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La terrible ironía del relato de Jacobus Le Roux era que todo comenzó con la influencia paramilitar de su padre.

Después del entrenamiento básico de 1985, solo tres soldados fueron transferidos a la recién formada Unidad de Conservación de la Naturaleza y el Medio Ambiente del ejército, que reunía a poco más de veinte hombres. Jacobus fue uno de los elegidos porque Johannes Petrus Le Roux, director general de Le Roux Engineering Works, proveedor de Armscor, habló con el general adecuado.

No se había sentido culpable al respecto. Era así como funcionaba la vida. Lo que contaba era a quién conocía tu padre. Era preferible que se comprometiera con el medio ambiente a que hiciera el holgazán por el bosque como un vulgar soldado raso. Así que Jacobus Le Roux tuvo la oportunidad de vivir su pasión en el centro de entrenamiento General De Wet en De Brug, en las afueras de Bloemfontein. Más de diez mil gacelas pastaban en la finca de diecisiete mil hectáreas.

Era un joven seguro, inteligente, apasionado y dedicado, que estaba en su elemento. Impresionó a sus superiores con sus conocimientos y ética del trabajo. La siguiente oferta, en septiembre de 1985, la recibió por méritos propios.

El coronel viajó desde Pretoria para inspeccionar el campamento De Brug y mientras tomaban té en un edificio prefabricado, le habló de las dos unidades del ejército en el Parque Kruger. Uno era un contingente del 7 SAI, un batallón de infantería de Phalaborwa, que patrullaba la frontera del parque con Mozambique. La otra era mucho más oscura. Se llamaba Unidad de Servicios Medioambientales y se había creado por la influencia del legendario y antiguo comandante de las fuerzas especiales Jack Greeff, pero bajo el control de la Unidad de Conservación de la Naturaleza y el Medio Ambiente.

El propósito de esta unidad era detener la epidémica caza furtiva de elefantes y el contrabando de marfil en Kruger.

¿Estaría Jacobus interesado en unirse a ellos?

Él respondió que sí mucho antes de acabarse el té. Catorce días más tarde se presentó en la base del batallón 5 Recce, en el Lowveld, para seis semanas de entrenamiento intensivo. Fue allí donde conoció a Vincent Mashego, su rastreador, compañero y futuro camarada.

Mashego era el opuesto de Jacobus. El rico chico blanco era parte de la élite gobernante; el joven negro había crecido en Shatale, Mapulaneng, miembro de una pobrísima y marginada tribu, cuyo lenguaje sePulane no se enseñaba en ninguna escuela ni se aprendía en ningún libro. Su nombre en la tribu era Tao, que significaba «león», el emblema de la tribu maPulana, pero era tan callado y tímido que su gente le llamaba Pego. Era una cínica abreviatura de Pegopego: el charlatán.

Jacobus era delgado y musculoso y un recién llegado a la zona. Pego Mashego era pequeño, flaco y duro, y conocía el terreno del Lowveld como la palma de su mano. El afrikáner estaba allí porque quería; el de maPulana, por necesidad. Pero tenían una cosa en común: un profundo amor e interés por la naturaleza.

Su amistad no fue espontánea; sus diferencias de antecedentes, clase y personalidad eran demasiado grandes. Pero a lo largo de seis semanas de fatigas comenzó a desarrollarse un vínculo de mutuo respeto. Lo que les esperaba haría ese vínculo irrompible.

La estrategia del USMA era enviar a equipos de dos hombres a recorrer una zona a pie durante una semana. Las zonas se determinaban por horarios y cuadrículas. El hombre blanco de cada equipo era el líder y llevaba la radio. El negro cargaba con las raciones y era el rastreador. Ambos iban armados con fusiles y acampaban en la espesura y los acantilados durante el día para poder cazar a sus presas de noche, pues los furtivos del marfil eran predadores nocturnos.

La estrategia era sencilla: encontrar a los furtivos y pedir apoyo por radio. Sin embargo, si no había alternativa, había que abatirles antes de que desapareciesen por el bosque. Disparar a matar. Transmitirles el mensaje de que esto era la guerra, porque África no podía permitirse perder mil elefantes por semana. Al ritmo al que eran asesinados en los ochenta, los elefantes se hubiesen extinguido en 2010.

El equipo Juliet Papa, el nombre de guerra de Jacobus y Pego, fue desplegado en noviembre de 1985 en el sector occidental del Kruger, una zona segura donde podían ganar experiencia. En febrero de 1986 fueron destinados más al este. Entonces conocieron la dureza del cazador furtivo del marfil.

Veinte años más tarde, Jacobus Le Roux aún estaba lleno de odio. La primera vez se encontraron con tres elefantes muertos. A la hembra la habían matado porque estaba demasiado cerca y era peligrosa. Al pequeño lo habían matado solo por divertirse. La cabeza del macho era una masa sanguinolenta e irreconocible: los furtivos le habían cortado los colmillos con hachas y machetes. Había basura por todas partes, una hoguera desprotegida. La falta de respeto era descarada e intencionada. Pero los furtivos se habían marchado hacía mucho, de nuevo a través de la frontera a Mozambique.

Tres semanas más tarde se vieron involucrados en la primera refriega, intercambiaron disparos con un grupo de furtivos de noche. Siguieron el rastro de sangre de uno hasta la frontera. Menos de una semana más tarde, Jacobus Le Roux disparó y mató a su primer hombre.

Habían visto la hoguera de los furtivos ardiendo en la noche en un lecho seco del río Nkulumbedi, a unos pocos kilómetros del embalse Langtoon, en el noreste del parque. Jacobus quería pedir refuerzos por radio, pues había entre doce y catorce furtivos. Pero, como de costumbre, la señal era demasiado débil. Se acercaron y vieron la carnicería silueteada por el azul de las llamas. Dos gigantescos machos estaban siendo descuartizados mientras el grupo se reía y conversaba en voz baja.

Apuntaron. Jacobus apuntó a un tipo de camisa roja harapienta que estaba a un lado dando órdenes. Era su primera vez y tembló un poco, aunque su repulsión ante la carnicería era muy grande. Su cerebro se negaba a enviar la orden al dedo del gatillo. Solo disparó después de que Pego le diera un sutil codazo en el costado. Cerró los ojos y disparó. Abrió los ojos y le vio. No hubo ninguna convulsión dramática como en las películas, solo un hundimiento, un lento y patético colapso.

A su lado, Pego disparó una y otra vez a los furtivos que huían desordenadamente. Jacobus se quedó mirando la camisa roja hasta que reinó el silencio.

Me detuve en el Wimpy para desayunar y hacer unas llamadas. La camarera frunció la nariz al verme. Estaba sucio y olía mal y después del trabajo nocturno, tenía una mancha de sangre en el cuello.

Antes de que me sirviesen la comida llamé a B. J. Fikter. Dijo que la doctora Eleanor Taljaard aún no había entrado de servicio, y que Emma continuaba igual.

Después de desayunar, me lavé la cara en el impecable lavabo del Wimpy. Tuve que limpiar la mugre del lavabo con papel higiénico antes de marcharme.

Busqué una cabina telefónica y llamé a Jeanette. Era una llamada que no quería que nadie oyese.

—Estaba preocupada por ti.

No le había respondido a su último mensaje.

—Estaba ocupado.

—¿Progresos?

—Muchos. Puede que termine hoy.

—¿Necesitas ayuda?

Era la pregunta; la había estado considerando durante las últimas horas.

—Solo una cosa. Quiero cambiar el Audi.

—¿Por qué?

—Sabían exactamente dónde estábamos Emma y yo sin necesidad de vernos. Algún dispositivo electrónico. No sé cómo, pero nos pincharon el BMW.

—¿Cuándo quieres el coche nuevo?

—Tan pronto como sea posible. ¿Dentro de una hora?

—Tendrás que ir al aeropuerto en Nelspruit.

—Estoy cerca.

—Hecho. ¿Alguna preferencia?

—Si es posible, una camioneta.

—Veré lo que puedo hacer. Ve al mostrador de Budget.

—Gracias.

Ella guardó silencio. Después dijo:

—El casquillo. Tienes unos amigos muy interesantes.

—¿Sí?

—¿Alguna vez has oído hablar de un Galil?

—Vagamente.

—Es el fusil de combate israelí, calibre 5.56 milímetros, basado en el AK, difícil de conseguir. Pero el fusil que te disparó es todavía más curioso. Es el fusil de francotirador Galil. El mismo diseño, muy fiable, muy preciso, pero utiliza la munición NATO 7.62.

—¿Qué aspecto tiene?

La extrañeza del fusil no identificado me preocupaba.

—Hay una foto en Internet. Es muy pequeño para un arma de francotirador. La culata plegable. Lo curioso es que el trípode está delante del seguro del gatillo, pero la mira no está encima, sino al lado.

Se encendió la luz.

—Eso es. Es lo que vi.

—Mi fuente dice que es la primera vez en su vida que ha oído del uso de esa arma en Sudáfrica. La pregunta es: ¿qué está haciendo ahí?

—Tengo una fuerte sospecha.

—¿La tienes?

—Es una larga historia. Te la contaré cuando regrese.

—Pareces cansado, Lemmer.

—No soy madrugador.

—Estás mintiendo.

—Estoy bien.

—No te hagas el machote conmigo. Te daré una patada en el culo. —Jeanette Louw. Siempre compasiva.

—¿Macho? ¿Yo? ¿Cuando estoy tan en contacto con mi lado femenino?

Ella no se rio. Parecía preocupada cuando dijo:

—Si quieres ayuda, pídemela.

No quería ayuda.

—Lo haré. Lo juro.

—Esa es nueva —afirmó ella.

—Un hábito local. Jeanette, una cosa más. No es urgente. Hay un hombre llamado Stef Moller. Propietario de una reserva ecológica privada en Heuningklip. Cincuenta y tantos, muy rico, pero nadie sabe de dónde viene su dinero. ¿Puedes averiguarlo?

—Stef con «f» o «p-h».

—No tengo ni idea.

Ella suspiró.

—Veré qué puedo hacer.

Antes de ir al aeropuerto, encontré una armería. Había tres en la ciudad, pero solo una abría el 2 de enero. Ofrecía un curioso surtido de equipos de acampada, ropa de hombre y armas.

Los cuchillos de caza estaban en una vitrina de cristal cerca de la caja registradora. El pequeño tipo de detrás del mostrador parecía estar en edad escolar. Quizá fuera a clase. Le señalé el que quería.

—Vale setecientos rands —me informó con un tono altivo, como si no pudiese pagarlo.

Asentí.

—¿Cómo lo pagará?

—En efectivo.

Sacó el cuchillo, pero esperó a que le diese el dinero antes de entregármelo.

Fui al aeropuerto.

La joven negra del mostrador de Budget examinó mi carnet dos veces antes de darme las llaves y el contrato. Somos seres tan visuales. Ella, la camarera del Wimpy y el colegial habían visto a un hombre que se había sentado en el suelo a la espera, que había pasado una larga noche peleando, sudando y forcejeando, que se había lavado deprisa y corriendo, y no se había cepillado los dientes.

Desprovisto de todo el maquillaje, quizá tuviera mi auténtico aspecto.

—¿Quiere seguro? —preguntó la empleada con un tono de esperanza.

—Sí —respondí.

Ella me dio una camioneta de doble cabina Nissan blanca, con motor diésel de tres litros. Más extravagante de lo que hubiese preferido, pero era funcional y sería mucho menos visible que el Audi.

—¿Tiene un mapa de la zona?

Me trajo uno. Lo comprobé y vi que no me serviría de nada; solo mostraba los caminos de alquitrán de Lowveld.

—Gracias —le dije, y me lo llevé.

Había una pequeña librería en el vestíbulo del aeropuerto. Entré y pedí mapas. Compré uno de los que nunca se pueden doblar una vez desplegados. Al menos mostraba la extensa red de caminos de piedras con una invitación a explorar el Lowveld.

Me senté en la Nissan y consideré mis opciones. Quería llegar a Mariepskop. Pasar el desvío a mi granja, pero vi que era imposible. Solo había una carretera y pasaba por delante de la entrada de Motlasedi.