Jim había oído cantar a K’t’lk con bastante frecuencia, en conversaciones casuales que tendían a las armonías alegres e inconsecuentes; y en las charlas más profundas y personales, cuando sus líneas armónicas se volvían más sofisticadas, sartas de disonancias y desviaciones de accidentes mezclados sutilmente en resoluciones de textura rica. No obstante, nunca se había tomado el tiempo para escucharla cantar su trabajo, su física. Comenzaba a lamentar dicha omisión; porque se hizo evidente que por mucho que se deleitara con otros temas, era allí donde residía su más grande virtuosismo, y donde tenía puesto el corazón.
Al principio cantó con lentitud, de manera tentativa, a medida que exploraba el camino a través de un territorio desconocido… derramando salpicones de notas atonales, avanzando poco a poco con delicado cromatismo. Jim pensó en la descripción que le había hecho del apareamiento hamalki, y se dio cuenta de que otros edificios con menos carga emocional —como las obras de la arquitectura hamalki— se proyectaban de la misma manera: secuencias de notas equivalentes a constantes físicas, cualidades de vector, números. K’t’lk estaba planteando ecuaciones mediante este canto… reduciéndolas a los términos más simples, combinándolos, usándolos de acuerdo con las reglas de la extraña física hamalki para encontrar el camino, como diría ella, hacia un tiempo futuro antes de que existiera el tiempo. Jim vio que Scotty la observaba con una expresión incierta, atenta, como si comenzara a entender lo que ella estaba haciendo. Pero el propio Jim no tenía manera de saber qué tal iba su trabajo. Aunque flotaba una extraña sensación en el aire. La gente se movía, se agitaba. Incluso el claro resplandor de los Otros ondulaba con inquietud.
De modo abrupto, Jim comenzó a sospechar que K’t’lk se encontraba cerca de lo que estaba buscando. Sus progresiones cromáticas se hacían más seguras con rapidez, su campanilleo más complejo. Y luego su visión penetró al parecer en ese futuro que necesitaba ver, cualquiera que fuese, porque K’t’lk se lanzó y comenzó a derramar la música fuera de sí como si hubiese estado conteniéndola durante mucho tiempo: una cascada loca, espléndida y brillante, de líneas melódicas eslabonadas, tan sincopadas y precisas como cualquier sonatina de Bach, pero (a pesar de la levedad tintineante de su voz) que de alguna forma llevaban un peso más que sinfónico de complejidad y significado en su red de medidas. Ella cantaba las ecuaciones con precisión y delicadeza, del mismo modo que hablaba; pero también cantaba con pasión y júbilo, y un extraño pesar agridulce. «Está construyendo su obra maestra —pensó Jim—. El deleite, la sensación de colmar un gran deseo, no son de extrañar. ¿Con cuánta frecuencia consigue uno dar inicio a un universo?» Pero el pesar lo desconcertaba… hasta que se sorprendió pensando en el tipo de compromiso, de pasión y pesaroso júbilo que una hamalki podía poner en la estructura que construía para su matrimonio, en la preparación de la muerte de su compañero, o de la suya propia. También pensó en la forma en que K’t’lk había mirado de Scotty a él mientras hablaba de si dispondría de la energía necesaria para conseguir esto. Luego, Jim apartó la atención de esa idea. Era demasiado fácil captar los pensamientos en este lugar, y no quería que nadie distrajera a K’t’lk —especialmente Scotty— mientras establecía las leyes que regirían un universo durante la casi eternidad.
La sensación de que la canción duraba mucho era sin duda una ilusión, pero persistía. «Supongo que es normal —pensó Jim—. Las leyes de todo un universo por establecer… todo, desde las constantes físicas más elementales… es lógico que se necesite un rato para hacerlo. Al fin y al cabo, incluso Dios tardó siete días por lo menos…» Se preguntó, no obstante, si Dios habría cantado mientras trabajaba, y si la canción habría tenido un sonido tan glorioso como ésta. K’t’lk temblaba con la potencia del canto, como si la música fuese algo vivo y aprisionado en su cuerpo que ella se limitara a libertar y que podría volverse contra ella si relajaba la concentración. No mostraba signo alguno de relajarse. De modo implacable escanciaba la melodía en el aire, o ésta se vertía fuera de ella; un torrente de música brillante, en voz baja y aguda: una furiosa embestida de ecuaciones y edictos que ella había percibido en el futuro de este universo, y que ahora dejaba en libertad. Salieron violentamente a través de la tripulación de la Enterprise, y comenzaron a transformarse en las instrucciones operativas de este universo.
A medida que las ecuaciones comenzaron a «arraigar», el aire se tensó con las invisibles leyes que se entretejían. Nadie podía moverse; se sentían tan inmovilizados dentro de la matriz de orden y mando de K’t’lk que se solidificaba con rapidez, como si estuvieran dentro de un bloque de ámbar. Incluso respirar resultaba difícil al principio, y se hizo más costoso a medida que sentían cómo ella iba ajustando las ecuaciones: atando extremos sueltos, uniendo la totalidad del tejido de leyes naturales de manera homogénea y apretada, eliminando los agujeros dejados por los bucles en este universo a punto de existir. Dio la impresión de que pasaba mucho tiempo antes de que su canción se enlenteciera, hasta que las armonías finales se resolvieron y los últimos acordes se perdieron en el silencio en el aire inmóvil. Pero al fin concluyó, y todos exhalaron en un sonido de liberación y alivio.
K’t’lk alzó los ojos hacia sus compañeros de más elevada estatura, con un susurro de fatigada satisfacción.
—La matriz básica ha quedado establecida —dijo, con voz cansada pero absolutamente satisfecha—. Compañeros, mirad en vuestro interior; luego entregadles vuestros regalos…
En la brillante intemporalidad, los tripulantes de la Enterprise hicieron lo que se les pedía. En aquel lugar tan maleable para el pensamiento y la palabra dada, los momentos de sus vidas que iban a regalar a los Otros surgieron de la nada y envolvieron con una repentina realidad a los cuatrocientos treinta y ocho a medida que sus experiencias penetraban más y más en el tejido de aquel universo. Una y otra vez, cuando Jim recordaba quién era —y había momentos en los que le resultaba difícil, mirando a través de los ojos de tantos otros—, se sentía conmovido hasta las lágrimas; porque los regalos no tenían precio. Sin excepción, sus tripulantes daban lo mejor de sí mismos. Los tentáculos de alguien lo tocaron con afecto cuando uno de los miembros sulamidas de la tripulación entregó el momento más querido de su vida. Miraba hacia abajo, al paisaje malva y dorado desde el gran silencio de un cielo color albaricoque; no oía nada excepto el suave susurrar del viento en el columpio, y sentía cómo el aire del verano lo elevaba; y comprendió, por primera vez, el subyacente miedo a la libertad, y el júbilo que acompaña a ese miedo. Estaba luchando con su hermano, una sudorosa y fuerte presa de dieciséis miembros, y se sorprendían el uno al otro con constantes gruñidos y exclamaciones de sorpresa y deleite ante la fuerza del otro; por último se separaron y se desplomaron con los músculos doloridos, exhaustos, sobre el césped color espliego, silbando con risa mizarthu, mientras él daba silenciosamente las gracias a los Poderes por el regalo de un compañero semejante. Se hallaba de pie en la polvorienta calidez azur del llano y alzaba los ojos con reverencia y asombro hacia las alturas, donde las ancestrales torres de as’Toroken meditaban en su oscura majestuosidad, desgastadas pero desafiando a los años y las lluvias. Comenzó a caminar hacia ellas con lentitud, sabiendo a quién encontraría allí, atreviéndose a acudir a su encuentro, en cualquier caso…
… una nieve de metano tan fina como la niebla se deslizaba y culebreaba entre las piedras, nacida de un gimiente viento que le calaba hasta los huesos. Permaneció quieto y aguantó el frío, alzando sus ojos hacia el cielo rojo negruzco y la gran gigante gaseosa rojiza que navegaba por el oscuro resplandor, contemplándola con silenciosa, irracional aprobación. La sala de trabajo y el mundo desaparecieron mientras pulsaba con fuerza el teclado sacando la música del ordenador, hilándola, forzando los circuitos hasta la perfección, retorciéndose él mismo, hasta que finalmente la noche se marchó y volvió a aparecer un día de tres soles y él avanzó tambaleante hacia su percha, con exhausta satisfacción, para colgarse hasta justo antes del concierto. Su padre tendió un tentáculo manual hacia él y su viejo e impasible rostro se contorsionó en un dulce gesto de bienvenida que él nunca había abrigado esperanza de ver, después del largo extrañamiento que había existido entre ambos; sus entrañas sufrieron un espasmo que le llegó al cerebro, y su conciencia se desvaneció de loco júbilo…
… leyó la gráfica una y otra vez, sudó de angustia mientras se preparaba para el caso, y finalmente comenzó la operación, abriendo hasta la profundidad de un antebrazo el frágil cuerpo que libremente había aceptado quedar a meced de sus cuidados. Después de tres días en coma y constante mantenimiento fatigoso —tres días de miedo que le enseñaron cómo sería el infierno si alguna vez se encontraba en él—, su paciente despertó y le dedicó una abierta sonrisa vercingetirixana colmilluda. En cuanto hubo comprobado que su aspecto era normal, se marchó a la habitación contigua y lloró de alivio y alegría…
… su garganta parecía retorcerse en su intento por imitar el caprichoso sonido del nuevo idioma, y su mente giraba en torno a los conceptos, luchando con ellos como si luchara con un ángel… una lucha cuyo objetivo no era ganar sino perder en favor del otro: entregarse a la mentalidad alternativa y pensar en la lengua del otro, y por centésima vez convertirse en algo más de lo que era antes de la rendición. Sin previo aviso, tras días de lucha y esfuerzo, en medio de una plácida mañana ante su escritorio, el enemigo se alzó dentro de ella, la aferró y la arrojó con pasmosa fuerza contra el fondo de su mente. La cabeza le dio vueltas durante un segundo con terminologías alienígenas… y luego todo fue diferente. Su oficina, eso era lo alienígena, y todos los nombres habían cambiado. También su enemigo cambió; ella miró dentro de sí y en su lugar halló un amante. Profirió un sonoro grito de puro deleite ante su propia derrota, su victoria. Y cuando otros llegaron corriendo para ver qué sucedía, ella comenzó a reír y no pudo parar…
… la belleza del universo físico, la forma en que las cosas encajaban y funcionaban, la feroz energía que encerraba la materia en todas sus formas, cantó dentro de él como un poema hasta que tuvo que apoyarse literalmente en la mampara para no caer. Se sentía mareado, a la vez diminuto y enorme, poderoso e impotente, empequeñecido y ennoblecido por la fuerza y docilidad de las cosas. Y eso tenía que contárselo a quien era el principal responsable de la experiencia. Con una rápida mirada avergonzada en torno de sí para comprobar que nadie lo miraba, extendió un brazo y posó la mano sobre la columna de mezcla de materia/antimateria. Palpitaba de poder, la vida cantaba bajo su transparente piel metálica. «Gracias —dijo, sin saber muy bien a qué o quién estaba dándole las gracias, y sin que le importara—. Gracias». Y supo que ella lo había oído…
… era su trabajo ayudarlos a jugar. No se le ocurría nada mejor que hacer con su vida, porque sabía que cuando se sentían en libertad para jugar, sus almas se manifestaban abiertamente; era entonces, más que en ningún otro momento, cuando se manifestaba con mayor claridad quiénes eran.
Y cuanto más se habituaba uno a permitir que su esencia se manifestara, sin miedo, mayor era la alegría que había en su vida. Y entonces el yo se mostraba todavía más… y el ciclo continuaba, la alegría engendrando alegría, interminablemente. Se reclinó contra la pared, regocijado con el pensamiento de todo lo que su trabajo les permitía ser a quienes lo rodeaban. Entonces, el aumento de materia en el tablero de ajedrez de cuatro dimensiones que había al otro lado de la sala hizo que se apagara con un grito de retroalimentación, y él sonrió y se marchó en busca del destornillador sónico, y de un cepillo y un recogedor para las piezas que se habían fundido…
… era él quien sabía por dónde avanzar a través de la oscuridad. Para él, cada estrella era un punto de referencia. Las conocía a todas por sus nombres; sus espectros le resultaban tan familiares como las flores de un jardín. Ningún mundo le era extraño, y podía hallar el camino de vuelta a casa con los ojos vendados aunque se encontrara a un millar de pársecs de distancia, pues estaba atado con firmeza a aquel gran anillo invisible, la senda de un bello planeta azul que giraba en torno a un pequeño sol amarillo. Las verdes colinas de la Tierra eran su hogar, la seguridad, pero él nunca escogería permanecer a salvo durante mucho tiempo. La oscuridad conocía su nombre, y cuando lo llamaba, él acudía, y hacía lo que más le gustaba: encontrar señalizadores y puntos de referencia, abriendo el camino hacia el infinito para quienes vendrían después…
… la enorme nave era una espada en sus manos, afilada con luz voraz, acorazada de fuego. Él era el defensor alado, caballero y ángel, con la espada en alto para defender las estrellas que tenía bajo su protección. No abrigaba malicia ninguna contra los furiosos poderes que acudían a ponerlo a prueba; preferiría dejarlos que pasaran en paz. Pero los resistiría sin piedad cuando llegaran… y si escogían la muerte en sus manos, era asunto de ellos. Aceptaría la responsabilidad, se afligiría profundamente por los muertos, y volvería a alzar su escudo…
… el conocimiento ardía en su cerebro, dulce y amargo a la vez, como tan a menudo se decía que era la fruta de los dioses. Y siempre había más que saber, y una eternidad de cosas que no sabía y que no conocería jamás. No había nada fútil en esa verdad, más bien había éxtasis; porque él sería consumido por el universo, no lo contrario. Esto último (de haber sido posible) habría sido fútil y amargo de verdad. En su búsqueda de conocimiento, había decidido moverse entre los extraños, los que reían, lloraban y especulaban con un tal abandono. Sus diferencias constituían el júbilo de él, pues no eran más que una capa fina que cubría la similitud fundamental que había entre todos ellos. Había otras alegrías. Aunque la mayor parte de sus conocimientos estaban orientados hacia el exterior, también él era conocido; aunque a veces permanecía en silencio, otros conocían su nombre y no temían recurrir al alma que secretamente era. En particular eran dos: aquel con el cual compartía el secreto deleite de estar bajo el mando, y el que los comandaba. A este último se volvía ahora, dándole gracias con la mente, celebrando la loca osadía nada vulcaniana que los había llevado a todos a este lugar…
Tan conmovido que se había quedado sin habla, Jim entregó su regalo, aquello que le resultaba más dulce. Sentarse en el corazón de cuatrocientas treinta y ocho almas, y ser de verdad su corazón, y su cabeza; ser aquel a quien ellos entregaban su poder… no de modo incuestionable, no, sino tras una profunda consideración, por decisión propia y, a veces (aunque él nunca lo entendía cuando pasaba), por afecto. Comandarlos, estar (por virtud de ese mando) al servicio de ellos. Sufrir los dolores y alegrías de ellos como ellos sufrían los de él. Ser su compañero, deleitarse en lo que hacían todos juntos: explorar, atreverse, aventurarse, trabajar, jugar. No se le ocurría nada mejor en todo el universo para regalar, nada que mereciese más ser recordado cuando él y todas las humanidades y la Galaxia misma fuesen meramente antiguos relatos. Entregó el recuerdo, la sensación de lo que adoraba, a los Otros; y las lágrimas volvieron a bañarle el rostro al darse cuenta de quién era, y de la suerte que tenía de ser quien era.
Luego, abrió los ojos —ante el divertido pensamiento de que Spock diría que la suerte nada tenía que ver con eso—, y miró en torno. Muchas personas estaban haciendo lo mismo. Algunos tenían los ojos fijos en los Otros. Jim desvió la vista hacia ellos también, curioso. ¿El resplandor era de verdad un poco más luminoso? ¿O era una impresión debida a que había tenido los ojos cerrados?
Los Otros les devolvían una mirada de gravedad a los tripulantes de la Enterprise; era posible decir que estaban mirando, aunque Jim no tenía ni idea de cómo. Con lentitud, incluso con humildad, dijeron:
—No sabíamos que fuésemos tan pobres… para ahora ser tan ricos…
—Ha sido un placer para nosotros —respondió Jim, y bajó los ojos hacia K’t’lk—. ¿Ya está? ¿Podemos marchamos ya a casa?
Ella se sacudió, tintineando.
—Aún queda una parte del trabajo por hacer —replicó. Y en su voz volvían a percibirse aquellas raras emociones: pesar, extrañamente emparejado con un entusiasmo demasiado grande para expresarlo con palabras—. Tengo que unir la potencia de los Otros con la potencia del aparato de inversión, para llevar a cabo la ejecución final. De este modo, los Otros no sólo vivirán en este universo, sino que lo alimentarán con su propia energía. Constituye un arreglo apropiado, para un Dios…
—«Unir» su energía… ¿cómo? —preguntó Scotty—. ¿A través de las ecuaciones?
—A través de mí —replicó K’t’lk—. A través de mi mente.
—¡Muchacha, no puede hacer eso! —declaró Scotty, alarmado—. Esa cantidad de energía…
—… desorganizaría cualquier mente, o cuerpo, o incluso cualquier forma parafísica —terminó ella, con calma y compasión—. Sí. ¿Acaso lo ha dudado en algún momento? Usted ha seguido el modo en que iba estableciendo las ecuaciones…
—Sí, pero creí que estaba equivocado…
Ella apartó la mirada durante un momento.
—Así pues, voy a hacer lo que declaré que haría —le dijo a Jim con un tintineo en el que había algo de humor sombrío—; cargar con las consecuencias de mi obra. Capitán, deben realizar sólo saltos cortos para regresar a nuestra Galaxia de origen… no más largos de diez mil años luz por vez mientras se encuentren en el espacio extragaláctico, y no más largos de un millar de años luz cuando se hallen dentro de un radio de diez mil años luz de la frontera arbitraria de la Galaxia. Son los saltos largos como los que realizamos nosotros los que desnaturalizan la integridad estructural del espacio… e incluso los más cortos le afectan un poco. Creo que el efecto no es acumulativo, pero es mejor no averiguarlo. Una vez lleguen a casa, deben hablar con el almirantazgo y asegurarse de que entienden que el motor de inversión no debe usarse nunca más. O al menos no hasta que los hamalki hayan encontrado una manera de producir el mismo resultado sin quebrantar las leyes de nuestro propio universo… ni verse obligados a reescribirlas.
—Me encargaré de que así sea, comandante —replicó Jim—. ¿Qué hay de la brecha abierta entre los dos universos? ¿Y del espacio dañado en los límites de la Pequeña Magallanes?
—Puedo reparar ambos problemas desde aquí —replicó K’t’lk—. No había contado con la energía de los Otros para respaldar la del motor de inversión y la energía innata de la física. Hace que todo resulte más sencillo. —Dirigió los ojos hacia el gran resplandor inmóvil—. Tenemos que movernos con rapidez, señor, antes de que el área dañada sea demasiado grande para repararla. Yo misma me encargaré de su próximo tránsito. Ustedes y la Enterprise se encontrarán cerca de la parte dañada de la Pequeña Magallanes, con el fin de que puedan comprobar la reparación antes de continuar camino…
—¿Qué es este asunto de «ustedes y la Enterprise»? —preguntó Scotty, con voz más queda. El tono decía que lo sabía… y que deseaba desesperadamente que le dijesen que estaba equivocado.
K’t’lk se volvió hacia el ingeniero, y lo miró fijamente durante un momento… luego avanzó hasta él y se reclinó contra sus piernas.
—Mt’gm’ry —dijo, con gran dulzura—, voy a echarlo de menos. Es usted lo más parecido a un hamalki con dos patas que haya visto nunca, ¿lo sabía? Incluso en eso de hacerse el torpe con respecto a nuestra física para mantener cerca a la profesora. —Scotty comenzó a decir algo; ella le dedicó una discordancia afectuosa, un «shhh»—. Soy la principal responsable de la existencia del motor de inversión —dijo K’t’lk—. Así que, como de costumbre, el Tao se encarga de que sea yo quien pague el daño causado por el motor; y puesto que el daño causado afecta vidas, ésa es la moneda que tengo que pagar. Está todo en las ecuaciones, querido mío. Usted lo vio venir.
—Usted mencionó la posibilidad —dijo Jim, que tuvo que realizar un esfuerzo para mantener la voz firme— de que tal vez fracasara.
—Esa posibilidad existe —replicó K’t’lk con voz igualmente firme.
—¿Quiere decir que podría fracasar en el cierre de la brecha? —quiso saber McCoy.
—¡No! Ésa ha sido siempre mi principal prioridad, L’n’rd. Con independencia de lo que suceda, nuestro universo estará a salvo.
—Pero podría fracasar en… la fundación de este universo…
—Podría.
—Si eso sucediese… entonces es de suponer que el anterior estado de cosas volvería a asentarse —dijo Jim—. La condición del ser sin sucesos, sin existencia…
—Estasis eterno —asintió K’t’lk—. Tan absoluto que no llegaría nunca a saber que he fracasado. Ni tampoco sabré nunca nada más. Lo mismo les sucederá a los Otros. —Entonces se echó a reír—. ¡Pero, capitán, no sea necio! ¿Yo? ¿Fracasar?
La risa no era ningún intento de ocultar su ansiedad. Era genuina. Jim sacudió la cabeza, sonriendo tras su congoja, y volvió a echar una rodilla en tierra. Ella se le acercó, tendió una delicada garra de vidrio y la posó en la mano que él le tendía.
—T’l —dijo Kirk—, ha sido un placer servir con usted. Con independencia de lo que suceda, la recordaré… particularmente en mi camarote.
—Y yo a usted, J’m —replicó ella, con un alborozo en sordina, dulce—. Allí, y en todas partes.
K’t’lk se volvió hacia Scotty una vez más. Él hincó una rodilla, y se encorvó un poco hacia delante como un hombre presa de gran dolor. En silencio, ella se le acercó, e hizo algo que Jim jamás le había visto hacer antes: se alzó sobre seis patas, y con las otras seis más o menos trepó al regazo de Scotty y lo abrazó. Él la rodeó con los brazos, evitando las púas.
—Qué gran constructor eres —dijo. Y pasado un momento, inclinó un racimo de ojos hacia él y añadió—: Será mejor que repases ese conjunto de relaciones unas cuantas veces más: el grupo de entropía-extropía-antropía. Creo que cabe la posibilidad de que aún no comprendas algunas de las implicaciones más complejas.
—Sí —replicó Scotty—. Muchacha…
—Ve con Dios, Sc’tt’y —lo atajó ella, y bajó del regazo de él—. Te veré más tarde.
—Mehe nakkhet ur-seveh, K’t’lk —le dijo Spock desde donde estaba, junto a Jim. Ella alzó la mirada y con dos patas hizo una vez más el gesto circular que había hecho el día en que la conocieron: partes-que-era-una, que se separaban, y volvían a convertirse en una.
—Lo mismo le deseo, Spock —replicó—. En mi situación presente, con independencia de cómo salgan las cosas, difícilmente podría evitar la primera parte, al menos.
Se volvió entonces a la tripulación de la Enterprise en conjunto.
—Fíjense los unos en los otros, compañeros —les aconsejó—. Lo que ven… es lo que son de verdad. Puede que pase algún tiempo antes de que vuelvan a verse los unos a los otros de este modo.
Y se alejó de ellos, caminando hacia el resplandor… convirtiéndose en una silueta menguante y rutilante, un juguete de relojería que campanilleaba con aire ausente, como una abstracta caja de música… hasta que el resplandor la absorbió por completo y desapareció.
Jim recorrió con los ojos al grupo de mando que lo rodeaba, a toda la tripulación de la Enterprise, bañada en la gloria de los Otros y en el propio y violento esplendor de la identidad de cada uno de ellos, y se empapó de esa visión, invadido por la sensación de que ya no podría hacerlo durante mucho más. Muchos de ellos lo miraban con la misma sensación. Otros estaban ocupados en mirarse los unos a los otros —a los viejos amigos, compañeros de batalla, personas a quienes apenas conocían en algunos casos—, intentando grabar el recuerdo de ese resplandor y retenerlo para el momento en que la carne volviera a ser simplemente carne, y los deslumbrantes personajes que los rodeaban volvieran a ser meramente humanos, los habituales conocidos a quienes oían refunfuñar por la comida o que les debían dinero.
—No es probable que podamos recordar mucho de lo que vemos de los demás aquí, capitán —comentó Spock en voz baja, junto a Jim—. La capacidad que tenemos de percibir las cosas con tanta claridad se debe sobre todo al suave gradiente de la entropía. Probablemente retendremos unas pocas imágenes vividas, y recordaremos el resto de lo sucedido de modo más general. Pero la experiencia en sí, su intensidad… —Sacudió la cabeza—. En un universo donde el tiempo pasa, y donde el paso de la energía a través de un sistema lo desgasta… puede que el espíritu esté dispuesto, pero la carne será demasiado débil.
Jim desplazó los ojos a su alrededor, mirando a Spock, a McCoy, a Scotty y al resto de la vieja tripulación del puente, y vio en ellos un magnífico surtido de grandes deseos, nobles anhelos y virtudes, generosamente mezclados con defectos morales; pero los defectos no deslucían las virtudes. Las exaltaban.
—Ha sido agradable —les dijo Jim a Spock y los demás—, no ver a los demás a través de un cristal distorsionador, aunque haya sido sólo por un rato.
Ellos asintieron con la cabeza. Y la música volvió a comenzar, así que todos se volvieron hacia el resplandor de los Otros, de donde procedía. Jim se preguntó cómo era posible que el canto que K’t’lk había entonado antes le hubiera parecido semejante obra maestra. Comparado con este radiante entretejido de armónicos, parecía simplista. Luego las comparaciones se convirtieron en un imposible porque, a la voz de cristal que tintineaba las líneas melódicas, se unieron otras; primero fueron apenas unas pocas, luego más y más hasta diez, cincuenta, un centenar, trescientas. Las voces no cantaban palabras, sino que se fundían en melodías que formaban figuras fantásticas de complejidad inimaginable, dentro de precipitadas masas de acordes suspendidos en la línea que separaba la disonancia de la armonía; y las voces eran de todo tipo: ieléridas, andorianas, mizarthues, tellaritas, terrícolas, vulcanianas, diphdanis. Amortecían, pero no podían ocultar, el solo de la voz hamalki que conducía la progresión ascendente. Más y más voces se sumaron al coro, hasta que no pudo oírse nada más que la gran unidad de sonido, tejiéndose y destejiéndose en un éxtasis de terror, maravilla, expectación y construcción, siempre construcción…
La luz se tornó más brillante. Jim entrecerró los ojos para protegérselos a medida que aumentaba, no sólo en intensidad sino también en tamaño… tendiéndose hacia él y su tripulación, pasando sobre ellos como un torrente. Se cubrió los ojos; no le sirvió de nada. El resplandor era demasiado cegador, y penetraba hasta su interior del mismo modo que lo hacía el sonido, hasta que la blancura colmó el mundo y él sintió, de modo confuso, que caía pesadamente de rodillas, rendido. Jim no tenía ni idea de lo que estaba haciendo el resto de su tripulación; todo cuanto podía oír era el creciente coro a medida que se sumaban a él una multitud tras otra, entretejiéndose en torno a la voz solitaria y tintineante que les mostraba el camino en interminables ascensos crecientes de canto. «Muy propio de ella —pensó Jim, mientras aún podía pensar—. Morir como un cisne, en la música…» Si era eso lo que K’t’lk estaba haciendo. El sonido no parecía de muerte. Ascendía más y más, en timbre y en energía, hasta que pareció que la población de todo un universo no podría haber producido un sonido semejante; hasta que los acordes, a pesar de todo su peso y tamaño tremendos, se clavaron en el cerebro tan penetrantemente como espadas. Una voz, innumerables voces, uniéndose cada vez más; acordes que llegaban a una resolución, se estrechaban, en una sola nota insoportable que habría partido el corazón más duro, hizo añicos las paredes de los mundos. Un número infinito de voces que se forjaban y eran forjadas en un unísono terrible, extático contra el que nada podía resistir. Una voz, hablando, cantando, gritando una nota, una palabra…
El tiempo y el espacio oyeron la palabra, y la obedecieron… estallando hacia fuera, hacia dentro. La luz cegadora se lo tragó todo cuando la Vida se dividió en fragmentos que eran vidas. E instantáneamente, cuando lo hubo hecho, cayó la oscuridad. O aumentó, más bien; naciendo del corazón de la ardiente blancura no mitigada, y con una velocidad loca, alegre, corrió al exterior en todas direcciones, hasta los confines del nuevo universo. Y la oscuridad no fue total; la luz permaneció, transformada. Galaxias recién creadas y resplandecientes de estrellas jóvenes se alejaban rápidamente con la oscuridad, a lo largo de la superficie de onda del Big Bang nacido apenas segundos antes. Sólo ese atisbo tuvo Jim antes de que algo lo arrastrara hacia atrás, con rudeza…
… hasta caer en su asiento de mando en el puente de una nave estelar que flotaba serenamente en el espacio, en los confines de la Pequeña Nube de Magallanes, a la que no le sucedía absolutamente nada anómalo.
—Puede que hayamos hecho estallar un par de estrellas por el camino —dijo la voz queda de McCoy desde detrás de él—, ¡pero tan seguro como que hay infierno que las hemos reemplazado!
—Informen —le ordenó Jim al aire, con la esperanza de que alguien fuera capaz de hacerlo.
Fue Spock quien descendió hasta detenerse junto al asiento de Kirk, tal y como el capitán había pensado que sucedería.
—La grieta entre los dos universos está sellada, capitán —dijo—. Y como puede ver usted en la pantalla, este lugar vuelve a estar tranquilo.
—¿Efectos en los planetas? ¿En la gente?
—No son especies con las que estemos familiarizados, y por tanto resulta difícil decirlo con certeza —replicó Spock—. Pero hay un ochenta por ciento de probabilidades de que K’t’lk invocara alguna especie de bucle temporal cerrado para reparar el daño causado aquí. El espectro de ninguna de las estrellas que vimos convertirse en nova presenta el más ligero signo de irregularidad. Y los planetas no muestran cambios físicos.
McCoy estaba de pie junto al asiento de Jim, con una expresión de sobrio asombro en el rostro.
—¿Bones? —inquirió el capitán.
—Se ha informado de que todos los tripulantes se encuentran a bordo —respondió el médico—, excepto una. Aunque estaba con Scotty…
Jim pulsó el interruptor de su asiento.
—Ingeniería, señor Scott…
—Aquí Ingeniería —contestó alguien que no era Scotty—. Un momento, señor. —Se produjo una larga pausa.
—Scotty…
—No, señor —respondió ahora el interpelado, con una voz cargada de congoja y control—. Ella no está aquí.
—Recibido —dijo Jim—. Scotty, lo siento.
—Sí, señor. Scott fuera.
Jim volvió a pulsar el botón, mientras sacudía tristemente la cabeza. Casi había llegado a creer que iba a conseguirlo, que iba a sacar un conejo de la chistera… «Maldición».
—Registre su deceso, Spock —dijo—. Haga una observación respecto a que dio su vida por la preservación de dos universos… y por el nacimiento de uno.
—Sí, señor.
Jim alzó los ojos hacia McCoy.
—Bones —dijo, en voz baja para que sólo su amigo lo oyera—. Quería preguntarle una cosa… —Calló por un momento y luego prosiguió—. Resulta extraño tener que formular preguntas y aguardar las respuestas… no saber lo que las demás personas están pensando y sintiendo, con sólo querer saberlo. Me siento como si de algún modo me hubiese quedado sordo… como si tuviera la cabeza metida dentro de un saco…
—Puede estarle agradecido a ese saco, Jim —replicó McCoy—. El lugar en el que estamos ahora no es el lugar en que estábamos, donde las «zonas oscuras» de las personas se veían casi reducidas a la nada. Una suerte para nosotros, considerando la sensibilidad que poseíamos. En este lado, a veces he deseado no saber lo que otras personas pensaban… incluso en la limitada medida en que soy capaz de saberlo. ¿Qué pregunta quería hacerme?
—Bueno… cuando les estaba cantando la caña a los Otros… lo único que no mencionó, y podía haberlo hecho, fue que si nos destruían a nosotros, muy pronto se verían destruidos a causa de la adición de grandes cantidades de entropía a su propio espacio.
—Lo sé.
—¿Por qué no lo dijo?
—Porque si ellos eran realmente un Dios —replicó Bones con voz muy queda—, reaccionarían ante nuestro dolor como ante el suyo propio. Quería ver si había en ellos tanta divinidad… o lo que las humanidades tienen por divinidad… como para eso.
—¿Y si no la hubieran tenido?
—Entonces —replicó McCoy—, habríamos muerto todos… y también ellos. Y habría sido buena cosa. ¿Qué hay peor que dejar suelto por un universo un Dios que no sea piadoso?
Jim pensó en eso durante unos momentos, y entonces se dio cuenta de que tendría que llevarse esa pregunta, junto con otras varias, a la cubierta de observación.
—Otra cosa —dijo—. Esa última palabra que oí…
Bones alzó las cejas.
—Yo oí palabras. En plural. «Que se haga la oscuridad».
Ahora fue Jim quien alzó las cejas al oír eso, pero no dijo nada.
—La noche no va a ser atemorizadora, en ese universo —comentó McCoy, reflexivo—. Y K’t’lk siempre tuvo sentido del humor… Sería agradable ir allí, algún día, y ver qué tipo de jardines los ha convencido de que planten.
Jim fijó los ojos en las estrellas, mientras asentía.
—Apuesto a que en ellos no habrá serpientes —añadió Bones.
—No —concedió Jim—. En cambio, arañas sí…
No realizaron el salto de inmediato. Había bastantes razones para no hacerlo: instrumentos que debían ser recalibrados, datos que ordenar; no sucedía todos los días que una nave estelar se encontrara presente en el nacimiento de un universo. Los sistemas de la nave necesitaban tiempo para recargarse en previsión del gran salto que los llevaría de vuelta al espacio de origen. Pero la Enterprise flotaba tranquilamente en el espacio, principalmente porque su capitán tenía algo que hacer allí todavía.
Hizo que el servicio en memoria de K’t’lk se celebrara en la cubierta de Recreación. Harb Tanzer decoró la sala igual que lo había hecho para la reunión informativa en la cual K’t’lk habló por primera vez a la tripulación. Pero esta vez nadie se encaramó sobre el pedestal. Permaneció vacío, y a excepción del foco que había sobre él, la única iluminación que había en la sala era la que entraba por los grandes ventanales, la luz de la Pequeña Nube de Magallanes, que tenían gracias a los esfuerzos de ella, un suave y plácido resplandor azulado que bañaba sus rostros. Era como estar en una catedral: todo estaba en penumbra, silencioso y cargado de emoción.
Jim permanecía a un lado y al frente, con el resto de los mandos de la nave, y echaba de menos a K’t’lk.
Incluso con el «saco» sobre la cabeza, podía darse cuenta de que no era el único que experimentaba ese sentimiento. La tripulación en su totalidad estaba tan silenciosa como los jefes de sección; y Scotty había pasado las últimas horas en un mutismo y una desolación que en ningún momento se había alejado mucho de las lágrimas. Incluso Spock se había sentido lo bastante conmovido como para acudir a Jim y solicitar el honor de dirigir el servicio. Sorprendido, Jim le concedió lo que solicitaba… no sin preguntarle en voz baja a McCoy cómo conmemorarían la muerte los vulcanianos.
—Probablemente leen extractos del último artículo redactado por el fallecido —murmuró Bones.
Spock, que trabajaba en su puesto, no tuvo necesidad de girarse; tampoco la tuvo ninguno de ellos dos. Ambos pudieron sentir, desde la mitad del puente, cómo se alzaba una de sus cejas.
Spock hizo uso de los privilegios del mando y escogió la música y el servicio que se emplearían. De pie en el estrado, vestido con el traje blanco vulcaniano de mando, las manos cogidas a la espalda, contempló a los miembros de dos turnos de la tripulación —todos ataviados con su ropa de gala, el bárbaro esplendor de muchos mundos—, y dejó que las notas tristes y dulces del final de Ein Heldenleben se perdieran en el silencio. Por encima de los acordes que se entretejían, quedos, comenzó, para sorpresa de Jim, no con el habitual servicio general de la Flota —cosa que solía hacerse cuando la persona fallecida no había especificado uno concreto en su testamento—, sino con el terrícola. Una punzada de dolor atravesó a Jim cuando comprendió el proceso mental de Spock: que los vivos necesitaban más el consuelo que los muertos el honor. Hacía ya tiempo que K’t’lk había conseguido el honor, y ahora ya no le importaba.
—… Nosotros somos los que visitamos el Tiempo, pero pertenecemos a la Eternidad; y a cada uno de nosotros le llega el momento de concluir la visita. Para uno de esta compañía, nuestra querida hermana K’t’lk, la hora de esa partida se ha cumplido ya, y nos hemos reunido aquí para despedimos de ella. En su vivir y en su morir, ha conquistado tanto la vida como la muerte; y su naturaleza mortal se ha revestido de inmortalidad, haciendo realidad las ancestrales palabras: «Oh, muerte, ¿dónde está tu aguijón? Oh, tumba, ¿dónde está tu victoria?».
El ronco sollozo que rompió el silencio fue el de Scotty. Jim no lo miró; sus propios ojos le escocían ya bastante, y se concentró en mantenerse firme. Spock continuó con majestuosas, mesuradas pausas, y Jim se maravilló de lo serena que podía ser aquella voz y revelar al mismo tiempo, al menos para él, la profunda congoja del vulcaniano…
—… por lo tanto, viendo que nuestra hermana K’t’lk se ha hecho cargo del universo, encomendamos su espíritu a la noche, y a las estrellas de las que llegó… —y Jim tragó con dificultad porque aquellas palabras no podían ser más ciertas—, sabiendo que al hacerlo así la noche no carecerá nunca de luz estelar, ni nuestras vidas del recuerdo de nuestra querida hermana, hasta el final de los tiempos…
Tal era la quietud que reinaba en la sala que parecía que no respiraban siquiera.
—Honores —dijo Spock con voz queda. Uhura, a un lado, tocó una consola. La nave arrió sus banderas, desactivó todos los escudos excepto el del casco, apagando incluso las luces de navegación. Sulu se acercó a la consola y le habló en voz baja. Al otro lado de las ventanas, el espacio intergaláctico se encendió brevemente con las salvas de los cañones fásicos: los tres disparos que evitan que los malos espíritus entren en las almas acongojadas que asisten al funeral de un camarada de armas, cuando las puertas del corazón de los hombres están abiertas. A continuación, Harb le habló a la consola, y Moira cantó el toque de silencio con una voz humana terrícola, dulce y sin palabras. A cargo de Sulu quedó la despedida de flauta bo’sun, y de uno en uno y dos en dos los tripulantes se marcharon, y toda música concluyó. Excepto dentro de las mentes de muchos tripulantes, donde una música que habían oído en un universo cerrado para siempre jamás quedaría del todo en silencio…