—Ya tenemos los datos —tintineó K’t’lk—, y lo único bueno que hay en ellos es que resulta imposible que puedan trastornarlo a usted tanto como me trastornan a mí.
—Póngame a prueba —dijo Jim mientras se sentaba en la mesa de diagnóstico y se desperezaba. Bones lo había atiborrado tanto de fármacos que parecía una farmacia; se sentía mucho mejor, y se preguntaba cuánto tiempo iba a durar aquello.
Reunidos en torno a la cama se encontraban Scotty, Spock y K’t’lk; McCoy estaba reclinado contra la pared junto a la cabecera.
—Déjeme hablar a mí primero, Kit —pidió McCoy—. Jim, he tenido oportunidad de atender a bastantes miembros de la tripulación mientras estaba usted aquí abajo. Se produjeron muchísimas lesiones menores durante esta última inversión… lesiones como la suya, sufridas en la experiencia misma, cuando era imposible que nadie pudiera moverse o respirar siquiera, y mucho menos estar en los lugares donde aseguran haber estado. Ninguna de las heridas era muy seria. Aún me quedan algunas personas por examinar; usted era una prioridad para mí.
—Bones, sigo sin entender. ¿Cómo han podido pasarnos de verdad estas cosas? No eran reales…
Bones cruzó los brazos y se reclinó contra la pared, sacudiendo la cabeza.
—Jim, va usted de cabeza a un problema. A un montón de problemas… las guerras, por ejemplo, comienzan cuando señalamos una realidad y afirmamos que es «más real» que otra. Un montón de años en xenopsicología me han convencido de que cualquier cosa que uno experimenta es una realidad… y eso no constituye ninguna dificultad, dado que las realidades se incluyen las unas a las otras de un modo natural. Por ejemplo, mi realidad incluye una Enterprise, y un Jim Kirk, y un Spock… Dios sabe por qué… —Spock alzó una ceja—, y la suya incluye no sólo todas esas cosas, sino también un McCoy. Existe también otro tipo de inclusión. Por ejemplo, usted puede soñar que lo persigue un monstruo y saber que es real… luego despertar y saber que ha estado soñando, y saber también que ahora se encuentra en una realidad más completa o «superior». Hay realidades de «vigilia» aparentemente superiores a la nuestra; los na’mdeihei de Lia serían un ejemplo, según las pautas de ellos.
McCoy suspiró.
—Lo que pretendo decir es que todas nuestras realidades personales están volviéndose mucho más completas, más «superiores» de lo habitual. Nuestras experiencias de inversión parecen haber comenzado con una base interior… y a partir de ese momento, han estado volviéndose hacia fuera para incluir no sólo a otras personas, sino las percepciones de otras personas.
—¿Podría tener eso algo que ver con el incremento en la «duración» de las inversiones? —preguntó Scotty.
Bones se encogió de hombros.
—Podría ser. Las barreras que la mente establece entre su propia realidad y la de otros podrían muy bien ser una función de la entropía… y hemos estado pasando cada vez más «tiempo» fuera de ella. Sin embargo, aún hay otra cosa que resulta más interesante, y me pregunto si el espacio en que nos hallamos no tendrá algo que ver con ello. Hubo un factor común en la totalidad de las experiencias que tuvieron los miembros de la tripulación esta última vez. Todos ellos percibieron algún tipo de peligro para la Enterprise y actuaron con el fin de evitarlo. Puede que esto les resulte un poco raro, y no tengo ninguna prueba que pueda confirmarlo… pero no estoy seguro de que fuese sólo el señor Sulu quien salvara la nave. Creo que toda la tripulación sintió que había algún problema, y que fueron la intención y la concentración de todos ellos lo que logró su salvación.
Jim asintió con la cabeza.
—De acuerdo. ¿Spock?
Spock había mantenido los ojos fijos en la mesa. Ahora los alzó, con una expresión muy grave.
—Señor, la valoración que la sección científica ha hecho de la situación reinante en el espacio que nos rodea es extremadamente alarmante. Hemos logrado determinar que la turbulencia del espacio-tiempo de esta zona tiene, en efecto, un punto de origen. Ese punto se encuentra lejos de aquí, incluso en términos de uso del motor de inversión… a casi dos millones doscientos mil años luz de los límites de la Pequeña Magallanes, casi fuera del mismísimo grupo local de galaxias. Nuestros sensores han podido detectarlo por métodos indirectos; aunque, de hecho, no tienen la capacidad de detectar nada que se encuentre en ese lugar, cuando se los orienta en esa dirección sus funciones fallan de modo catastrófico. Este simple hecho, unido a la presencia de asombrosas cantidades de radiación Hawking, parece indicar la naturaleza del lugar. Lo que estamos viendo, o más exactamente lo que no estamos viendo, es un lugar donde otro universo ha abierto una brecha en el nuestro.
Scotty miró a Spock, sorprendido pero no muy preocupado.
—Eso ya lo hemos visto antes, hombre; ¿qué problema hay?
—Ese otro universo —respondió K’t’lk— parece no tener entropía en absoluto. Está vertiendo no-entropía, «anentropía», en el nuestro. Y la brecha está agrandándose.
—¿A qué velocidad? —inquirió Jim.
—A una enorme velocidad hiperlumínica —respondió Spock—. El efecto es capaz de propagarse con independencia del límite de la velocidad lumínica de este universo, puesto que de hecho constituye una función de la expansión del otro universo. Dentro de un mes a lo sumo, habrá afectado a la totalidad de la Pequeña Nube de Magallanes. Al cabo de dos, tres como máximo, alcanzará a nuestra Galaxia. Y dentro de un año, o quizá dos, podría no sólo haber abarcado a todo el grupo local, sino a la totalidad del «grupo megagaláctico» del cual los grupos locales no son más que una parte insignificante.
Scotty se puso blanco. McCoy permaneció absolutamente inmóvil junto a él. Ni siquiera K’t’lk tintineaba.
—¿Qué sucederá? —quiso saber Jim.
—¿Con los planetas habitados, quiere decir? —Spock miró a Jim, y no hubo calma vulcaniana alguna que pudiera ocultar su angustia—. Sin entropía no puede haber ninguna clase de vida, y lo sabemos. La existencia como tal simplemente cesará, al no disponer de tiempo por el que transitar; a medida que ese otro universo se introduzca en el nuestro, o más bien dicho, lo rodee y finalmente lo contenga, la anentropía acabará con la vida en todas partes. Y no sucederá de una manera rápida ni sencilla. El espacio entrópico y el anentrópico se mezclarán primero lentamente, como dos fluidos. Como está sucediendo con el espacio que nos rodea.
Spock avanzó hasta la pantalla de pared de la enfermería.
—Pantalla —dijo—. Visión exterior.
La pantalla se activó, revelando una panorámica de oscuridad y estrellas que durante la primera fracción de segundo no se diferenció en absoluto del aspecto que presentaría el perfil de cualquier gran cúmulo globular; un reguero de estrellas, más denso por un lado y que iba reduciéndose a medida que se acercaba al límite del cúmulo. Pero la ilusión de normalidad y tranquilidad quedó destruida de inmediato. Las estrellas no se estaban quietas. Y no se trataba de una sana fluctuación como la que podía observarse en los cielos del lejano Lorien. Estas estrellas rutilaban febrilmente, como si estuvieran viéndolas desde el fondo de una atmósfera sucia y turbulenta. Algunas de ellas explotaban, y no lo hacían limpiamente, sino de manera vacilante, convulsa… y luego se contraían perezosamente hasta convertirse en globos mortecinos de aspecto enfermizo. Las estrellas parpadeaban y goteaban como velas azotadas por un viento fuerte, a medida que la entropía y la ausencia de ésta las lamían en olas de años luz de longitud, y el tiempo avanzaba, retrocedía, corría en todos los sentidos. Esto no era un arder puro, feroz, que las llevara al lento colapso y la desaparición. Se trataba de un sufrimiento prolongado, de una muerte lenta. Ni siquiera la oscuridad del espacio vacío parecía limpia. Se arrastraba.
Jim apartó la mirada.
—Algunas de esas estrellas tienen planetas, capitán —dijo Spock—. Algunos de esos planetas tienen vida. Si puede llamársela así. Se trata de una vida en la que nada puede darse por seguro, donde las leyes de la naturaleza pueden quedar abruptamente abolidas según el capricho de cualquier remolino de tiempo o no-tiempo en el que el planeta se vea atrapado. Me atrevería a decir que sus habitantes recibirían la muerte de muy buena gana, si pudieran alcanzarla de modo definitivo… dado que muchos de ellos habrán estado en el proceso de morir durante lo que subjetivamente tienen que parecer eternidades. Un destino semejante es el que aguarda a todos los mundos conocidos. Los klingon, la Federación, todos los cientos de especies de humanidad que conocemos, todas las miríadas a las que no conocemos, en nuestra Galaxia y en todas las demás.
Jim volvió a mirar la pantalla con fascinado horror, y apartó los ojos una vez más cuando el horror superó a cualquier otra sensación.
—Tiene que haber algo que podamos hacer por ellos —dijo en un susurro.
—Enfrentarnos con el problema en su fuente misma —declaró K’t’lk—. La verdad es que tenemos que hacerlo, capitán. Nosotros somos la causa de lo que sucede.
Su tintineo sonaba dolorido, un sonido sombrío, como una endecha por los mundos agonizantes. Jim la miró, y luego volvió los ojos hacia Spock. El vulcaniano asintió con la cabeza.
—Las probabilidades son casi del cien por cien, capitán —confirmó—. La presencia de líneas espectrográficas «simbióticas» en las estrellas, las mismas que observamos en el caso de 109 Piscium y zeta-10 Scorpii, lo confirman… una rotura de la integridad física en enorme escala, y eso sólo a nivel local. Más allá del grupo local, en nuestro propio universo, el componente físico que lo conforma se ha visto comprometido. El proceso topológico que se está produciendo ahí fuera es fascinante… pero es lo único que puede decirse en su favor. Se trata de una analogía multidimensional del antiguo enigma topológico del toro conectado a través de otro que puede «tragarse» completamente a su compañero. Nuestro universo acabará contenido en ese otro… y el tiempo, al convertirse en imposible, cesará. Toda existencia desaparecerá con él. Tengo la teoría, y K’t’lk concuerda conmigo, de que, cada vez que hemos usado el aparato de inversión, la tensión del universo ha aumentado. Y finalmente, en el penúltimo salto, acabó por desgarrarse. El salto que acabamos de realizar, hasta donde pueden indicamos nuestras mediciones, agravó la situación de manera considerable. En caso de que nos trasladáramos al foco de este efecto anómalo, la extrema longitud del salto la agravaría aún más, acelerando el proceso. Aunque lo mismo sucedería, en un grado menor, con cualquier intento de regresar a casa y advertir a las humanidades.
—Recomendaciones —pidió Jim.
—Intentar penetrar en la anomalía —dijo Spock.
—Suponiendo que lo hagamos… ¿qué podríamos hacer una vez allí?
—Existen muchas posibilidades de que esa brecha pueda cerrarse —explicó K’t’lk—. Capitán, usted y Mt’gm’ry se han divertido bromeando sobre si mi física servía para algo más que para confundirlos a ustedes. Pero ahora estamos vivos y hablando en parte debido a esa física…
—También nos encontramos en el problema en que nos encontramos debido a ella —masculló McCoy.
K’t’lk le dedicó un sonido discordante, de fastidio.
—Por favor, L’n’rd. Yo no niego mi responsabilidad en la inminente destrucción de la vida como la conocemos y como no la conocemos, en todas partes. Pero aunque lo tengo presente, no dispongo de tiempo para entonar el me ocupa…
—Mea culpa —dijo Scotty con amabilidad.
—Bien, gracias… no tengo tiempo para eso, y usted no tiene tiempo para quedarse ahí parado regodeándose. Necesito hacer algo para solucionar este lío. La Flota Estelar podrá someterme después a un consejo de guerra, si estoy viva. Capitán, puedo mantener y manipular la entropía dentro de unos límites locales. Puedo confeccionar la «funda de entropía» que ha protegido hasta ahora la nave de modo que también proteja a cada miembro de la tripulación; nada que genere un campo vital estará desprotegido frente a la anentropía, ni dentro de la nave ni fuera de ella. También estoy bastante segura de poder hallar una forma de usar el motor de inversión mismo para añadir la potencia suficiente a mis ecuaciones, de manera que pueda cubrir la totalidad de esa grieta con entropía y volver a unir el universo. Una vez que eso esté hecho, podremos regresar a esta zona mediante saltos pequeños, en lugar de los largos, que someten el espacio a tanta tensión, y podré deshacer todos los posibles daños causados aquí.
—¿Y si no puede?
—En ese caso, dado que nos hallaremos tan cerca del efecto, nos sucederá como dice el cuento: «nos apagaremos, ¡bang!, como una vela».
Spock bajó la vista para posarla sobre K’t’lk.
—De todas formas, he realizado otra estimación de las probabilidades de éxito que tiene. Son mucho más elevadas de lo que pensamos en un principio.
—¿Ah, sí? ¿Cuánto?
—Cuarenta y ocho por ciento.
—Ha aumentado a cincuenta y cincuenta, ¿es eso, Spock? ¿Y eso es una mejoría? —preguntó McCoy con exasperación.
—Bones —comenzó Jim con toda la calma que pudo—, ¿tiene usted alguna sugerencia?
—¡Sí! Una que me funcionaba cuando era más joven. Voy a meterme en la cama y subirme las mantas hasta las orejas para que todo esto desaparezca. Recomiendo que hagan todos lo mismo. —Miró a Spock—. Usted va a necesitar más mantas…
—Bones…
—De acuerdo, de acuerdo. Jim, con cada salto, la integridad mental individual de los tripulantes se ha quebrado un poco más… de modo que están percibiendo las realidades externas como… bueno, no, eso no es exacto. Todas las experiencias son interiores, bien mirado…
—Doctor, éste no es momento para lecciones sobre egopositivismo…
—Cuando la teoría coincide con la realidad, Spock, o le hace caso o está perdido. Jim, postulo que un salto más largo romperá esas barreras que hay entre las personas, de una forma aún más absoluta. No hay ninguna garantía de que después de eso podamos seguir funcionando como individuos. Podríamos acabar como una especie de fantástica mente colectiva. Además, cualquier pesadilla o peligro que se le ocurra a uno de nosotros, podría afectar a algunos o a la totalidad de los restantes… con consecuencias fatales. Será mejor que dé las instrucciones necesarias para que la nave funcione del modo más autónomo posible cuando salgamos y que no acepte órdenes de nadie que no tenga rango de jefe de sección. No quiero decir que ellos sean más resistentes que el resto… simplemente me parece que reduciría la posibilidad de accidentes. Y, por el amor de Dios, advierta a la tripulación sobre lo que podría suceder.
—Aún no he decidido qué línea de acción seguir —replicó Jim—. No obstante, tomo nota de todo lo que ha dicho. ¿Alguien más?
Nadie dijo nada.
—Muy bien. Señor Spock, voy a salir durante unos minutos. Tiene el mando mientras permanezca ausente. Bones, ¿le parece bien? Sólo un corto paseo por el exterior de la nave; no iré lejos.
—No se exceda. Y permanezca en el lado de la nave opuesto a eso. —McCoy hizo un gesto hacia la pantalla desactivada.
—Sin discusión. —Jim bajó de la mesa de diagnóstico y se encaminó al exterior de la enfermería.
Bajó hasta Mantenimiento, donde sorprendió al teniente sulamida limpiando consolas con un atomizador de líquido antiestático y cinco o seis paños en otros tantos tentáculos.
—Prepáreme un traje, señor Athendë —pidió Jim—. No uno de trabajo; sólo un equipo de mantenimiento rutinario con un casco de ángulo completo.
—Señor afirmativo, encantado —replicó el sulamida al tiempo que dejaba los paños y el atomizador. Giró hacia la consola de mediciones mientras Jim subía al disco del sensor para que el ordenador leyera su masa, su tamaño y su ritmo metabólico. Los tentáculos del señor Athendë se deslizaron con pericia por la superficie de la consola durante un segundo—. Compartimiento doce, señor —dijo—. Casco llevo un momento.
Jim se encaminó al compartimiento de trajes, que se abrió con un siseo para dejarlo entrar, y avanzó de espaldas hacia el traje que sujetaban los garfios. Éstos activaron los cierres inferiores del traje, y cuando Jim ya se había desprendido y estaba sellando la parte superior, llegó Athendë danzando por el suelo tapizado en un remolino de tentáculos, algunos de los cuales sujetaban un casco de observación por completo transparente. El sulamida le colocó el casco a Jim, pulsando todos los sellos para que encajaran en su sitio, y luego comprobó las lecturas de la parte delantera del traje.
—Presión calorífica astriónica positiva y funcionando —informó Athendë—. ¿Señor preferencia salida? ¿Canoa capitán en hangar lanzaderas?
—Demasiado tiempo evacuación —replicó Jim, cayendo en el holofraseado, principalmente por diversión—. Escotilla mantenimiento.
—Salida de escape sí —dijo Athendë, ruborizándose en color malva a causa de aquel viejo juego de palabras, mientras giraba otra vez hacia la consola para hacer que la pequeña compuerta de «escape» girara. A los pocos segundos, emitió un sonido que indicaba que estaba preparada.
—Gratitud, señor Athendë —dijo Jim, mientras entraba con movimientos rígidos en el compartimiento estanco.
—Servicio placentero, capitán —respondió el sulamida por el intercomunicador del casco de Kirk, mientras la puerta se cerraba entre ellos—. Agradable comunicación.
«¿¿??», pensó Jim, sin entender del todo la sintaxis de esa última frase, mientras poco a poco el aire y el sonido salían con un silbido del compartimiento estanco. «En fin». No tuvo mucho tiempo para hacerse preguntas. La puerta se abrió al espacio. Jim se aferró a un lado de la escotilla y saltó al exterior, impulsándose para librarse de la ligera gravedad del compartimiento y salir a la fría oscuridad.
Ahora no había más sonido que el de su respiración y el suave crujir del traje, que hacía lo que podía por congraciar el cero casi absoluto del exterior con los 24 grados centígrados del interior. «Podemos volar fuera de la galaxia —pensó Jim para sí—, pero no podemos hacer un traje que no cruja como un montón de huesos viejos y le haga parecer a uno un gorila. ¿En qué estarán pensando los de la Flota?» Se rió de sí mismo, y de sus necias críticas, mientras pulsaba los controles de propulsión del equipo. El fuerte impulso lo apartó de la gran pared indistinta junto a la cual flotaba.
Mientras se alejaba, se contuvo a propósito para no mirar, quería reservar el espectáculo para el momento adecuado. Pero le resultaba difícil, porque faltaba algo: las estrellas. Los millones de conocidos ojos que siempre habían estado observándolo en el pasado, habían desaparecido dejando una oscuridad que lo acobardaba y lo atraía. Pero se negó a dejarse tentar.
Jim activó el calor —estaba comenzando a hacer frío dentro del traje—, y puso en marcha la propulsión inversa, alejándose unos cien metros de la Enterprise, y volviéndose para mirarla. Desde tan lejos, la Pequeña Magallanes parecía un reguero brillante de gemas azules que caían a través de la noche vacía. La nave misma flotaba en calma, y la cantidad de luces que se veían era mínima, así que aparte de un destello rojo aquí y otro allá, era principalmente una enorme masa oscura que flotaba en el vacío, con una débil piel de mortecina luz estelar que definía el casco por ese lado.
Tenía un aspecto misterioso, sobrenatural, más imponente que nunca. Hizo que Jim pensara en aquella ocasión en que había salido a bucear de noche en la costa norte de California, y la ballena lo había sorprendido en el agua iluminada por el claro de luna. La yubarta había permanecido flotando junto a él, diciéndole con cantos algo en su lenguaje increíblemente complejo que según los científicos guardaba el mismo parecido con el habla humana que una sinfonía de Beethoven con un solo de mirlitón. Luego, sin comprender ni ser comprendida, la ballena se había alejado para ocuparse de sus legítimos asuntos, dejando a Jim con la sensación de haber sido sometido a examen, aceptado y dejado para que hiciera lo que le viniese en gana. Se sentía del mismo modo ahora. La imagen que él tenía de la Enterprise, como un «ser vivo», acogedor y solícito para con sus hijos, había desaparecido… para ser reemplazada por una entidad remota, indiferente, más una ausencia que una presencia. Flotaba impasible en la helada oscuridad, en su elemento. Ella pertenecía a este mundo. Él era el extraño.
Entonces, deliberadamente, como si quisiera alejarse incluso de la leve protección que le proporcionaba, Jim giró sobre sí mismo para mirar el lugar de donde provenía la luz estelar que se reflejaba sobre el casco de la nave. Y la imagen que vio fue muy diferente de la que podía verse desde la cubierta de observación, donde uno estaba al abrigo, en el interior de la Enterprise.
Allí estaba, suspendida por encima de él. Una galaxia, la Galaxia, de la que ya no lo separaba la seguridad del acero transparente, ni era ya tampoco cercana, sino más distante que la Pequeña Magallanes; una isla de brillantes playas que flotaba grandiosa y silente en los desiertos sin aire, desplegando toda su majestad estrellada a un tiempo. Jim se limitó a permanecer suspendido allí, para dejar que sus ojos vieran. El Sol estaba perdido en la estela de estrellas del brazo izquierdo, una chispa por completo insignificante de 24° de magnitud, que ni siquiera el gran reflector de diez metros de Artemis/Luna podría haber distinguido desde esta distancia. La totalidad de la Federación, desde los mundos de Orion a la constelación de la Vela, era una chispa que podía taparse con un dedo. Los imperios klingon y romulano eran por completo invisibles…
La reverencia volvió a inundarlo, y un júbilo mudo; pero también una inquietud cada vez más poderosa, tan fuerte que dentro del traje Jim se estremeció momentáneamente. El mundo que había tenido a su alrededor durante toda la vida, estaba de pronto fuera de él… él estaba fuera de ese mundo, muy lejos, en las más frías profundidades, donde ninguna estrella brillaba. Jim fijó unos ojos intranquilos en aquel pequeño hogar de vida con forma de espiral, con todas sus luces ardiendo en la negrura. Finalmente comprendió, como no había comprendido ni siquiera después del primer salto, lo que se había hecho a sí mismo y lo que les había hecho a las personas que estaban bajo su mando. Esta vez había ido demasiado lejos. Él y cuatrocientas treinta y ocho almas estaban de verdad donde ningún hombre había llegado antes, tan solos como no lo había estado nadie en toda la historia. Eso lo deleitaba. Lo aterrorizaba. Su voz sonó muy alta dentro del casco cuando, voluntariamente, susurró aquella antigua frase que había leído por primera vez en Angles: «Oh, Señor, es tu mar tan grande, y mi nave tan pequeña…».
Y el temblor y la reverencia desaparecieron, porque eso le recordó el asunto que había salido a resolver.
No era lo que su tripulación pensara del peligro de esta situación lo que preocupaba a Kirk. La tripulación de las grandes naves estelares se seleccionaban teniendo presente el peligro de las misiones que desempeñarían. Nadie conseguía un puesto en una nave estelar si no poseía una característica muy importante: un insaciable anhelo y amor por los mundos nuevos y extraños y los acontecimientos «imposibles»; un anhelo tan poderoso que permitiera incluso superar el miedo a la muerte cuando fuera necesario. La Enterprise y sus naves hermanas estaban tripuladas por xenófilos entusiastas.
Lo que sí tenía Jim en mente era la potencial pérdida de la vida… o, en este caso, la permanente interrupción de la misma. Como de costumbre, tenía que trascender el asunto para poder decidir qué haría. No resultaba fácil. Todas las otras ocasiones en las que casi había perdido la Enterprise regresaron ahora para perseguirlo, claramente resumidas en la imagen de su nave «apagándose… ¡bang…! como una vela». Una vez más, Jim se enfrentaba con la responsabilidad que tenía para con cuatrocientos treinta y ocho seres, a algunos de los cuales había llegado a querer muchísimo. Esta vez, sin embargo, estaba además el pequeño problema de que la totalidad de la Galaxia que estaba mirando, y todas las otras galaxias, se «apagarían» de la misma forma en que temía que lo hiciera la Enterprise: dejando de ser, para siempre.
El primer pensamiento de Jim, después de la repugnancia que siguió a la idea de arriesgar las vidas de sus oficiales y amigos por la causa que fuera, fue que sus vidas eran un precio insignificante a cambio del continuado bienestar de todas las otras vidas del universo. Pero (tanto si ellos se mostraban de acuerdo con él como si no), constituía una reacción violenta y repentina, una posición tan potencialmente inmoral como la contraria: que todas las vidas del universo podían o debían ser sacrificadas por el bien de cuatrocientas. No se seguía necesariamente que las necesidades de la mayoría pesaran más que las necesidades de la minoría, o las del individuo; se trataba de una decisión que éticamente tendría validez sólo si era el propio «individuo» el que la tomaba. ¿Qué prueba había, al fin y al cabo, de que cuatrocientas almas pesaran más que cuatro trillones… o de que fuera al revés? Intentar equiparar los números con el valor constituía un callejón sin salida… otra forma más de eludir la necesidad de tomar una decisión responsable.
Una vez, cuando era más joven, había considerado seriamente el sacrificio de todo un futuro universo por amor a otro ser humano. Pero ya no era aquella persona. Y otra era la pregunta que se le planteaba hoy a Jim. Cuando él y su tripulación se incorporaron a la Enterprise, juraron servir a un propósito: la defensa y conservación de la vida, y la expansión de la calidad de la vida mediante la exploración y el descubrimiento. La pregunta era, simplemente, ¿cómo podían servir mejor a esos propósitos? ¿Corriendo a casa con la noticia del rompimiento del universo y dejando que la Flota Estelar hallara una respuesta… una que podría ser mejor que cualquiera que pudiera ocurrírsele a cualquier Enterprise sin ayuda? ¿O intentando enfrentarse solos con la situación y enviando un mensaje para explicar cómo lo habían hecho?
«¿Estás de broma? ¿Es que no vas a aprender nunca? Tratarán los resultados del motor del mismo modo que trataron al motor en sí. Se los entregarán a una comisión. El universo habrá sido devorado por la anentropía antes de que logren siquiera escoger al presidente de la comisión. Además, K’t’lk es la experta en esta materia, y la tenemos aquí mismo. Y la Federación enviaría también a buscar a algún vulcaniano. Si quieres vulcanianos, ya tienes uno, y parece saber perfectamente qué está sucediendo…»
Más razones y razonamientos de ese tipo continuaban aflorando. Pasados uno o dos minutos, Jim los detuvo y los dejó a un lado. Aquello de sumar los argumentos de cada uno de los dos puntos de vista de una situación para ver qué resultado daban, tampoco era una fórmula acertada para decidirse; si uno intentaba tratar al universo como si fuera una suma, con independencia del cuidado que se pusiera en la operación, la respuesta que se obtenía era siempre un número irracional. La serena guía de la lógica no constituía tampoco un refugio fiable. Las «alternativas lógicas» ya habían significado antes la muerte de muchos capitanes de naves estelares y sus tripulantes.
Jim se quedó inmóvil y dedicó un momento a contemplar el problema de manera global, en la forma del hogar que brillaba suspendido ante él, símbolo de todas las incontables vidas que estaban ahora en sus manos, símbolo de la responsabilidad que tenía para con ellas. Entonces dejó a un lado todas las razones, todas las esperanzas, todos los miedos, y tomó una decisión.
Miró su cronómetro. Había necesitado exactamente siete minutos.
Jim pulsó el interruptor del comunicador que se encontraba en una manga.
—Kirk a la Enterprise.
—Aquí puente —respondió Uhura.
—Creía que estaba usted fuera de servicio.
—Usted salió a dar un paseo —replicó ella, como si eso fuera explicación suficiente.
—Lo hice, es cierto. Dígales a Sulu y Chekov que calculen junto con Spock el rumbo hacia esa anomalía —dijo Jim—. Y pídale a McCoy que hable con todos los jefes de sección, de modo que cada uno de ustedes pueda advertir a la tripulación. El siguiente paso será algo extraordinario en su clase.
—¿Entrará ahora, señor?
—Sólo unos minutos más, madre. Kirk fuera. —Al apagar, interrumpió el sonido de la risa decorosamente contenida de ella.
Flotó en la oscuridad y el silencio durante un rato más, mirando de hito en hito el enorme espiral, ahora tan pequeño, y luego a la Enterprise, en apariencia mucho más grande, e igualmente inmóvil. Comenzaba a tener un atisbo de lo que aquella andoriana perteneciente a su tripulación había querido decir tiempo atrás; el tamaño aparente era, en efecto, un símbolo, tan irrelevante en relación con las esencias que contenía como la estatura de una persona —la de McCoy, digamos— respecto a la calidad de su alma. Era la naturaleza interior lo que contaba, el significado, no la materia; como había dicho K’t’lk, lo que importa es lo que hay más allá de las formas. Todas las cosas tenían el mismo tamaño, en realidad, hasta que la conciencia dotaba a ese tamaño de afecto. Si el «mar» parecía grande, y su nave pequeña, y la radiante Galaxia infinitamente hermosa, era porque él los veía, y los amaba, de esa manera…
Jim profirió un bufido de burla dedicado a sí mismo. «Poniéndote sentimental a tus años», pensó, y giró sobre sí mismo con cuidado para dirigirse de regreso a la Enterprise.
Pero echó una última, larga mirada por encima del hombro antes de encender los propulsores.
—¿Está preparada la tripulación? Bien, en ese caso, llévenos ahí fuera.
—Sí, señor. Ingeniería… ejecute inversión.
—Y que Dios se apiade de nuestras almas —masculló McCoy desde detrás del asiento de mando.