Los portalones no duraron mucho, y era mejor así. Jim no sabía si se hubiera puesto a reír, o a temblar, de haber resultado que eran permanentes. Grandiosos portalones dorados, ornados, resplandecientes, alojados en una muralla que parecía de ladrillo y brillaba con un reflejo trémulo como las perlas, y se extendía a ambos lados, más y más, al infinito. Jim miró a su izquierda, donde se encontraba Matlock, con la boca abierta; y a su derecha, donde Amekentra, de Nutrición, sacudía su cabeza de escamas esmeralda y agitaba las ranuras de sus agallas.
—¿Ven ustedes lo que veo yo? —preguntó Jim.
—Dulce Reina de Vida, espero que no —dijo Amekentra—. ¡Ep!, desaparece… —y los portalones se desvanecieron. Pero los tres continuaron mirando fijamente, sin sentir ningún alivio, y detrás de ellos el resto de la tripulación hacía otro tanto. En lugar de los portalones, apareció un muro de piedra lo bastante bajo como para pasar por encima y, del otro lado, la terrible quietud de un cielo negro; y en lugar del muro, un río tan frío que despedía vaho y las piedras entre las cuales corría estaban ribeteadas de hielo; y en lugar del río, una entrada sin dintel que se elevaba más y más hasta perderse de vista y estaba llena de estrellas; y en lugar de eso, un grandioso acantilado abrupto y plano, seguramente una de las legendarias murallas del mundo, con un mensaje escrito encima en letras tan enormes que nadie podía leerlas. Toda la tripulación tuvo que retroceder muchos pasos antes de que las palabras pudieran distinguirse. Un alarido de tremendas carcajadas estalló entre ellos, de alguna parte muy en la retaguardia. «El teniente Freeman, de Ciencias de la Vida —pensó Jim—; su risa se destaca incluso entre una multitud». Freeman tenía ahora más razones de lo habitual para reír. En rojas letras mayúsculas, trazadas muy pulcramente, la escritura de la muralla decía: POR AQUÍ, HACIA ARRIBA. Por desgracia, la flecha pintada junto a las palabras señalaba al suelo. La señal estaba al revés.
—Siempre he sabido que había algo fundamentalmente erróneo en el universo —manifestó una voz femenina detrás de Jim.
—No —le respondió otra voz mientras la señal desaparecía—, eso no es más que paranoia; todo el mundo tiene eso…
La barrera cambió y volvió a cambiar, mientras que a su alrededor el paisaje permanecía igual; áridas, pálidas piedras bajo los pies, y por todas partes una clara luminosidad sin una fuente identificable, como si el aire mismo ardiera. «Estamos viendo símbolos —pensó Jim—. Líneas limítrofes. Nuestras mentes están intentando advertimos que hemos llegado al final del Mundo según lo conocemos… al final de lo físico, al comienzo de lo parafísico. Al otro lado de esta línea puede suceder cualquier cosa…»
Jim se encontró mirando un pequeño arroyo, no frío como el anterior, sino tapizado por ondulantes algas y medio obstruido por las juncias que crecían trepando por las márgenes. Lo reconoció. Cuando aún era un cadete acuartelado en Terra, había buscado expresamente este sitio: quería poder estar en el lugar donde una vez César se había detenido con la Décima Legión a sus espaldas, para mirar a la otra orilla del Rubicón, y más allá, hacia el furioso poder de Roma. Dos pasos llevarían a Jim al otro lado del arroyo. Pensó en volverse hacia los que tenía más cerca y decir algo acerca de que la suerte estaba echada… y luego lo pensó mejor. César había actuado con grandiosidad para impresionar a su nerviosa legión. Él no tenía necesidad de semejante táctica con su tripulación.
—Vamos —dijo, y descendió hasta las frías aguas, resbalando una vez sobre las piedras musgosas antes de alcanzar el otro lado. Su gente lo siguió.
El paisaje permanecía inmóvil, ahora: árido, sin rasgos destacados, y llano, de modo que Jim no estaba seguro de en qué dirección debía avanzar. A causa de una corazonada, les dijo a los tripulantes que estaban con él:
—Dispérsense según el modelo de exploración estándar, y comprueben si esta luz se intensifica en alguna dirección.
Doce de ellos se pusieron a explorar los alrededores con tricorders o simplemente con los ojos.
—Señor —canturreó uno de los ieléridas veinte o treinta metros por delante de él, a su izquierda—, aquí hay una diferencia. El aire parece más transparente.
Al mirarle, Jim también pudo ver una diferencia. A pesar del hecho de que él/la estaba más lejos que los otros, la silueta cubierta de piel de cibellina del/a alférez Niliet parecía algo más cercana y más nítida que el resto; sus ojos verdes rutilaban como si reflejasen una luz más brillante que la que había en torno a Jim o a cualquiera de los demás.
—Buen trabajo, alférez —le dijo, y vio que la bolsa de la garganta se le hinchaba de placer. Y no es que hubiera necesidad de que lo viera, podía percibir el placer de él/la como si fuese suyo propio—. Seguiremos por ahí.
Y continuaron; Jim iba más o menos a la cabeza, aunque algunos hombres se habían adelantado para explorar el camino, en la dirección que había indicado, y había otros flanqueándolo por ambos lados. El aire se volvía más transparente con rapidez a medida que avanzaban. Al menos ése era el modo menos inexacto de describir el fenómeno. Lo que uno veía se hacía más nítido; los colores se volvían más vivos, y los detalles más abundantes, ricos, más complejos. El aire mismo se hacía más penetrante al respirarlo, incluso un poco doloroso al principio, para transformarse luego en un creciente placer a medida que uno se volvía más sensible a su frescor, límpido como el de la cumbre de una montaña. Aunque éste no era frío. El simple hecho de caminar constituía un deleite, respirar, mirar a otras personas a medida que se volvían más vividas. Jim se dedicó a observar, y advirtió algo nuevo.
Los tripulantes que lo rodeaban estaban comenzando a cambiar. Los detalles no siempre se apreciaban a primera vista, y no tenían nada de terrible; era como si, de algún modo, las cosas que Jim veía hubiesen estado siempre latentes en su gente, esperando para aflorar. Pero las transformaciones no eran menos extrañas por eso. Algunos perdían de modo repentino todo parecido con su yo habitual. Otros conservaban los cuerpos, pero en ellos había algo raro, o nuevo, o maravilloso en lo que Jim no había reparado nunca antes. Aun otros parecían no haber sufrido cambio ninguno en la forma, pero tenían compañeros insólitos.
Jim aminoró ligeramente el paso, por puro asombro. Allí estaba la teniente Brand, una mujer menuda y delgada de pelo oscuro, con un rostro vivaracho y bonito, una de los ingenieros diseñadores de la sección de tecnología fásica… caminando con aire alerta, una mano sobre el arma del cinturón y la otra cogida a la pata delantera de un conejo gigante que andaba sobre las patas traseras junto a ella. Allá estaba el señor Mosley de Almacenes; parecía normal, pero al instante siguiente Jim se encontró mirando a un alicomio andoriano que andaba con calma sobre seis delicados cascos, y se detenía un momento para lustrar su cuerno color añil contra el cremoso pelaje de un flanco. Junto a él pasó Janice Kerasus, de Lingüística, riendo y discutiendo en muchas lenguas con un grupo de científicos homínidos y no homínidos que la rodeaban: personas de rostro orgulloso con pieles color añil, y flexibles felínidos, y seres de ojos ardientes ataviados de negro y con el rostro velado. El alto teniente Freeman, de Biología, que caminaba a un lado con su espalda encorvada, advirtió que Kirk lo miraba y le dedicó un pequeño y grave saludo para hacerle saber a su capitán que cuidaban de él. Pero en medio del saludo las cosas cambiaron, y el uniforme blanco de ciencias de la vida que llevaba Freeman fue reemplazado por el oscuro y sombrío esplendor del antiguo atuendo del siglo XX. De pronto se tornó más alto, más delgado, e inhumanamente bello; en la mano donde había tenido el tricorder, Freeman sujetaba ahora una rosa que ardía plateada como un sol.
Este tipo de cosas, por sí sola, habría bastado para hacer que Jim apartara la mirada. Estaba seguro de que esta visión, al igual que las otras, era la expresión física de alguna profunda verdad personal, algo muy íntimo. No obstante, había también un aspecto levemente inquietante en algunas de las imágenes que veía. Por ejemplo, Jim nunca se había sentido muy cómodo con las cosas peludas a raíz del problema con los tribbles; así que tal vez era ese el motivo de que lo pusiera tan nervioso la gran oruga alienígena cubierta de pelo rosa que ondulaba detrás de Freeman y le tironeaba de la ropa con unos brazos provistos de crueles garras mientras le rogaba que le diera «postre».
Acobardado, volvió los ojos hacia el pequeño contingente de McCoy en busca de algo que lo tranquilizara. La mayoría de ellos tenían aspecto normal. Uhura marchaba con ese grupo; no parecía haber sufrido cambio alguno, pero iba acompañada de un enorme grupo de animales de muchos planetas distintos que caminaban con paso majestuoso, estruendoso, a saltos o culebreando a su alrededor, mientras ella mantenía conversaciones serias con unos y otros. Lia Burke también se encontraba allí, cerca de la vanguardia del grupo, también sin cambios aparentes… aunque en torno a ella había como una oscuridad, como si alguna enorme criatura que Jim no podía ver la siguiera de cerca, y ella caminara a su sombra.
Y McCoy…
El médico vio la mirada aturdida de Jim, les dijo unas palabras a un par de personas que lo acompañaban, y los dejó para ir a atender a Kirk. Jim tuvo que cerrar literalmente los ojos con todas sus fuerzas al acercarse McCoy. El médico resplandecía, pero no con luz, sino con una intensa compasión que podía sentirse en la piel, como el sol en un desierto. Jim siempre había sabido que Bones se preocupaba profundamente por las personas, pero no estaba preparado para una verdad tan contundente: esa apasionada lealtad a la vida, esa ardiente caridad que hacía que le deseara salud y alegría a todo ser viviente. Jim sintió toda la muerte que llevaba dentro, toda la entropía, que gritaba y retrocedía; conocía a su enemigo. Intentó arrastrar a Jim consigo al retirarse, pero él no se movió, mientras se preguntaba si sobreviviría al contacto de McCoy, o si sería capaz de soportar la ardiente vida que prometía en caso de que lo hiciera.
—¿Jim? ¿Se encuentra bien? —dijo la conocida voz mientras una mano lo cogía por un brazo… los dedos subrepticiamente en la parte interna del mismo para hallar la arteria braquial y tomarle el pulso.
—Nunca he estado mejor —respondió Jim, y boqueó, demasiado conmocionado para decir nada más durante un momento, o abrir los ojos.
Extrañamente, lo que acababa de decir era verdad. El contacto despreocupado de la mano de McCoy lo había hecho tambalear como la rozadura de una pistola fásica programada para matar, pero ahora se sentía casi más vivo de lo que podía soportar… y poco a poco esa sensación de vida se volvía más soportable. Intentó ocultar su necesidad de jadear en busca de aire, y luego renunció y jadeó sencillamente, con la esperanza de que su amigo pensara sólo que estaba sin aliento a causa de la larga caminata.
«Las naturalezas ocultas están siendo liberadas —pensó Jim—. Lo que ocultamos no permanece escondido en este lugar. Puede que no sea muy bueno permanecer aquí durante mucho rato. O, en fin, bueno quizá, pero no seguro…»
—Respire, se le pasará —dijo McCoy, con una voz que parecía algo confusa—. Lo siento. Se me olvida todo el tiempo, y cada vez me sucede lo mismo. —Jim abrió los ojos y descubrió que ya no le costaba tanto mirar a McCoy, aunque la intensidad de su compasión no había disminuido. Bones soltó a Jim, luego bajó los ojos, con una mueca a la vez torcida y divertida, hacia la mano que había hecho que su capitán recobrara el equilibrio y también que lo perdiera—. Yo sólo quiero que la gente se sienta mejor —dijo con un cierto asombro—, pero siempre sucede lo mismo. Peligroso… ¿Se le está haciendo difícil aguantar esa armadura?
Jim sacudió la cabeza mientras pensaba: «¿Qué armadura? ¿Qué está viendo…?».
—No hay problema ninguno —replicó—. Bones, ¿ha reparado en la gente?
McCoy apartó la mirada y asintió con la cabeza.
—En más que en la gente —dijo—. ¡Si esta tripulación no se sentía cómoda consigo misma, ahora sí que lo hará! Pero, Jim, ¿ha visto…?
—Capitán —dijo la otra voz conocida al otro lado de Jim—, ¿se encuentra bien? —Y Jim se volvió para mirar a Spock, y volvió a sentirse deslumbrado, pero esta vez no pudo apartar los ojos. Spock no había cambiado; pero aquí su espíritu se mostraba como no lo había hecho nunca antes, ni siquiera en la angustiosa intimidad de la fusión mental. A causa de la fusión, Jim estaba ya familiarizado con la incesante actividad de aquella mente fría, curiosa, que perseguía respuestas de modo incansable. Pero ahora veía de dónde provenía la actividad: de la absoluta certeza de Spock de que no existía más elevado propósito para su vida que consumirla en la búsqueda de la verdad, y entregar esa verdad a los demás cuando la encontraba. Más aún, Jim vio lo que alimentaba esa certidumbre y la sustentaba: una profunda vulnerabilidad emparejada con un gran e irrazonable júbilo, las partes más profundamente escondidas de la herencia terrícola de Spock, cosas ambas que constituían el terror absoluto para una mente vulcaniana. Incluso cuando Spock había intentado reprimir o negar esos legados ocultos, éstos habían logrado escapar una y otra vez y expresarse en forma de valentía y extraño humor, y en la infinita bondad con que se enfrentaba a McCoy. Pero Spock ya no negaba esa herencia de modo tan vehemente, y era una delicia poder observar el poder de aquel hombre viejo y sabio, y también era terrible. «¿Esta gran mente ha permanecido detrás de mí y obedecido silenciosamente mis órdenes durante todos estos años? ¿Por qué? Podría ser muchísimo más…» Pero en este lugar, era fácil encontrar la respuesta. La lealtad era con frecuencia irracional e ilógica… y hacía mucho que Spock había decidido que ese aspecto de su vida podía arreglárselas sin lógica.
—Spock —dijo Jim, y se quedó sin palabras. Se sentía profundamente conmovido, y era incapaz de encontrar las palabras para expresarlo, hasta que de modo abrupto sintió que Spock experimentaba la emoción junto con él, y supo que no hacía falta decir nada más al respecto—. Estoy bien, Spock —respondió entonces, y dirigió la mirada hacia McCoy. Bones miraba fijamente al vulcaniano con una curiosa, casi resentida calma.
—Leonard —comenzó Spock—, no está viendo ahora nada cuya existencia no sospechara desde hace mucho tiempo. Ni yo tampoco. —La sombra de una sonrisa, el destello de humor, atravesó una vez más la sobriedad externa e interna de Spock—. Y no hay necesidad de que se preocupe por la posibilidad de que sus zonas «oscuras» me repugnen. Las he visto antes, en la fusión, y podría volver a verlas por el mismo sistema. Lo más evidente aquí es que ninguno de los dos es del todo el caso perdido que el otro le había considerado en ocasiones.
—Lo que a mí me gustaría saber es por qué resulta tan evidente —replicó McCoy, refunfuñando, aunque para Jim era obvio que aquel gesto de mal humor no le salía del corazón.
—Estoy seguro de que ya ha llegado a sospechar una parte de lo que sucede aquí, doctor. La verdadera naturaleza de cada uno de nosotros está aflorando a la superficie, y los talentos latentes adquieren más fuerza, debido todo a la creciente naturaleza anentrópica de este espacio… o así lo infiero yo. He llegado a no necesitar el contacto para realizar la fusión mental. Tampoco lo necesita usted… según acaba de descubrir. Y existen muchas probabilidades de que todavía nos queden cosas extrañas por ver.
—Eso son especulaciones —dijo Jim, aunque sabía que Spock no era propenso a tales cosas.
—Por el contrario, capitán. Las barreras que separan a las mentes individuales están debilitándose, tal y como el doctor sugirió que sucedería. Pero el resultado es que la gente está volviéndose más ella misma, en lugar de menos. La causa exacta de esto no puedo identificarla con certeza. Podría tratarse de una función de la naturaleza de la mente, hasta ahora insospechada; o de una función de este peculiar espacio. Pero debemos hacer lo que podamos para descubrirlo, dado que también podríamos necesitar esa información en el lugar al que vamos.
Hubo algo en las palabras de Spock que hizo que Jim se quedara inmóvil y mirase a la gente que lo rodeaba. A cada momento se hacían más reales, destacando con sorprendente individualidad como destacaba McCoy con su compasión y Spock con su sabiduría.
—¿Que es, según conjeturo —dijo Jim con gran lentitud—, al «lado de los ángeles»?
—Coloquialmente, sí. Si bien resulta impreciso en cuanto a los detalles —comentó Spock, y comenzaron a caminar otra vez—. Jim, piense en ello. Un espacio verdaderamente anentrópico… un lugar donde la energía no se pierde, donde el tiempo podría no existir, o podría ser percibido como un todo en lugar de como una secuencia de acontecimientos. Un lugar donde las emociones emanan de la moralidad, y el miedo a ésta no tiene ningún fundamento, ninguna razón de ser. ¿Dónde está eso?
McCoy miró a Spock con una expresión compuesta de intranquilidad, temor reverencial y deleite.
—Donde «no habrá más muerte» —dijo con lentitud—, «ni congoja, ni llanto, tampoco habrá allí ningún dolor, pues las cosas anteriores han pasado…».
Spock asintió con la cabeza.
—La pregunta que queda es a quién, o qué, encontraremos allí. Y qué se exigirá de nosotros… porque cada vez estoy más seguro de que hay necesidad de nosotros, hay algo que tenemos que hacer. Ni en las mitologías vulcanianas ni en las terrícolas caminan los mortales por los territorios de los dioses sin que haya una razón. Siempre existe una tarea que debe ser llevada a cabo… una para la cual los dioses son inadecuados y que los obliga a reclutar la colaboración de los mortales. Así que debemos estar preparados. Debemos aceptar lo que encontremos dentro de nosotros mismos aquí, y en los demás… —miró a McCoy con su propia versión de la expresión calma y curiosa del doctor—, de modo que estemos preparados para las más extrañas verdades que puedan aguardarnos. —Dirigió los ojos hacia Jim—. Y cuanto antes lo logremos, mejor. No debemos alargar en exceso esta experiencia. Si permanecemos aquí tanto tiempo como para que este espacio comience a borrar las cicatrices mentales que llamamos nuestros recuerdos, estamos perdidos. Y antes o después, incluso el escudo de K’t’lk cederá y nos dejará congelados e inconscientes por el resto de la eternidad… si puede decirse con propiedad que la eternidad existe en un lugar sin tiempo.
Continuaron caminando. Las risas de los tripulantes que los seguían se hicieron menos frecuentes, pero eso no equivalía a decir que estuvieran menos alegres o emocionados que antes.
Jim podía sentir que el deleite de sus tripulantes estaba asentándose en una especie de júbilo y expectación sobrios para los cuales las palabras y los ruidos constituían una expresión inadecuada. El pensamiento fluía más fácilmente, y Jim podía sentir cómo cada uno exploraba la mente de los otros con un entusiasmo tímido e infantil, comenzando a entretejerse en un gran todo del que la antigua «moral de tripulación» había sido un pálido anuncio. A Jim, algunas de las exploraciones le resultaron muy familiares, excepto por el hecho de que ahora parecían extrañamente meditaciones de una sola mente en lugar de una conversación entre dos…
—Pensaba que el sistema no debía de acabar simplemente con la «causa»…
—Y no lo hace. Hay un ámbito aún más alto de responsabilidad, con un mayor poder concomitante. Cuando uno ignora la causa, la responsabilidad personal por cómo es el universo, por mucho que uno intente cambiar las cosas, éstas permanecen como están… porque en el fondo está convencido de que es culpa de alguna otra persona o cosa que todo sea como es. Pero la aceptación de la causa posibilita que puedan realizarse alteraciones auténticas, convertir unas cosas en otras, sin la persistencia asociada al cambio. Esa aceptación hace posibles las funciones «arcónicas»… la capacidad de decretar los estados de la energía para universos enteros…
—Continúa pareciendo imposible. Alterar todo el sistema operacional de un universo simplemente diciendo que quiere uno hacerlo…
—Pero, Mt’gm’ry, en su planeta hubo al menos una persona de la que tenga yo noticia que solía hacer esas cosas de modo muy rutinario. Codificó una de las reglas básicas del arte: «Pide, y se te dará». Un inspirado físico creativo, muy avanzado para sus tiempos. En cualquier caso, el resto del sistema es sencillo. Extropía, entropía y antropía son los tres estados de la energía en este paradigma… probablemente haya más, en las «dimensiones» superiores, como sucede con todas las demás relaciones. Ya conoce los universos entrópicos; comienzan con una cantidad fija de energía y la pierden. Los sistemas extrópicos pueden ser generados, pero por lo general nadie se molesta en hacerlo. Son sistemas «estériles»… cerrados, que no pierden energía y por tanto raras veces producen vida a menos que algo los «perfore». Y los sistemas antrópicos son eternos y no mueren… universos capaces de «reproducirse» a sí mismos por el sistema de generar energía nueva para reemplazar la vieja…
—¿Tomándola de alguna otra parte?
—Creándola a partir de la nada.
—Otra vez la magia. O «estado estable»…
—Sí, muchacho. Pero, mire, una vez que se ha decretado un estado energético para que exista en él, la materia puede existir, como energía dentro de unos límites… en lugar de como mera ylem flotando en un vacío estéril. Y todo vuelve a comenzar con la longitud y la anchura y la profundidad…
—Parece tan sencillo…
—Es sencillo. Lo único que sucede es que usted está habituado a que las cosas causen confusión, eso es todo…
Jim suspiró, pensó que debía estar acostumbrado también a eso, y continuó caminando con su tripulación. A medida que avanzaban, el entorno se volvía cada vez más indistinto; el terreno por el que caminaban podría haber sido un liso suelo blanco. Y el ardiente resplandor del aire se tomó más intenso hasta que los rasgos de cada uno de los miembros de la tripulación aparecieron con terrible y espléndida nitidez. Los uniformes resplandecían y rutilaban como vestimentas regias, y los rostros eran tan luminosos que herían los ojos.
—Está usted incandescente —le dijo Bones a Jim, con tono casi acusador.
—No lo estoy —replicó el interpelado, más porque no quería estarlo que porque no lo estuviera—. Sin embargo, eso sí lo está. —Señaló delante de sí.
Tal vez a unos cien metros al frente —la distancia era difícil de calcular sin puntos de referencia—, todo, incluso el «suelo», desaparecía en un resplandor que los ojos no podían penetrar, un lugar donde la ardiente luz del aire aumentaba en muchos órdenes de magnitud. No era exactamente luz, aunque resultaba difícil pensar qué otra cosa podía llamársele. El resplandor se extendía hacia ambos lados, y hacia arriba y abajo, más allá de los límites de la vista. Jim permaneció inmóvil, mirando aquello durante un momento, y se le erizó el pelo de la nuca; no hubiera sabido decir por qué.
—Spock —dijo.
El vulcaniano bajó los ojos hacia el tricorder y sacudió la cabeza.
—Fallo instrumental absoluto —anunció, y luego se sintió muy sorprendido al ver que el tricorder se reducía a grises cenizas de plástico, tornillos y trocitos de cable, todo lo cual se deslizó entre sus dedos y cayó al «suelo», lo atravesó y desapareció de la vista.
—Ahora pregúnteme por qué no me gusta trabajar con máquinas —fue el comentario de McCoy.
—Doctor, por favor. —Spock alzó la mirada mientras se sacudía las manos—. Hay que tener cuidado con lo que se dice en este lugar. Es probable que, de modo literal, se convierta en realidad. Éste es el núcleo de la anomalía… y al parecer se trata de un sitio muy maleable.
—Bien —dijo Jim—. Tal vez no tendremos demasiados problemas para remendar la grieta entre los dos espacios. ¿Dónde están K’t’lk y Scotty?
—Aquí, señor —respondió K’t’lk junto a Jim, aunque ella y Scotty no estaban ahí un segundo antes—. Pero, capitán, tenemos problemas…
—Capitán —dijo otra voz a sus espaldas.
Jim se volvió y se encontró con Amekentra, que lo miraba parpadeando con sus grandes ojos húmedos. Tenía todas las escamas torácicas pálidas de angustia. Era la primera muestra de dolor que Jim veía en largo rato, y se sintió conmocionado.
—Alférez, ¿qué sucede?
—Capitán —respondió ella—, llegué casi a la muerte en una ocasión… cuando los klingon atacaron Yorktown, hace años. Esto… —señaló la brillantez con la membrana iridiscente de su cuero cabelludo— es lo que vi cuando me sobrevino la muerte en la mesa… antes de que me trajeran de vuelta. Antes de que me enviaran de vuelta, sería más correcto. Pero esto no es… —Se interrumpió, buscando las palabras—. Señor, lo que yo vi, me vio a mí. Me habló, me preguntó si mi vida había concluido. Pero esto… esto nos vuelve la espalda. No responderá.
Jim pensó en el rápido escalofrío que le había recorrido la nuca. Se volvió a mirar a la tripulación, que se había aproximado para rodearlo en un gran semicírculo.
—¿Alguien más ha notado algo así? —inquirió.
La respuesta no le llegó en palabras, y daba igual, porque habría tardado demasiado. Las personas que servían en naves estelares se veían con frecuencia implicadas en situaciones relacionadas con la muerte, y muchos miembros de la tripulación de Jim habían pasado por experiencias «extracorpóreas» o de «paramuerte». No todas las experiencias eran iguales; las especies no homínidas, en especial aquellas en las cuales la vista no era el sentido más importante, informaban de apoteosis de olores o sonidos, o del asalto de sabores o sensaciones físicas tan deslumbrantes como la tradicional «luz blanca» lo era para los homínidos. Pero todos los tripulantes que vertieron sus respuestas dentro de la mente de Jim concordaron en que lo que ahora veían, sentían o saboreaban era como aquello que habían experimentado antes… con la diferencia de que ahora hacía caso omiso de ellos.
—Capitán —intervino K’t’lk—, lo que estaba a punto de decirle era que ese resplandor es la manifestación más «física» de una gran fuente de vida. Lo cual complica las cosas. No podemos empezar a manipular este espacio sin al menos establecer comunicación con ese ser, o seres, y advertirle lo que estamos a punto de hacer, de modo que él o ellos puedan hacer lo que sea necesario para protegerse.
Jim asintió con la cabeza.
—¿Cómo?
K’t’lk se rió de él, un sonido como el de una caja de música que contara un chiste.
—Capitán, la forma en que estoy hablando con usted podría dar muy buen resultado. No he tenido que hablar idioma básico desde que llegamos a este lugar… la mera intención de comunicarse parece vencer todas las barreras de idioma y especie. Si le decimos a eso lo que estamos a punto de hacer, nos oirá. —Se volvió hacia el resplandor y, en un rápido y claro arpegio, cantó—: Somos amigos; ¿quiere hablar con nosotros?
Jim no estaba seguro de qué esperaba, pero se sintió decepcionado cuando no sucedió nada.
—Quizá no ha hablado con voz lo bastante alta.
K’t’lk emitió un sonido discordante.
—Dudo de que sea ése el problema —replicó—. Quizá se necesita a otro para hacerlo. O a más personas.
Probaron las dos opciones. Probaron con el habla grave y calma de Spock, tanto en idioma básico como en vulcaniano, y el habla escocesa de Scotty, y el ruso melódico, plagado de tensiones de Chekov. Uhura probó con un par de frases en hestv e ieleru, y luego renunció, con expresión dubitativa; Janice Kerasus lo intentó en vercingetorixano, shaulast y ddaisekedeh, sin mayor éxito. Después de que McCoy perdiera la paciencia y le gritara al resplandor con amistoso fastidio, muchos otros probaron a gritarle y sacudir los brazos. Luego intentaron comunicarse hablándole por grupos. Entonces, Scotty sugirió que renunciaran al habla vocal e intentaron pensar, con gran concentración, todos a la vez. El atronador coro de pensamientos resultante casi ensordeció a Jim por dentro, pero el resplandor no se movió ni el equivalente a la llama de una vela.
Irritado, Jim se volvió en redondo y se encontró con Uhura, que miraba el gran resplandor con una sonrisa que era un poco divertida, un poco triste.
—Bueno —le dijo—, ¿alguna idea?
Ella posó los ojos sobre él.
—Usted percibe una existencia allí, ¿no es cierto? ¿Una vida?
—Ciertamente. —El pelo de la nuca volvió a erizársele al decirlo, y esta vez Jim supo por qué. Puede que no pudiera compararse una vida con otra… pero podía sentir desde el fondo de su ser que esta vida era, de alguna forma, inmensamente más grande que la suya—. ¿Y?
—No estoy segura. Pero podríamos estar equivocándonos en nuestra presuposición de que esto… —hizo un gesto hacia la luz— se encuentra en un estado de desarrollo tan complejo como nosotros… al menos por lo que a la comunicación respecta. Puede que en algunos sentidos estemos muy por delante de él.
—No veo cómo es posible. El… el poder que mana de eso…
—El poder no lo es todo. Capitán, ¿qué se necesita para comunicarse?
—Mmm… un idioma común… no, nosotros parecemos estar arreglándonos sin eso, ¿verdad? El deseo de comunicarse, entonces…
—Muy cierto. Pero es necesario que ese deseo exista por ambas partes.
—¿Está diciendo que eso no quiere comunicarse con nosotros?
—Puede que sea incluso algo mucho más simple. Digamos que comenzamos desde el principio mismo e inventamos la comunicación. ¿Qué se necesita, en primer lugar?
Jim la miró, pensativo.
—No sólo la capacidad, o el deseo… —Y entonces se le ocurrió—. ¿El concepto mismo de la comunicación?
Uhura le dedicó una amplia sonrisa, encantada con el acierto de su alumno.
—Se necesita eso, señor. Pero recuerde, no obstante, que está inventando la comunicación. Hay una cosa que precede a la invención del concepto.
Jim pensó durante un rato, y luego negó con la cabeza.
—Dígamelo usted.
—Es fácil pasarlo por alto, como un pez pasa por alto la existencia del agua. Para inventar algo, hay que haber inventado la invención en primer lugar. De otro modo, se queda uno atascado. —Uhura sonrió aún más abiertamente ante el desconcierto de Jim—. Si usted cree que es imposible hacer nada respecto a una situación, jamás lo hará, ¿no es cierto? La posibilidad jamás se le ocurre, literalmente… ni tampoco la solución. Capitán, ¿qué sucedería si esta «existencia» que tenemos delante no sólo no hubiese inventado nunca la noción de comunicación… sino que jamás hubiese inventado la invención? ¿Y si no se comunicara con nosotros no sólo porque no sabe que exista algo como la comunicación, sino porque tampoco sabe que haya algo o alguien más con quien comunicarse? ¿Y si ni siquiera supiese que ella misma está ahí?
Jim respiró profundamente, pues lo que acababa de decir Uhura tenía sentido, si bien un sentido algo peculiar. Desvió la mirada hacia Spock, que asintió y le habló a Uhura.
—Entonces, está usted sugiriendo que la única manera de comunicarse con ella es enseñándole primero la «invención»… la creación… con el fin de que sea capaz de comprender su propia existencia… y luego la nuestra.
—Correcto.
McCoy, de pie junto a Spock, tenía otra vez un aire incómodo.
—Está hablando de enseñarle que tiene su propia conciencia. ¡Es un asunto peligroso! Recuerde lo que sucedió con los primeros ordenadores holográficos análogos antes de que sus diseñadores lograran que generasen una finalidad propia, un sentido de plenitud…
—El comportamiento destructivo es igual de probable en las mentes plenamente humanas, doctor, incluso después de millares de años de pensamiento —intervino Spock—. Siempre es decisión del propio ser lo que hará con su mente una vez descubre que la tiene. Ser dominado por ella y transformarse en una herramienta de la entropía, o dominarla y apartarse de la destrucción. Varios de los miembros de la tripulación tenemos bastante destreza en eso… entre los que sin duda está incluido usted. —Volvió a mirar a Uhura—. La comunicación física, en la medida en que esa frase tiene sentido dentro de este espacio, no parece dar resultado. Estoy dispuesto a contribuir con la fusión mental a este experimento, si así lo desea, teniente.
Ella miró a Jim.
—Con la venia del capitán, sí, lo deseo.
Jim asintió con la cabeza, dado que no veía ninguna solución más clara.
—Hay otro problema, Spock —intervino McCoy—. Aquí no existe el tiempo, ni la sucesión, ni la duración. Se necesita eso para el pensamiento. ¿Cómo va a ponerse en contacto con esa gran cosa brillante, sea lo que sea, mediante conceptos mentales basados en el tiempo?
—Tal vez a través de mí —dijo una voz gutural detrás de McCoy. El alférez D’Hennish dio un paso al frente, su pelaje lustroso como la seda, resplandeciendo en oro y plata al reflejar la brillantez cercana—. Estoy habituado a vivir en el «ahora». No tengo ni «fue» ni «será». —Pronunció las palabras como si pertenecieran a una extraña lengua foránea—. Pero tampoco lo tiene eso, si comprendo bien a la teniente Uhura. —D’Hennish agitó las orejas hacia el resplandor—. Aunque sí tengo «entonces»… y esa cosa lo necesita para entendemos a nosotros, o a la temporalidad, en lo más mínimo. Creo que soy el puente que el señor Spock y la teniente Uhura van a necesitar.
Jim miró al sadrao, y luego a McCoy.
—¿Bones?
El médico asintió, aunque con renuencia.
—Capitán, probablemente él tenga razón, pero todo este asunto es muy peligroso; podría costarles la mente a los tres. —Hizo un gesto de impotencia—. Y no es que tengamos alternativa… es muy cierto que no podemos arriesgarnos a matar a este pobre trillón de vatios, sea lo que sea, en nombre de la salvación del universo. También tiene derecho de vivir…
—Adelante —le dijo Jim a D’Hennish. El ailurino fue a reunirse con Spock y Uhura, que ya estaban hablando en voz baja, preparándose para la fusión. Spock le dijo unas pocas palabras a D’Hennish, y los tres se aproximaron más entre sí. Jim esperó el convencional contacto en los puntos de presión nerviosa del rostro, que Spock solía usar para la fusión… pero al parecer el vulcaniano no lo consideraba necesario en este lugar. Se limitó a reunir a los otros dos con los ojos.
—Nyota —dijo—. Ri’niwa. Sean conmigo…
Una gran quietud se propagó desde ellos a la tripulación, hasta que pareció que la totalidad de los cuatrocientos estaba conteniendo la respiración. Uhura alzó la cabeza, con los ojos cerrados, y susurró algo; los labios de Spock y las mandíbulas de D’Hennish se movieron también. El aire comenzó a erizarse con la insoportable sensación de que algo estaba a punto de acontecer, como el rayo a punto de estallar. La expectación aumentó más y más, se transformó en un incendio tan ardiente como un fuego generalizado en el aire. Jim tenía ganas de moverse, de gritar, cualquier cosa para romper la tensión. Pero estaba inmovilizado, atrapado en el súbito poder de la fusión como todo el resto de los tripulantes… atrapado en el eterno presente de D’Hennish; en la insistencia de Uhura para que aquello que la oyera crease no sólo el tiempo y la existencia, sino la creación misma; en el implacable abrazo mental de Spock que todo lo reunía y convertía en una sola cosa. La tensión aumentaba, la energía crecía cada vez más…
Los ojos de Uhura se abrieron de terror. Tres alaridos hicieron añicos la quietud en angustiado unísono: el de ella, el de Spock, y un terrible aullido vociferante de D’Hennish. Los tres cayeron juntos, como si la misma mano los hubiera derribado de un golpe. El resplandor onduló… luego fluctuó y se curvó como una cortina alzada por una tormenta… y se rasgó.
Y se desataron todos los infiernos.