48

—¿Estaba usted allí? ¿En el Parque Kruger, en el 86?

—Estaba allí.

—¿Quién era el hombre del bigote que le acompañaba? ¿El que torturó a Pego Mashego?

—Era nuestro jefe de seguridad.

—¿Cómo se llama?

—¿Importa?

—Importa que usted mantenga su parte de nuestro acuerdo, Quintus.

Sus ojos se desviaron por una fracción de segundo a la cámara de vídeo del techo. Después dijo resignado:

—Christo Loock.

—¿Qué hace ahora?

—Es el gerente general de recursos humanos.

—Un tipo con talento. ¿Para quién trabajaban cuando murió Machel?

—No entiendo la pregunta.

—¿Quién les contrató? ¿Quién les alquiló para hacer el trabajo?

—Fue idea nuestra.

—No le creo.

—Tendrá que hacerlo. Es la verdad.

—¿Por qué una compañía que construye sistemas electrónicos querría asesinar al presidente de un país vecino?

—Porque podíamos, Lemmer. Porque podíamos.

Se recostó en la silla.

—Debe entender las circunstancias. Cuando Nico y yo dejamos Armscor en 1983, no éramos populares. Se nos acusó de no querer servir a la empresa, de buscar dinero para establecernos por nuestra cuenta. Lo que nos salvó fue nuestro conocimiento. Perdóneme si parezco arrogante, pero éramos los mejores. Tenían que usarnos. Pero a regañadientes. Y frugalmente. Solo cuando no había otra opción.

Él se levantó para ir a la ventana.

—Admito que las acusaciones tenían su parte de razón. Éramos ambiciosos financieramente.

Él miró al exterior y entrelazó las manos por la espalda.

Me pregunté si se sentiría importante moviéndose como un presidente.

—Una de las razones por las que dejamos Armscor es que las instituciones paraestatales nunca o pocas veces recompensan la capacidad sobre la mediocridad. Ya habíamos aguantado bastante.

—Vaya al grano, Quintus.

—Perdóneme. El hecho es que no puedes dirigir una compañía tecnológica sin capital. La investigación cuesta dinero, mucho dinero. Necesitábamos hacer algo, digámoslo así, para llevar nuestra relación con el gobierno a otro nivel. ¿Cómo? Esa era la pregunta. Pero Dios provee, señor Lemmer, no sé si usted es creyente, pero la necesidad te enseña a rezar, y los rezos son atendidos. Lo aprendí.

Comprendió que estaba divagando y volvió a colocarse con la espalda contra la ventana, de forma tal que la luz formaba una aureola a su alrededor. Tenía la mirada clavada en el otro extremo de la habitación.

—No fue una coincidencia que en tres días me enterara del dilema que se le había planteado al gobierno con Samora Machel y la tecnología israelí. Fue providencial. Estaba escrito. Sin embargo, estábamos trabajando codo con codo con los israelíes a varios niveles. Nos enteramos de sus progresos con la tecnología VOR. Se trata de una radio omnidireccional de muy alta frecuencia. Los aviones la utilizan para su navegación. Un radiofaro VOR envía una señal identificando qué faro es y cuál es la orientación del piloto con el faro en relación al norte magnético. ¿Me sigue?

—Le sigo.

—Los israelíes desarrollaron la tecnología para crear un falso VOR imposible de distinguir del real. Nunca lo olvidaré, señor Lemmer. Volvía a casa tarde aquella noche. Me detuve delante del garaje y todo el rompecabezas encajó. Los comentarios del ministro sobre Machel, sobre lo conveniente que sería que desapareciese para los intereses de toda África. Y la nueva tecnología israelí. Comprendí que había una manera. Solucionaría muchos problemas.

—Así que ofreció sus servicios.

—Correcto.

—Para conseguir ponerse a buenas.

—Es una manera de hablar.

—¿Aunque hubiese que cometer asesinatos?

—¿Asesinatos? Señor Lemmer, estábamos en guerra. Samora Machel era comunista, un ateo que libraba una guerra civil contra su país con ayuda de los soviéticos. Estaba deteniendo, torturando y ejecutando a sus súbditos sin el beneficio de un juicio, un dictador que protegía a los terroristas, que podía desestabilizar toda la región mientras Rusia esperaba cruzada de brazos.

—Ahora los mismos terroristas son miembros de la junta.

—La caída del comunismo lo cambió todo.

—Comprendo. ¿Qué pasa con Jacobus Le Roux? No era un comunista ni un ateo.

—Está allí. Mi corazón sufre por él. Fue completamente innecesario, un trágico choque de circunstancias. Algunas veces, señor Lemmer, el destino de las naciones está por encima del individuo. Algunas veces hay que tomar decisiones difíciles, muy difíciles, en el interés del bien mayor.

—O de un mayor beneficio —señalé.

Se apartó de los ventanales, pasó a mi lado hasta la mesa. Se cruzó de brazos y dijo:

—¿Quién es usted para juzgar?

—Supongo que tiene razón, Quintus.

Él asintió y fue a su silla.

—¿Qué más quiere saber?

—¿Dónde estaba usted cuando el avión se estrelló?

—En Mariepskop. En la base del radar.

—¿Y cuándo asesinaron a Johann y Sara Le Roux?

—Fue un accidente de circulación.

—¿Dónde estaba usted?

—No lo recuerdo.

—¿De verdad?

—Así es. ¿Alguna cosa más, señor Lemmer?

—Creo que entiendo lo demás. Lo que no entiendo es por qué está dispuesto a dejar en paz a Jacobus ahora, por qué exponerse a que hable.

—No hablará.

—¿Ah, no?

—Señor Lemmer, el día en que entró en la cabaña del brujo y mató a esas personas, dejó de ser una amenaza.

—¿Entonces por qué atacaron a Emma?

—Fuimos afortunados.

—¿A qué se refiere?

—En aquel momento ya no controlábamos sus llamadas. Consideramos que no era necesario. Cuando oímos que Cobie había asesinado al hechicero, comenzamos a escuchar los teléfonos de la policía, más que nada para mantenernos al tanto de los acontecimientos. Escuchamos la llamada de Emma. Entonces supimos que podía significar un nuevo riesgo, si conseguía encontrar a Jacobus.

—¿Pero está preparado para garantizar ahora su seguridad?

—Depende de lo que le diga su hermana. O usted. Si ella se recupera del todo, por supuesto.

—Por supuesto.

—Su seguridad está en sus manos.

—A menos que le parta el cuello ahora mismo.

Él miró la cámara de vídeo.

—Creo que eso sería una gran tontería.

Me levanté.

—Quintus, quiero que me entienda muy bien. Si no se retiran los cargos contra Jacobus, volveré. Si algo le ocurre a él o a Emma, alguna vez, volveré. Entonces le mostraré la clase de cobarde que soy.

Él asintió, nada impresionado. Se inclinó hacia delante y giró el ordenador para que viese la pantalla.

—Señor Lemmer, tenga esto presente. Si alguna cosa me ocurriese, el siguiente material será entregado a las autoridades.

Apretó una tecla y una imagen apareció en la pantalla en alta definición. Yo estaba delante de él de espaldas a la cámara y le pegaba. Él caía contra el cristal y se deslizaba hasta el suelo. Jeanette se colocaba entre nosotros y me apartaba. «Déjale». Su voz sonaba clara como el cristal. «Voy a matarle», decía yo.

Wernich congeló la imagen en la pantalla y me dejó delante de él con Jeanette conteniéndome.

—La calidad del sonido es extraordinaria —comenté.

—Nuestra tecnología es puntera.

Llevaba diez minutos apoyado en el Porsche cuando apareció Jeanette y abrió la puerta.

—Vámonos.

Una vez ambos estuvimos sentados sacó un DVD del bolsillo y lo dejó caer sobre mi regazo.

—Aquí tienes —dijo.

—¿Has tenido alguna dificultad?

—No hay nada como una nueve milímetros en la cabeza para que los hombres te escuchen —respondió.

—Eres más salvaje que un perro salvaje —afirmé, plagiando la frase del doctor Koos Taljaard.

Ella se rio, arrancó el Porsche y nos fuimos. Después me contó lo sucedido.

Había esperado a que yo entrase en la oficina de Wernich antes de preguntarle a Louise donde estaba la sala de control de vídeo. En un primer momento Louise se negó a cooperar. Jeanette amenazó con romperle las uñas. «Sus ojos eran así de grandes. Como si yo fuese una salvaje».

Louise la llevó a regañadientes hasta la habitación en la parte de atrás del edificio, a una puerta sin letrero. La secretaria se limitó a señalar con un dedo y se alejó con gran dignidad.

Jeanette abrió la puerta. La habitación casi a oscuras, no era muy grande. Había una hilera de pantallas de televisión que rodeaban a un hombre detrás de un panel de control. Era un tipo grande y fuerte que llevaba un gran bigote. Tenía las sienes plateadas y la cabellera le rozaba la punta de las orejas y el cuello. Jeanette le apuntó con la pistola y le dijo:

—¿Quién es usted?

—Loock.

Él la miró de arriba abajo y dijo:

—Usted es Louw.

—Sí.

—¿Qué quiere?

—Suba un poco el sonido para que podamos oír lo que dicen.

Señaló las pantallas donde aparecíamos Wernich y yo en su despacho.

Escucharon nuestra conversación y miraron en silencio en la penumbra de la habitación hasta que me marché.

—Quiero una copia, por favor —dijo ella.

Él resopló con desdén. Jeanette le disparó al primer monitor.

—No oí nada —dije.

—Es un lugar a prueba de ruido y de polvo. Probablemente también a prueba de agua. Bueno, ya no. También tuve que dañar el techo antes de que accediese a grabar el vídeo.

Jeanette había destrozado tres pantallas y abierto un agujero en el techo antes de que él, sin prisas y mecánicamente, hiciese la copia. Luego le golpeó en la mejilla con la pistola todo lo fuerte que pudo. Loock echó la cabeza hacia atrás y la sangre le chorreó por el bigote.

Levantó la cabeza y me miró como una pitón miraría a un conejo.

—Gracias, Jeanette.

—No, Lemmer, soy yo quien te da las gracias —dijo ella, y sonrió muy satisfecha.

Llamé a B. J. Fikter. Me dijo que Jacobus Le Roux había estado hablando con Emma durante las dos últimas horas. Los agentes de policía se habían marchado.

—Mañana vendré a relevarte —prometí.

—Gracias a Dios —dijo él, y colgué.

—¿Ahora qué? —preguntó Jeanette.

—Ahora vamos a pedirle a tu preciosa recepcionista, Jolene Freylinck, que nos haga una copia de este DVD.

—¿Solo una?

—Es todo lo que necesitamos.

—Lemmer, no estoy de acuerdo. Tendríamos que darle una a cada uno de los posibles miembros de la junta.

—¿Por qué? ¿Para que lo echen?

—Es un principio.

—Pero no es un buen final.

—Supongo que tú tienes una idea mejor.

—La tengo. Te costará un billete de avión.

—¿A Nelspruit?

—No. Un poco más lejos.

—¿Cuál es tu plan?

—Creo que será mejor que no lo sepas.

Ella se lo pensó y supuse que estaba de acuerdo, aunque no parecía muy contenta. Disminuyó la marcha del Porsche y pisó el acelerador. La fuerza de la gravedad nos adhirió contra los asientos como una mano invisible.

El despacho miraba al mar, pero el viejo aparato de aire acondicionado hacía demasiado ruido como para que pudiésemos oír las rompientes.

Miraba a un negro al anochecer. Tenía sesenta y tantos, el pelo blanco como la nieve, la cicatriz que iba desde la comisura de la boca hasta la oreja era tan clara como cuando le conocí diez años atrás. Sus ojos seguían estando vacíos, como si la persona que había detrás de ellos hubiese muerto por dentro. Era un hombre al que ya no le importaba sentir dolor y que sentía cierta presión por causarlo.

Deslicé la caja con el DVD por la mesa hacia él.

—Necesitará un intérprete —dije.

—¿De qué lengua? —Su acento era fuerte.

—Afrikáans.

—Usted me lo puede traducir.

—Creo que ambos preferiríamos una traducción objetiva.

—Comprendo. —Cogió la caja y la abrió. El disco resplandeció, plateado y nuevo—. ¿Puedo preguntar por qué hace esto?

—Me gustaría decir que es porque creo en la justicia, pero no sería verdad. Es porque creo en la venganza.

Él asintió sin prisas y cerró la caja.

—Lo sé —dijo, y tendió la mano—. Somos como una familia.

Cuando salí al tremendo calor de Maputo, la capital de Mozambique, al mediodía, mi teléfono móvil sonó por encima del clamor del océano Índico. Lo saqué del bolsillo y llamé a un taxi. Leí el mensaje.

Solo tres palabras: EMMA ESTÁ DESPIERTA.