13

El claro fuego del aire había sido cegador pero no hería los ojos; había quemado la piel, pero de modo indoloro. Ahora, lo que Jim percibía como la fuente del ardor se lanzó contra la tripulación de la Enterprise, de modo que el resplandor se debatía y se lanzaba sofocantemente sobre ellos, como un viento pesado, que llevaba consigo una expresión sin palabras de espantosa cólera y terror. La realidad se hizo jirones… no la del paisaje, esta vez, sino la de los propios miembros de la tripulación. Jim miró a su gente a través de la luz cegadora, y vio sus imágenes distorsionadas, sus personas terriblemente tironeadas y desgarradas, su belleza sobrenatural retorcida en un horror de morgue de huesos y húmedos cartílagos y órganos derramados. «Los escudos de K’t’lk —pensó—. ¿Resistirán todo esto…?»

—¡Capitán! —le gritó una voz ronca. Con dificultad, Jim se volvió… el aire luchaba contra él, y algo estaba sucediéndole a su cuerpo, pero prefirió no pensarlo demasiado, por si la atención contribuía al proceso. No lejos de él, Spock luchaba con todas sus fuerzas por levantarse del suelo. Jim miró al vulcaniano, o lo que quedaba de él, y su garganta luchó frenéticamente contra las profundidades de su esófago. Deseaba desesperadamente apartar los ojos, y se negó a hacerlo, sabiendo quién habitaba dentro del horror alucinatorio que veía.

—¡La nave! —dijo Spock a gritos para que su voz pudiera oírse por encima del espantoso viento y los alaridos cada vez más angustiados de los tripulantes—. Bajo ataque… y si no… restablecemos nuestra realidad…

—Se hará añicos —le contestó Kirk, también a gritos—. Y la nave con ella. Entendido.

Lo que Jim no entendía ni en lo más mínimo era cómo podía restablecerse la realidad de toda una nave. Ya tenía bastantes problemas con la suya propia. El desagradable hormigueo que sentía en su cuerpo empezaba a transformarse en dolor, como si las cosas que había vislumbrado que le sucedían comenzaran a sucederle físicamente. Peor aún, a través de aquella compenetración que les unía a todos y que tan familiar le resultaba ahora, Jim podía sentir que lo mismo comenzaba a pasarle a su tripulación, y también percibía los inútiles e ineficaces intentos que realizaban por luchar contra ello. «Esto no dará resultado, se debaten dando palos de ciego, no están enfrentándose con la fuente…»

«Eso es», pensó, y se preparó físicamente lo mejor que pudo… una hazaña difícil; el creciente dolor que Jim sentía en los huesos hacía que tuviese ganas de revolcarse por el suelo y gemir. Volvió la cabeza. Spock se encontraba ahora de rodillas, el rostro contorsionado por la agonía mientras intentaba levantar a Uhura del suelo y mantenerla más o menos sentada. D’Hennish estaba aún desplomado por el golpe que habían recibido los tres. «No puedo obtener ayuda ninguna de ellos —pensó Jim, desquiciado—. ¿De quién, entonces? ¿Quién protegerá mejor la realidad de la nave hasta que podamos aferrar la nuestra propia?»

—¡¡Scotty!!

—Voy, capitán —la respuesta llegó desde una corta distancia.

—Señor —dijo alguien más, y Jim se volvió con dificultad para encontrarse con que Chekov estaba allí de pie, tambaleante, pero negándose a tender los brazos en busca de apoyo. «¡Consigues lo que deseas!», pensó Jim. Tendió una mano, aferró a Chekov por un brazo y lo sacudió ligeramente… un gesto destinado a despertarlo.

—Rehágase, Pavel Andreievich —dijo—. Spock y los demás le han propinado una patada en un flanco a ese lo-que-sea, y ahora le está devolviendo la patada a la Enterprise

—¡¡No!! —dijo Chekov al tiempo que se erguía de modo tan abrupto que hizo que también Jim se irguiera un poco más—. Señor, ¿qué podemos…?

—Espere… —Scotty estaba con ellos, aferrando a Jim por el otro brazo para darle apoyo—. Sus motores, Scotty —dijo Jim en un jadeo… la presión antagónica del aire hacía que hablar y pensar resultase cada vez más difícil—. Si esto continúa durante mucho tiempo más, no servirán ni para tostar pan…

—¡Eso no sucederá, no si yo puedo evitarlo!

—Allí —dijo Jim, mirando directamente a la brecha ardiente y terrible que hendía el aire—. Ésa es la fuente. Dígale a eso lo que no le permitirá hacer. Haga que suceda lo que usted quiere que suceda. ¡Hágalo!

Miró a uno y a otro, vio que los ojos de Scotty se entrecerraban, que la mandíbula de Chekov se contraía… y volvió a mirar al frente. Aquel violento resplandor hacía que zeta-10 Scorpii pareciese pálida en comparación; Jim temía que, con o sin realidad física, pudieran quemársele los nervios ópticos, como temió que le hubiese sucedido antes a Spock. Ni siquiera cerrar los ojos con fuerza hubiera servido con una luz tan intensa. Pero eso apenas importaba. Tenía una nave que proteger. «Y no es que sepa cómo hacer eso, tampoco…» El papel que había desempeñado en la mayoría de las experiencias telepáticas vividas había sido pasivo. Eso no le hacía ningún bien ahora, cuando su mejor defensa era el ataque. No obstante, miró fijamente al fuego blanco, y le negó la destrucción que deseaba…

Entonces sucedió lo que McCoy le había advertido que pasaría, y Jim se encontró abruptamente con que su mente se había unido a las de Scotty y Chekov, estaba dentro de la de ellos. Se tambaleó, pues la intensidad de la unión no fue en nada menor que la experimentada con Spock y McCoy. Jim había compartido en parte las experiencias más suaves del escocés y del ruso, sus alegrías. Ahora compartía sus pasiones, las de ambos a un tiempo. Era casi demasiado. El afecto que Jim sentía por su nave era muy general, a pesar de su intensidad; una emoción envolvente que abarcaba a quienes viajaban en ella. Pero ahora descubría que se trataba de un afecto inespecífico comparado con el de Scotty, que se fundaba en un íntimo conocimiento de cada circuito, cada conducto, eje y metro cuadrado de casco. Debido a esto, cualquier peligro que pudiera amenazar a la Enterprise era para Scotty más importante que el peligro que pudiera correr su propio cuerpo. Además, sus esfuerzos los habían salvado tanto a ella como a él mismo en tantas ocasiones, que la supervivencia no era supervivencia, por lo que a Scotty respectaba, a menos que vivieran ambos. Su absoluta determinación de que la Enterprise se mantuviese a salvo y en buen estado, unida a la demoledora cólera contra cualquiera que desease lo contrario, desbordaron a Scotty y penetraron en Jim por un lado…

… y por el otro, penetró la ira igualmente feroz de Chekov ante el ataque a los inocentes y desamparados, ardiente como una tormenta que azotara las estepas, negra, ineluctable, lamida por el rayo. La energía joven y salvaje que no conocía límites —la determinación de sobrevivir a cualquier cosa que pudiera hacerle un adversario, y luego asestar un sólo golpe propio que acabara con la lucha y evitara otras—, todo entró atronadoramente en Jim, mezclándose con la indignación y furia de Scotty, buscando una salida, aumentando, aumentando…

Jim no tenía ni idea de qué hacer. No se le ocurría nada que pudiera añadir a una ira tan violenta. «Aunque tal vez no es necesario que añada nada. Mi cometido es estar en el centro, dirigir…» Jim miró fijamente al interior del mortal resplandor, y pensó, tan «fuerte» como pudo: «¿Nos harás daño? ¡¡No lo permitiremos… y vamos a impedirlo de este modo!!».

Evidentemente, el pensamiento bastó, pues al instante sintió que la energía de Scotty y Chekov pasaba abrasadora a través de él como había sucedido con McCoy. Su paso hizo caer a Jim de rodillas, quien, aturdido, se preguntó si sería así como se sentía el conducto de artillería cuando se disparaba la pistola fásica a la que pertenecía. Alzó la mirada a tiempo de ver cómo el penetrante resplandor fluctuaba. Proveniente de ella, mientras Chekov se inclinaba para ayudarlo a levantarse, Jim captó una impresión de inmensa incertidumbre mezclada con terror… y luego otra vez la cólera.

—No, Pavel —dijo, y al sentir la mano de Scotty en el hombro, tiró de él para que también se agachara—. Quédese abajo. No hemos acabado, y una caída es suficiente…

El gran núcleo de fuego blanco volvió a atacar. Se oyeron más gritos entre la tripulación, y el sonido de éstos encolerizó a Jim hasta tal punto que no se molestó en dirigir ningún pensamiento hacia la luz, ni sonoro ni de otro tipo. Simplemente devolvió el golpe, mentalmente y detrás/dentro de él Scotty y Chekov formaban una unidad de furia y fuerza tan poderosa que a Jim le asustaba pensarlo. «¿Ha estado esta clase de poder dentro de ellos desde siempre? ¿O es sólo que este espacio…?» Esta vez, Jim sintió que la energía que generaban los tres golpeaba contra algo… aunque era algo no físico; y sintió que la esencia golpeada «retrocedía» tambaleándose, se «alejaba» de ellos, irradiando un terror más virulento que antes, junto con una muda sensación de que el terror era, por alguna razón, justificado. «Una vez más», dijo Chekov, las palabras resonando a través del todo que formaban los tres. El resplandor volvía a ondular, como si preparase otro ataque. Pavel y Scotty no le dieron ninguna oportunidad. Instantáneamente, si semejante palabra podía usarse donde no había tiempo, atrajeron a Jim para que los guiara, y juntos salieron y le «asestaron» un golpe, como si fueran el puño de Dios descendiendo de los cielos. Y otra vez, con más fuerza, hasta que la visión de Jim se desvaneció de verdad a causa de la conmoción del «impacto» dentro de su mente. «Y una vez más…»

Fue entonces cuando oyeron el alarido… y no procedía de ninguno de los miembros de la tripulación.

—¡Ya basta, los dos! —les dijo Jim a las otras presencias que había en su mente—. Déjenlo… —Su visión estaba aclarándose; miró en torno de sí y vio que Spock ayudaba a D’Hennish a ponerse de pie, mientras otros varios miembros de la tripulación se levantaban del suelo. Aceptó los brazos que Scotty y Chekov le ofrecían para que pudiera incorporarse—. Buen trabajo —les dijo a los dos—. Scotty, ha estado llevando usted a este muchacho a muchos sitios duros durante los permisos de tierra. Se le está contagiando su estilo pendenciero…

—Oh, no, capitán —replicó Scotty mientras K’t’lk se acercaba a él por detrás y le dedicaba un tintineo de preocupación; él bajó una mano y le rascó la cresta longitudinal que le sobresalía entre los dos ojos superiores—. Tiene una aptitud natural. No hay nada que pueda enseñarle. Quizá tenga que aprender algo de él. Así que está ahí, señor Spock. ¿Se encuentra bien?

Spock y Uhura se aproximaron para reunirse con el grupo, seguidos por McCoy, en quien se apoyaba D’Hennish.

—Señor Scott —comentó Spock—, creo que ahora tengo un referente para el término «resaca». Por lo demás, estoy bien. Capitán, nuestro intento de comunicar ha sido un éxito…

—Si eso ha sido un éxito —declaró Jim mientras se frotaba la cabeza—, el cielo nos guarde del fracaso… ¿Ese alarido provenía de donde yo creo?

—De eso, señor —respondió Uhura, haciendo un gesto hacia el gran resplandor—. Sí. Llegamos hasta él. Ha aprendido bastante de nosotros, con mucha rapidez, del mismo modo que nosotros hemos aprendido de él. Ha aprendido lo que es la existencia a una velocidad mayor de lo que yo había creído posible. Por desgracia, cuando comprendió plenamente que había alguna otra existencia, que no estaba solo… fue presa del pánico. Tenía miedo de que pudiéramos hacerle daño…

—No puede huir, capitán —explicó D’Hennish—. Así que hace la única otra cosa en la que puede pensar, siendo el pensamiento algo tan nuevo para él. Lucha, intenta hacer que las nuevas cosas extrañas se marchen y le dejen tranquilo y a salvo en su antigua soledad. Tampoco eso funciona. Así que ahora se retrae…

—Capitán —intervino Spock—, debe usted entender que todas estas comunicaciones se han producido a nivel muy elemental… no hablamos ya de «sentimientos», ni de algo tan complejo como el pensamiento, ni de palabras, evidentemente. La palabra «ser» describe por una vez, de modo correcto, eso con lo que hemos contactado. Es un «ser» absoluto, una existencia ajena a toda actividad y a cualquier otra existencia. Ha permanecido encerrado dentro de este universo durante lo que muy bien podría ser una eternidad… y sin embargo también ha estado «no-solo», dado que para estar solo deben haber otras existencias con las cuales comparar dicho estado. Es de un poder incalculable… y a la vez es impotente, porque no ha habido nada contra lo que volver ese poder hasta que llegamos nosotros. Sólo su inexperiencia nos ha salvado de la destrucción cuando nos atacó. Nosotros sabemos hacer cosas; él nunca ha tenido siquiera el concepto de hacer hasta que lo tomó de nosotros.

—¿Por eso no está haciendo nada ahora? —inquirió McCoy, que miraba fijamente el corazón de la luz.

—Lo hemos atemorizado —explicó Uhura con tristeza—. Leonard, nosotros le hemos enseñado el dolor… no sólo en sentido abstracto. Ahora sabe que hay un «afuera», pero puede que no quiera salir jamás debido a la forma en que le hemos abofeteado para defendemos.

—Compañeros —dijo Jim, que miraba de hito en hito la luz como todos los demás—, tenemos poco tiempo…

—Correcto, señor. Así que estamos viendo lo que podemos hacer —replicó D’Hennish, y tomó la oscura mano de Uhura en la suya peluda. Spock posó una mano sobre el hombro del joven sadrao. Los tres permanecieron en silencio durante un rato, y una vez más Jim sintió que la energía aumentaba, aumentaba en el aire… un mego/exigencia sin palabras: que cualquiera que lo oyese declarase quién era, qué era, se comunicara, ¡hablara! Detrás de él, entre su tripulación, Jim oyó ocasionales gritos involuntarios de respuesta: fragmentos de palabras, nombres, secretos. Jim tuvo que contenerse para no responder, apretar los puños para contenerse ante el conmovedor ruego. No se atrevía a permitirse siquiera un sonido, por miedo a distraer a los tres que lanzaban la llamada… o distraer al objetivo de ésta. «Habla con nosotros, date a conocer, no tengas miedo. ¡¿Quién eres…?!»

Durante lo que pareció una eternidad, no hubo respuesta alguna.

Luego el aire habló. La réplica fue un trueno silencioso; era una voz atemorizada como la de un niño golpeado, pero inconmensurablemente más enorme; era un sólo pensamiento que contenía coros cautivos dentro de sí, y el poder de una multitud susurrando en un tembloroso unísono de incertidumbre y miedo. Jim sintió que el estremecimiento volvía a comenzar. Miró en torno de sí al oír lo que la/s voz/voces decía/n, dudando y preguntándose al mismo tiempo si los otros oirían lo mismo que él.

—Nosotros somos quienes somos —declaró el resplandor.

—Oh, no —dijo McCoy, en un susurro.

—…al menos lo éramos. Hasta que llegasteis vosotros…

Entonces, Spock se apartó un paso de Uhura y D’Hennish. Alzó los ojos hacia el resplandor y habló… no en idioma básico, sino en vulcaniano, que ahora todos entendían tan bien como el tintineante hamalki de K’t’lk. Al sonar la primera frase, Jim comprendió que Spock no se atrevía a confiar la comunicación con esta entidad terrible, frágil, a nada que no fuera la elegante precisión del idioma vulcaniano, que Jim podía ahora apreciar plenamente por primera vez.

—Todavía sois —dijo Spock—. Nosotros no amenazamos esa condición, aunque en vuestro miedo vosotros la habéis amenazado en nosotros. No nos hagáis más daño. Nosotros no deseamos haceros ningún daño a vosotros. Por eso buscamos el contacto, con el fin de que podáis protegeros de posibles daños.

—Nosotros…

No había nada que pudiera expresar la angustia con que la forma de vida que habitaba en el interior del resplandor dijo esa palabra. A Jim le resultaba difícil entender cómo algo tan multitudinario, tan aparentemente plural, podía tener miedo de un simple grupo… en especial cuando el concepto con el cual se refería a sí mismo parecía también plural. Tenía dificultades, de hecho, para entender cómo un poder semejante podía tener miedo de nada. «Cómo pueden tener miedo, ellos», se corrigió. Avanzó hasta quedar junto a Spock.

—Más allá de este universo en el que vivís, hay otro. Nosotros procedemos de ese universo…

—Entonces era cierto eso, entonces, eso que los… los Otros nos han dicho —reflexionó el resplandor. Todos estos conceptos, tan nuevos para él, sonaban, vacilantes… aunque no tanto como el atemorizador concepto de la existencia de Otros—. Y hay… más de lo que sois vosotros…

—Innumerables más —dijo Jim con suavidad, como podría haber hecho de haberle estado hablando a un niño muy pequeño—. Como nosotros, y diferentes. Setecientas clases de humanidad, y ni siquiera sabemos cuántas más, dispersas por nuestra galaxia y por un millar de millones de otras.

El mero acto de hablar estaba llevando a la/s gran/des nueva/s mente/s a una unión cada vez más estrecha con las de ellos. Jim tuvo una percepción más clara de un poder que era en verdad incalculable, y de una inteligencia que llegaría a serlo, con el tiempo y la experiencia. También sintió que el miedo se convertía en asombro y pasmo ante el hecho de que hubiera algo más con lo que hablar, y en un deseo de que esta sorprendente cosa llamada conversación continuara, alimentara al asombro, no acabara nunca.

—Otros —dijo el enorme resplandor—. Nosotros, también, entonces… somos Otros.

—Correcto —replicó Spock.

—Y la totalidad de… nosotros… estamos juntos… —Los Otros tenían ya un concepto superficial de lo que era el tiempo, a través de Uhura y Spock, pero la forma de tiempo que mejor entendían era la de D’Hennish, y fue su fraseología la que emplearon—, ¡juntos ahora y siempre!

El asombro aumentó, se transformó en júbilo, y lo sobrepasó…

—No —les contradijo Spock. Su voz era serena, pero incluso las partes más vulcanianas de su personalidad se sintieron trastornadas por tener que hacer pedazos aquel inocente éxtasis… nacido como era de aquello que los vulcanianos más apreciaban, el deseo de celebrar la diversidad. Por lo que respectaba a las partes terrícolas de Spock, Jim percibió el dolor que experimentaba, demasiado profundo para las lágrimas, pero mantuvo la serenidad. Incluso aquí, Spock tenía su orgullo.

—¿No…?

—Un portal, una entrada, se ha abierto entre nuestros universos —explicó Spock—. Debe ser cerrada. Porque el entorno en el que vivís vosotros es fatal para nosotros… y el nuestro lo sería para vosotros.

Un desconcierto enorme les llegó de los Otros. También la muerte era algo que tenían en abstracto, por la comunicación con el trío.

—Vosotros sois quienes sois —dijo de repente McCoy, con una extrema amabilidad—. ¿Queréis acaso convertiros en «vosotros los que no sois»?

El miedo de los Otros regresó entonces con una intensidad que hubiera podido destrozar el corazón de más de uno. Ahora que sabían lo que era la existencia, el pensamiento de su pérdida les resultaba aborrecible. No querían regresar a la paz permanente de su soledad.

—No obstante —llegó un momento más tarde el enorme pensamiento individual/múltiple—, si el portal es cerrado…

—Nosotros tendremos que estar del otro lado —explicó Jim—. No podemos quedamos aquí.

—Pero si vosotros os marcháis… entonces esto se perderá —dijeron los otros. Lo que era «esto» estaba claro: la vida, la comunicación, la eterna celebración jubilosa de la diversidad que había parecido desplegarse ante ellos—. Y sin vuestra movilidad… —no disponían de ningún equivalente más próximo a la «entropía»—, si eso se queda fuera con vosotros, entonces no hay nada más para nosotros que lo que había antes. —El solo pensamiento era horrible. Esterilidad, silencio, absoluta soledad, una eternidad de todo eso, empeorada por el descubrimiento de la conciencia… y por el conocimiento de que la vida existía en otra parte, por siempre fuera del alcance.

—El portal debe ser cerrado —insistió Jim—. Y con rapidez…

—No —dijeron los Otros en un vasto unísono de aflicción, como si todo un universo llorara de soledad. Y luego, con menos pena y más enojo—: ¡No! Que estáis aquí… es lo que es; ¡no aceptaremos otra cosa! —El aire comenzó a cargarse otra vez, con la anterior tempestad de cólera y miedo agitándose en él, con una corriente de desesperación añadida—. ¡No nos dejaremos privar de lo que no fue nunca antes, sabiendo que nunca más será! —Pues habían interpretado correctamente lo que subyacía al pensamiento de Jim: que esa entrada no debía reabrirse nunca más una vez cerrada—. ¡No nos dejaremos encerrar otra vez en la nada, donde nada sucede, y nada es, excepto nuestro propio Yo, solo por siempre…!

El trueno crepitó sobre la tripulación de la Enterprise, retumbó en la piedra blanca sobre la que se encontraban. Jim dirigió la mirada hacia Scotty y Chekov, preguntándose si esta vez serían capaces de hacer algo. A lo largo de la conversación, Jim había podido percibir cómo los Otros se hacían más poderosos a cada instante, a cada «momento» que pasaban en estado de conciencia. Sabía también, como si estuviese dentro de ellos, que eran estudiantes veloces; junto con el enojo que se arremolinaba en el aire, llegó la certeza de que entendían muy bien la táctica que se había usado contra ellos la última vez, y ahora serían perfectamente capaces de derrotar a sus oponentes. Pero eso no bastaba para conseguir que Jim renunciara. Miró a Pavel y Scotty, una señal para que volvieran a fundirse en unión con él. «Puede que esta vez necesitemos más ayuda…»

—No, no la necesitarán —dijo McCoy, y pasó junto a Jim, haciéndole un gesto para que se apartara. Se detuvo muy cerca del resplandor ondulante y cegador, tan cerca que el furor de la vida que había en su interior le agitó el cabello como un vendaval, y él tuvo que oponer toda su resistencia para mantenerse en pie; tan cerca que incluso el halo del médico se amorteció, quedando sólo su silueta—. Estabais muy seguros de no querer convertiros en «nosotros, los que no somos» —dijo, y en el aire había ahora más enojo sumado al de los Otros—. ¿Acaso queréis que nosotros nos convirtamos en «nosotros, los que no somos»? Sólo porque no podéis tener la movilidad, ¿vais a matarlo todo, en todas partes, es eso?

Jim observaba a McCoy, con miedo, sin moverse, sin atreverse a hacerlo. La cólera del aire estaba convirtiéndose una vez más en algo físico, empujando a los que estaban más cerca, tironeando de ellos. El médico se tambaleó en la ráfaga de ira, pero se negó a retroceder.

—¿Por qué debería sorprendernos? ¡Lo primero que intentasteis hacer fue matarnos! —Su voz restallaba cortante como un látigo—. ¡Así que, vamos, continuad y acabad lo que comenzasteis! ¡Y haced que vuestras dos primeras obras desde que adquiristeis conciencia sean el intento de asesinato y el éxito en el empeño!

Nadie de la tripulación se movió siquiera. La ferocidad que giraba en el aire no disminuyó. Pero tampoco aumentó, y Jim y todas las personas que lo rodeaban contuvieron el aliento.

—¡Matad, pues! —dijo McCoy—. Tenéis el poder para hacerlo. Pero sabed qué estáis matando: ¡cuatrocientas vidas que desean la vida y la presencia de otras vidas tanto como vosotros!

Aguardó, enfrentado al feroz viento luminoso, sin moverse. Durante un largo momento se mantuvo constante, un vendaval de frustración y dolor, y los tripulantes de la Enterprise se aferraron los unos a los otros para poder permanecer en pie.

Luego, con mucha lentitud, el enojo comenzó a disminuir. Se desvaneció gradualmente del aire como humo que se dispersa, y su presión desapareció.

—Sois muchísimo más —dijo entonces McCoy, en un tono de voz que temblaba de compasión y certidumbre—. Muchísimo más que muerte y dolor. Simplemente permitiros descubrirlo.

Durante un largo rato no hubo nada más que silencio. Luego, los Otros volvieron a hablar.

—No podemos arrebataros esta cosa preciosa… que Nosotros mismos no habríamos tenido de no haber sido porque nos la regalasteis. Lo que decís que tiene que hacerse, eso haremos.

McCoy había retrocedido para volver a colocarse junto a Jim y Spock. Jim le dirigió a Bones una mirada de agradecimiento y aprecio silenciosos, y luego volvió a decir, con pesar:

—El portal debe ser cerrado. Pronto.

—Entonces nosotros quedaremos abandonados aquí, a solas… y sin nadie más junto a nosotros, tampoco estaremos aquí —respondieron los Otros con tal desamparo como Jim no lo había oído jamás—. Eso, al parecer, significa que no percibiremos lo que ha sucedido, una vez que haya sucedido. No tenéis por qué entristeceros.

Los tripulantes de la Enterprise se volvieron todos los unos hacia los otros con dolor, sintiendo la angustia de los Otros.

—No puedo evitar entristecerme —respondió Jim. Nunca habían sido esas palabras tan ciertas como ahora. Pensó en aquel ser asombrosamente poderoso, encerrado otra vez en la terrible y plácida intemporalidad, sin acontecimientos, donde lo habían hallado, en el mismo estado del que lo habían liberado… Sacudió la cabeza—. Spock —dijo—. Tiene que haber algo que podamos hacer.

Los tripulantes de la Enterprise se miraban entre sí con aflicción ante la angustia de los Otros cuando Spock se volvió hacia Jim.

—Capitán —replicó con voz queda—, en efecto, tiene que haberlo. Y no se trata de una frase de carácter incierto, sino imperativo. Una vez más, debemos enfrentamos con las consecuencias de habernos inmiscuido… y con una gran ironía.

Jim miró a su primer oficial con expresión interrogativa.

—Usted identificó una parte de la situación por sí solo cuando veníamos hacia aquí —explicó Spock—. «Hacia el lado de los ángeles», dijo. El doctor lo identificó de modo más específico cuando los Otros mencionaron su propio nombre.

Y ahora, todos los requisitos están aquí, capitán. Intemporalidad, ser sin atributos físicos, pluralidad potencial en la unidad, existencia sin creación y fuera de todo tiempo… De hecho, hemos encontrado a Dios. Aunque no uno que alguna de nuestras humanidades pudiera reconocer como su propio Dios. Ni tampoco ha sido este ser extremadamente poderoso confundido anteriormente con una deidad, como sucedía con otros con quienes se había encontrado la Enterprise. Este ser, o estos seres, debería decir, son un proto-Dios. Muy bien podrían haber roto su propio «cascarón» en su momento, inventado la existencia y la creación por su propia cuenta, y habérselas arreglado muy bien aquí por sí solos. Pero ahora nunca lo sabremos, debido a nuestra interferencia. El uso del motor de inversión ha sido la causa de que acudiéramos aquí y rompiéramos prematuramente su cascarón. Y ahora les hemos enseñado existencia, y conciencia, y el deseo de la comunicación… y ni nosotros ni ningún otro ser puede satisfacer cualquiera de esas cosas quedándose aquí. Por la necesidad de preservar nuestra propia existencia…, por el bien de la Galaxia, y por todas las otras razones «correctas»… hemos incurrido en una violación tal de la Primera Directriz como ni siquiera la Enterprise ha cometido jamás. Y la ética parece dictar que hagamos algo para enmendar esta situación… puesto que ni nosotros ni nadie más volverá a tener oportunidad de hacerlo.

Jim asintió con la cabeza, paralizado. La pregunta de qué pensaría la Flota Estelar no llegó a ocurrírsele. Estaba demasiado ocupado con la amarga angustia que latía en el aire como un corazón, y con el pensamiento de salvar un universo mientras dejaba otro mutilado detrás de sí.

—Ustedes les enseñaron la creación a los Otros, señor Spock… —dijo, en medio de la desesperación.

—Lo hicimos, señor. Pero la creación, como cualquier otro acto, requiere entropía. Y la entropía es aquí un fenómeno temporalmente local, debido sólo a nuestra presencia…

Spock calló, de modo muy abrupto, al ver que los ojos de su capitán se agrandaban. Jim alzó la mirada hacia él, con una expresión especulativa en el rostro.

—Señor Spock —dijo—, ¿está pensando usted lo mismo que yo?

Por una vez, la pregunta era retórica. Los dos sabían que era así.

—No constituye ninguna casualidad —declaró Spock con el tenso control característico de su entusiasmo— que tengamos una física creativa con nosotros.

Jim se volvió.

¡K’t’lk! —llamó.

—Estaba preguntándome cuándo pensaría en mí —comentó ella con tono tranquilo, justo detrás de Kirk—. Pero no canten victoria tan pronto, capitán. La respuesta no va a ser tan sencilla como usted cree.