Tuve que contenerme. Quería levantarme, sujetar a Stef por el cuello y sacudirle. «¿Entonces por qué me mienten sobre el paradero de Cobie?». Pero intuyó mi reacción.
—No sabemos dónde está, Lemmer. Llamó de pronto. Dijo que se había enterado de que Frank Wolhuter estaba muerto. Debíamos tener mucho cuidado, porque las personas que lo hicieron son muy peligrosas. Debíamos tomar precauciones; armarnos y asegurarnos de no estar nunca solos. Le pregunté dónde estaba y respondió que no tenía importancia. Le pregunté por Emma y afirmó que no tenía familia, que no conocía a nadie con ese nombre.
—¿Le preguntó por qué cometió los asesinatos?
—No hizo falta. Sabemos que fue él.
—Pero Frank y Donnie juraron que no fue así.
Donnie Branca se semiincorporó, indignado.
—¿Qué esperaba, Lemmer? Sea realista, por amor de Dios. Frank no creía que hubiese sido Cobie. ¿Qué quería que hiciese? Que fuese a decirles a todos: «Sí, fue Cobie, el muy cabrón, los mató a sangre fría».
—Siéntese, Donnie.
Pero no sirvió de nada. Estaba furioso. Se levantó, caminó en círculos por la oscuridad y volvió para detenerse delante de mí.
—Que le follen, Lemmer. ¿Qué va a hacer? ¿Dispararme? Estoy cansado y harto de usted. Si hay algo que demuestre que Cobie es hermano de Emma, no es asunto nuestro. El muy imbécil fue y mató a personas inocentes y puso en riesgo doce años de trabajo. Doce putos años. Es todo lo que Stef trabajó para poner Hb en marcha, para que funcionase. Usted sacude su puta cabeza cuando hablamos de la amenaza al medio ambiente. Es como todos los demás. La prensa, el gobierno, el jodido público, todos lo niegan. No tiene idea de lo que está pasando, Lemmer. Por todo el mundo. Es un follón de cuidado. Le desafío, vaya y haga sus deberes. Mire los hechos. Vaya y lea los documentos científicos. Léalo todo.
»No solo es el cambio climático. Todo. La pérdida del hábitat, la deforestación, el crecimiento de la población, la polución, el aumento de las ciudades, la sobreexplotación de la tierra, la caza furtiva, el contrabando, la pobreza, la globalización. Después venga y dígame que no hay crisis. Vaya a los medios. Denúncienos. Vea si puede pararlo.
—Donnie. —Stef Moller intentó calmarle.
—Jesús, Stef, ya estoy hasta los huevos de este maldito idiota. Lea mis labios, Lemmer. Nosotros no tocamos a Frank ni a Emma. Si no se lo cree, que le den por saco. —Se acercó a un costado de la camioneta, abrió la puerta y entró—: Venga, Stef, vámonos.
Cerró la puerta y puso en marcha el motor.
Stef Moller se levantó sin prisa y pasó por mi lado.
—Tiene razón —fue todo lo que dijo.
Subió a la camioneta y tuve que apartarme del camino, porque no pareció que Donnie Branca fuese a parar por mí.
Había creído que Emma me había estado mintiendo y me había equivocado. Mi fe en el detector de mentiras que llevo incorporado había fallado. Me quedé de pie en la oscuridad y vi como las luces rojas del Toyota desaparecían en la distancia y pensé que Donnie Branca decía la verdad y que Stef Moller todavía ocultaba algo.
Si quieres saber si alguien miente, mírale a los ojos. Con Moller era difícil debido al constante parpadeo y las gruesas gafas. No podía verle la cara en la oscuridad, solo su voz, su cadencia y su entonación. No me estaba diciendo toda la verdad.
¿O eran imaginaciones mías?
Volví a mi nido.
Stef Moller con su calva, las gafas y su lenta y solemne manera de hablar. Pensé que era inofensivo el día que le conocí. Pese a que algo me había preocupado en el cobertizo, algo que había pasado por alto.
Los hombres altos y tranquilos no figuran entre las principales amenazas de un guardaespaldas. Los asesinos de la historia han sido hombres bajos y muy atareados. Lee Harvey Oswald, Dimitri Tsafendas, John Hinckley, Mark David Chapman.
No había esperado que Moller apareciese. Fue su voz la que me había convencido de salir de mi refugio y llamarle, porque no le identificaba con los ataques a sangre fría y la violencia. No era solo mi instinto. Stef Moller tenía el aire de los oprimidos y lastimados. Pero sabía que estaba mintiendo. Por alguna cosa.
¿Qué me había preocupado en el cobertizo?
Branca no había estado involucrado en el ataque contra Emma y contra mí. Le creí.
Entonces, ¿quién había sido?
¿Por qué mentía Moller? ¿Había enviado a alguien? ¿No confiaba lo suficiente en Branca y tenía otras tropas de Hb dispuestas a hacer el trabajo sucio?
«Las personas que lo hicieron son muy peligrosas. Debemos tomar precauciones. Debemos armarnos y asegurarnos de que nunca estamos solos».
¿Lo había dicho con autoridad o con un poco de miedo? Incluso así, habían venido desarmados. ¿O tenían ocultas las armas en la camioneta?
¿Qué había visto en el cobertizo de Moller?
Me senté con mis Twinkies y mi Energade. No podía relajarme. Debía permanecer alerta, preparado.
El día que Emma y yo estuvimos allí, el cobertizo estaba en penumbras, la única luz llegaba a través de las puertas de doble cristal. Había estanterías de acero en las paredes, grandes bidones de combustible y aceite, mesas de trabajo cubiertas con recambios, trapos, latas, clavijas y tornillos, herramientas y…
Cogí la botella de Energade y bebí un trago. Cerré los ojos y me concentré.
En su mesa de trabajo a dos metros de Moller había un carburador y la tapa de un filtro de aire con el filtro roto a un costado y… una bandeja.
Una vieja bandeja marrón rojiza con la base de corcho, una azucarera y las tazas, aquello fue lo que me llamó la atención.
Las tazas.
¿Por qué?
Porque había tres. Tres tazas, dos vacías, una a medio llenar.
Me incorporé a la oscuridad del bosque con la botella en una mano y la Glock en la otra.
Solo estamos Septimus y yo, ningún otro trabajador. Era lo que había dicho Stef Moller. Pero había tres feas tazas color caqui con sus respectivas cucharillas y alguien no se había terminado su café. Dos personas, tres tazas, no encajaba. Alguien más había estado en el cobertizo cuando Emma llamó. Alguien que no quería ser visto.
Recogí mis cosas y salí deprisa rumbo a la casa. Tenía una idea bastante aproximada de quién era la tercera persona.
Creía que aún estaba en Heuningklip y por eso Stef Moller mentía.
Me llevó casi tres horas recorrer los doscientos cincuenta kilómetros hasta Heuningklip. Había camiones en los puertos de montaña y curvas cerradas, invisibles en la oscuridad de las cumbres.
Atravesé Nelspruit y me pregunté cómo estaría Emma, deseando dar la vuelta para agarrarle la mano. Hablar con ella. Preguntarle en qué había pensado cuando se detuvo junto a mi cama. También deseaba que continuara en silencio para mantener intacta la posibilidad de sus múltiples respuestas.
Giré a la derecha en la R38 apenas pasado el río Suidkaap y pensé en Stef Moller, el rico retraído. Melanie Posthumus había dicho que era el millonario que compró y rehabilitó hermosamente todas estas granjas, pero nadie sabía de dónde venía su dinero.
Por lo tanto, ¿de dónde había venido? ¿Qué podía comprar?
Me sentía arrinconado. Estaba cansado de pensar. Quería acción. Quería respuestas para aclarar todo el asunto, descorrer la pesada y oscura cortina de engaños y mentiras, dejar que la luz lo iluminase todo, saber a quién tenía que agarrar por las solapas, darle un puñetazo en la cara y decir: «Ahora cuéntemelo todo».
En la R541 pasado Badplaas tuve que disminuir la velocidad para distinguir la entrada de Heuningklip en la oscuridad, pues no había ninguna entrada a la vista, solo la fantasmal reserva detrás de la cerca. Conduje un kilómetro más allá del pequeño cartel y aparqué el Audi lo más lejos que pude de la carretera entre los matojos. Salí del coche, me metí la Glock en el cinturón y consulté mi reloj. Las tres menos cuarto de la madrugada. La hora de la Gestapo.
Salté la verja. Tres metros de alto. Tendría que seguir por el sendero. No podía perderme en la espesura. Podría haber leones. Melanie Posthumus nos había contado que Donnie decía que cuando Moller tuviese setenta mil hectáreas de tierra, introduciría leones y perros salvajes. Habían pasado dos años desde entonces.
El camino serpenteaba durante tres kilómetros hasta una humilde casa y sus edificios adyacentes. Caminé. Me sentía desnudo pero, a cada lado, la hierba era demasiado alta e infranqueable. Caminé con la mano en la pistola, atento a los ruidos de la noche. Oí la risa de una hiena, el aullido de un chacal. Los perros ladraban a lo lejos. No sabía si los perros salvajes ladraban, solo sabía que cazaban en jauría, perseguían a su presa durante kilómetros, devorándola a dentelladas, hasta que caía exhausta y desangrada. Luego la jauría celebraba su festín.
Caminé más rápido, cerciorándome de no hacer ruido al pisar.
Un pájaro nocturno se levantó a un centímetro de mi cara, después otro y tres, cuatro, cinco. Me dieron un susto de muerte. Me detuve y maldije con la pistola en la mano. Pasó un rato largo hasta que se silenció el estrépito.
Reanudé la marcha.
La granja estaba envuelta en las tinieblas en lo alto de la colina. No había ni una sola luz encendida.
¿Habría vuelto Moller ya? ¿O se había ido a Mogale con Branca?
Primero buscaría en la casa.
Avancé en la sombra. La casa, el cobertizo y otro edificio adyacente. Más allá de la cuesta estaban las cuatro casas de los trabajadores, edificios pequeños levantados con ladrillos encalados y techos de chapas de zinc. Stef Moller había señalado en esa dirección cuando se refirió a Seppie el Bizco como su único empleado.
Caminé en silencio a través del porche hasta la puerta principal y giré el pomo con mucho cuidado con mi mano izquierda, la pistola en la derecha.
Estaba abierta.
Si una puerta va a crujir, mejor que lo haga lo menos posible. La abrí deprisa, entré y la cerré. Casi sin ningún ruido.
Adentro la oscuridad era absoluta. No podía ver los muebles con claridad y no quería tropezar con nada. Tendría que esperar a que mis ojos se acomodasen. Había una habitación grande. ¿Era la sala de estar? Delante había un pasillo. Lo recorrí en silencio.
La primera puerta a la izquierda era la cocina. No había cortinas y alcancé a ver el esmalte blanco de una vieja cocina económica. Había otras dos puertas más, a izquierda y derecha, ambas abiertas. El baño a la izquierda. El dormitorio a la derecha.
Escuché junto a la puerta del dormitorio. Nada.
Seguí adelante. Había otras dos puertas a ambos lados. Ambos eran dormitorios, la puerta derecha daba al más grande. Sería el dormitorio de Stef Moller. Era imposible ver nada. Di un paso dentro de la habitación y escuché atento, pero lo único que oía era el latido de mi corazón, conteniendo el aliento.
Salí, y apoyé la planta del pie deliberadamente, después el tacón suave, sigiloso, hasta que entré en el tercer dormitorio.
Estaba vacío. No había nadie en la casa. Moller continuaba en la carretera. O quizás estuviese durmiendo en alguna otra parte. Caminé hasta la puerta principal más deprisa, pues nadie podía oírme. Salí y me detuve en el porche. En el patio reinaba una tranquilidad siniestra. Las casas de los trabajadores estaban al este, a mi izquierda. Había unos ciento cincuenta metros de terreno abierto cubierto de gravilla. La hierba alta estaba cortada hasta unos dos metros de las casas. No tenía más que ir hasta allí para estar a cubierto.
Las casas se alzaban en la ladera de la colina en una fila irregular, claramente visibles a la suave luz de la luna creciente y de las estrellas, un firmamento espectacular donde no brillaba ninguna otra luz. Comenzaría con la primera por la izquierda, la más cercana a la casa. Tenía un problema. Septimus el Bizco vivía en una de ellas y no quería despertarle. ¿Pero en cuál? Era imposible saberlo. Lo más probable era que no fuese la primera; nadie quiere dormir demasiado cerca del jefe. Aposté por la segunda.
¿Y el hombre al que buscaba? ¿La cuarta o la quinta casa?
Podía ser cualquiera. Comencé el largo trayecto a través del campo abierto calcinado por el sol, la pistola preparada. Agradecí a los dioses la ausencia de perros. Apoyaba cada pie con cuidado, para no molestar al hombre dormido. Me dirigí hacia la hierba alta a la izquierda de la primera casa y me tomé mi tiempo, elucubrando en si dormiría en la tercera o en la cuarta, en qué diría cuando apoyase la Glock en su sien y lo despertase con suavidad.
Quince metros hasta la hierba, después diez. Tuve que concentrarme para no correr los últimos cinco. No debía hacer ruido. Llegué sin problemas, me puse en cuclillas y miré por las ventanas de la primera casa. No había cortinas. La puerta de madera era de dos piezas; la pintura, desconchada.
Caminé agachado a través de la hierba hasta las ventanas. Las cortinas de encaje blancas estaban sucias y raídas. ¿Dónde estaba Septimus? Allí estaba Septimus, dormido, inconsciente e irrelevante. Avancé otros siete metros y me senté sobre los talones. Vi las descoloridas cortinas amarillas en la ventana de la casa número tres. Melanie Posthumus había dicho que había comprado una bonita tela amarilla desenfadada. Supe dónde dormía.
Lo he encontrado, Emma Le Roux, he encontrado al esquivo pimpinela Jacobus Le Roux, también conocido como Cobie de Villiers. Asesino, desaparecido, activista y completo enigma.
Algo proyectó una súbita sombra a mi lado, en la hierba espesa, y el cañón de un arma me rozó la sien suavemente. Una voz muy nerviosa dijo:
—Suelta la pistola antes de que te vuele la puta cabeza.