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Debo confesar que tenía expectativas puestas en mi reencuentro con Emma en la habitación del hospital.

No unas expectativas desaforadas, en plan Emma desplegando sus brazos, rodeándome y susurrándome su agradecimiento y su amor al oído. Me esperaba algo más en la línea de yo sentándome en su cama y ella cogiéndome la mano y diciendo «Gracias, Lemmer». Me hubiese conformado con eso, con un principio, el preámbulo de mis posibilidades futuras.

Pero Jack Phatudi me privó del instante.

El viernes 4 de enero envió a Blanco y Negro, la pareja que nos había seguido a Emma y a mí hacía un siglo, a detenerme. Blanco tenía todavía la nariz y los ojos hinchados. Me detuvieron solemnemente en el aeropuerto internacional Kruger Mpumalanga por «asesinato, intento de asesinato, y entorpecer los fines de la justicia». Me permitieron hacer una llamada telefónica antes de encerrarme en el insoportable calor de los calabozos de la comisaría de Nelspruit, entre una selección de hombres de la peor calaña.

B. J. Fikter apareció el sábado por la tarde para rendir una visita a la celda. Después de reírse de mi situación me dijo que Emma había sido trasladada a Ciudad del Cabo el sábado en un avión ambulancia. También que Jeanette decía que no me preocupase, que estaba trabajando en «mis circunstancias».

El lunes por la mañana me amenazaron con sumar a mi causa una denuncia por agresión a otro detenido, aunque sabía que tendrían problemas para dar con testigos de fiar. Entonces Blanco y Negro vinieron a buscarme, me esposaron de manos y pies, y me llevaron al juzgado para asistir a la vista de mi fianza. Fueron innecesariamente brutos al arrojarme al asiento trasero de su Astra.

Los calabozos del juzgado estaban en el sótano. Un joven abogado blanco con un grueso anillo de oro se presentó como Naas du Plessis. Me representaría a petición de Jeanette Louw.

—Haré lo que pueda, pero tiene antecedentes —dijo en tono lúgubre.

Fui el último en ser llamado, pero los dos polis de uniforme no me llevaron a una sala. Me empujaron y caminé arrastrando los grilletes, con las manos esposadas a la espalda, hasta un diminuto despacho donde me esperaba Jack Phatudi. Cerraron la puerta y se marcharon.

Había un par de sillas, una mesa y un archivador metálico. Me senté. Phatudi me miró en silencio y con una gran expresión de odio. Luego descargó un puñetazo contra el archivador y lo abolló. Las ventanas se sacudieron. Se acercó y se detuvo delante de mí sujetándose los nudillos lastimados. Su rostro estaba a unos centímetros del mío. Nunca le había visto sudar. Las gotas corrían por su piel oscura, por debajo del cuello ancho como un tronco, hasta el impecable cuello de la camisa. Comprendí por la expresión de su rostro que le encantaría repetir el golpe, esta vez contra mi cabeza.

—Usted… —dijo, pero no pudo continuar. Parecía ahogarse con las palabras que se le amontonaban detrás de la lengua. Se volvió y descargó un puntapié contra el archivador. Otra abolladura. Volvió y me sujetó la cara con la mano derecha, sus dedos aplastándome la barbilla y las mejillas, me apretó con una fuerza terrible mientras me miraba a los ojos. Luego me empujó. Me caí de la silla y mi cabeza golpeó muy fuerte contra el suelo.

Emitió un sonido de frustración y de rabia.

—Déjeme que le diga solo una cosa. Solo una cosa. —Me levantó por la solapa de la camisa y me sostuvo delante de él—. A mí no me pueden comprar.

Nos quedamos así, Jack Phatudi y yo, y supe que Wernich y su gente le habían hecho una oferta que había rechazado. Y sabía que nada de lo que pudiese decir cambiaría nada.

Así que me limité a preguntarle:

—¿A qué se refiere, Jack?

Él me soltó. Perdí el equilibrio y me tambaleé hasta chocar contra la pared. Él me dio la espalda.

—Vinieron con el dinero. Dijeron que debía retirar los cargos. Contra el tipo al que disparó. Contra Cobie de Villiers. Me negué. Dijeron que mi gente ganaría la reclamación de la tierra y que les darían dinero. ¿Cuánto quería? Dije que no. Así que me pasaron por encima. Compraron a algún superior. No sé a quién. Pero deje que le diga una cosa ahora. Esto no va a quedar así. Le pillaré a usted. A de Villiers y Kappies. Les pillaré.

Dio media vuelta y pasó a mi lado sin mirarme. Abrió la puerta y salió ladrando alguna orden por el pasillo en sePedi. Los dos polis entraron, me quitaron las esposas y las cadenas y me dijeron que me fuese; habían retirado todos los cargos contra mí.

Emma tenía una habitación con vistas a Table Mountain. Cuando llegué la puerta estaba abierta y la habitación llena de personas que la envolvían. Jacobus Le Roux, Carel el Rico y algunos de sus hijos, Stoffel, el abogado, otros que no conocía. Personas atractivas, exitosas y amantes de la paz. El espacio rebosaba amistad y alegría. Me detuve antes de que me viesen y miré a Emma de perfil. Su rostro había adelgazado, pero le afluían unas líneas muy hermosas cuando sonreía. Di media vuelta y escribí una nota que dejé con las flores en el mostrador de las enfermeras.

Tuve que ir a buscar mi Isuzu a Hermanus. Después fui a Stodels para comprar las semillas.

Ella me llamó al día siguiente.

—Gracias por las flores.

—Ha sido un placer.

—Tendría que haber entrado, Lemmer.

—Había mucha gente.

—¿Cómo se lo podré agradecer alguna vez?

—Solo estaba haciendo mi trabajo.

—Ay, Lemmer, de nuevo en su caparazón. ¿Dónde está?

—En Loxton.

—¿Qué tal el tiempo?

—Caluroso.

—Aquí en Ciudad del Cabo sopla el viento.

—Me alegro de que esté mejor, Emma.

—Se lo tengo que agradecer a usted.

—No, no es verdad.

—Iré a visitarle. Cuando me den el alta.

—Será bienvenida.

—Gracias, Lemmer. Por todo.

—Ha sido un placer.

Entonces nos dijimos adiós, torpemente, y supe que las probabilidades de volver a verla eran de diez a uno.

Llovía cuando leí sobre las muertes de Quintus Wernich y Christo Loock.

Era 14 de febrero y yo estaba leyendo el periódico, sentado en mi escritorio, con los truenos resonando por encima del tableteo de las gruesas gotas de lluvia contra el techo de zinc. El artículo de primera plana contaba la historia de un presunto asalto a un coche en Stellenbosch y clamaba contra los atroces niveles de criminalidad.

Lo leí dos veces y después miré los brillantes charcos que se formaban en mi huerto a través de la ventana de la cocina, y pensé en el hombre con la cicatriz en la mejilla. Raúl Armando de Sousa.

Solo le había visto una vez, en 1997, durante las conversaciones gubernamentales de Maputo. Convocó a todos los guardaespaldas en una sala de conferencias para organizar el despliegue en el banquete de la última noche. Reconocí en su mirada a un hermano en violencia. Pero había algo más en su fachada crepuscular: una carga, un peso invisible que llevaba sobre los hombros.

Pregunté por él con mucha discreción. Me dijeron que había sido el hombre que vigilaba a Samora Machel. Había estado en el Tupolev 134A cuando voló contra una ladera de las montañas Lebombo. Fue uno de los diez supervivientes del desastre. Entonces lo entendí. Me pregunté cómo debía ser esperar toda tu vida a ser valorado, para descubrirte incapaz de hacer nada en el momento crucial. ¿Acaso no era preferible permanecer invisible e incompleto?

Fue en él en quien pensé cuando Jacobus Le Roux me contó su historia debajo de un árbol en Heuningklip. Para entonces sabía cómo debía sentirse Raúl Armando de Sousa. Y también que, algunas veces, hay salida.

Supe con absoluta certeza que había estado en Stellenbosch la noche anterior. De Sousa había apretado el gatillo.

Leí el resto del periódico desconcentrado. Hasta que encontré una pequeña noticia en una de las páginas interiores, una única columna junto a un anuncio de Pick ’n Pay. Los grupos conservacionistas estaban preocupados por cómo se había alcanzado el acuerdo de la reclamación de tierras de la tribu sibashwa en el Parque Nacional Kruger.

Cuando terminé, salí a dar una vuelta por el jardín para saborear el divino olor del Karoo mojado. Pensé en Jack Phatudi, hijo de un jefe sibashwa.

A las cinco de la tarde salí a correr por la carretera Bokpoort a una velocidad calculada para volver a casa a tiempo para ver 7de Laan por la televisión.

Hay un lugar en la carretera, un risco que sobresale por encima de la valla de la reserva en Jakhalsdans, donde millones de años de desprendimientos geológicos habían formado una columna de rocas apiladas que parecía un faro. El Karoo se despliega abierto a ambos lados y yo me encaramo hasta allí para afianzar mi perspectiva de nuestro lugar en el universo. Basta con retroceder, separarse de la Tierra, del sistema solar y de la Vía Láctea para descubrir que cada vez somos más pequeños, insignificantes e invisibles.

Pero mientras corría de vuelta a través del pueblo, limpio y resplandeciente después de la lluvia, mis vecinos me saludaban: Conrad en el taller de coches, De Wit que cerraba la cooperativa, Antjie Barnard desde su galería. Oom Joe van Wyk, que arrancaba malas hierbas en el jardín.

—Buenas tardes, Lemmer. Bonita lluvia, ¿verdad?

Lejos, calle abajo, justo al final del pueblo, estaba mi casa. Vi un Renault Mégane verde, un descapotable, aparcado delante, y empecé a correr más deprisa.