Trabajó en las minas de Suazilandia, en granjas remotas y hasta en una plantación. Algunas veces se ocultaba en las montañas y robaba para vivir. Volvió a Mozambique dos veces, pero no había trabajo, ni ningún medio de supervivencia. Vivió asustado cada día durante ocho años. Nunca dejó de mirar por encima del hombro y desarrolló un instinto para saber quién le traicionaría, y cuándo. No les culpaba. Si eres pobre y estás hambriento y tienes esposa y cinco hijos en alguna aldea suazi que quieren más, siempre más, aceptas cada centavo que puedas conseguir. Cuando entras en algún tugurio en Mbabane y encuentras a alguien que hace preguntas, entonces le hablas del extraño hombre blanco que trabaja a tu lado en el pozo de la mina, el que habla tu lengua y nunca se ríe.
En 1992 los periódicos suazi informaban profusamente del gran cambio de Sudáfrica.
Surgió la esperanza.
Esperó otros dos años, hasta marzo de 1994, y entonces cogió el dinero que había ahorrado y se compró una cara nueva en un cirujano en Mbabane. Adquirió una camioneta Nissan y un pasaporte falso en Bulembu, cruzó la frontera y bajó la montaña hasta Barberton.
Encontró una cabina de teléfono en el centro y llamó a sus padres, pero antes de que sonara, sintió el pánico y colgó.
Qué pasaría si…
Espera a que pasen las elecciones. Espera. Había esperado ocho años, qué eran unos pocos meses más.
Una semana más tarde oyó hablar de Stef Moller en un bar y fue a Heuningklip. Supo que había llegado el momento de ver a su familia de nuevo cuando decidió casarse con Melanie Lottering.
Sabía dónde tendrían que ocultarse para ver la verja y la carretera de entrada. Sabía dónde me estarían esperando.
Estarían en pareja, porque eso les haría todo más fácil.
A mí también.
Me acerqué por el oeste, porque ellos estarían observando el norte y el sur. Ajusté la mirilla telescópica y vi a dos de ellos a cincuenta metros de mi nido, donde había esperado a Donnie Branca y Stef Moller.
No conocía bien el Galil. Ignoraba a qué distancia estaba calibrada la mira. Me arrastré a doscientos metros de ellos y me aposté. Con movimientos muy lentos, encontré un buen refugio y apunté.
No había viento. Centré la retícula en el hombro del que miraba al sur, respiré hondo, solté el aire lenta y silenciosamente, y apreté el gatillo.
Nada.
Comprobé que estuviese quitado el seguro. Entonces recordé que era un arma de francotirador. Tenía un gatillo de dos tiempos.
Apunté de nuevo, inspiré y aspiré, apreté el gatillo y sonó el disparo. Apunté al otro. Se movía, buscaba a su compañero. Le disparé; le vi sacudirse.
Luego el silencio.
—¿Quién ha disparado? —La voz de Eric.
Los dos últimos. No estaba seguro de dónde estaban. Sospechaba que estarían cubriendo el frente oriental, en algún lugar más allá del túnel de hojas donde había hablado con Donnie Branca. Me levanté y me desplacé rápidamente de un lugar oscuro a otro lugar oscuro.
—Dave, adelante, Dave, ¿quién ha disparado? ¿Has visto algo?
—¿Eric, me oyes? —pregunté.
—¿Quién coño habla?
—Me llamo Lemmer y te estoy apuntando con un Galil.
Tenía que hablar con él, un hombre que habla no escucha.
No quería hablar.
—Solo quedáis vosotros, Eric. Ahora dime por qué no debo apretar el gatillo.
—¿Qué quieres?
—Información.
No podía verle. Estaba en el camino entre la casa y la verja. Moví la mira de izquierda a derecha, poco a poco, pero seguí sin verle. ¿Más al este? Podría ser.
—¿Qué clase de información?
—Solo tengo dos preguntas. Pero piensa con cuidado antes de responder, porque solo tendrás una oportunidad.
—Escucho.
Me imaginaba sus intenciones. Le haría un gesto a su compañero, mira aquí, mira allá. Sus ojos me buscarían. La adrenalina estaría bombeando, estarían dispuestos a disparar.
—Bajad las armas.
No podía continuar buscándoles. Si me veían, por el más mínimo movimiento, descubrirían que estaba mintiendo.
—Bajad las armas.
—Vale.
—Ahora levantaos.
No veía nada. Estaban más cerca de la verja de lo que había creído.
—Los dos.
Esperé, alargando el silencio.
—¿Ahora qué? —preguntó Eric.
—Caminad hasta la carretera.
—¿Qué carretera?
—La de la casa.
—De acuerdo.
Pero no vi nada.
¿Sabrían que era un farol?
Seguía sin ver nada.
Entonces vi un movimiento, lejos en la carretera.
—Estamos en la carretera.
—Caminad hacia la casa.
Se acercaron, todavía demasiado lejos para reconocerles en la oscuridad.
—Eric, pon las manos en la cabeza.
Ambos lo hicieron.
—No, no. Solo Eric.
Uno de ellos bajó las manos. Dejé que se acercasen a unos cien metros, apunté al muslo del que no era Eric. Disparé y cayó.
—¿Qué coño estás haciendo?
—Túmbate a su lado.
—¡Mierda, Eric, mi pierna!
Corrí entre los árboles junto a la carretera, para acercarme. El herido gemía. Cincuenta metros. Me tumbé en el suelo junto a los árboles y apunté.
—Eric, me voy a desangrar.
—Cállate, Kappies.
Les veía con claridad. Eric se tumbó junto a Kappies.
—Más vale que le ayudes —dije.
Eric se sentó. Se limitó a mirar a su compañero.
—Ayúdame, Eric.
Eric se llevó una mano a la cintura. Por un segundo creí que iba a sacar un arma, pero entonces le vi quitarse el cinturón.
—Jesús, Kappies —dijo y pasó el cinturón alrededor de la pierna.
—No funciona —la voz de Kappie estaba dominada por el pánico.
—Quédate quieto de una puta vez, estoy haciendo lo que puedo. —Eric se quitó la camisa y la rasgó—. No soy un puto doctor.
Le hizo un torniquete todo lo rápido que pudo con los pedazos de tela.
—Es todo lo que puedo hacer.
Kappies gimió.
—Ahora las respuestas.
—¿Qué quieres?
—Solo tengo otras dos preguntas. Responde deprisa. Si tardas demasiado, le dispararé de nuevo. Pero esta vez en la otra pierna. Si mientes, te dispararé a ti.
—Por favor —suplicó Kappies.
—Pregunta lo que tengas que preguntar.
—Contaré hasta tres. Si no respondes, le dispararé. Está en tus manos.
—Pregunta.
—Bien. Pregunta número uno: ¿Para quién trabajas?
No respondió de inmediato.
—Uno.
—Jesús, Eric.
—Dos.
Fue Kappies quien gritó:
—Ese, ce, a.
—¿Qué?
—Southern Cross Avionics —gritó Kappies.
—Gracias —dije—. Ahora pregunta número dos: ¿Quién dio la orden de matar a Emma Le Roux?
—¿Quién es?
Eric intentaba ganar tiempo. Disparé. Estaba vez apunté deliberadamente junto al pie de Kappies. Chilló aterrorizado.
—Por favor, por favor, fue Eric.
—Jesús, Kappies.
—Fuiste tú, Eric, lo sabes muy bien.
—Escucha —dijo él atropelladamente y miró en mi dirección—. La orden llegó de arriba.
—¿Quién la dio?
—Díselo, Eric.
—Uno —conté.
Silencio.
—Dos.
—Mierda, Eric, díselo.
—Wernich.
—¿Quién es Wernich?
—Quintus Wernich. Es el presidente.
—¿De qué?
—De la junta.
—¿Dónde está?
—Dijiste dos preguntas.
—Mentí.
Kappies gimió de nuevo.
—¿Dónde está?
—Vive en Stellenbosch —gritó Kappies—. No tenemos su dirección.
—¿Quiénes eran los tres que atacaron a Emma en Ciudad del Cabo?
—Kappies, cállate.
—Fueron Eric, Vannie y Frans.
—Joder, Kappies, tendría que haber dejado que te desangrases hasta morir, cobarde.
—¿Quién nos atacó en la carretera?
—Fueron ellos. Los tres.
—¿Fuisteis vosotros los que arrojasteis a Frank Wolhuter a los leones?
—Sí.
—Tú también estabas allí, Kappies.
—Sentado en el jeep, lo juro.
—¿Qué conseguisteis de Wolhuter? ¿Qué es lo que quería enseñarle a Emma?
—Una foto.
—¿Qué foto?
—Una foto antigua. De Cobie y ella, de cuando él todavía estaba en el ejército.
—¿Torturasteis a Edwin Dibakwane?
—¿Quién es?
—El guarda de la entrada en Mohlolobe.
—Todos estuvimos allí. Kappies también.
—Pero Eric puso la serpiente en tu casa.
Hermanos del alma, sin ninguna duda.
—¿Qué estabais haciendo el otro día con el jeep en el aparcamiento del hospital?
—Queríamos colocar un sensor GPS en tu coche, pero apareciste.
—¿Cómo averiguasteis cuál era mi coche?
—Nos metimos en el ordenador de Budget.
—Había un GPS en el coche de Emma.
—Sí.
—¿Por qué esperasteis tanto a atacarnos?
—No creíamos que ella fuese a averiguar nada —respondió Eric.
—Entonces Emma recibió la carta.
—Sí.
Me incorporé poco a poco. Dejé el Galil en el suelo.
—Ahora te puedes levantar, Eric —dije.
—Me dispararás.
—No —respondí—. No te voy a disparar.
Cobie me contó la última parte de su historia a la sombra de un espino en Heuningklip. Hablaba con un tono monótono, ronco y cansado. Algunas veces tenía que interrumpirse para controlar sus emociones. Luego se quedaba sentado con los hombros hundidos y la cabeza gacha y respiraba poco a poco para recuperar la fuerza.
—Tenía tanto cuidado —dijo—. No solo por su seguridad. Sabía lo que debía haber sido para ellos. Para mi madre creer que llevaba muerto todos estos años y, de pronto, descubrir que no lo estaba. Tuvo que ser…
Él respiró cuatro o cinco veces antes de continuar hablando.
—No quería llamar por teléfono. No sabía si continuaría pinchado después de tantos años. Pensé en ir primero a ver a mi padre al trabajo. Fui allí y pedí verle, pero me dijeron que no estaba, que se había ido de vacaciones y que de todas maneras, no había ninguna vacante.
—Les dije que no buscaba trabajo, que era un pariente. Ella me miró y dijo «¿Un pariente?» como si le mintiera. Le pregunté cuándo volvían y respondió que al cabo de dos semanas. Le pregunté dónde estaban y me dijo que era privado. Entonces pregunté si podían pasarle el mensaje más tarde, y ella me respondió: «Señor, está de vacaciones, no le molestaremos».
—Pregunté por Alda, y me preguntó qué Alda y dije Alda Blomerus y me contestó que nadie con ese nombre trabajaba allí. Le dije que era la secretaria del señor Le Roux y ella dijo que la secretaria del señor Le Roux había sido la señora Davel desde hacía cinco años. Después se disculpó, dijo que tenía que responder las llamadas y que el señor Le Roux regresaría al cabo de dos semanas.
»Pregunté si estaba en casa, y ella dijo que estaba muy ocupada y que no, que no estaba en casa, perdóneme, señor. Entonces no supe qué hacer, así que di media vuelta y me marché. Entonces hice una cosa muy, muy estúpida.
Había alquilado una habitación en una pensión de Randburg, a unos pocos kilómetros de la casa de la familia. Se pasó la tarde en la cama, pensando. Finalmente se levantó y llamó a casa solo para saber si estaban allí.
La voz de su madre sonó en el contestador automático. «No podemos atenderle. Llámenos al móvil. El número es…». Tuvo que colgar. Se quedó en la cama, temblando. Había oído la voz de su madre por primera vez en décadas y le sonó como siempre, como si la hubiese visto ayer por última vez.
Llamó de nuevo y escuchó. Una y otra vez, hasta que se aprendió el móvil. La sensación de urgencia creció. Pensó en móviles, pensó que no podrían pinchar un móvil porque estaban desprovistos de cables y eran demasiado pequeños para que les introdujeran micros. Si tenía cuidado, si solo preguntaba dónde estaba, no pasaría nada. Fingiría ser otra persona.
—No dormí. Me pasé la noche pensando en qué diría. Lo tenía todo preparado. Busqué en las páginas amarillas el nombre de una empresa de fabricantes de acero. Bastaba con decir que mi nombre era Van der Merwe, que llamaba de parte de Benoni Steel y que me gustaría hablar con él de negocios. Luego preguntaría cuándo regresaba.
»Llamé a las nueve de la mañana siguiente y respondió mi madre. Dijo: “Sara Le Roux al habla, buenos días”. Quería llorar, quería decirle: “Hola, mamá, soy yo, mamá”. Dijo “Hola” y yo respondí: “Buenos días, señora, ¿puedo hablar con Johann Le Roux, por favor?”. Ella no dijo nada y yo pregunté: “¿Hola, señora Le Roux?”.
»Entonces mi madre exclamó: “Dios mío, Jacobus”, y me dio un sobresalto. No podía evitarlo, quería llorar. Mi madre, había reconocido mi voz después de once años. Sabía que era yo. Entonces lloré, no pude evitarlo y dije “Mamá”, y ella dijo: “Hijo mío, oh Dios, hijo mío”. Pero entonces me entró un miedo terrible, colgué el teléfono, cogí mis cosas y me marché.
»A la tarde siguiente me compré un móvil y la llamé de nuevo. No respondió ella, sino la policía de Willowmore. Dijeron: “Lo sentimos mucho, señor, la señora Le Roux ha muerto. Ella y el señor Le Roux, aquí en el Perdepoort de la N9”.