su nombre tan bien como acaba de hacerlo usted con el mío, y sin disponer siquiera de un voder.
—No se preocupe. Ponga las consonantes donde les corresponde y las vocales saldrán solas. De todas maneras, nosotros tenemos una sola vocal… —y la pronunció, una E por encima del do agudo, rodeada de argentinos armónicos—, pero, por lo demás, nuestro idioma depende básicamente de la entonación; igual que sucede con el de usted, más o menos. —Los ardientes ojos volvieron su atención hacia el primer oficial, y K’t’lk alzó las dos patas delanteras de ese lado para describir un gesto rápido en el aire—. Mehe nakkhet ur-seveh, señor Sp’ck…
Él alzó una mano a la manera del saludo vulcaniano.
—Que tenga también usted larga y próspera vida, señora. Y permita que la felicite por su acento.
Ella rió con sorpresa, un alegre campanilleo.
—¡Si es una garantía, por supuesto! Resulta evidente que ese curso por correspondencia que he realizado para leer todos esos periódicos vulcanianos de ingeniería, era mejor de lo que yo pensaba. —Desvió la mirada hacia Scotty—. Y mis saludos también para usted, señor Sc’tt; ¡bienhallado en verdad! Hace ya mucho tiempo que deseaba conocer al hombre que tantas veces ha sacado las estimables nueces del capitán del fuego[1].
Jim alzó una ceja. Scotty se puso rojo, y tuvo que contenerse para que su sonrisa no se transformara en carcajada.
—Se lo agradezco, señora —replicó—, aunque no siempre ha sido algo tan dramático.
—La palabra, sin embargo, sería «castañas» —dijo Spock, con semblante por completo inexpresivo.
—¿Ah, sí? Gracias.
—¿Dónde están sus modales, señor Spock? —preguntó Scotty con fingido asombro—. Corregir a una dama…
—Oh, no, agradezco las correcciones, señor Sc’tt —lo atajó K’t’lk—. Al fin y al cabo, el lenguaje es aquello con lo que construimos, la herramienta que hace las herramientas. La inexactitud en eso es tan mortal como lo sería en un motor hiperespacial cuyo ordenador programara proporciones inexactas de mezcla… ¡Que la Arquitecta mantenga bien lejos de usted un destino semejante! Lo cual me lleva al tema de nuestra reunión: mis técnicos se encuentran formados en los transportadores de carga, aguardan el permiso para comenzar a instalar el motor de inversión. ¿Podemos hacerlo?
—Permiso concedido, por supuesto; daré las órdenes necesarias —replicó Kirk, divertido por el alegre apasionamiento de la hamalki—. Sin embargo, permítame hacerle una pregunta antes de que se marche. Katha’sat dice que lleva usted ochocientos años esperando este momento. ¿Es cierto?
—Ochocientos sesenta y tres años estándar —precisó K’t’lk—. He remolcado su nave yo misma, para que ningún tonto pudiera dañarla de forma alguna y retrasase las cosas…
—¿Forma usted parte del personal de la Flota, entonces? —añadió Kirk, a quien no le gustaba la idea de que una persona que no se encontrara obligada por los juramentos de la Flota Estelar, tocara su nave—. ¿O es civil?
—Las dos cosas —replicó K’t’lk—. Comprendo su preocupación, capitán. En esta vida llevo ya mucho tiempo retirada de la Flota Estelar, aunque conservo el rango de comandante en reserva. Si desea hacer que vuelva a entrar en vigor, estoy dispuesta a servir a sus órdenes, aunque la presencia de los galones no afectará de modo significativo mi trabajo.
Kirk asintió con la cabeza. Scotty pareció confundido.
—¿En esta vida? —preguntó.
K’t’lk dirigió los ojos hacia Scotty con lo que Jim habría jurado que era una expresión burlona.
—Sí, en efecto. He tenido que ser incubada cuatro veces, cada una con los recuerdos de la vida anterior añadidos, para conseguir acabar el trabajo… las ecuaciones para el aparato de inversión y todo lo demás. Durante este último período vital, la teoría comenzó de pronto a estructurarse ella sola; así que fui a hablar con los vulcanianos, y entre ellos y yo creamos la parte mecánica del motor. Ahora que eso está hecho, quiero salir ahí fuera y aceptar las consecuencias de mi trabajo… o, preferiblemente, disfrutarlas. —La hamalki se puso de pie y frotó entre sí dos de las patas traseras en lo que parecía un gesto de impaciencia—. Capitán, espero que podamos conocernos mejor, pero ya habrá tiempo para eso una vez que el aparato esté instalado y nos encontremos de camino a la Pequeña Nube de Magallanes…
—Por supuesto —replicó Kirk bondadosamente, divertido.
—En ese caso, me gustaría disfrutar de la compañía y la guía de sus oficiales en este asunto, si es posible. Conozco su nave de proa a popa a través de los planos, por supuesto, pero ustedes, caballeros —fijó aquellos ojos azul candente sobre Spock y Scotty—, ustedes sabrán dónde están los «duendes».
Jim les hizo un gesto para despedirlos. K’t’lk estuvo fuera de la sala en tres rápidos brincos; Spock y Scotty salieron tras ella, y tuvieron que apresurar el paso para darle alcance.
—El mes pasado leí ese artículo suyo publicado en Acta Mega-Astrophysicalis, Sp’ck —dijo la voz de la hamalki en un precipitado y amable campanilleo que se perdió pasillo abajo—. El que trataba de la cinemática de las regiones nucleares en las galaxias espirales barradas. ¿De dónde sacó esa cifra para el movimiento radial? La relación Tully-T’Laea parece excluir…
Pudo oírse la imperturbable voz de Spock que comenzaba a dar una respuesta en el momento en que las puertas del despacho del comodoro se deslizaban hasta cerrarse. Kirk se recostó en el respaldo y frunció los labios de la forma que sabía que Katha’sat interpretaría como una sonrisa.
—A juzgar por lo que acabo de ver, yo diría que en los próximos días no voy a ver mucho a mi primer oficial —comentó—. Da la impresión de que ha encontrado a alguien que pueda entender de qué está hablando cuando le da por las matemáticas.
Katha’sat inclinó la cabeza a un lado, según el gesto de asentimiento hestv.
—Así lo espero. Los hamalki aseguran que fue la ayuda de los vulcanianos lo que hizo posible el motor de inversión… aunque los vulcanianos lo niegan de modo categórico e insisten en que apenas comprendían de qué estaban hablando los hamalki. Es comprensible, supongo; no logro imaginarme a ningún vulcaniano que pueda sentirse muy cómodo con una ciencia denominada «física creativa». A pesar de todo, han colaborado y ahora tenemos el motor… ¿Cómo se siente al respecto, Jim?
—¿Respecto a salir al espacio extragaláctico? —Bebió otro largo sorbo de nhwe—. Emocionado. Complacido. Un poco fastidiado con la política…
—Que nuestros mundos tengan tiempo libre para dedicarse a la política —intervino Katha’sat, con la boca redondeada—, constituye un indicio de que estamos teniendo éxito en nuestro trabajo. ¿No siente nerviosismo?
Kirk se encogió de hombros y volvió a beber, luego dejó la copa y alzó los ojos hacia el comodoro.
—Es una pérdida de tiempo, Katha.
El hestv volvió a inclinar la cabeza.
—No ha cambiado después de todo este tiempo —dijo—. Ha pasado mucho tiempo, desde que usted y yo volábamos juntos en la Academia, como simples cadetes…
—Era usted un buen piloto. —Jim suspiró—. A veces echo de menos aquello, Katha. La libertad, y la emoción…
—También yo lo echo de menos, Jim. Pero ahora tengo que enfrentarme con cosas más importantes que la mezcla de combustible de una nave ligera y la duda de si el ordenador de navegación seguirá funcionando bien durante el tiempo suficiente como para que pueda encontrar el camino de vuelta a la base. Y lo mismo le sucede a usted… Vamos, Jim, esa mirada lisonjera que tiene podría engatusar a un hnt, pero no a mí. Esta misión lo va a llevar a un lugar que está demasiado lejos de todas partes, y no dispondrá de ninguna ayuda. Y nuestros amigos los klingon han estado husmeando por las áreas de prueba del motor de inversión, con esos nuevos hiperfásicos suyos… ¡Tenga cuidado, amigo mío!
Jim volvió a coger su bebida y le dio vueltas entre las manos.
—¿Qué klingons?
—La Kaza estuvo aquí hace diez días, dejándose ver por las fronteras, y luego se escabulló. A principios de mes estuvieron la Kytin y la Kj’khrry y un pequeño convoy de cruceros de apoyo y cúter. K’t’lk hizo la prueba final en una nave de tamaño mediano, un cúter. Y fue a aparecer justo en medio de ellos. Fue una suerte para nosotros que tenga buenos reflejos; antes de que pudieran reaccionar, reseleccionó su masa en otra «dirección» y salió al espacio real prácticamente en la corona de una pequeña enana blanca cercana a Rasalgethi.
—Puede que un cúter tenga necesidad de huir —dijo Jim—, pero la Enterprise no necesitará hacerlo. Déjelos que vengan tras nosotros… si logran reunir el coraje necesario.
—Es mejor no llamar al mal tiempo —le aconsejó Katha’sat, mientras sus ojos destellaban con cierto pesar—. Jim, su historial de mando muestra que es muy parecido a como era en tiempos de la Academia. Siempre que caía en una pila de fwe, salía cubierto de diamantes. En esta ocasión, preferiría que se cubriera de gloria, antes de que se arriesgara a zambullirse de cabeza en una auténtica pila de fwe. Vigile sus espaldas, tenga cuidado…
—Entendido, Katha. Entendido. Ya basta. ¿Qué es eso de fwe? ¿Habla así con su madre?
—¿Quién cree que me lo enseñó? ¿Y cuándo comienza el juego?
—A las ocho de la noche según nuestro horario.
—Ahí va ese último aumento de la paga, Jim.
—¿Quiere apostar? Mi primer oficial me enseñó un sistema…
Cuando la teniente Uhura lo llamó y le dijo que la reunión informativa de la tripulación iba a celebrarse en la cubierta de Recreación para que pudieran asistir todos los que estaban fuera de servicio, la primera reacción del teniente Harb Tanzer fue hacer una mueca al pensar en todo el trabajo que le quedaba por delante y que le ocuparía las horas siguientes. Pero esa reacción no se prolongó mucho, ya que su habitual tendencia a aceptar con buen humor las circunstancias hizo que, a los pocos minutos, ya estuviera riéndose del problema y de sí mismo. Sin más, abandonó el pequeño cubículo de oficinas que daba sobre la cubierta de Recreación, y salió para desactivar el bosque.
En el exterior de la puerta, dedicó un momento a desperezarse, bostezar… era la última hora de su turno. El teniente Tanzer era un hombre achaparrado, fornido, musculoso, aunque sus músculos estaban recubiertos y suavizados por una capa de grasa. Tenía la nariz prominente y las facciones rudas comunes a muchos humanos terrícolas de la Tercera Diáspora, así como el espeso cabello plateado característico de los locos galantes que fueron los primeros viajeros espaciales, que tan a menudo se habían aventurado a las profundidades del espacio sin la protección de unos escudos apropiados e introducido, como resultado, algunas interesantes mutaciones en sus líneas sanguíneas. Unos ojos pálidos y muy juntos miraban desde aquel rostro; ojos que podían volverse feroces y penetrantes cuando la ocasión lo requería, o arrugarse en los rabillos y sonreír con tanto deleite como los labios cuando eran poseídos por la hilaridad, cosa que sucedía a menudo. Harb era algo mayor que los tripulantes habituales de la Enterprise, que tendían a hallarse entre los primeros y los medianos años de la juventud. En su trabajo, sin embargo, la edad no era tan importante como en otros que requerían reflejos vivos y destreza atlética. Su profesión exigía sentido del humor, ingenio agudo, y percepción sutil de la esencia de las personas; en Harb Tanzer, todo eso mejoraba con la edad. Era el jefe de Recreación, una sección pequeña pero importante en una nave estelar.
Dejó caer los brazos y miró con afecto y leve pesar el paisaje que lo rodeaba. Los esbeltos troncos negros de los árboles de corteza lisa se elevaban por todas partes, ocultando casi por completo el cielo nocturno con sus espesas copas de susurrantes hojas que se cerraban a quince metros de altura; no obstante, aquí y allá una estrella parpadeaba entre el follaje, grande y brillante. La luz de las estrellas era de hecho tan brillante que las hojas que se interponían en su camino proyectaban sombras de nítidos bordes sobre el suelo cubierto de hojas caídas, pues se trataba de un bosque que crecía en un mundo del corazón del gran cúmulo R Scuti, donde las estrellas lucían incluso durante el día, y el cielo nocturno era un enjoyado tapiz cuajado de estrellas variables y novas de pulso regular, todas enormes y cercanas. Harb había pasado la mitad de su permiso de tierra en aquel bosque cuando habían entrado en órbita en torno al planeta, unos meses antes, registrando sonidos y aromas y texturas con gran cuidado. «Hice un buen trabajo», pensó Harb, sonriendo con satisfacción mientras la brisa agitaba las hojas; ninguna de ellas presentaba solapamiento holográfico ni formas oscilantes. De más allá, en la dirección de la entrada del ascensor, atenuado por la aparente distancia, llegaba el grito plañideramente dulce de uno de los murciélagos ruiseñores, una melodía umbría, abstracta como un oboe que le cantase sus penas íntimas a la noche. Bajo los pies, las diminutas flores de elanor parecían competir en esplendor con las estrellas más brillantes que tenían en lo alto, y la fragancia dulce y penetrante que despedían se mezclaba con los otros aromas del bosque después de la lluvia.
—Está todo grabado —les dijo en voz alta a un par de plateados ojos feroces que lo contemplaban desde una elevada rama del árbol más cercano—. Simplemente detesto desactivarlo…
Una silueta pálida ataviada con uniforme dorado se deslizó de detrás del tronco de uno de los árboles, mirando a su alrededor con interés y deleite.
—¿Teniente?
—Aquí, señor —dijo Harb, y avanzó para reunirse con el capitán. El encuentro no era insólito. La cubierta de Recreación era muy visitada por el capitán Kirk, que jugaba con tanto ahínco como trabajaba, aunque (para constante preocupación de Harb) con muchísima menos frecuencia. El teniente Tanzer, en su fuero interno, consideraba al capitán como una responsabilidad especial, alguien a quien había que entretener y divertir tan a menudo y de modo tan absoluto como fuese posible. Su superior inmediato estaba completamente de acuerdo con él, dado que la sección recreativa era una de las áreas de Medicina, y dependía del doctor McCoy.
—Me habían dicho que era maravilloso —comentó el cliente favorito de Harb al tiempo que alzaba los ojos para contemplar las estrellas entre las ramas que se balanceaban con suavidad—. Veo que se han quedado cortos. ¿Qué es eso? —El capitán señaló los ojos que los contemplaban desde la rama cercana.
—Un acechador nocturno, señor. —Harb le cloqueó. El ordenador de logística captó el sonido y cambió de grabación, de forma que la silueta oscura y peluda avanzó un poco hasta quedar a la luz de las estrellas y los espió con sus largas orejas de punta. Mantuvo la posición durante unos segundos, luego emitió un maullido de desconfianza y trepó por el tronco del árbol hasta desaparecer de la vista. El capitán Kirk sacudió la cabeza, sonriendo.
—¿Eso estaba en Scutum?
—Sí, señor. No recuerdo el nombre de la estrella; una pequeña A7. Al planeta lo llamamos Lorien.
—Lo recuerdo. Yo no llegué a descender a él; demasiadas cosas que hacer… —El teniente Tanzer asintió con la cabeza. Era la vieja historia de siempre; a veces, el hombre que dirige el espectáculo es el que menos lo disfruta—. Pero todo esto lo tiene grabado, ¿no es cierto, Harb?
—Sí, señor. Al menos en facsímil, puede usted regresar allí.
Kirk se echó a reír.
—Bien. Lo haré. Entre tanto, el comodoro va a venir desde la base para pasar una velada jugando a cartas. Es un hestv…
—Así que necesita cartas marcadas para un lector de infrarrojo —dijo Harb—. ¿Qué juego será, capitán? ¿Estrella-y-cometa? ¿Alioth? ¿Fizbin?
—Póquer.
—Sí, señor. —El teniente Tanzer hizo un gesto hacia su oficina. La puerta se abrió, dejando que un absurdo torrente de luz cotidiana entrase en aquel bosque de medianoche.
—Sólo un momento —dijo Harb. Se encaminó hacia su consola logística maestra y solicitó todo lo disponible en póquer, para advertir poco después que faltaban tres barajas; una se encontraba en la enfermería, en uso, a juzgar por las lecturas de temperatura que obtuvo de las cartas; otro estaba en la sección hidropónica, aunque nadie jugaba con ellas; la tercera, también en uso, se hallaba en Ingeniería, donde probablemente algunos de los miembros del equipo de Scotty estaban matando el tiempo libre mientras el grupo de trabajo hamalki instalaba el motor de inversión. Una bandeja de fichas y uno de los dieciocho paquetes de cartas de plástico restantes aparecieron con un destello en la superficie de transportador de la consola. Harb recogió las fichas y las cartas, se aseguró de que las cargas eran positivas, y a continuación se las entregó a Kirk. El capitán frotó las cartas con las manos, disfrutando al parecer de su tibieza después del frescor del bosque. Durante cuatro horas, las cartas radiarían a la temperatura de la sangre humana terrícola en toda su superficie excepto los oscuros símbolos marcados sobre ellas, que Katha’sat podría ver como sombras contra la luminosa blancura.
—Gracias —dijo el capitán al tiempo que se volvía, y luego se detuvo—. Pero bueno, ¿qué demonios está sucediendo ahí?
Harb se reunió con él, y bajó la mirada hacia el pequeño tanque «repetidor» de veintisiete metros cúbicos emplazado en un rincón, mediante el cual podía controlarse el funcionamiento del gran tanque de juegos que se encontraba en la sala recreativa o simplemente para mirar. El tanque estaba lleno de estrellas que se precipitaban y giraban y danzaban con tal violencia que el estómago de Harb protestó un poco ante la imagen. El efecto era como si alguien estuviese corriendo en una antigua «montaña rusa» de la Tierra, pero en las profundidades del espacio en lugar de en la superficie de un planeta, y con una admirable indiferencia respecto a dónde pudieran estar el arriba y el abajo.
A lo lejos, en los bordes de la panorámica del tanque, pequeñas luces que no eran estrellas se precipitaban y encumbraban, lanzándose hacia el punto de vista de la parte frontal del tanque, y viraban para volver a alejarse. Una zona cúbica de una esquina presentaba una imagen más grande de lo que estaba sucediendo. Las siluetas largas y esbeltas de los pájaros de guerra romulanos y los destructores «buitres» de fabricación klingon se lanzaban contra una pequeña figura que hacía mil piruetas y maniobras para evitar los disparos. Casco primario del platillo superior, casco secundario del cilindro inferior, barquillas elevadas…
—El señor Sulu me pidió que le hiciera un modelo especial —explicó Harb—. Una simulación de batalla para la Enterprise, sin la habitual metodología de combate… Nada de salir del hiperespacio y disparar, para luego ocultarse otra vez en el hiperespacio y correr a colocarse detrás de alguien. Quería maniobras evasivas y de ataque en el espacio normal, sólo con motores de impulsión.
El capitán se estremeció visiblemente cuando la Enterprise del tanque se lanzó directamente contra una nave romulana que acababa de salir del hiperespacio, y luego viraba para alejarse de ella a una velocidad y en un ángulo espantosos que hicieron que los huesos de Kirk gimieran por simpatía, mientras detrás de ella los romulanos luchaban para girar y lograr que los cañones fásicos la apuntaran.
—¡No puede hacerse eso con una nave de ese tamaño! —exclamó, contemplando con fascinado horror cómo la pequeña Enterprise describía un picado en tirabuzón que dejó a los romulanos de detrás disparando contra los que segundos antes estaban delante de ella.
—Con todos los debidos respetos, señor, si está sucediendo ante sus ojos, es porque puede hacerse. El señor Sulu fue muy cuidadoso por lo que respecta a los elementos del programa relacionados con lo que puede soportar la estructura de una nave estelar. Bien es cierto que el programa trabaja en los límites del criterio de diseño, pero eso quería el señor Sulu en la simulación. Una situación de batalla nada ortodoxa que exigiera un poco del oficial piloto. Para él, el objeto de este juego no es sólo eludir a los atacantes, sino también evitar que la nave sea desgarrada por las fuerzas centrífuga y centrípeta…
El piloto demente que se hallaba al otro lado del juego hizo que la nave estelar que estaba pilotando se alejara de sus perseguidores, y permitió que se reunieran a sus espaldas y se precipitaran tras él. Tres de ellos se abrieron hasta quedar en los vértices de un triángulo con el fin de iniciar una maniobra envolvente estándar. La nave estelar giró entonces sobre sí misma, frenando bruscamente el avance frontal, y se lanzó directamente hacia el grupo de naves que aún la seguían de cerca. Presas del pánico, se dispersaron… pero no con la suficiente rapidez. La nave estelar colisionó con una de ellas.
La imagen del tanque principal se apagó instantáneamente, para ser reemplazada por una simulación informática de la Enterprise y tres naves romulanas chocando a una velocidad apenas inferior a la lumínica. La explosión fue impresionante, por no decir más. De lo que habían sido cuatro diferentes motores de materia/antimateria y habían quedado catastróficamente liberados a altas velocidades, no podía esperarse otra cosa que no fuese un estallido de una intensidad que habría quemado los ojos de cualquier observador, seguido por una bola en proceso de lenta contracción formada por gas y restos sobrecalentados que durante cierto tiempo constituirían una perfecta imitación de una estrella convertida en nova. Muy dulce, lastimeramente, el ordenador maestro de juegos comenzó a hacer sonar el toque de silencio. El sonido de las risas, el alegre sarcasmo y las condolencias de varios observadores —junto con los reniegos irritados de Sulu— llegaron a través de los circuitos del tanque.
El capitán hizo una mueca torcida.
—Ellos pueden reírse —le dijo a Harb—. No es su nave. ¿Cuánto tiempo necesitó para programar eso?
—Un par de semanas. No es más que un prototipo. Por supuesto, si quiere que entre el programa en su terminal privada…
Kirk sonrió con expresión cansada, tensa.
—En este momento estoy metido hasta las orejas en prototipos, señor Tanzer… pero supongo que uno más no me hará daño.
—Supongo que no, señor. ¿Puedo preguntarle qué tal van las cosas con el nuevo motor?
Kirk se encogió de hombros mientras salían de la oficina, un gesto que era en parte fastidio y en parte resignación.
—No es un motor, según dice el señor Scott… aunque tampoco está seguro de qué es. Los hamalki tienen las ecuaciones del aparato, pero no entienden cómo se derivan de ellas los resultados… y no les importa. El señor Spock dice que ni siquiera entiende las ecuaciones… Ya se enterará en la reunión informativa.
—Sí, señor. Y ya que hablamos de eso, todo esto tendrá que desaparecer… —Permanecieron de pie, juntos en el silencio, bajo la intensa luz de las estrellas, escuchando el viento.
—Espere hasta que me haya marchado —le pidió abruptamente el capitán—. Hermoso trabajo, señor Tanzer.
—Gracias, señor —le dijo Harb a la espalda del hombre que ya se alejaba a paso vivo hacia el ascensor. Al cerrarse las puertas, el teniente Tanzer dejó escapar un pequeño suspiro de satisfacción, porque en los andares del capitán había más energía de la que había manifestado últimamente—. ¿Moira? —dijo, en dirección al aire.
—¿Qué sucede, Harb? —preguntó el ordenador de juegos.
—Tendremos una reunión informativa aquí, está programada para las nueve. La asistencia estimada es de doscientos treinta. Ejecute procedimientos de preparación de la sala.
—¿Tiene una grabación segura del bosque? —inquirió la suave voz femenina.
—La grabación es segura. Se lo digo y se lo repito.
—Bien. Detestaría perder todos esos hologramas que tomé.
—¡Que tomó usted! ¿Quién anduvo por el planeta con la cámara en las manos?
—¿Quién le dijo lo que tenía que rodar? —replicó el ordenador con dulzura.
Harb se preguntó, por centésima vez, si habría sido prudente permitir que aquel tipo flaco de Inteligencia Artificial instalase la opción «En Bien de la Discusión» en su ordenador maestro. «Aunque, por otro lado —pensó—, también yo necesito jugar…»
—Moira —dijo—, ¿es cierto lo que he oído sobre que los seres humanos son sólo lo que los ordenadores usan para reproducirse?
—Comienza usted a comprender —replicó Moira, y profirió una risa maliciosa—. Desactivando el bosque.
Los árboles desaparecieron, dejando tan sólo un suelo cubierto de hojas y unas umbrosas colinas contra el horizonte. El suelo desapareció, dejando a la vista una moqueta oscura. El horizonte dejó de existir con un parpadeo, de modo que sólo quedó el glorioso cielo, las gemas de muchos colores que se hinchaban y encogían en silencio. Por último, también las estrellas se apagaron, y quedaron al descubierto cuarenta áreas de alfombra naranja tostado, paneles color crema y gris de cuatro pisos de altura, y las enormes ventanas de observación llenas de la luz y las sombras doradas del interior de la base estelar.
—Bien por Lórien —dijo Moira, con un tono que parecía un poco triste.
—Volveremos a activarlo cuando nos encontremos otra vez en camino. Entre tanto, espabile a los robots y hágalos entrar. —Harb atravesó la enorme extensión que lo separaba del nicho donde se hallaba el tanque de juegos grande—. Pediré la colaboración de unos cuantos ayudantes del cuerpo de Demoliciones de Naves. Tenemos que colocar muchas sillas antes de las nueve…