Jim estaba más allá de la sorpresa. Ahora le resultaba simplemente interesante encontrarse, no en el asiento de mando, sino de pie sobre la ladera de una loma cubierta de matorrales, que descendía por un lado hacia un pequeño pantano seco, y ascendía por el otro hacia una cresta que se destacaba contra el cielo azul. El cielo estaba claro, y por el tono del azul y la particular suavidad de la luz que lo bañaba todo y la ausencia de sombras, parecía ser justo después de la puesta de sol. «Bueno, acabemos con esto», pensó, y comenzó a subir.
Mientras ascendía, encontró a su paso arbustos de manzanita[5], hierbas espolín, y vio también una planta de yuca con su largo escapo de flores que comenzaban a abrirse en campanillas blanco cremoso. «Esto podría estar en cualquier parte del suroeste de Norteamérica. Primavera, o principios de verano; el aire es un poco fresco…» Jim coronó la cresta de la colina, jadeando. «¿Debería estar haciendo ejercicio tan pronto después de un paro cardíaco? Bones estaba justo detrás de mí, pero ahora no lo veo, no puedo preguntárselo… En fin». Miró hacia abajo.
Desde donde él estaba, la ladera descendía en amplias ondulaciones a lo largo de unos trescientos metros. Al pie de la ladera había un amplio valle que se extendía por kilómetros, cubierto de un espeso bosque y bañado por un entramado de rayos de luz dorada en el crepúsculo. Al otro lado del valle, muy lejos, las luces del alumbrado callejero punteaban el pie de las colinas de Santa Mónica como una lluvia de estrellas; y el gemido de un vehículo comercial con motor de iones que despegaba del puerto suborbital de Van Nuys llegó hasta él a través del aire inmóvil. En el extremo más alejado de las Santa Mónica, un suave y cálido resplandor ascendía por el cielo desde los millones de luces de Los Ángeles. Jim sacudió la cabeza y sonrió; era una vista que no había presenciado desde que estaba en la escuela secundaria, cuando se aficionó a la escalada. Habría sido agradable sentarse en la cumbre de la colina, como había hecho muchas veces en el pasado, y ver salir las estrellas una a una a través de la calina. Pero quería encontrar a su gente. «Descender la colina probablemente dará tan buen resultado como cualquier otra cosa…», pensó, y dio un paso…
… y el traje de Jim crujió cuando empezó a descender, medio resbalando, medio rebotando, por el polvo rojo y la grava de la ladera interior del cráter, hacia otra figura que se encontraba más bajo de pie, los brazos en jarras, los ojos alzados. Su traje era también de la Flota Estelar, con galones de comandante en las mangas, y la insignia con la barrera-atravesada-y-la-flecha del Cuerpo de Ingenieros de la Flota Estelar. Jim llegó dando tumbos hasta donde estaba Scotty, y dio un golpecito en su propia placa facial para indicarle a Scotty que despolarizara la suya.
—Un momento, Jim —dijo Scotty a través del comunicador del casco de Kirk, al tiempo que señalaba hacia arriba. Jim alzó los ojos y vio la razón de la espera. Estaban bajando la cúpula del cráter para colocarla en su sitio, una tremenda coraza de acero transparente con nervaduras de Fuller[6] que ocultaba cada vez más el cielo violeta negruzco a medida que los tractores de las naves Thermopylae y T’Laea la hacían descender.
—¡Señor, Scotty, esa cosa debe de tener diez kilómetros de ancho!
—Once coma cuatro cinco ocho ocho —precisó Scotty casi distraído. Jim sabía que tenía la mente en otra cosa, puesto que podía sentir la preocupación de su viejo amigo como si procediera de su propio interior, no de fuera. Los ordenadores habían dicho que aquella cosa no se hundiría esta vez bajo su propio peso, pero también habían dicho eso mismo las otras dos veces, antes de que Scotty hubiera mejorado la obra y tenido una repentina corazonada acerca de las ecuaciones de distribución de los tirantes. Ahora comprenderían de verdad cuál es el único método que permite estar seguro a un ingeniero, con independencia de lo que digan los papeles.
Scotty le hizo un gesto y ambos descendieron a trompicones hasta un poco más abajo por la pared interior del cráter. La cúpula ocultaba ya la práctica totalidad del cielo que tenían encima, y el pequeño y feroz sol blanco, que se encontraba bajo en el firmamento, desapareció por un instante, y luego volvió a brillar pero menos cegador, al polarizarlo el acero transparente.
—Cuidado con el equilibrio, Jennifer —le dijo por el comunicador a la ingeniero-capitán de la Thermopylae.
—Deje de preocuparse y disfrute del espectáculo, Scotty.
Scotty profirió un bufido; sudaba. La cúpula descendió más y más, y colgaba ahora justo por encima del enorme borde de apoyo de doble muro que había sido construido para ella en torno al cráter. Estaba a pocos metros por encima del borde, a decímetros, a centímetros. La luz del cielo se apagó, y Scotty continuó tan inmóvil como si estuviese congelado…
Incluso con aquella escasa gravedad, el suelo retumbó y se sacudió durante segundos cuando la tremenda masa de la cúpula encajó y se asentó dentro del reborde. Y al hacerlo, cuando todos los contactos de energía encajaron en su sitio, se encendieron las luces de un extremo a otro de los tirantes de soporte, relumbrando en rojo, naranja apagado, amarillo, blanco brillante…
Los tripulantes de la T’Laea y de la Thermopylae daban vítores. Scotty profirió un largo suspiro y se volvió a mirar a Jim, ahora con el casco despolarizado. Jim se inclinó para tocar con su casco el de Scotty, y al hacerlo se sintió sorprendido. Quien tenía ante sí era Montgomery Scott, sin duda, pero… ¿dónde estaba el cabello gris, dónde las arrugas? ¿De dónde había salido este hombre más joven?
—Scotty, no me había contado que hubiera realizado un trabajo tan importante en Marte…
—No le he hecho aún —replicó Scotty—. Este proyecto se encontraba todavía sobre la mesa de dibujo cuando recibí la orden de incorporarme a la Enterprise. Sólo quería saber qué resultado daría. Pero creo que será mejor que busquemos a los otros…
—Supongo que sí —concedió Jim. Juntos, bajo las deslumbrantes luces de la cúpula, descendieron por la pendiente de la pared del cráter…
Encontraron a Uhura cantando en un pequeño club nocturno, en Antares II; y a Sulu inclinado sobre la barandilla de una de las terrazas de la Escalera de Diez-Mil-Escalones, en la tercera luna de Mirfak XI, admirando la vista del glaciar de metano; y a Janice Rand de pie en un bosque de pinos con una cesta de comida cubierta colgando del brazo, y una expresión aturdida en el rostro, mientras un lobo con el que había estado hablando se escabullía entre las sombras cuando ellos llegaron. Cada pocos pasos, Jim y su pequeña escolta encontraban a uno o dos miembros de la tripulación, y luego continuaban caminando un poco más, y el entorno se deshacía para transformarse en otro más maravilloso o extraño que el anterior. Amplias llanuras de hierba azul alta hasta la cintura, fragantes de canela y cegadoramente enjoyadas de rocío bajo un caliente sol blanco, se transformaban en un anochecer de verano techado con un solo brazo ardiente del espiral de la Galaxia, en una extensión interminable de arena negra que se estremecía sacudida por los rugidos de bestias desconocidas. Una senda de cristal blanco que se extendía hacia la lejana desolación de cumbres áridas, se transformaba en césped que descendía ondulante en suaves elevaciones hasta el mar; las gaviotas giraban y chillaban en torno a los pináculos de un gran castillo de muchas torres que se alzaba allí, sobre una pequeña península, y cuyas ventanas de cristal reflejaban la puesta de sol y brillaban como astros. Tardes doradas polvorientas, días apagados que retenían al sol plateado cautivo en una nube sobre árboles extraños, mañanas de siete estrellas sin una sola sombra, amaneceres de resplandor verde… se sucedían unos a otros en una procesión que jamás se repetía. Sin saber qué otra cosa podía hacer, Jim avanzaba a través de ellos y su gente lo seguía. Pasado un tiempo —si podía llamárselo así, puesto que incluso los momentos pasados producían una sensación de presente, y Jim sabía que el tiempo no estaba pasando realmente—, se encontró caminando con alrededor de la mitad de la tripulación de la Enterprise, y recogiendo a más de sus miembros cada pocos minutos.
Jim se sentía tan fascinado por la gente misma como por los lugares donde los encontraban. Muchos parecían más jóvenes de lo que eran al principio de la misión, o simplemente tenían mejor aspecto, más saludable, más poderoso, más vivo. Además, cada vez que el entorno cambiaba y aparecían más tripulantes, Jim se sorprendía experimentando el mundo recién hallado, no sólo desde su propio punto de vista, con sus emociones y reacciones propias, sino desde la perspectiva de una o más de las personas encontradas en él. El efecto se parecía a la visión doble, aunque no era visual, y durante bastante tiempo a Jim le resultó profundamente perturbador. «¿Es esto lo que tiene que soportar Spock cuando se encuentra a bordo de la nave? No es de extrañar que tenga que retirarse a veces…»
Había otros asuntos, sin embargo, que también reclamaban su atención. Jim advirtió que, con independencia de cómo cambiara el terreno, normalmente se encontraban caminando ladera arriba o ladera abajo; había tramos llanos, pero eran raros. Le mencionó esto a Scotty mientras ascendían por una colina más, ésta con lo que parecía ser un jardín amurallado en la cumbre.
—Ah, sí —dijo Scotty—. También yo lo he notado. Sospecho que podría estar relacionado con los cambios en el gradiente de la entropía del entorno… de modo que percibimos las olas de entropía y anentropía como «subidas» y «bajadas».
—De ser así, si nos encontramos ascendiendo cada vez más y más…
—… significaría que estamos acercándonos al núcleo de la anomalía, la fuente de la anentropía, sí. Entonces, K’t’lk podrá hacer lo que le corresponda. Sea lo que sea.
—No la he visto.
—Ahá —dijo Scotty con una ancha sonrisa, y señaló a lo alto de la elevación. El muro del jardín tenía una puerta, y por ella salía en ese momento K’t’lk junto con varios tripulantes que masticaban frutas de los árboles cuyas ramas pendían por encima del muro del jardín—. Y bien, muchacha —la saludó Scotty mientras descendía hacia él, Jim y la gran multitud de la Enterprise—, ¿hacia dónde vamos ahora?
Ella dirigió la vista hacia lo alto de la colina.
—Más arriba —tintineó—, aunque tal vez tengamos que bajar para llegar hasta allí. Capitán, ¿se encuentra bien? ¿Es la falta de tiempo lo que le causa agotamiento, o la cantidad de subidas? Parece turbado.
Jim sacudió la cabeza.
—No hay problema con el tiempo… últimamente he practicado tanto que ya me he acostumbrado a eso. Y las subidas… no. No me cansan lo más mínimo, lo cual es raro. Si es que hay algo aquí que no sea raro. —Miró en torno de sí y continuó caminando—. Pero me gustaría encontrar a Spock. Y tampoco he visto a Bones…
No había tenido ni tiempo de dar los esperados pasos de descenso por la ladera de la colina del jardín, cuando las cosas volvieron a cambiar. El terreno era fiero, áspero, peñascoso, todo piedras, arena y resquebrajada tierra carmesí. Un viento caliente cargado de extrañas esencias, rico, aromático y acre a la vez, soplaba por un terreno que ascendía, procedente de un cielo pardo rojizo; mientras una enorme luna anaranjada salía flotando, espantosamente cerca, por el horizonte elevado, bajo un ardiente sol blanco azulado.
«Vulcano», pensó Jim, y no se sorprendió al ver una silueta alta que caminaba ladera arriba en dirección a ellos. En cuanto había aparecido este lugar, había percibido el distintivo carácter de los pensamientos de Spock: el silencioso cariño y anhelo que el medio vulcaniano sentía por esta belleza salvaje y desolada, entretejido con la incesante actividad de la mente del hombre que luchaba por analizar la situación presente. Por otra parte, Jim pensó en la rapidez con que había aparecido K’t’lk cuando Scotty dijo que quería verla, y tuvo la poderosa sospecha de que, a pesar de la negativa de Spock, las cosas que uno deseaba sí que sucedían en este espacio. Lo que Jim no esperaba era que encontraría también a McCoy, descendiendo la ladera junto a Spock, y mirando en torno con una expresión tan impávida y reservada que él mismo parecía vulcaniano.
Se reunieron con él y el grupo que caminaba en la vanguardia de la tripulación de la Enterprise. A modo de experimento, Jim buscó la «sensación» que producía estar en la mente de McCoy. Resultaba más difícil de precisar, más sutil, aunque no menos compleja; conformada para recibir, contrariamente a la de Spock, orientada hacia la entrega; como si Spock fuese una fuente de luz, pero McCoy fuera un espejo. «Bueno, no es del todo así. Pero puedes ver a otra gente dentro de él». El espejo reflejaba el brillante y frío fuego de Spock, y la curiosidad, perplejidad y deleite de todos los tripulantes que lo rodeaban; incluso reflejaba las propias sensaciones de Jim, su deseo de llegar al fondo del misterio, su propia fascinación ante lo que estaba sucediendo. Las percepciones eran peculiares, pero considerando lo que Jim sabía de Bones, tenían perfecto sentido. «¿Es telepatía, esto? No es de extrañar que a Spock le cueste tanto explicarlo… las comparaciones, las palabras corrientes no pueden describirla de manera adecuada…»
—Sí, capitán —dijo Spock—. Se trata de una experiencia sumamente subjetiva. ¿Se encuentra bien?
—Mucho. Caballeros, me alegro de verlos. Creo que ahora estamos todos. La única pregunta que resta es, ¿dónde estamos?
Comenzaron a caminar otra vez. Spock avanzaba a su derecha, McCoy a su izquierda.
—Estamos en la nave, capitán —respondió Spock—. Al fin y al cabo, ¿cómo podríamos haber salido de ella?
—Spock —dijo Jim—, si esto es la Enterprise, Harb Tanzer debe de haber incorporado a la sala de recreación muchos aparatos de los que no me ha hablado.
—No obstante, estamos a bordo de la Enterprise, capitán —insistió Spock—. Lo que ha cambiado es la forma en que nosotros la percibimos. Y en esas nuevas percepciones, hay lugar para cualquier cosa… del mismo modo que usted puede imaginarse la totalidad de la Galaxia, sin necesidad de ser físicamente lo bastante grande como para contenerla.
—¿Hemos llegado a la anomalía, entonces?
—A sus límites exteriores, diría yo. Mi tricorder… o la creación mental que en este momento se manifiesta como un tricorder, indica que el gradiente de la entropía aumenta en dirección a las tierras altas. Ésa es la dirección en que debemos continuar avanzando.
—Como siempre —masculló Bones.
—Lo cual me lleva a otra cuestión. Bones, la gente tiene un aspecto mucho… mejor…
McCoy asintió con la cabeza.
—Eso veo. La cuestión es bastante clara, si el camino que seguimos lleva realmente hacia un área de menor entropía. El envejecimiento, las lesiones, la muerte física, son todas funciones de la muerte calorífica, la pérdida fundamental de energía. Lo mismo sucede con los traumas psicológicos… y si eso se detiene o se invierte aquí, no es de extrañar que la gente tenga mejor aspecto. La mente afecta al cuerpo, y no puede ser de otro modo. De lo que no estoy seguro es de hasta dónde llegará el efecto. Aunque sospecho que continuará acelerándose a medida que nos acerquemos al corazón de todo esto. Le diré una cosa, me preocupa un poco.
—No hay necesidad, doctor —intervino Spock—. En realidad, no creo que tenga que preocuparse durante mucho más tiempo, si mi teoría es correcta. A medida que nos internemos más en la región de anentropía, los aspectos entrópicos de la conducta, como el enojo, el miedo y demás, decrecerán rápidamente, incluso desaparecerán.
—¡¿Está usted diciendo que vamos a convertimos en menos humanos de lo que somos…?!
Spock suspiró y miró a McCoy con un afecto casi absoluto.
—Leonard, por favor, deje de contradecirme sólo porque sí. —La boca de McCoy se abrió—. Si de verdad va a lamentar ver a sus compañeros de tripulación perder la codicia, la cólera, el terror, la angustia y todas las demás emociones «oscuras» que dominan a la mayoría de las humanidades, no es usted quien yo creía que era. Y sospecho que tenemos que reconciliamos con nuestra propia naturaleza tan rápido como podamos. En este lugar donde ninguna cosa permanece estable, ésa es una información que probablemente necesitaremos para tener éxito en esta misión.
—En ese caso, vayamos a ello. ¿Colina arriba?
—Colina arriba, capitán.
Y se pusieron en marcha. A pesar de lo extraño que era todo, a Jim, el recorrido le resultaba agradable; especialmente por esa sensación que a veces echaba tanto en falta durante una misión: la de saber que no estaba solo en el puente, sino que había toda una tripulación que actuaba en concierto con él. Tener a los cuatrocientos treinta y ocho físicamente a su alrededor (si es que había de verdad algo real o físico en todo aquello), constituía un placer. Si había algún problema, era que los cambios de entorno comenzaron a hacerse irregulares, impredecibles. Los mundos comenzaban a variar, no con la líquida elegancia a la que se había acostumbrado, sino de mañera espasmódica; las imágenes se rasgaban, giraban y se mezclaban.
Miró a su derecha.
—¿Problemas, Spock?
Spock alzó su tricorder y lo estudió.
—Muy probablemente. Estamos entrando en un área de turbulencia de la mezcla de entropía. Las lecturas del tricorder son caóticas, pero sospecho que más allá de la turbulencia hay una zona en la que el gradiente de la anentropía aumenta de modo verdaderamente brusco. Nos estamos aproximando al núcleo de la anomalía, capitán.
—Muy bien —asintió Jim, y se volvió para encarar a los cuatrocientos que los seguían—. Casi hemos llegado a nuestro destino, y no va a ser fácil —dijo… y entonces tuvo que dejar de hablar durante un momento. Hacía rato que no había mirado a su tripulación. Este lugar, sin embargo, no había dejado de obrar sobre ellos; parecían tan jóvenes, tan fuertes, tan capaces y poderosos, que por un instante se preguntó por qué se molestaba en advertirles nada. Resultaba extraño haber dicho, durante tantos años, «¡tengo la mejor tripulación de la Flota!», y de forma tan repentina no sólo saberlo, sino ver que era verdad. Tan espléndidos eran que Jim se sintió de hecho un poco avergonzado de encontrarse ante ellos. Pero lo miraban con la habitual aceptación serena de cualquier cosa que tuviera que decirles, así que Jim recobró el aplomo y prosiguió—. Permanezcan juntos, no le quiten el ojo de encima a las personas que se encuentren cerca de ustedes… no pierdan a nadie. El señor Spock dice que el tramo que nos queda por recorrer será más abrupto.
No necesitó siquiera el murmullo de aquiescencia; la ola de sus pensamientos —conformidad, apoyo, la voluntad de ir adondequiera que los condujese— lo golpeó con tal fuerza que creyó que caería.
—Vamos, pues —acabó, y dio media vuelta para unirse a la tripulación del puente y abrir la marcha.
Por primera vez, ascender comenzó a resultar difícil… a partir de ese momento, como si quisiera demostrar su presencia, la gravedad se había vuelto más y más fuerte, superando la de la Tierra. Jim subía trabajosamente, mientras el paisaje que lo rodeaba cambiaba con mayor rapidez, girando a su alrededor en una tormenta de inestabilidad cada vez más desorientadora. Era como si el mundo estuviera haciéndose pedazos. Sentía como si estuvieran desgarrando su cuerpo, como si estuvieran tirando de él en direcciones diferentes.
—¡Jim…! —jadeó alguien a su lado.
Él dirigió los ojos hacia McCoy.
—Los muchachos de ahí atrás… —dijo Bones.
Jim miró por encima del hombro. La tormenta de imágenes casi ocultaba a su tripulación, la mayoría de ellos caminaban con la cabeza inclinada, luchando contra la tempestad.
—El aire… es un poco más ligero aquí —comentó Jim.
—A eso me refería. Necesitan que nosotros… sus oficiales… estemos con ellos. Están preocupados por nosotros, y eso hace que avanzar les resulte más difícil.
—En ese caso, nos separaremos. —Miró a los tripulantes del puente, muchos de los cuales se encontraban cerca—. Que cada uno se haga cargo de un grupo. Bones, envíe a algunos de los muchachos aquí arriba, conmigo.
McCoy palmeó un hombro de Jim, y desapareció en el aullante remolino.
Jim reunió su grupo de treinta o cuarenta en torno de sí, dio algunos pasos para determinar hacia dónde ascendía la pendiente —ahora la vista no servía casi para nada—, y se encaminó hacia lo alto de la abrupta ladera a través del arremolinado paisaje que se hacía jirones. Sentía un dolor que iba en aumento. Su creciente capacidad telepática había comenzado a transmitirle la angustia de los tripulantes que lo rodeaban al ser sus propios cuerpos y mentes sacudidos y desgarrados. Si el desgarramiento hubiera sido meramente físico, habría podido soportar el de ellos y el suyo propio sin demasiados problemas. Hacía mucho que Spock le había enseñado una de las más sencillas disciplinas vulcanianas para controlar el dolor: si uno acepta el dolor, se convierte en parte de uno mismo, y desaparece. «Pero esto está más allá de lo aceptable —pensó Jim en su propio terror, mientras una y otra vez sus pensamientos parecían deslizarse al exterior y convertirse en los de algún otro, y Jim Kirk se perdía—. ¿Qué sucederá si no puedo volver a encontrarme a mí mismo después? No te preocupes por eso. Simplemente continúa adelante… no puedo oír mis pensamientos, ¿qué están haciendo todas estas personas en mi cabeza? Querida Señora Madre, ayúdame a continuar adelante, no puedo cargar a mis tripulantes conmigo…»
«… Tienes que resistir, Robbie…»
«… ningún miedo del pasado puede compararse a este miedo; desearía poder yacer aquí y morir, pero no puedo, me necesitan. Mayri me necesita. Él me necesita, y está allí, solo, guiándonos, mientras que yo no estoy solo, ni siquiera ahora, mientras lo sigo. Continúe caminando, señor, estoy aquí. Muriéndome, pero aquí…»
«… terror-terror-preocupación por otro-cólera ¡desafío!-¡negación!-¡desafío! intención de ¡seguir!-¡seguir!-angustia-negación-rechazo-¡seguir!-¡seguir…!»
La situación empeoró. No podía ser peor, y sin embargo empeoró. Los desquiciados pensamientos de sus tripulantes lo golpeaban y herían como granizo, y Jim no se atrevía a cerrar su mente y dejarlos fuera; sabía que si lo hacía, ellos iban a perderlo. «Simplemente continúa adelante. Esto tiene que acabar». El camino se volvió escarpado; la superficie por la que avanzaba parecía querer desaparecer bajo sus pies a cada paso que daba; y el terror, el terror de otros, lo llenó hasta que ya no pudo diferenciar dónde acababan sus propios miedos y comenzaban los ajenos. «Perdido, estoy perdido. Erraremos por aquí eternamente. No. No. Siente lo abrupta que es esta inclinación. Tiene que haber una subida en alguna parte al otro lado de esta bajada. Continúa adelante, dependen de ti, continúa adelante…»
«… sí, muchacha, cuidado con la alférez Dabach, allí, está pasándolo mal/no lo sé, no lo he visto, vayamos a ver…»
«… aguante, Jim, esto no puede durar mucho más ni ponerse mucho peor. Creo yo. /¡Oh, Dios, quítele esa cosa de encima a Susanne! Jerry, cójala por los brazos… /No, Tasha, no mire eso. Simplemente continúe adelante…»
«… Teniente, tiene que mantener los ojos abiertos para caminar. Permanezca detrás de mí…/adónde ha ido, pero si alguien puede cuidar de sí misma, es ella, qué/¡Christine! ¡Christine! Levántese, no puede hacerle daño, déjeme/no lo deje, oh, Señor de todas las cosas, está todo en mi/dulce Arquitecta, de dónde supones que ha salido eso, y cómo puedo mantenerlo alejado…»
«/No lo haré, no lo haré, él no lo hará y él/no me desmoronaré frente a todos ellos/doctor, no un exterminador/dolor, no hay ningún dolor, hay/¡valor! ¡valor! lo peor/no puede volverse/nunca más vuelva a beber eso mientras yo/¡no se dé por vencido, Jim! ¡continúe adelante! continúe/estamos aquí, estamos detrás/si usted no se da por vencido no lo haremos nosotros, continúe/no puede ponerse peor, todos lo están observando, continúe/adelante, sólo un poco/rrhn meieisae tamnusiaierue ien’toa/morir, no va a morir, no va/te morituri saluta/tiene, que continuar, adelante, un/morituri/¡debe! ¡continuar! ¡adelante! Debe/no puedo/atrévase/no/no/ ¡no! ¡me daré! ¡por vencido!, ¡no!¡no!¡me!¡daré!¡por!¡vencido!¡un!¡paso!¡más!¡unomás! ¡unomás! ¡unomás! sólounomásunomásunomás…»
… y, sin previo aviso, la terrible bajada desapareció por completo, y Jim abrió los ojos y miró en torno de sí, asombrado de encontrarse otra vez avanzando cuesta arriba, pero (otra vez) con mayor facilidad que en cualquier pendiente que hubiese bajado nunca antes. Jim se detuvo por un instante, entrecerrando los ojos para defenderse de la fuerte luz, para secarse el sudor helado que le cubría el rostro. Sus tripulantes lo rodeaban, conmocionados, pálidos o arrebolados o contraídos o vibrando según dictara la especie de cada cual, pero por lo demás enteros… y con un aspecto mucho mejor de lo que él habría esperado en personas que acababan de pasar por la misma casi-muerte repetida que él había experimentado. Algunos de ellos —el señor Athendë de Mantenimiento, Janice Kerasus de Lingüística, Larry Aledort de Ordenador de Navegación— tendieron para tocarlo manos o tentáculos. Él se sometió al contacto sin protestar, agradecido por poder tener aún un cuerpo, y también por consideración a las necesidades de ellos: parecían asegurarse de su propia existencia en virtud de la de él.
—Damas y caballeros —les dijo a ellos y a otros miembros de la tripulación que los rodeaban—, este lugar no puede ser peor que lo que acabamos de pasar.
Se oyeron murmullos de acuerdo.
—Si todos están bien —prosiguió—, continuemos. Hagan correr la voz a los de más atrás de que comenzamos a subir. Cualquiera que se sienta incapaz de seguir debe buscar al doctor McCoy y ponerse de acuerdo con él en lo referente a la espera. ¿Preparados?
Lo estaban, y él lo sabía; al igual que sabía, sin tener que mirar siquiera, que nadie se quedaba atrás. Comenzó a caminar una vez más, y luego aminoró la marcha casi de inmediato cuando tuvo oportunidad de mirar a su alrededor. En parte, fue el cegador resplandor del paisaje lo que hizo que se detuviera, aunque cuanto más lo miraba menos cegador parecía. Pero lo que vio a través de la luz —las características propias del terreno, que ahora era permanente a pesar de que sus detalles cambiaban y se deshacían como había sucedido con todos los otros paisajes anteriores—, lo trastornó más de lo que pudiera hacerlo cualquier resplandor.
—Dios Santo —les dijo a los tripulantes que lo rodeaban—, ¡¿dónde nos hemos metido?!