En los primeros diez meses de 1986 Jacobus Le Roux se convirtió en un hombre. Ser un apasionado de la maravillosa naturaleza, verse inspirado y cautivado por el millón de engranajes del reloj de Dios, con la inocente, inmaculada y decidida creencia de que podía protegerlo todo, eran cosas de niños.
En la práctica, era un mundo adulto de desagradables realidades: las patrullas nocturnas a pie en un entorno donde los depredadores naturales eran tan peligrosos como los humanos; agotadores días cubriéndote tumbado mientras el mercurio subía a los cuarenta y cinco grados, el sueño eludiéndote, el gusto de tu comida a medio cocinar y el sabor rancio y tibio del agua de tu cantimplora en la boca. Después de cinco días en la llanura, tú y tu compañero apestáis a humo de hoguera, sudor y excrementos. Vives en un mundo solitario, limitado y peligroso muy lejos de la seguridad y las comodidades de tu barrio rico.
Matabas a personas. Te decías a ti mismo que era la guerra y que luchabas en el bando de los buenos, pero en el tremendo calor del mediodía, mientras dabas vueltas y más vueltas en la manta en busca de algo de sueño, les ves caer, recuerdas tu terrible y asombrado aturdimiento cuando te arrodillas junto al cadáver, después del tiroteo. Comprendes que no has nacido para ser soldado, y que algo dentro de ti muere con cada enemigo, aunque cada vez te resulte más fácil abatirles.
Cuando Jacobus narraba su historia, me di cuenta de la diferencia entre nosotros. Pero no tenía tiempo ni ganas de demorarse en ello. Ahora, mientras conducía por las carreteras de las plantaciones a la sombra de la montaña con el aire acondicionado en marcha, el fiscal de mi cabeza estaba ansioso por señalar con dedo acusador. Le había pegado a un hombre hasta matarlo y mi gran angustia era pensar cómo había sido capaz de hacerlo. Jacobus Le Roux, hermano de Emma, nacido en la élite africana —por humildes que fuesen sus antecedentes— agonizaba porque no podía hacerlo.
Nada de esto era relevante.
Me dijo que estaba seguro de haber matado a siete personas en la reserva en 1986.
En julio de aquel año le dieron un permiso de catorce días y fue a su casa. Durante la primera semana no podía dormir en su cama blanda y los grandes platos de comida que le servía su madre le provocaban náuseas. Su padre advirtió que estaba mucho más callado, pero que no podía expresarlo. Su hermana no se dio cuenta de nada; ella le adoraba, como siempre.
Físicamente estaba en la ciudad, pero su mente estaba en otra parte. Su madre le presentó a una muchacha, Petro. Estudiaba ciencias de la comunicación en la RAU. Estaba hermosa en su vestido de verano y él recordaba su pintalabios rosa. Le hablaba de cosas que él desconocía. El campus, la música y la política. Asentía pero no escuchaba. «¿Qué haces en la reserva de animales?», le preguntó ella como si su madre no se lo hubiese contado ya todo.
«Patrullamos —respondió él—. ¿Qué harás cuando acabes los estudios?».
Petro le habló de sus sueños, pero él siguió sin escucharla, sus recuerdos le distraían. Como el del hombre de la camisa roja harapienta yaciendo sin vida, mientras, en algún otro lugar, su familia esperaba su regreso.
Su padre les hizo una foto a él y a Emma en el salón de la casa en Linden. Estaban sentados de lado. Emma le rodeaba el cuello con los brazos y apoyaba su cabeza contra su pecho. La cámara les había captado a la perfección: su rostro vacío, el de Emma, risueño. Su padre le mandó la foto y Jacobus la guardó en la pequeña Biblia del ejército, en el bolsillo de la camisa. La llevó consigo durante años, por todos los paisajes a los que le llevó su destino, hasta que un día la puso en el álbum de fotos y la guardó en el techo de su casa, en Mogale, donde podía contemplarla de vez en cuando. Para recordarse que existía, que era real.
Pero durante esas dos semanas la vida familiar le pareció irreal. Literalmente. Como un sueño. Se sentía como un extraño en su hogar. Sabía el porqué, pero no podía hacer nada al respecto. Meses y años más tarde se culparía por no haberlo intentado con más fuerza, por no haber sido capaz de romper la burbuja y abrazarles.
Porque, muy pronto, su familia sería destruida.
Por las carreteras secundarias y a través de las plantaciones era más fácil distinguir a cualquier perseguidor. Pasé por los desconocidos nombres del mapa, Dunottar, Versailles y Tswafeng, poco más que unas pocas chozas o la tienda de una granja. Giré a la izquierda en las tierras de la tribu boelang. La carretera era mala y las plantaciones estaban muy arboladas. No había señales en los cruces. Me equivoqué en un giro y no pude dar media vuelta porque los pinos cubrían hasta el borde mismo del camino. Tuve que retroceder marcha atrás durante un kilómetro. Llegué, finalmente, a las once. Las cortinas de calor se levantaban por la llanura de la derecha y hacían temblar el horizonte.
Allí giré a la izquierda, rumbo a la estación forestal de Mariepskop. Pasé por delante de la entrada de mi casa alquilada. La verja estaba cerrada. Todo en silencio. Estaban allí, en algún lugar del bosque o de la casa.
Había dos agentes de servicio en el puesto. No podían dejarme pasar sin un permiso. En lo alto había una torre de control.
¿Dónde podía conseguir un permiso?
Polokwane o Pretoria.
Solo quería caminar. Montaña abajo.
Para eso también necesitaba un permiso.
¿Podía comprar uno aquí?
Quizás.
¿Cuánto costaría?
Unos trescientos rands, pero no tenía el talonario.
—No, son cuatrocientos —dijo el otro guardia—. Trescientos eran el año pasado. Hoy es 2 de enero.
—Oh, sí. Tienes razón. Cuatrocientos.
Busqué mi billetero en la camioneta. Fui hasta la puerta del pasajero para que no viesen meterme la Glock y el cuchillo de caza por el dorso de mi cintura, debajo de la camisa.
Antes de pagar, les pregunté. ¿Dónde estaban los senderos que llevaban montaña abajo? Los senderos que los maPulana habían seguido en 1864, cuando atacaron a los impis del rey Mswati.
—Impi es una palabra zulú —dijo uno con un tono de desaprobación.
—Lo siento.
—Mohlabani. Un soldado. Bahlabani. Soldados. Son palabras sePedi. Los maPulamas derrotaron a los bahlabani swazi.
—Lo tendré presente.
Entonces, con un tono más amable:
—¿Conoce la historia de Motlasedi?
—Un poco.
—Son pocos los blancos que la conocen. Venga. Le mostraré los senderos.
—¿Puedo dejar el coche aquí?
—Se lo cuidaremos perfectamente.
—Quizá venga a recogerlo mañana.
—Go lokile. Ningún problema.
Se adelantó, dio la vuelta al edificio, pasó junto a una hoguera donde hervía una perola, cruzó un jardín que estaba muy bien cuidado, hasta el linde del bosque indígena. Señaló con un dedo.
—Vaya hacia allí y siga recto. Llegará al otro sendero que baja de la montaña. Gire a la derecha y siga el sendero hasta el pie de la montaña.
—Gracias.
—Tenga cuidado con los sepoko. Los fantasmas. —Se rio.
—Lo tendré.
—Sepela gabotse. Que tenga suerte.
—Lo mismo digo.
—Se dice sala gabotse.
—Sala gabotse —repetí, y entré en el fresco túnel de árboles.
Descubrí un arroyo transparente que pasaba por encima de una roca. Me senté y bebí abundantemente. Dejé que el agua helada bañase mi cabeza y el cuello, y se deslizase por mi espalda hasta hacerme jadear.
Bajaba solo la montaña.
Necesitaba reinventarme. Durante diez años me refería a mí mismo como guardaespaldas. Era el nombre del gobierno para mi trabajo, una cáscara vacía y sin sentido. ¿Era Koos Taljaard médico antes de curar a alguien? ¿Era Jack Phatudi un poli antes de su primer arresto?
En diez años nunca había existido ningún peligro real para mis clientes. Reuniones políticas, apariciones públicas, acontecimientos sociales, viajes en coches e inauguraciones de edificios y escuelas. No tenía nada que hacer. Nada excepto mantenerme preparado, estar en forma, mantener mis habilidades tan afiladas como un cuchillo que nunca iba a cortar nada. Había tenido que observar, oh, había observado y vigilado a decenas, centenares, incluso miles de personas ojo avizor.
Nunca había ocurrido nada.
La posibilidad de convertirme en guardaespaldas me salvó, porque después de la escuela no tenía muchas opciones. La mayoría, terminaban mal. Era joven y violento y siempre buscaba pelea. Sentía odio por mis padres y por el mundo y solo me salvé por la disciplina del entrenamiento, y por la calma paternal y la auténtica sabiduría del ministro de Transportes. El hombre que una vez nos había hecho parar en el Transvaal Oriental para que pudiésemos ayudar a un taxista a cambiar un neumático pinchado. Habló con el conductor y los pasajeros negros de sus vidas, de sus problemas y dificultades. Mientras nos alejábamos sacudió la cabeza y dijo que el país no podía continuar de esta manera.
Pero a pesar de haber tenido un guía, fueron diez años de espectador. Diez años en la periferia, una década al borde de la nada.
Un espectador poco impresionable, pese a mis genes. Mi parte inglesa nacía de una madre que era una flor descolorida, como yo. Mi padre era moreno, viril y fuerte, pero yo heredé la piel pálida, el cabello rubio rojizo y el cuerpo delgaducho de ella. Sus pechos hacían que su cuerpo fuese espectacular. Podía colorearse el rostro. Y lo hacía. Gracias al pintalabios, la mascarilla, el colorete y los polvos, podía metamorfosearse cada mañana. Había convertido sus delicadas facciones en las de una sirena sensual, con mucho talento. Era el tarro de miel alrededor del que revoloteaban los hombres de Seapoint.
Una vez me dejé crecer la barba durante cuatro meses. Mona ni se enteró. Tuve que preguntarle si había notado algo nuevo. Le llevó cinco minutos decir «Oh, tienes barba».
Invisible.
Etiquetado por el único incidente de mi vida. El furioso asesino de la carretera. Fue así como lo titularon los medios. En la única foto que apareció en los periódicos yo estaba entre mis abogados, y Gus Kemp, hábilmente, ocultó mi rostro con su expediente. Invisible.
Tengo cuarenta y dos años y ¿qué soy?
Mi cabeza se quejó: estás cansado. Habla la falta de sueño.
No era importante.
Hoy iba a bajar solo porque deseaba ser alguien.
¿Cómo qué?
Algo. Cualquier cosa. Quería marcar una diferencia. Quería detener la injusticia. Por una vez quería cabalgar a lomos del caballo blanco de la rectitud.
Me levanté, poco dispuesto a seguir discutiendo conmigo mismo. Saqué la Glock y comprobé el cargador. Luego continué bajando la montaña con mucho cuidado en las profundas sombras de la tarde.
El domingo 5 de octubre de 1986, el comandante de Jacobus Le Roux llamó a todas sus unidades y les comunicó que debían dejar los matorrales y regresar a la base el lunes 13 de octubre. Tendrían una semana de entrenamiento, no se darían permisos, pero podrían descansar en la base.
Eso era todo. Ninguna explicación. Como si fuese algo a lo que había que esperar con ilusión.
Sospechaban algo, pues los soldados del Quinto Batallón de Reconocimiento no dejaban de hablar de una posible operación. Los rumores abundaban. RENAMO, la facción prooccidental durante la guerra civil, avanzaba hacia el Frente de Liberación de Mozambique, en dos provincias norteñas del país. Quizá les destinaran allí como refuerzos. Algo sucedía también con el 7 SAI, a juzgar por el tráfico de camiones Bedford que entraban y salían de la base.
A la Unidad de Servicios Medioambientales no le importaba lo que estaba pasando. No les afectaba. En el ejército, si algo no te afecta, no le haces caso.
Pero el lunes 13 de octubre, Jacobus y Pego no habían regresado a la base. De hecho, nunca volverían a verla.
El problema comenzó el día 12, un domingo. Planeaban estar de vuelta a tiempo. Habían completado la última parte de su patrulla en un camino angosto paralelo a la frontera de Mozambique, en el rincón sudeste de la reserva. A la una del mediodía estaban intentando dormir entre los juncos del arroyo Kangadjane, a cuatro kilómetros de la frontera, entre el monumento LindandaWolhuter y el puesto fronterizo de Shishengedzim. Les despertó el sonido de una avioneta. Salieron de entre los juncos y miraron al cielo. El avión volaba en círculos al oeste alrededor de una colina llamada Ka-Nwamuri. Muy extraño, porque a los aviones civiles no se les permitía volar por aquí desde hacía más de un año. Ni siquiera se les permitía sobrevolar a gran altura. El aparato volaba bajo, apenas a quinientos metros del suelo y unos cien por encima del koppie, una colina del oeste.
El avión giró ampliamente, enfiló su dirección y ellos se ocultaron de nuevo entre los juncos. Jacobus cogió los prismáticos. No había letras ni números de identificación en las alas. Solo una simple avioneta blanca. La avioneta descendió, aproximándose, y, de pronto, viró hacia el norte. Jacobus vio a dos hombres mirando hacia abajo y uno de ellos le pareció familiar, aunque pensó que se equivocaba.
Se parecía a uno de los ministros del gobierno. Uno muy conocido. Luego el avión viró de nuevo y ya no pudo ver nada. El aparato se alejó rumbo noroeste, cada vez más pequeño en la distancia, hasta que se perdió de vista.
Jacobus y Pego se miraron y sacudieron la cabeza. ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Por qué había volado sobre el Ka-Nwamuri? Tendrían que quedarse esta noche para comprobarlo y poder redactar un informe al día siguiente.
Esperaron hasta el crepúsculo, recogieron el campamento e hicieron los preparativos. Eran poco más de cinco kilómetros hasta el koppie. No podrían caminar rápido entre el matorral, pero la cobertura era buena.
Dos horas más tarde vieron las primeras luces, a medio camino de la ladera del Ka-Nwamuri. Las luces se movían y parpadeaban como luciérnagas en la noche.
Los furtivos no se comportaban así. ¿Qué estaba pasando?
Jacobus intentó llamar a la base por radio, pero solo se escuchaba el crepitar de la frecuencia estática. Pego y él diseñaron en susurros la mejor ruta para llegar a las luces.
La zona al este del Ka-Nwamuri era demasiado llana y abierta. Pero cerca pasaba el arroyo Nwaswitsontso, que ofrecía una amplia curva por el oeste alrededor del koppie Ka-Nwamuri. Formaba el embalse Eileen Orpen antes de abrirse en un pequeño cañón que desfilaba hacia la frontera. Podían rodear el arroyo hasta la parte de atrás de la colina y después subir para ver qué estaba pasando en el lado oriental.
Les llevó más de una hora. En el embalse Orpen se encontraron con un grupo de leones furibundos y hambrientos rugiéndole a la noche tras haber fracasado su cacería de cebras. Finalmente, pasadas las nueve de la noche se asomaron a la cresta del koppie Ka-Nwamuri y distinguieron a sus perseguidos abajo.
Las luces se habían apagado, pero una gran hoguera ardía al pie de la colina. Había un grupo sentado alrededor del fuego. Detrás, unas redes de camuflaje cubrían unas siluetas abultadas.
Pego emitió un ligero silbido entre los dientes y dijo befa, esto es malo. Jacobus dirigió los prismáticos al grupo de la hoguera. Eran blancos. Vestidos de civiles.
Vio el cadáver colgado de un árbol cerca del fuego. Un impala macho.
Él y Pego susurraron. Debían acercarse. No, dijo Pego, iría él, era oscuro como la noche y no le verían. Había un moshuta, un matorral cerca del campamento, podía arrastrarse a su amparo, echar una mirada y volver. Jacobus debía quedarse e intentar comunicarse por radio. Quizá funcionaría mejor en el koppie.
—¿Pero volverás a reunirte conmigo?
—Por supuesto, porque dejaré mi bushwa contigo.
Pego sonrió en la oscuridad con el viejo chiste. Volvería porque Jacobus era quien llevaba la comida.
—Tshetshisa —dijo Jacobus, una de las pocas palabras que sabía en mapuleng. Deprisa.
Pego desapareció en la oscuridad y Jacobus volvió a situarse debajo de la cresta y lo intentó de nuevo con la radio. Apretó la tecla y susurró: «Bravo Uno, adelante, aquí Juliet Papa». Escuchó y de pronto sonó una voz, fuerte y clara, y él tuvo que bajar el volumen deprisa.
—Juliet Papa, identifíquese. —Era una voz desconocida, no uno de los operadores de radio de la USMA.
Vaciló, era la primera vez que le pasaba. Ignoraba cuál era el procedimiento a seguir.
—Bravo Uno, aquí Juliet Papa.
—Le oigo, Juliet Papa, pero identifíquese. ¿Qué está haciendo en esta frecuencia?
La pregunta le asustó. ¿Había cometido un error? Volvió a comprobar la radio, la colocó en la frecuencia que se suponía que debían usar y repitió:
—Bravo Uno, aquí Juliet Papa, adelante.
La misma voz respondió clara como el día:
—Juliet Papa, esta es una frecuencia reservada. Identifíquese.
Le entraron ganas de arrojar la radio colina abajo. Solo funcionaba cuando quería y ahora le comunicaba con quien no quería. La apagó y volvió a subir hasta la cresta. Enfocó los prismáticos hacia el matorral que le había indicado Pego y esperó.
Vio una luz que se movía en el fondo de la pendiente. Estaban a unos trescientos metros. Dos hombres con una linterna. Buscaban algo en el suelo. Lo recogieron. ¿Una cuerda? No, a través de los prismáticos vio que era un cable negro sedoso.
Entonces oyó los gritos y movió los prismáticos hacia la hoguera y vio unas figuras que corrían, hombres armados, hombres vestidos con uniformes. ¿Dónde habían estado? ¿De dónde habían salido? Sonaron disparos, apartó los prismáticos de los ojos, para buscar los fogonazos en la noche, pero no vio ninguno.
Pego, ¿dónde estás?
Abajo las personas corrían para alejarse de la hoguera. Volvió a utilizar los prismáticos. De pronto todo quedó en silencio, nadie a la vista. Se volvió hacia donde habían estado los dos hombres con la linterna. La linterna estaba apagada.
Pasaron los minutos.
Siguió vigilando el fuego e intentando distinguir el matorral donde Pego pensaba ocultarse, pero estaba demasiado oscuro.
Vio un movimiento junto al fuego. Enfocó los prismáticos. Había dos soldados con alguien entre ambos, un cuerpo al que medio sujetaban y medio arrastraban algo. Los demás se acumularon a su alrededor. El tipo al que cargaban era Pego. El corazón le dio un vuelco cuando descubrió una herida de sangre en la rodilla de su amigo.
Le arrojaron al suelo y se quedaron a su alrededor. Alguien le dio un patadón y Jacobus sintió el corazón en la garganta. Algo muy grave estaba sucediendo. Grave de verdad. Quería correr ladera abajo y gritar: «¿Qué estáis haciendo, qué estáis haciendo? Dejadle, es mi compañero», pero se quedó inmóvil, sin saber qué hacer.