El día iba a terminar fatalmente, pero arrancó muy bien.
Dormimos hasta tarde. Me levanté primero y preparé café. Lo tomamos juntos en el porche. La mañana era brillante y fresca. Dijo que le dolía un poco la cabeza y se rio de sí misma.
Al rato llamó a Mogale para preguntar si podíamos ver a Donnie Branca. No le encontraron, le dijeron que ya la llamaría él. Fuimos a desayunar. Dick, el jefe de los forestales, nos vio de camino.
—El recorrido por la reserva de esta noche será fantástico —le dijo a Emma.
—Quizá no estemos aquí —respondió ella—. Es probable que volvamos a casa.
—Tendrían que quedarse un día más. No hay nada como el bushveld después de la primera lluvia de verano. Los animales se vuelven locos. Es una de esas experiencias que se viven solo una vez en la vida. Del todo impresionante.
«Impresionante» era con toda claridad una de sus palabras favoritas. Le hablaba solamente a Emma.
—Ya veremos…
—Por usted, retrasaré la salida hasta las seis, o hasta las siete —coqueteó él.
—¿Lo hará? —A ella le gustaba.
—Por supuesto.
—Entonces haremos lo posible, Lemmer y yo.
«Impresionante», pero un tanto desilusionado porque me había incluido.
—Que tenga un gran día.
—Usted también —dijo Emma y le sonrió.
La llamada llegó cuando estábamos desayunando. Ella descolgó, escuchó y dijo: «Señor Branca», y: «Mis más sinceras condolencias…».
Dijo que sabía que era un mal momento en Mogale, pero que Frank Wolhuter le había dejado un mensaje. Se lo dijo y después escuchó con mucha atención durante un buen rato.
—A las once será perfecto, muchas gracias.
Dejó el móvil.
—Dijo que Frank Wolhuter había buscado entre las cosas de Cobie cuando nos fuimos. Frank no le dijo nada, pero él sabe dónde podría haber dejado algo. Nos recibirá a las once. —Consultó su reloj—. Será mejor que nos pongamos en marcha.
Susan vino a nuestra mesa.
—Oh, señorita Le Roux, alguien acaba de dejar un mensaje para usted en la verja.
—¿Quién? —preguntó Emma.
—El guardia dijo que fue un niño.
—¿Un niño?
—¿Quiere que le pida a alguien que vaya a buscarlo?
—No, no, saldremos ahora, ons sal dit daar kry, dankie, Susan. Le recogeremos allí.
—Vale —le dijo Susan, como aturdida, al borde de la incomodidad, antes de darse la vuelta agitando su rubia cabellera.
El mensaje estaba escrito en un pedazo de papel, probablemente arrancado de un cuaderno escolar o algo así. Tenía unas débiles rayas azules y un margen vertical rojo. No llevaba sobre, estaba doblado dos veces con las palabras «Señorita Emma Le Roux» escritas en bolígrafo azul.
Estábamos junto al pequeño edificio que se levantaba frente a la verja de entrada. Edwin, el guardia de seguridad, estaba sentado con su sombrero de ala ancha y una brillante sonrisa blanca. Emma desplegó el papel y lo leyó. Después me lo pasó.
Señorita Emma.
Mejor que se vaya ahora. Esto no es seguro.
Un amigo.
—¿Quién lo trajo? —le preguntó Emma a Edwin.
—Un chico. —Cauteloso, como advertido del peligro.
—¿Le conoce?
—Quizás.
—Por favor, Edwin, necesito su ayuda. Es muy importante.
—Hay muchos chicos en los poblados. Creo que es uno de ellos.
—¿Qué poblado?
—Intentaré averiguarlo.
—Espere —le pidió Emma, y fue hasta el BMW. Volvió con un billete de cien rands en la mano—. Edwin, lo único que quiero saber es quién le dio el mensaje al chico. No le causaré ningún problema. Le pagaré si me lo puede decir. Esto es para usted. Si le puede encontrar, le pagaré más.
—Gracias, señora —dijo él, mientras se guardaba el billete en un bolsillo—. Quizá pueda encontrarle.
—Muchísimas gracias. —Ella consultó su reloj—. Llegaremos tarde —dijo.
Emma se sentó con el papel en la mano. Lo miró durante mucho tiempo mientras conducíamos.
—Señorita Emma —dijo—. Así me llamó el tipo que me telefoneó. —Me miró y miró de nuevo la nota—. Sonaba como un negro por teléfono, Lemmer. Y esta nota está escrita en inglés por alguien que no es anglosajón.
Yo no iba a responder. Por fortuna sonó de nuevo el móvil y ella respondió. «¡Carel!», exclamó. Él debió preguntarle qué tal estaba porque ella respondió: «Si me lo hubieses preguntado ayer, hubiese dicho que mal, pero creo que tengo algo, Carel. Estamos de camino hacia allí. ¿Recuerdas la misteriosa llamada de un tipo al que no entendí? No me lo imaginé».
Mi amigo «Carel el Rico» de Hermanus. Al parecer, quería un informe completo, pues ella le contó toda la historia durante todo el trayecto hasta Mogale.
Una joven y bonita voluntaria holandesa con un sombrero de explorador, piernas largas y pantalón corto nos llevó hasta Donnie Branca, que estaba sentado en el despacho de Frank Wolhuter. Emma intentó hablar afrikáans con ella, pero la muchacha le respondió en inglés. Dijo que aún estaban traspuestos, que todavía no se habían hecho a la idea de que Wolhuter no estuviera.
Branca revolvió los documentos del escritorio. Se le veía sombrío y hablaba con un tono apagado. En cuanto la muchacha holandesa se fue, dijo:
—No fue un accidente. No puede ser. El tejón melero había entrado antes, pero siempre dormíamos a Simba con un tranquilizante. Frank lo hubiese hecho. Pero la pistola de dardos está en el almacén. Tampoco lo hubiese hecho nunca solo. Phatudi dice que no hay ninguna prueba, pero acabo de encontrar algo. Vengan y lo verán.
Nos condujo por una puerta interior del despacho. Al otro lado estaban las dependencias de Wolhuter. En el dormitorio, la biblioteca se abría como una puerta. Estaba clavada a la pared. Al otro lado había una caja fuerte con la puerta de acero abierta. Branca se detuvo delante.
—Miren esto —señaló.
La caja tenía dos metros de altura y medio de ancho. Había dos niveles: en el inferior había espacio para seis armas. Solo había dos fusiles de caza. Las huellas en el polvo delataban que alguien había retirado las otras cuatro hacía muy poco. En el estante superior había documentos y unos cuantos fajos de billetes, quizás unos tres mil rands, un fajo de dólares y otro de euros, unos mil en cada uno. En el borde de la caja, al nivel del estante de los documentos, había una rayada roja oxidada. Parecía sangre seca que alguien hubiese derramado por accidente.
—Sangre —dijo Branca.
Emma se inclinó para mirar. No hizo ningún comentario.
—Hay dos cajas. Todos conocen la del cobertizo, donde guardamos las otras armas. Esta solo la conocíamos Frank y yo. Si tenía algo que mostrarle tuvo que guardarlo aquí. Esta mañana, después de su llamada, lo comprobé. Esto es lo que encontré.
—Cree… —Ella se interrumpió, alterada por las diversas posibilidades.
—¿Todavía tiene el mensaje de Frank?
Emma asintió y sacó el teléfono del bolso. Apretó las teclas y se lo tendió. Frank Wolhuter repetía desde la ultratumba: «Emma, soy Frank Wolhuter. Creo que tenía razón. Encontré algo. Por favor, llámeme cuando reciba este mensaje».
Branca le devolvió el teléfono desencajado.
—Después de que se fuera anteayer, Frank abrió la habitación de Cobie. Estuvo allí toda la tarde. Fui a despedirme antes de ir a visitar a mi novia en Graskop. Fue la última vez que le vi.
Emma miró la huella de sangre.
—¿Había alguien más aquí esa noche?
Branca sacudió la cabeza.
—Solo Frank, Cobie y yo vivimos aquí. Los alojamientos de los trabajadores están en la falda de la montaña y los voluntarios tienen sus dormitorios a dos kilómetros. Cuando volví pasada la medianoche, todo estaba en silencio. Creí que Frank estaba durmiendo; se acostaba temprano y se levantaba con el alba. A la mañana siguiente Mogoboya lo encontró con el león.
Branca sacó un pañuelo y lo utilizó para cerrar la puerta de la caja.
—Llamaré a Phatudi para que venga… —Se dirigió hacia la puerta—. Aún no he estado en la habitación de Cobie. ¿Quieren venir conmigo?
—Por favor.
Él cogió un llavero del despacho de Wolhuter y juntos caminamos hasta un pequeño edificio medio oculto entre los árboles, a un lado del centro de rehabilitación. Branca señaló una ventana rota.
—La semana pasada intentaron entrar por allí.
—¿Quiénes? —preguntó Emma.
—Quién sabe. Creemos que fueron los agentes de Phatudi. De noche no puedes ver los barrotes. Frank escuchó el ruido de cristales rotos y encendió las luces.
Abrió las cerraduras, primero la del pomo, y después la principal. Me pregunté si todos eran tan conscientes de la seguridad. La casa estaba a oscuras, las cortinas corridas. Branca encendió la luz.
La palabra era espartano. Una cama contra la pared, la mesita de noche de pino, dos viejas sillas, y un armario de melamina blanca. Las paredes estaban desnudas y había una vieja alfombra bordada con detalles africanos en el suelo. Había dos puertas. Una daba a la cocina, donde había una mesa cuadrada de madera oscura, tres sillas, una vieja cocina eléctrica y una estantería. La otra daba al baño. Todo estaba bastante limpio y ordenado para ser una habitación de soltero. Había unos tejanos colgando del respaldo de una silla. Emma frotó la tela entre los dedos mientras miraba alrededor. Branca se acercó a la cama, donde había algo, quizás un libro.
Lo recogió y lo abrió.
—Fotografías —dijo.
Emma se acercó. Parecía un pequeño álbum de fotos.
—Esta es Melanie Posthumus —dijo Emma—. Estas son las fotos de Cobie.
—¿Quién es Melanie? ¿La novia?
—Sí.
—Dos, tres, cuatro fotos. Tuvo que gustarle mucho.
—Este es Stef Moller —añadió Emma.
Branca pasó la página y señaló:
—Aquí está Frank. Y yo. Esta es una voluntaria sueca. A ella le gustaba mucho Cobie. O eso creíamos…
—¿Qué?
—Quizá, ya sabe…
—¿Qué?
—Bueno, un día la vimos salir de casa de Cobie al amanecer. Pero se marchó. Como todas.
Branca acabó de pasar las hojas.
—Ya está.
—Espere —le pidió Emma y cogió el álbum. Lo abrió—. Mire aquí. —Me lo señaló—. Faltan dos fotos. Aquí, al principio.
Miré. Había sendos plásticos transparentes con el fondo blanco y la débil silueta de dos fotos de tamaño postal. Vacíos.
—Esta habitación… ¿está tal cual la dejó Frank? —preguntó Emma.
—Puede ser. Nadie más ha estado aquí —respondió Branca.
—¿Qué pasa con las asistentas? —Fue a la cocina.
—Frank y yo tenemos una asistenta, pero somos desordenados. Cobie lo hacía todo él solo.
La cocina no era lo bastante grande para todos. Branca y yo permanecimos en el umbral. Emma inspeccionó la estantería.
—¿Entonces pudo ser Frank quien dejó el álbum en la cama?
—Podría ser.
Ella se volvió.
—Quizá sacó las fotos para mostrármelas.
—Quizá.
—¿Miró en la caja? ¿Buscó alguna cosa?
Por supuesto que había mirado en la caja. Después de retirar los cuatro fusiles.
—No, cuando vi la sangre, no quise tocar ninguna posible prueba.
Mentía. Lo hacía muy bien.
—¿Podemos echar una mirada? Tendremos mucho cuidado.
—De acuerdo —asintió Branca.
Caminaron hacia la puerta. Aproveché para echar una rápida mirada a la estantería de la cocina. Había revistas en el estante inferior, los lomos amarillos del National Geographic, unos cuantos de Africa Geographic. El resto eran libros de animales, administración de la sabana y reservas de caza. Todo apretujado. Ni un centímetro donde podía haber encajado el álbum.
Las fotos no estaban en las cajas. Había títulos de propiedad, registros de donaciones, estados de cuenta y dinero en efectivo.
—¿Para qué es el dinero? —preguntó Emma.
—Es para el pago de cualquier emergencia o incidente.
—¿Hay algún otro lugar donde pudieran haber puesto las fotos?
—Tendré que echar una mirada, quizás en su habitación, pero llevará tiempo. Ahora hay mucho que hacer. No sé qué pasará. Si encuentro algo, se lo diré.
—Gracias.
Nos despedimos y nos fuimos. Emma quería encontrar al negro que le había traído el mensaje.
Sacó de nuevo la nota, la leyó y la plegó. La sujetó en la mano. Cuando entramos en la carretera asfaltada, no había ningún policía esperando para protegernos. Comprobé a fondo que no hubiera ningún perseguidor y me pregunté por qué me sentía tan inquieto. Me concentré en la carretera, intenté no hacer caso de la voz que continuaba susurrándome que debía decirle a Emma que Branca ocultaba algo. No funcionó. Intenté racionalizarlo: no era asunto mío, no marcaría ninguna diferencia. Con toda probabilidad no tenía nada que ver con su búsqueda de Jacobus Le Roux.
Pero la nota en su mano me preocupaba. No tenía sentido. No encajaba en el esquema de mis sospechas originales.
—¿Por qué me ha enviado esta nota ahora? —se preguntó Emma en voz alta—. Ya llevamos aquí tres días.
Era una muy buena pregunta. Yo no tuve tiempo para pensar. En Klaserie, apenas pasada la vía del tren, algo brilló en la sabana a nuestra izquierda. Algo que no encajaba. Disminuí a medida que nos acercábamos al cruce donde la R351 se unía a la R40. Vi un segundo reflejo metálico por el rabillo del ojo. Iba a volverme y mirar, pero vi la vieja camioneta Nissan azul en el arcén izquierdo de la carretera, justo antes de la señal de Stop. Había dos figuras dentro. Las puertas se abrieron al unísono. Pasamontañas y armas en las manos.
—Sujétese —le dije a Emma mientras pisaba el acelerador a fondo y comprobaba el tráfico a la derecha.
Tenía que girar a la izquierda a toda velocidad. Alejarme de allí.
—¿Qué está pasando?
Antes de que pudiese responder, el neumático delantero izquierdo estalló con un sordo y estremecedor reventón.