30

Dick me contó que hacía dos años, un par de meses después de empezar en Mohlolobe, tenía un mensaje en recepción de un tipo llamado Domingo Branca. El texto era informal y amistoso: ¿querría reunirse con otros jóvenes del distrito? Venga a tomar una copa el sábado por la noche en el Warthog Bush Pub, un bareto local en el aeródromo, junto a la carretera de Guernsey.

Eran cuatro. Donnie Branca y Cobie de Villiers, que venían de Mogale; David Baumberger, de la reserva Molomahlapi Private Game; y Boetie Strydom, del rancho Makutswi de vida salvaje. Al principio había sido una velada distendida. Le habían dado la bienvenida al Lowveld, le habían preguntado por sus antecedentes, habían chismorreado sobre sus respectivos jefes, habían intercambiado historias sobre aventuras con turistas, sobre los lugares y las circunstancias más insospechadas en que habían sucumbido, hasta habían hablado del escandaloso estado del rugby.

La típica conversación entre jóvenes solteros.

Branca era el líder del grupo; eso estuvo claro desde el principio. Baumberger era el payaso, Strydom el experimentado que había crecido en la zona y de Villiers el que no había abierto la boca.

Al cabo de unas pocas horas y unas cuantas cervezas, Branca había llevado la conversación hacia otro terreno. Dick solo comprendería la habilidad de la estrategia un año más tarde, cuando escuchó el resto de historias. De los chismes, el sexo y el rugby habían pasado a historias de animales, conservación, preocupación por los planes urbanísticos, multiplicación de las reservas, la competencia, la mala administración de los parques nacionales y provinciales, las reclamaciones de tierras, la creciente amenaza al ecosistema. Había sido un viraje muy cuidadoso, sin declaraciones radicales, acusaciones directas o comentarios políticamente incorrectos. Solo un educado tanteo del terreno: ¿qué pensaba Dick al respecto?

Dick no se posicionaba. No era más que un viejo surfista de Port Elizabeth que había encontrado una carrera y un trabajo que le iba como anillo al dedo a su estilo de vida. Estaba todo el día al aire libre, le «molaba» la naturaleza y la manera en que los turistas le escuchaban cuando les contaba historias que había ido acumulando por el camino.

«Volví al pub el siguiente fin de semana, pero no estaban. Más tarde, caí en la cuenta. Fue como si hubiese suspendido un examen. Nunca más me volvieron a invitar».

En los meses después de aquel encuentro había comenzado a oír los rumores. Nada concreto, algo por aquí, un fragmento por allá, de diversas fuentes y lugares. Al principio habían sido cartas de advertencia anónimas a los granjeros, comunidades y empresas sobre los daños que estaban causando en el medio ambiente. Más tarde las cartas pasaron a las amenazas. Siempre estaban firmadas con las iniciales H. B.

Después hubo algo más que cartas.

Fotografías de guardias forestales negros asando un antílope en una hoguera fueron enviadas a la dirección del Parque Kruger. Ocurrían cosas de noche. Una jauría entera de perros fue envenenada en Ga-Sekororo entre la reserva natural Lagalameetse y la protectora de Makutsi. Hubo disparos intimidatorios en los dominios de una tribu que había reclamado tierras a una famosa reserva de animales.

Nadie sabía quién era el responsable. Como siempre, había teorías, acusaciones, culpas y negativas. La mayoría de las sospechas recaían en las iniciales H. B. Hendrik Bester, un cultivador de plátanos, fue acosado tanto que terminó por vender sus tierras y largarse. Se discutía sobre si era una abreviatura latina, afrikáans, inglesa, sePedi o venda.

Poco a poco hubo una escalada de incidentes. Dos presuntos cazadores furtivos resultaron gravemente heridos por las trampas para leopardo colocadas en los senderos utilizados por los Tlhavekisa cerca de la reserva de animales Manyeleti. Un aserradero fue incendiado en las afueras de Graskop. Había estado contaminando un humedal. Dos hombres de Dumfries recibieron una tremenda paliza y fueron atados al impala que habían cazado en la reserva de animales Sabi Sands. Los perros empezaron a morir a balazos por la sabana. Una pareja de curanderos tradicionales que mataban animales para elaborar la medicina tradicional fueron asaltados. Al igual que los cazadores furtivos atados al impala, se refirieron al aterrorizador silencio y a la eficiencia de los ataques nocturnos. No les habían dicho ni una sola palabra. Los atacantes iban enmascarados. Los dos rasgos identificativos de esta parte del mundo, la piel y el dialecto, habían sido neutralizados a conciencia. No habían sido suficientes como para provocar el pánico o la histeria. Habían sido esporádicos, se habían espaciado durante meses, y abarcaban dos provincias y miles de kilómetros cuadrados. Pasó tiempo antes de que la gente se atreviera a especular o a irse de la lengua. La única pista era la abreviatura.

H. B.

El rumor más insistente creía que tomaba las iniciales del honey badger (tejón melero) o honey badgers, porque formaban un grupo. No estaba claro quién había sido el primero en formular la teoría.

Corrían tantos rumores sobre quiénes estaban detrás de las iniciales que Mogale y su gente se perdían en el barullo. Algunas veces se les señalaba. Quizá porque no escondían su oposición a las urbanizaciones, el daño al medio ambiente y la caza furtiva. Quizá porque nunca condenaron las actividades de H. B. Quizá porque su tejón melero domesticado era el más famoso de la provincia. Pero desde que Cobie de Villiers había sido identificado por los testigos presenciales como el asesino de los tres envenenadores de los buitres y el sangoma a plena luz del día, todas las sospechas recayeron en Mogale. La muerte de Frank Wolhuter había provocado otra oleada de rumores. Unos decían que Frank había sido el cerebro de H. B. pero que se había acobardado y sus seguidores le habían asesinado. Otros creían que una etnia negra le había matado. Hubo incluso quien dijo que había sido un crimen ejecutado por los servicios de inteligencia del Estado.

—Una locura, tío, la de mierda que está pasando.

—¿Cómo es que no ha llegado a los periódicos?

—Algunos medios locales han publicado algo, pero nadie sabe de verdad qué coño está pasando.

—¿Por qué el tejón melero?

—No lo sé, tío. A mí se me ocurre lo mismo que a ti. Quizá porque el tejón melero es muy pero que muy duro y no acepta mierdas de nadie ni de nada. Se mueve por libre, invisible, en el sotobosque, se carga a cosas repugnantes como las serpientes. Es un superviviente total. Un símbolo impresionante, ¿no le parece?

—Impresionante —asentí. Me pregunté qué diría si le decía que el tejón melero era el animal preferido de Cobie de Villiers—. Pero aquella noche, en el bar, había otras personas además del grupo de Mogale.

—Creo que es una red, tío. Algo así como una sociedad. Pero Mogale la dirige. No tengo pruebas, pero Cobie está como una puta cabra.

—¿Eh?

—El tipo nunca dice nada, pero le miras a los ojos y está zumbado, tío. Como una cabra.

—¿Usted no apoya su causa en lo más mínimo?

—Joder, tío, no. Mire a su alrededor. Estamos en medio de una reserva natural, al lado mismo del mayor parque de animales de todo el mundo, treinta y cinco mil kilómetros cuadrados cuando se le una el Parque Limpopo, al otro lado de la frontera, más grande que Holanda, tío, con ciento cuarenta y siete mamíferos y quinientas siete especies de aves. ¿Cree que necesitamos dispararle a la gente?

—Lo entiendo. Pero la pregunta es: ¿Por qué ellos no lo ven de la misma manera?

—Sin ánimo de ofender, tío, pero así son ustedes.

—¿Yo?

—Los afrikáners. Siempre hay uno o dos radicales que necesitan tener su sociedad secreta. ¿Sabe cuántas hay por aquí? Ustedes parecen tener algo así como una predisposición. ¿Ha oído hablar de esos tipos que se llaman a sí mismos los Verbondsvolk? ¿De los Dogters van Sion? —Su pronunciación era un desastre.

—No.

—Están por todas partes, tío. Tienen a ese profeta muerto que vio el futuro. Arrancaron de la Biblia todos los capítulos del evangelio de San Pablo y se creen los elegidos. Una puta predisposición, eso es lo que tienen.

—Muy justo.

—¿Sabía que hay una mafia bóer en Nelspruit?

—No.

—Lo controlan todo, tío. No puedes cultivar ni una sola hectárea si ellos no se llevan su parte.

—Creía que el ANC controlaba el consejo municipal de Nelspruit.

—Hermano, el dinero es lo que hace girar al mundo, puede comprar cualquier cosa.

Había algo que no tenía sentido.

—Dick, si los afrikáners están detrás de esto, ¿a qué viene utilizar un nombre inglés?

—Hermano, me he perdido.

—H. B. es la abreviatura de un término inglés. Honey badger. Él se limitó a sacudir la cabeza, asombrado.

—Radical, tío, absolutamente radical.

No podía decir que pudiese superarlo.

Me marché pensando en cómo la gente puede llegar a sorprenderte.

Primero Jeanette Louw. Antigua sargento mayor, dura como el acero, siempre de cara, acéptame-como-soy, sin permitir nunca que un eufemismo o una palabra caritativa saliese de su boca. Pero cuando le pedí un coche, recibí un lujoso Audi A4; podría haberme dado un Nissan Almera o un Toyota Corolla.

Pedí un arma de fuego y me consiguió una Glock del mercado negro con los números de serie limados. La probó en el polígono de tiro y la trajo en persona. Podría haberla enviado con B. J. y Barry. «No pasa nada raro contigo», dijo cuando me vio. Sin embargo, en el aparcamiento me dio órdenes con su habitual despotismo: «Lemmer, dime, ¿cómo te sientes?», con una preocupación en los ojos rayana en lo maternal.

Y luego me dijo: «Vino y dijo que quería lo mejor. El dinero no tiene importancia. Así que te di el trabajo».

Aún creía que me estaba tomando el pelo.

Después estaba Dick. El jefe de la guardia forestal. Mi primera impresión fue de estúpido y arrogante británico. Luego me persiguió porque sentía algo por Emma y mostró sus verdaderos colores: inofensivo e… ingenuo. Buena combinación.

Su atracción por Emma no me sorprendía. Él era su tipo y lo sabía. Su interés fue descarado desde el momento en que la vio. Lo que no me esperaba es que se tomara tantas molestias, como averiguar si Susan estaría disponible para mantenerme ocupado mientras se ligaba a Emma. ¿Tan escasas eran las oportunidades de una bonita rubia en este rincón del Lowveld, que terminaba interesada por Lemmer de Loxton?

Qué maravillosa ironía. Mientras Dick telegrafiaba mis posibilidades con Susan, yo solo sentía la mamba negra de los celos anidando en mi pecho. El ansia de cogerle por el cuello de su camisa verde y caqui y decirle que mantuviese «sus manos de guardia forestal jefe apartadas de Emma».

Las personas. Te sorprenden.

Como Donnie Branca subido a su pequeño podio y hablando con tanto conocimiento y pasión de la supervivencia de los buitres africanos. Ahora bien podía ser un ecoterrorista oculto en la selva para atacar a los cazadores furtivos en mitad de la noche, con las manos y el rostro cubiertos. ¿Podía ser uno de los encapuchados del tren? ¿Esta era la razón por la que todos llevaban pasamontañas y guantes? ¿Para disimular la raza?

Quizás.

Pero Branca no era uno de ellos. Le había observado con detalle. Conocía su manera de moverse, de caminar; sus posturas y medidas. Era atlético, ágil, estaba en forma. Los hombres con los pasamontañas eran más bajos, sus movimientos menos seguros. No eran torpes, pero se notaba su desconocimiento de la sabana; no era su entorno natural.

Branca podría haberles enviado. Podían ser parte de la red que había mencionado Dick.

¿Por qué Emma Le Roux representaba una amenaza para ellos? ¿Por qué H. B. se había molestado en dirigir a tres prodigios encapuchados a Ciudad del Cabo? ¿Solo porque una joven había llamado al inspector Jack Phatudi? ¿Cómo era posible que se hubiesen enterado de la llamada? ¿Qué hubiesen querido hacerle? ¿Para qué?

Todas estas diferentes posibilidades me paralizaban. El ataque en Ciudad del Cabo y el episodio del tren podían haber sido ejecutados por dos grupos distintos. O por el mismo grupo. Cada opción tenía su propia lista de preguntas e implicaciones. Jack Phatudi podía estar implicado. O no. Quizás estuviera implicado en otra historia. Cobie de Villiers era Jacobus Le Roux. O no. El jeep tenía una matrícula de Gauteng. Podía ser falsa. O no.

Nada tenía sentido. El desvío a Acornhoek me evitó seguir peleando con el problema.

Giré a la izquierda pasada la estación de ferrocarril tal como me había dicho Dick y, de pronto, había vehículos de la policía por todas partes y la calle polvorienta era demasiado estrecha como para girar por dónde venía.

Había cinco camionetas SAPS y una legión de uniformes azules en grupos. Mi Audi destacaba como una monja en un grupo de terapia sexual. Me miraron con suspicacia. La pared de cemento rosa era como un faro. Jack Phatudi estaba en el umbral de la puerta de la humilde casa de ladrillos. Gritó, agitó una mano y uno de los agentes se me acercó a la carrera y levantó una mano. Alto.

Aparqué a un lado de la calle y me bajé. El calor era horrible, ni un solo árbol cerca que diese sombra. Phatudi se acercó con paso mesurado por la pequeña verja en la pared de cemento.

—Martin —saludó con gran disgusto.

—Jack.

—¿Qué hace aquí? —Muy agresivo.

—Le buscaba.

—¿A mí?

—Quería hacerle algunas preguntas.

—¿Quién le ha dicho que estaba aquí?

—Su despacho —mentí—. ¿Qué pasa aquí?

—Edwin Dibakwane está muerto.

—¿El guardia de la entrada?

—Sí, el guardia de la entrada.

—¿Qué ha pasado?

—¿No lo sabe?

—¿Cómo puedo saberlo, Jack? Acabo de llegar de Mohlolobe.

—¿Qué fue a hacer allí?

—No habíamos pagado la cuenta. ¿Qué le pasó a Edwin?

—Usted lo sabe.

—No lo sé.

—Claro que lo sabe, Martin. Él fue quien le pasó el anónimo. —Se me acercó—. ¿Qué pasó? ¿No quiso decirle de dónde había venido la carta? —Phatudi se acercó todavía más. Una furia tremenda emanaba de su cuerpo. ¿O era odio?—. Por eso le arrancó las uñas, ¿no? ¿Porque no quiso decirlo? Le torturó, le mató y arrojó el cadáver a la plantación Green Valley.

Los agentes negros se acercaron para formar un cordón.

—¿Alguien le arrancó las uñas?

—¿Disfrutó haciéndolo, Martin?

Tenía que mantener la calma. Había un ejército de policías.

—¿No tendría que llamar primero al hospital SouthMed, Jack, y verificar mi coartada?

Levantó los brazos y creí que iba a pegarme. Yo estaba preparado. Pero su movimiento no fue más que un gesto de frustración.

—¿Para qué? ¿Para tener más problemas? Usted no trae más que problemas. Usted y Emma. Desde que llegaron, Wolhuter muerto, Le Roux en el hospital. Ahora esto. Nos han traído todos estos problemas.

—¿Nosotros, Jack? —No debía enojarme. Respiré hondo—. ¿Dígame, por qué no le habló a Emma de los enmascarados que asesinan a perros y atan a sus víctimas a un impala muerto? ¿Por qué no mencionó a los H. B. anteayer, cuando le dije que los hombres que le dispararon a Emma llevaban pasamontañas? ¿No me diga que no vio la conexión, Jack? Ya tenía problemas mucho antes de que apareciéramos.

Si creí que con esto le calmaría, estaba equivocado. Se hinchó como un sapo, luchó por formar las palabras en medio de la rabia.

—Eso no es nada. Nada. Edwin Dibakwane… Tenía hijos. Él… Usted… ¿Quién hace eso? ¿Quién le hace eso a un hombre? Lo único que hizo fue entregar una carta.

No me quedaban muchas opciones. Era consciente de la oposición de los policías que me rodeaban. La acusación de Phatudi de que Emma y yo éramos responsables de la muerte de Edwin no carecía del todo de fundamento.

Me miró con profundo asco.

—Usted… —comenzó de nuevo. Se tragó las palabras y sacudió la cabeza. Cerró y abrió sus grandes manos. Se volvió para ir hacia la casita, se detuvo y me miró furioso. Después se me acercó de nuevo, me señaló con un dedo, apoyó las manos en las caderas y miró a lo largo de la calle hacia la estación del ferrocarril. Dijo algo en una lengua nativa, dos o tres frases amargas, y entonces se dirigió a mí—: El orden. Ese es mi trabajo. Mantener el orden. Combatir el caos. Pero este país…

Una vez más, se concentró en mí.

—Se lo dije. Usted no sabe cómo son las cosas por aquí. Tenemos problemas. Grandes. Este lugar. Es como la sabana en la época de sequía. Está listo para arder. Apagamos los fuegos. Corremos de un incendio a otro y apagamos las llamas. Y entonces aparece usted para incendiarlo todo. Se lo advierto, Martin, si no lo detenemos, el incendio será tan grande y fulminante que lo quemará todo. Todo y a todos. Nadie será capaz de detenerlo.

Algunos agentes asintieron en señal de acuerdo. Estaba a punto de comprender su perspectiva. Pero entonces entró en lo personal.

—Tienen que marcharse. Usted y la mujer. —Escupió las palabras. Con odio. No podía permitirme reaccionar—. Ustedes trajeron aquí sus problemas. —Su dedo me apuntaba como un arma—. No los queremos. Llévenselos.

Oí como la furia entraba en mi voz.

—Es su mierda la que le ha salpicado a Emma. Ella no la quería. Se la encontró.

—¿Se la encontró? Vio una foto en la televisión.

—Le llamó y dos días más tarde tres hombres con pasamontañas echaron abajo la puerta de su casa para matarla. ¿Qué se suponía que debía hacer, Jack?

Se me acercó un paso más.

—¿Me llamó por teléfono?

—La misma tarde que la foto apareció en el tele le llamó para preguntarle si el hombre al que buscaba podía ser Jacobus Le Roux. ¿Lo recuerda?

—Me llama mucha gente. Muchísima.

—Pero ella es la única que ha sido asaltada. Solo porque llamó…

—No le creo. —Arrogante. Provocativo. Quería que perdiese los estribos. El control.

Saqué mi móvil nuevo del bolsillo y se lo ofrecí.

—Llame a sus colegas en Ciudad del Cabo, Jack. Pregúnteles si hay un expediente. El lunes 22 de diciembre. Asalto a la casa de Emma Le Roux a las diez de la mañana. Llámeles.

Ignoró el móvil.

—Venga, Jack, coja el maldito móvil y llámeles.

La expresión ceñuda apareció de nuevo en el rostro de Phatudi.

—¿Por qué no me lo dijo?

—No le pareció necesario. Creyó que pedir ayuda de una manera razonable sería suficiente.

—Solo preguntó por las fotos.

—También le preguntó por los asesinatos de los buitres.

—Aquello era secreto de sumario.

—¿Secreto de sumario? ¿Por qué? ¿Para protegerse el culo?

—¿Qué? —Se acercó más.

—Cuidado, Jack, aquí hay testigos. Emma vio las noticias en la tele. Veintidós de diciembre. Le telefonea. Usted dice que Cobie de Villiers no puede ser Jacobus Le Roux porque todos le conocen y lleva aquí toda la vida. Ella se queda tranquila, abandona el asunto, no se lo menciona a nadie. El 24 de diciembre entran en su casa y tiene la suerte de poder escapar. Esa misma tarde alguien la llama por teléfono y le dice algo de «Jacobus». La señal telefónica es mala; no escucha bien. Contrata a un guardaespaldas y viene aquí. Usted ya sabe lo que pasó aquí.

—¿Y?

—Pues que la única conexión con el ataque a Emma es usted, Jack. Su llamada.

Masepa.

—¿Qué?

—Una gilipollez.

—¿Una gilipollez?

—Ni siquiera recuerdo que llamase, Martin. —Ahora a la defensiva.

—¿Con quién estaba?

—Con nadie.

—¿Graban las llamadas?

—Somos la policía, no el servicio secreto.

—¿Le comentó a alguien que Emma había llamado?

—Ya se lo dije, ni me acuerdo de que llamase. Hubo… No sé, cincuenta o sesenta llamadas… La mayoría son tonterías.

—¿Por qué no le dijo nada de H. B.? ¿El otro día, en Mogale?

—¿Por qué tenía que hacerlo?

—¿Por qué no?

—¿Qué está insinuando, Martin? ¿Quiere hacerme responsable de algo?

—Sí, Jack. Todavía no sé de qué va todo esto, pero está metido en esta mierda. Y voy a averiguarlo. Y entonces vendré y le pillaré.

—¿Usted? Usted no es más que carne de prisión. A mí no me hable de esa manera.

Se acercó desafiante y estuvimos como dos gallos de corral, pecho contra pecho. Quería pegarle, quería dejarme llevar por toda mi rabia y frustración, emprenderla a hostias con el hombre que tenía delante. Quería ir al lugar donde el tiempo se detiene, a la habitación de la niebla roja y gris. La puerta estaba abierta y me llamaba.

Después me preguntaría qué me retuvo. ¿Fue el ejército de policías? Por fortuna, no era un imbécil. ¿Me contuvieron las enseñanzas de la cárcel? ¿Salir al otro lado, a la realidad, y descubrir lo caros que salían los placeres? ¿O acaso sabía que no podía permitirme pagar el precio de nuevo? ¿O sería la sombra de una mujer, de pie, con el rostro bajo la lluvia y los brazos extendidos hacia el cielo?

Me aparté del abismo y de Phatudi a pasos cortos, deliberados, a regañadientes.

Me volví.