Estaba soñando con calaveras en la montaña de Motlasedi cuando llamó Jeanette, poco después de las ocho.
—Te reservé un billete en el único vuelo directo. Sale a las 14:35 y llega a El Cabo a las 17.
—Es una pena.
—¿Por qué?
—Wernich estará esperando noticias de su grupo de asesinos. A estas horas estará muy preocupado. Espero que no sienta el súbito anhelo de viajar.
—¿Quieres que le vigile?
—Eso sería muy útil.
—Dalo por hecho.
—Gracias, Jeanette.
—No pienses cosas raras, Lemmer. Lo hago por nuestra cliente.
Le dije a la doctora Eleanor Taljaard que, con un poco de suerte, aquella tarde Emma recibiría la visita de un familiar, alguien cuya voz ella había esperado oír desde hacía mucho tiempo.
—Necesitamos un milagro, Lemmer. Ya sabe lo que le dije: cuanto más tiempo están en coma…
—Los milagros ocurren —afirmé, pero ninguno de los dos lo creía.
Fui al aeropuerto y esperé a que faltaran veinte minutos para embarcar a Ciudad del Cabo. Entonces llamé a Jack Phatudi. Dijeron que estaba ocupado, pero insistí: era una emergencia y necesitaba su número de móvil.
¿Qué clase de emergencia?
Había encontrado a los asesinos y torturadores de Edwin Dibakwane.
Me dieron el móvil de Phatudi. Estuvo agresivo y cabreado hasta que le dije dónde podía encontrar a los asesinos de Wolhuter y Dibakwane, los mismos que habían disparado a Emma Le Roux. Le dije que la mayoría estaban muertos, pero que uno, quizá dos, seguían vivos. Estaban heridos, pero podían presentarse ante un tribunal.
—No hablarán, Jack, pero son las personas que está buscando. Haga las pruebas forenses, las pruebas están allí.
—¿Usted les mató?
—Defensa propia, Jack.
Dijo algo en sePedi que claramente significaba que no me creía.
—Adiós, Jack.
—Espere. ¿Dónde está Cobie de Villiers?
—Todavía lo estoy buscando. Pero ya puede sacar a sus hombres del hospital. No hay ningún peligro para ella.
—¿Dónde está usted?
—En Johannesburgo —mentí—. En el aeropuerto.
—Iré a buscarle, Lemmer, si me está mintiendo.
—Oh, estoy tan asustado que voy a colgar, Jack.
Se puso furioso y colgó él antes. Otra oportunidad perdida para tender puentes entre las razas.
Encontré el teléfono de Stef Moller en el registro de llamadas del móvil de Emma. Le llamé después de la primera llamada para embarcar.
Sonó un buen rato. Finalmente Moller contestó.
—Stef, soy Lemmer.
—¿Qué quiere?
—¿Cómo está Jacobus?
—Cobie.
—¿Cómo está?
—¿Qué quiere que le diga? ¿Que está bien? ¿Después de todo lo que le hizo?
—¿Cómo está?
—No habla. Solo está sentado allí.
—Stef, quiero que le dé un mensaje.
—No.
—Escuche. Dígale que los cacé. A los seis. Cuatro están muertos, dos tendrán que ir al hospital, pero estarán bajo vigilancia policial. Dígale que voy de camino a El Cabo para cortar la cabeza de la bestia.
Escuché la dilatada respiración de Stef Moller antes de que preguntase con su voz firme y mesurada:
—¿Está seguro?
—Dígale a Cobie que llame a la esposa de Pego para confirmarlo.
Él no respondió.
—Stef, dígale también que los médicos dicen que hay una sola manera de salvar a Emma. Tiene que ir y hablar con ella.
—¿Hablar con ella?
—Así es. Debe hablar con ella. Llévelo, Stef. Llévele a Emma.
«Última llamada para el vuelo 8801 a Ciudad del Cabo», oí anunciar al fondo.
—Llévelo, Stef. Prométamelo.
—¿Qué pasa con Hb? —preguntó.
—¿Quién?
—Hb.
—No sé quiénes son, Stef. ¿HB no es un tipo de lápiz?
En el avión pensé en Stef Moller. El hombre que no quería revelar la procedencia de su fortuna. El hombre que buscaba la absolución detrás de una verja cerrada, para remediar sus crímenes contra la naturaleza.
Allá cada uno con sus maneras.
Dormí dos horas y me desperté cuando el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Ciudad del Cabo. Jeanette me esperaba en la terminal de llegadas. Traje negro de Armani, camisa blanca y una corbata con la bandera sudafricana. Se puso a mi lado y caminamos juntos, hombro con hombro, contra el viento del sudeste, que soplaba con la fuerza de una galerna.
—Está en las oficinas centrales, en Century City —me dijo por encima del aullido del viento.
—¿Cuántas oficinas tienen?
—Una en Johannesburgo y la planta en las afueras de Stellenbosch. He traído el material de la investigación anterior. Puedes leerlo en el coche.
El coche era un Porsche de líneas clásicas con un pequeño alerón en la parte trasera. Subió, se inclinó y me abrió la puerta del pasajero. Metí mi bolsa por encima del asiento en el pequeño espacio detrás y subí.
—Bonito trasto —comenté.
Ella solo sonrió y giró la llave del contacto. Se escuchó un sonido formidable en la parte de atrás.
—¿Cómo se llama?
—Muñeca magnética —dijo ella y arrancó.
—Me refiero al modelo.
Ella me miró como si debiese saberlo.
—Es un 911 turbo, Lemmer.
—Oh.
—Jesús, qué ignorantes podéis ser los paletos de Loxton. Es la serie 930, modelo 1984. Ella fue la máquina más rápida de la carretera en su época.
—¿Ella?
—Naturalmente. Hermosa, sensual…
Pasamos por un badén. Poco a poco.
—¿… y sin suspensión?
—Que te jodan, Lemmer. Tus deberes están detrás.
Me volví y recogí la pequeña pila de documentos. El primero era un prospecto de la compañía: «Southern Cross Avionics. Innovación. Dedicación. Calidad». Una foto de un caza Mirage en vuelo decoraba la portada. Estaba impreso a todo color, en un papel grueso satinado, muy caro. Comencé a leer.
Southern Cross Avionics es la empresa pionera en el desarrollo de sistemas aeroespaciales de África, un competidor a nivel mundial animado por la constante innovación, una dedicación total a la satisfacción del cliente, y una pasión por la máxima calidad de nuestros productos.
—Qué modestos —opiné.
—Propaganda —dijo Jeanette.
Pasé la página. El titular decía «Nuestra herencia».
En 1983, dos brillantes ingenieros electrónicos sudafricanos tuvieron un sueño: fundar una compañía que creía ciegamente en que una investigación innovadora y el diseño atrevido son las piedras fundamentales del desarrollo de los sistemas aeroespaciales del futuro. Renunciaron a sus empleos en una empresa de armamentos paraestatal, y fundaron la compañía en un pequeño local en Stellenbosch, su ciudad natal.
A pesar de sus humildes orígenes y de la trágica pérdida de uno de sus fundadores en un accidente de montaña en 1986, Southern Cross se ha convertido en una empresa multimillonaria con una plantilla de más de quinientos empleados de primera línea, de los cuales más de cincuenta son ingenieros que han estudiado en las más prestigiosas universidades del mundo.
En su camino al éxito, la empresa tuvo una participación importante en el desarrollo del telémetro láser para el caza Dassault Mirage F1AZ, que permite apuntar y establecer el tiempo de detonación de la munición no guiada. El éxito de este sistema fue reconocido por Jane’s Defence Weekly, cuando señaló que la precisión demostrada por el F1AZ estaba dentro del orden revelado por la USAF para el F-15E Strike Eagle.
Si bien gran parte de la labor realizada en los primeros años era de carácter reservado, la valiosa experiencia de desarrollo de la tecnología de vanguardia condujo a los productos que realmente pueden ser llamados de primera categoría en la actualidad.
Entre ellos, el XV-700 Black Eagle tierra-aire con sistema de guía de misiles, el XV-715 Bateleur aire-aire con misiles guiados, y el revolucionario XZ-1 Lämmergeier, con misiles antiblindaje de larga distancia.
En la tercera página había una foto de Quintus Wernich, «Nuestro fundador y director general». No sonreía, pero tenía un aire bonachón detrás de las gafas sin montura, un compasivo padre de familia de pelo corto y canoso.
—Creía que era el presidente de la junta.
Jeanette miró el documento en mi regazo.
—Lo es. El folleto es de hace dos años. Mira los recortes.
Busqué entre la pila. Un recorte del Business Day decía «La elección de un director general negro es solo el primer paso en el Fomento Económico Negro para Southern Cross».
La elección del señor Philani Lungile como director general es solo el primer paso en el proceso global del Fomento Económico Negro (FEN) manifestó el señor Quintus Wernich, antiguo director general y ahora presidente de la junta directiva de Southern Cross Avionics, una empresa privada con sede en Stellenbosch que se dedica al desarrollo de sistemas de armamentos.
—Maldito tráfico —exclamó Jeanette. Levanté la mirada. Quería salir de la M2 para entrar en la N7, pero le llevaría tiempo.
—Esto nunca pasaría en Loxton —dije.
—Lee el recorte del programa de misiles. Lo encontré en Internet —me ordenó, y encendió un Gauloise.
Bajé la ventanilla y busqué entre los documentos. El documento correspondía al Centro Internacional de Investigación Estratégica.
EL PROGRAMA DE MISILES BALÍSTICOS SUDAFRICANOS
Incluso hoy, se sabe muy poco del programa de misiles balísticos sudafricanos abandonado hace años.
El país ha estado desarrollando misiles tácticos y cohetes de corto alcance desde la década de los sesenta, pero solo despertó la atención internacional después de las pruebas de lanzamiento de lo que el régimen del apartheid llamó un «cohete propulsor» en julio de 1989.
Los servicios de inteligencia occidentales muy pronto señalaron las similitudes entre el artefacto sudafricano y el misil Jericó II israelí, cosa que provocó la sospecha de que Israel había aportado la tecnología crucial para el desarrollo del arma.
La afirmación se vio respaldada por el hecho de que ambos países también compartieron conocimientos y experiencia en el desarrollo de los sistemas de armamento electrónicos para el caza Dassault Mirage en los setenta y ochenta, a través de ARMSCOR, la empresa de armamentos paraestatal, y empresas privadas como Southern Cross Avionics.
Alcé la mirada, porque otras piezas comenzaban a encajar.
—Cuando lo leí, supe de dónde había venido el rifle —dijo Jeanette.
Asentí.
—Vale, Lemmer, dímelo.
—¿Qué?
—Todo. ¿Qué coño tiene que ver Southern Cross con Emma Le Roux?
—¿Cuánto tardaremos en llegar?
—¿A este paso? Media hora.
—¿Qué más hay en tu dossier?
Metí los dedos entre los recortes.
—¿Sabes cómo funciona el gran contrato de armamentos? ¿Para el nuevo caza Gripen?
—Dímelo.
—Saab de Suecia y BAE del Reino Unido ganaron el contrato para suministrar veintiocho Gripen a Sudáfrica. Pero en el contrato se estipula que deben invertir y desarrollar localmente una parte. Southern Cross es una de las empresas. Fabricarán los sistemas para BAE. También hay un informe donde se dice que Wernich y compañía están cortejando con entusiasmo a Airbus.
—Por eso todavía quieren mantenerlo en silencio —opiné—. Eso y el fomento de la economía negra.
—¿Qué, Lemmer? ¿Qué quieren mantener en silencio?
—¿Me has traído un arma?
Ella arrojó la colilla por la ventanilla y levantó la solapa izquierda de su chaqueta. Había una pistola en la sobaquera de cuero.
—No —respondió—. Hoy soy tu guardaespaldas, Lemmer. Ahora cuéntamelo todo.