28

Jeanette Louw se había pasado la mayor parte de su vida vestida de uniforme. Sospechaba que no podía pasar sin él. Se había diseñado un atuendo para su nuevo papel como propietaria y directora ejecutiva de Body Armour. Consistía en trajes de hombre, prendas caras de diseño de las tiendas del paseo marítimo de Ciudad del Cabo, que incluían camisas discretas y corbatas multicolores. En horas de oficina llevaba la cabellera rubia recogida y sujeta con algo que hiciese juego con la corbata.

La vi acercarse a través del cristal de la entrada principal de la clínica. El traje de hoy era negro, la camisa crema y la corbata amarilla con topos azules. Tenía la colilla de un Gauloise entre los dedos y la arrojó a los arbustos, desatando un reguero de chispas antes de entrar en el edificio. B. J. Fikter y Barry Minnaar iban unos pasos por detrás; grises, delgados y muy discretos, como debía ser, cada uno con una bolsa de deporte negra en la mano.

Me levanté para recibirles.

—No se te ve nada mal —me dijo ella con el rostro bañado en sudor.

—Tendrías que ver las heridas cuando estoy desnudo.

—Dios no lo quiera. ¿Cómo está ella?

—Estable.

Estreché las manos de Fikter y Minnaar.

—¿Dónde podemos hablar?

—En mi habitación VIP.

—Ahora es nuestra habitación VIP —dijo B. J.

—Pero no sois VIP como yo.

—Por supuesto que no. Eso se lo dejamos a la Vieja Impotente Persona.

—Viejo Idiota Palurdo —dijo Barry Minnaar.

—Pura envidia —dije—. Es una cosa muy fea.

B. J. siguió con la broma.

—Vaya Inútil Picha…

—Vale —dijo Jeanette Louw. Sacudió la cabeza—. Jodidos hombres —añadió. Y entramos en el hospital.

Les conté todo. Cuando acabé, Jeanette preguntó:

—¿Cómo organizaremos su protección?

—Yo haré el turno de noche —respondió B. J. Fikter—. Barry puede hacer el de día.

—¿Tenéis arma? —pregunté.

Ellos asintieron.

—¿La policía todavía tiene agentes en la puerta? —preguntó Jeanette.

—Sí. No les va a gustar nuestra presencia.

—Que les follen —dijo Jeanette—. Tengo un cliente que paga.

—Un buen argumento.

Jeanette miró a Fikter y Minnaar.

—Llamadme si tenéis algún problema.

Otro silencioso sí.

—¿Dónde vas a estar tú? —pregunté.

—Me vuelvo a Ciudad del Cabo. Aquí hace un calor de mil demonios y una humedad terrible. —Se levantó—. Vamos, Lemmer, acompáñame. Tengo un regalo para ti.

Se despidió de Fikter y Minnaar y fuimos por los pasillos del hospital hasta su coche de alquiler. El calor era el mismo de cuando había llegado. Insoportable. Mis ojos recorrieron el aparcamiento desde la derecha, pasaron por el medio y cubrieron la izquierda. Era lunes, pasadas las dos de la tarde, y estaba medio vacío. Un día tranquilo. Los pájaros cantaban en alguna parte.

—Este calor —se quejó Jeanette, y se secó la frente.

—No es para los mariquitas de El Cabo.

—Loxton también está en El Cabo.

—En el Cabo Norte —dije con altivez.

Entonces vi el jeep Grand Cherokee seis filas a la izquierda de la entrada. Dos pasajeros adelante, doscientos metros al noreste. Dos hombres, pensé. ¿Por qué están sentados allí?

—El culo del mundo. —De pronto seria—. Lemmer, dime, ¿cómo te sientes?

—Solo tengo unos pocos morados, Jeanette. Dentro de un día o dos, volveré a ser el mismo clon de Brad Pitt que has llegado a adorar.

Ni siquiera la sombra de una sonrisa.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—¿Qué pasa con tu cabeza? El sábado estabas conmocionado.

La pareja del jeep continuaba allí sentada. Bien podía no ser nada. Solo dos personas que esperaban a alguien. O no. Parecían estar observándonos.

—El sábado fue un día duro. No me pasa nada.

—De acuerdo, entonces…

—No mires a la izquierda. Creo que tenemos visitantes.

Era una experta. Continuó mirándome.

—¿Cómo quieres hacerlo?

—Podría no ser nada, pero quiero estar seguro. ¿Dónde tienes el coche?

—Por allí. —Ella señaló a la derecha, hacia el noroeste.

—Bien. ¿Has traído un arma?

—Sí.

Continuamos caminando, aparentemente relajados, charlando.

—¿Qué has visto?

Con toda intención miré hacia otro lado.

—Un jeep Grand Cherokee negro, no el último modelo, el anterior. A las once, de cara a nosotros, a unos cien metros, quizás un poco más. Dos adelante, demasiado lejos para decir nada más.

—La policía no utiliza jeeps.

—Muy agudo para una señora…

—La pistola está en mi equipaje en la parte de atrás. Es una Glock 37, diez balas del 45 GAP en el cargador. Ayer disparé a un grupo de dos centímetros desde veinticinco metros. A quince era menos de un centímetro. Tiene un retroceso corto y le gusta el disparo rápido. He traído dos cargadores y cien balas. Tendrás que ponerle el cargador si la quieres usar ahora.

—Lo haré.

—¿Qué quieres que haga?

—Mete el cargador sin que ellos lo vean y pásame la Glock. Luego sube al coche. Pon el motor en marcha y espérame.

—Bien.

Fría como el hielo. Sin ningún reproche que de pronto hubiese desatado mi lengua.

Llegamos al coche alquilado, un Mercedes C180 blanco. Apretó el mando a distancia y el coche pitó y se encendieron las luces.

—Civiles —dijo Jeanette, y movió la cabeza en dirección a un hombre y una mujer ancianos que subían a un Corolla entre el jeep y nosotros.

—Los veo.

Abrió el maletero del Mercedes y comenzó a abrir su maleta.

—Los números de la Glock están limados, pero tú estás en libertad condicional.

—Lo sé.

—La dejaré junto a la maleta.

Se apartó. Me incliné y recogí la Glock. Con mi cuerpo entre la pistola y el jeep, me dejé la camisa por fuera del pantalón y deslicé el arma por debajo de la camisa, hasta el cinturón.

—Nos vemos.

Me volví y comencé a caminar hacia el jeep, no demasiado rápido ni muy lento. Miré en otra dirección, con la ilusión de que creyesen que estaba buscando mi coche. Hubiese preferido tener la Glock en la espalda donde era más fácil de sacar.

Setenta y cinco metros. Miré al jeep por el rabillo del ojo. Demasiado lejos para los detalles, pero seguían allí.

Detrás de mí el viejo puso en marcha el Corolla.

Sesenta metros.

Oí que se encendía el motor del jeep. Un motor de gasolina, el gruñido de los ocho cilindros en V, inconfundible. Levanté la camisa, puse la mano en la culata de la pistola y eché a correr.

El jeep salió de la plaza de aparcamiento y giró a la izquierda. Buscaban la salida. Corrí para interceptarlo, pero la presencia de civiles me impedía sacar la pistola, no quería que nadie llamase a la policía. Observé el jeep. Tendrían que conducir unos cincuenta metros hacia mí antes de poder llegar a la salida. Quizá podía conseguirlo. Corrí. Mi rodilla protestó y mis costillas tampoco estaban por la labor.

El jeep aceleró, el conductor iba por mi lado. No pude ver gran cosa, pero me pareció que era un hombre blanco. El pasajero. ¿Dónde estaba el pasajero? Se ocultaba, con la cabeza gacha. Aún estaba a unos veinte metros cuando giraron a la izquierda hacia la salida y derraparon. No lo conseguiría, estaba demasiado lejos. Me concentré en el conductor, le repasé primero a él, y luego a la matrícula. TWS 519 GP. Di la vuelta y corrí hacia Jeanette. El Corolla se acercaba, viejo, sin ninguna prisa. Él y su anciana mujer me miraron correr por el aparcamiento, con aspecto preocupado y, sin duda, preguntándose qué estaría pasando.

Vi a Jeanette que venía hacia mí con el Mercedes. Miré alrededor; el jeep estaba casi en la salida. Venga, Jeanette, venga. Entonces el Corolla la obstruyó, ella intentó adelantarlo, pero el viejo giró hacia la salida y le bloqueó el paso. Jeanette frenó, el ABS entró en acción y no los embistió por los pelos. Llegué al Mercedes, abrí la puerta y salté al interior.

—El abuelo y la puta abuela —exclamó Jeanette.

Pisó el acelerador a fondo, con un cigarrillo entre los dedos, pasó alrededor del Corolla, y fue hacia la puerta. Los viejos tenían los ojos abiertos como platos. El jeep había desaparecido.

—¿Has visto para qué lado fueron?

—No. Te miraba a ti frenar por el abuelo. Pero tengo el número de matrícula.

—Eso esperaba.

Se detuvo en la valla. Solo podíamos ir a derecha o a izquierda.

Ninguna señal del jeep.

—Joder —exclamó ella.

—No delante de los niños —dije.

Detrás de nosotros el viejo tocó la bocina. Jeanette se puso rígida por un instante. Luego se rio, con una risa fuerte, y sacudió la cabeza.

—Ahora el vejete tiene prisa. ¿Qué quieres hacer?

—No podemos hacer nada. Además tengo lo que quería: un rostro y un número. Volvamos.

El abuelo volvió a pitar, fuerte y enojado. Jeanette cruzó la salida y entró haciendo una vuelta en U.

—Nada como un poco de adrenalina para alegrar la tarde —comentó—. ¿Has reconocido la cara?

—No, pero ahora le conozco. ¿Por qué no estaban aquí ayer?

—Lo más probable es que no supiesen que andabas por aquí.

—O estaban esperando a ver si Emma lo lograba.

—Tendrás que decírselo a B. J. y Barry.

—Lo haré.

Ella aparcó. Cogí un sobre de una de las cartas de Maggie T.

—Hay un casquillo en el sobre. ¿Conoces a alguien que pueda analizarlo? Cualquier cosa. Huellas, tipo de rifle…

—Quizás. Dame también el número de la matrícula del jeep.

Sacó una pluma estilográfica del bolsillo de la chaqueta. Repetí el número y ella lo escribió en el sobre. Luego se bajó. Yo también.

Miré alrededor con mucha atención. Nada. Jeanette fue al maletero. Lo abrió, buscó en el interior y se volvió hacia mí con una bolsa de plástico azul y blanco.

—Un cargador extra, cien balas, sobaquera. ¿Supongo que no has encontrado el móvil?

—No.

—Hay uno nuevo ahí dentro. Quiero saber lo que está pasando. Es de prepago y tiene un crédito de cuatrocientos rands. Y el dinero. Diez mil en billetes de cien. Es una pasta gansa, Lemmer. Quiero las facturas.

—Haré lo que pueda.

Ella me entregó la bolsa con mucha formalidad.

—Gracias, Jeanette.

—No hay de qué. Ahora escúchame. Pilla a esos hijos de puta, no importa lo que haga falta. Pero no te metas en líos con la poli. Si te pillan con la Glock, volverás a la cárcel. Lo sabes.

—Sí, mamá.

—Lemmer, hablo en serio.

—Lo sé.

—Vale —dijo ella y se volvió.

—Jeanette…

Ella se detuvo irritada y se enjugó el sudor.

—¿Qué?

—¿Si es tan rica, por qué cogió la opción más barata?

—¿Quién? ¿Emma?

—Sí.

—¿Crees que eres la opción más barata?

—Sé que lo soy.

Ella sacudió la cabeza.

—No sabes nada. Entró y pidió lo mejor. El dinero no tenía importancia.

Esperé a que se riese, que me dijese que era una broma. No ocurrió.

Ella vio mi confusión.

—Lo digo en serio, Lemmer.

—Y me diste a mí el trabajo.

—Te di el trabajo.

—Me tomas el pelo.

—¿Con este calor?

Ella se detuvo un momento y después abrió la puerta.

—Adiós, Lemmer. Feliz Año Nuevo.

—¿Ni un beso ni un abrazo?

—Que te follen, Lemmer —dijo, y subió al Mercedes, pero no pudo ocultar la sonrisa.

Después se marchó sin mirar atrás.

Fui hasta el mostrador de la recepción y pregunté cuál era su número de teléfono. Lo introduje en mi nuevo móvil. Después fui a cuidados intensivos, donde Barry Minnaar ya estaba de servicio al otro lado de los dos polis.

—¿Ya te sientes solo? —preguntó cuando me acerqué.

Hice un gesto hacia la ley.

—¿Los polis tienen algo que decir?

—Mucho. Llamaron a su jefe.

—¿Phatudi?

—El mismo.

—Bufa y rebufa, pero no echará la casa abajo.

Barry sacó un documento plegado del bolsillo de la camisa.

—Una copia del contrato de Le Roux. Phatudi puede gritar todo lo que quiera.

—Nos encontramos con unos amigos en el aparcamiento. Un jeep Grand Cherokee negro, TWS 519 GP. Conductor blanco, cabello castaño oscuro corto, treinta y tantos. El pasajero ocultó la cara.

—¿Les dijiste adiós?

—No tuve tiempo. Creo que la amistad se ha terminado.

—Te agradezco que me lo digas.

—Necesito tus números, Barry —dije con el móvil preparado.

Me los dio. Después recogí mis cosas en la habitación VIP.