Se llamaba Goodwill y conducía como un loco.
Parecía demasiado joven como para tener carnet. El Toyota Hi Ace era un modelo de hacía cuatro años y había recorrido 257 000 kilómetros según el cuentakilómetros. Al principio me contradijo.
—La clínica en Hoedspruit es una mierda, debemos ir a Nelspruit. Al hospital.
—No hay tiempo.
—Claro que sí. Conduciré a toda pastilla.
—No, por favor.
—No hay doctores en Hoedspruit, solo enfermeras. No saben nada. —Giró a la derecha en el cruce donde nos habían atacado—. Confíe en mí.
Vacilé.
—Entonces será mejor que se apure.
—Usted, míreme.
Sujeté a Emma con fuerza entre mis brazos en el asiento central y Goodwill condujo con las luces de emergencia encendidas, los neumáticos chirriando y la bocina a tope. Sentía las sacudidas, los pequeños espasmos de su cuerpo mientras se le escapaba la vida. Le dije:
—Emma, no te puedes morir, por favor, Emma, no puedes morir.
El doctor me recolocó el brazo de un tirón y deseé darle un puñetazo en la cara. Fue una agonía terrible, pero desapareció en cuestión de minutos. Dio un paso atrás y dijo:
—Jissie, amigo, creí que iba a darme un puñetazo.
Tenía unos cincuenta y tantos años, y era redondo como un tonel.
—Joder, doctor, he estado a punto de hacerlo.
Se rio.
—Teléfono, doctor. Necesito saber.
—Se lo dije.
—Dijo que en cuanto me colocara el brazo llamaríamos.
—Más tarde.
—Ahora.
—No servirá de nada. Está en el quirófano.
—¿Dónde está el quirófano?
—Deje que le dé un antiinflamatorio. —Sacó una jeringa de un cajón—. Y algo para el dolor. También tengo que ponerle algo en el corte.
—¿Qué corte?
—El que tiene en el bíceps derecho.
—Doctor, ¿dónde está el quirófano?
—Siéntese aquí.
—No, doctor.
Se puso furioso.
—Escúcheme, amigo. Si quiere pegarme, ahora es el momento, porque me pondré duro con usted. Mírese. Tiembla como una hoja, está hiperventilando, en estado de shock, sangrando y sucio como un cerdo. ¿Quiere ir a tocar las narices en un quirófano en ese estado? Le echarán, se lo garantizo. Ponga el culo en la silla para que pueda ponerle la inyección y limpiar la herida. Después se tomará una pastilla para calmarse. Y luego irá a limpiarse y esperar a que salgan para que nos digan qué pasa.
Le miré como un energúmeno.
—El culo en la silla.
Me acerqué a la silla y me senté.
—Inclínese hacia delante. Desabróchese el cinturón.
Hice lo que me pedía.
—Inclínese más, amigo. Tengo que llegar al culo.
Se colocó detrás de mí, me bajó el pantalón y me frotó con un algodón empapado en alcohol.
—¿Es su esposa?
Clavó la aguja con una fuerza innecesaria.
—No.
—Aguante. No se mueva. Otra para el dolor. ¿Es su novia?
—No.
—¿Familia?
Sacó otra jeringa.
—No. Es mi cliente.
Sentí como entraba la aguja.
—Su cliente, ¿eh?
Arrojó la jeringa en un cubo de basura y abrió otro cajón.
—Sí.
Sacó un frasco de pastillas.
—Por la forma en que se comporta, se diría que le importan mucho sus clientes. Aquí tiene la pastilla. Vaya y límpiese, después se la toma.
Había perdido el móvil. Mi billetera estaba en el BMW. Le pregunté al rollizo doctor si podía prestarme dinero para el teléfono público.
—Use este —respondió, y me llevó a su despacho.
Sobre la mesa, en un marco de plata, estaba el retrato de una mujer. Era hermosa, elegante y delgada. Tenía una larga cabellera pelirroja salpicada por algunas canas.
—¿Cómo consigo línea?
—Marque el cero —dijo, y cerró la puerta al salir.
Hice la llamada. Jolene Freylinck, la recepcionista de las uñas inmaculadas, respondió casi al momento con su profunda voz sensual.
—Body Armour, buenos días, ¿en qué podemos ayudarle?
—Jolene, soy Lemmer.
—Hola, Lemmer, ¿qué tal todo?
—Tengo que hablar con Jeanette.
Ninguna vacilación.
—Te paso.
Música grabada, la selección de Jeanette. Sinatra cantó My way mientras esperaba. Solo dos frases, cuando dice que ha mordido más de lo que puede masticar.
Jeanette le interrumpió.
—Tienes un problema. —La constatación de un hecho.
Describí el problema.
—¿Cómo está ahora? —preguntó cuando acabé.
—En estado crítico.
—¿Es todo lo que te dicen?
—Es todo.
—Lemmer, no suenas muy bien. ¿Cómo te sientes?
—A mí no me pasa nada.
—No estoy muy segura.
—Jeanette, estoy bien.
—¿Qué vas a hacer?
—Por ahora me quedaré con ella.
Estuvo callada durante cinco segundos. Después dijo:
—Te llamaré.
—Perdí el móvil.
—¿Qué número tienes allí?
No sé cuánto tiempo estuve sentado en la mesa del doctor con la cabeza entre las manos. Quizá diez minutos, o media hora. Intenté pensar. Mi cabeza se negaba a cooperar. Se abrió la puerta. Entraron un hombre y una mujer. Él tenía el pelo blanco y vestía un traje gris muy caro.
—Grundling —dijo, y tendió la mano. Sonrió. Tenía los dientes afilados. Parecía un gran tiburón blanco—. Soy el administrador del hospital. Ella es Maggie Padayachee, directora del Servicio de Atención al Cliente. Estamos aquí para ofrecerle nuestra asistencia.
El traje gris de Maggie era más oscuro. Llevaba el pelo negro recogido en un moño. Sus dientes eran menos afilados.
—Emma…
—Le aseguro que la señorita Le Roux está recibiendo el mejor tratamiento médico posible. Sin embargo, nuestro director general acaba de llamar desde Johannesburgo y nos ha pedido que le ofrezcamos nuestra asistencia.
—En todo lo que podamos —añadió Maggie.
Jeanette Louw. Que conoce a los altos cargos. Había estado muy ocupada.
—Necesito ir al quirófano.
No me hicieron caso.
—Tenemos una suite que nos gustaría ofrecerle. Y es obvio que necesita ropa limpia —dijo Maggie.
—Por favor, necesito hablar… con el doctor de la señorita Le Roux.
—Por supuesto. —Una voz tranquila—. Pero todavía están en el quirófano. Primero vamos a ocuparnos de que esté cómodo. ¿Tiene algún equipaje que podamos ir a buscarle?
La suite consistía en una sala de estar, un dormitorio y un baño con ducha. Lujoso. Aire acondicionado. Óleos originales. Alfombras turcas.
Sobre la cama un pijama y una bata. Chinelas en el suelo. En el baño había un cepillo de dientes, dentífrico, maquinilla, crema de afeitar y desodorante. Me preguntaba qué le habría dicho Jeanette Louw al director de SouthMed.
Me quité la camisa. Estaba manchada con la sangre de Emma. Mucha. Ahora seca y rojo oscuro, como el vino.
Mi torso parecía una pintura abstracta con tonos oscuros en rojo, negro y púrpura. Me pitaban los oídos. Me latía la cabeza. El dolor había desaparecido gracias a la inyección. Me desnudé y me metí en la ducha. Tenía frío. Abrí los grifos al máximo y le di la espalda al chorro. Me temblaba todo el cuerpo.
Emma no debe morir.
No debe.
Nunca había perdido a un cliente.
¿Qué había hecho mal? El tren. Nunca tendría que haber saltado al tren, pero no había habido otra alternativa.
Nunca tendría que haber dudado de ella. Tendría que haberla creído. Tres hombres. Pasamontañas. Como en el ataque en Ciudad del Cabo. ¿Por qué? ¿Por qué se cubrían la cabeza? ¿Por qué el francotirador no llevaba un pasamontañas? ¿Y los guantes? ¿Por qué los guantes?
Tendría que haber visto antes al francotirador. Tendría que haberme metido más entre los vagones de carga. Tendría que haber sujetado a Emma detrás de mí. Tendría que haber recibido el balazo. Tendría que haberla sujetado más fuerte.
No se podía morir. Debía acabar con mi trabajo, tenía que custodiarla. Volverían. Ella estaba muerta, lo sabía. Porque yo no era lo bastante bueno. Tenía que protegerla.
Llamé al quirófano desde el teléfono en la sala de estar.
—Por favor, necesito saber el estado de la señorita Le Roux.
—¿Quién pregunta?
—Lemmer. ¿Cómo voy al quirófano?
—¿Llama desde la suite VIP?
—Así es.
—Le volveré a llamar.
Muy pronto llamaron a la puerta. Abrí vestido con el pijama y la bata. Eran Maggie y el doctor gordo.
—El doctor Taljaard está preocupado por usted.
—Estoy bien.
—Bien y una mierda —dijo Taljaard—. ¿Se tomó la pastilla que le di?
—Doctor Taljaard… —exclamó Maggie, con voz severa.
—No me venga con eso de doctor Taljaard. ¿Se tomó la pastilla?
—No, doctor.
—Ya me lo parecía. Me llamo Koos. No me gusta lo de «doctor». Vamos. Le pondré otra inyección. Túmbese en la cama. Maggie, puede esperar afuera.
—Doctor Taljaard, es un VIP.
—Es su problema. Tiene los ojos más desorbitados que un perro rabioso. Venga, amigo, túmbese. Si no me escucha, tendrá que vérselas con el dolor.
—Por favor, doctor, no quiero…
—¡Eh! —gritó, furioso—. ¿Tiene un problema de oído? —Amenazador.
No sabía qué hacer. Me quedé de pie.
Él cerró la puerta.
—Seamos razonables. —Habló en voz baja con un tono amable—. No sé qué pasó, pero tiene un trauma, y no es físico. Ahora mismo su cerebro no funciona como es debido y se comportará como un idiota. Lo lamentará más tarde. Vamos a calmarle un poco. Acabo de estar en el quirófano. Todavía no se sabe nada. Sin embargo, el hecho de que todavía estén ocupados debería ser una buena noticia.
—Tengo que protegerla.
Me llevó hacia la cama con mano firme. No dejó de hablar.
—Ahora mismo no hay nada que pueda hacer. Túmbese. Boca abajo. Así. Solo una inyección, esta vez en la nalga derecha, la izquierda está un tanto sobreutilizada. Levantaremos la bata. Así, muy bien. Allá vamos, esto le molestará un poquito. Ya está, así de fácil. No se levante todavía. Quédese quieto un minuto. Dele tiempo a que haga efecto. Le relajará. También le dará un poco de sueño. No sería una mala idea descansar un poco. ¿No le parece? Solo un pequeño descanso para recuperar las fuerzas.
Sentí como si me aplastase un gran peso.
—Venga, nos quitaremos las pantuflas. Vaya, sí que son horribles. Ahora nos taparemos con las mantas. Espere, muévase un poco, un poco más, ya está. Que duerma bien, amigo, que duerma bien.