27

Pasadas las cuatro, cuando vinieron a buscar a Emma para el escáner, recogí las llaves del Audi y salí a buscar el coche.

El aparcamiento estaba lleno, pero lo encontré cerca de la entrada, como había dicho Maggie T. Era un dos litros de cambio manual, plateado, con GPS. Jeanette no era tacaña. Me subí y conduje hasta Klaserie.

Fui por carreteras secundarias, hice giros inesperados, aceleré, memoricé todos los vehículos delante y detrás, pero nadie me seguía.

El BMW ya no estaba junto a la R40. Solo quedaban las huellas hundidas en la hierba. Había llovido y estaban llenas de barro. Cerré el Audi y recorrí los cuatrocientos metros hasta el cruce. Sentía dolores por todo el cuerpo. Caminé desde la señal de Stop hacia el oeste, hasta el puente, donde la R351 pasaba por encima de las vías del tren. Si tuviese que diseñar una emboscada, ¿dónde lo haría?

Las dos carreteras asfaltadas formaban un triángulo con las vías de ferrocarril. En medio del triángulo había un pequeño monte con rocas y árboles. Era allí donde situaría a mi francotirador, porque vería el cruce en la carretera con el Stop. Salté la cerca y caminé a través de la sabana y subí la pendiente.

¿Cómo habían sabido que vendríamos por aquí?

¿Cómo habían sabido que íbamos a Mohlolobe y no a Hoedspruit? ¿Era porque recorríamos esta carretera todos los días? ¿Porque la carretera oeste a Hoedspruit estaba más o menos a la misma distancia?

¿O habían cubierto ambas alternativas?

Me detuve en lo alto y miré hacia abajo. Un panorama perfecto. Veías el tráfico hasta dos kilómetros en la R351. Y por lo menos un kilómetro de la R41 norte. Había doscientos cincuenta metros hasta el cruce, equidistante de ambas carreteras. Una distancia cómoda para un francotirador, el viento no sería un factor importante, la pendiente quizá de veinte grados.

Sin embargo, tendría que conocer muy bien su trabajo. En un vehículo en movimiento, un neumático no es un blanco muy grande.

El problema es que aquí hay centenares de ellos. Hombres que pueden disparar, que pueden abatir a un antílope a trescientos metros con una mira telescópica, poner la bala donde ponen el ojo.

¿Pero cómo sabían que doblaríamos a la izquierda en el Stop para ir hacia el norte? ¿Cómo habían sabido que íbamos a Mohlolobe y no a Nelspruit? Si hubiese girado a la derecha, no hubiese podido efectuar ni el segundo ni el tercer disparo.

Demasiadas preguntas. Demasiadas variables. No disponía de la información suficiente.

¿Dónde se había apostado? Busqué el mejor lugar entre los árboles y las piedras: el espacio para tenderte boca abajo, una visión despejada que te permitiera mover el arma en noventa grados. Protección suficiente.

Había visto un destello segundos antes de que disparase. Tracé una línea imaginaria aproximadamente desde el punto de la R351 en que estábamos hasta algún enclave lógico.

Allí. Salté de la roca al posible hueco desde el que disparó. No había huellas, la lluvia las había borrado. Había tallos de hierba aplastados, dos de ellos quebrados. Me tendí con un rifle imaginario en las manos. El enclave podía funcionar: disparar desde aquí, mantener los ojos en él, ver que no se detenía, seguirle con la mira mientras hace el giro, esperar hasta que el BMW se afiance, disparar una vez, otra más, comprobar si el BMW se sale de la carretera. Una vez salimos del coche no pudo dispararnos porque los árboles y la hierba se interponían. Nos habría seguido mientras avanzábamos erráticamente. De haber tenido una radio, los otros podían haberle dado indicaciones, pero no habría podido disparar. Tenía que haberse levantado, porque la roca de delante a su izquierda le hubiese tapado el campo visual.

Se había levantado y nos había mirado con los ojos desnudos. Nos vio correr; vio cómo Emma se desequilibraba, allí, vio a los otros dos corriendo hacia nosotros. Tendría que haberse puesto en movimiento. ¿La radio en una mano y el rifle en la otra?

Solo llevaba un rifle en una mano cuando le vi.

¿Había recogido los casquillos? ¿Había tenido tiempo?

Los casquillos tendrían que haber saltado a la derecha. Hacia allí. Rocas y hierbas. Tendría que haber buscado deprisa. Tres neumáticos. Pero había habido más de tres disparos. Uno había alcanzado al coche. Por lo menos cuatro. ¿Podrían ser más? Cuatro casquillos que localizar, pero con prisas. Tenía que mantener un ojo en nosotros, tenía que dispararnos, era su trabajo, su misión.

Dividí los potenciales cinco metros cuadrados en cuadrantes y busqué entre la hierba centímetro a centímetro, entre las piedras marrón óxido. Comencé por el cuadrante más probable. Nada. Nada en el segundo. Ni en el tercero.

El último cuadrante, a la derecha y un poco detrás del francotirador. Nada.

Entonces lo vi, justo fuera de la línea imaginaria que había trazado. El casquillo estaba hundido en una grieta entre dos piedras, parcialmente ocultado por la hierba.

Rompí una rama y la introduje por la grieta, levanté el casquillo dejando que la rama se deslizase por el extremo abierto.

Brillante y nuevo, calibre 7.62, el calibre largo de la OTAN, una bala estándar, fabricada en masa localmente.

Giré la rama para que el casquillo cayese en el bolsillo de mi camisa.

¿Qué había de extraño en el rifle?

Lo había visto solo un momento, aquel terrible segundo detrás de Emma. Él había estado tendido boca abajo en la sabana, un hombre grande con una gorra de béisbol y el rifle, con su trípode y su mira telescópica.

No era grande. ¿Era eso lo extraño? ¿Un rifle pequeño para francotiradores?

Podía ser. Pero había algo más. No me venía a la mente. Había estado demasiado lejos.

Si llevaba trípode, no era un rifle de caza.

Habían desaparecido algunas armas de fuego de la caja fuerte que abrió Donnie Branca. ¿Habría alguna relación?

Tendría que averiguarlo.

Bajé la ladera hasta el lugar en la hierba donde el BMW se había detenido. La cerca seguía rota. Había tráfico por las dos carreteras asfaltadas. El sol se ponía por el lado del Mariepskop. Mi sombra se extendía muy larga sobre la hierba verde.

Intenté seguir el camino por el que Emma y yo habíamos escapado. Encontré el hormiguero donde había caído. Después nos volvimos hacia las vías del ferrocarril. Busqué mi móvil entre la maleza. Las probabilidades de encontrarlo eran escasas.

Ahí la había ayudado a cruzar la alambrada, justo antes de las vías. Me detuve allí, miré, vi a los dos pasamontañas agitándole los brazos al francotirador. Se echó al suelo.

¿Para que pudiese apuntarnos? ¿En la hierba alta? No podía ser.

¿Por qué se había tirado al suelo? ¿Quizás hubiese tropezado? No, lo había hecho deliberadamente. ¿Para qué?

Esta vez trepé por la cerca. Habíamos corrido en dirección sur junto al tren. Emma había perdido el bolso. Ahí mismo.

Estaba en la hierba, lo vi enseguida. Si los hombres de Phatudi habían estado allí tendrían que haberlo encontrado. De modo que no habían llegado hasta allí.

Recogí el bolso y lo abrí.

Olía a Emma.

Todas sus cosas parecían estar dentro. También el móvil.

Cerré el bolso y volví al Audi.

—No parece haber hemorragia —me comentó la doctora Eleanor Taljaard en su despacho—. Tampoco hay ninguna evidencia de que la fractura de cráneo haya dañado el tejido cerebral. Soy optimista.

No pude disimular mi alivio.

—Pero aún no estamos fuera de peligro, Lemmer, eso lo debe tener claro.

—Lo sé.

Se refería a algo más. Vaciló, elucubró.

—¿Qué pasa, Eleanor?

—Debe ser realista, Lemmer. La supervivencia es siempre nuestra primera prioridad con los pacientes en coma. Y su pronóstico parece bueno.

—¿Pero? —pregunté porque sabía lo que vendría a continuación.

—Sí, siempre hay un pero. Podría sobrevivir, pero quedarse en coma indefinidamente. Meses. Años. O bien podría despertarse mañana y…

—¿Y qué?

—Quizá no vuelva a ser la misma.

—Oh.

—No quiero darle falsas esperanzas.

—Lo comprendo.

—Puede volver a hablar con ella, esta tarde. Si quiere.

—Lo haré.

Entonces fui a mi habitación y me senté en la cama con el bolso de Emma. Necesitaba sus notas, lo que había estado escribiendo a retazos desde que llegamos.

Abrí el bolso. El olor de Emma Le Roux. Quizá nunca se despertaría. O volviera a ser la misma. El olor cuando la llevé a la habitación, la calidez de su cuerpo, el rostro en mi cuello. «La otra habitación», había susurrado ella. Aquella sonrisa después de que la hubiese acostado, la que decía: «Mira lo que he conseguido que haga el silencioso y estúpido Lemmer».

Habían pasado diez meses desde la última vez que había tenido a una mujer entre mis brazos.

Dejen que me concentre en el bolso.

Miré dentro, no distinguí la libreta con las anotaciones. Tendría que vaciarlo.

No era un bolso grande, pero el contenido era impresionante.

Un teléfono móvil. Lo dejé en la cama.

Una foto de Jacobus Le Roux.

Un libro en afrikáner, Equatoria de Tom Dreyer.

Una carta de origen desconocido: la que Emma había recibido del guardia en la entrada del Mohlolobe.

Un pequeño bolso negro de cremallera. Lo abrí. Cosméticos. Lo cerré.

Un cargador de móvil.

Una billetera. Unos pocos centenares en rands. Tarjetas de crédito. Las tarjetas personales de Emma.

Una hoja de papel, la página web con el mapa de Mohlolobe. En el dorso estaban las notas de Emma. Las dejé a un lado.

¿Había algo más en las oscuras profundidades del bolso que pudiese ayudarme?

Uno no debería rebuscar en el bolso de una mujer, pero si…

Un estuche de gafas con gafas de sol.

Un contenedor de tampones de plástico.

Una pequeña agenda negra, un tanto manoseada, con nombres y números de teléfono. Direcciones y fechas de cumpleaños repartidos por aquí y allá. No era reciente.

Un paquete de pañuelos de papel.

Dos resguardos de banco. No los miré. No era asunto mío.

Dos viejas listas de la compra, breves y crípticas, productos de comida.

Nueve tarjetas comerciales. La de Jeanette Louw era una de ellas.

Las demás correspondían a directores de publicidad y marketing.

Siete facturas de compras. Tres de Woolworths Food, una de Diesel Jeans, dos de Pick and Pay, una de Calitzdorp Guest House. Una receta para tarta de manzana escrita al dorso.

Una nota del director del hotel Badplaas, con los números de teléfono de Melanie Posthumus.

Un auricular Bluetooth para móvil.

Un paquete de píldoras anticonceptivas.

Un paquete de pastillas. Sin abrir.

Un pequeño tubo de plástico redondo. Bálsamo para los labios Mac Lip.

Un pequeño canto rodado plano.

Una estilográfica negra Mont Blanc.

Un bolígrafo Bic.

Una caja de cerillas del Sandton Holiday Inn.

Un lápiz pequeño.

Tres clips de papel.

Era la suma total. Lo volví a guardar todo excepto las notas, la foto y el móvil. Encendí el móvil. Se iluminó la pantalla. TIENE CUATRO LLAMADAS PERDIDAS.

Apreté las teclas. LLAMADAS PERDIDAS. CAREL TRES. DESCONOCIDO UNO. TIENE UN NUEVO MENSAJE DE VOZ. POR FAVOR MARQUE UNO DOS UNO.

Marqué.

«Emma, soy Carel. Solo quería saber cómo iba todo. Llámame cuando puedas».

Guardé el mensaje, apagué el móvil y lo guardé en el bolso.

¿Debía llamar a Carel? ¿Contarle lo que había pasado?

Sabía cuál sería su reacción. «¿No se suponía que usted debía protegerla?».

No. Dejaría que Jeanette lo hiciera.

Cogí la hoja de papel con las notas. Había menos de las que me esperaba. Solo unas frases escritas en la letra pequeña y precisa de Emma.

Agosto de 1997, Jacobus deja Heuningklip.

22 de agosto de 1997: Jacobus deja a Melanie.

27 de agosto de 1997: Papá y mamá en accidente.

¿Comienza a trabajar en Mogale en 2000?

Cinco días después de la desaparición de Cobie de Villiers, los padres de Jacobus Le Roux murieron en un accidente de coche.

Cinco días.

¿Coincidencia? Quizás. Pero Emma no lo había creído así. Había subrayado esta entrada dos veces. En los dos últimos meses mi creencia en las coincidencias se había ido a pique.

Si no había sido una coincidencia, ¿qué tenía que ver la desaparición de Cobie con el accidente?

¿Adónde iba cuando dejó Heuningklip? ¿Qué había dicho Melanie Posthumus? Antes de que nos casáramos había algo que él debía hacer. Dijo que se ausentaría durante dos semanas y que entonces me traería un anillo. Algo así. Cuando ella le preguntó qué tenía que hacer, él no se lo dijo. Excepto que era lo correcto y que algún día se lo diría.

Lo correcto.

¿Qué significaba? ¿Qué había pensado Emma?

Me faltaba información. No tenía la suficiente como para llegar a conclusiones descabelladas, ni para formular teorías improbables.

Se me ocurrió una idea. Busqué la estilográfica en el bolso de Emma, cogí la hoja de papel y escribí un resumen de todas las fechas e incidentes que pude recordar.

1986: Jacobus desaparece en el Parque Kruger. ¿Edad +- 19?

1994: Cobie comienza a trabajar en Heuningklip. ¿27?

22/8/1997: Cobie desaparece. ¿29?

27/8/1997: Mueren los padres.

2000: Cobie llega a Mogale. ¿32?

21/12/2006: Cobie desaparece después del asesinato del sangoma. ¿38?

22/12/2006: Emma llama, recibe una llamada telefónica.

24/12/2006: Ataque contra Emma en Ciudad del Cabo.

26/12/2006: A Lowveld.

29/12/2006: Disparan a Emma.

Ocho años entre la desaparición de Jacobus Le Roux y la aparición de Cobie de Villiers en Heuningklip. Vamos a asumir que es el mismo hombre. Pese a que Phatudi, Wolhuter, Moller y Melanie dicen que la foto de Jacobus no se parece a Cobie. ¿Puede alguien cambiar tanto en ocho años? Volví a mirar la foto. Jacobus era más un chico que un hombre. ¿Alguien de verdad cambia tanto entre los diecinueve y los veintisiete? Difícil de creer. Sin embargo, Emma había visto similitudes.

Ocho años después de desaparecer tras un tiroteo con los cazadores furtivos en el Parque Kruger, reaparece. A solo doscientos kilómetros de donde desapareció. Le dijo a Melanie que había crecido en Suazilandia. Kruger no estaba tan lejos de Suazilandia. Menos de cien kilómetros. ¿Qué significaba?

Ocho años.

¿Por qué ocho años? ¿Por qué 1994? El año de la nueva Sudáfrica. Trabaja para Moller durante tres años y después desaparece de nuevo, invisible, durante casi otros tres años, y aparece de nuevo en Mogale. ¿Por qué? ¿Por qué no en Namibia, Durban o Zanzíbar? Si Jacobus y Cobie eran la misma persona y tenían una razón para desaparecer, ¿por qué seguía volviendo al mismo lugar? ¿Qué le retenía aquí?

Seis años en el centro de rehabilitación y entonces el incidente con los buitres. ¿Significarían algo los lapsos de tiempo? Tres años en Heuningklip, tres años desaparecido, seis años en Mogale. ¿Coincidencia?

Los cazadores furtivos. En dos ocasiones desaparece porque dispara a cazadores furtivos. En 1986 dispara a los contrabandistas de marfil, en 2006 es sospechoso de matar a los cazadores furtivos de buitres. Veinte años entre los dos incidentes, pero las similitudes permanecen.

¿Qué coño significaba todo esto?

No tenía ni idea.

Saqué el libro del bolso de Emma y me lo llevé para leerlo.

Los vendajes en la cabeza y el hombro eran nuevos y menos abultados que los anteriores. Sin embargo, seguía mostrando la misma vulnerabilidad.

—Hola, Emma.

»Encontré tu bolso. No falta nada. Incluidos tu móvil y tu billetera también. Leí tus anotaciones. Creo que ahora lo comprendo mejor. Pero no hay nada… nada tiene sentido. Lo que más me preocupa, Emma, es por qué él parece tan diferente. ¿Por qué su rostro cambiaría tanto entre 1986 y 1994? Es lo único que todavía me hace dudar que sea el mismo hombre. Sé que piensas otra cosa. Lo crees. Quizá fue aquella llamada telefónica que recibiste. Y entonces te diste cuenta de que había dejado Heuningklip justo antes de la muerte de tus padres. Quizás había algo más, algo que no me dijiste.

Ella seguía tumbada, la misma mujer cuyo cuerpo desnudo había visto dos días antes en el reflejo del cristal de un cuadro, tan perfecto, tan vivo.

Miré el libro en mis manos. Tenía la tapa verde, una foto en primer plano de una hoja. Había un punto de libro. Lo abrí por ahí.

—Se me ocurrió que podía leerte, Emma.

Así que comencé. Era la descripción de la caza del unicornio. Y el cazador se convierte en presa.