33

Me levanté a las cinco menos veinte.

No me detuve a pensar. No me entretuve en lavarme. Recogí mis cosas y me marché como un cobarde mientras ella dormía profundamente debajo del estrellado cielo indio. Fui hasta el Audi, abrí la puerta silenciosamente, arrojé mi maleta y me largué.

El sol asomó más allá de Hazyview, el primer día del año.

Me detuve en una gasolinera y utilicé el lavabo. La olí en mí cuando me abrí la bragueta para mear. Me lavé el miembro en la pila con el jabón líquido rosa de olor dulzón. Me afeité, me cepillé los dientes y me lavé la cara, pero no me sentía limpio.

Fui al hospital. Pensé en lo que debía hacer, pero mi cerebro iba por otros derroteros.

Yacía encima y dentro de ella en el terrible calor del momento, dije «Sasha» y algo cambió en su rostro, un fugaz momento de intensa alegría, como si hubiese descubierto una isla en el océano.

Había sido vista.

«¡Sí!», respondió con los ojos verdes resplandecientes.

Recordé la primera vez que alguien me había visto.

Fue durante mi primer año como guardaespaldas del ministro de Transportes. Fue una mañana de domingo en su granja. Me preparaba para ir a correr por los polvorientos senderos entre los campos de maíz. Salió de su casa con un sombrero de ala ancha y un bastón.

—Camina conmigo, Lemmer —dijo, y caminamos en silencio hasta una colina desde donde él podía contemplar toda su propiedad.

Era fumador. Se sentó en lo alto de un peñasco, encendió la pipa sin prisas y preguntó:

—¿De dónde eres?

Yo le hice un amplio resumen, pero no se sintió satisfecho. Tenía una manera de tratar con la gente. Hizo que me abriese, así que, por fin, mientras el sol salía detrás de nosotros, se lo conté todo. Le hablé de mi padre y de mi madre y de los años en Seapoint. Cuando hube terminado, él se quedó pensativo durante un rato. Luego dijo:

—Tú eres esta tierra.

Veinte años de edad y, todavía como un chiquillo, pregunté:

—¿Señor?

—¿Sabes qué hizo a esta tierra lo que es?

—No, señor.

—El afrikáans y el inglés. Eres las dos cosas.

No respondí. Miró a lo lejos y continuó:

—Pero puedes elegir, hijo.

Hijo.

—Yo no sé si este país tiene más alternativas. La claustrofobia y la agresión del afrikáner y la astucia de los ingleses nos han llevado adonde estamos. No funcionan en África.

Me quedé mudo. Él era un miembro del gabinete del Partido Nacional.

Golpeó la pipa contra la piedra y me preguntó:

Umuntu ngumuntu ngabantu. ¿Sabes qué significa?

—No, señor.

—Es zulú. Es de donde viene la palabra «ubuntu». Significa muchas cosas. Solo podemos ser humanos a través de los otros humanos. Somos parte de un todo, de un grupo más grande, estamos inexorablemente ligados. El grupo es el individuo. Significa que nunca estamos solos, pero también significa agredir al otro es agredirte a ti mismo. Significa simpatía, respeto, amor fraternal, compasión y empatía.

Me miró a través de los gruesos cristales de sus gafas.

—Es lo que el hombre blanco debe buscar en África. Si no lo encuentra, será para siempre un extraño en esta tierra.

Yo era demasiado joven y estúpido para comprender lo que me decía. Nunca tuve la oportunidad de preguntárselo, porque se disparó en esa misma colina. Quería evitarle a su familia el trauma de su enfermedad terminal. Pero lo he pensado a lo largo de los años. Me examiné a mí y examiné a los demás, recordé, pregunté. Desarrollé el talento de observar su apariencia y sus reacciones bajo amenaza, pero también de adivinar sus historias personales y preguntarme: «¿Cómo es posible que sea humano a través de ellos?». Me pregunté por mi incapacidad para ser parte de un todo. La comunidad es un organismo primitivo, una membrana selectiva y transformable, que no me incluía, en la que mi forma no encajaba.

Más tarde, cuando tuve más perspectiva, deseé haber hablado de nuevo con el ministro en la colina. Decirle que África era la fuente de ubuntu, que era verdad. Vi en los ojos de muchas personas la dulzura, la simpatía, la buena voluntad, el gran deseo de paz y de amor.

Pero el continente tiene otro lado, el yang y el yin del ubuntu. Era un campo de cultivo de la violencia. Quería decirle que podía reconocer en otros el tipo de hombre en que me había convertido, gracias a mis genes y la a implacable instrucción de mi padre. La mirada ausente, como si hubiera adentro algo muerto, del hombre al que ya no le importa sentir dolor y experimenta cierta atracción infligiendo daño a terceros.

En ninguna otra parte lo había visto más que en África. En mis viajes con el Partido Nacional y los ministros del ANC conocí el mundo: Europa, el Medio y el Lejano Oriente, y el continente que era mi hogar. Y aquí, en la cuna de la humanidad, en los ojos de los políticos, los dictadores, los policías, los soldados, los guardaespaldas y también de los compañeros presos, reconocí a la mayoría de mis hermanos de sangre. En el Congo, Nigeria, Mozambique, Zimbabue, Angola, Uganda, Kenia, Tanzania y la prisión Brandvlei. Personas forjadas por la violencia que la propagaban como si fuese el Evangelio.

Algunas veces sentía el profundo deseo de ser diferente. De pertenecer a la hermandad del respeto, la compasión y la empatía, del apoyo incondicional y la generosidad. Era el eco genético que habían dejado mis antepasados en África siglos atrás. La señal era demasiado débil, la distancia demasiado grande.

No me preocupé. Así es como son las cosas: un hombre blanco en el continente del ubuntu.

En la sala VIP, B. J. Fikter me dijo que la noche había pasado sin incidentes. Se preparaba para irse a la cama.

Cogí el móvil y el cargador de Emma y fui a buscar a la doctora Eleanor Taljaard.

Me dijo que era mala señal que siguiese comatosa.

—No ha habido ningún cambio en las últimas setenta y dos horas, Lemmer. Ese es el problema. Cuanto más dura el coma, peor es el diagnóstico.

Quería preguntarle si había algo que pudiesen hacer, pero sabía cuál sería la respuesta.

—Eleanor. Necesito alquilar un lugar durante unos días, quizás una semana, en el distrito Klaserie. No quiero nada turístico. Alguna cosa remota. Una granja o una pequeña propiedad.

—¿En Klaserie?

Asentí.

—¿Por qué allí?

—No pregunte.

Ella sacudió la cabeza.

—La policía la vigila. Su gente la vigila. ¿Qué está pasando? ¿Está en peligro?

—Aquí está segura. Solo quiero asegurarme de que esté a salvo cuando salga.

La expresión de la doctora era ilegible, después descartó sus preguntas con un encogimiento de hombros y dijo:

—Deje que le pregunte a Koos.

Llamó a su marido.

—Koos dice que es Año Nuevo. Solo los doctores y los enamorados trabajan.

—Dígale que es urgente, por favor.

Le transmitió mis palabras. Luego hizo anotaciones en un bloc con el logotipo de un medicamento en la parte de arriba. Me pidió mi número de móvil y se lo repitió. Cuando colgó, arrancó la hoja de papel y dijo:

—Koos dice que llamará a Nadine Bekker. Es una agente inmobiliaria. Solo dele un poco de tiempo. Quiere ejercer presión. Lo hace muy bien.

—Muchísimas gracias. —Me levanté.

—Lemmer —dijo ella—, supongo que sabe lo que hace.

—Eso está por ver —respondí.

El único lugar abierto para desayunar era el Wimpy. Pedí el desayuno doble y me bebí el primero de los dos grandes vasos de café cuando Nadine Bekker llamó. Su voz era aguda y hablaba deprisa, como si se hubiese quedado sin aliento o llegara tarde a algún sitio.

—El doctor Koos Taljaard me contó que es una emergencia, pero será un desafío conseguir lo que está buscando. La gente no quiere alquilar por días.

—Pagaré el mes entero.

—Eso ayudaría. Deme un poco de tiempo, es Año Nuevo, no sé cuánto me llevará contactar con la gente. Le volveré a llamar.

Un camarero con los ojos inyectados en sangre me sirvió el desayuno. El cocinero debía de haber estado en la misma fiesta, porque los huevos estaban descompuestos y las salchichas de cerdo quemadas. Tenía que comer. Pedí más café para bajar la comida. Miré al puñado de personas en el restaurante. Estaban sentados solos o en pareja, conversando en voz baja, con las cabezas y los hombros agachados. ¿Me parecía a ellos? Un poco perdido, solitario, ligeramente consciente de que un desayuno Wimpy era lo mejor que podía hacer en esta mañana de fiesta.

Tenía una inútil sensación de culpa de la que no me podía desprender. Tenía que ver con Emma, en parte debido a su estado y en parte a mi ética de trabajo. ¿Cómo podía haberme enrollado con alguien si se suponía que estaba trabajando y mi cliente estaba en coma? Era la parte más fácil de considerar y descartar. La otra era más delicada, pues, en el fondo, se trataba de mis sentimientos hacia ella. ¿Cuánto me había manipulado para seducirme, para que simpatizara con ella, para que la apoyara en su causa? ¿Cuánto era deliberado? ¿Hasta qué punto mi desasosiego provenía de no haberla protegido, de que fuera mi primer fracaso profesional? Mi conciencia era un campo de minas.

Además, no lo había buscado. Simplemente ocurrió. Hacía diez meses que no estaba con una mujer. De ahí que la noche pasada hubiera sido tan intensa. A veces sucede: te cruzas con una mujer con la misma hambre, la misma furia y la misma necesidad.

Sonó el móvil. Era Nadine Bekker.

—Tengo dos posibilidades. Hay otras, pero los propietarios no atienden el teléfono. Cuando tenga más tiempo podré buscarle algo más. ¿Quiere verlo?

Era una rubia de bote pequeña y activa como una abeja, de unos cincuenta y tantos, que llevaba un extravagante anillo de bodas en su dedo rechoncho. Vestía como si tuviese que ir a misa, los tacones crepitando sobre el asfalto mientras se acercaba a mi coche.

—Espere, no se baje, hola, soy Nadine, un placer conocerle, sígame, sígame. Le mostraré el primer lugar, no está lejos.

El mercado inmobiliario de Lowveld no debía de ir del todo mal: conducía un Toyota Prado blanco, aunque no fuera tan rápido como su habla.

La primera casa estaba cerca de Dingleydale, al este de la R40, a unos diez kilómetros de la casa de cemento rosa de Edwin Dibakwane. Se levantaba en plena carretera y se veía un grupo de casas vecinas de lugareños.

Me detuve detrás de ella y me bajé del coche.

—Lamentablemente, no me sirve.

—Lo siento, en realidad no sé lo que busca, por lo general primero averiguamos todos los requisitos. Koos dijo una casa en una granja, una pequeña finca.

—Quiero algo más alejado.

—La otra finca se encuentra más alejada, pero está venida a menos. Está un poco dejada, no sé si le importará, y no tiene electricidad, solo gas. Pertenece a un abogado de Pretoria. Tiene varias casas, pero ningún inquilino en esta; la compró como inversión. Tiene una hermosa vista de la montaña y hay un río.

—No me importa que esté un poco dejada.

—Entonces vayamos a echar una ojeada. Quizá se ajusta mejor y el alquiler es más barato. Hay que alquilarla por todo el mes, pero como dijo que no era problema…

—No lo es.

Continuamos rumbo al norte por la R40 y después a la izquierda por un camino de grava en Green Valley. El Mariepskop se alzaba directamente delante, con las laderas densamente boscosas.

Después de quince kilómetros de curvas polvorientas se detuvo en la verja de una granja, se bajó y me pidió que la esperara. Buscó en el llavero, abrió la reja y gritó:

—Déjela abierta, volveremos a salir por aquí.

Junto a la verja se levantaba un poste oxidado, del que colgaba un cartel casi ilegible perforado por seis balas. Motlasedi.

Continuamos ladera arriba por un camino salvaje de tierra. El Audi me preocupaba. Cerca de la reja crecía hierba, pero doscientos metros más adelante comenzaba la vegetación. Conducimos por un túnel de árboles y el techo del Prado raspaba contra las ramas y las hojas.

La casa estaba a más de un kilómetro de la carretera de grava. Era un edificio viejo, de sesenta años o más, el techo de planchas de zinc, las paredes encaladas amarillentas, una gran chimenea. La galería daba a algo más parecido a un arroyo que al río prometido. Al oeste los acantilados del Mariepskop dominaban el horizonte.

No era perfecto, pero serviría. El patio era grande y lo bastante abierto como para ver a alguien acercarse desde unos cien metros. La desventaja era que la espesa vegetación era buena para camuflarse. Pero también sería muy difícil atravesarla. Hasta donde alcanzaba a ver, solo había una ruta de acceso, gracias a la imponente montaña y la selva al otro lado del arroyo.

Ella se bajó y me esperó.

—¿Qué significa Motlasedi? —pregunté.

—No lo sé, pero lo averiguaré. Echemos una mirada al interior. No sé cómo es, el lugar lleva vacío mucho tiempo, pero al menos hay algunos muebles. ¿Qué quiere hacer aquí, tan lejos de todo?

Subió con agilidad los tres escalones de la galería con sus tacones altos y buscó en el llavero hasta dar con la que abría la puerta.

—Solo necesito un poco de paz —dije.

—Yo también necesito paz. Esta es la sala, por lo menos hay donde sentarse. La cocina está por aquí y funciona a gas, como la nevera: solo tiene que ponerlas en marcha. Hay un poco de polvo, si quiere la puedo mandar limpiar, tardarán un día o dos. Venga, los dormitorios están por aquí, al menos hay tules en las ventanas para mantener a los mosquitos afuera, pero tendría que conseguir algo para rociarse o untarse en esta época del año, los mosquitos pueden ser un incordio tan cerca del agua. Por desgracia solo hay un baño, ropa de cama por supuesto, pero con este calor no le hará falta.

Continuó el monólogo por toda la casa al mismo ritmo apresurado. El suelo de madera crujía bajo sus pasos cortos y acelerados, y tres grandes cucarachas huyeron al escucharlos. Por fin se le terminó el aliento y preguntó:

—¿Es esto lo que busca?

—Sí, lo es.

—Muy bien, vayamos a firmar el contrato. Hay que pagar un depósito de mil ochocientos y un mes de alquiler por anticipado, eso suman tres mil seiscientos. ¿Le parece bien?

Saqué mi móvil y el de Emma para comprobar si había cobertura. Una barra, luego parpadeó una segunda, que desapareció.

—Está bien, gracias.