—Si te cuento por qué fui a vivir a Loxton, tendré que contarte toda la historia. Desde el principio.
Cuando se despierte y Phatudi hable con ella se enterará de quién soy de todas maneras.
Ella no le entiende y tampoco lo recordaría.
Díselo.
—Emma, estuve en la cárcel.
Ella siguió dormida.
—Estuve en la cárcel cuatro años.
Me eché hacia atrás en la silla y cerré los ojos.
—Cuando salí, no quería quedarme en la ciudad. La ciudad saca lo peor de nosotros. No estoy buscando excusas. Tuve la posibilidad de elegir y escogí mal. Pero tienes que conocer tus debilidades y tienes que protegerte de ellas. Salí en busca de un lugar que pudiese protegerme. Solo conduje. Fui por las carreteras secundarias, desde El Cabo a Ceres. Después a Sutherland, Merweville, Fraserburg y Loxton.
»¿Sabías que hay puertos de montaña en el Karoo? ¿Sabías que hay lugares donde puedes parar, bajarte y contemplar paisajes de más de cien kilómetros? Hay caminos de grava que cruzan ríos que tienen agua todo el año. En el Karoo.
»No lo sabía.
»Estaba llenando el depósito en la gasolinera de la cooperativa y Oom Joe van Wyk salió a hablar conmigo. Los surtidores de la cooperativa están en la parte de atrás, tienes que cruzar la verja. Bajé a estirar las piernas y se acercó. Me tendió la mano y dijo que era Joe van Wyk. Me preguntó cuántos kilómetros tenía el Isuzu, porque en la granja solo trabajaba con Isuzus y el último había hecho cuatrocientos mil en siete años. Ahora sus hijos trabajaban en la granja y él y su esposa vivían en la ciudad y todavía conducía un Isuzu, pero un Frontier, porque necesitaban espacio para los nietos. Así que ¿quién era yo y de dónde venía?
»Es como debe ser. El otro día hablabas de personas que no se escuchan las unas a las otras. Quería decirte que yo era diferente. Quería decirte que no quiero ser escuchado, quiero que me dejen solo. Pienso que el infierno son los otros, como decía Jean Paul Sartre. Pero hubiese mentido. En realidad no me lo creo.
»Lo que tendría que haber dicho es que estabas equivocada. No quiero que me oigan, Emma, quiero que me vean. Por un lado me asusta que me vean. Por el otro es lo que más deseo. Porque nunca me ocurrió. La ciudad es una razón. Las personas no se ven las unas a las otras.
»En Loxton alguien me vio. Pero no fue el motivo por el que me fui a vivir allí. No es la razón principal. Quería estar en un lugar seguro.
»Tengo un problema de temperamento. Es mi problema, Emma. Necesitaba encontrar un lugar donde no me provocaran.
»Pero también había otras razones.
»Creo que todos necesitamos pertenecer a algún sitio. Lo llevamos en la sangre.
»En la cárcel intenté estudiar una carrera. No fue la primera vez. Debo de ser el estudiante más antiguo de la historia de la universidad a distancia. Tengo acabadas once materias, pero no todas de la misma carrera. Comenzaba un curso y un año o dos más tarde quería cambiar a otro. Cuando estaba en la cárcel leía y estudiaba para tratar de entender lo que pasaba en mi vida. No me ayudó. Eres lo que eres. Las respuestas no están en los libros. Están en ti.
»Pero había cosas en los libros que me hicieron pensar. Como el deseo de ser parte de algo. A pesar de que sabes que no puedes serlo de verdad. Dicen que antaño vivíamos en grupo. Más tarde en tribus. Todo el mundo estaba emparentado. Leí en algún sitio que si dos personas se encuentran en la selva de Nueva Guinea, hablarán durante horas de su genealogía hasta descubrir su parentesco. De lo contrario, tendrán que matarse la una a la otra.
»Es así como estamos hechos. Si somos una familia, si pertenecemos a la misma tribu, si tenemos algo en común, nos reconocemos. Hay paz y orden. Pero en la ciudad no somos nada para los demás. Cada uno va a lo suyo.
»Cuando era un crío, en Seapoint, había tribus. Judíos, griegos e italianos. Todos pertenecían a una tribu. Excepto yo.
»Mi padre era un afrikáner en Seapoint. Gerhardus Lodewikus Lemmer. Gert, mecánico de la Ford en Main Road. Allí fue donde conoció a mi madre. Era inglesa. Beverly Anne Simmons de la sección de recambios.
»Una mujer pequeña y delgada.
»Su padre era Martin Fitzroy Simmons. Mi abuelo inglés. Nunca le conocí. Pero heredé su nombre.
»Cuando me contaste la historia de tus padres, todo lo que hizo tu padre. Mi padre no era así. Mi madre no dejó de repetirle durante trece años que debía abrir su propio taller, pero él se negaba en redondo. “Eres un buen mecánico. Puedes ganar una fortuna”. Él respondía que iba al trabajo y volvía a casa, y las preocupaciones eran para el inglés, el dueño del taller. Si eres el dueño de tu propia empresa, las preocupaciones son tuyas. Él no quería preocupaciones. Entonces mi madre le gritaba que solo era otro pedazo de basura blanca afrikáner, que no se había casado con él para vivir en un apartamento de dos dormitorios en Seapoint, durante el resto de su vida.
»Debieron quererse. Al menos al principio. Sé que él la amaba. Lo veía.
»Solo te hablé una vez de ellos, Emma. Es difícil. No quiero hacerlo. A menudo ni siquiera quiero pensar en ellos. Cada uno era tan malo como el otro. Cada uno a su manera. Mi madre era una manipuladora y una puta; mi padre un cobarde y un violento. ¿Qué haces cuando tus padres son así? ¿Qué haces cuando la gente habla de ellos y tú estás sentado acumulando odio en tu interior? Odio por lo que se hacían. Por lo que me hacían. Eran como dos sustancias químicas que resultaban inofensivas por separado, pero que generaban una reacción explosiva cuando las juntabas.
»El inglés era el lenguaje de las peleas domésticas, de las discusiones, de los gritos y los insultos. Siempre hablaban en inglés entre ellos. Mi madre rechazaba el afrikáans. “Un idioma tan vulgar”, como solía decir. Y entonces mi padre solo me hablaba en afrikáans y ella se alteraba. Peleaban por todo. Dinero, trabajo, las borracheras y la falta de ambición de él; las infidelidades y el esnobismo de ella. Se discutían por la comida que mi madre cocinaba y por las tareas domésticas que mi padre no hacía. Por lo derrochadora que era ella y por lo tacaño que era él, por cualquier cosa imaginable.
»Creía que era lo normal. Era lo único que conocía. Durante cinco días a la semana discutían y reñían cada noche. Cada noche se lanzaban los cacharros por encima hasta que uno se hacía daño. Entonces arrancaba una discusión violenta y, al poco, empezaban a gritar y maldecir.
»No sé qué edad tenía cuando comencé a salir por mi cuenta. ¿Siete años? Cuando volvían a casa me largaba a deambular por las calles o a sentarme junto al mar. Pero cuando volvía, ella preguntaba: “¿Dónde has estado?” y él decía: “Deja a mi hijo en paz”, y sin quererlo ni beberlo me convertía en el epicentro de una nueva tormenta.
»Mientras caminaba por Seapoint veía a otras personas. Tribus y grupos sentados en las aceras, en los parques, en los balcones, todos riendo y charlando. Me quedaba allí como un niño pobre contemplando el escaparate de una tienda de golosinas.
»La primera vez que me pegó tenía nueve años. Fue como el derrumbamiento de un dique.
»Él nunca confiaba en ella, siempre sospechaba que se llevaba algo entre manos. Mi padre insinuaba y acusaba, pero nunca tenía pruebas. Ella era demasiado astuta para dejarlas. Pero esa noche fue temeraria. Mi padre estaba borracho. Estaba junto a la ventana y vio a uno de los hermanos Bardini, que tenían la heladería en Main, dejarla en su moto. Vio cómo le despedía con un beso; cómo le sujetaba el culo mientras se besaban. Vio cómo le miraba y le reía mientras se distanciaba. Cuando entró le dijo: “¿Ahora te estás follando a los italianos?”.
»Ella respondió: “Al menos saben follar”. Mi padre le gritó que era una puta y ella le arrojó un cenicero, que se estrelló contra la pared. Él quiso pegarla. Se le acercó y le levantó la mano y ella dijo: “No te atrevas”, y él se dio la vuelta y me soltó una hostia en la sien. Ella gritó: “¡¿Qué coño estás haciendo?!”. Y él respondió: “¿Lo harás de nuevo?”. Y ella dijo: “Maldita sea, ¿qué estás haciendo?”. Él me pegó de nuevo. “No soy yo”, gritó. “Eres tú. Eres tú quien hace esto”.
Dejé de hablar, porque no sabía cómo coño había llegado a hablar de esto.
—Lo siento, Emma.
Me moví en la silla. Me incliné. Me pregunté si podía sujetarle la mano.
—No pretendía contarte todo esto…
Su piel parecía haberse vuelto transparente. Veía el azul oscuro de sus delicadas venas.
—Pero es lo que soy.
A cada pitido de la máquina, su corazón bombeaba sangre de las arterias al cerebro, donde ignoraban qué alcance tenía el daño.
—Creo que hoy lo entiendo. Cómo sucedió todo. Mi padre me pegó a diario desde entonces. Mucho. Muy fuerte. El problema con la violencia es que engendra más violencia. En las personas, en las comunidades, en los países. Es como un genio al que sueltas y ya no puedes volver a meter en la botella. Pero no sirve de nada sentarse en el banquillo y decirle al juez que fue tu padre quien te hizo de esta manera.
Acaricié el pliegue de la sábana. Era más suave de lo que esperaba.
—Una cosa que nunca entendí fue por qué no le pegó a Bardini. ¿Por qué no fue hasta la heladería, le sacó a la calle por las orejas y le metió una paliza? La respuesta es que mi padre era un cobarde. Es lo único que me prometí no ser jamás.
»La estrategia de mi padre funcionó durante un tiempo. Le dijo que si no quería que me pegase tenía que dejar de ver a otros hombres. Ella se comportaba durante dos o tres meses, pero creo que no podía vivir sin la atención de otros hombres.
»Cuando me hice mayor intenté juntar las piezas de su historia. Recolecté todas las fotos de mi madre desde que era niña hasta que conoció a mi padre. Recordé lo que decía de su infancia. “Papi me amaba, papi me adoraba”. Así hablaba de su padre, un inglés trabajador de Rosebank. Era un empleado de la administración provincial. Había sido una niña bonita. Pequeña, con el pelo rubio y los ojos grandes. Salía sonriéndole desvergonzadamente a la cámara en todas las fotos, siempre tan consciente de sí misma, tan relamida.
»Se conocieron en el concesionario Ford. Mi padre tenía veinte años, pelo oscuro y mirada melancólica. Tenía una novia en Parow, una relación seria; hablaban de matrimonio. Creo que allí comenzó el problema. Mi madre quería la atención de todos los hombres y se encontró con uno que no podía tener. Insistió hasta salirse con la suya.
»Para cuando cumplí los cinco años, ya no era joven ni bonita. No sé si fue el embarazo o solo el paso del tiempo. Quizás el fracaso de su matrimonio. A los treinta estaba cansada. Gastada. Se veía en su rostro y su cuerpo y ella lo sabía. Intentó recuperar la atención de los hombres con maquillaje, tintes de pelo y ropa ajustada. Ellos eran la llama y ella la polilla. Era una reacción irresistible, inevitable, como la sacudida de una pierna cuando te golpeas la rodilla.
»Hubo ciclos. Cuando ella era fiel y razonable, reinaba la calma. Hasta que empezaban las peleas. Entonces mi madre salía en busca de atención. La encontraba, alguien quería algo más y sucumbía, rindiéndose en cualquier parte. Incluso en nuestro apartamento. Una vez regresé a casa del colegio por la mañana; no recuerdo el motivo, quizás estuviera enfermo. Tenía una llave. Entré y les oí. Mi madre y Phil Robinson, el dueño del hotel de la playa, un inglés ricachón que disponía de un centenar de habitaciones. Pero tuvieron que hacerlo en nuestro apartamento.
»Cuando me vio gritó: “Jesús, Jesús, Martin, vete, vete”, pero yo me quedé allí mirando hasta que ella se levantó de la cama, vino y cerró la puerta. Más tarde, cuando Robinson se marchó, me suplicó que no se lo dijese a mi padre. “Volverá a pegarte”.
»Esa es mi historia, Emma.
»La pobre basura afrikáner blanca. Tal como dijo mi madre.
»Mi padre bebía vino. El olor del vino me recuerda a él. El olor agrio en su aliento cuando estaba borracho y me pegaba porque mi madre se había ido.
»Cuando tenía trece años, ella se marchó. Entonces mi padre me pegó porque mi madre se había ido. Y porque quería que fuese “duro, para que puedas enfrentarte a la vida y a toda esa mierda”.
»Tuvo éxito.
»He pensado mucho en todo esto. En lo que me hizo. Lo más importante es que se llevó el miedo. El miedo a ser herido. Y el miedo a herir. Es lo importante. Sentir dolor es algo que acaba por volverse habitual con el paso del tiempo. Te acostumbras. Pero causar dolor, es algo que tiene que salir.
»Había un club de karate en Seapoint, en el pabellón de la iglesia anglicana. Mi padre me envió allí. Mi problema era el control. Nunca entendí por qué debíamos detenernos, por qué no se nos permitía pegar al otro.
»Buscaba problemas. En la escuela, en la calle. Y lo conseguí. Me gustaba pegar. Era la primera vez que era yo quien causaba dolor. Hacía correr la sangre. Rompía. Es como estar fuera de ti mismo. O dentro de otro, en otro mundo, en otro estado. El tiempo se detiene. Todo desaparece. No escuchas nada. No ves nada, solo una niebla rojiza. Y lo que tienes delante, es lo que quieres destruir con todo lo que tienes dentro.
»Cuando estaba en el instituto le pegué a mi padre por primera vez. Después de aquello, las cosas mejoraron durante un tiempo.
»Entonces comencé a sentir la necesidad de marcharme. Alejarme de él y de Seapoint. Mi sensei de karate era policía. Me quería en el equipo de karate de la policía. Me uní porque había que ir a Pretoria. Estaba lo bastante lejos. Me vieron allí y me reclutaron como guardaespaldas. Lo fui durante diez años. Un año con el ministro de Transportes. Se retiró. Ocho años con el ministro de Agricultura, blanco. El último año con el ministro de Educación, negro.
»Mi primer año… El ministro de Transportes era un hombre increíble. Me veía. Veía a todo el mundo. Quizá percibiera demasiado, sintiera demasiado. Quizás eso explica que se suicidara. Pero a menudo me preguntaba: ¿Por qué alguien como él no pudo ser mi padre?