Llegaron al sistema solar durante el período de descanso de Jim. La llegada no era algo que requiriese su presencia en el puente… y en cualquier caso estaba cansado. Se encontraba sentado en la luz suave de su camarote, con una copa de viejo oporto en una mano y una pequeña estructura que parecía de vidrio tejido en la otra, meditando. Sus triunfos parecían hallarlo siempre en el puente; pero los dolores, y aquellas formas de triunfo que son más profundas que el triunfo, parecían encontrarlo siempre en el camarote.
«Curioso, es todo muy curioso». Las lecturas realizadas sobre la ciencia no causal, cuando estaba en la Academia, siempre le habían parecido algo escapado de un cuento de hadas. En estos días, sin embargo —tras haber pasado por muchas situaciones que habrían hecho que los cuentos de hadas parecieran insulsos, sobre todo el último asunto con la anomalía—, Jim estaba dispuesto a ser un poco más crédulo que cuando era cadete, y a hacer especulaciones un poco más disparatadas.
«¿Cuánta energía tiene realmente un proto-Dios? —se preguntó—. ¿Incluso antes de ser conscientes o darse cuenta de la existencia de otros seres? El hecho de que tuviéramos a K’t’lk a bordo… y una tripulación capaz de influir en los “lugares” del otro lado de la anomalía… son cosas que parecen forzar un poco la casualidad. —Hizo una pausa para beber un sorbo de oporto—. Sin embargo, K’t’lk dijo que había penetrado en el tiempo del universo mucho antes de que tuviera tiempo, con el fin de hallar las leyes que iba a insertar. Si ella pudo hacer eso… ¿cómo puedo estar seguro de que los Otros, incluso antes de la conciencia, no penetraron en nuestro mundo, nuestro tiempo, e hicieron que K’t’lk inventara el aparato de inversión… con el propósito de que abriese una brecha en el universo de ellos y los dejara en libertad para ser el Dios de ese universo…?
»… claro que eso significaría que ella los causó a ellos, mediante el aparato de inversión, antes de que ellos causaran el aparato a través de ella… —Se desperezó, sonriendo para sí ante la “paradoja”, que era por completo permisible en un sistema no causal—. Tal vez estoy anticuado —pensó—, pero la verdad es que prefiero la causa y el efecto. Son más ordenados, de algún modo».
Entonces volvió a su memoria la imagen y el sonido de aquellos últimos momentos pasados con los Otros… desvaneciéndose, como había dicho Spock que sucedería, pero aún gloriosos. «Aunque, por otra parte —pensó Jim—, puede que el orden no lo sea todo…»
El comunicador silbó de la misma forma en que lo había hecho hacía eternidades, el día en que la Enterprise recibió la orden de acudir a Hamal. Esta vez, Jim no dio un salto.
—Pantalla.
Era Sulu, y en sus ojos había una expresión rara.
—¿Señor? Iniciamos el acercamiento final a la Tierra.
—Recibido. —Habría dicho «apague pantalla», pero la expresión de Sulu lo hizo guardar momentáneo silencio.
—Jim —dijo Hikaru de modo deliberado; Jim, no capitán—. Creo que debería ver esto.
—Páselo a pantalla, entonces.
La visión cambió. Aún se encontraban bastante lejos dentro del sistema —dentro de la zona orbital de los Asteroides, por encima—, y aminorando de una lenta velocidad de dos c, recorriendo no más de un par de trillones de kilómetros por hora. Las estrellas brillaban en torno a ellos. Y brillaban otras cosas, aparte de las estrellas.
—Buen Señor —dijo Jim, dejó la copa y se puso de pie para contemplar la pantalla.
La Enterprise no se encontraba sola. Tenía escolta. La pantalla estaba llena de naves que se le aproximaban, todas con los escudos levantados. Unas pocas de ellas ya la habían igualado en velocidad y vectores y navegaban a su alrededor, a corta distancia, en el límite de seguridad de cinco kilómetros. Esas naves más cercanas eran cruceros pesados de la misma clase que la Enterprise: las Indomable, Potemkin, Surak, Isshasshte, Tao Feng, John F. Kennedy, la nueva Intrépida. Los escudos resplandecían con el color promedio de referencia de su estrella de matriculación: la Surak y la Intrépida lucían el ardiente azul de Vulcano; la Isshasshte rutilaba con el blanco azulado de Deneb; la Tao Feng, la Potemkin y la John F. Kennedy brillaban con el más suave blanco amarillento del Sol. Desde las profundidades acudían aún más naves con los escudos matizados de acuerdo con el color de su estrella. Jim tragó para que bajara el nudo que tenía en la garganta y poder hablar.
—Responda a los colores, señor Sulu —dijo—. Hemos salido ahí fuera en nombre de todos ellos. Espectro continuo, desde el infrarrojo al ultravioleta.
Sacudió la cabeza, maravillado. «Dios —pensó—, parece la holografía desplegable central de Naves Estelares de Batalla de la revista Jane’s…»
El espacio se llenó de esbeltas barquillas, cascos primarios y secundarios, formas lisas brillantes y formas pesadas… todas envueltas en ardiente luz para hacerle los honores a la Enterprise y acompañarla a casa. Sabía Dios cómo, pero allí había algunos de los grandes acorazados clase Defender: monstruos de casco múltiple que viajaban como enormes ballenas silenciosas por oscuras aguas, manteniendo su propio límite de ocho kilómetros; la Rodger Young y la Viento Divino, la Arizona, la Bismark, la M’hasien, la Dataphda y la Inaieu. Había allí portanaves, bestias de muchos tubos llenas de exploradoras, lanzaderas y cazas: la Reina Cristina, la Valquiria, la Erinnye, la Marya Morevna y la Hypsipyle. Todos los cruceros ligeros del área parecían hallarse presentes: Constitución y Constelación, Resuelto y Bannockbum, Sadat, Malacandra y Bonhomme Richard. Incluso las naves «visitantes» de la Flota tripuladas por alienígenas se encontraban allí, para asombro de Jim: Sorithias y Morano Merinhen, Nai’in, Sulam y Kamé.
Y pequeños cúter por decenas y veintenas, lustrosas formas esbeltas que él conocía bien, puesto que había mandado a más de una durante su juventud: Lewis, Clarke, Ferrus Folly, Ransom, Amstrong y Ewet.
«Vaya una colección —pensó Jim—. ¿Qué ha estado sucediendo por aquí?»
Desde el puente, la voz de Uhura dijo:
—La Kennedy está llamándonos, capitán.
—Póngame con ellos.
La imagen de naves y estrellas desapareció, para ser reemplazada por una vista del puente de la Kennedy, y del comodoro Katha’sat instalado en el asiento central del mismo, con una expresión festiva en el rostro.
—Bienvenido a casa, Jim —lo saludó.
—Gracias, Katha… créame, nos consideramos bienvenidos. Pero esto… —Jim sacudió una mano con un gesto que indicaba el espacio inmediato—, no puede ser sólo por nosotros.
—Ya lo creo que sí, Jim. Unos cuantos nos encontrábamos en los alrededores…
—¡Katha! —Jim se echó a reír—. Hágame el favor… La Flota Estelar jamás le habría permitido…
—Jim —lo interrumpió Katha’sat al tiempo que se retrepaba en el asiento de mando y cruzaba las piernas a la altura de ambos conjuntos de rodillas—, nosotros somos la Flota Estelar. Un hecho que a veces se les escapa a los del Almirantazgo… pero hoy no se les ha escapado. Cuando los sensores detectaron su entrada, todas las naves desde theta Carinae a la constelación de la Ballena le dijeron a la Flota adónde querían ir. Y cuando la Flota vio en qué forma estallaban los iones, nos fabricaron órdenes nuevas a toda prisa. No habría sido buena cosa que los klingon vieran a toda la Flota amotinarse de repente tan cerca de la Tierra. Podrían ocurrírseles ideas…
—Viejo chantajista… —dijo Jim con gran afecto.
—No estoy de acuerdo con eso —declaró Katha’sat, con su redonda boca—. No soy viejo. También hay otra cosa. Regresan ustedes antes de lo previsto, si comprendo bien el programa inicial. Abrigo la esperanza de que esta vez haya salido todo bien durante el vuelo de prueba; no creo que la Flota Estelar vaya a aceptar otra manifestación como ésta, y de algún modo dudo que esté dispuesta a permitir que la Enterprise vuelva a salir de la Galaxia.
—Katha —replicó Jim—, también yo lo dudo…
Katha’sat inclinó la cabeza a un lado con lentitud, en un asentimiento especulativo.
—Sin duda, tendrá una historia para contarme que explicará lo que acaba de decir —comentó—. Muy bien; me la contará en la Flota, cuando hayamos acabado ambos con la reunión informativa.
Kirk asintió.
—Deje libre un buen rato. Algunas de las informaciones que tengo requieren el oído de un amigo, y no el del Almirantazgo.
—De acuerdo. Nos veremos para tomar una copa, y creo que por aquí podré encontrarle un amigo.
—Bien. Pero, Katha… nada de cartas.
Katha’sat hizo una mueca de cara larga que expresaba resignación hestv.
—El problema que tiene usted, Jim —declaró—, es su incapacidad para correr riesgos.
—Recibido y anotado, comodoro. Lo veré en San Francisco. Kirk fuera.
—¿Algo más, señor? —preguntó la voz de Sulu desde el puente, al regresar a pantalla la imagen de las naves y las estrellas.
—No. Sin embargo, encárguese de que la tripulación tenga acceso a estas imágenes. Ellos lo han hecho, y deben disfrutarlo.
—Sí, señor. Con todos los debidos respetos… disfrútelo también usted.
—Así lo haré. Corto.
Jim miró fijamente las naves reunidas en torno a la Enterprise, una pequeña galaxia de fuegos alrededor de una nave cuyos escudos entonaban muchos arco iris. Jim se fijó en un escudo en particular, mientras se internaban juntos hacia la órbita de Marte: una pantalla deflectora blanco actinio que brillaba con el fuego de la lejana estrella original de los klingon. Era la Manhattan que llevaba dicho escudo, ostentando ese lugar de honor hasta que, algún día, los klingon decidieran ingresar en la Federación. Allí, en su camarote, donde nadie podía verlo, Jim se irguió con lentitud y le dedicó un saludo militar a la bandera de las naves que lo habían seguido tan ciegamente hacia su muerte. Luego hizo una mueca ante la inutilidad de aquellas pérdidas, y se sentó.
Volvió a retreparse en el asiento para contemplar el halo de glorias que rodeaba a la Enterprise mientras navegaba pasando ante Marte y continuaba disminuyendo la velocidad. Jim bajó los ojos hacia el pequeño objeto que tenía en una mano —espinoso y rutilante, tejiendo la luz dentro de sí mismo—, y sus labios se estiraron en una lenta sonrisa al sentir que la tristeza volvía a convertirse en sombrío júbilo. «A usted le habría gustado ver esto, este esplendor… a pesar de que señalara su fracaso. Su fracaso menor. En el terreno más amplio, ha tenido éxito. Y en el menor, algún día… algún día…»
La pantalla volvió a silbar, aunque esta vez la llamada no procedía del puente. Era la nota diferente que usaban sus jefes de sección para hacerle saber que lo llamaban.
—¿Sí?
La estrellada noche llena de naves se desvaneció, reemplazada por el semblante de Scotty. Jim se incorporó en el asiento, casi alarmado por el cambio que veía en él… pues el ingeniero jefe se mostraba otra vez animado, y sonriente.
—¡Lo tengo, Jim! ¡Lo tengo!
—¿Qué tiene? ¿Se encuentra bien?
—¡Las ecuaciones! ¡La física hamalki! ¡Jim, la entiendo! ¡Y había otro conjunto de posibilidades que K’t’lk nunca llegó a ver, la pobre muchachita…! ¡toda una gama nueva de opciones! ¡Tal vez otro motor intergaláctico, uno que no abrirá brechas en el espacio! Pero, en cualquier caso, el acceso a un tipo completamente nuevo de energía…
No tenía sentido decirle a Scotty que se calmara… y al pensarlo mejor, Jim no se sintió seguro de querer que lo hiciese.
—¿Cuánto tardará en saberlo?
—Eh… unos días. Una semana, quizá. Le escribiré un informe, aunque dudo que tenga más sentido para usted del que tuvo para mí al principio. Incluso los físicos de la Tierra van a querer lincharme. ¡Pero nos divertiremos bastante peleando antes de que se tranquilicen…!
—Bueno, no se quede ahí parloteando, Scotty —replicó Jim, tolerante y divertido—. Vaya a escribirme ese informe.
—¡Sí, señor! Corto…
Las estrellas regresaron a la pantalla. Jim volvió a recostarse en el respaldo al tiempo que sacudía la cabeza. «Debería de haber sabido que dejaría usted un legado», le dijo al aire vacío…
En su mano, algo se estremeció con fuerza. Jim bajó la mirada, conmocionado. El objeto de vidrio… volvió a moverse. Un fuerte estremecimiento, y otro. En un primer impulso, se puso de pie de un salto y estuvo a punto de arrojarlo al otro lado del camarote como si se tratara de un insecto venenoso… luego reprimió el impulso, pero demasiado tarde; el movimiento convulsivo hizo que dejara caer el delicado objeto. Se estrelló contra la mesa y se hizo pedazos.
Se le paralizó el corazón, como si fuera un niño a punto de recibir una reprimenda. «¡Lo he roto!», pensó, triste y fastidiado… y apenas había tenido tiempo de pensar aquello cuando los trozos comenzaran, repentina y terriblemente, a moverse, arrastrándose los unos hacia los otros. Las púas y fragmentos se agrupaban, se amontonaban y saltaban una y otra vez por la mesa como si buscaran el sitio adecuado, un rompecabezas que se montaba solo… en una forma que Jim conocía. Cuerpo redondo de no más de dos centímetros y medio de diámetro, pequeñas patas delicadas como agujas de vidrio, pelo iridiscente más fino que el cabello humano, rutilante; y por último, las cuencas oculares vacías que se llenaban de ardiente fuego azul que giraba, reía, estaba vivo…
—¡J’m —gritó la diminuta voz en un tintineo de caja de música impaciente, exuberante, triunfante—, hay otra respuesta! ¡¿¿Dónde está Mt’gm’ry??! —Y la hija-yo K’t’lk bajó precipitadamente de la mesa, deteniéndose sólo para girar en torno a una pierna de Jim como si fuera un poste colocado allí para su diversión. Luego salió rebotando por la puerta en cuatro o cinco saltos pequeños pero exultantes.
Jim se quedó ahí de pie, viéndola marchar. A través de la puerta abierta, pudo oír los gritos de sorpresa, deleite y celebración que comenzaban a sonar por el pasillo. Por una vez, no se molestó en decirle a la puerta que se cerrara. Jim se limitó a sentarse, comenzó a reír, y continuó riendo hasta que se le saltaron las lágrimas. Y minutos más tarde, cuando entró Spock —con el aire de grave perplejidad que sólo un vulcaniano pasmado puede tener—, Jim lo miró de reojo, con una expresión confundida.
—¿Acerca de la muerte, señor Spock —inquirió—, había estado diciendo usted que, al igual que todo lo demás, tiene sus excepciones?
Conservando la gravedad, Spock inclinó la cabeza apenas una fracción, la cortés reverencia de un hombre que tiene razón por milésima vez y solicita que se le perdone por ello. Pero ¿aquella sonrisa que le palpitaba casi invisible en las comisuras de la boca, era una sonrisa de alegría?
—Es posible que aún podamos descubrir nosotros mismos que así es —replicó—. Entre tanto, capitán, vamos a llegar y atracar en el Anexo Orbital de San Francisco dentro de muy poco… y parece que tenemos a bordo al menos una tripulante cuya documentación necesita… digamos que ser actualizada. La Flota Estelar tiende a insistir bastante en estas cosas. Tal vez deberíamos bajar a Ingeniería e indagar el estado de ese miembro de la tripulación…
—… ¿y el de Scotty? Brindo por eso. —Y así lo hizo, deteniéndose luego apenas un momento para dejar la copa vacía con gran cuidado. Sonriente, Jim Kirk salió al corredor para ver a su tripulación.
—Obligaciones, como siempre, señor Spock —dijo por encima del hombro mientras salía—. El trabajo de un capitán no se acaba nunca.
Spock alzó una tolerante ceja y siguió a su capitán al interior del mundo de ambos.