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Cuando te ocultas, debes permanecer quieto.

No soy muy bueno para ello. A pesar de mis loables intentos por acomodarme en el hueco del árbol, pasada una hora me dolía todo. Cuando me moví lo hice lenta y deliberadamente para no ser descubierto.

Pero sabía que nadie me estaba vigilando. Era una lección que aprendí al principio de mi carrera como guardaespaldas: las personas intuyen cuando alguien las vigila. Por lo general era yo quien vigilaba, en constante alerta ante posibles riesgos. Nueve de cada diez veces mi objetivo me descubría. Es un instinto primitivo, pero existe. Algunas personas reaccionan rápido, su sentido está bien desarrollado, la reacción es rápida y agresiva. Para otros, es un proceso lento, un despertar sistemático que al principio es inseguro e intenta corroborar su sospecha. Había aprendido a vigilar de una manera más sutil. Experimenté con las miradas de lado, la visión periférica, y comprendí que no cambiaban nada. El observado sentía el interés, no la mirada clavada.

La vida nocturna comenzó a moverse a mi alrededor, por los matorrales. Se formó una nueva constelación de sonidos emitidos por insectos, pájaros, animales no identificados y el susurro de las hojas y de las ramas. Los tábanos y los mosquitos se interesaron, pero el repelente de insectos que me había puesto hacía su trabajo.

Me levanté dos veces para estirar lentamente las extremidades y estimular la circulación. Comí y bebí, vigilé y escuché. Estaba más calmado ahora que los acontecimientos empezaban a desarrollarse y una nueva hilera de fichas de dominó estaba preparada. Me pregunté quién haría caer la primera.

Pensé en Emma y en lo mal que la había interpretado, en la cantidad de prejuicios que tenía. No me gustaban las personas ricas. Debo confesar que en parte es por envidia, aunque también está la experiencia: llevo dieciocho años vigilándoles. Al principio fueron los ricos influyentes tratándose de ganar la confianza del ministro. Últimamente habían sido mis «clientes», como les llamaba Jeanette. La mayoría de los ricos son unos malnacidos, plagados de ínfulas y obsesionados consigo mismos.

Sobre todo el afrikáner rico.

Mi padre había guardado un puñado de fotografías amarillentas en una caja de té en el estante superior de su armario. Mis antepasados estaban en dos fotografías. Mi tatarabuelo y sus tres hermanos, cuatro hombres barbudos vestidos con camisa blanca y chaqueta. Mi padre decía que las fotos eran de principios de siglo, que fueron tomadas después de la pérdida de la granja familiar, cuando el afrikáner no tenía nada. La pobreza de los cuatro Lemmer era obvia por el corte y la sencillez de sus ropas. Pero en sus ojos había una mirada de orgullo, determinación y dignidad.

Años más tarde, recordaría la foto cuando fui a Calvinia para el Vleisfees, la fiesta anual del cordero. Fue una decisión impulsiva. Llevaba un año fuera de servicio y quería pasar un fin de semana lejos de Seapoint. Leí un artículo sobre la fiesta y me puse en marcha sin más el sábado por la mañana. No me gustó lo que vi: esa misma noche estaba de vuelta. Afrikáners ricos venidos de la ciudad con sus flamantes todoterrenos, sentados y bebiendo, borrachos a las tres de la tarde, sacudiendo sus cuerpos torcidos al son de una música que te perforaba los oídos, mientras sus hijos adolescentes estaban sentados a los lados muertos de la vergüenza. Me quedé pensando en las fotos de la caja de té de mi padre y comprendí que la pobreza le sentaba mucho mejor al afrikáner.

Por lo tanto, admito un prejuicio contra los ricos y, por extensión, contra Emma.

Pero el prejuicio es un mecanismo de defensa. Algunos prejuicios son innatos, como nuestra búsqueda instintiva de los patos de nuestro estanque, nuestros hermanos genéticos más cercanos; o como la repetición del árbol genealógico de los miembros de las tribus de Nueva Guinea. El instinto es también el origen involuntario de todos los -ismos, tan políticamente incorrectos como indisociables a nuestra naturaleza.

Otros prejuicios son aprendidos. Los que surgen de la experiencia están diseñados para proteger. Como el niño que aprende que la hipnótica llama del fuego le puede quemar. Del mismo modo aprendemos que toda interacción humana genera una noción de causa y efecto, así que lo etiquetamos y lo dividimos todo en categorías para protegernos del dolor. Promulgamos leyes.

Las mujeres pequeñas equivalen a problemas. No solo mi madre; nuestra sinapsis es algo más compleja. Hubo otras, chicas de la escuela, a las que vigilé personal y profesionalmente hasta advertir que si eran pequeñas y hermosas, traían problemas.

Lo racionalicé tanto como cualquiera, pero con Emma debía servir de atenuante. ¿Cómo iba a saber que ella era diferente? No había habido ninguna evidencia de lo contrario. Rica, bonita y pequeña. ¿Por qué iba a ser la excepción? Lo más inteligente era no involucrarse, mantener una distancia profesional.

¿Y ahora? Ahora estaba sentado en la profunda oscuridad de la selva de Lowveld y los límites entre lo personal y profesional se habían desintegrado. Necesitaba trazarlos de nuevo para terminar el trabajo que había empezado: protegerla. Pero ahora, la fuerza que me impulsaba era la venganza. Alguien debía pagar por el ataque. Quería descubrir las respuestas a las preguntas de Emma, poner a los culpables a sus pies suplicándole perdón, y ofrecérselos como prueba de mi atracción.

Mi Emma.

Pero el día anterior me había acostado con una extraña.

Emma. La había llevado en brazos, dormida, hasta su habitación. La había consolado, le había mostrado una parte de mí que solo había conocido Mona. Había sujetado su cuerpo desangrado en un taxi sabiendo que se moría, que con ella moriría mucho más que mi reputación profesional. Koos Taljaard tenía razón. Estaba enamorado de Emma, de quien era, a pesar de su belleza y de su riqueza. A pesar de su clase y de su inteligencia me había preguntado: «¿Quién es usted, Lemmer?» con un interés y una curiosidad sinceros. Después de los ataques de El Cabo, había tenido la valentía de llegar hasta aquí, enfrentarse a la adversidad y confiar ciegamente en que Cobie era Jacobus, su hermano, su sangre.

Mi Emma, a quien había sido infiel la noche pasada.

Tendría que haberlo visto venir. Estaba decepcionado. Tendría que haber advertido el peligro cuando Tertia dijo: «Has estado peleando, Lemmer. Chico malo». Hubo un destello. Me lo dijo y vi cómo una mano invisible prendía un interruptor primitivo en su subconsciente. Las mujeres temen la violencia. La odian. Pero muchas de ellas tienen debilidad por la brutalidad en potencia del hombre. Por cómo impone sobre otros machos su derecho a reproducirse, a proteger a su mujer y a sus hijos. Mona lo tenía. Durante el juicio hubo dos mujeres que vinieron cada día a escuchar. Se sentaron y contemplaron el relato de mi crimen palabra por palabra.

Y Tertia. Sasha.

Tendría que haber rechazado la llave, los ojos azules del delfín, en la barra del bar. Tendría que haber usado la cabeza.

Tendría que haber sabido que no sería capaz de soportar la tentación, que ella sería capaz de derrumbar mi inhibición.

Para mí, para los hombres, la posibilidad de arrojar todas las inhibiciones por la borda es la fantasía final, el lazo mortal: la mujer que grita extasiada a grito pelado y se sacude como un potro salvaje, la mirada transparente que no pregunta y quiere más, que lo absorbe todo diabólicamente.

Tertia me deseaba porque la ignoraba. Para ella seducirme era un desafío, vencer al paso del tiempo sabiendo que cada vez le costaba más esfuerzo y más trabajo mantener en forma el precioso cuerpo de su juventud. Como mi madre. Quizá fuera una forma de escapar de su aburrida existencia. Quizá solo la necesidad de tener un cuerpo al que abrazarse en Año Nuevo. ¿O acaso deseaba un último baile con el demonio de la violencia, el luchador, el mercenario, el asesor militar o el contrabandista?

Mientras estaba desnuda en el umbral, las caderas y los pechos a la vista, me pregunté desde cuándo sabía lo que ocurriría. ¿Cuánto tardé en ser consciente de que me acostaría con ella? ¿Hasta qué punto mi vacilación era impostada? Sabía que lo deseaba; estaba hambriento, desquiciado por la intensidad, el placer y el deseo de follarme a mi propia furia. La furia por la inalcanzable Emma, la furia por mi debilidad, mi indefensión y mi previsibilidad. Lemmer y Sasha. En contraste con Martin y Tertia. En cierta manera éramos pájaros del mismo plumaje que habían copulado como animales en el nido equivocado durante dos horas. El calor fue lo que más iba a recordar. El calor de la noche, el calor de su cuerpo, el calor por estar dentro de ella, el de mi pasión y el de su necesidad. Cómo había gritado de satisfacción o de miedo, una y otra vez, oh Dios, oh Dios, oh Dios.

Unas luces en la verja interrumpieron mis pensamientos. Volví al presente de la noche oscura de un sobresalto. El bosque y la primera ficha del dominó que se tambaleaba.

Cogí la Glock y observé tumbado boca abajo.

Alguien se bajó de un vehículo que parecía una camioneta, y abrió la verja. La distancia era demasiada para identificarlo.

La camioneta cruzó la reja abierta con las luces largas puestas. Esperó a que el hombre cerrase la verja y volviese a subir. Entonces avanzó por el camino.

Evité la luz cegadora, con el propósito de proteger mi visión nocturna, pero necesitaba saber quién viajaba en la camioneta.

No era lo que esperaba. Un ataque directo. A campo abierto.

Tenía que haber más. Era una trampa para distraerme. Los otros avanzarían a través de la noche con ropas oscuras y pasamontañas, con miras ópticas de visión nocturna y fusiles de francotiradores. Desvié la mirada de la camioneta, me concentré en mis perseguidores. Dejé que la camioneta llegase a la casa vacía, allí no encontrarían nada.

El vehículo se acercó. La cabina estaba a oscuras. Eché un vistazo, pero no pude ver nada. Se metieron por el túnel de árboles, las luces se filtraban entre las ramas.

Los otros no entrarían por la verja. La saltarían, quizá más al este, quizás al oeste. Cinco, diez o quince minutos más tarde. Tendría que esperar en silencio. Comprobé las agujas reflectantes de mi reloj: 20:38. ¿Por qué venían tan temprano? ¿Por qué no esperar a las primeras horas de la madrugada, cuando estuviese luchando contra el sueño?

¿Sospechaban que estaba solo? ¿Tan confiados estaban los veteranos perseguidores nocturnos? ¿Serían cazadores convencidos de que su presa no sospechaba?

Apenas oía el motor de la camioneta. Se hizo un silencio sepulcral. Debían de haberse detenido delante de la casa. No vayas, no mires, no te preocupes por ellos, espera aquí. Espérales.

Oí a lo lejos cómo llamaban a la casa. «¡Lemmer!», la última sílaba alargada. Llamaron tres veces. De nuevo el silencio.

20:43. Nada excepto los sonidos de la noche.

Mi visión nocturna volvió a la normalidad. Miré sin prisas adelante, a un lado y a otro, con la respiración contenida para poder oír.

Nada.

Dieron las 20:51. Y pasaron.

No entendía su estrategia. ¿Para qué enviar la camioneta si no para distraerme? ¿Habría tres o cuatro de ellos tumbados en la parte de atrás, en plan caballo de Troya? No tenía sentido. Distraes la atención para poder sorprender desde otra dirección, desde otro lugar, pero si el momento se perdía, no había nada más que hacer. Tenías que cubrir el punto A mientras tus compañeros se infiltraban por el punto B. Si el foco cambiaba, la estrategia fallaba.

21:02. Tuve que reprimir el deseo de levantarme y acercarme a una posición ventajosa para mirar la casa. ¿Qué pretendían? ¿Por qué guardaban tanto silencio?

¿Estaban inspeccionando el terreno? ¿Tenían radios para comunicarse? Vemos que hay una única carretera de entrada; debéis hacer esto y lo otro.

Solo me quedaba esperar. No había otra manera. Pero cada vez estaba menos seguro. No, eso es lo que quieren. La duda genera errores. Tengo ventaja. Debo mantenerla.

Les oí gritar mi nombre alrededor de las 21:08. Y algo más que no entendí. No hice caso. La culata de la Glock estaba empapada con el sudor de mi mano y las piedras y las raíces me presionaban dolorosamente las piernas y el pecho.

Silencio.

A las 21:12 llevaban allí media hora y no había habido ningún movimiento, ningún sonido de la verja o la carretera.

Tres minutos más tarde oí de nuevo el motor del vehículo, en un primer momento suave y después más fuerte. Regresaban. Vi los faros a través de los árboles.

Las luces eran una idiotez. Les privaba de visión; quedarían ciegos en la oscuridad. ¿Por qué lo hacían? Se detuvieron en mitad de la maleza, apagaron las luces y después el motor.

—¡Lemmer!

Era la voz de Donnie Branca.

—¿Está ahí?

Reinó el silencio en el matorral, la vida nocturna intimidada.

—¡Lemmer!

Esperó una respuesta.

—Soy Donnie Branca. Queremos hablar con usted. Solo somos dos.

No les miré; dejé la mirada perdida en el horizonte.

No había nada.

—Lemmer. Está equivocado. No fuimos nosotros. Nunca le haríamos daño a Emma Le Roux.

Por supuesto que no. Solo sois unos inocentes protectores de animales.

—Podemos ayudarle.

Hablaron entre ellos. No lo hacían en voz baja, pero no oí lo que decían.

Se oyó el sonido de las puertas de la camioneta abrir y cerrarse.

—Lemmer, nos hemos bajado. Nos quedaremos aquí junto a la camioneta. Si nos puede ver, verá que vamos desarmados. Mire bien. Nos quedaremos aquí.

Era el momento en que debían llegar los otros; ahora que creían haberme distraído. Moví el cañón de la Glock de izquierda a derecha y lo seguí con los ojos. Ningún movimiento, ninguna pisada, ninguna rama que se quebrase, solo el silencio y los insectos.

—Comprendemos que sospeche de nosotros. Entendemos que podamos parecerle culpables. Juro por Dios que no fuimos nosotros.

¿Ah, solo juras por Dios? Como si eso me fuese a convencer.

¿Es que me tomaban por un completo idiota?

¿Pero dónde estaban los otros? ¿Había alguien más en el maletero de la camioneta? ¿Se arrastraban por el matorral para sorprenderme por la espalda? Me volví lenta y cuidadosamente. Sería duro oírles y verles. Era una jugada brillante, mantener mi atención y atacarme desde la dirección que menos esperaba.

Oí que discutían de nuevo, pero me concentré en los matorrales que me rodeaban. El frente era ahora de trescientos sesenta grados, cada vez era más complicado, pero ellos no sabían dónde estaba, ni siquiera que estuviese aquí.

—H. B. significa «hemoglobina» —dijo otra voz conocida.

Me costó ubicarla. Hasta que reconocí la lenta y mesurada cadencia. Stef «Parpadeo» Moller de Heuningklip.

¿Stef? ¿Aquí?

Hubo un largo silencio. Me giré, con la Glock por delante. No había nada que ver, solo el silencio del matorral.

Volvieron a decirse algo. Donnie Branca gritó:

—Pues entonces nos vamos —con desilusión en la voz.

Oí una puerta que se abría y grité:

—¡Esperen!

Me levanté con el pecho apoyado en el tronco de un árbol para reducir los ángulos a ciento ochenta grados.