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Mi sendero montaña abajo era escarpado y espeso, pródigo en ramas, raíces, telarañas. Aquí y allá había pequeñas cañadas abiertas por la erosión y peñascos que tenía que trepar paso a paso mientras el sudor me caía a chorros.

Por encima de todo debía ser silencioso, aunque no les esperaba a este lado del río. Tendrían a alguien vigilando el terreno entre el bosque y la granja.

Calculé la distancia y comprendí que estaba cerca. La casa debía estar a unos centenares de metros. Tenía que desviarme hacia el sur, pero debía ser muy precavido.

Jacobus les vio arrastrar a Pego más allá del resplandor de la hoguera y luego reunirse de nuevo para debatir. Tomó una decisión. Primero rescataría a Pego y después irían en busca de ayuda. Su amigo estaba herido y no parecía que nadie fuese a atenderle.

Bajó por la ladera occidental y encendió de nuevo la radio solo para escuchar. Tenía demasiado miedo como para llamar.

Nada.

Se acercó alrededor del koppie, con mucha cautela. ¿Cómo habían descubierto a Pego? ¿Cómo lo habían atrapado, al hombre de maPulana, Tau, el León, que podía moverse tan silenciosamente como un gato?

Jacobus tuvo suerte. Vio el dispositivo electrónico por accidente. Estaba pegado a una pinza de acero clavada en el suelo y su delgado cable era casi invisible en la oscuridad. Emitía una señal hacia el este y supo lo que tenía que hacer. Era un sensor de algún tipo que proyectaba un rayo invisible que no se debía atravesar.

Lo rebasó a gatas, como un leopardo, y no volvió a levantarse, se mantuvo agachado y se movió lenta y silenciosamente con gran esfuerzo, con el rifle en las manos, cada vez más cerca, hasta que oyó las voces y vio a uno de los centinelas debajo de un árbol con un R4 en los brazos. Entonces supo que eran del ejército y que Pego estaría a salvo, que había sido un accidente. Se disponía a levantarse, y pensó: gracias a Dios, todo ha sido un malentendido, cuando Pego soltó un alarido.

Les vi.

Estaban sentados en el porche de mi casa. Eran dos. Uno era el que había conducido el jeep en el hospital, el otro era el hombre detrás del Galil, el rubio fornido que le había disparado a Emma.

Rubio estaba sentado en una silla de cocina, las piernas estiradas y los talones recostados sobre la barandilla del porche. Llevaba la misma gorra de béisbol. El hombre del jeep estaba sentado. Hablaban, pero estaba demasiado lejos para oír lo que decían.

Me estaban esperando. Tendría que haber más. Sin duda uno o dos vigilando la carretera.

¿Serían todos?

Jacobus continuó arrastrándose en dirección al alarido hasta que les vio y olió el olor de la carne quemada de Pego. Cuatro hombres le habían atado a un árbol. Uno le hundió algo rojo en el pecho y dijo: «Háblame, kaffertjie». Pego soltó otro alarido y después respondió: «Es la verdad, baas, es la verdad».

El hombre se volvió. Iba de civil. Era fuerte y corpulento, lucía un gran mostacho y el pelo le cubría las orejas y el cuello. Les dijo a los demás:

—Le creo y eso significa que tenemos un gran kak.

—Pregúntele cómo se llama —dijo otro, un tipo mayor, más delgado, con una ligera barriga y gafas de montura dorada.

—Ya has oído al jefe. ¿Cuál es su nombre?

El tipo del bigote le acercó el hierro incandescente.

—Jacobus.

—¿Jacobus?

—Jacobus Le Roux.

Ahora el tipo del bigote se volvió hacia el mayor.

—Tendré que comprobarlo. Creo que trabajan en la base de reconocimiento. Habrá que vigilar, puede andar cerca, en la oscuridad.

—Es el mismo que acaba de comunicarse por radio —afirmó otro de los hombres.

El hombre mayor levantó una mano.

—Escuchen, esto es controlable. Primero asegurémonos. Luego nos organizamos.

Se alejaron hacia la hoguera y dejaron a Pego atado al árbol, solo.

A media tarde, estaba tumbado a cuatro metros del plácido arroyo entre los verdes helechos, sabiendo que debía esperar hasta el anochecer. Al menos me daría tiempo para trazar un plan, observarles y averiguar cuántos eran.

Tenía ventaja. Ahora no podrían sorprenderme. Tendrían que sentarse y esperar, ocultarse y preocuparse de si vendría, por dónde y cuándo lo haría.

Me volví con cuidado y retrocedí unos pocos metros. Quería ponerme cómodo. Descansar y relajarme.

Fue entonces cuando vi el cráneo. Estaba entre dos grandes peñascos redondos. Cubierto de musgo, con manchas marrones y reseco de tantos años a la intemperie. Le faltaba la mandíbula. Lo recogí y le di la vuelta. Las cuencas de los ojos me miraron como un augurio.

Jacobus se acercó por detrás y le susurró a Pego que estuviera tranquilo, que iba a liberarle y que podía dejarse caer en sus brazos. Después le arrastró a la sombra y con los labios pegados a su oreja le preguntó:

—¿Puedes arrastrarte? Tienen alarmas. Por eso te atraparon. Tendremos que arrastrarnos. ¿Puedes hacerlo?

—Sí.

Le señaló el camino a seguir con la mano y susurró:

—Tú primero, yo vigilaré la retaguardia.

Se movieron así, Pego necesitado de frecuentes descansos, porque la bala le había fracturado la pierna derecha y estaba cansado y débil. Cuando alcanzaron el río, Jacobus consiguió que Pego se levantase y le aguantó con el hombro. Avanzaron así, a pata coja, y de pronto sonaron unas detonaciones y las bengalas iluminaron el cielo. Se metieron en el río y se quedaron en sus aguas poco profundas, protegidos por la orilla.

El tiempo se olvida cuando tienes miedo. Permanecieron quietos y al cabo de un rato oyeron pasos y voces, personas que no conocían la llanura y hacían demasiado ruido. Luego volvió a reinar el silencio.

Jacobus le dio a Pego agua de su cantimplora y dijo que debían ponerse en marcha de nuevo, hacia el cañón Nwaswitsontso cerca de la frontera. Allí estarían seguros; había un lugar donde esconderse y un único y fácil acceso debajo de la presa superior.

Pego asintió.

—Mi pierna. Go etsela. Está dormida.

—Yo te llevaré.

Lo hizo, durante el último kilómetro y poco más. Siguieron el Nwaswitsontso, y cuando estuvieron cerca de las presas se desvió con Pego a hombros, para evitar a los cocodrilos.

Me quedé dormido en el profundo hueco entre las dos piedras. Me desperté sobresaltado cuando el sol estaba detrás de la montaña y una pequeña rana verde neón se sentó a unos centímetros de mi nariz. Me miraba con unos fríos ojos rojos.

Encontraron un lugar donde ocultarse en la garganta del Nwaswitsontso, donde las aguas habían tallado un saliente lo bastante grande para los dos.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Pego.

—No lo sé.

Le examinó la herida. Tenía mal aspecto, pero había dejado de sangrar. Le preguntó qué le habían preguntado y Pego respondió:

—Me tomaron por un terrorista. No querían creer que era un USMA. Dijeron que tendrían que matarnos a los dos, Jacobus, les oí.

Pego guardó silencio durante un largo rato y después preguntó:

—¿Por qué los bóeres hacen eso?

Pero Jacobus no sabía qué responderle.

Se quedaron allí y Pego durmió como un hombre enfermo; la respiración acelerada, el cuerpo sacudido. El maPulane gemía y deliraba. Jacobus estuvo despierto pensando hasta que no pudo pensar más. ¿Qué estaban haciendo esos tipos allí? Estaba amaneciendo cuando escuchó algo. Unas pisadas, apenas unos seis metros por encima de ellos, en el borde del saliente. Cubrió la boca de Pego con la mano. Vio cómo se abrían los ojos de su amigo, cómo se apercibía de lo que pasaba por encima de ellos. Asintió sin prisa. Había comprendido.

Alguien habló en afrikáans.

—¡Mierda! Por poco no veo el maldito acantilado.

—No es un puto acantilado.

—¿Y cómo lo llamas tú? Fíjate. Por lo menos tiene quince metros de profundidad.

—¿Cómo coño puedes saberlo? No se ve una mierda.

—Pues entonces dime tú a qué profundidad está…

—No importa. Tendremos que dar la vuelta.

—Joder. Es imposible que hayan podido bajar hasta allí. Míralo, ¿tú ves alguna manera de bajar?

—Tendremos que encontrar un lugar. No podemos continuar caminando para siempre. Harán la llamada de radio a las cuatro. Tenemos que tener la movida lista.

—Vale. Por allí. Si pasaron por aquí, han tenido que seguir por allí.

—No creo que hayan podido llegar tan lejos. Dijeron que la pierna del negro estaba destrozada.

—¿Por qué tuvieron que venir y joderlo todo?

—Todavía no he comido.

—Yo tampoco. Los civiles sí. Filetes de impala.

Uno de ellos lanzó una piedra al cañón de un puntapié.

—¿Oyes eso? Es profundo.

Silencio.

—¿Serías capaz de dispararle al blanco?

El otro no respondió de inmediato. Se oyó el rascar de las botas.

—En la oscuridad no importa. No sabrás quién es quién. Qué coño, primero quiero aprender cómo se localiza a alguien por radio. Venga, vamos a colocar el mástil.

Se alejaron.

Me senté observando la casa mientras oscurecía, pero ahora no había nadie en el porche. El rubio salió y caminó hacia el río, no en línea recta, sino en ángulo respecto a mí. Cargaba el Galil.

Se dirigía hacia un puñado de árboles. Desde allí podría cubrir todo el patio de la casa que quedaba a este lado. Un muy buen lugar. Siempre que nadie te viese.

Ponte cómodo, grandullón. Acomódate. Lemmer de Loxton te ve. Lemmer aprendió en la cárcel de máxima seguridad de Brandvlei a esperar.

Te veré más tarde.

A las cuatro de la madrugada llamaron por la radio.

La oyó sonar en su cadera. La cogió y la apoyó contra la oreja.

—Jacobus Le Roux, Jacobus Le Roux, adelante.

Era la misma voz desconocida.

Ahora que conocía cuál era el juego, no hizo nada.

—Jacobus Le Roux, Jacobus Le Roux, adelante.

Una y otra vez, sin cesar, cada pocos minutos, la misma voz paciente.

—Sé que puede oírme, Jacobus. Lamentamos mucho lo de Vincent. No sabíamos que trabajaban para la USMA. —La voz era comprensiva y amistosa—. Sabemos que necesita atención médica. Tráigale, podemos ayudarle. Está allí, Juliet Papa, adelante.

Se pasó la siguiente media hora soltando promesas tranquilizadoras, pero Jacobus ya no escuchaba. Pensaba en lo que tendría que hacer en una hora o dos cuando saliese el sol. Debía encontrar ayuda para Pego. Tenían que largarse. O eran hombres muertos.

¿Qué podía hacer? Estaban a unos siete kilómetros de la H10, la carretera asfaltada que utilizaban los turistas, pero tendría que dar un gran rodeo para apartarse de sus perseguidores. No iba a funcionar.

Podían quedarse escondidos, pues la USMA comenzaría a buscarles cuando no se presentaran a su cita por la mañana. Sin embargo, la herida de Pego no le concedía tanto tiempo.

La voz de la radio calló durante cinco minutos. Cuando reapareció era distinta, dura y furiosa.

—Escuche con atención. Cuarenta y siete Dale Brooke Crescent, ¿le suena la dirección? En Linden, Johannesburgo.

La dirección de sus padres.

—Tiene diez minutos para responder. O mandaré a mis agentes. A tipos a quienes no les importa una mierda. Que degollarán a una mujer por divertirse. Diez minutos. Después llamaré.