Jim se agachó y posó una rodilla junto a K’t’lk, para evitar que la conversación que presentía inminente le provocara un dolor de cuello literal.
—Puede hacerlo, ¿no es cierto?
—Si se refiere a si puedo proporcionarle a este espacio una entropía propia —respondió K’t’lk—, creo que sí. Ya he roto las suficientes leyes en nuestro universo; ciertamente debería ser capaz de establecerlas en éste. Es mucho más sencillo…
La mayor parte de los mandos de la Enterprise se encontraban reunidos en torno a Jim, Spock y K’t’lk, y alrededor de éstos se hallaba el resto de la tripulación de la nave. Ante las palabras de K’t’lk, un murmullo pasmado, maravillado de palabras y pensamientos recorrió el grupo, y McCoy se inclinó sobre Jim.
—Capitán, ¿no está volviéndose esto un poco peligroso? —inquirió—. Primero les enseñamos conciencia a los Otros. Ahora está usted sugiriendo que también dejemos a la entropía suelta por aquí. ¿No sería para ellos tan fatal como la anentropía lo es para nosotros, sin protección? ¡E incluso en caso de que no lo sea, piense en lo que está haciendo! ¡Se deja en libertad a la entropía, y como resultado de eso comienza el tiempo! ¡Eche el tiempo a correr, y habrá hecho el noventa y nueve por ciento del trabajo de creación de un universo! Ellos —hizo un ademán en dirección al resplandor—, podrían llegar un día a jugar a ser Dios, pero ¡¿qué le hace pensar que nosotros estamos preparados para hacer lo mismo?!
—¡Oh, L’n’rd! —contestó K’t’lk con una discordancia fastidiada—. ¡Éste no es momento para éticas de parvulario! ¿Qué cree usted que está haciendo cada vez que salva una vida? Además… si es verdad lo que dicen, que Dios nos creó a nosotros a su imagen y semejanza, ¿cómo podríamos no amar el acto de creación… y cómo podría ser un error que lo hiciéramos, tan cuidadosa y éticamente como podamos, en cualquier escala de la que seamos capaces?
—¡Pero, K’t’lk, la creación podría no ser todo lo maravillosa que se dice, ni siquiera para los dioses! ¡Fíjese en el estado en que está nuestro universo!
—¡L’n’rd, créame, ya he reparado en que hay grandes partes de él que no funcionan demasiado bien! ¡Es suficiente como para hacer que incluso Dios refrene sus manos después de un primer intento semejante! Y, volviendo a lo de antes, si estamos hechos según la imagen de un Dios como ése, no es de extrañar que seamos cautelosos ante la posibilidad de «jugar a ser Dios» nosotros mismos; ¡gato escaldado del agua fría huye! Pero el universo continúa creciendo y cambiando cada día; resulta evidente que los dioses no han renunciado al acto de crear. ¡¿Debemos hacerlo nosotros?!
—Pero hacerlo en esta escala… con un ser viviente a merced de lo que creamos…
—Le aseguro —lo interrumpió K’t’lk— que si yo tengo que insertar la entropía en este universo, después de diseñar nuevas leyes para él… cosa que tendré que hacer para que, como ha señalado usted, la entropía ya no sea fatal para los Otros… seré de lo más cuidadosa. ¿Cómo podría no serlo cuando, al fin y al cabo, estoy hecha a imagen de Aquel que salió escaldado? Pero la alternativa es clara: negarse a crear, y negarse a crecer; o construir, con cuidado y amor.
Volvió a mirar a Jim.
—Capitán, yo prefiero crear. Creo que el señor Sp’ck está en lo cierto; existe una razón para que nos hallemos aquí. Y aunque no tengo ninguna prueba para demostrarlo, tal vez la clave debamos buscarla en sus propias palabras: tal vez el proceso de evolución de los Otros en este espacio estuviese de algún modo detenido, y sin nuestra intervención jamás habrían podido «salir del cascarón» y transformarse en un Dios. —Se encogió de hombros, tintineando—. Es una corazonada, nada más. En cualquier caso, no parece en absoluto un accidente que yo me encuentre en esta misión. La pregunta es: ¿qué es exactamente lo que se espera que haga? ¿Cuáles son sus órdenes, capitán?
Jim realizó una larga inspiración y exhaló el aire mientras miraba a los tripulantes que tenía a su alrededor.
—Dado que no veo una alternativa mejor… —dijo, e hizo una pausa para darles a los demás la oportunidad de intervenir si lo creían necesario. Nadie lo hizo.
Jim bajó los ojos hacia K’t’lk.
—Adelante, entonces. Fúndenos un universo.
K’t’lk se estremeció toda ella, tintineando.
—Muy bien, señor. Sin embargo, todavía tenemos un par de problemas que debemos solucionar. Para empezar, el de la energía. Éste es, en apariencia, uno de los universos «extrópicos», los estériles. He dicho que creo que puedo proporcionarle entropía a este espacio, y un conjunto de leyes naturales que puedan generarse a sí mismas… e impulsar a este universo un poco más hacia la antropía. Pero para hacerlo debo adelantarme en el tiempo en este universo donde el tiempo no existe, para poder ver mi solución y ponerla en práctica…
—Ha estado otra vez dándole al grafito, muchacha —comentó Scotty con suavidad.
—No, Mt’gm’ry. Ya se lo he dicho, la causa no siempre precede al efecto. Es como repartir las cartas de una baraja marcada, si eso le ayuda a entenderlo. En cualquier caso, no estoy segura de poder hacer esas dos cosas y cerrar, además la grieta abierta entre nuestros dos universos… lo cual ya iba a requerir casi toda la energía generada por el aparato de inversión. Sólo el intento en sí demostrará si puedo conseguirlo. —Por un momento, a Jim le pareció que K’t’lk contemplaba a Scotty con dulce pesar mientras hablaba. La miró más de cerca, pero ella se sacudió y continuó, otra vez con su tono habitual—. El otro problema es que los Otros…
Se volvió ligeramente e inclinó un racimo de ojos hacia el silencioso y cercano resplandor.
—No debería hablar de Vosotros como si no estuvierais aquí —dijo—. No tenéis ninguna experiencia del tiempo excepto la que habéis extraído de D’Hennish, Uhura y Spock. Si yo os doy entropía, el tiempo comenzará aquí de verdad. Sin embargo, si tuvierais tiempo… ¿qué haríais con él?
Al principio no hubo respuesta… luego una gran sensación de confusión y desamparo.
—No lo sabemos —respondieron los Otros—. Juzga tú. Aceptaremos tu palabra.
—Oh, fantástico —dijo McCoy.
K’t’lk se volvió a mirar a Jim, con los fuegos de sus ojos convertidos en remolinos azules y ardientes.
—Bueno, J’m —dijo en voz baja para que sólo él la oyera—, he oído con frecuencia que nuestro mundo parece haber sido diseñado en comité. Al parecer, ahora tenemos la oportunidad de hacer lo mismo… porque ésta no es una obra arquitectónica que me atreva a diseñar yo sola.
—Estoy de acuerdo —replicó Jim, también con voz queda—. Pero también podría ser nuestra oportunidad para crear aquello con lo que la gente sueña. El mejor de todos los mundos posibles…
—Capitán —intervino Spock, erguido por encima de ellos—. También a mí me gustaría eso más que nada. Y aliento la deliberación cuidadosa. Pero aunque a nosotros nos parezca que aquí disponemos de una eternidad, el tiempo está pasando fuera de esta zona, y el área de anentropía se cierra cada vez más sobre nuestro propio universo. Debemos actuar con rapidez.
Jim asintió con la cabeza.
—Estoy de acuerdo. —Se incorporó—. Compañeros —les dijo al grupo de mando y a los demás tripulantes de la Enterprise que lo rodeaban—, tenemos que encontrar algo que los Otros puedan hacer, una manera de que pasen el tiempo que van a tener… —bajó los ojos hacia K’t’lk.
—Poco menos que una eternidad —aclaró ella, aunque había risa en su campanilleo, como si estuviera contando un chiste—. Es lo máximo que puedo lograr.
—Bien, sugerencias, entonces… sin olvidar que los Otros van a tener que permanecer con nuestra solución durante todo ese tiempo. ¿Qué camino deberíamos tomar?
Jim esperaba verse ensordecido por un coro de voces y unión de pensamientos. No sucedió así. Se oyeron algunos murmullos quedos y, finalmente, el jefe de Seguridad, el señor Matlock, dijo con tono muy serio:
—Capitán, algunos de nosotros nos sentimos… un poco fuera de nuestro elemento. ¿Qué tipo de proyecto de estructuración temporal puede un mortal recomendarle sin riesgos a un dios?
—Tiene algo de razón, señor —concedió Uhura—. Las especies de larga vida que hemos conocido hablan a menudo del terrible aburrimiento de su existencia. Lo intentan todo para distraerse… y antes o después sencillamente pierden el interés. Se ven arrastrados a toda clase de excesos para divertirse. La crueldad, la tiranía…
—O a un nivel más elevado de evolución —intervino Spock.
—Eso es muy cierto, señor Spock —replicó Scotty—. ¿Pero qué se le ocurre a usted que sea más elevado que esto? —Blandió una mano hacia los Otros, y Jim negó con la cabeza. Todavía podía sentirse cómo el poder de los Otros aumentaba más y más. Omnipotencia, omnisciencia… Tal vez no las poseyeran ahora, pero pronto las tendrían. Quedaba, no obstante, el hecho de que aún no sabían qué hacer con esos atributos, y que en un espacio vacío ninguno de los dos servía de mucho.
—Capitán… —Era Harb Tanzer—. Tal vez la palabra «elevado» no sea la correcta. Y en cualquier caso no nos atrevemos a experimentar con estos seres, a sugerirles algo que no sabemos con seguridad que pueda funcionar; como usted dice, permanecerán encerrados con nuestra decisión durante muchísimo tiempo. ¿Qué le parece algo sencillo, donde ellos puedan descubrir sus propias capacidades, elevarlas a cualquier altura de la que sean capaces?
—Especifique.
—Un juego, señor.
—Harb —dijo McCoy—, dejando a un lado mi primera reacción ante la idea de que un dios se pase la eternidad entretenido en juegos… ¿qué juego es lo bastante entretenido como para mantener el interés durante casi una eternidad?
—El que estamos jugando nosotros, Len —replicó Harb con voz queda y una sonrisa sobria—. El juego de vivir en un cuerpo. E inventar problemas: el bien y el mal, el terror y el júbilo, la vida y la muerte…
—Harb, muchacho —protestó Scotty—, ¡¡la vida no es ningún juego para mí!!
—Eso es exactamente lo que parece —replicó el señor Tanzer— cuando uno ha olvidado que está jugando. —Harb volvió a mirar a Jim—. Señor, ¿qué pasatiempo más grandioso podemos recomendarles a los Otros que no sea la vida misma? Se les deja una salida, por supuesto… un límite para que el objeto del juego, el cuerpo, expire. La entropía se encargará de que así sea, en cualquier caso. Así que al final de cada ronda los jugadores podrán recordar que se trata de un juego; pararse a contar las fichas, continuar con la ronda siguiente… o cambiar de personajes y jugar otra vez.
—¿Cuál sería el objetivo del juego? —inquirió Uhura.
—¿Para cada persona específica? Como principiantes, tendrían que descubrir qué es cada uno de ellos. Una vez conseguido eso… y visto cuántos son capaces de descubrir cuál es su finalidad durante el período en el que están vivos, hay una forma más avanzada del juego: descubrir cuál es el objetivo del juego…
—Pero entre una «ronda» y otra —lo interrumpió Uhura—, lo sabrán.
—Desde luego. Pero mientras el juego esté en proceso, mientras un fragmento en particular de los Otros se encuentre habitando un cuerpo, no habrá recuerdo, o sólo indicios, de que realmente es un juego. Eso ofrece la posibilidad de jugarlo «por siempre». El valor de las cosas que importan porque son esencialmente transitorias, como el amor, el éxito, el júbilo, se mantiene. Incluso el dolor y la pérdida se ven despojados de su calidad hiriente, porque son trascendidos al final de la ronda: el jugador ha pasado por ellos y aprendido de ellos.
—O no —lo contradijo McCoy—. ¿Y entonces, qué?
—Si el póquer es el único juego disponible —respondió Harb—, uno aprende a jugar, y a ganar. O a jugar y a perder… y lo hace por el puro placer de jugar. O se sienta y hace de mirón. El jugador es libre de escoger. Len, existe la tendencia a considerar los juegos como algo carente de importancia, algo que no es «serio»; ¡no se deje engañar! La política es un juego, las relaciones personales son juegos, los negocios, la exploración y la aventura son juegos… con reglas y límites de tiempo, y con restricciones para los jugadores. Y dentro de todos ellos hay espacio para experimentar la gloria, la alegría, la derrota y el triunfo… la grandeza, la intimidad, el poder y el júbilo, la tristeza y el amor. Y ésos son sólo los juegos de cuatro dimensiones que practican los seres mortales, dentro de los límites de la vida. ¿Qué podría hacer un Dios, si tuviera la oportunidad?
—¡Sí! —dijeron los Otros en un gran estrépito de pensamiento, ansioso y regocijado—. Vida, lo que tenéis vosotros… el ser, el saber, el conocer otras vidas… el amar, incluso el sufrir… ¡¡lo queremos todo!! Oh, dadnos eso, y enseñadnos a hacer algo más de Nosotros mismos, y no os necesitaremos en absoluto. El tiempo que vemos en la Cantora —se referían a K’t’lk— nos dará posibilidades infinitas. Dadnos ese Juego, y marchad con nuestro amor por siempre. Marchad rápido, para que podamos jugar…
K’t’lk alzó la mirada hacia Jim.
—Señor —dijo—, la aprobación de los Otros está haciendo que este espacio se vuelva muy maleable… aceptará leyes nuevas incluso con mayor prontitud de lo que yo había esperado. Es muy posible que disponga de la energía suficiente para hacerlo todo. Piénselo una vez más… y luego dé la orden.
Jim lo pensó, mientras a su alrededor los tripulantes lo miraban con temor, emoción y reverencia, y el aire palpitaba de expectación. Recorrió con la mirada a su grupo de mando. Uhura mantenía una expresión desapasionada y se guardaba sus emociones para sí. McCoy estaba dubitativo, como siempre, pero en él había un reprimido entusiasmo, al igual que en Chekov y en Sulu. Scotty aún tenía una mano posada sobre la cresta dorsal de K’t’lk, y los ojos fijos en Jim, y esperaba, preparado para seguir a su capitán. Spock no movía siquiera una ceja, pero Jim captó con total claridad el pensamiento de su mente: «Es lógico, Jim. Aunque la lógica no lo es todo. Haga lo que crea mejor».
—Hágalo —le dijo Jim a K’t’lk—. Y si puede… dese prisa.
—Y también, si podéis… —eran los Otros, cuyo pensamiento tenía ahora un tono amable, incluso un poco tímido, después de su violencia anterior—. No querríamos olvidaros. ¿Dejaréis algo de vosotros mismos al marchar? ¿Algo por lo que podamos recordaros? Al fin y al cabo, habéis estado jugando a este juego durante más tiempo que nosotros. Os agradeceríamos algunos de vuestros triunfos, de vuestras… ganancias… para estudiarlos entre rondas. Y aunque por vuestras mentes vemos que Nosotros seremos madre, padre, señor de este universo… vosotros continuáis siendo nuestras madres y padres, en un sentido. Y los únicos Otros que Nosotros hayamos conocido jamás. Dejadnos algo de Vosotros mismos…
—Si usted y la tripulación lo desean, capitán —dijo K’t’lk—, puedo tejer los recuerdos que escojan dentro mismo del tejido de este universo, junto con las leyes naturales, de modo que los Otros no corran peligro ninguno de perderlos. Constituirán una especie de «preconsciente colectivo».
—Hágalo, comandante —replicó Jim—. Pero, una cosa…
—Señor.
—Usted ha dicho… «casi una eternidad». Supuestamente, nuestro «juego», el de nuestro universo, sólo durará unos cien trillones de años, poco más o menos, antes de que la entropía reduzca a cenizas la última estrella. De algún modo, no parece mucho tiempo para un Dios…
—Buena observación, capitán, pero no se preocupe. Al fin y al cabo, ¿quién ha dicho que la entropía sea una constante? Les proporcionaré un universo duradero, no tenga miedo. Los Otros recordarán a la Enterprise cuando las galaxias ya sean historia…
—Y cuando hayan adquirido toda esa experiencia en el gobierno de un universo —añadió Harb—, puede que entonces estén preparados para realizar algunas modificaciones en el diseño básico.
—Comenzaré, entonces —dijo K’t’lk.
—Kit —dijo otra voz, y McCoy echó una rodilla en tierra al lado de ella, con expresión preocupada—. Una cosa. ¿Cuando escriba las ecuaciones… tiene que darles también la muerte a los Otros?
El halo que rodeaba al médico estaba amortecido. Lo mismo sucedió con el brillo de los ojos de K’t’lk: su azul, durante un momento, fue más propio de un crepúsculo que de un mediodía.
—L’n’rd —respondió con notas sombrías—, usted mismo lo ha dicho. Lo que los Otros necesitan es tiempo. Eso no pueden tenerlo sin tener también la entropía. Y la muerte llegará inevitablemente con ella… el agotamiento, el colapso…
—Usted es una física creativa… ¿no podría hallar una forma de excluir esa parte? —preguntó McCoy. Había melancolía en su persistencia, como si supiese que era inútil pero no pudiera soportar darse por vencido—. ¿Dejar que el tiempo corra… pero que la vida no se resienta?
K’t’lk lo miró en silencio durante un momento.
—Podría escribir eso en las ecuaciones —declaró por fin—. Podría escribirlo en las que rigen el universo de usted. Pero no estoy segura de cuál sería el resultado… y sería un desatino o una locura poner en práctica semejante opción sin al menos probarla primero. Aquí no tendremos ninguna oportunidad para hacer pruebas, L’n’rd. Una vez que pronuncie la última Palabra, la declaración final que ejecuta las ecuaciones que le preceden, este universo se convertirá en inalterable, sólo será susceptible de experimentar los cambios que yo le haya implantado. No me atrevo a dejar las ecuaciones de «cambio» lo bastante abiertas como para permitir alteraciones fáciles; las leyes naturales podrían comenzar a deshacerse, y el resultado sería coma el caos que vimos en los límites de la Pequeña Magallanes. Ni tampoco me atrevo a experimentar con los Otros y arriesgarme a dejarlos atrapados en alguna paradoja accidental del tiempo o en un bucle de causalidad hiperespacial de los que jamás puedan ser liberados.
McCoy callaba, no se movió.
—Doctor —dijo Spock con voz dulce—, usted no es muy aficionado a las leyendas, pero esta fábula creo que la conoce. ¿Cómo murió Esculapio?
El rostro de Leonard asumió una expresión desolada.
—Era un sanador tan fantástico —dijo—, que finalmente alguien le ofreció unos honorarios enormes para que resucitara a un hombre muerto. Lo hizo. Los dioses de la muerte se pusieron celosos. Lo hicieron fulminar por un rayo.
Spock miró fijamente a McCoy, y no dijo nada.
Entonces, la esperanza relumbró en la cara de McCoy, y la luz que lo rodeaba se agitó.
—Y —continuó con tono triunfante, al recordar el resto—, después los dioses lo lamentaron… y convirtieron en dioses tanto a Esculapio como al hombre al que había resucitado.
—No obstante, hizo falta la muerte para elevarlos a ambos a la divinidad —señaló Spock—. Leonard, existe un enorme potencial para la tragedia en el acto de darles a los Otros un tiempo casi eterno sin dejarles un medio seguro para trascenderlo. Las ecuaciones que K’t’lk tiene intención de implantar aquí como reglas del juego harán que los Otros olviden lo que son… que pierdan el sentido de su divinidad mientras estén vivos. ¿Cómo podríamos cerrarles el único medio que conocemos, o al menos del que tenemos pruebas, para que puedan recuperar ese conocimiento? —McCoy apartó la mirada. Pasado un momento de silencio, con gran dulzura, Spock añadió—: Leonard, les irá bien. Al fin y al cabo, son un Dios. E incluso en nuestro universo… la muerte tiene sus excepciones.
McCoy inclinó la cabeza y se puso de pie. Cuando volvió a alzar los ojos, momentos más tarde, las lágrimas le corrían por la cara y no hizo intento alguno por ocultarlas.
—¿Podemos al menos ahorrarles el dolor? —inquirió con voz queda.
Jim se dio cuenta entonces de lo buen médico que era su amigo; porque no había nada que McCoy deseara más que la existencia de al menos un lugar donde él estaría siempre sin trabajo. Tendió una mano y la posó sobre un brazo de McCoy.
—Bones —dijo—, con la entropía en vigor, no creo que podamos lograr tampoco eso. Sólo somos unos novatos. No podemos anular la maldición… sólo suavizarla.
—Si es que la muerte es realmente una maldición —puntualizó Spock, con tanta seriedad como un poder que anunciara un centenar de años de sueño, pero con un destello de íntimo, sereno humor en los ojos—. Tiene poca lógica condenar algo que uno no ha experimentado… o no recuerda haber experimentado.
El grupo guardó silencio. K’t’lk los miró uno a uno, no oyó más comentarios, y por último volvió a alzar los ojos hacia Jim.
—¿Capitán? —preguntó.
—Adelante —asintió él—. ¿Necesita algo?
—Por el momento —replicó—, sólo silencio.
Y, para sorpresa de la mayoría de quienes escuchaban, comenzó a cantar.