26

La doctora Eleanor Taljaard me echó poco después de las doce. Se la veía descansada y profesional.

—Tengo trabajo que hacer aquí y es la hora de comer. Koos le espera en el restaurante. Maggie dejó un mensaje. Está en su habitación. Puede volver a las dos.

—De acuerdo, Eleanor.

—Lo ha hecho muy bien.

¿Lo había hecho?

El restaurante estaba lleno.

—Domingo —dijo el doctor Koos Taljaard—. El día de la mala conciencia. Visitan a los enfermos.

Mientras comíamos unas insípidas escalopas de pollo con salsa de queso me dijo que llevaban dieciséis años en Nelspruit: primero en el hospital provincial y después en la clínica SouthMed.

—En todos estos años nunca tuvimos un paciente que se cayese de un tren por una herida de bala.

Me limité a mirarle y seguí masticando.

—¿Qué pasó? —preguntó.

—Alguien estaba muy cabreado con nosotros.

—¿Pero por qué? ¿Qué puede desatar tanta violencia en una persona?

—No lo sé.

Me miró, incrédulo.

—Es verdad —dije.

—Las personas no suelen reaccionar de esa manera —señaló.

—Lo sé. —La pregunta era: ¿Quién lo hizo y por qué?

En mi habitación había otro mensaje escrito a máquina de Maggie T. Padayachee. Y una llave de coche.

Estimado señor Lemmer:

Budget Car Rental ha entregado un Audi A4 plateado para usted. Está aparcado cerca de la entrada. También llamó la señora Jeanette Louw. Dice que cuando disponga del tiempo y la conveniencia, tenga la bondad de llamarla a su móvil.

Cordialmente,

Maggie T. Padayachee

Directora del Servicio de Atención al Cliente

Llamé a Jeanette.

—Gracias por el coche.

—Un placer. Me cuentan que ha mejorado.

—Es lo que dicen.

—¿Y tú? ¿Cómo te sientes hoy?

—A mí no me pasa nada.

—Los vuelos están llenos, Lemmer. Todo el país está volando a alguna parte por Año Nuevo. Solo podremos ir mañana.

—¿Podremos?

—Traigo a Fikter y Minnaar.

—Oh. —No era habitual que ella viniese. Notó mi sorpresa.

—Ya sabes cómo se pone El Cabo en vacaciones. Hasta arriba de turistas locales y extranjeros. Hace mucho que no he estado en el Lowveld.

—¿A qué hora llegáis?

—A la hora de comer. Te llevo un regalo de Navidad. Espero que sea lo que querías.

—Gracias.

—Es lo menos que puedo hacer.

Me pareció curioso que dijera eso.

—Está lo bastante estable como para hacerle los escáneres esta tarde —dijo Eleanor Taljaard cuando volví a la unidad de cuidados intensivos a las dos de la tarde—. Está de guardia hasta las cuatro.

Me senté. Emma seguía pálida debajo de las sábanas.

—Hola, Emma.

Habían cambiado la bolsa de suero que goteaba en su vena. Era grande y transparente y sobresalía por encima de la cama. Le hablé

—He ido a comer. Milanesa. No estaba a la altura de la cocina de Mohlolobe. Después llamé a Jeanette Louw. Llegarán mañana, ella y dos guardaespaldas. Cuidarán de ti, Emma. Hasta que yo haya acabado.

Acabado. ¿Acabado qué? No tenía ni la menor idea de por dónde comenzar. Sentado junto a una mujer que apenas conocía, con el deseo de partirle la cabeza a alguien, sin tener idea de cómo iba a conseguirlo.

Quería acostarme en mi cama, cerrar los ojos, pensar en los lugares en los que habíamos estado, en todos los pequeños detalles que habían ocurrido. No la había creído cuando tuve que hacerlo. No había escuchado, no había mirado, no había prestado atención. Ahora me bullía la cabeza, cosas que tenían mucho sentido, pero que se me escapaban. Como el jabón en la bañera, se me escurrían de las manos. Debía pensar. El caso entero no tenía sentido. No el suficiente para matar a Emma Le Roux. ¿Qué había hecho para provocar todo esto? ¿Con qué se había tropezado?

¿Guantes? ¿En verano? ¿En el Lowveld? Guantes y pasamontañas, pero el francotirador no los había utilizado.

En Ciudad del Cabo habían sido tres, pero los tres iban cubiertos. ¿También con guantes? Comprensible, dado que no querían dejar huellas dactilares. ¿Pero en la sabana? ¿Por qué ayer? ¿Por qué habían esperado? ¿La estaban siguiendo desde Ciudad del Cabo?

Intenté establecer una secuencia de acontecimientos. Emma dijo que la noticia sobre Cobie de Villiers se había dado dos días antes de que la atacasen en El Cabo. Tres días antes de Navidad. El 22. El sábado, 22 de diciembre.

Dos días. ¿Por qué la demora entre la llamada a Phatudi y el ataque en El Cabo? ¿Qué significaba?

Habíamos llegado aquí el 26 de diciembre. Uno, dos, tres, cuatro días antes de la emboscada.

¿Significaba algo?

Tenía que hablar con Emma. No podía quedarme allí sentado y pensar. Ella debía oír mi voz.

¿Dónde me había quedado? Jeanette. Que venía.

—Jeanette… —dije.

»Llevaba en Loxton dos meses cuando sonó el teléfono. Era Jeanette Louw. Me preguntaba si buscaba trabajo.

»No tenía mucho en el banco. Había vendido el apartamento en Seapoint a buen precio, pero los costes, los honorarios del abogado y comprar la casa de Al Qaeda se habían comido la mayor parte. Así que pregunté: “¿Qué clase de trabajo?”. Y ella me lo explicó.

»Le pregunté cómo se había enterado de mi existencia y me respondió: “Hay uno o dos de sus antiguos colegas que hablan bien de usted”.

»—Acabo de salir de la cárcel.

»—No quiero casarme con usted, quiero ofrecerle un trabajo.

»Entonces me explicó cómo trabajaba, cuánto pagaba y: “Debe saber que soy lesbiana y no tolero mierdas de nadie. Cuando llamo, usted viene. De inmediato. Si se mete en líos, le echo. De inmediato. Pero nunca abandono a mi gente. ¿Le interesa?”.

»Acepté. Miré alrededor y comprendí lo mucho que había que hacer. Ni siquiera había empezado a echar abajo las paredes y a reconstruir. El lugar estaba vacío. Tenía una cama y una mesa en la cocina con dos sillas. Compré la mesa en una subasta en Victoria West y las dos sillas me las regaló Antjie Barnard.

»Antjie. Es todo un personaje. La llamé “Tannie”, “Tía”, respetuosamente y amenazó con pegarme con el bastón.

»Esa es otra historia. Antjie Barnard vino a llamar a mi puerta en Loxton, a las cuatro de la tarde de un domingo. Llevaba botas y un sombrero de ala ancha. Dijo: “Soy Antjie Barnard y quiero saber quién es usted”. Tenía sesenta y siete años y saltaba a la vista que había sido una mujer adorable, probablemente una joven hermosa, de ojos verdes tan extraordinarios como el mar del Polo Sur. Me tendió la mano y yo se la estreché. Dije: “Lemmer. Es un placer conocerla, Tannie”.

»—¿Tannie? ¿Tannie? ¿Estoy casada con su tío? —El bastón se alzó dispuesto a pegarme—. Mi nombre es Antjie.

»—Antjie.

»—Así es. ¿Cómo le llamo a usted?

»—Lemmer.

»—Muy bien, Lemmer, apártese para que pueda entrar. Supongo que tendrá café.

»Le dije: “No tengo sillas”.

»—Entonces nos sentaremos en el suelo.

»Lo hicimos, con las tazas de café en la mano. Sacó un paquete de cigarrillos, me ofreció uno y preguntó: “¿Qué hace un hombre como usted en Loxon?”.

»—No, gracias, no fumo.

»—Espero por Dios que beba —dijo, y encendió un cigarrillo con un mechero electrónico.

»—En realidad no.

»—¿En realidad no?

»—No bebo.

»—¿Sexo?

»—Me gusta el sexo.

»—Gracias a Dios. Una persona debe tener algún pecado. No malos pecados, Lemmer. Buenos pecados. De lo contrario no vive. La vida es demasiado corta.

»—¿Cuáles son los buenos pecados?

»—Chismorrear. Comer. Fumar. Beber. Follar. ¿Qué hago con la ceniza?

»Fui a buscar un platillo. Cuando volví me preguntó: “¿Fue un buen pecado el que le trajo a Loxton?”.

»—No.

»—¿Hubo una mujer involucrada? ¿Hijos?

»—No.

»—Entonces no importa. Todos tenemos nuestros secretos y está bien.

»Me pregunté cuál sería su secreto.

»Dos semanas más tarde volvió a llamar, esta vez a última hora del martes. “Traiga su camioneta, tengo unas sillas para su mesa”. Fuimos a su casa, una casa victoriana muy bien restaurada, de paredes blancas y tejado verde. El mobiliario era antiguo y de calidad. A lo largo del pasillo había una hilera de fotografías en blanco y negro de Antjie Barnard. Las miré y ella dijo: “Era violoncelista”. Una observación innecesaria, porque las imágenes enmarcadas narraban la historia de una carrera internacional.

»Aquella misma tarde inauguramos las sillas de mi cocina con café y un cigarrillo para ella.

»—¿Y este cenicero, Lemmer? ¿Ha comenzado a fumar?

»—No.

»—Lo compró para mí.

»—Sí.

»—Ese es mi problema.

»—¿Qué?

»—Los hombres. No pueden dejarme en paz.

»Me reí. Entonces vi que lo decía en serio.

»Ella me miró con aquellos ojos claros y penetrantes y preguntó: “¿Puede mantener un secreto, Lemmer?”.

»—Puedo.

»Aquellos ojos me midieron de nuevo.

»—¿Sabe por qué estoy aquí? ¿En Loxton?

»—No.

»—El sexo.

»—¿Aquí?

»—No, idiota. Aquí no.

»Entonces me contó que había crecido en Bethlehem, en el Estado Libre, en un típico hogar conservador afrikáans. Como su talento para la música superó muy pronto la capacidad de los maestros de la ciudad, la enviaron al Oranje Meisieskool en Bloemfontein para que estudiase violoncelo en la universidad. A los diecisiete ganó una beca internacional y se fue a estudiar a Viena. A los veinte se casó con un austriaco, a los veintiocho con un italiano, a los treinta y seis con un alemán, pero las giras no eran buenas para el matrimonio.

»—Les gustaba demasiado a los hombres y a mí me gustaban demasiado los hombres.

»A los cincuenta y cinco había dicho basta. Tenía dinero suficiente, recuerdos suficientes, demasiadas ciudades extrañas y habitaciones de hotel y amigos de conveniencia. Así que había vuelto al Estado Libre y se había comprado una casa en Rosendal, cerca de Bethlehem.

»—Entonces conocí a Willem de Wonderkop, me dijo. Un granjero. De sesenta años, casado, pero un hombre con H mayúscula. No podíamos apartar las manos el uno del otro. Un miércoles por la tarde le dijo a su esposa que tenía que ir a una reunión del consejo de la iglesia. Fue a mi casa e hicimos el amor como dos veinteañeros, con salvajismo y abandono. Nos caímos de la cama y yo me rompí el brazo y él la cadera y nos quedamos tumbados, desnudos, culpables y metidos en un buen lío. ¿Qué podía hacer? No podía cargar con él y él no se podía levantar. Tenía que buscar ayuda. Tenía que escoger entre el ministro y los dos gays que llevan el café. En cualquier caso estábamos perdidos porque nadie chismorrea tanto como los gays y los ministros. Así que escogí a los gays, para salvar su puesto en el consejo de la iglesia. Cuando me quitaron el yeso del brazo, subí al coche y salí a buscar un lugar donde las personas no supiesen mi historia. Fue así como acabé en Loxton.

»Ella nunca me preguntó por mi pasado. Le dije que había sido guardaespaldas del gobierno. Cuando tenía que ausentarme durante dos o tres semanas le decía dónde estaría. Por supuesto, para entonces toda la ciudad lo sabía. Nunca decían nada, pero había cierto orgullo en que alguien de Loxton estuviese protegiendo a personas importantes y famosas de las maldades del universo.

»Pero en realidad no soy uno de ellos. Tengo la esperanza. Este año, en Pascua, estaba tomando té con Oom Joe y todos sus hijos y nietos cuando entró Antjie. Oom Joe se la presentó a sus hijos: “Y esta es nuestra Antjie Barnard”.

»Quizá, dentro de cuatro o cinco años, si nadie descubre que estuve en la cárcel, me presentarán como “nuestro Lemmer”.