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Eran las dos y diez cuando volví a Motlasedi. Compré una semana de provisiones y las llevé a la cocina en las bolsas de Pick ’n Pay. Encendí el gas de la nevera y guardé las botellas de Energade adentro. Busqué la escoba, el cubo, paños y productos de limpieza del coche y comencé por la cocina. Luego la sala de estar, el baño y el dormitorio. Sudé a mares.

Mientras estaba rociando cuatro botes de insecticida por toda la casa, sonó uno de los teléfonos. El mío. Era Nadine Bekker.

—Motlasedi significa «lugar de la gran batalla» —dijo, cuando respondí—. ¿Quiere saber la historia?

—Por favor.

Ella la leyó en inglés de algún sitio. Lo hizo tan deprisa y con tal ausencia de sentido la puntuación, que tuve que cerrar los ojos y concentrarme para seguirla.

Dijo que una tribu local, los maPulana, fueron atacados en 1864 por el rey Mswati de los swazis. Los maPulana se retiraron a Mariepskop y allí, casi a dos mil metros por encima de las llanuras del Lowveld, se prepararon para la batalla que seguiría. Cargaron con rocas muy cerca del borde y vigilaron el único sendero que subía a la montaña. Antes de subir, los guerreros swazis esperaron a que se formara la densa niebla que algunas noches de verano se declaraba en las laderas de la montaña. Aquella noche la niebla era tan espesa que cada guerrero tuvo que subir con una mano apoyada en el hombro del que tenía delante.

En lo alto, los maPulana esperaban en absoluto silencio. Aguantaron hasta el último momento antes de arrojar sus proyectiles de piedra. La estrategia fue letal. Las pérdidas de los swazis fueron enormes y su ataque se convirtió en un caos. Por fin, los maPulana bajaron de la montaña, acabaron con cualquier resistencia y se deshicieron de los cuerpos en el pequeño río al sur de Mariepskop.

Nadine punteó su lectura con algunas pausas.

—Tuvo que haber sido donde está. Dicen que todavía se pueden ver los huesos de los swazis si se sabe adónde mirar. El río también se llama Motlasedi, el lugar de la gran batalla, y la montaña se llama Mogologolo, que significa «montaña del viento» porque los swazis solo oyeron el viento de las piedras que caían antes de morir. ¿Ya está instalado? ¿Está a gusto? Llame si necesita cualquier cosa. Debo salir corriendo.

No había ducha. Me di un baño de agua fría, me lavé y por fin me sentí limpio.

Puse el despertador del móvil a las cuatro y media y me tendí en el colchón sin sábanas y dormí inquieto más de una hora. Me levanté, me lavé la cara con agua fría, agarré el móvil de Emma y una botella de Energade de la nevera.

Salí y me senté en el porche, que miraba al arroyo. El zumbido de los insectos era un abrigo sonoro. Los pájaros cantaban en la espesura del bosque, al otro lado del murmullo del agua marrón. Un grupo de monos se movían por las copas de los árboles como fantasmas. Una gran bandurria gris se posó junto al agua y comenzó a rastrear la hierba con su largo pico.

Repasé mi plan una última vez. Comprobé la hora: dieciséis y cuarenta y tres.

Llamé a información para conseguir tres números. Los escribí en el papel de Emma con un lápiz.

Llamé al primero de inmediato: el centro de rehabilitación Mogale.

Una voluntaria con acento escandinavo me respondió. Pregunté por Donnie Branca. Me dijo que esperase. La oí llamarle.

—Por favor, espere, ya viene.

—Soy Donnie —dijo él.

—Soy Lemmer, Donnie. Estuve allí con Emma Le Roux.

—Oh, lo siento mucho. Nos enteramos del accidente.

—No fue un accidente y usted lo sabe.

—No sé muy bien qué quiere decir.

—Donnie, creo que es hora de que abandonemos toda esta charla inútil. Quiero que escuche lo que le voy a decir.

—No me gusta su…

—Cállese y escuche, Donnie.

Se calló. Había pensado durante mucho tiempo qué quería decirle. Todo estaba basado en una sarta de suposiciones, pero la clave estaba en cómo expresarlas. Necesitaba un tono agresivo y lleno de confianza. No podía insinuar que había lagunas en mi conocimiento.

—Estoy en una granja llamada Motlasedi, en el camino de grava entre Green Valley y Mariepskop. Le doy cuarenta y ocho horas para que me diga dónde está Cobie de Villiers. Si no tengo noticias suyas entonces, llamaré a todos los periódicos y al comisario de policía de Limpopo y les contaré todo lo que sé.

Le di unos momentos para que calase.

—Sé lo que piensa, Donnie. Se pregunta lo que sé. Permítame que le ayude: lo sé todo. Sé de sus escapadas nocturnas. Sé de las armas de fuego que oculta de la policía. Sé lo que Frank Wolhuter encontró en casa de Cobie; y no estaba en la estantería, Donnie.

Entonces hice la gran jugada, la que más había pensado.

—También sé que H. B. no son precisamente las iniciales de honey badger. Cuarenta y ocho horas, Donnie. No me llame para nada más. Sabe lo que quiero.

Apreté el botón rojo para colgar y me sequé el sudor de la frente.

Solté el aliento poco a poco.

La siguiente llamada fue a Carel el Rico. Reconoció el número y dijo:

—He estado preocupado por ti, Emma.

—Soy Lemmer. Las noticias no son buenas.

—¿Dónde está Emma? —Fue más una orden que una pregunta interesada.

—Está en el hospital, Carel. Hubo un incidente.

—¿Un incidente, qué clase de incidente? ¿Qué hace en el hospital?

—Carel, si se calla, podré acabar.

No estaba acostumbrado a ese tono. Pero el asombro lo contuvo lo suficiente.

—Fuimos atacados el sábado por tres hombres armados. Emma se hirió en la cabeza. Está en la unidad de cuidados intensivos en el hospital Southern, en Nelspruit. Su doctora se llama Eleanor Taljaard. Llámela si quiere conocer los detalles de su estado.

Ya no se pudo contener más.

—¡El sábado! —me gritó—. ¿El sábado? ¿Y me llama ahora?

—Carel, cálmese.

—¡Han pasado tres días! ¿Cómo se atreve a llamarme ahora? ¿Cómo está Emma?

—Carel, quiero que se calle de una puñetera vez y escuche. No le debo nada. Le llamo por educación. Sé quiénes nos atacaron. Voy a atraparlos. A todos. No por usted. Por Emma. Estoy en una granja llamada Motlasedi, en la carretera de piedras entre Green Valley y Mariepskop. Solo es cuestión de tiempo que les atrape.

Esperaba que me hiciese la pregunta correcta. No me desilusionó.

—¿Quién? ¿Quiénes fueron?

—Es una larga historia, y ahora mismo no tengo tiempo. Se lo contaré todo cuando acabe. No tardaré. Voy a destapar este asunto.

—Se suponía que debía protegerla, era su trabajo.

—Adiós, Carel. —Colgué.

Llamaría de nuevo. De inmediato, lo sabía. Consulté mi reloj. A los diecinueve segundos sonó el teléfono de Emma. La pantalla decía «Carel». Colgué. Esperé de nuevo. Esta vez fueron veinte segundos. Interrumpí la llamada. Otros diecinueve y volvió a sonar. Yo apostaba a tres veces, pero Carel era un afrikáner rico decidido. Lo intentó seis veces antes de renunciar. Podía verle en su despacho, furioso e indignado, con un puro entre los dedos. Se pasearía de un lado a otro e intentaría recordar lo que le había dicho del hospital y la doctora y luego les llamaría.

Era hora de hacer mi tercera llamada. Marqué el número.

—Unidad de Crímenes Violentos, ¿en qué le puedo ayudar?

—Por favor, ¿puedo hablar con el inspector Jack Phatudi?

—Espere.

Me pasó a una extensión que sonó y sonó. Por fin, ella reapareció en la línea.

—¿Con quién desea hablar?

—Con el inspector Jack Phatudi.

—El inspector no está. ¿Algún mensaje?

—Sí, por favor. Dígale que ha llamado Lemmer.

—¿Quién?

—Lemmer. —Le deletreé mi apellido.

—Bien. ¿Cuál es el mensaje?

Mentí con todo descaro.

—Por favor, dígale que sé quién le entregó la nota a Edwin Dibakwane.

—¿Edwin Dibakwane?

—Sí.

—Se lo diré. ¿Cómo puede ponerse en contacto con usted?

—Tiene mi número.

—Bien.

Para asegurarme llamé también a las oficinas de la policía en Hoedspruit. Quería dejar el mismo mensaje, pero para mi sorpresa me respondieron: «Espere un momento por favor, ahora le paso al inspector Phatudi», y entonces él respondió con un sí poco amistoso.

—Jack, soy Lemmer.

Unos segundos de silencio.

—¿Qué quiere?

—Sé quién le dio la carta a Edwin Dibakwane.

—¿Quién?

—No puedo decírselo ahora, Jack. Primero, quiero que se disculpe por lo de ayer. Sus modales dejaron mucho que desear. Espero que su madre no se entere de cómo se comporta.

Perdió la calma en el acto.

—¿Mi madre?

—Sí, Jack, su madre. Estoy seguro de que ella le enseñó buenos modales. ¿Se va a disculpar?

Me respondió en sePedi. No entendí una sola palabra, pero deduje por el tono que no era una disculpa.

—Entonces me despido de usted, Jack —dije.

Colgué y apagué el móvil de Emma.

La vasta superficie de espesa vegetación entre la entrada de la granja y la casa era el problema. La buena noticia era que adentro sería invisible. La mala era que no podía vigilar las posibles rutas de acceso y la casa al mismo tiempo.

Busqué un escondite a diez metros del borde del matorral, desde donde podía ver la entrada, más de un kilómetro del camino de acceso y gran parte de la cerca, sin ser visto. No había tiendas que vendiesen prismáticos abiertas en Nelspruit. Tendría que apañármelas sin ellos.

Aparté las piedras y las ramas para poder sentarme bien cómodo con la espalda apoyada en un tronco. Coloqué la Glock al alcance de la mano. Abrí la caja de diez Twinkies, los desenvolví y los dejé en la copa del sombrero de monte caqui que había comprado en la tienda. Era una comida que no hacía ruido. Dejé las cuatro botellas de Energade junto a los Twinkies y abrí una. A pesar de que no estaba helada, no sabía mal.

Comprobé mi reloj. Solo había transcurrido una hora desde que había llamado a Donnie. En teoría podían aparecer en cualquier momento. No creía que lo hiciesen. Antes tendría que llamar al resto de vengadores enmascarados. Tendrían que discutir sobre las armas y la estrategia. Hasta ahora solo habían sido lechuzas huyendo. Estimaba que se presentarían alrededor de medianoche. Quizá más tarde. Entre tanto, esperaría. Solo por si acaso.

Me comí un Twinkie. Bebí Energade.

Leí en la caja que se vendían al año más de quinientos millones de Twinkies. Se había convertido en un pastelito de culto desde 1930. El presidente Clinton puso uno en una cápsula del tiempo. La asociación norteamericana de fotoperiodistas había inaugurado hacía poco una exposición consagrada a los Twinkies. Se habían llegado hacer hasta tartas de boda con los Twinkies.

Dejé la caja. Me pregunté por qué Clinton no había puesto un puro en la cápsula del tiempo. Eso hubiese complacido a Carel el Rico.

La parcela de llanura abierta quedó, de pronto, en sombras.

El sol se puso detrás de Mariepskop. Iba a ser una larga noche.